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Prismas

versão On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.22 no.1 Bernal jan./jun. 2018

 

Reseñas

Ezequiel Adamovsky y Esteban Buch, La marchita, el escudo y el bombo. Una historia cultural de los emblemas del peronismo, de Perón a Cristina Kirchner, Buenos Aires, Planeta, 2016, 368 páginas

Laura Ehrlich1 

1 CHI-UNQ/CONICET

Adamovsky, Ezequiel; Buch, Esteban. La marchita, el escudo y el bombo. Una historia cultural de los emblemas del peronismo, de Perón a Cristina Kirchner. Buenos Aires: Planeta, 2016. 368p.

Mediante una indagación acerca de los orígenes y los usos de tres símbolos peronistas considerados los más perdurables, el tríptico de Ezequiel Adamovsky y Esteban Buch propone a sus lectores una historia cultural del peronismo y de la Argentina, desde los primeros gobiernos de Juan Perón hasta la actualidad, vista a través de tales emblemas. Con dos partes firmadas por Adamovsky (la primera, “El escudo peronista”, y la tercera, “El bombo peronista”), y otra a cargo de Buch (la cual, ubicada en segundo lugar y titulada “La marcha peronista”, casi equipara a las dos anteriores en extensión), el libro se instala cómodamente en un área de los estudios sobre el peronismo, la dedicada a los rituales y los símbolos políticos, que poco se ha renovado desde el discutible pero ineludible Mañana es San Perón…, de Mariano Plotkin.1

Justamente, además de dar cuenta de la dimensión propagandística de estos artefactos culturales, La marchita, el escudo y el bombo… busca iluminar las luchas por la definición del sentido del peronismo protagonizadas por sus partidarios y militantes, rastreables en la generación de nuevos emblemas o en la resignificación de aquellos irradiados por el centro del poder peronista. Los autores, por lo demás, se interesan en explorar terrenos poco transitados por la historiografía argentina, como la “historia sensorial” -aquella que prioriza el enfoque de los sentidos para el conocimiento del pasado-, y los “estudios del sonido”.

La primera pregunta que entonces cabría hacer es qué de nuevo aprendemos de la historia del peronismo y de la Argentina en el siglo XX gracias al conocimiento de los avatares de estos tres emblemas, y a la perspectiva con que se elige mirarlos. La respuesta no es unívoca. Si el color y el sonido se revelan como los principales “vectores de significación” distribuidos a lo largo del libro, una problemática común distingue a las dos partes a cargo de Adamovsky: me refiero a la preocupación por las pujas en torno al perfil étnico de la nación o, dicho de otro modo, a la pregunta por la “etnogénesis” argentina y el peso de las divisiones fundadas en el color de la piel, en la configuración de las identidades de clase y las identidades políticas contemporáneas. Parecen ser, por tanto, las hipótesis originales del autor, en igual medida, por lo menos, que los objetos a los que hace hablar a partir de ellas (revelando qué se deja ver y oír, respectivamente, en el escudo y el bombo peronistas), las que logran decirnos algo diferente acerca de la trama general de esta historia que, en sus trazos fundamentales, es bastante conocida.

Dicho esto, la apuesta de la obra por historizar el peronismo y el antiperonismo en el largo plazo, integrándolos como fragmentos a una historia política y cultural de la Argentina desde su conformación moderna hasta la actualidad, merece destacarse. Si los dos últimos capítulos alcanzan mejor una densidad histórica convincente para las etapas más recientes de esta historia, la generosidad de la perspectiva temporal con que se estudian los tres emblemas peronistas revela sus frutos para atravesar las fronteras cronológicas convencionales de la historia social y política, remontándose hasta comienzos del siglo XX e, incluso, hasta el siglo XIX.

En la primera parte, el análisis del lenguaje visual del escudo peronista y de su recepción y usos más allá del sentido original u “oficial” de su producción refleja, en el cotejo con otras imágenes como el escudo nacional, que la innovación de las manos entrelazadas en diagonal “recordaba a quien lo miraba que existía una asimetría entre la clase alta y la baja, precisamente lo que el escudo nacional invisibilizaba […]. Tan pronto pareciera que [los ricos] no estaban a la altura de ese imperativo moral [el de la solidaridad], el recuerdo de la asimetría -plantea Adamovksy- podía operar de manera inversa, alentando visiones más antagonistas” (p. 37).

Siguiendo este hilo argumental, el hallazgo y la pesquisa acerca de algunas versiones “bicolor” del escudo peronista, encontradas en un puñado de registros visuales de los primeros años cincuenta, aporta el motivo clave de esta parte del libro, ocasión a la vez del despliegue de la hipótesis de Adamovksy acerca de la cuestión étnica en la Argentina. En el intento de develar el misterio del origen de esta variante “bicromática” o “matizada” del escudo, “en la que los brazos entrelazados tienen tonalidades de piel diferentes (el de abajo más oscuro que el de arriba)” (p. 37), el texto se adentra a través de documentos de variado tipo en un sugestivo viaje hacia los estratos ocultos de la burocracia cultural del peronismo, un ámbito poco explorado aún con sistematicidad en la historiografía. Es así que escultores, escenógrafos, dibujantes y asistentes de la Dirección de Festejos y Ornamentaciones de la ex Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires -desde donde se fabricaban los escenarios y accesorios como los escudos de gran tamaño que adornaban los actos públicos del peronismo, y donde presuntamente se habría gestado la variante bicolor atendida por Adamovsky-, son dispuestos en el texto, junto a ilustradores y escritores de folletos de la Secretaría de Prensa y Difusión, a la manera de pequeñas clavas en las que el autor anuda su conjetura acerca de la “inflexión ‘de raza’” presente en las diferencias de clase en la Argentina.

“El lenguaje visual reponía aquello que el lenguaje verbal tenía dificultades para expresar de manera abierta -argumenta-. El pueblo peronista era todo, pero lo encarnaban especialmente los criollos, que a su vez eran prioritariamente los provincianos de tez amarronada. […]. La introducción del matiz entraba así en un juego semántico con el escudo nacional que perturbaba todavía más el ideal del ciudadano abstracto” (p. 55).

El capítulo a cargo de Buch en torno a los orígenes plebeyos, la codificación estatal y las posteriores reapropiaciones de la marcha Los muchachos peronistas se estructura narrativamente a partir de una hipótesis interpretativa: la convergencia de la música y el canto populares procedentes de las comparsas, los bailes de carnaval y las hinchadas de los clubes de fútbol de los barrios del sur de la ciudad de Buenos Aires de los años treinta, con la música culta expresada en el arreglo coral y la grabación en estudios, con Hugo del Carril como solista, un coro y una orquesta profesional en la musicalización, de la versión que resultó canónica de la marcha peronista, estrenada públicamente en el acto del 17 de octubre de 1949.

A raíz de esta interpretación de la historia de la marcha peronista “como una cadena de colaboraciones involuntarias entre diversas personas […] [y] entre diversas instituciones, el Estado, el partido, una discográfica, un sindicato, un club deportivo, una comparsa, y también entre diversos medios técnicos, la radio, el cine, el disco, el altavoz, la partitura, el diario, el canto, el grito…” (p. 86), la composición del texto de Buch se divide en una primera parte, “De 1949 hacia atrás”, y una segunda, “De 1949 hacia delante”.

En cuanto a la primera, se destaca entre los elementos de contenido la reconstrucción de una trama más amplia de marchas-canción y cantos políticos de las décadas del treinta y cuarenta, que permiten situar a Los muchachos peronistas en un marco de época. Así también, resulta eficaz la aclaración del contexto de “inquietud y movilización” que, motivado por la denuncia del supuesto complot de Cipriano Reyes y otros dirigentes díscolos para atentar contra la vida de Juan y Eva Perón, alumbra el lanzamiento por parte del entonces secretario de Educación del gobierno nacional, Oscar Ivanissevich, de su propia versión de la marcha Los gráficos peronistas. No es sino este el marco preciso que liga el origen de la marcha peronista a un “momento decisivo en el proceso de concentración del poder, que la propaganda traducirá en el famoso culto de la personalidad de Perón y Evita” (p. 107). Las estrofas alusivas al supuesto complot quedarán suprimidas, junto a otras, en la grabación de Hugo del Carril un año posterior, subraya Buch.

En un plano formal, el efecto de sentido que aporta en la primera parte del capítulo el hacer avanzar el relato “hacia atrás”, es decir, en dirección inversa a la que hubiera seguido un orden expositivo convencional (de lo más antiguo a lo más reciente), avanzando hacia un pasado inalcanzable donde los actores disputan entre sí un papel protagónico o exclusivo en la gestación de la música y la letra de la “marchita” en sucesivas versiones; tal efecto de sentido, el de una conjetura que se hunde irremediablemente en un tiempo del cual quedan pocos documentos confiables, resulta ensordinado, contradicho hasta cierto punto, cuando el autor, sorpresivamente, introduce al final y en bastardilla una breve narración en orden cronológico gracias a la cual se permite, no sin cierta condescendencia y con un ethos reñido con la práctica historiográfica usual, consumar el “deseo de ponerlos a todos de acuerdo”, ya que -en sus propias palabras- “el que compuso esa música seguro fue una persona humilde” (pp. 148-150).

El análisis de la historia de la “marchita” desarrollado en la segunda parte del capítulo (después de 1949) despliega la variedad de sus usos y apropiaciones, desde el borramiento de las fronteras entre Partido y Estado en los últimos años del segundo gobierno peronista, pasando por el canto de la marcha como forma de resistencia luego de 1955, su utilización como banda sonora y como símbolo disputado por los distintos sectores en que se dividió el peronismo en las décadas del ’60 y ’70, hasta las acciones judiciales de las que fue objeto especialmente a partir de la transición democrática, para excluir “el peronismo de otros”. Por último, el recorrido de la inflexión seguida desde su eclipsamiento en los años noventa hasta su resurrección bajo el segundo gobierno de Cristina Kirchner ilumina bien el trabajo y las luchas simbólicas que tienden a mantener viva la tradición partidaria.

Last but not least, el estudio sobre el “bombo peronista” que cierra el tríptico de Adamovsky y Buch resulta, por su objeto y por su tratamiento, el más sugerente históricamente. El capítulo se interroga sobre la posibilidad de contar una historia que gire en torno al sonido, en este caso el del bombo, y acerca de su significado para quienes se vieron afectados por él. Para unos, su retumbar habría significado el sentido de lo ominoso, al evocar temores y ansiedades, recurrentes desde el siglo XIX en adelante, ante alguna forma de democracia plebeya que pusiera en peligro el lugar de las élites en la República y la sociedad argentinas. Para otros, el sonido del bombo habría sido instrumento de convocatoria y eco del “latir del corazón”, promesa de afecto y redención colectivos, asociado a los sentidos de la fiesta y el carnaval, capaces estos de hacer superar, cuanto menos transitoriamente, las desigualdades y las diferencias de los heterogéneos miembros de la comunidad popular. ¿Pero qué fuentes permiten interpretar, en sus múltiples significados posibles, el sonido del repique del bombo?

Si de un lado un conjunto de documentos escritos dan suficiente muestra de la conexión que el antiperonismo estableció con ansiedades sociales y étnicas previas, en las que las vibraciones del bombo y los tambores remitían a los candombes de los afroamericanos bajo el rosismo, del otro lado son sobre todo registros etnográficos contemporáneos, a falta de documentos de época, testimonios de bombistas de sindicatos y de murgas actuales y de antaño, especialmente de las barriadas obreras de Berisso y Ensenada -sin poder dejar de notar la impronta de la filosofía rousseauniana en el autor- los que permiten inferir el significado que pudo haber tenido el bombo cuando hizo su aparición en la vida multitudinaria del peronismo de fines de los años cuarenta. Luego de 1955, nuevos sentidos se yuxtapusieron a los anteriores, haciendo del bombo un símbolo de lucha, un modo de irritar a los adversarios, de administrar la palabra y acallarla, un símbolo estético, una forma, en suma, de afirmar la presencia popular y lo no-blanco en el entramado de generaciones argentinas.

Como anticipé, un hilo rojo conecta la atención a las murgas de los trabajadores de la carne del Gran La Plata; el seguimiento y la mirada antropológica de la figura de Carlos Tula, “Bombo mayor del peronismo”; el análisis de las idas y vueltas a las que asiste el bombo a lo largo de los sucesivos intentos de “desplebeyizar”, renovar o modernizar el estilo del peronismo luego del retorno de la democracia en 1983; y la contraposición con el sonido y el sentido de las cacerolas, tras el 2001. Ese hilo es la pregunta acuciante que se hace Adamovsky y nos deja picando, por no decir retumbando, aunque no la formule así: ¿podremos, alguna vez, vivir juntos en la diferencia, “en este rincón del planeta”?

1 Mariano Plotkin, Mañana es San Perón. Propaganda, rituales políticos y educación en el régimen peronista (1946-1955) 1993, Caseros, EDUNTREF, 2007.

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