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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.23 no.1 Bernal ene. 2019

 

Artículos

Izquierda y clases populares en la Argentina, 1880-1945*

Left and popular classes in Argentina, 1880-1945

Roy Hora** 

** Centro de Historia Intelectual - Universidad Nacional de Quilmes / CONICET

Resumen

Este ensayo presenta algunas hipótesis a partir de las cuales estudiar el lugar de las clases trabajadoras en la vida política argentina entre 1880 y 1945. Enfatiza, en primer lugar, el alto grado de integración de los trabajadores en el orden sociopolítico oligárquico. En consecuencia, discute las visiones que conciben el avance de la izquierda y de la política antisistema como resultados esperables del patrón de desarrollo del país en la era del crecimiento exportador. A partir de esta constatación, sugiere que las experiencias de radicalización de las clases populares más relevantes del período 1880-1945 (el auge anarquista de 1902-1910 y el ascenso comunista de la década de 1930), reclaman explicaciones específicas, más atentas a la demanda que a la oferta política dirigida a estos sectores. Por último, el ensayo propone algunas ideas generales sobre cómo concebir la naturaleza, la periodización y los principales hitos de la experiencia política de los trabajadores antes del peronismo.

Palabras clave: Argentina; Izquierda; Clases populares; Política

Abstract

This essay discusses the most common approaches to working class politics in Argentina between 1880 and 1945, and proposes an alternative view on this subject. It suggest that the degree of integration of the popular classes into the turn-of-the-century socio-political order was higher than most authors have suggested; mutatis mutandi, this pattern also characterized later periods. Therefore, it rejects the view that the growth of the left was a natural consequence of Argentina’s pattern of development during the export-led era. On the contrary, I argue that the two most significant experiences of political radicalization of the 1880-1945 period -the emergence of the Anarchist movement in the 1900s and the creation of a strong Communist labor movement in the 1930s-, which deviated from this pattern of integration, demand specific explanations. Finally, the essay advances some ideas on how to conceive the most salient features and the most important turning points in the history of working class politics in the era before the advent of Peronism.

Keywords: Argentina; Left; Popular clases; Politics

El problema

Este ensayo presenta algunas hipótesis sobre el lugar de las clases subalternas en la vida política argentina entre 1880 y 1945. Producto de una investigación en curso que toma distancia en varios puntos de los enfoques historiográficos prevalecientes, me interesa ofrecer respuestas (tentativas y provisionales) a las siguientes preguntas: ¿Cuáles fueron los rasgos más singulares de la experiencia política de los trabajadores entre 1880 y 1945? ¿Cómo concibieron las mayorías su posición en la sociedad antes de que fuesen conquistadas por la interpelación nacional-popular asociada al nombre de Perón? ¿Cuán relevante fue la contribución de las fuerzas de izquierda a la constitución de un horizonte político y a la articulación de las demandas de las clases subalternas? ¿De qué manera debemos periodizar la política popular y cuáles fueron sus hitos principales?

El artículo se concentra en los trabajadores de las grandes ciudades litorales, toda vez que estos constituían la franja de mayor gravitación dentro del vasto y heterogéneo universo de las clases populares de nuestro país. Se enfoca, en particular, en la relación entre este grupo y los actores políticos y sindicales que aspiraron a movilizarlo. Presta más atención a la demanda que a la oferta política dirigida hacia las clases populares. En síntesis, explora cómo las oportunidades y las restricciones que ofrecía el escenario sociopolítico moldearon la experiencia y las preferencias políticas de los trabajadores.

No ha sido este, sin embargo, el camino más transitado por los interesados en comprender el vínculo entre clases populares y política y, sobre todo, por quienes también se interrogaron por el lugar de la izquierda en la vida pública. El techo de cristal que frenó el avance de las organizaciones de izquierda en el país más capitalista y moderno de América Latina (en el período analizado en este trabajo las fuerzas ubicadas en este cuadrante del espectro político-ideológico rara vez superaron el 10 % de los sufragios en elecciones libres y competitivas) estuvo en el origen de una preocupación sobre las razones de la debilidad de este sector de la opinión que desde muy temprano animó el debate político e historiográfico argentino. Dentro del arco de respuestas posibles a este enigma se destaca un conjunto de estudios que, de manera directa o indirecta, apuntan hacia las falencias de las propuestas de la izquierda. La hipótesis de Justo, un justamente célebre ensayo de José Aricó, ofrece un ejemplo típico de esta aproximación. Según Aricó, las limitaciones políticas del socialismo estuvieron determinadas por el carácter elitista de su acercamiento a las masas, que le impidió ganarlas para su proyecto.1

Otras valiosas intervenciones, en cambio, desplazaron la atención desde el universo de ideas y prácticas de las fuerzas de izquierda hacia las características del sistema político. En esta clave, suele señalarse que las tensiones de clase acumuladas en los años del régimen oligárquico tendieron a disolverse con la instauración de un régimen democrático. Es la opción privilegiada, entre otros, por Juan Carlos Torre. En una importante contribución titulada “¿Por qué no existió un fuerte movimiento obrero socialista en la Argentina?”, Torre sugirió que el principal obstáculo para el avance de la izquierda fue el patrón de democratización del orden oligárquico que, tras la apertura política iniciada en 1912, terminó divorciando los caminos de los reclamos del trabajo y la política de clase.2

Pese a evidentes diferencias, ciertos rasgos comunes caracterizan a estas aproximaciones. Con mayor o menor énfasis, todos los autores que los hacen suyos parten de la premisa de que la configuración socio-política prevaleciente en la Argentina oligárquica resultaba favorable para la constitución de un movimiento político de izquierda. El razonamiento que está detrás de este juicio es que, al igual que en las naciones de la Europa continental donde florecieron el marxismo, el anarquismo y la socialdemocracia, también en nuestro país imperaban un régimen político excluyente y un capitalismo de acentuados rasgos represivos.

La visión que sitúa el ascenso de la izquierda y del movimiento obrero como un proceso encuadrado por parámetros afines a los del desarrollo sociopolítico del Viejo Continente tiene un antiguo linaje, cuyo origen se remonta a los protagonistas de las primeras luchas del trabajo. En esta vigorosa tradición de interpretación -inaugurada por intelectuales socialistas y anarquistas de fines del siglo XIX y que se extiende hasta comprender los aportes de autores contemporáneos tan destacados como Ricardo Falcón o Juan Suriano-,3 la trayectoria de la izquierda y del mundo del trabajo europeos se erige como el norte que imanta los estudios sobre estas temáticas en nuestro país y contra la cual, incluso, suelen postularse supuestas desviaciones o singularidades locales. Como un eco transatlántico de esa experiencia, la alienación de los trabajadores argentinos respecto del orden establecido, resultado tanto del sesgo autoritario y antipopular de la república oligárquica como de la exclusión económica (el producto de un mercado de trabajo signado por hondas fluctuaciones, del incremento de la desigualdad, de una oferta de vivienda deficiente, de la hostilidad de una clase empresaria reacia a toda forma de reformismo) constituyen elementos siempre presentes en los estudios sobre los activistas y la condición obrera entre el Ochenta y la llegada del radicalismo al poder.

Hacia un enfoque alternativo

Esta visión tiene dos grandes limitaciones. En primer lugar, subestima el enorme potencial integrador que el mercado y la sociedad exhibieron en los años dorados del crecimiento exportador. Sigue tomando por válida la visión pesimista sobre el desarrollo socioeconómico argentino de la era exportadora que la historiografía económica del último tercio de siglo ha desacreditado de manera rotunda.4 Aunque los rasgos generales de ese proceso de crecimiento económico y su incidencia en la mejora del bienestar popular han sido bien establecidos en la literatura, vale la pena reseñarlos de manera sintética. La Argentina fue una de las estrellas de la Primera Globalización. Su tasa de crecimiento superó a la de los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia o Alemania. Para 1914, se ubicaba entre los quince países de más alto ingreso per cápita del mundo. Atractiva para el capital, también lo fue para el trabajo, y en particular para el trabajo extranjero, al que tentó no solo con salarios más elevados y mayor capacidad de ahorro que la existente en sus lugares de origen sino también con mayores oportunidades de mejora laboral y con la promesa del ascenso social. Fueron estos determinantes y no las redes de relaciones tendidas a ambos lados del Atlántico -simples instrumentos para orientar y canalizar a parte del flujo humano- lo que explica por qué la Argentina fue el destino latinoamericano más elegido por los hombres y las mujeres que dejaban Europa en busca de nuevos horizontes, y el país que más inmigrantes recibió en el mundo en proporción a su población.5)

La mayor parte de esos extranjeros arribaron a los puertos del Plata movidos por un proyecto de mejora individual o familiar que creían posible realizar en una sociedad que, por su desarrollo relativamente tardío en comparación con otros prósperos destinos de inmigración, no solo ofrecía altos salarios sino también amplias oportunidades de progreso económico y ascenso social. Y aunque los recién llegados fueron mucho más exitosos que los nativos, el movimiento ascendente de esa economía en construcción también alcanzó a estos últimos. Descenso de la mortalidad infantil, incremento de la esperanza de vida, aumento de la alfabetización, alza de las remuneraciones, progreso ocupacional y movilidad social, incorporación a las filas de las clases propietarias: todos estos fenómenos, muy perceptibles en la época, apuntan en el sentido de un incremento del bienestar desigualmente distribuido -tanto geográfica como socialmente- aunque considerable y extendido entre las clases subalternas de la Argentina litoral.

Por supuesto, la experiencia concreta de progreso que vivieron muchos trabajadores o, en su defecto, las expectativas positivas con las que vislumbraban su futuro estuvieron lejos de impedir la protesta o la organización sindical. El hecho de que ya en la década de 1890 varios gremios de trabajadores calificados estuviesen conquistando la jornada de 8 horas ofrece un indicador de la importancia de la agremiación para promover la mejora popular. Pero aun si estimuló la organización en el lugar de trabajo, el horizonte de progreso en el que se desplegó la experiencia de los trabajadores constituyó un obstáculo formidable para la radicalización de sus demandas, para la construcción de su identidad en tanto clase explotada y, como consecuencia, para la expansión de la prédica antisistema. A estos factores pueden agregarse otros -diversidad de orígenes étnicos, movilidad geográfica y ocupacional de los trabajadores, peso de la cultura católica- que contribuyeron, en mayor o menor medida, a despolitizar los reclamos del trabajo y, en algunos casos, también a desestimular el alcance del esfuerzo organizativo sindical.

Estas dimensiones solo refieren, sin embargo, a un costado del problema que nos interesa explorar. Una respuesta comprensiva al interrogante sobre cuán hospitalaria era la Argentina para las clases subalternas debe, asimismo, considerar aspectos vinculados a la relación entre Estado y trabajo. Para aproximarnos a esta cuestión conviene dejar de lado los argumentos que insisten en que la marginación electoral debe entenderse como un indicador decisivo de exclusión política, toda vez que esa marginación también afectó a otros actores, algunos de ellos muy influyentes (las protestas contra la venalidad electoral de poderosos empresarios agrarios son elocuentes al respecto).6 Más en general, es preciso revisar las narrativas tradicionales que parten de la premisa de que el Estado oligárquico les dio la espalda a los trabajadores, ignorando sus demandas y/o reprimiendo sus esfuerzos organizativos.

Los estudios que se hacen eco de estos argumentos suelen mirar el problema del lugar político de las clases laboriosas con los ojos sesgados de los impugnadores del sistema. Enfocados en los momentos de crisis antes que en los más frecuentes y extendidos de normalidad, suelen apoyarse en relatos sobre la organización obrera que sobreestiman la importancia de sus grupos disidentes, entonces minoritarios, y en la prensa militante que promovía sus reclamos. En este sentido, esa literatura ofrece un ejemplo típico de los sesgos de interpretación nacidos de una selección parcial de la evidencia documental, amén de más interesada en la retórica de combate que en las prácticas concretas y el contexto más amplio en que se desplegaba la acción colectiva.

Es importante tener presente que, pese a los aspectos oscuros de su vida política, la Argentina del último tercio del siglo -XIX era una república que se pretendía liberal y que aspiraba a ser democrática. Tenía una larga historia de participación popular en la escena cívica, que la llegada de Roca a la presidencia y la consolidación de un sistema de poder más impermeable a las presiones de la sociedad civil acotaron pero no clausuraron. Como muchos otros países de ese tiempo a ambos lados del Atlántico, carecía de instituciones electorales inclusivas y transparentes. Pero ofrecía garantías relativamente sólidas en cuestiones que, para la organización proletaria, eran más relevantes: libertad de opinión, prensa y asociación, inviolabilidad del domicilio, protección contra la detención arbitraria, derecho de huelga. En todos estos puntos, la Argentina fue más generosa que cualquier otro Estado latinoamericano de la época y, por supuesto, que los países del continente europeo, donde el anarquismo o la socialdemocracia mostraron más vitalidad. Por último, poseía una cultura política en la que, opacada por el peso de las corrientes liberales, republicanas y laicistas, la gravitación de la iglesia católica y la derecha confesional era muy acotada. No es casual que esta república austral se haya convertido en un destino elegido por muchos refugiados de la Comuna de París (Aubert, Bergeron), las víctimas directas o potenciales de las leyes anti-socialistas de Bismark (Kuhn, Winiger), la legislación anti-anarquista italiana (Gori, Malatesta, Mattei) o la española (Ros).

La cultura asociativa surgida al calor de la legalidad liberal fue el suelo sobre el que se arraigaron las iniciativas gremiales, periodísticas o políticas que pretendían movilizar al mundo del trabajo.7 Nacido en el marco y no en ruptura con el denso entramado asociativo forjado a partir de Caseros, el gremialismo proletario se benefició de esa conquista liberal, cuya importancia para convertir a la Argentina en el país latinoamericano con el asociacionismo obrero más poderoso y con mayor densidad sindical no siempre se aprecia debidamente. Pero ese contexto de vigor asociativo también incidió, desde muy temprano, sobre el patrón de desarrollo del gremialismo proletario. En la Argentina, los trabajadores no llegaron al sindicato o a la sociedad de resistencia vírgenes de experiencias asociativas previas, ni libres para moldear esas instituciones a su gusto. El gremialismo proletario debió hacerse un lugar en un tejido institucional ya maduro, en el que sobresalían, por ejemplo, las sociedades mutuales, culturales y recreativas establecidas sobre la base de criterios étnicos, que incorporaban a un porcentaje considerable de los asalariados (en particular, de los trabajadores con mayores ingresos y mayor vocación asociativa, esto es, el mismo tipo de figura que entonces convocaba el gremialismo proletario).8 Así, pues, en esa sociedad sin rígidas fronteras de clase y cuyas jerarquías se hallaban sometidas al efecto disolvente de la movilidad social y ocupacional, la cultura asociativa trabajó en contra de la aspiración a construir una subcultura obrera autónoma -sindicato, club social y deportivo, biblioteca y centro cultural- como la que forjaron las experiencias socialdemócratas europeas más exitosas. El resultado fue un asociacionismo obrero de orientación más bien estrecha, predominantemente gremialista.

La consagración de un asociacionismo proletario acotado en sus ambiciones de organizar el mundo cotidiano de los trabajadores fue producto, asimismo, de las oportunidades y las constricciones nacidas en la esfera propiamente política. Pese a todo lo que se ha dicho sobre el carácter antipopular del régimen oligárquico, los gobernantes del último cuarto del siglo XIX concibieron el trabajo organizado como un integrante de pleno derecho del universo asociativo y, por ende, como un actor legítimo de la vida pública. En ese período no hubo restricciones a la prensa o a la organización gremial, ni al derecho de manifestación o huelga. Libertarios y socialistas pudieron agitar en favor de sus ideas en la calle, la plaza o en la prensa sin más limitaciones que las que les imponían sus magros recursos o las que nacían del desinterés de la mayor parte de los trabajadores a sus interpelaciones militantes.

La represión estatal fue, por otra parte, poco significativa en términos relativos. Desde el nacimiento de las primeras sociedades obreras en la década de 1850 y hasta el cambio de siglo no se produjo ningún choque de consideración entre trabajadores y autoridades. En ese período, la protesta obrera no produjo víctimas fatales, y fue mucho más pacífica que la disputa entre facciones políticas. La figura del obrero asesinado por un Estado al que la izquierda denunciaba como enemigo del trabajo no tuvo encarnación en nuestro país hasta entrado el siglo XX (en Buenos Aires, 1904). Es más: contra la idea de un Estado hostil o prescindente, la evidencia histórica indica que, en repetidas ocasiones, las autoridades mediaron en los conflictos entre capital y trabajo, a veces a solicitud de los propios asalariados. En la ciudad de Buenos Aires, este papel lo desempeñó el intendente municipal, y también autoridades portuarias y sobre todo policiales (que, en ocasiones, se ganaron el aplauso de los huelguistas). El reconocimiento de que gozaba el asociacionismo obrero ante los poderes públicos se comprueba al constatar que hubo casos, incluso, en que los ministros del gabinete nacional se involucraron personalmente en las negociaciones entre empresarios y trabajadores (como hizo Norberto Quirno Costa en 1895). La idea de que los dirigentes sindicales fueron recibidos por los amos de la Casa Rosada por primera vez durante el gobierno de Yrigoyen es equivocada.9

El trabajo organizado fue reconocido como un factor legítimo de la vida pública por todos los actores de relieve del dominante arco liberal (la Iglesia, por supuesto, tuvo más dudas, y terminó promoviendo sus propios gremios), comenzando por la muy influyente prensa periódica, tanto la política como la comercial. Fueron varios los medios periodísticos que, en busca de ampliar su público y sus ventas, cortejaron a las clases trabajadoras, con notas e incluso con secciones especialmente dirigidas a este público. Desde muy temprano, La Vanguardia envidió la capacidad del popular matutino La Prensa para captar lectores obreros; para el periódico socialista, ampliar su público equivalía a disputarle lectores a la prensa comercial, a la que veía como un importante vehículo de socialización de los sectores populares.10

Por su parte, los partidos de la era oligárquica -autonomistas, cívicos, radicales- también reconocieron la legitimidad del asociacionismo obrero, y su prensa fue habitualmente tolerante y en muchas ocasiones favorable a las demandas de los trabajadores. En la medida en que actuaran en el marco de la ley y no alteraran el orden público, ninguno creyó necesario reclamar que se impidieran sus reuniones o protestas o alertar sobre los peligros que suponía el gremialismo proletario. Y el hecho de que sindicalistas, socialistas o anarquistas invocaran repetidamente el respeto a sus derechos constitucionales y que, en ocasiones, incluso recurrieran al servicio de justicia, nos indica bien que, para estos actores, la legalidad liberal era algo más que una cáscara vacía.

En síntesis, la organización obrera no enfrentó impedimentos de relevancia en el último cuarto del siglo XIX. Tolerante antes que represivo, el Estado liberal no constituyó un obstáculo para la organización de la izquierda o el trabajo. Las visiones que enfatizan su carácter restrictivo, o que (a la Botana) enfatizan la escisión entre el orden político y la sociedad, no logran captar hasta qué punto, al margen de la cuestión electoral -en ese momento una arena de escasa significación para las clases subalternas-, el Estado oligárquico fue capaz de tender puentes hacia el trabajo organizado. Aunque estuvo muy lejos de ser democrático y su patrocinio de los derechos de los miembros más débiles de la comunidad tenía claroscuros muy evidentes, las demandas del gremialismo no le fueron completamente extrañas. De allí que muchas asociaciones proletarias, comenzando por los poderosos gremios ferroviarios, permanecieran enfocadas en una agenda de defensa de los derechos laborales que en la práctica reconocía a las instituciones de la república capitalista y que las mantuvo a distancia de socialistas y libertarios.11 En estas circunstancias, la idea socialista de que gremios y partido debían mantener distintas esferas de acción fue una propuesta razonable no tanto por su elegancia intrínseca sino porque era sensible a los obstáculos que la izquierda enfrentaba para orientar un movimiento obrero que, aunque incipiente, ya caminaba con sus propios pies y tenía un lugar bajo el sol oligárquico.

En efecto, mucho antes de que la reforma electoral de 1912 comenzara a incidir sobre las estrategias obreras, el gremialismo proletario estaba incorporado en el seno de la república capitalista. En la década de 1890, Augusto Kuhn sugirió que el modelo organizativo a seguir debía ser el de las trade unions británicas, que suponía una nítida separación entre actividad sindical y participación política. Es importante tener presente que, al margen de la opinión de activistas socialistas como Kuhn, para muchos trabajadores ello no implicaba que esa división de tareas era interna al campo de la izquierda. De hecho, la demostración pública más numerosa del sindicalismo argentino en el siglo XIX, la marcha de las 8 horas del 14 de octubre de 1894, no respetó esa frontera. Esa manifestación -más concurrida que cualquier celebración del 1 de Mayo de ese tiempo- fue promovida por las principales sociedades gremiales de Buenos Aires y La Plata en respuesta a una iniciativa del legislador radical Emilio Pittaluga, y tuvo a este liberal reformista como su principal factor aglutinante. Con frecuencia ignorado o escondido en los estudios que narran la formación del movimiento obrero como una épica clasista, este evento no solo puso de relieve que el gremialismo proletario finisecular era capaz de inscribir sus reclamos dentro de las instituciones de la república capitalista. También mostró que, contrariando los deseos de los activistas socialistas que insistían en la necesidad de construir un partido de clase, tanto la dirigencia sindical como las franjas más activas del proletariado estaban dispuestas a establecer alianzas con políticos burgueses comprometidos con la promoción de los derechos del trabajo. Antes de reactualizarse en 1916 o 1945, esa tentación ya había recorrido un largo camino.12

Este panorama revela el alto grado de integración de las clases trabajadoras, tanto en el plano socioeconómico como en el político, en el seno de la república capitalista finisecular. En esa etapa de la travesía del gremialismo proletario, por tanto, las referencias históricas más apropiadas para encuadrar el caso argentino no deben buscarse en la Europa continental -hogar del marxismo y el anarquismo- sino del otro lado del mar: en Gran Bretaña, los Estados Unidos o Australia. Esas primeras experiencias poseen una impronta laborista similar a la que por entonces caracterizaba la marcha ascendente del trabajo en aquellas sociedades abiertas que aseguraban lo que, para la época, era un elevado nivel de remuneraciones y de bienestar y, más allá de la cuestión de la inclusión electoral (relevante en los Estados Unidos y Australia pero no tanto en Gran Bretaña) también un considerable grado de protección política contra la arbitrariedad estatal o patronal. En este escenario, favorecida por la libertad de expresión, prensa y asociación, la izquierda tuvo menos impedimentos para propagar su mensaje que para atraer a los trabajadores por el camino del desafío, reformista o revolucionario, al orden establecido.

A la luz de esta constatación, la pregunta que inspiró trabajos como los de Aricó y Torre, evocada al comienzo de este texto, requiere una reformulación. Para introducirnos en el estudio de la relación entre izquierda y clases populares, o en el análisis de la experiencia política de los trabajadores, el enigma a develar no debería ser ¿por qué no hubo un movimiento popular de izquierda más poderoso en nuestro país? Más allá de la discusión sobre la productividad de interrogantes de inspiración contrafáctica, la pertinencia de esta pregunta es discutible por cuanto quienes intentaron responderla supusieron que, en el origen -y, para algunos, siempre-, existieron condiciones propicias para el despliegue de un proyecto inspirado en el deseo de cuestionar el orden sociopolítico. Según este punto de vista, la izquierda tenía abierto el camino para conquistar las mentes, abiertas y políticamente vírgenes (o, en su defecto, presas de concepciones políticas tradicionales) de las clases populares urbanas. Pero si, por el contrario, la evidencia histórica sugiere que los trabajadores ingresaron a la vida pública y forjaron su identidad política primera en tanto clase trabajadora animados por el ideario de la integración (lo que por supuesto no excluye la creación de fuertes organizaciones sindicales o político-sindicales dirigidas a promover los derechos de las mayorías), la pregunta relevante para la historia de la relación entre izquierda y trabajadores, y más en general para la historia política de las clases populares, debe formularse de otro modo: ¿qué circunstancias históricas específicas hicieron que el trabajo organizado se apartara de ese sendero de integración y se sintiera, circunstancialmente, más atraído por los impugnadores del orden establecido? O, dicho de otra manera: ¿qué factores hicieron que esas clases populares cuya conciencia y práctica gremial y política se había forjado bajo el influjo de un proyecto de impronta moderada y laborista radicalizaran sus posiciones y se volvieran críticos del orden sociopolítico?

Para responder estas preguntas conviene dirigir la atención hacia los momentos en que importantes franjas del mundo proletario exhibieron un acusado temple combativo y, en consecuencia, avanzaron a contramano del patrón de incorporación en el orden sociopolítico enfatizado en los párrafos anteriores. Dos derivas de esta naturaleza se registraron en el período 1880-1945: el auge anarquista de la primera década del siglo XX y el ascenso del sindicalismo comunista en la década de 1930. En nuestra historiografía, ambas experiencias suelen analizarse desde una perspectiva enfocada en la retórica y las autorrepresentaciones de los actores o en sus repertorios organizativos que, producto del escaso diálogo entre los historiadores del trabajo y los de la sociedad y la política, presta escasa atención a determinaciones externas al mundo obrero. Aquí se sugiere que, vistos a la luz de una perspectiva más atenta a procesos políticos y sociales más amplios y de más largo plazo, ambos giros a la izquierda se vuelven más inteligibles y, amén de permitirnos contrastarlos en sus similitudes y diferencias, nos ofrecen valiosas enseñanzas sobre la trayectoria histórica del trabajo y la experiencia subjetiva de los hombres del común.

¿Qué revelan estas dos etapas de auge de la militancia obrera inspirada en banderas de oposición frontal a la república capitalista? El protagonismo adquirido por los anarquistas en los años que van de la Ley de Residencia al Centenario y el avance comunista tras la Gran Depresión deben ser entendidos, ante todo, como la respuesta de segmentos importantes pero minoritarios del mundo del trabajo urbano a impactos externos que frustraron, de manera parcial y temporaria, las promesas de integración -económica, social y también política- que la Argentina liberal les formuló a sus clases populares. Más que hitos en la formación de una conciencia popular o de clase anti-sistema, esos giros a la izquierda reflejan, ante todo, la reacción de los trabajadores ante un país que de manera abrupta les dio la espalda. De allí que la explicación de la alteración en una trayectoria más larga de incorporación difícilmente se encuentre atendiendo a rasgos intrínsecos de estas propuestas radicales (las características específicas de la ideología o la práctica anarquista o comunista) o postulando una supuesta vocación revolucionaria arraigada en la cultura popular sino, más bien, enfocando la atención en factores asociados con la alteración del entorno sociopolítico en el que los hombres y mujeres del común jugaban su destino. A esta tarea se abocan las secciones que siguen.

El momento anarquista

Para entender el avance del anarquismo en el mundo obrero en la primera década del siglo X conviene prestar especial atención a la dinámica desplegada como resultado del abrupto endurecimiento del Estado ante el trabajo tras la crisis política de 1902. Mucho más que el proceso de maduración de una conciencia obrera o popular antisistema, este elemento es el principal factor explicativo del sesgo contestatario adquirido desde entonces y por cerca de una década por el trabajo organizado. El trabajo reaccionó ante una modificación en el entorno en el que debía moverse. El nuevo rigor de la autoridad se desplegó sobre el fondo de un proceso de más largo plazo de fortalecimiento de la musculatura y el cerebro represivos del Estado, visible por ejemplo en las mayores competencias y ambiciones de control de los grupos peligrosos que la policía fue adquiriendo en el curso del decenio anterior.13 Pero una reformulación más general de la relación entre Estado y trabajo solo cobró forma tras la crisis política abierta durante la huelga portuaria de 1902. Dada la relevancia de este evento para el argumento que se presenta en estas páginas, conviene referirlo brevemente.

Al igual que otras protestas anteriores, cuando en noviembre de 1902 los estibadores se declararon en huelga en demanda de salarios más elevados y mejores condiciones de trabajo comenzó un fluido proceso de negociación que incluyó encuentros públicos entre voceros de los trabajadores y dos ministros del gabinete nacional, Joaquín V. González (Interior) y Wenceslao Escalante (Agricultura). En esas conversaciones, los portuarios estuvieron representados por Constante Carballo y Francisco Ros, que no creyeron traicionar su credo libertario ingresando a la Casa Rosada para suscribir un acuerdo auspiciado por un ministro de Roca. Sin embargo, poco después, una concurrida asamblea de estibadores se negó a refrendar ese arreglo. La razón del rechazo no fue política ni ideológica: simplemente, la voz conciliadora de los jefes gremiales anarquistas fue ahogada por las exigentes demandas salariales de sus representados.

Este fracaso no solo mantuvo el puerto paralizado sino que, más relevante, importó la desautorización de los ministros que habían promovido el acuerdo. Esa humillación afectó el prestigio de las más altas autoridades nacionales, y expuso a Roca a la crítica de actores políticos de mucho mayor peso que el todavía incipiente gremialismo proletario. Acusado por la prensa y por varios grupos políticos rivales de inseguro e irresoluto en su manejo de la crisis del puerto, esta impugnación golpeó a la administración Roca en un momento de fragilidad. Debilitado por la ruptura con Pellegrini en el invierno anterior, falto de apoyos en el Parlamento, la calle y la prensa, esas críticas parecieron retrotraer a Roca a un escenario de crisis similar al que, con grandes dificultades y recurriendo al estado de sitio, había enfrentado apenas seis meses antes. En ese punto, pues, la relevancia de la disputa portuaria había excedido largamente el plano de las relaciones laborales en el que inicialmente se había incubado, y se proyectaba como una crisis política tout court, que dejó flotando en el aire interrogantes sobre cuánto poder efectivo poseía el primer mandatario y cuán sólido era su gobierno.

Fue en estas circunstancias que, con el fin de retomar la iniciativa política, Roca instó al Parlamento a refrendar un proyecto de Ley de Residencia que presentó como la única solución posible para doblegar a los anarquistas que ejercían un influjo indebido sobre el común de los trabajadores. Acorazado por esta retórica combativa, el Poder Ejecutivo se dispuso a expulsar del país a los mismos dirigentes obreros que pocos días antes había recibido en la Casa Rosada y reconocido como voceros plenamente legítimos de las demandas obreras. En síntesis, en enero de 1902 el trabajo organizado fue víctima de una crisis que escaló hasta comprometer la reputación del presidente ante los actores centrales de la vida pública -la gran prensa, las facciones disidentes del pan, los cívicos-, y que Roca resolvió ante todo pensando, más que en la defensa de las prerrogativas del capital o en la protección del orden social, en el fortalecimiento de la autoridad presidencial y la supervivencia de su gobierno.

El costo de esta agresión al trabajo, sin embargo, fue más elevado de lo que Roca en su momento podía prever. La Ley de Residencia fue recibida con sorpresa e irritación entre los trabajadores organizados, que hasta la víspera se creían al abrigo de la ola represiva que venía recorriendo el Hemisferio Norte tras la oleada de magnicidios de monarcas y de jefes de gobierno de los años previos (Sadi Carnot en 1894, Elizabeth en 1898, Humberto I en 1900, Mc Kinley en 1901). El hecho de que su sanción haya contado con una amplia mayoría parlamentaria aumentó su sentimiento de alienación respecto de la élite dirigente. Percibida como una afrenta que violaba los acuerdos existentes entre Estado y trabajo, la ley de extrañamiento suscitó la ira de muchos asalariados, y ello explica el vasto eco alcanzado por la huelga general convocada en protesta contra el gobierno. La sanción del estado de sitio, unas 400 detenciones y más de medio centenar de expulsiones restauraron temporariamente el orden, pero al precio de sumir a amplias franjas del mundo obrero en el recelo y la desconfianza. De un día para otro, dirigentes como Carballo pasaron de ser admitidos en los despachos ministeriales a ser expulsados del país; muchos otros quedaron a merced del capricho de las autoridades. Dada la amplia primacía de extranjeros en la organización obrera, la ley supuso una amenaza directa a la fortaleza del gremialismo. Para todos los protagonistas, pues, 1902 trajo un drástico cambio del escenario.

Afectadas las garantías constitucionales que protegían al asociacionismo proletario, la credibilidad en la imparcialidad del Estado en el terreno de las relaciones laborales por primera vez fue puesta en entredicho de manera explícita. Alimentado por nuevos destierros y mayores dosis de violencia, el clima de sospecha y malestar que marcó las relaciones entre Estado y trabajo organizado no se disipó en el resto de la década. En los años noventa, Carlos Pellegrini no temía atravesar sin escolta una manifestación obrera. Todavía a mediados de 1902, varios dirigentes de la Federación Obrera creían que podían recurrir a este expresidente, respetado en muchos círculos populares, para hacerlo vocero de sus demandas ante el Senado. Tras la sanción de la Ley de Residencia ese terreno de encuentro desapareció y el trato cordial entre una figura central del orden oligárquico y el gremialismo ya no resultó tan sencillo: Manuel Quintana y luego Figueroa Alcorta fueron objeto de atentados, y Ramón Falcón pagó con su vida el rigor y la saña con que ejerció el cargo de jefe de policía. Con picos en 1905, 1909 y 1910, todos los años de ese decenio se produjeron expulsiones. La creciente tensión entre trabajadores y autoridades también se observa en que, por primera vez, la represión de la protesta cubrió de sangre obrera las calles porteñas (un muerto en 1904, dos en 1905, varios más en la Semana Roja de 1909).

En este y en otros puntos, el contraste con la década previa no podría ser más aleccionador. Para muchos trabajadores, este período supuso un nuevo modo de experimentar la relación con el Estado, en la que la violencia y la arbitrariedad alcanzaron una inédita centralidad. En esos años, pues, las vicisitudes de la organización obrera por primera vez pudieron narrarse como una saga de lucha contra el poder. Atendiendo al problema que nos interesa explorar, la principal consecuencia del giro de 1902 fue tornar más verosímiles los argumentos de la izquierda sobre el carácter eminentemente represivo y antipopular del orden oligárquico. Y todo esto sucedió en un período en el que, pese a la fuerte expansión económica que se extendió hasta el Centenario, los salarios crecieron con mucho menos vigor que en las dos décadas previas, dejando rezagados a los trabajadores en el festín de los progresos argentinos. Una inédita escalada represiva, en un contexto de estancamiento salarial: este horizonte de tormenta creó condiciones propicias para la expansión de la prédica de la izquierda y, en particular, para que el anarquismo avanzara con más suerte en la conquista de voluntades obreras.

Hasta 1902, el anarquismo argentino había sido una cultura antes que una política. Las razones que explican su expansión finisecular son las mismas que dan cuenta de su irrelevancia como alternativa de poder: libertad de prensa, reunión y expresión, tolerancia hacia las ideas disidentes, una población de origen europeo y residencia predominantemente urbana con salarios elevados y altas tasas de alfabetización, gran desarrollo de la prensa, un amplio mercado consumidor de publicaciones. Sin este ambiente acogedor, emprendimientos como el cotidiano La Protesta o el asociacionismo ácrata no hubieran logrado sostenerse. Si algo enseñan los estudios con enfoque transnacional es que el fenómeno libertario debe ser colocado en una perspectiva que relativice la importancia de las fronteras entre estados entre otras cosas porque los personajes que mejor lo simbolizaban -Gori, Malatesta, Inglán Lafarga, Gilimón- formaban parte de una élite viajera y cosmopolita, que se movía cómodamente a ambos lados del Atlántico latino. Pero si los propagandistas de la anarquía veían a la Argentina como un medio particularmente atractivo para desplegar su actividad proselitista fue por las favorables circunstancias, a la vez políticas y socioeconómicas, que imperaban en ciudades como Buenos Aires o Rosario. “En nuestra patria, lo propio que en Norteamérica y en Inglaterra, países donde se goza de amplia libertad, se han refugiado numerosos anarquistas”, observaba el semanario Caras y Caretas en agosto de 1900, para luego agregar que, respetuosos de las leyes nacionales, “no hay motivo para que sean molestados por la policía, y resultan tan inofensivos como los que creen en la metempsicosis”.14 Después de 1902 esta subcultura, hasta entonces más espectacular y colorida que amenazante, fue sometida a un conjunto de nuevos incentivos y presiones; al calor de esos estímulos, acentuó su politización, y se desplazó hacia una posición a la vez más combativa y más central en la vida pública.

Vista en perspectiva comparativa, la represión al anarquismo de la primera década de siglo fue relativamente moderada: golpes intensos y espasmódicos seguidos por largos períodos de distensión, en los que los libertarios recuperaban márgenes importantes de tolerancia. Cuando retornaba la calma, la prensa ácrata volvía a circular, y los centros y los sindicatos reanudaban sus actividades. En consecuencia, el escenario de acrecida represión en el que los anarquistas debieron aprender a moverse significó para ellos mayores riesgos y más hostilidad, pero no los suficientes como para acallarlos o doblegarlos, u obligarlos a moverse en la clandestinidad. Incluso podría decirse que, a un costo personal mayor, les ofreció un contexto político-ideológico más favorable para promover sus ideas y, sobre todo, para incidir de maneras más directas entre las clases subalternas que, por su parte, también tenían más motivos para recelar del Estado.

En esos años de ascenso del conflicto y la violencia, la influencia ácrata se expandió entre las clases populares como nunca antes. Sin embargo, la visión que presenta al anarquismo como el principal orientador del mundo del trabajo urbano de comienzos de siglo exagera su importancia. Y ello no solo porque, en parte por razones similares a las que volvieron a muchos asalariados más permeables a la retórica anarquista, también los socialistas profundizaron su inserción popular y fortalecieron su vínculo con el trabajo organizado. Prestar demasiada atención a socialistas y anarquistas, empero, puede hacer perder de vista el panorama más amplio. Hay que tener en cuenta que el Estado, aun si endureció su trato hacia los díscolos y disidentes, también puso en marcha una agenda de reforma de las instituciones laborales cuyo principal fruto fue la creación del Departamento Nacional del Trabajo. Mucho más importante, no cortó del todo sus vínculos con el gremialismo proletario, al que trató con más dureza pero nunca dejó de reconocer e interpelar.

De hecho, los dirigentes obreros más propensos a dialogar con las autoridades y a reclamar la mediación estatal, aunque menos estridentes y por ello menos notables o menos citados, continuaron dominando las principales organizaciones gremiales (comenzando por los poderosos sindicatos del riel analizados hace tiempo por Ruth Thompson o los marítimos, estudiados más recientemente por Laura Caruso). Por supuesto, los trabajadores que no se sentían interpelados por el lenguaje de la impugnación al Estado o al capital también abundaban en las filas proletarias, tal como se desprende de las frecuentes quejas de los dirigentes de izquierda sobre la falta de conciencia política de los asalariados. Varios indicios sugieren que la mente de muchos trabajadores siguió bajo el influjo de las visiones de impronta laborista que, para entonces, ya formaban parte del código genético proletario. Que la derogación de la Ley de Residencia haya sido una bandera más convocante que cualquier consigna referida a la destrucción del Estado, la forja del poder de clase, la socialización de los medios de producción o la democratización del sistema político nos está indicando que las aspiraciones de integración estaban muy lejos de haber muerto en el mundo obrero.

Los festejos del Centenario nos ofrecen un inmejorable punto de observación para constatar hasta qué punto el indudable ascenso de la izquierda en esos primeros años del siglo XX no logró conmover sino parcialmente la adhesión de las mayorías al orden establecido. En 1910, luego de varios años de represión de la disidencia ácrata pero también obrera e incluso la socialista, la élite dirigente se dispuso a festejar los logros civilizatorios alcanzados por el país en las tres décadas previas. La relevancia asignada a la conmemoración fue también una invitación para que los críticos de izquierda del orden sociopolítico oligárquico se dispusieran a convertir la impugnación de esos festejos en un testimonio de su rechazo al proyecto de nación forjado bajo los auspicios de la élite gobernante. Tanto es así que, en vísperas del inicio oficial de la celebración, la Confederación Obrera de inspiración ácrata proclamó una huelga general, e invitó a toda la población a secundarla. De este modo, la apoteosis de la nación oligárquica colocó a los trabajadores ante una original prueba de fuerza. Reclamados tanto por la élite dirigente como por los impugnadores del orden social, cada uno de ellos pudo elegir de qué lado de la raya colocarse.

El Centenario tuvo lugar bajo el imperio del estado de sitio, decretado por quinta vez en ocho años invocando razones vinculadas con la amenaza anarquista. Sin embargo, el aspecto más notable de esas jornadas fue la enorme marea humana que se volcó a las calles para sumarse a la conmemoración, cuyo tamaño y entusiasmo superaron ampliamente las expectativas más optimistas de la élite dirigente y las previsiones de toda la prensa. Más del diez por ciento de la población de Buenos Aires concurrió al puerto para recibir a la Infanta Isabel. A lo largo de los días de fiesta, la afluencia de público en los distritos céntricos fue de tal magnitud que obligó a la policía a establecer novedosos criterios de circulación con los que ordenar el movimiento de la muchedumbre (en la calle Florida, por ejemplo, solo se permitía transitar en dirección a Retiro). Quizás más revelador fue lo que sucedió en los barrios alejados. Ganados por el entusiasmo patriótico, allí también los frentes de las casas fueron engalanados con enseñas nacionales y los pechos se poblaron de escarapelas. Fernando Devoto acierta cuando señala que, ahogado por la ola celeste y blanca, el anarquismo desnudó su carácter minoritario.15

En rigor, fue la izquierda en su conjunto, y no solo el anarquismo, la gran perdedora de 1910. Los relatos que se detienen en la sanción del estado de sitio o en detalles menores como el incendio del circo de Frank Brown o la violencia de las patotas de niños bien no hacen más que desviar la atención del fenómeno políticamente más relevante del Centenario: el carácter masivo de la identificación con la sociedad forjada bajo la égida del pan. La multitud en la calle demostró que la pretensión ácrata de presentarse como la voz de un pueblo silencioso porque oprimido carecía de validez. Quienes insisten en que la represión del Centenario (que expulsó a menos libertarios que la de 1902 o 1909) fue la causa de la declinación del anarquismo, o atribuyen este resultado a la fuerza integradora y normalizadora de la política democrática inaugurada por la reforma de 1912, deberían revisar su argumento. Ya en 1910 quedó en evidencia que los críticos de izquierda del orden sociopolítico constituían una minoría. Sin duda, el alto grado de participación popular de las jornadas de mayo de 1910 mostró que las estructuras políticas sobre las que se apoyaba el gobierno oligárquico eran demasiado estrechas como para contener u orientar a una sociedad más densa y movilizada. Pero, a la vez, y porque estaba envuelta en la enseña nacional y se erigió contra las banderas rojas y negras, esa movilización conjuró muchos de los temores que suscitaba una incorporación más plena de las mayorías a la vida cívica. No es casual que la única reforma electoral verdaderamente importante de la era oligárquica -y la única dirigida no solo a purificar el ejercicio del sufragio sino también a ampliar el cuerpo político- tuviese lugar cuando la euforia generada por ese triunfo contundente del orden establecido aún no había terminado de apagarse.

Retorno a las fuentes

La importancia del ciclo democrático abierto en 1912-1916 fue muy considerable para las clases populares. Oculta por la Gran Guerra, sin embargo, la incidencia de la democratización tardó en hacerse plenamente visible. En esos años la trayectoria del trabajo argentino acentuó su divergencia respecto del europeo. Del otro lado del Atlántico, la movilización para la guerra, descontada la cuota de sangre, favoreció a los trabajadores: pleno empleo y fortalecimiento de la organización gremial constituyeron fenómenos comunes en los países beligerantes. Sin concesiones a los asalariados y acuerdos con los sindicatos no hubiera sido posible sostener el esfuerzo bélico (como quedó demostrado en Rusia). En la Argentina, en cambio, el impacto de la Gran Guerra fue en buena medida el inverso. El conflicto bélico trajo consigo una abrupta contracción del comercio exterior y del ingreso de capitales, y en 1913-1917 la economía sufrió una caída aun más profunda que la de la Crisis del Noventa. El país ingresó en la era del sufragio masculino amplio y secreto en medio de un catastrófico derrumbe del salario y el nivel de empleo.

Al pan le tocó encarar la elección de renovación presidencial de 1916 en un escenario radicalmente distinto al imaginado por Roque Sáez Peña cuando hizo del éxito de la reforma electoral la piedra de toque de su paso por la Casa Rosada. Las dificultades de esos años hicieron que para muchos trabajadores los logros celebrados en el Centenario parecieran de otro tiempo. Con toda razón, Gerchunoff advirtió que este factor resultó decisivo para asegurar una victoria de la oposición que a comienzos de 1912, cuando se discutió y sancionó la reforma electoral, no figuraba en los planes del partido gobernante. El principal beneficiario de la situación fue la UCR, un partido que se sentía parte de la nación que la población había celebrado en el Centenario pero que era, a la vez, el crítico más antiguo y consecuente del oficialismo autonomista. Llegado al gobierno cuando la economía aún no había comenzado a revivir, por un par de años el radicalismo poco pudo hacer para mejorar la situación de las mayorías. De allí que la recién inaugurada democracia supuso un trato más cordial para el trabajo, pero no aportó mucho más que eso.16

Yrigoyen y los suyos, sin embargo, no se quedaron de brazos cruzados. Deseosos de acrecentar sus apoyos populares, los gobernantes elevados al poder gracias al sufragio amplio y honesto adoptaron una posición más obrerista que la que caracterizó a las administraciones del pan desde el cambio de siglo. En 1916, los despachos ministeriales se volvieron más hospitalarios para los jefes sindicales, y el gobierno prestó su apoyo a un sinfín de reclamos por mejores salarios y jornadas laborales más cortas. A lo largo de la gestión radical, además, y en la medida en que el retorno a una situación de mayor prosperidad lo hizo posible, varias iniciativas gubernamentales beneficiaron a las clases populares: incremento del salario mínimo para los empleados públicos, regulación del trabajo de mujeres y niños, ley de congelamiento de alquileres, expansión del sistema de pensiones. Sin embargo, el fracaso de las iniciativas dirigidas a darle un marco institucional más moderno a las relaciones laborales -el proyecto de Código del Trabajo de 1921 no llegó a tratarse en el Parlamento- hizo que la regulación de las disputas laborales, pese a su creciente complejidad y a la mayor envergadura de muchas organizaciones gremiales, no se apartase demasiado de los usos consagrados en las tres décadas anteriores: la mediación de la policía, el intendente y las autoridades políticas continuó siendo más importante que la acción de agencias como el Departamento Nacional del Trabajo.

Este tipo de mediación informal dio lugar a dos dinámicas distintas, que se perfilaron con claridad cuando la recuperación de la economía abrió el camino para un resurgimiento de la militancia obrera. Por una parte, donde la organización sindical era muy endeble o incipiente con frecuencia las disputas vinieron acompañadas de choques e importantes dosis de violencia. El ejemplo más sonado es el de la huelga de enero de 1919 en los Talleres Vasena, que el débil gremio metalúrgico no fue capaz de encauzar; la protesta, desbordada y sin rumbo, fue duramente reprimida, en medio de una crisis que conmovió a toda la ciudad de Buenos Aires. En cambio, las acciones de fuerza protagonizadas por sindicatos más poderosos y de mayor predicamento, y por tanto mejor preparados para encauzar y potenciar la acción de los huelguistas, dieron lugar a una interacción más ordenada y en general más favorable al trabajo.

Esta segunda modalidad se volvió predominante una vez que la economía, recuperada del derrumbe económico de guerra y sus coletazos de 1918 y 1919, entró en una fase expansiva. De allí en adelante no quedaron dudas de que, alentado por el gobierno pero también (y más importante) preferido por los asalariados, el sindicalismo de negociación se había convertido en la fuerza más dinámica del gremialismo obrero. Implantado en los principales sindicatos y más decidido a explotar los vínculos con funcionarios públicos que sus rivales anarquistas, socialistas y los recién nacidos comunistas, este reverdecido proyecto laborista volvió a profundizar el hiato entre demandas en el lugar de trabajo y reclamos políticos que se había atenuado en la década de la violencia.

Con su mayor tolerancia hacia las voces y las demandas populares, el contexto democrático contribuyó a legitimar y empoderar al sindicalismo de negociación. Sin embargo, cuando Yrigoyen dejó el poder en 1930 la organización obrera no había alcanzado conquistas decisivas. Pese a que el gremialismo se había arraigado mejor en el sector de servicios (comercio, por ejemplo) y en la propia administración pública, la presencia sindical todavía era incipiente en la manufactura. Esta carencia no fue obstáculo para que los salarios, y entre ellos los industriales, experimentaran un incremento muy sustantivo. Ello nos confirma que en esa década la importancia del sindicalismo como instrumento de la mejora del bienestar popular fue secundaria, sin duda menor que la del mercado y la política pública.

El alza de las remuneraciones durante el período radical invita a formular un par de precisiones adicionales. De acuerdo a estimaciones recientes, hacia 1920 los salarios recuperaron su nivel de preguerra, y desde entonces crecieron de manera ininterrumpida hasta 1928, ganando cerca de un 50 % en menos de una década. Si tenemos en cuenta que el incremento de las remuneraciones más formidable de todo el siglo XX, el del primer gobierno peronista, aunque más concentrado en el tiempo (el trienio 1946-1948) y por tanto más visible, fue de una magnitud similar, podemos dimensionar la significación de este logro. Por supuesto, la contribución de la administración radical a la mejora popular no fue tan decisiva como la peronista. Pero sus iniciativas estuvieron lejos de ser y de ser vistas como triviales (sobre todo considerando los límites que el saber económico de ese tiempo imponía a la formulación de políticas de bienestar) y, como propone Gerchunoff, nos ayudan a comprender la formidable performance electoral del radicalismo. No hay duda, sin embargo, de que la acción del poder público constituyó un valioso complemento a un incremento salarial cuyos agentes principales fueron las fuerzas impersonales del mercado y el cambio productivo.17

Destacar el vigor del crecimiento de las remuneraciones en la década de 1920 y los factores que lo impulsaron es importante por cuanto la reafirmación del potencial integrador de la economía, ahora acrecentado por el poder del Estado democrático, no fue políticamente neutro. Gracias a esa mejora del bienestar, la UCR avanzó decididamente en la conquista del voto y la simpatía obrera, en desmedro del conservadurismo y la izquierda. Y ello fue reforzado por un tercer factor que, si contribuyó a desdibujar viejas jerarquías sociales y suscitó alarma tanto en la izquierda como en la derecha, también debilitó a los impugnadores del orden establecido. Me refiero al primer gran auge de las industrias del entretenimiento.

En la década de 1920, el incremento del ingreso popular y el cambio tecnológico permitieron que las clases trabajadoras se integraran más plenamente a la cultura capitalista del consumo. En esos años, las industrias del entretenimiento se expandieron como nunca antes, acentuando a la vez su interpelación plebeya, fascinando y seduciendo a las mayorías. Amén de más y mejor alimento, vestido y vivienda, las clases populares de esa década de prosperidad pudieron disfrutar de los placeres que les ofrecían el cine y la radio, la literatura barata y la prensa comercial, la música y el espectáculo deportivo. Ello tuvo un hondo impacto sobre el estilo de vida de los sectores subalternos pero también sobre sus expectativas y su visión del mundo. Para muchos trabajadores, los nombres más importantes de ese decenio venturoso -nuestra primera gran primavera popular- no fueron Yrigoyen o Alvear, y por supuesto tampoco Justo, Palacios o Barceló. Fueron personajes de otra estirpe, héroes populares como Valentino y Gardel, Firpo y Leguisamo y, poco a poco, también los jugadores de futbol (todavía sin nombre propio).

Sin duda, este cambio impactó con particular vigor entre las nuevas generaciones, mejor preparadas y más dispuestas a explorar y disfrutar todo lo que ese período de inédita prosperidad tenía para ofrecer. Ya en 1922 un órgano de prensa sindicalista como Bandera Proletaria se quejaba de que los jóvenes, fascinados por el deporte, parecían desentenderse de la lucha social y los problemas del trabajo. Este tipo de razonamientos nos indican qué tipo de amenazas pendían sobre el futuro de la izquierda sindical y política.18 En este nuevo escenario, el problema para la izquierda ya no podía formularse, como para los socialistas del cambio de siglo retratados por Aricó, como un hiato entre dos culturas, una elitista y otra popular. Lo que ahora cobraba verdadero relieve eran las tentaciones de un capitalismo cada vez más inclusivo, capaz de mercantilizar y volver más atractivo el tiempo de ocio, y frente al cual todos los esfuerzos de la subcultura de izquierda para dar batalla en ese territorio -el deporte socialista o comunista, o la promoción de aquellas expresiones del arte popular o para el pueblo tenidas por aceptables- dieron frutos magros. El mundo que las clases populares tenían ante sus ojos se había vuelto más luminoso, incluso seductor. En estas circunstancias, ¿a quién puede sorprender que en los años veinte el anarquismo se desvaneciera o se extraviara en el camino sin retorno de la violencia, que el ejemplo soviético no tuviese mayor impacto sobre la imaginación política de las mayorías, y que hasta el cada vez más moderado socialismo, luego de alcanzar en 1924 la mejor performance electoral de su historia (15% en elecciones legislativas), retrocediera en las preferencias populares en favor de propuestas aun más mesuradas? En esa era de prosperidad y expansión de los horizontes vitales de las mayorías, la república capitalista, corregida por el Estado democrático y los placeres del consumo popular, estaba ganando la partida.

El momento comunista

Este avance en el proceso de integración de las mayorías se vio interrumpido hacia 1930, cuando la primavera popular llegó a su fin. Dos fenómenos signaron el nuevo escenario que se abrió en los años de la Gran Depresión. El primero fue el retroceso económico. En claro contraste con los años veinte, los salarios no solo se derrumbaron en la crisis mundial (1929-1933) sino que desde entonces se mantuvieron deprimidos por más de un decenio. Tras una década de expansión, que había naturalizado la idea de progreso y mejora, vino un largo invierno de estancamiento. A ello se sumó un importante incremento de la desocupación, que concitó una amplia discusión pública, y que volvió la vida más precaria e insegura, incluso para los que conservaron su empleo. Para muchos trabajadores, la fuerza del ideal de progreso material palideció, y para algunos desapareció.

En segundo lugar, este deterioro de las condiciones de existencia material de los sectores populares coincidió con -y fue potenciado por- un retroceso político. La dictadura de Uriburu trató a las mayorías con un rigor inédito en la era constitucional: las huelgas y los reclamos obreros fueron prohibidos y los activistas se convirtieron en víctimas de una durísima persecución. La represión se ensañó con la izquierda revolucionaria; comunistas y anarquistas sufrieron no solo deportaciones sino también cárcel, tortura y fusilamientos. En comparación con los años radicales, también el gobierno de la Concordancia fue áspero en su política laboral y avaro en su política social. Esta mayor severidad en el trato hacia las clases subalternas encontró apoyos en sectores más acomodados, expresados en demandas de orden y mayor control urbano. Y todo ello se agravó por cuanto la marca distintiva de la Concordancia, el fraude electoral, acentuó el hiato entre las mayorías y las instituciones de la república democrática. La Argentina de esos años tuvo un poco de Estado interventor; pero no tuvo ni keynesianismo ni programas de bienestar y por supuesto tampoco mejoras salariales. Y a diferencia de los Estados Unidos de Roosevelt, careció de un liderazgo político capaz de mostrar empatía hacia las dificultades de las mayorías.

Para vastos sectores, pues, la etapa que se abrió en 1930 volvió a nublar el horizonte de progreso e integración que constituía la gran promesa argentina. Los estudios que, en la línea abierta por las contribuciones de Luis Alberto Romero y Leandro Gutiérrez, conciben al período de entreguerras como una unidad no logran captar la significación de esta inflexión.19 En claro contraste con la experiencia vivida en la década anterior, aprietos económicos y exclusión política volvieron a dejar su huella en la vida cotidiana de muchos trabajadores. Este escenario de malestar abrió el camino para que las clases populares se volvieran más sensibles a los discursos críticos. Este dato es central para entender la principal novedad de la historia del trabajo en los años treinta: el ascenso comunista.20

Nacido de las conmociones que la Revolución Rusa provocó en el seno de nuestra izquierda, el comunismo tuvo poca suerte en su primera década de vida. Aunque atractivo para algunos militantes disconformes con el quietismo imperante en el Partido Socialista, fuera de esos ámbitos no cosechó, tras un momento inicial de entusiasmo o preocupación, más que hostilidad o indiferencia. Desde temprano, el predominio del liberalismo reformista en el campo de la cultura condenó a los seguidores del ideal revolucionario a un lugar marginal en la universidad y en los círculos intelectuales. El proletariado urbano y los trabajadores de la campaña fueron aun más reacios a escuchar las verdades de Lenin y Stalin.21

A mediados de la década de 1920, tras haber sobrevivido a la guerra civil, el Estado soviético comenzó a afianzarse y a proyectar su poder fuera de Rusia. En ese momento, sus seguidores locales debieron tomar el camino de la bolchevización: encuadrado en la Internacional roja, el pequeño Partido Comunista Argentino se tornó más autoritario y verticalista, adoptó una organización celular, y privilegió el trabajo político en talleres y fábricas. Pese a la relevancia que estudios recientes como los de Hernán Camarero le asignan a esta mutación organizativa, lo cierto es que la bolchevización no hizo mucho por revertir la marginalidad de los seguidores de Moscú en el ámbito de la empresa.22 Por supuesto, el panorama también les era desfavorable a la hora de ir a las urnas: con cosechas siempre inferiores a los 8000 votos, en ningún llamado electoral de esa década superaron el 1% del padrón (esto es, menos de la décima parte que sus rivales socialistas). Ignorado por las clases trabajadoras, falto de inserción en otros estratos, en vísperas de la caída de Yrigoyen los bolcheviques seguían clamando en el desierto.

El problema principal no estaba en la calidad o en la forma de la oferta comunista, ya sea ideológica, política u organizativa, o en la represión estatal -débil o inexistente en ese período-, sino en la ausencia de demanda para sus servicios. En este punto, conviene retomar el contraste entre la trayectoria europea y la argentina. En el Viejo Continente, los cataclismos provocados por la Gran Guerra abrieron una brecha entre el Estado y sus súbditos que le dio una base de masas a la política antisistema. La Argentina de la década de 1920, en cambio, navegó aguas políticamente calmas y, además, dispensó un trato suave y generoso a sus clases populares. En estas circunstancias, interpelar a los trabajadores en nombre de las virtudes de la revolución proletaria era perder el tiempo. El avance del voto a la UCR en desmedro del socialismo en los distritos obreros no es el único indicador de la creciente moderación de las mayorías en esa década de prosperidad. Si enfocamos la atención en la oferta electoral dentro del propio campo de la izquierda advertimos que la principal novedad no provino de la constitución de un (pequeño) polo de seguidores de la Revolución Rusa. Vino, en cambio, del centrista Partido Socialista Independiente, que amén de proclamarse enemigo de Moscú, se ubicó a la derecha de la ya muy moderada fuerza liderada por Juan B. Justo (a la que incluso llegó a derrotar en las elecciones de marzo de 1930 en su bastión electoral de la capital federal). Encerrado entre la atractiva oferta electoral de la UCR y el tibio reformismo imperante en la población, el desfiladero en el que debía moverse una propuesta socialista era muy estrecho, y ello explica la moderación que dominó a todos los actores de ese espacio en esos años.

El escenario que se abrió tras los cataclismos de 1929-1933 premió otro tipo de oferta política, menos complaciente con el orden establecido. El cambio en el contexto internacional sin duda contribuyó a tornar más atractiva la alternativa representada por el comunismo. En medio de la debacle de las sociedades capitalistas más avanzadas, la Unión Soviética brillaba con luz propia, y se presentaba como un moderno Estado obrero apoyado sobre una dinámica economía planificada. Pero lo decisivo en la Argentina fue la nueva dureza de la condición obrera, que abrió un espacio para el avance comunista, al menos entre algunos estratos del mundo del trabajo urbano. En la década de 1930, por primera vez, los rojos pudieron conectar su prédica antisistema con la experiencia y las demandas de las franjas más descontentas de los trabajadores urbanos.

Los esfuerzos proselitistas de los comunistas comenzaron a fructificar una vez que el retorno del crecimiento delineó un escenario más amigable para la reivindicación obrera. En 1935-1936, los rojos lideraron una serie de grandes huelgas, duras y violentas pero en definitiva exitosas, que los proyectaron al centro de la escena gremial. Concentraron su energía en la formación de sindicatos por industria (esto es, organizaciones que comprendían a todos los trabajadores que se desempeñaban en un sector productivo determinado, con independencia de su género, oficio o calificaciones). Alcanzaron sus mayores éxitos en sectores como alimentación, madera, textil y construcción, cuyos salarios estaban entre los más bajos de la escala de remuneraciones urbana. A diferencia de los gremios de trabajadores calificados o los sindicatos de empresa, que protegían a los segmentos más privilegiados de la fuerza laboral, los grandes sindicatos por rama de actividad promovidos por los rojos fueron cruciales para incrementar el poder de negociación de los sectores más desaventajados del proletariado (mujeres, aprendices, asalariados sin calificación, etc.). Gracias a esta expansión de la frontera de la sindicalización, en apenas un quinquenio la cantidad de trabajadores agremiados en el sector industrial se duplicó. Esta hazaña organizativa elevó a jefes comunistas como Pedro Chiarante y el carismático José Peter -inspirador y figura central de la Federación Obrera de la Alimentación- a la dirección del movimiento sindical. En la central obrera a unificada creada en esos años Peter y sus compañeros de causa se ganaron un lugar junto a los socialistas, amos de los grandes sindicatos de servicios.

Un par de elementos adicionales completan el cuadro, y nos ayudan a precisar el alcance tanto como los límites del proyecto comunista. Las características de los sectores de actividad en los que los rojos lograron arraigarse no constituyen un factor relevante para entender sus logros post-Gran Depresión. Con la excepción parcial del sector textil, de gran expansión en los años treinta, ninguno era nuevo. Los comunistas, pues, conquistaron sectores de actividad que por décadas se habían mostrado refractarios a la implantación de la presencia gremial. Su avance, sin embargo, no parece directamente relacionado con el modelo organizativo centrado en la proletarización y la célula fabril. Estos dispositivos organizativos ya estaban en vigencia casi una década antes de que los rojos alcanzaran sus primeras victorias en 1935-1036. Quienes subrayan la importancia de la célula fabril como factor de politización de las demandas obreras parten de la premisa de que, ya en la década de 1920, la sociedad urbana era plenamente capitalista (lo que es indudable) y que, en consecuencia, estaba recorrida por hondas tensiones de clase (lo que es muy dudoso), por lo que se encontraba madura para una interpelación política radical. Espejo invertido de la visión optimista sobre la sociedad de entreguerras, este punto de vista no advierte la discontinuidad, a la vez económica y política, que 1930 supuso para muchos trabajadores. En rigor, fue en la áspera etapa que comenzó con la Gran Depresión que los oídos de los trabajadores comenzaron a volverse más sensibles para la prédica comunista.

Hay, sin embargo, un aspecto de la dimensión organizativa asociada a la oferta comunista que sí merece enfatizarse, bien subrayada por Camarero.23 A diferencia de la etapa de politización del conflicto laboral de comienzos de siglo, en la que el Estado enfrentó a una organización gremial incipiente y débilmente articulada, que apenas alcanzaba a cubrir a parte de los trabajadores calificados, la contribución de la pequeña pero aguerrida maquinaria política roja fue decisiva para apuntalar la construcción de los nuevos sindicatos por rama de actividad. Mucho más comprometida con el frente proletario que sus rivales socialistas, su principal aporte no fue catequizar a los trabajadores sobre el valor del internacionalismo o de la sociedad sin clases, o los logros de la Unión Soviética. Dentro o fuera del mundo obrero, estas cuestiones solo eran verdaderamente relevantes para una ínfima minoría. Mucho más importante fue su contribución para vertebrar y sostener en el tiempo el considerable esfuerzo organizativo necesario para erigir sindicatos de gran escala en sectores del mercado de trabajo que no se prestaban fácilmente a sustentar este proyecto. Sin el apoyo de una organización capaz de movilizar a los trabajadores y doblegar la resistencia patronal, una lucha de esa naturaleza se hubiera derrumbado, o hubiera rendido pocos frutos. Y esa experiencia de consolidación sindical dejó una herencia perdurable, sobre la cual el peronismo pudo continuar edificando.

Relevante en el terreno de los progresos de la organización gremial, el momento rojo lo es menos en el referido a la experiencia política de las mayorías. Luego de la Depresión, la visión comunista de la sociedad argentina como injusta y desigual coincidió, quizá más que en cualquier momento del pasado, con las percepciones de importantes sectores del proletariado urbano. Pero antes que una identificación sustantiva con el ideario de una comunidad de trabajadores manuales o una sociedad sin clases, fue el nuevo contexto de privaciones y represión -agigantado en su dramatismo por el recuerdo todavía cercano de los dorados años veinte- el que volvió a los hijos de la Gran Depresión más sensibles a la prédica y la práctica de estos enemigos del orden establecido. En el fondo, pues, antes que un rechazo frontal al ideario de la incorporación y la movilidad social, lo que el avance de los rojos revela es la frustración producida por la percepción de que, en el amargo tiempo de la “Década Infame”, esas aspiraciones se habían vuelto más difíciles de alcanzar.

Sobre esta delgada capa de humus proletario, que encubría un suelo árido para la prédica del clasismo antisistema, se enraizó el esfuerzo militante de estos luchadores de la democracia social. De hecho, el contraste entre sus rutilantes victorias en el terreno gremial y el mucho más moderado impacto de la prédica específicamente política alcanzada por el partido de Ghioldi y Codovilla en la esfera pública e incluso en los ámbitos de sociabilidad proletaria pone de relieve las dificultades de un acercamiento entre comunistas y trabajadores condenado a detenerse y revertirse pronto.

Aun si en el contexto represivo de los años de la Concordancia y la Revolución de Junio es difícil estimar el incremento del influjo político del comunismo, todo indica que sus progresos fueron sensibles pero modestos. Los resultados que alcanzó en la primera elección libre realizada en más de una década, la del 24 de febrero de 1946, son elocuentes. En esa convocatoria, los comunistas integraron la alianza Unidad y Resistencia, donde compartían cartel con el Partido Demócrata Progresista. Unidad y Resistencia obtuvo unos 115.000 votos (4 % de los sufragios emitidos). Es probable que al menos la mitad de ese total lo aportase la feligresía demoprogresista. Si esta estimación es válida, podemos concluir que, pese a haber multiplicado sus apoyos por un factor de 8/10 respecto a sus magras cosechas de la década de 1920, el voto comunista continuaba sin despegar. Y ello al punto de que en ese comicio la cantidad de votos que recibió el Partido Comunista fue similar al número de afiliados de la Federación Obrera de la Alimentación, apenas uno, y no el más grande, de los sindicatos que los rojos habían contribuido a crear en la década previa. Ello sirve para constatar que los dirigentes de la UCR no se equivocaban cuando, en la era de los frentes populares, siempre resistieron las invitaciones de la izquierda a constituir una alianza electoral que no iba a agregar nada sustancial al caudal de votos del partido que la mayoría de los obreros seguía eligiendo a la hora de ir a las urnas.

Este panorama nos confirma que el legado de la estación comunista a la historia política popular fue más efímero y en definitiva menos valioso que su contribución al desarrollo de la organización sindical. De hecho, la aproximación entre trabajadores y gremialismo rojo alcanzó un punto muerto cuando, desde el seno mismo del orden establecido, surgió una figura que se hizo eco de los sueños y las demandas de integración que el corazón de las mayorías obreras nunca había dejado de abrigar. La victoria electoral de Perón en las elecciones de 1946 implicó muchas cosas, pero a los fines de este trabajo una de ellas no puede ser ignorada. Febrero de 1946 fue al avance comunista lo que mayo de 1910 al desafío anarquista. Ambos momentos expusieron a la luz del día el carácter superficial del arraigo de la izquierda y en particular de la izquierda radical en las filas obreras, y pusieron de relieve cuán estrecho era el espacio disponible para que el socialismo, aun en sus versiones más moderadas, conquistara un lugar en la política nacional. Pues la propuesta de Perón no triunfó solo ni principalmente porque disponía de enormes recursos de poder sino porque (lo que es quizá más lamentable pero a la vez más relevante desde el punto de vista histórico e incluso político) conectaba mejor con aspiraciones de incorporación forjadas a través de una experiencia de más de medio siglo.

Esta línea de razonamiento nos ayuda a comprender un hecho aparentemente paradójico: el que casi de la noche a la mañana la mismísima ciudad obrera de Berisso, sede de las grandes plantas frigoríficas que proyectaron a José Peter al primer plano de la escena sindical, le volviese la espalda al gran campeón del proletariado comunista para convertirse en “la cuna del peronismo”. La continuidad de fondo que se oculta tras esta mutación aparentemente repentina nos recuerda que, incluso en aquellos tiempos y lugares en los que la antorcha de la izquierda iluminó el mundo proletario con mayor fuerza, esa luz ardiente tuvo pocas chances de conquistarlo. Y ello fue así porque su ascenso no fue otra cosa que el producto de retrocesos temporales del gran proyecto que animó la vida pública nacional desde el arranque de la era constitucional, el momento en el que se forjó el tipo de experiencia que desde entonces sirve de cauce privilegiado para el despliegue de los sueños y las esperanzas de las mayorías argentinas.

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*Este ensayo fue presentado en el VI Taller de Historia Intelectual, Programa de Historia y Antropología de la Cultura (UNC) y Centro de Historia Intelectual (UNQ), Córdoba, 19-21 de septiembre de 2018. Agradezco los comentarios allí recibidos, así como los de Juan Buonuome, Lila Caimari y de los evaluadores anónimos de la revista.

1 José Aricó, La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina, Buenos Aires, Sudamericana, 1999.

2Juan Carlos Torre, “¿Por qué no existió un fuerte movimiento obrero socialista en la Argentina?”, en Claudia Hilb (com.), El político y el científico. Ensayos en homenaje a Juan Carlos Portantiero, Buenos Aires, Siglo XXI/UBA, 2009, pp. 33-49.

3Véase Ricardo Falcón, El mundo del trabajo urbano (1890-1914), Buenos Aires, CEAL, 1986, y Juan Suriano, Anarquistas. Cultura y política libertaria en Buenos Aires, 1890-1910, Buenos Aires, Manantial, 2001, entre otros trabajos de estos autores.

4Para un análisis de la historiografía económica sobre el período, puede consultarse Roy Hora, “Crecimiento y producción (1870-1913)”, en Roberto Cortés Conde y Gerardo della Paolera (dirs.), Nueva Historia Económica de la Argentina. Temas, Problemas, Autores. El último medio siglo. Ensayos de Historiografía Económica. Desde 1810 a 2016, Academia Nacional de la Historia/Editorial Edhasa, Buenos Aires, 2018, pp. 51-72.

5Síntesis recientes en Eduardo Míguez, Historia económica de la Argentina. De la conquista hasta la crisis de 1930, Buenos Aires, Sudamericana, 2008; Roy Hora, Historia económica de la Argentina en el siglo XIX, Buenos Aires, Siglo XXI, 2010; y Pablo Gerchunoff y Lucas Llach, El ciclo de la ilusión y el desencanto. Políticas económicas argentinas de 1880 a nuestros días, Buenos Aires, Crítica, 2018.

6Roy Hora, Los estancieros contra el Estado. La Liga Agraria y la formación del ruralismo político en la Argentina moderna, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009.

7Al respecto, véase Hilda Sabato, La política en las calles. Entre el voto y la movilización. Buenos Aires, 1862-1880, Buenos Aires, Sudamericana, 1998.

8Una visión de conjunto en Hilda Sabato, “Estado y sociedad civil, 1860-1920”, en Roberto Di Stefano, Hilda Sabato, Luis Alberto Romero y José Luis Moreno, De las cofradías a las organizaciones de la sociedad civil. Historia de la iniciativa asociativa en la Argentina, 1776-1990, Buenos Aires, Edilab, 2002, pp. 99-167.

9Estos argumentos se desarrollan con más detalle en Roy Hora, “Trabajo organizado, protesta obrera y orden oligárquico. Argentina: 1880-1900”, Taller de Discusión: La política en la Argentina (1880-1916), Instituto Ravignani y Universidad Nacional de Tres de Febrero, Buenos Aires, 5 y 6 de noviembre de 2018.

10Juan Buonuome, “Los socialistas argentinos ante la ‘prensa burguesa’. El semanario La Vanguardia y la modernización periodística en la Buenos Aires de entresiglos”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, n° 46, 2017, pp. 147-179.

11Hora, “Trabajo organizado”.

12Ibid.

13Martín Albornoz y Diego Galeano, “El momento Beastly: la policía de Buenos Aires y la expulsión de extranjeros (1896-1904)”, Astrolabio, n° 7, 2016, pp. 6-41.

14Caras y Caretas, 11/8/1900.

15Fernando Devoto, “Imágenes del Centenario de 1910: nacionalismo y república”, en José Nun (comp.), Debates de Mayo. Nación, cultura y política, Buenos Aires, Gedisa, 2005, p. 188-189. La Nación, 23/5/1910.

16Pablo Gerchunoff, El eslabón perdido. La economía política de los gobiernos radicales (1916-1930), Buenos Aires, Edhasa, 2016.

17Ibid.

18Bandera Proletaria, 10/10/1922.

19Sobre este problema puede consultarse Lila Caimari, Mientas la ciudad duerme. Pistoleros, policías y periodistas en Buenos Aires, 1920-1945, Buenos Aires, Siglo XXI, 2012; Roy Hora, “¿Cómo pensó Tulio Halperin Donghi la política de entreguerras?”, Estudios Sociales, n° 54, 2018, pp. 15-41.

20Roy Hora, “The impact of the Depression on Argentine society”, en P. Drinot y A. Knight (eds.), The Great Depression in the Americas and its Legacies, Durham y Londres, Duke University Press, 2014, pp. 22-49.

21Roy Hora, ¿Cómo pensaron el campo los argentinos? Y cómo pensarlo hoy, cuando ese campo ya no existe, Buenos Aires, Siglo XXI, 2017.

22Hernán Camarero, A la conquista de la clase obrera. Los comunistas y el mundo del trabajo en la Argentina, 1920-1935, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008.

23Hernán Camarero, “Apogeo y eclipse de la militancia comunista en el movimiento obrero argentino de entreguerras. Un examen historiográfico y algunas líneas de interpretación”, en O. Ulianova (ed.), Redes políticas y militancias. La historia política está de vuelta, Santiago, Universidad de Santiago de Chile/Ariadna, 2009, pp. 145-173.

Recibido: 04 de Marzo de 2019; Aprobado: 02 de Abril de 2019

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