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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.23 no.1 Bernal ene. 2019

 

Reseñas

Aldo Marchesi, Hacer la revolución. Guerrillas latinoamericanas, de los años sesenta a la caída del Muro

Eugenia Palieraki* 

*Université de Cergy-Pontoise, Francia

Marchesi, Aldo. Hacer la revolución. Guerrillas latinoamericanas, de los años sesenta a la caída del Muro. Buenos Aires: Siglo XXI, 2019. 267p.

El libro de Aldo Marchesi Hacer la revolución es la traducción castellana de Latin America’s Radical Left. Rebelion and Cold War in the Global 1960s, publicado en 2017 por Cambridge University Press y basado en la tesis doctoral de Marchesi en la New York University sobre la Junta de Coordinación Revolucionaria (JCR). Esta investigación se inscribe en uno de los campos más dinámicos de la historiografía latinoamericana durante las dos últimas décadas: la historia de las “Nuevas Izquierdas” de los años’60 y’70 y, complementariamente, de la lucha armada, la represión, el exilio y los derechos humanos. Profesor en la Universidad de la República, Marchesi sintetiza brillantemente los principales aportes de las investigaciones previas sobre el período, refleja la riqueza de veinte años de debate, y a la vez contribuye a la renovación del campo historiográfico. En efecto, la comparación de tres casos nacionales (Argentina, Chile, Uruguay, con referencias puntuales a Bolivia y Brasil) articulada con la perspectiva transnacional constituye un valioso aporte, tanto por la inusual amplitud del marco geográfico del estudio, como por la originalidad de la metodología. Es más: al adherir al llamado de la historia global y transnacional a romper con el espacio nacional como marco privilegiado -si no el único- de análisis, Marchesi innova de manera decisiva en una tendencia creciente -aunque todavía marginal- de la historiografía latinoamericanista sobre el siglo XX: la de interesarse en las circulaciones de ideas y actores entre países latinoamericanos y no solo entre un país en particular y su relación con los Estados Unidos y/o la Europa occidental. Ante un amplio abanico de actores, temáticas y períodos cronológicos, Marchesi ensambla y contextualiza, de modo magistral, diferentes niveles de análisis en un relato claro que da inteligibilidad a acontecimientos y procesos complejos.

La estructura del libro consta de una introducción extensa, de una breve conclusión y de cinco capítulos. Con la excepción del último, cada capítulo se construye en torno a un momento y a una “ciudad global”(1) como lugar privilegiado de encuentro y de circulación de ideas. El objetivo de esta decisión consiste en reconstruir la historia de la “cultura política de radicalismo transnacional” forjada en los ’60-’70 en el Cono Sur por aquellas organizaciones de izquierda radical que más tarde confluyeron en la JCR: los Tupamaros uruguayos, el MIR chileno, el PRT-ERP argentino, el ELN boliviano. La tesis central de Marchesi es la siguiente: “una variedad de organizaciones de izquierda, inicialmente identificadas con [...] el socialismo, el comunismo y el trotskismo, como resultado de su voluntad de tomar las armas y su cercana relación con la Revolución Cubana, terminaron por configurar una izquierda con una identidad particular vinculada a lo latinoamericano [...] que abandonó las pretensiones universalistas y que parece desempeñar un papel importante en la política contemporánea” (p. 19). La Revolución Cubana dio el primer impulso al radicalismo transnacional conosureño. El segundo, los regímenes autoritarios. El autor sostiene como hipótesis -en lo que representa uno de los aportes principales del libro- que “la experiencia compartida de exilio regional [...] activó la circulación de ideas y personas y contribuyó a madurar un corpus ideológico común entre los militantes de diferentes países” (p. 22).

El primer capítulo se enfoca en Montevideo y los Tupamaros entre 1962 y 1968. Marchesi demuestra, como lo hacen otros estudios recientes sobre la “nueva izquierda” latinoamericana, que la recepción del guevarismo no consistió en la mecánica reproducción de ideas recibidas desde Cuba, sino en el esfuerzo constante de la adaptación del guevarismo al contexto local. A diferencia de la guerrilla rural guevarista, la guerrilla urbana fue el aporte fundamental de los Tupamaros a las formas de hacer la revolución en el Cono Sur. Ahora bien, a pesar de la postura crítica tupamara y en general conosureña ante la teorización cubana de la lucha armada continental, los revolucionarios del Cono Sur comienzan a converger a raíz de acontecimientos originados en Cuba: la Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) de 1967 en La Habana y la guerrilla del Che en Ñancahuazú, tema analizado en el capítulo 2. La OLAS ofrece un asidero ideológico al radicalismo transnacional conosureño, reafirmando a América Latina como marco continental natural de la lucha revolucionaria. En cuanto a la guerrilla del Che, su incidencia es doble. Por un lado, a través de las redes argentinas, uruguayas y chilenas de apoyo a la guerrilla de Ñancahuazú, surge una primera coordinación transnacional. Por otro lado, esta convergencia se ve reforzada por la muerte del “Che” y el profundo impacto que ella genera. A partir de la lectura del segundo capítulo, quedarían pendientes dos preguntas: ¿cómo se articula la recepción crítica de la Revolución Cubana con el rol protagónico que ella misma conserva tanto en la definición ideológica como en la práctica de los revolucionarios sudamericanos?; ¿cuál es la relación entre las organizaciones de la JCR y los partidos de la “izquierda tradicional” de sus respectivos países, en particular, la izquierda socialista con pretensiones latinoamericanistas y no universalistas como la comunista? En efecto, a la Conferencia de la OLAS no son invitados ni los Tupamaros, ni el MIR, ni el PRT-ERP, sino el PC uruguayo, el PC y el PS chilenos y los peronistas y socialistas argentinos. En el caso chileno, la red de apoyo a la guerrilla de Ñancahuazú no la forma el MIR, sino militantes socialistas que crean el Ejército de Liberación Nacional chileno, como estructura paralela en el seno del PS. Dicho de otro modo, si Marchesi está interesado en estudiar las organizaciones cuya especificidad consistía en promover “la violencia política organizada y las estrategias transnacionales como únicos caminos para alcanzar el cambio social” (p. 6), ¿por qué instaurar una división tan tajante entre “izquierda radical” e “izquierda tradicional”? ¿Por qué excluir del estudio al ELN chileno, a los peronistas de John William Cooke o a los trotskistas? Estos grupos son mencionados brevemente en el primer capítulo, pero su relación con las cuatro organizaciones en las que se enfoca el resto del libro no es desarrollada. Más que vacíos, estas preguntas pendientes revelan la riqueza del libro.

El tercero y el cuarto capítulo representan la parte medular de la obra. De manera magistral, Marchesi muestra cómo los exilios regionales, primero en Santiago de Chile, luego en Buenos Aires, coproducen un “radicalismo transnacional” propio. De esta forma, el autor rompe con una historiografía que ve en el exilio una etapa de despolitización o de abandono de la revolución en beneficio de los derechos humanos. Santiago es el lugar donde intelectuales brasileños, argentinos y chilenos, afines a la “nueva izquierda”, forjan la teoría de la dependencia, que da su fundamento económico a la teoría de la lucha armada. En Santiago comienza también a tomar forma la JCR. En Buenos Aires convergen los militantes conosureños tras el golpe chileno de 1973 y hasta el golpe argentino de 1976. El autor explica que las acciones, apreciaciones del contexto y el diseño de la estrategia del PRT-ERP (que tras el 11 de septiembre de 1973 se convierte en la principal organización de la JCR) no pueden entenderse sin el impacto de los golpes de estado chileno y uruguayo. Al igual que la decisión del PRT-ERP de continuar con la lucha armada tras el regreso de Perón. Durante este período, el radicalismo transnacional de la JCR es a la vez una respuesta política y emocional a los golpes uruguayo y chileno, y una reacción al carácter continental de la represión que, según demuestra Marchesi, es anterior al Plan Cóndor. La estructura y el enfoque del quinto capítulo son diferentes a los anteriores: el período es más largo, y se comparan la acción nacional de las organizaciones estudiadas. El cambio de estructura sugiere el cambio de época y nuevos e inéditos desafíos: revolución y/o derechos humanos; revolución continental o militancia nacional.

Una primera crítica a esta obra extraordinaria se refiere al marco teórico y conceptual que Marchesi presenta en la introducción. El autor afirma que se inspira en la sociología de los movimientos sociales, y suscribe a la noción de “repertorio de protesta”. Se trata de una noción clave de la cual depende una de sus principales hipótesis: la JCR se habría forjado no por ideología, sino “mediante un repertorio común de prácticas radicales” que nucleó a los actores “en un conjunto de ideas políticas” (p. 23). Sin embargo, ¿es útil la sociología de los movimientos sociales y la categoría de repertorio de protesta para el análisis de estructuras que no constituían movimientos sociales? En efecto, las organizaciones guerrilleras parecieran estructurarse menos como movimientos sociales que como partidos políticos, a pesar de no competir regularmente en elecciones. Por otra parte, ¿cuáles son las características específicas del “repertorio de protesta” de cada organización estudiada?

Una segunda crítica está relacionada con el concepto de “cultura política”: dada su centralidad en la obra, este concepto hubiera merecido una discusión más extensa. Marchesi la asocia a la definición de Lynn Hunt en sus trabajos sobre la Revolución Francesa: la cultura política entendida como “los valores, expectativas y reglas implícitas que expresaron y moldearon las intenciones y acciones colectivas” (p. 22). Pero esta noción data de la década de los ’80 y se inspira en la definición de la antropología desarrollista de cultura política como un fenómeno nacional y colectivo, donde las subjetividades y las emociones están ausentes. Marchesi utiliza el concepto de formas que están menos relacionadas con la antropología desarrollista y son cercanas a la ciencia política liberal francesa,2 centrada en los actores individuales más que en los colectivos. Se trata de dos aproximaciones diferentes al concepto de cultura política que remiten a distintas maneras de pensar la articulación entre ideas, prácticas, representaciones y emociones. En el libro pareciera simplificarse el uso de “cultura política” y superponerse estas dos aproximaciones divergentes. Por ejemplo, en el último capítulo, Marchesi afirma que el impacto de Gramsci y su categoría de “hegemonía cultural” explica el auge de los derechos humanos, las minorías étnicas y el género en el discurso de la izquierda radical. Pero ¿cómo surge la referencia a Gramsci?, ¿cómo fue recibida e interpretada la obra de Gramsci -o parte de ella- durante las transiciones democráticas en el Cono Sur? En una nota al pie, el autor menciona que el impacto de Gramsci estuvo relacionado con los trabajos de José Aricó, Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Si esto fue así, ¿cuán leídos eran estos autores, y qué sectores de las organizaciones revolucionarias lo hacían? Estas preguntas, necesarias para darle inteligibilidad a la presencia de Gramsci en el Cono Sur, no pueden responderse desde una noción de cultura política interesada exclusivamente en los actores colectivos.

Estas críticas no afectan el valor de Hacer la revolución, una obra que será con seguridad una de las principales referencias en los estudios sobre la historia de las izquierdas latinoamericanas en los ’60 desde una perspectiva global. La mayor contribución de Marchesi es haber demostrado los estrechos vínculos entre actores revolucionarios de la Argentina, Chile y el Uruguay, y así, la necesidad de trascender la escala nacional para comprender un período clave en la historia del Cono Sur.

1Sabine Dullin y Pierre Singaravélou, “Le débat public: un objet transnational?”, Monde(s). Histoire espaces relations, n° 1, 2012, p. 23.

2Véase por ejemplo Serge Berstein, “Enjeux: L’historien et la Culture Politique”, Vingtième Siècle. Revue d’histoire, n° 35, 1992, pp. 67-77.

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