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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.23 no.2 Bernal jun. 2019

 

Argumentos

Republicanismo: el laboratorio americano.Comentario al artículo de Clément Thibaud

Hilda Sabato* 

*PEHESA, Instituto Ravignani, CONICET / Universidad de Buenos Aires

Clément Thibaud nos ofrece aquí una propuesta muy atractiva para repensar la historia de “los republicanismos atlánticos”, en un texto que es a la vez una revisión de la historiografía reciente y una invitación a profundizar en las novedades que ella ofrece. A partir de constatar que “la república aparece en (el siglo XIX) como una forma americana de gobierno”, analiza críticamente las versiones más clásicas sobre las revoluciones del mundo atlántico, centradas en el eje Europa occidental/Estados Unidos, así como los modelos de causalidad sobre los que se sustentan. En cambio, se apoya en la literatura de las últimas décadas para postular una “historia policéntrica”, que ponga el foco en la pluralidad de experiencias republicanas en diferentes latitudes del llamado mundo atlántico en toda su diversidad -incluyendo América (del norte y del sur), Europa occidental y mediterránea, y parte del África-. Frente a los más tradicionales modelos secuenciales y difusionistas y las más recientes perspectivas comparada y contextual, propone (con reservas) una historia interconectada que permita pensar “el ciclo revolucionario atlántico como un rizoma”.

Durante buena parte del siglo XIX, nos dice, “el continente americano […] fue el epicentro del republicanismo en el mundo”. En una tesis que recorre todo el artículo, Thibaud asocia esa centralidad de la experiencia republicana en América al rechazo de la dominación imperial. Más que una postura antimonárquica, la opción por la república habría sido la consecuencia de una reacción anticolonial que desembocó en las independencias. La asimetría entre europeos americanos y los metropolitanos durante la colonia habría despertado la demanda de derechos y ciudadanía por parte de los primeros, y eventualmente llevado a la puesta en cuestión del vínculo con la metrópoli. Pero ¿cómo fue -se pregunta Thibaud- que los nuevos regímenes políticos florecieron en sociedades donde los valores de igualdad civil y participación cívica propios del republicanismo “contradecían punto por punto la experiencia que cada una de ellas tenía del orden social”, marcado por las diferencias de estatus y las jerarquías internas, la esclavitud y la desigualdad?

En relación al primer punto, me gustaría desdoblar el planteo respecto al carácter más antimperial que antimonárquico de la opción republicana en América. En efecto, el componente de rechazo a la asimetría colonial por parte de los europeos americanos ha sido señalado una y otra vez en los estudios sobre las independencias, pero esa instancia no agota la cuestión del camino elegido a la hora de poner en marcha el autogobierno. La muy generalizada adopción de la república no fue, en América, el resultado de un consenso cerrado entre los grupos independentistas; por el contrario, había entre ellos diferentes opiniones y posturas acerca del régimen político deseable. En el caso de los territorios que habían sido parte de la corona española, estas diferencias resultaron en serios conflictos que solo se acallaron cuando una de las partes (la republicana) logró imponerse a la otra (la monárquica). (1) En estos casos, en suma, la vía republicana fue elegida entre otras posibles e igualmente antimperiales. Por lo tanto, la pregunta acerca de ese derrotero sigue vigente.

En cuanto a la tensión entre los nuevos valores y los propios de la sociedad colonial, los historiadores han procurado dar cuenta de los diferentes niveles en que esa tensión se puso de manifiesto por décadas, aun después de la disolución de los vínculos coloniales, de los choques y las contradicciones entre instituciones y prácticas más viejas y más nuevas, de las idas y vueltas en una historia que estuvo lejos de ser lineal o progresiva. Pero el carácter “revolucionario” de estas revoluciones atlánticas radicó precisamente en la puesta en cuestión de lo recibido, en los intentos exitosos o fallidos de cambiar la sociedad según nuevos valores, y en el despliegue de visiones diferentes de la república deseable que dieron lugar a debates y conflictos a lo largo de todo el siglo. El marco republicano no necesariamente implicaba el ideal de una sociedad sin jerarquías; por el contrario, se trataba de invalidar los ordenamientos existentes, pero no necesariamente de erradicar la diferencia. Thibaud no deja de señalar que “al postular el retorno a una supuesta naturaleza del hombre, la síntesis liberal-republicana permitió justificar nuevamente, sobre la base del mérito, las desigualdades de hecho o de derecho entre individuos para establecer círculos concéntricos de ciudadanía y libertad”. Según la tradición republicana el problema no era, pues, la jerarquía, sino las bases de su definición. En ese sentido, buena parte de la legislación republicana del siglo XIX en Hispanoamérica estuvo orientada a desmontar los fundamentos de las desigualdades coloniales, abriendo así paso a nuevas diferenciaciones cuyos criterios fueron, a su vez, objeto de controversias y disputas.

Estas cuestiones plantearon importantes desafíos a los actores políticos del siglo XIX hispanoamericano. Thibaud repasa, de la mano de la bibliografía reciente, varios de estos desafíos. En ese recorrido, refiere no solo a las dirigencias sino que incorpora además a actores que podríamos identificar con las clases subalternas, apuntando a la compleja articulación política entre élites y grupos populares. Se lamenta, sin embargo, de una presunta exclusión de “las configuraciones culturales, religiosas y políticas que no tienen deuda alguna con Europa”, pues encuentra “poco presentes” en las investigaciones actuales a “las comunidades políticas africanas o amerindias independientes”. A continuación, sin embargo, hace referencia a numerosos trabajos que abordan la inserción de la mayoría de esas poblaciones en los procesos más generales de organización y actuación política, tanto durante la colonia como durante el período republicano. Es difícil sostener hoy, a la vista de estos y otros estudios, la hipótesis de comunidades que no tuvieran “deuda alguna con Europa”, enteramente ajenas a valores, instituciones y prácticas vigentes en las heterogéneas sociedades en las que de hecho estaban insertas. Por lo tanto, el desafío historiográfico radica en considerar a esos grupos sociales como actores plenos de los procesos de descolonización y formación de repúblicas.

Para terminar quisiera llamar la atención sobre una faceta de la cuestión republicana que solo asoma en los márgenes del planteo de este texto y que tal vez merecería mayor desarrollo. Me refiero al lugar que ocupa la república en la construcción de las nuevas unidades políticas en la Hispanoamérica poscolonial. Thibaud menciona entre las acepciones del término “república” la que lo asocia con comunidad cívica, noción que a su vez remitía a las ciudades antiguas y que, a la hora de las independencias, alimentó la discusión acerca del tamaño ideal para las entidades políticas a crearse. En ese marco conceptual y en el contexto del colapso de la centralidad monárquica, “la soberanía había recaído en las provincias y en las ciudades […] [que] se vieron obligadas a confederarse para forjar la unidad […] La república compuesta emergió entonces como la solución ideal para mantener las libertades locales, a la vez que constituía un frente común contra el imperio unitario […]”. Pero la solución no fue tan simple, porque ¿de qué unidad se trataba? ¿Quiénes debían unirse? ¿Cuáles habrían de ser esas “repúblicas compuestas” luego del desmembramiento de la organización imperial? Como sabemos, hubo muchos y muy variados intentos de conformación de nuevas comunidades políticas, hasta la consolidación de las naciones en la segunda mitad del siglo XIX. En esa historia, los “pueblos” del mundo colonial, las ciudades y las provincias preexistentes que se consideraron depositarias de la soberanía luego de la vacancia real iniciaron la revolución pero no sobrevivieron a ella. No se trató de la reunión de lo ya existente en el marco de un régimen diferente (ahora republicano) sino de la institución de comunidades políticas nuevas, en variantes diversas pero todas ellas fundadas sobre el principio de la soberanía del pueblo y regidas por un conjunto de normas e instituciones republicanas que les dieron basamento material. La república fue así instituyente de la comunidad política, de cada una de las naciones que se fundaron sobre las ruinas del orden imperial. Valdría la pena, quizás, incorporar esta dimensión de la historia de las repúblicas (hispano)americanas en la consideración de esta visión policéntrica de los republicanismos cuyas coordenadas Clément Thibaut traza con sutileza e imaginación en este artículo.

1 Me estoy refiriendo aquí estrictamente al régimen político y no a las otras dos acepciones de republicanismo que Thibaud menciona en su trabajo: la que remite a un conjunto de valores morales y sociales y la que refiere a la noción de comunidad cívica, que no son incompatibles con la monarquía.

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