Guerra fría cultural en América Latina: prácticas del saber en conflicto
En 1964, el británico Evan Luard, reconocido especialista en relaciones internacionales, afirmaba: “Es notable que no exista definición exacta de una expresión usada tan a menudo como ‘guerra fría’”. A través de una compilación de ensayos sobre el enfrentamiento abierto en 1947 entre los líderes vencedores de la Segunda Guerra mundial, los Estados Unidos y la Unión Soviética -conflicto cuyo alcance era además global-, Luard intentó una definición posible. Y en ese intento, utilizó una “expresión” que era tanto nativa como analítica.(1) Es indudable que los estudios relativos a la guerra fría, y sobre todo a la guerra fría en América Latina, han cambiado desde esos trabajos circunscritos a revisar la acción y las alianzas de los miembros de cada bloque (occidental y oriental). En las últimas décadas, y en particular luego de la caída del muro de Berlín, esta renovación desafió, entre otras cosas, la periodización de la contienda y la adjetivación de “fría”. En efecto, en un reciente artículo que pondera los avances de los últimos veinte años en el conocimiento del tema, Gilbert Joseph señala que ya es imposible adjetivar de este modo el enfrentamiento que signó buena parte de la segunda mitad del siglo XX.(2) Para el autor, la guerra fría implicó en Latinoamérica niveles similares de movilización de masas, de levantamientos revolucionarios y represión contrarrevolucionaria que las guerras de la Independencia, aunque las conexiones internacionales, la capacidad logística y las tecnologías de aniquilamiento y vigilancia vigentes a fines del siglo XX hacen que ese ciclo de violencia empalidezca en comparación con el de la guerra fría.
En otro sentido, a partir de su investigación sobre el impacto de la contienda global en la dinámica sociopolítica local y nacional de Guatemala, Greg Grandin ha planteado que la guerra fría bien puede ser considerada un episodio temporalmente circunscrito en una periodización de más largo aliento, en la dialéctica entre revolución y contrarrevolución en América Latina, desde la Revolución Mexicana en adelante. Desde ya, en ese proceso de largo plazo intervienen las particulares y complejas relaciones bilaterales entre los distintos países latinoamericanos y los Estados Unidos, sin descuidar, claro, a la Unión Soviética.(3) En función de estas premisas, se volvió imprescindible prestar más atención a las lógicas domésticas, además de considerar a la guerra fría desde una perspectiva “global” que a su vez tuviera en cuenta las asimetrías en el modo como el conflicto afectó al “Sur global”, es decir, al llamado “Tercer Mundo”.(4) Es así que entre 2004 y 2012, se publicaron varios volúmenes como los compilados por Daniela Spenser, Spenser y Joseph, y Marina Franco y Benedetta Calandra, cuyos capítulos focalizaron tanto en el impacto de la guerra fría en América Latina cuanto en la trama definida por las demandas locales y las historias nacionales en las que se desplegó.(5) Dichos volúmenes repusieron con el estudio de casos concretos aquello que Grandin había reclamado para las investigaciones de la academia estadounidense: “trabajos que estuvieran menos preocupados por las motivaciones de los gestores de políticas públicas de los Estados Unidos que por identificar aquello que se estaba disputando en la propia América Latina”.(6) Otro tanto podría plantearse respecto de la Unión Soviética, si bien nuestra región no era su zona de influencia stricto sensu, pero sin duda representó un espacio concreto de intervención, más aun luego de que la Revolución Cubana declarase su carácter socialista en 1961.
Un mínimo repaso de las investigaciones publicadas en las últimas dos décadas permite, en suma, reconocer la redefinición de un campo de estudios y, sobre todo, la incorporación de problemas analíticos, perspectivas metodológicas y cruces teóricos que habían quedado antes supeditados a la estratificación disciplinar, con centro en los estudios de las relaciones internacionales. Uno de los más importantes avances en este campo ha sido el de los estudios impulsados por la conceptualización de la guerra fría cultural. Fue Frances Stonor Saunders quien popularizó el término con su libro de 1999.(7) La obra marcó un nuevo tempo en la relectura de problemas concernientes a la relación entre política y cultura. Repuso con mucha claridad las otras dimensiones significativas de la notación de dicho enfrentamiento como “guerra”, refiriéndose a las relaciones entre los Estados Unidos y Europa. Las claves del conflicto estaban, en esta relectura, en la capacidad de organizar operaciones encubiertas, a partir de la triangulación de asesorías y recursos financieros e intelectuales entre la Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA) y el Congreso por la Libertad de la Cultura (CLC).
Frente a este foco analítico en una élite integrada de manera más o menos mediada a las agencias estatales, Patrick Iber recuperó en Neither Peace nor Freedom dimensiones de la problemática que, además de su contorno latinoamericano, evidenciaban la trama compleja de negociación y presiones respecto de los y las intelectuales de la región.(8) Según Iber, tanto el CLC como el emprendimiento soviético del Consejo Mundial por la Paz fueron instrumentos de la propaganda de ideas que funcionaron como una suerte de diplomacia cultural sin plácet, con la participación de un sinnúmero de actores que excedían en mucho a la intelligentsia. No se trató solamente de una manipulación de las grandes potencias, en el argumento de Iber, y además, Cuba debía ser incorporado como un actor también clave en esta lógica de enfrentamiento global.
Este dossier interroga la cultura desde otro ángulo. Está claro que la “cultura” excede en mucho a lo producido por una élite letrada, y su indagación reclama el análisis de una red compleja de significados tramada entre aquellas intervenciones y las que tienen lugar en el marco de la cultura de masas, a lo que se suman las propias categorías analíticas del campo intelectual, artístico y académico mediante las que se intentó interpretar y modelar el sentido de los cambios en la arena político-cultural regional. La prolongación de una agenda tal de investigación en esta área de estudios se vuelve aun más prometedora si apuntamos a desentrañar el sentido de las “expresiones” o categorizaciones analíticas del período vis a vis aquella red de significaciones nativas. Nuestro propósito por tanto ha sido ofrecer a las y los lectores de habla hispana una selección de trabajos relativos a la guerra fría cultural, elaborados desde una perspectiva que, como la de la historia intelectual, aunque no limitada a ella, opere ampliando y profundizando bajo una nueva luz algunos tópicos ya transitados por la bibliografía experta. El dossier propone, justamente, revisar conceptos que adquirieron centralidad notoria durante el período, teniendo en cuenta que se trata de categorías nativas y analíticas a la vez: nos referimos a revolución y anticomunismo, modernización y nacionalismo, información, imperialismo y tercerismo, entre otros.
El dossier se abre con un ensayo de Marina Franco que recorre matrices discursivas de larga data en la Argentina, consideradas habitualmente importaciones del período de la guerra fría. El anticomunismo y la supuesta amenaza del “enemigo rojo” son resituados históricamente, en tanto tópicos puestos en circulación en el marco del proceso de modernización económica y política argentina de las primeras décadas del siglo XX. Parte de una investigación en progreso sobre la historia de la represión en la Argentina,(9) el presente artículo repasa cuatro momentos clave de la constitución de la figura del “enemigo” en el país, antes del inicio oficial del enfrentamiento entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Franco trama su reflexión en torno al análisis de discursos, actores políticos e intelectuales de derecha y/o conservadores, incluyendo allí a exponentes del liberalismo vernáculo. (10)
El trabajo de Rafael Rojas, también parte de una investigación más amplia, despliega su recorrido a través de las disputas sobre el sentido y los alcances del concepto de “revolución” en Cuba después de 1959, hasta 1970. Rojas muestra la importancia de atender a los cambios semánticos de términos que, como el de “revolución”, estuvieron atravesados por disputas ideológicas que eran también propuestas de acción y de intervención política, cultural, económica, social e, incluso, moral. El historiador se interesa tanto por la transformación semántica de “una idea nacionalista y agrarista de la Revolución a otra propiamente comunista o ‘marxista-leninista’”, como por las diferencias que mostró en sus diversas fases el proyecto revolucionario cubano, en la palabra y en la letra de sus líderes y publicistas. (11)
Tras estas dos primeras reflexiones sobre la periodización y el uso de conceptos clave de la guerra fría, el dossier prosigue con un primer grupo de trabajos que estudian las batallas jugadas en el terreno de la cultura de masas por actores más difusos en el tejido social que las élites políticas y letradas de la región, aunque involucrando ciertos estratos de las agencias estatales. Los artículos de Ernesto Semán, Marcelo Ridenti y Valeria Manzano ilustran la productividad que para el campo de estudios de la guerra fría cultural en América Latina aporta un ejercicio de la historia intelectual que vaya más allá de una historia del pensamiento o de los intelectuales en un sentido estricto. Si en efecto, como aseguró un oficial de la CIA, esta guerra se combatía sobre todo con “ideas”, estas fueron mucho más que textos impresos y editados por y para un grupo concentrado y a la vez global de intelectuales y expertos.
El trabajo de Ernesto Semán pone el foco en el intento gestado desde la industria cinematográfica argentina durante el primer peronismo por competir por mercados y audiencias con el país líder del continente en la industria. El relato de las peripecias de la filmación en la Argentina de Sangre Negra, de Richard Wright -transposición al cine del primer best-seller en los Estados Unidos de un escritor negro- revela las disputas alimentadas por dos excepcionalismos nacionales. Con una perspectiva original ya ensayada en su reciente libro, Semán lee la formación de las identidades políticas de ambos países durante la guerra fría.(12) Del lado argentino, interpreta la exaltación de la supuesta ausencia de racismo vernáculo frente a la segregación racial del país del Norte. Desde los Estados Unidos, la valoración de la insistencia de la periférica nación sudamericana en ser considerada un actor de peso en el Cono Sur.
El caso que estudia Marcelo Ridenti en continuidad con sus trabajos anteriores es el de la participación de artistas e intelectuales de América Latina en las redes culturales comunistas lideradas por la Unión Soviética. El vínculo no admite explicaciones unívocas: el planteo es que mientras los escritores se integraron a una suerte de star-system soviético, a la vez contribuyeron al desarrollo de una cultura nacional (de masas) en el Brasil. La participación de artistas de diversas disciplinas en los partidos comunistas latinoamericanos fue importante en el período 1930-1970.(13) Aquí el autor propone que el desarrollo de una cultura nacional de masas y la búsqueda de reconocimiento en el propio campo cultural nacional no eran excluyentes respecto de las posibilidades abiertas por la integración en el sistema de difusión y pertenencia soviético.
Valeria Manzano explora en su contribución al dossier las relaciones culturales entre la Argentina y la Unión Soviética al final de la guerra fría, especialmente mediadas por un mercado específico: el de las giras de grupos de rock. El trabajo muestra que estos “intermediarios culturales” (empresas y músicos) fueron “cruciales” a la hora de “cimentar vínculos” y construir significados sobre “lo soviético”. Además de revelar la importancia del estudio de las juventudes y la cultura del rock para una historia de alcance global de la guerra fría cultural en América Latina,(14) la incursión de Manzano en la década del ’80 le permite trazar puentes entre “las dinámicas del ‘deshielo’ en el bloque soviético” y “las así llamadas ‘transiciones democráticas’ en el Cono Sur”.
Los tres últimos artículos del dossier, a cargo de Karina Jannello, Vania Markarian y Aldo Marchesi, e Isabella Cosse, componen un grupo aparte al recortar sus objetos de estudio a partir del seguimiento de determinadas trayectorias intelectuales o institucionales en sucesivas coyunturas de la guerra fría en la región: las organizaciones de promoción cultural e ideológica; la vinculación con ellas de intelectuales y expertos; la batalla informativa y por la memoria de la experiencia de la Unidad Popular en Chile. Los análisis se detienen en casos poco conocidos hasta ahora, en el relevamiento de nuevos archivos y fuentes y, especialmente, en un modo de interrogarlos que realza a través del énfasis en las disputas por ciertas consignas o tópicos del período la complejidad de la interacción entre las dinámicas locales y la esfera global del conflicto bipolar.
El trabajo de Jannello aborda la conflictiva trama de significados y prácticas que autores como Greg Grandin o Lars Shoulz han previamente desbrozado en torno a los usos y sentidos, a veces contradictorios, del concepto de “democracia” durante la guerra fría.15 El texto centra su estudio en la Asociación Interamericana Pro Democracia y Libertad, y sigue de cerca los dilemas de este anti-comunismo de izquierda, donde un grupo de intelectuales liberales y de izquierda no comunista forjaron alianzas y buscaron recursos aún antes de la convocatoria del CLC.16 Se despliegan, así, los avatares de una identidad de “tercería” conosureña -la defensa de una independencia específica y local, que se quería también de derecho universal frente a las presiones de la Unión Soviética y de los Estados Unidos-.
Vania Markarian y Aldo Marchesi también dirigen su atención al Cono Sur, y más precisamente a dos trayectorias intelectuales en el Uruguay: la del sociólogo Aldo Solari y la del militante e intelectual de izquierda socialista Vivian Trías. La periodización toma en este caso el después de la Revolución Cubana. Si Seith Fein advirtió acerca del fetiche del documento desclasificado, los autores reponen por el contrario toda la complejidad de los documentos del Servicio Secreto Checoeslovaco.17 Mediante el cruce con otras fuentes, los autores pueden interrogar las posibilidades abiertas para intelectuales como Solari y Trías, que “buscaban internacionalizar sus carreras y marcar la agenda de las redes donde se posicionaban”; y verificar, a través de ambos casos, la disputa concreta por el sentido y los alcances del llamado “tercerismo” en el Uruguay, cuyo significado (así como el del antiimperialismo) afectaba la orientación de la producción y la difusión de conocimiento.(18)
El artículo de Isabella Cosse aborda la cobertura de prensa de las últimas horas del presidente de Chile, Salvador Allende, defendiendo el Palacio de La Moneda del ataque de las fuerzas de la dictadura, y analiza las disputas en torno de su memoria y legado. La narración de la derrota de la experiencia socialista chilena se revela parte de la batalla cultural de la guerra fría en la región. El texto da cuenta de la importancia del manejo de la información en el conflicto (en esto Cuba, con la agencia de noticias Prensa Latina, fue definitoria), y advierte que tal manejo debe ser comprendido también en una dimensión afectiva y con perspectiva de género. Para hacerlo, sigue las crónicas del periodista argentino Jorge Timossi, director de Prensa Latina en Chile, quien cubrió los hechos.(19)
Como se ha visto, los artículos que reúne el dossier definen ciertos rasgos que hacen a la peculiaridad del Cono Sur en el contexto de la guerra fría cultural latinoamericana. La mayor parte de las contribuciones aborda la entidad y perdurabilidad de toda otra zona de contactos culturales del Cono Sur americano, aquella que lo ligaba de una u otra manera a Rusia y a la Unión Soviética, en los albores y en las postrimerías de la guerra fría. Ello permite considerar los modos particulares del peso del liderazgo y la presión estadounidenses en la región, en contraste con su más antigua e insoslayable influencia en América Central o en el Norte de Sudamérica. Además, los textos recuperan cómo la presencia de Cuba constituyó un factor decisivo en esta subregión, con capacidad de incidir política y culturalmente según sus posibilidades.
El Cono Sur aparece en el dossier también como contexto particular de producción de conocimiento, lo que nos dirige, de nuevo, a esa doble significación de los conceptos, nativa y analítica, mencionada al inicio de esta introducción. Porque aquí una sedimentación específica de tradiciones disciplinares diversas -entre las que se hallan el ensayismo, la sociología y la historia de los intelectuales, la historia cultural en sus distintas vertientes y el análisis de los lenguajes políticos- modera, en su mixtura, aunque sin anularlo, el impacto de la academia y los estudios latinoamericanistas norteamericanos en el abordaje de una problemática que, como la de la guerra fría cultural en América Latina, tiene sin dudas esa marca de origen. De modo que el diálogo prosigue, y junto a la temperatura y las periodizaciones en cuestión, las categorías y las tradiciones disciplinares desde las que miramos la contienda global imprimen su huella en el conflicto, que es también el de las interpretaciones.