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Prismas

versión On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.24 no.1 Bernal set. 2020

 

Reseñas

Martín Bergel, La desmesura revolucionaria: Cultura y política en los orígenes del APRA

Claudio Lomnitz1 

1 Columbia University

Bergel, Martín. La desmesura revolucionaria: Cultura y política en los orígenes del APRA. Lima: La Siniestra Ensayos, 2019. 382p.

Esta investigación de Martín Bergel reúne once estudios densamente relacionados entre sí. Cada uno sondea un tema o a una figura histórica del aprismo. El conjunto abre nuevas vistas no solo a la historia del APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), sino también a la relación entre historia intelectual y política popular en nuestro siglo XX.

El libro se divide en tres partes. La primera trata del APRA en los espacios transnacionales y refiere a la historia temprana del movimiento, en los años ‘20 del siglo pasado. La segunda parte estudia figuras fundadoras del movimiento, principalmente a Manuel Seoane, Luis Heysen, Luis Alberto Sánchez, y también desde luego a Víctor Raúl Haya de la Torre. La última estudia el arraigo del APRA en la política peruana (el Partido Aprista del Perú), desde sus inicios en los años ‘30 y durante los años más duros de la represión, hasta 1945.

El arco histórico del libro comienza, entonces, en el exilio, donde nace el movimiento como un partido latinoamericano antiimperialista, y concluye en una serie de estudios que dan cuenta del complejo proceso de arraigo popular del aprismo en el interior del Perú. El movimiento aprista comienza, pues, como una militancia compartida por una red de jóvenes amigos unidos en el exilio, y sostenida a través de una intensísima correspondencia, así como también por un circuito internacional de viajes y conferencias impartidas en las capitales de América Latina. Sin embargo, en esta historia el exilio tuvo un retorno heroico, en 1930-1931, que consiguió arraigar al movimiento en el “mainstream” de la política peruana, principalmente en un “pueblo” compuesto por trabajadores industriales y sectores populares y de las clases medias urbanas.

El libro de Martín Bergel ofrece claves analíticas para entender lo que significó este proceso tan complejo, que se origina en una pequeña vanguardia y termina formando un partido de masas. La historia, como dije, empieza en el exilio (o, en realidad, en múltiples exilios, ya que los exiliados peruanos se desperdigaron a lo largo de una amplia geografía, en todo el continente americano y también en Europa). La expulsión del Perú fue, entonces, la condición del movimiento, pero ese exilio también fue posible debido a que los jóvenes de la generación del 900 tenían desde antes algo de inasimilable -o, mejor dicho, algo de asimilación difícil- para la política peruana de su época. Y es que el movimiento estudiantil de 1923, del cual salieron estos exiliados, fue producto de un cambio en la composición social del estudiantado de la Universidad de San Marcos, que pasó de ser un club para los hijos del “civilismo” limeño a recibir una población estudiantil mucho más diversa, tanto desde el punto de vista de sus orígenes geográficos como de clase.

La movilidad ascendente de algunos sectores medios y de trabajadores industriales en Lima y en las principales ciudades de la provincia peruana produjo un fermento en la universidad, que se expresó en la fundación por Víctor Raúl Haya de la Torre de la Universidad Popular González Prada, donde se tejieron alianzas entre el estudiantado limeño (o neolimeño) y la clase proletaria que, ya para entonces, empezaba a despuntar en el Perú.

Pero así como el movimiento estudiantil del ‘23 nace de presiones que podríamos llamar “internas” a la sociedad peruana -y que fueron, irónicamente, reflejo de los progresos modestos, pero reales, que había alcanzado el civilismo-, los arrojados estudiantes peruanos, rebosantes de confianza, gozaron también de apoyos provenientes del extranjero, detonados por la reforma universitaria de la Universidad de Córdoba (1918), con toda su fuerte vertiente latinoamericanista, que encontró eco en México y en el Caribe y en todas las capitales de Sudamérica. Así, cuando los individuos que juntos fundarían el APRA marchan al exilio, reciben una muy buena acogida en las capitales de América Latina, donde cada uno era visto y conocido como personero de “la juventud peruana” y como el espíritu encarnado de la fraternidad latinoamericana.

En su primera parte, el libro muestra cómo el APRA nace como una red vanguardista e ilustrada de jóvenes exiliados, que tejieron sus prácticas de militancia por medio de una correspondencia intensa entre ellos y a partir de una confianza rebosante (casi arrogancia, diría yo) respecto de su propia relevancia, gracias a su participación protagónica en una serie de ceremonias que exaltaban la hermandad latinoamericana, y que se fueron armando a partir de una afinidad entre estos exiliados, los movimientos juveniles nacionalistas que se concentraban en las universidades de las capitales del continente y los aliados de estos últimos en las prensas de vocación nacional.

Esta parte del libro tiene significación para los estudiosos del nacionalismo en América latina. Benedict Anderson sugirió hace tiempo que nuestros nacionalismos tuvieron como su condición de posibilidad lo que el llamó (siguiendo al antropólogo Víctor Turner) “peregrinaciones burocráticas”, es decir que los viajes y las visitas que se hacían para administrar los reinos y las capitanías del imperio ayudaron a conformar un imaginario nacionalista en América.

Un siglo después de las independencias, y ante el desprestigio repentino de Europa, provocado por la barbarie de la Primera Guerra Mundial, surge en Latinoamérica una generación que se identifica por su juventud, su pureza, vitalidad y libertad frente a los intereses creados. Se trató, entonces, de una generación que se veía a sí misma como el sujeto social que había sido convocado por José Enrique Rodó en su Ariel (“la juventud americana”), para construir un futuro hispanoamericano y anti-yanqui. Solo que ahora esta generación de jóvenes estaba también sostenida institucionalmente por su influencia en las universidades, así como por su uso prolijo de una extensa red de periódicos y editoriales en las principales capitales de “Nuestra América”.

Bergel describe los viajes de varios de los personajes centrales del grupo, como Heysen, Seoane, Luis Alberto Sánchez o el propio Haya, y detalla la forma (algunas veces apoteótica) en que fueron recibidos en las capitales por las que pasaban. Y es que su presencia y sus conferencias públicas eran aprovechadas políticamente para consolidar una imagen de la fraternidad latinoamericana y la de su sujeto social privilegiado: “la juventud”, en lo cual participaban por igual editores, rectores, líderes sindicales y algunos presidentes de la república.

El autor desarrolla su análisis de este fenómeno ceremonial y político tanto a nivel de las redes de correspondencia de este círculo vanguardista peruano como a través de estudios de caso de las experiencias y las ideas publicadas de personajes específicos, vistos desde su práctica política en ciudades como Buenos Aires, México, Santiago, París o Londres. Uno de los muchos méritos de este libro es que evita el “hayacentrismo”, que es tan corriente en la memoria aprista, para ofrecer en cambio estudios puntuales de una serie de personajes que también son importantes, pero poco conocidos fuera del Perú.

El giro más interesante del libro, en mi opinión, es que plantea la pregunta de cómo el aprismo pudo pasar de ser un movimiento antiimperialista de corte leninista conformado por un pequeño grupúsculo de militantes letrados, a ser un partido popular de masas en el Perú. No es sencillo entender cómo se dio esa transformación, que arranca con la caída del presidente Augusto Leguía y el regreso de la plana mayor del APRA al Perú en 1930 y 1931 y la formación del Partido Aprista Peruano, pero que fue reprimido casi de inmediato, para entrar en una clandestinidad de casi quince años. Resulta apasionante pensar cómo fue que el APRA se arraigó como partido popular durante su época de clandestinidad tan prolongada.

Los últimos capítulos del libro se abordan en torno a una pregunta: ¿cómo un partido ilustrado, abanderado por un sujeto social vanguardista (identificado como “la juventud”), consigue una base social multiclasista? El autor responde a la pregunta con una investigación original de los impresos apristas entre 1930-1945, y descubre algunas ironías importantes: las cárceles, los exilios y las represiones que siguieron al ascenso a la presidencia de Luis Miguel Sánchez Cerro en 1931 detonaron un proceso muy distinto al del exilio de Haya de 1923, porque para 1931 el Partido Aprista Peruano había conseguido un importante caudal electoral, y tenía ya un periódico nacional que se identificaba como órgano del aprismo. Ese periódico había conseguido ampliar su compenetración con “lo popular” gracias a sus páginas de deportes y entrevistas a celebridades, más que a su apego a un estricto leninismo.

Bergel muestra, además, que el Partido Aprista Peruano no hizo mayores esfuerzos por interpelar “al indio” como sujeto político -en esto se diferenció del núcleo que agrupó José Carlos Mariátegui unos años antes-; en cambio, la identificación exaltada del aprismo con “el pueblo peruano” interpelaba a la clase trabajadora y a sectores populares y medios urbanos. Interesa, también, la alianza que teje el aprismo con los llamados “canillitas” -niños y jóvenes repartidores de periódicos-, que ofrecen a los líderes partidistas una imagen de la “juventud”, distorsionada pero no corrompida por la explotación capitalista, porque estos jóvenes indigentes no pertenecían a ningún ateneo, pero eran apristas. Así, “el pueblo” con el que tanto se identificó el APRA podía ser visto como una potencialidad que, guiada por una vanguardia ilustrada, podría un día acceder al lugar al que estaba destinado.

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