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Prismas

versão On-line ISSN 1852-0499

Prismas vol.24 no.2 Bernal nov. 2020

 

Argumentos

Todo nos concierne1

Antoine Lilti1 

1 Ècole des Hautes Études en Sciences Sociales

Después del atentado mortal contra los periodistas de Charlie Hebdo, en enero de 2015, en las paredes de París se podían observar retratos de Voltaire con la declaración “Soy Charlie”, el Tratado de la tolerancia estaba a la cabeza de las ventas y con frecuencia se citaba la famosa máxima del filósofo de Ferney, sin embargo, apócrifa: “No estoy de acuerdo con lo que dicen, pero lucharé para que puedan decirlo”. El combate parecía claro: la libertad de expresión contra el fanatismo religioso, la Ilustración contra lo Infame. En el entierro del caricaturista Tignous, la ministra Christiane Taubira evocaba “el país de Voltaire y de la irreverencia”. Después de la manifestación del 11 de enero, el diario Libération aclamaba “al país de Voltaire y de Cabu” y Le Figaro publicaba el editorial “Voltaire, grito tu nombre” [“Voltaire, je crie ton nom”]. En realidad, había muchas ambigüedades detrás de la afirmación de una filiación directa entre Voltaire y Charlie, pero la unanimidad era indiscutible: Voltaire era nuevamente nuestro contemporáneo. Sus combates eran los nuestros, nuestros combates eran los suyos. Las Luces brillaban con una actualidad ardiente.2

Desde entonces, esta actualidad intelectual y política no cesó. Sin embargo, debido a que la Ilustración parecía haberse eclipsado de la escena intelectual y política, y que su presencia se había hecho discreta, esa actualidad no deja de sorprender. Integradas al patrimonio cultural y literario, las Luces ofrecían una herencia tan consensuada que nadie pensaba en hacer su inventario. Cándido o las Cartas persas se habían convertido en lecturas obligatorias, en obras clásicas y tan celebradas que había que hacer un esfuerzo de imaginación para recordar que, en otros tiempos, la Ilustración había sido un combate. ¿Cómo hubiera podido ser de otro modo? Sencillamente, la Ilustración era víctima de su triunfo. El poder opresivo de la Iglesia no era más que un recuerdo lejano, el prestigio de la ciencia parecía incontestable, la democracia lograba la unanimidad. Los adversarios tradicionales de la Ilustración, herederos nostálgicos del antiguo pensamiento contrarrevolucionario, habían resultado desacreditados tras la Segunda Guerra Mundial y su colusión con los fascismos. En cuanto a las críticas que planteó la izquierda comunista en contra de las “libertades formales” de las democracias liberales, ellas no afectaban realmente el prestigio de las Luces: ¿acaso el marxismo no era su heredero directo? Además, a medida que la estrella roja palidecía, eran cada vez menos perceptibles. Incluso el pensamiento crítico de los años 1960 y 1970, que en un momento pareció cuestionar el prestigio de la razón occidental, parecía resignarse. Michel Foucault había dejado un testamento intelectual en forma de adhesión a la Ilustración, Jacques Derrida firmaba manifiestos junto con Jürgen Habermas. De modo que, a fines del siglo XX, con el triunfo del liberalismo político en la escena intelectual y de las democracias liberales en el terreno geopolítico, la Ilustración ya no tenía adversarios.

Y luego el mundo cambió ante nuestros ojos. Nuestras sociedades, que se creían secularizadas, presenciaron estupefactas el regreso con fuerza de la religión, hasta en las formas más intolerantes y violentas. Las derechas extremas, nacionalistas y xenófobas, volvieron a ser una fuerza política importante, incluso en los bastiones históricos de la democracia liberal. Europa, obligada a mirar de frente su pasado colonial, dudaba en seguir reivindicándose una misión universal. La crisis ecológica volvió a cuestionar el gran relato del progreso fundado en el triunfo de la ciencia y el conocimiento de la naturaleza. Finalmente, los nuevos medios de comunicación electrónicos y la revolución digital sacudieron la idea de un espacio público fundado en el intercambio argumentado. En esas condiciones, la herencia de la Ilustración volvió a ser un objetivo esencial. Fueron innumerables los llamados en su defensa, ya sea desde la escena intelectual, mediática o política. Emmanuel Macron, en su discurso tras la victoria ante la pirámide del Louvre, el 7 de junio de 2017, declaraba lo siguiente, no sin grandilocuencia: “Europa y el mundo esperan que defendamos el espíritu de la Ilustración”.3

El movimiento no proviene solo del Hexágono. En los Estados Unidos, la elección de Donald Trump en noviembre de 2016 provocó grandes preocupaciones, y el resurgimiento del interés por la herencia de la Ilustración y la tradición republicana. Un editorialista del New York Times llamó a los nuevos “héroes de la Ilustración” a alzarse contra sus adversarios reaccionarios.4 Steven Pinker, un eminente psicólogo de Harvard, defendió, con el apoyo de un gran número de estadísticas, la idea de un progreso continuo de las sociedades que sería la herencia directa del racionalismo de la Ilustración e invitó a proseguir los esfuerzos: Enlightenment now, tal sería su consigna.5

¿Todavía es posible escribir la historia de la Ilustración?

Nuevas luces contra nuevo oscurantismo: la escenografía tiene el mérito de la simplicidad, pero no el del matiz. En realidad, el paisaje intelectual es más complejo de lo que parece. Durante mucho tiempo, la herencia de las Luces opuso un campo progresista, y que se reivindicaba como tal, y un campo conservador, incluso realmente reaccionario, que desconfiaba de ellas. Desde los años 1970, varias corrientes del pensamiento crítico, que se reivindican de izquierda, denunciaron los arreglos del universalismo ilustrado con el imperialismo occidental, señalaron los peligros de la ciencia y las falsas apariencias del progreso, o rechazaron, más radicalmente, las diversas figuras del liberalismo, político o económico. De este modo lanzaron un serio desafío a quienes se proclamaban herederos de la Ilustración: el proyecto de autonomía fundado en la razón, ¿habría derivado en individualismo egoísta?, ¿estaría en el origen de los excesos de un mundo frío y calculador, dominado por el economicismo mercantil, la explotación industrial de la naturaleza y la imposición de un orden mundial dominado por los occidentales? A la inversa, otros, más a la derecha en el escenario político o intelectual, esgrimieron por lo general la Ilustración para defender el modo de vida europeo, recusar toda crítica de las ciencias y de la técnica, o descalificar el Islam que se sospechaba incompatible con la laicidad. No cabe ninguna duda de que estos debates acarrearon muchos malentendidos, fantasmas, y a veces mala fe. Pero le dieron al debate público un giro a la vez familiar (¿a favor o en contra de las Luces?) y extraño. La Ilustración, que durante mucho tiempo fue considerada un pensamiento de la emancipación, ¿se habría convertido en conservadora?

Ante esta nueva actualidad de la Ilustración, los historiadores se vieron un poco desamparados, en una posición delicada: sus trabajos, que se llevan a cabo en la silenciosa calma de las bibliotecas y los campus universitarios, desde hace treinta años se esfuerzan por pluralizar las Luces, por dificultar su descripción al punto de volverlas casi desconocidas. La imagen tradicional, la de un pequeño grupo de filósofos parisinos empleando la ironía y el espíritu crítico en contra de la intolerancia religiosa y el absolutismo, quedó destruida. A la Ilustración francesa se le opuso la Ilustración italiana, más reformista, la Ilustración alemana, sabia y religiosa, la Ilustración escocesa, más especulativa, la Ilustración inglesa, conservadora, y después la Ilustración española, lusófona, griega, estadounidense, cada una exhibiendo sus especificidades. Más recientemente, los historiadores identificaron corrientes específicas de la Ilustración en las periferias coloniales, de Calcuta a México.6 Tanto es así que algunos historiadores anglófonos renunciaron a utilizar Enlightenment en singular para no unificar abusivamente un movimiento múltiple y heterogéneo.7

Esta explosión geográfica no es nada, sin embargo, en comparación con el cuestionamiento de las certezas firmemente establecidas. ¿Se creía que las Luces eran necesariamente hostiles a las religiones reveladas, que navegaban entre el deísmo de Voltaire y el ateísmo del barón de Holbach? Aquí está la Ilustración católica, protestante o judía.8 ¿Estaban definidas por el culto a la razón y a la ciencia? Desde hace un tiempo los especialistas insisten en la importancia del sentimiento e incluso en la presencia del esoterismo y del hermetismo, y también de lo irracional, en el centro de las Luces.9 ¿La libertad de expresión? Los filósofos se hacían una idea muy moderada al respecto, aceptaban bastante bien la censura y con frecuencia reclamaban que se prohibieran los libros de sus adversarios.10 ¿Los derechos del hombre y la universalidad del género humano? Se olvida que la antropología física de la Ilustración a veces adolece de racismo y que los derechos de las mujeres eran rara vez reconocidos y que sus aspiraciones intelectuales eran con frecuencia ridiculizadas, como si la ciencia y la filosofía fueran necesariamente masculinas.11 ¿El cosmopolitismo y los sueños de paz perpetua? La Ilustración también alimentó el nacionalismo moderno y el patriotismo guerrero.12 ¿Podemos al menos conformarnos con la creencia en el progreso, ese optimismo irreductible que parece la marca de fábrica del siglo XVIII? Esto sería confundir las Luces con el siglo XIX, Voltaire con Monsieur Homais. Los filósofos, en realidad, reflexionaron sin cesar sobre la existencia del mal y los límites del progreso.13

Se renovó por sí solo el corpus de los grandes autores. Al lado de las figuras del panteón escolar, se recuperaron del olvido obras importantes, como las Cérémonies religieuses du monde de Bernard Picart y Jean-Frédéric Bernard, vasta enciclopedia ilustrada de las costumbres religiosas que también se lee como un himno a la tolerancia.14 Sobre todo, se estudió con más seriedad a autoras cuyas obras se habían menospreciado durante mucho tiempo. Eruditas, como Anne Lefebvre Dacier, la traductora de Homero, lindaban con las sabias como la boloñesa Laura Bassi, primera mujer que ocupó una cátedra de física, o Émilie du Châtelet, que explicaba el sistema de Newton a Voltaire. Se revaluó la importancia de historiadoras como Catherine Maccaulay, novelistas como Françoise de Graffigny y Louise de Kéralio, así como otras figuras más inclasificables, la marquesa de Lambert o Louise d’Épinay, por ejemplo, quienes reflexionaron, a cincuenta años de distancia una de la otra, sobre la educación femenina.15 El mundo de la Ilustración no es más el círculo de gentlemen que era hasta entonces. Finalmente, personajes más lejanos, como el jesuita mexicano Francisco Clavijero, contribuyeron a poblar nuevamente el mundo intelectual de la Ilustración más allá de los grandes nombres habituales. Esta ampliación de la mirada, beneficiosa, planteó nuevas preguntas. Treinta años de debates sobre el género y de estudios poscoloniales pusieron en cuestión el humanismo universalista. ¿Cómo explicar que tan pocos filósofos, salvo excepciones importantes, como Condorcet, defendieran la igualdad de sexos, incluso sobre el plano intelectual?16 ¿Se puede ser feminista y defender la Ilustración? ¿Era esta exclusivamente europea? Tantos interrogantes que ponen en entredicho las evidencias universalistas. “¿A quién pertenecían las Luces?”, pregunta el historiador ecuatoriano Jorge Cañizares-Esguerra.17 ¿Quién puede hoy identificarse con ellas y, por lo tanto, reivindicarlas?

Podríamos continuar indefinidamente; basta con desplegar la bibliografía. En el momento en que el debate público requiere nuevamente las Luces, concebidas de modo clásico como la lucha de la razón, de la tolerancia y de la libertad contra el oscurantismo religioso y la regresión política, pareciera que los historiadores solo tienen para ofrecer un espejo astillado, Luces tan plurales que se vuelven inasibles.

Varios historiadores, y no menores, respondieron al desafío, intentando defender una visión reunificada de las Luces, en una perspectiva abiertamente proselitista. Pero estas empresas, a pesar de sus esfuerzos meritorios, propusieron interpretaciones incompatibles, revelando la ausencia de consenso y, por lo tanto, la fragilidad de toda síntesis. De este modo, Anthony Pagden elogió el cosmopolitismo moderado de los enciclopedistas, Jonathan Israel identificó la modernidad con las Luces radicales, materialistas y democráticas, John Robertson insistió en el auge de la economía política, Margaret Jacob en las ciencias y la francmasonería, Vincenzo Ferrone en los derechos del hombre. Cada uno posee su gran hombre, que se supone encarna en el mejor de los casos el espíritu de la Ilustración: Jean Le Rond d’Alembert, Baruch Spinoza, David Hume, John Toland o incluso Gaetano Filangieri.18

Sin embargo, los historiadores concuerdan en buscar una definición intelectual de las Luces entendidas como un conjunto de valores, de ideas, de textos canónicos, de grandes figuras. Pero el cuadro se complica a partir del momento en que se consideran los aportes esenciales de la historia social y cultural que, después de los años 1960, renovó profundamente nuestra comprensión de la Ilustración al subrayar los lugares de sociabilidad (academias, cafés, salones, logias masónicas), la circulación de los libros y de las revistas, las nuevas prácticas de lectura, la transformación de la propia filosofía como régimen de saber, o incluso las mutaciones económicas y sociales que acompañaron el auge de las Luces. Estas, una vez que se reinsertaron en los mundos sociales y políticos donde se habían desarrollado -monarquías ancestrales de las que nadie predecía el pronto fin, sociedades aristocráticas minadas por los comienzos del capitalismo y el nuevo ideal del mérito, una influencia cada vez mayor de Europa sobre el globo-, dejaron de aparecer como un movimiento de defensa de valores admirables pero un poco desencarnados.19 Esta historización, sin embargo, no estaba exenta de peligros. A fuerza de ampliar el contexto histórico, ¿no se corría el riesgo de perder de vista la naturaleza misma de ese movimiento intelectual, la conciencia que tenían los filósofos de combatir por las ideas? Al identificar la Ilustración con el conjunto de las transformaciones del siglo XVIII, aun cuando la mayor parte de la población permanecía afuera de los debates sabios de las élites, ¿no se hacía perder a la noción gran parte de su eficacia? Las figuras pioneras de la historia social y cultural de las Luces, como Robert Darnton y Daniel Roche, se encontraron ante un dilema: ¿era posible objetivar las Luces, inscribirlas en un pasado concluido, y reivindicarlas como un proyecto político siempre digno de defender?20

Se podría creer que se trata allí del debate clásico entre la historia de las ideas y la historia social, entre idealismo y materialismo. ¿Las ideas hacen la historia, especialmente las revoluciones? ¿O ellas son solo el fruto de las mutaciones sociales o culturales que se debe ante todo reconstituir? Los historiadores con frecuencia disfrutaron de tales debates, necesariamente insolubles. En el caso presente, sin embargo, el objetivo es a la vez más complejo y más específico porque la noción misma de “Luces” involucra de manera conjunta una concepción filosófica, universalista, y una perspectiva historicista, más particularista: ¿debemos hablar de la filosofía de las Luces o del siglo de las Luces?

Para algunos, las Luces designan un conjunto de valores y de conceptos: la libertad de expresión, la superioridad de la razón y del espíritu crítico por sobre la fe y la tradición, la tolerancia religiosa, una visión optimista de los progresos de la ciencia. Si bien estos valores conocieron un auge particular en la Europa del siglo XVIII, desbordan este contexto singular. Su alcance universal explica que con regularidad se pueda apelar a defenderlos, a renovarlos, a combatir en su nombre -a la inversa, nadie imaginaría luchar por el Renacimiento, por el Romanticismo o por la Belle Époque, cualquiera que sea la nostalgia que podamos sentir por estos períodos-. Asímismo, y con bastante lógica, historiadores de la filosofía extendieron la periodización de la Ilustración hacia atrás, bastante antes de la Enciclopedia, para caracterizar la superioridad de la razón contra la fe. Por ejemplo, Maimónides sería el representante de la “Ilustración judía” de la Edad Media, Averroes el de la Ilustración árabe del siglo XVII. En consecuencia, podemos desarrollar la hipótesis de la Ilustración china a comienzos del siglo XX o esperar la emergencia de un “Islam de la Ilustración”.21

Para otros, en cambio, la Ilustración no se reduce a una lucha intemporal de la razón contra la fe, del progreso contra la tradición. Solo puede comprenderse en relación con las transformaciones históricas que afectaron a las sociedades de Europa Occidental en el siglo XVIII: la crisis de las monarquías absolutas, el progreso de las ciencias y las técnicas, los comienzos de la revolución industrial y, sobre todo, el auge del consumo, el desarrollo de la cultura impresa, el gran comercio internacional. Desde este punto de vista, las Luces están profundamente inscritas en su época, al punto de ser ellas la época misma. Se hablará entonces de la Europa de la Ilustración, de la Francia de la Ilustración, del Atlántico de la Ilustración.

A pesar de todo lo que las distingue, y a veces las opone, estas dos concepciones no pueden emanciparse en su totalidad una de la otra. La Ilustración, en tanto que concepto filosófico, está profundamente inscrita en su contexto histórico. Todos los intentos que se hicieron por generalizar el significado y los objetivos de las Luces jamás lograron borrar su arraigamiento en la historia europea del siglo XVIII. Sin duda, esto se debe a que los primeros filósofos que intentaron definirlas, Kant y sobre todo Hegel, vieron allí un momento particular de la historia humana. Incluso Ernst Cassirer, aunque poco sospechoso de historicismo excesivo, circunscribió su obra maestra sobre la Filosofía de la Ilustración a los autores del siglo XVIII.22

A la inversa, como categoría histórica, la Ilustración continúa vehiculizando una herencia filosófica y política a defender o a contestar, mucho más que otro período (con excepción, tal vez, de la Revolución Francesa, que por cierto se le asocia especialmente en la historiografía francesa). En 1962, Alphonse Dupront comenzaba su curso en la Sorbona sobre la Ilustración con las siguientes palabras: “Somos hijos de la ‘intelligentsia’ francesa de la segunda mitad del siglo XVIII. […] [Lo] más importante, en esta proximidad temporal de descendencia, es una continuidad directa que hace que este siglo XVIII esté aún entre nosotros, y trabaje en nosotros”.23 Difícilmente podríamos decirlo mejor: hablar de las “Luces” para designar el siglo XVIII es reconocer esta presencia persistente, reivindicar una filiación, reclamar una herencia intelectual. Más recientemente, Tzvetan Todorov afirmaba que el espíritu de la Ilustración era universal, a pesar de que las Luces mismas pertenezcan al pasado: “Todos somos hijos de la Ilustración, incluso cuando la atacamos”.24 Antony Pagden, por su parte, comenzó su síntesis con un título explícito, The Enlightenment and Why it Still Matters, recordando que la herencia de las Luces sigue siendo un rasgo esencial del pensamiento moderno: “Si nos consideramos modernos, si somos progresistas, tolerantes y generalmente abiertos de espíritu […], entonces tendemos a pensarnos como ilustrados”.25 Ni uno ni otro disimulaban su objetivo: defender la Ilustración como ideal a la vez filosófico y político, frente a los nuevos desafíos que se planteaban.

De manera aún más explícita, una gran exposición organizada en el año 2006 en la Biblioteca Nacional de Francia tenía por nombre “¡Las Luces! Una herencia para mañana” [“Lumières! Un héritage pour demain”]. Los organizadores no disimulaban que la exposición apuntaba a encontrar en el siglo XVIII motivos esperanzadores después del 11 de septiembre de 2001. El “espectáculo de este mundo, todavía lleno de humo por el derrumbe de las torres”, había dejado resurgir los combates del siglo XVIII e imponía “devolverle a la Ilustración su plena virtud de fuerza y de inspiración”. Desde luego, los documentos que se presentaron en la exposición eran una herencia, pero una herencia activa capaz de producir efectos políticos y morales valiosos, con la condición de no permanecer como simples objetos de estudio, sino de liberar su poder espiritual: “Todo el propósito de estos tesoros del siglo XVIII que aquí se reunieron es el de recordar la base intelectual y moral que nos legó, rejuvenecer la reflexión crítica y, finalmente, dejar surgir del campo de la erudición estos documentos prestigiosos ofreciéndolos al análisis de nuestro tiempo, para la lucidez y para la acción”.26

Allí está toda la cuestión: si los documentos del siglo XVIII tienen la reputación de contener una virtud política y moral, ¿cuál es el rol de la investigación histórica? Sería vano criticar esta retórica del “tesoro” en nombre de reglas de objetividad histórica o de un cuidado metodológico. Sería perder el punto esencial: la “Ilustración”, por construcción, es un concepto filosófico y político, el modo con el que designamos el relato de los orígenes de la modernidad europea inscribiéndolo en las transformaciones culturales del siglo XVIII. De inmediato, la definición de la Ilustración fue un objetivo político y polémico, una herencia a combatir o a reivindicar. Sus adversarios no cesaron de denunciarla, mientras que los revolucionarios la dotaban con una coherencia retrospectiva.27 La noción regresó al centro de los combates filosóficos y políticos del siglo XX, durante el debate que opuso a Ernst Cassirer y Martin Heidegger en Davos en 1929, o en los primeros trabajos que Franco Venturi, por entonces militante antifascista exiliado en París, le dedicó a Diderot antes de convertirse en uno de los mayores historiadores de la Ilustración. Después de la Segunda Guerra Mundial, la Ilustración fue a su vez consagrada como fundamento intelectual del mundo libre y denunciada, a veces fuertemente, por su culto de la razón instrumental o por sus acomodos con el colonialismo europeo.28

La transformación de la Ilustración en un concepto historiográfico fue tardía y jamás fue total.29 Es necesario aceptar, por lo tanto, sostener los dos extremos. Pensar la pluralidad doctrinal de las Luces, su inscripción en un momento específico de la historia europea, pero también aceptar la idea de que la Ilustración existe como objeto histórico solo por medio de las sucesivas reformulaciones que reactivaron los desafíos. Es imposible objetivar de modo estricto “la Ilustración”, colocarla a distancia, ubicarla en un tiempo concluido del que podríamos hablar con una fría indiferencia. No se rompen fácilmente “esos círculos donde la ideología de la Ilustración se repite sin tregua en un lenguaje que no agotó sus virtualidades” -de los que George Benrekassa intentaba abstraerse-.30 Hablar de la Ilustración, antes que del siglo XVIII, es intentar comprender una tradición de la que no escapamos, ya sea para reivindicarla o bien para oponernos a ella. No es la menor de las paradojas. La Ilustración, que quería romper con la autoridad de la tradición, se convirtió en un argumento de autoridad, un corpus de obras canónicas que impregnó profundamente toda la cultura occidental. Aún más que con otros objetos, otros períodos, el historiador debe renunciar a un engaño de objetividad, una imparcialidad solo aparente. No tiene otra opción que asumir la relación hermenéutica que lo une a la Ilustración, reconocer en ella un relato fundador que puede discutir, incluso criticar, pero del que no puede abstraerse en su totalidad. Toda historia se escribe en el presente, desde un lugar específico, esto es evidente. Ella depende de los deseos, las inquietudes, los interrogantes que el historiador proyecta allí y de muchas mediaciones que lo unen al pasado.31 Esta evidencia se impone con una fuerza particular a aquellas y aquellos que estudian la Ilustración.

Formular la pregunta en estos términos, es decir desde una perspectiva hermenéutica, permite escapar de un falso dilema que obligaría a elegir entre una concepción esencialista de la Ilustración, que le confiere un contenido unívoco, y una concepción nominalista que no ve en ella más que una construcción retrospectiva, abierta a todas las apropiaciones. Sin embargo, las Luces no son ni una doctrina coherente ni un mito falaz, sino el gesto reflexivo y a la vez narrativo a través del que, desde el siglo XVIII, numerosos autores intentaron definir la novedad de su propia época. Ellas designan el espacio conflictivo en el que los intelectuales pensaron la experiencia de la modernidad y, a la vez, lucharon para profundizarla y orientarla. Ya sea que se trate de las ambivalencias de la autonomía individual, de las potencialidades y de los peligros de la explotación del medio ambiente, o incluso de la autonomización del orden comercial, es imposible identificar “la Ilustración” con una posición única. Por el contrario, se caracteriza por la intensidad de los debates contradictorios y críticos. En ella encontramos tanto los gérmenes de un optimismo racionalista, tecnófilo y economicista, como los fundamentos de una reflexividad inquieta, de una conciencia ecologista precoz y de una crítica de la economía política.32

Si las Luces adquirieron y conservaron tal importancia, no se debe solo a la persistencia o al resurgimiento de los debates intelectuales y políticos inaugurados por ellas, sino porque enseguida se presentan bajo una forma profundamente histórica y reflexiva. La afirmación podrá sorprender. ¿No datamos, generalmente, en el siglo XIX el acta de nacimiento de la historia como disciplina sabia? ¿Los filósofos del siglo XVIII, a la inversa, no eran razonadores abstractos, desprovistos de todo sentido real de la historia? En realidad, no es así. La inmensa mayoría de los autores de la Ilustración, a pesar de sus divergencias, concebían al hombre como un ser histórico cuyas costumbres, creencias, formas de organización social o política varían en el tiempo. De Montesquieu a Adam Smith, de Hume a Diderot, todos intentaron explorar, bajo formas narrativas o analíticas, esta historicidad. Emancipándose de la historia providencial cristiana y de la historia edificante de los humanistas, los grandes historiadores de las Luces, como William Robertson, Edward Gibbon o Johann Christoph Gatterer, se esforzaron por pensar el nacimiento del mundo moderno y el rol específico de Europa. Antes de ser un movimiento militante, la Ilustración fue primero un relato, que asumió la idea de una ruptura fundadora con el pasado, especialmente con los siglos oscuros de la Edad Media, pero también, de manera más sutil, con el modelo antiguo. Este gesto historiográfico y reflexivo tomó su impulso en la querella de los Antiguos y los Modernos.33 Las Luces le añadieron una reflexión más elaborada sobre la historia como proceso que culminó en los debates sobre la “civilización”, ese pasaje de las costumbres bárbaras a las sociedades civilizadas, verdadero esquema del pensamiento histórico del siglo XVIII.

En este relato, el vocabulario de las “luces” se vuelve central. La palabra, siempre con una minúscula inicial, no designa una corriente intelectual sino los conocimientos útiles y la capacidad de juzgar de modo justo. La metáfora de la luz como verdad no es nueva, posee raíces religiosas muy antiguas (la luz divina) y filosóficas (la luz natural de la razón). Utilizada desde hace un tiempo en plural, ella marca un giro. La verdad no es revelada, no es el fruto de un esfuerzo solitario de la razón individual: es el resultado de un trabajo colectivo, de una acumulación del saber, del progreso del espíritu crítico. La capacidad de discernimiento es una facultad propiamente humana, a la vez individual, ya que descansa en la razón, y social ya que implica que cada uno pueda apoyarse en los conocimientos establecidos y disponibles. En la segunda mitad del siglo, sobre todo en Francia, el léxico de las “luces” se volvió omnipresente al punto de convertirse en un lugar común, casi un eslogan.34 Se analizaron sus progresos, se defendió su difusión, se señaló la preocupación por su desaparición. La verdad no se devela por ella misma, les corresponde a los filósofos disipar los prejuicios y propagar las luces. En Alemania, fue un término nuevo, Aufklärung, que asumió la evolución de la metáfora, haciendo todavía más evidente la idea de un proceso colectivo y la responsabilidad de una élite ilustrada. Posteriormente, se necesitó más de un siglo para que estos términos se convirtieran en categorías historiográficas. Pero, ya en ese entonces, los debates que suscitaron pusieron de manifiesto una toma de conciencia de orden histórico: la certeza de que los progresos acumulativos son posibles y que dependen de un esfuerzo colectivo de emancipación intelectual, esa “revolución en los espíritus” que por lo general Voltaire evocaba. Si no hay que exagerar el efecto de ruptura ni otorgar demasiado crédito al modo con el que los filósofos proclamaron la aparición de un “siglo iluminado”, no deja de ser cierto que los hombres y las mujeres de las Luces muchas veces tuvieron la certeza de vivir tiempos nuevos. Esta seguridad, no desprovista de exaltación, pero también de dudas y de ironía, explica la multiplicación de los diagnósticos históricos, de las genealogías intelectuales y de las profecías filosóficas que ritmaron la actualidad editorial del siglo.

“Todo nos concierne”

Si las manifestaciones de enero de 2015 naturalmente acudieron a Voltaire, fue porque la lucha contra el fanatismo religioso parecía necesitar al autor del Tratado sobre la tolerancia. Pero hay más. Montesquieu es demasiado moderado, Kant demasiado abstracto, Newton demasiado científico, Hume demasiado filosófico, Smith demasiado economista, Beccaria demasiado jurista, Rousseau demasiado singular, Jefferson demasiado político, Staël demasiado literaria, Voltaire, por su parte, es el símbolo de los combates por la tolerancia y contra la injusticia, y evoca la levedad, la alegría, un inagotable júbilo intelectual. También encarna los límites de la Ilustración, con frecuencia denunciados: un innegable conservadurismo social y político, un gusto pronunciado por los déspotas iluminados, posiciones dudosas acerca de la jerarquía de las razas, o incluso cierta superficialidad, como si la ironía volteriana careciera de profundidad, de sentido del matiz y de lo trágico. Sin embargo, se acude a Voltaire cuando es necesario reafirmar la herencia de las Luces. Ya antes los revolucionarios se habían prestado a ello en 1791 cuando condujeron sus restos al Panteón con gran pompa; luego los republicanos de 1878, en el centenario de su muerte; los intelectuales comprometidos a lo largo del siglo XX; y la República herida, nuevamente, por lo tanto, en 2015.35

Voltaire no es solo el detractor del fanatismo y el defensor de Jean Calas, también es el autor de una obra histórica importante, con demasiada frecuencia desestimada. Por supuesto, conocemos el Siglo de Luis XIV, a pesar de que ya casi no se lea. A veces se olvida que Voltaire dedicó muchos años a la redacción de una historia universal que en Europa tuvo mucha repercusión: el Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, ambicioso relato de la historia del mundo, publicado por primera vez en 1756, aumentado y revisado hasta su muerte.

Ya en 1742 había publicado las breves Reflexiones sobre la historia. Con su elocuencia habitual y su gusto por la polémica, el filósofo atacaba la historia antigua. A la compilación de fábulas y de anécdotas inverificables, oponía una historia seria, “útil”, compuesta con “el espíritu filosófico”. Esta solo debería iniciarse a “fines del siglo XV”, cuando la invención de la imprenta puso a disposición fuentes más numerosas y confiables. El mundo conoció entonces una transformación profunda, unida al descubrimiento y la conquista europeos de América, a la Reforma protestante y a la emergencia de un nuevo orden político europeo: “Se somete un nuevo mundo, y el nuestro es totalmente diferente”.36 Voltaire no fue el primero, por supuesto, en oponer los tiempos modernos a la Edad Media, pero, a diferencia de los humanistas del Renacimiento, no se trataba en absoluto de volver a la Antigüedad sino, por el contrario, de tomar conocimiento de una cesura radical y definitiva para concentrarse sobre un pasado más reciente cuyos efectos todavía se percibían. La historia es la disciplina que permite pensar lo que le sucedió a Europa y al mundo desde esta ruptura inaugural. No se la debe confundir con la recopilación de hechos curiosos o edificantes del pasado. Colocando a un lado los placeres de la ficción, ella propone un saber útil sobre las transformaciones que culminaron en el mundo moderno.

Esta es la historia que todo hombre debe saber […]. Todo nos concierne, todo está hecho para nosotros: la plata sobre la que comemos una comida, nuestros muebles, nuestras necesidades, nuestros nuevos placeres, todo nos recuerda que cada día América y las grandes Indias, y por consiguiente todas las partes del mundo entero, desde hace alrededor de dos siglos y medio están reunidas gracias a la industria de nuestros padres. No podemos dar un paso sin que se nos advierta sobre el cambio que se operó desde entonces en el mundo.

Porque esta historia es radicalmente presentista, ella supone la afirmación de un “nosotros”. La historia que hay que aprender es aquella que “nos concierne”. La identidad de perspectivas e intereses que relaciona a Voltaire con su lector no necesita ser explicitada. Enseguida se la considera como una evidencia, directamente indexada a una situación histórica: la de los europeos ilustrados, que tienen gran afición por la opinión crítica y los “asuntos serios”.

Detrás de las fórmulas lapidarias de Voltaire, reconocemos, como bajo el efecto de una lente de aumento, una concepción de la historia que nos es familiar: la preocupación por distinguir la historia seria de los cuentos y leyendas basándola en documentos confiables; el rechazo de la erudición antigua en provecho de una comprensión de los efectos del pasado sobre el presente; la voluntad, finalmente, por comprender las transformaciones sociales, culturales y políticas que están en el origen del mundo moderno. La historia ya no está reducida a una serie de nombres propios, de reyes y de dinastías, de anécdotas edificantes; ella ambiciona fomentar una comprensión total del mundo que el historiador heredó. Es de ese modo que podemos comprender, en primera instancia, esta fórmula que suena como un lema: “Todo nos concierne”. Todo compone la historia, desde el momento en que sabemos integrarlo a una reflexión crítica y reflexiva sobre el presente.

La seguridad de Voltaire, sin embargo, desconcierta. Si reconocemos en su proyecto las raíces de una historia crítica, ambiciosa y mundial, nos es difícil adherir a la opinión de que “todo está hecho para nosotros”, que la historia del mundo converge naturalmente para satisfacer las necesidades y los placeres de los europeos. Lo que comprendemos es la arrogancia del presente, la buena conciencia colonial, el júbilo consumista, toda aquella ingenuidad moderna de la que aprendimos a desconfiar. La acrecentada interdependencia de todas las partes del mundo se describe como un fenómeno totalmente positivo del que los europeos satisfechos no tendrían más que felicitarse, al tiempo que agradecerían por ello el trabajo de sus antepasados. Escuchamos acá los ecos de El mundano y de la Apología del lujo, escritos unos años antes, en los que Voltaire elogiaba los efectos de la “industria humana” y los placeres del lujo. Se leía allí el mismo vocabulario, el mismo elogio del comercio que había “reunido uno y otro hemisferio” gracias a la circulación de los bienes y de las mercancías. A las críticas del lujo, sobre todo cristianas, Voltaire ya oponía una celebración de la mundialización feliz. (“Todo el universo ha trabajado para usted/ Para que en paz, en su feliz cólera/ Usted insulte, piadoso atrabiliario,/ Al mundo entero, agotado por complacerle”). Esta evocación de un mundo agotado no era una invitación a sublevarse en contra de la explotación europea de los recursos naturales y del trabajo colonial, sino más bien a regocijarse, a aprovechar sin ingratitud el café de Arabia, la plata de Potosí, las porcelanas de China. Lo esencial, para Voltaire, era oponer a la providencia divina el rol de la industria y del comercio. Fascinado con el modelo inglés, solo deseaba ver en el confort material los frutos del espíritu de lo serio. Lo que desapareció, por supuesto, detrás de esta apología de un modo de vida refinado autorizado por el comercio mundial y la acumulación de riquezas, son las injusticias y las violencias que acompañaron esta primera mundialización.

¿Este silencio desacreditó su empresa intelectual? ¿Debemos entonar la crítica de la Ilustración colonialista? No, porque este breve texto de 1742 estaba lejos de ser la última palabra de su autor. El deseo de conocer y comprender llevaba el germen de una reevaluación más crítica del estado del mundo. El Ensayo sobre las costumbres lo pone en evidencia. De inmediato, Voltaire puso de relieve la antigüedad y la grandeza de las civilizaciones orientales, especialmente la de China y la India. Se trataba no solo de criticar la historia providencialista cristiana de Bossuet, presuntamente universalista, cuando en realidad olvidaba “las tres cuartas partes del Universo”, sino también de preguntarse sobre el lugar de Europa en la historia del mundo. Voltaire volverá sobre este punto en repetidas ocasiones. Era sincero su interés por China y por la India. Era la prueba de un nuevo vínculo con el mundo, emancipado de la perspectiva cristiana y de la cronología bíblica.37

La historia colonial de Europa fue también reinterpretada en una perspectiva cada vez más crítica. El descubrimiento de América, si bien fue “el acontecimiento más grande de nuestro globo”, fue “funesto para sus habitantes, y algunas veces para los mismos conquistadores”.38 Apoyándose en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de las Casas, publicado dos siglos antes, Voltaire denunció la “carnicería” provocada por la conquista con términos que revelaron un malestar creciente: “La mezcla de grandeza y de crueldad, espanta e indigna. Infinitos horrores deshonraron las grandes acciones de los vencedores de la América”.39 Durante los años 1760, otros textos enfatizaron la crítica de la colonización europea en América. La ambivalencia ya no era necesaria: la conquista fue un “crimen” y una “devastación”:

En esta enumeración de tantos horrores, anotemos sobre todo los doce millones de hombres aniquilados en el vasto continente del nuevo mundo. Esta proscripción es, con relación a todas las otras, lo que sería el incendio de la mitad de la tierra para algunos pueblos. Jamás este desdichado globo conoció una devastación más horrible y más general, y jamás un crimen fue mejor demostrado.40

Entre todas esas crueldades, a fines de los años 1750 emergía una pregunta: la de la esclavitud. Precisamente, en un capítulo agregado en 1761 al Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, Voltaire evocó a los esclavos de Santo Domingo, “que abreviaban su vida para deleitar nuestros nuevos apetitos, y para satisfacer nuestras nuevas necesidades que nuestros padres no habían conocido”. Ya no se trataba acá de los crímenes de los conquistadores españoles del siglo XVI, sino de la situación de los esclavos en las colonias francesas contemporáneas. Mientras Voltaire se alegraba, veinte años antes, de disfrutar de numerosos productos exóticos gracias a “la industria de nuestros padres”, aquí, en cambio, denunció las necesidades desconocidas de las generaciones precedentes que obligaban a “hacer perecer a los hombres”. Los tratos inhumanos infligidos a los esclavos revelaban la hipocresía no solo de los misioneros sino también de los administradores y de los filósofos: “Después de eso, ¿osamos hablar del derecho de gentes?”. ¿El humanismo cosmopolita no era más que un engaño?

La descripción de los castigos crueles evidentemente hacía eco al célebre capítulo de Cándido, publicado en 1758, en el que el héroe encuentra un esclavo de Surinam en harapos, a quien un amo cruel le había hecho cortar un brazo y una pierna: “Nos dan un calzón de tela por todo vestido dos veces al año. Cuando trabajamos en las azucareras y la muela nos arranca un dedo, nos cortan la mano; cuando nos queremos escapar, nos cortan la pierna: me he encontrado en ambos casos. A ese precio ustedes comen azúcar en Europa”.41

La fórmula, tanto más implacable cuanto que se presenta como una constatación, invierte el punto de vista. A la satisfacción despreocupada que Voltaire expresaba en los textos anteriores, le siguió el acto de acusación que les devolvía a los europeos su responsabilidad. El azúcar que se consumía en Europa ya no era un beneficio del comercio mundial, sino el fruto del trabajo de los esclavos y se pagaba con maltratos físicos. El “nosotros” triunfante cambia por “ustedes” y la confianza europea se ve fragilizada, minada por la interpelación. El esfuerzo, incluso ficticio, incluso insuficiente, para contemplar el punto de vista del otro introdujo un poco de mala conciencia, de culpabilidad, o al menos de responsabilidad. El gesto no llega a extenderse hasta incluir en el “nosotros” a los esclavos y en esto el cosmopolitismo permanece incompleto, pero se abrió al cuestionamiento. Interpelados por el relato del esclavo, los europeos estaban obligados a mirarse a través de él, ya no podían ignorar que su prosperidad tenía un costo humano que contradecía sus principios. La suerte de los esclavos, asimismo, les concernía.

Voltaire no fue el único en tomar conciencia de esa culpabilidad. Algunos meses antes, en Del espíritu, Helvétius denunciaba la esclavitud y comentaba: “Se convendrá en que no llega ningún barril de azúcar a Europa que no esté teñido de sangre humana. Ahora bien, ¿qué hombre, a la vista de las desgracias que ocasionan el cultivo y la exportación de este alimento, se negaría a privarse de él y no renunciaría a un placer comprado con las lágrimas y la muerte de tantos desgraciados? Apartemos la vista de un espectáculo tan funesto, que tanto avergüenza y horroriza a la humanidad”.42 La conclusión sacó a la luz, no sin ambigüedad, la hipocresía de los europeos que preferían no ver, no saber, para poder continuar consumiendo tranquilamente, al tiempo que se jactaban de ser humanos e ilustrados.

Cándido, por su parte, no desvía la mirada. El espectáculo del esclavo mutilado le arranca lágrimas y lo conmueve. “¡Oh, Pangloss!, gritó Cándido, tú no habías adivinado este horror, pero es un hecho y al fin tendré que renunciar a tu optimismo. -¿Qué es optimismo?, decía Cacambo. -¡Ay!, dijo Cándido, es el delirio de sostener que todo está bien cuando está mal. Y vertía lágrimas mirando a su negro.”43

La conclusión del cuento, como todos sabemos, defiende el aislamiento en la pequeña comunidad amistosa. La célebre consigna “cultivemos nuestro jardín” no designa solo una sabiduría minimalista y práctica, opuesta a la metafísica de Pangloss, también invita a renunciar a las riquezas del mundo (las ovejas y el oro de Eldorado) para solo consumir alimentos simples, producidos localmente.

Desde luego, los límites de esta crítica de la esclavitud y de la colonización son incuestionables. Voltaire se contentó con hacer del esclavo de Surinam un episodio entre otros de los desórdenes del mundo y denunció más los malos tratos que el principio mismo de la esclavitud. Es fácil encontrar elementos para elevar un cuestionamiento contra Voltaire y su moderación, e incluso sus prejuicios racistas.44 Pero lo esencial está en otra parte: su evolución es la prueba de la transformación a través de la cual el pensamiento europeo, a mediados del siglo, tomó conciencia de una nueva relación con el mundo. Encontramos los primeros signos en la ironía de Montesquieu hacia la esclavitud, y esta crítica se extenderá a la siguiente generación para volverse crucial a fines del siglo. Una evolución semejante tuvo lugar en toda Europa. En algunos decenios, el optimismo de las Luces se cubrió de inquietud con la toma de conciencia de la responsabilidad de Europa y de los posibles excesos de la civilización. En un contexto marcado por la guerra de los Siete Años (1756-1763) y las rivalidades coloniales, en América como en India, incluso los más optimistas observaban, no sin inquietud, la evolución del mundo. Voltaire le dio a esta inquietud una forma particular, reflejando en su propia escritura, a fuerza de fórmulas irónicas y de rupturas de tono, las contradicciones y las ambivalencias que trabajaban el pensamiento de la Ilustración.45

Por lo tanto, se puede comprender de otro modo el “Todo nos concierne” que el filósofo proclamó con orgullo al meditar sobre la historia. Todo está hecho para nosotros, agregó. Lo que tambaleó fue esa confianza sobre la puesta a disposición del mundo. Todo nos concierne porque todo es asunto nuestro: no solo somos los beneficiarios de este nuevo orden del mundo, de la industria de nuestros padres no heredamos un globo uniforme, también somos los actores de este cambio, debemos mirar de frente las consecuencias de las nuevas y superfluas necesidades que nos hemos creado. Diderot y otros fueron mucho más lejos. Pero que Voltaire, el mismo que antes elogiaba, sin reparos, la reunión de los dos hemisferios gracias a los beneficios del comercio, introdujera esta pizca de mala conciencia dice mucho acerca de las tensiones que dan forma a las Luces, desde el momento en que se trató de dar un juicio firme sobre los beneficios de las conquistas. “Todo nos concierne”, por nuestra parte, lo entendemos de un modo un poco diferente. Todo nos concierne, todo compone la historia, de acuerdo. Pero también lo comprendemos en un sentido que era extranjero para Voltaire o que solo podía presentir, el de una gran responsabilidad que, por nuestra parte, hemos heredado. Todo nos concierne, todo nos compromete.

¿Qué herencia?

Como hemos podido comprender, dos convicciones guían la reflexión de este libro. La primera es que las Luces no son ni una doctrina filosófica, ni un conjunto coherente de ideas y de valores, ni siquiera un programa reformador, sino un movimiento intelectual polifónico y profundamente reflexivo cuyas tensiones y fisuras son desafíos que acompañaron la entrada en el mundo moderno. En particular, examinaremos dos: la relación de Europa con el mundo y las nuevas figuras de lo público que aparecieron. El primero se pregunta por el universalismo de la Ilustración y sus contradicciones, el eurocentrismo y sus límites, la abertura incompleta a la diversidad del mundo. El segundo desafío interroga lo que queda en el corazón de las Luces: un militantismo intelectual que implica pensar la eficacia política de los escritos. El combate es literario tanto como conceptual: hay una cuestión de formatos, de estilos, de géneros. No se desarrolló únicamente en un escenario filosófico, sino en un espacio público sensible, modelado por la prensa, las novelas y los escándalos. Las emociones tuvieron lugar tanto como los argumentos. ¿Cómo dirigirse a este nuevo público, cómo iluminarlo?

Otras elecciones hubieran sido posibles, y otros temas serán evocados de manera más oblicua. Pero aquello que estos dos objetivos circunscriben es nada menos que los objetivos de la mundialización y de la mediatización, dos evoluciones mayores que continúan pesando sobre nuestra situación histórica y a las que es mejor no oponer respuestas demasiado simples. Es la segunda certeza sobre la que se apoya este libro: aquello que sostiene la “Ilustración” como objeto histórico, distinto de la “filosofía del siglo XVIII”, es la necesidad que tenemos, la continua e incansable necesidad que tenemos de confrontarnos con la escena original de esperanzas y temores que la modernidad despierta. Si no existe objeto de historia por fuera del gesto historiográfico que la actualidad recuerda, entonces debemos hacerlo con conocimiento de causa.

No estamos condenados a renunciar a la herencia de la Ilustración. Pero debemos asumirla como una herencia local y plural. No un credo racionalista universal que se trataría de defender en contra de sus enemigos, sino la intuición inaugural de una relación crítica de una sociedad consigo misma. Reivindicar la herencia de la Ilustración implica necesariamente, por lo tanto, reflexionar sobre los contornos del “nosotros” que esta herencia reclama, que afirma esta filiación, que pretende que “todo nos concierne”. El universalismo de la Ilustración, en la actualidad, tal vez no es más que una manera de volverlo habitable para aquellos que desean reivindicarlo. Esto implica asumir su polifonía, no silenciar las disonancias, acordar a las ambivalencias y a las contradicciones más atención que a las proclamaciones dogmáticas. El dialogismo de las Luces es también lo que permite ampliar el “nosotros”, volverlo más hospitalario o, por lo menos, deshacer su obviedad. Los autores de las Luces que eran, en lo esencial, hombres europeos, intentaron integrar otras voces, otros discursos, otros puntos de vista: los de las mujeres, de los indígenas, de los esclavos incluso, para los más audaces. Intento incompleto, a veces contestable y que comportaba sus contradicciones, pero cuya propia existencia volvió esta herencia susceptible de apropiaciones múltiples. Desde el fin del siglo, Olympe de Gouges o Mary Wolstonecraft utilizaron las ideas y las palabras de los filósofos para reivindicar la igualdad de derechos. Olaudah Equiano, antiguo esclavo africano, se convirtió en una figura de la lucha abolicionista y adoptó el humanismo cristiano de la Ilustración inglesa.46

Los capítulos que siguen están organizados en tres partes. La primera, que se abre con una reflexión sobre los aportes y los límites de la crítica poscolonial, está dedicada al universalismo de la Ilustración. Este sigue siendo uno de los aspectos más atractivos, pero también el más cuestionado. Una vez planteados los términos del debate contemporáneo, nos preguntaremos sobre los avatares del concepto de “civilización” que, durante mucho tiempo, resumió los objetivos, desde el pensamiento histórico y filosófico de la Ilustración hasta las ciencias sociales del siglo XX. De Voltaire a Braudel, pasando por Volney, Condorcet, Guizot y Lucien Febvre, la idea misma de “civilización” fue, durante dos siglos, una manera ineludible de articular el horizonte universalista de una igual dignidad del género humano con un eurocentrismo más o menos asumido. Seguir algunas de sus elaboraciones, y las dificultades que ellas plantearon, significa entrar directamente en la complejidad de las Luces. Estas articulan, según modalidades diferentes, una ambición científica, una teorización filosófica y un combate político.

Una segunda parte amplía el punto de vista para interrogar los vínculos que la Ilustración mantuvo con la noción de modernidad. Se revisarán varios debates historiográficos de los últimos veinte años, acerca del espacio público, el nacimiento de la sociedad de consumo o incluso la Ilustración radical. Se tratará también de preguntarse sobre la naturaleza de las operaciones que permiten pensar conjuntamente las transformaciones sociológicas de la modernidad y la herencia teórica de la Ilustración. La certeza que guía estos capítulos, así como el conjunto del libro, es que la antigua oposición entre historia intelectual e historia social ha caducado.

Finalmente, en un tercer momento, quisiera poner de manifiesto la pregunta política de la Ilustración como movimiento pedagógico y militante, al que sus propias dudas ante las transformaciones del espacio público y mediático dan forma. El optimismo que generalmente se le asocia no lo define en su totalidad. El ideal emancipador se encontró con las condiciones de expresión de una palabra verdadera. ¿Cómo hacerse escuchar cuando proliferan los malos libros, los diarios, los rumores? ¿Se puede iluminar a un público que no desea serlo? ¿Con qué motivo un intelectual puede considerar que posee una relación privilegiada con la verdad? ¿Cómo luchar contra los charlatanes que abusan del público prometiéndoles remedios ilusorios? Estas preguntas, familiares para nosotros, ya alimentaban por aquel entonces los interrogantes, las esperanzas y a veces las decepciones de los filósofos.

Todo gesto historiográfico está situado, y este no escapa a la regla. Está anclado en un momento histórico particular, en el que las certezas heredadas de las Luces fueron objeto de tensos debates, pero corresponde también a una trayectoria intelectual personal. Sentí la necesidad de hacer un balance de muchos años de trabajo sobre la Ilustración, retomando textos ya publicados para darles una forma nueva, a veces bastante diferente, y asociándoles trabajos inéditos. La apuesta es que el conjunto, que puede leerse como una investigación de largo curso, compone un cuadro coherente de los objetivos de la Ilustración. Un cuadro que necesariamente se organiza alrededor de mis interrogantes y de mis objetos de predilección. El lector notará que, incluso si Kant, Robertson, Swift, Hume, Franklin, Spinoza y otros tantos aparecen en las páginas que siguen, la mayoría de los ejemplos estudiados pertenecen a la Ilustración francesa, con la que mantengo una familiaridad más grande. Sin embargo, en varias oportunidades demostraré que las proposiciones afirmadas son válidas en un contexto más amplio debido a la centralidad de que gozaba la cultura francesa durante el período, pero también porque la mayoría de los debates se desarrollaban a una escala europea. Las Luces eran diversas, pero esta diversidad se distribuía solo marginalmente de acuerdo a líneas nacionales.

En este estadio, debería estar claro que no se encontrará en este libro una historia unificada de la Ilustración, sino una tentativa para enlazar juntos los debates historiográficos recientes, una relectura de textos clásicos o menos conocidos y una descripción de las transformaciones sociales y culturales. Si, como pienso, la reflexividad historiográfica es la vía de acceso a una aproximación crítica del pasado, se verán emerger progresivamente nuevos objetivos y nuevas preguntas, en un vaivén permanente entre nuestros interrogantes contemporáneos y los textos del siglo XVIII. De este modo, espero contribuir a una mejor comprensión de lo que puede significar, en la actualidad, la herencia de la Ilustración.

1 El presente texto es la introducción del libro de Antoine Lilti, L’héritage des Lumières. Ambivalences de la modernité, París, Seuil/Gallimard, 2019. © Editions de Seuil 2019. <https://www.seuil.com/ouvrage/l-heritage-des-lumieres- antoine-lilti/9782021427899>. La traducción ha sido realizada por Maya González Roux para Prismas. Se publica con autorización del autor y la editorial.

2Laurent Joffrin, “Un élan magnifique”, Libération, 11 de enero de 2015; Mohammed Aïssaoui, “Voltaire, je crie ton nom”, Le Figaro, 13 de enero de 2015; véase también Christiane Taubira, “En France, on peut tout dessiner, y compris un prophète”, disponible en dailymotion.com, y el trabajo de Benoît Mélançon, “Voltaire, Paris, 2015”, en Stéphanie Géhanne-Gavoty y Alain Sandrier (dirs.), Les Neveux de Voltaire. À André Magnan, Ferney-Voltaire, Société Voltaire, 2016, así como id., “Du fanatisme”, disponible en oreilletendue.com. La cita que se le atribuyó a Voltaire fue inventada por su biógrafa inglesa Evelyn Beatrice Hall a principios del siglo XX.

3Cédric Pietralunga, Bastien Bonnefous y Solenn de Royer, “Emmanuel Macron triomphe et doit réconcilier un pays divisé”, Le Monde, 8 de mayo de 2017.

4David Brooks, “The Enlightenment Project”, New York Times, 28 de febrero de 2017.

5Steven Pinker, Enlightenment Now. The Case for Reason, Science, Humanism, and Progress, Londres/Nueva York, Penguin, 2018; publicado en francés con el título Le Triomphe des Lumières, trad. de Daniel Mirsky, París, Les Arènes, 2018 [trad. esp. de Pablo Hermida Lazcano, En defensa de la Ilustración, Barcelona, Paidós, 2018].

6El movimiento de pluralización de las Luces encontró su manifiesto en Roy Porter y Mikulas Teich (dirs.), The Enlightenment in National Context, Cambridge, Cambridge University Press, 1981. Entre los títulos más recientes, véase Charles Withers, Placing the Enlightenment. Thinking Geographically about the Age of Reason, Chicago, Chicago University Press, 2008; Richard Butterwick, Simon Davies y Gabriel Sánchez Espinosa (dirs.), Peripheries of the Enlightenment, Oxford, Voltaire Foundation, 2008; Jesús Astigarraga (dir.), The Spanish Enlightenment Revisited, Oxford, Voltaire Foundation, 2015; Steffen Martus, Aufklärung. Das deutsche 18. Jahrhundert. Ein Epochenbild, Berlín, Rowohlt, 2015; Caroline Winterer, American Enlightenments. Pursuing Happiness in the Age of Reason, Londres/New Haven, Yale University Press, 2016.

7La defensa más expresiva a favor de la pluralidad irreductible de las Luces fue escrita por John G. A. Pocock, Barbarism and Religion, vol. 1: The Enlightenments of Edward Gibbon, Cambridge, Cambridge University Press, 1999.

8Mario Rosa, “Le contraddizioni della modernità. Apologetica cattolica e Lumi nel Settecento”, Rivista di storia e letteratura religiosa, nº 44, 2008, pp. 73-114; David Sorkin, The Religious Enlightenment. Protestants, Jews, and Catholics from London to Vienna, Princeton/Oxford, Princeton University Press, 2011; Jonathan Sheehan, “Enlightenment, Religion, and the Enigma of Secularization: A Review Essay”, The American Historical Review, vol. 108, nº 4, 2003, pp. 1061-1080; Ulrich Lehner, The Catholic Enlightenment. The Forgotten History of a Global Movement, Oxford, Oxford University Press, 2016.

9Jessica Riskin, Science in the Age of Sensibility. The Sentimental Empiricists of the French Enlightenment, Chicago, Chicago University Press, 2002; Robert Darnton, La Fin des Lumières. Le mesmérisme et la Révolution [1968], trad. de Marie-Alyx Revellat, París, Perrin 1984; Dan Edelstein (dir.), The Super-Enlightenment. Daring to Know Too Much, Oxford, Voltaire Foundation, 2010.

10Charles Walton, Policing Public Opinion in the French Revolution. The Culture of Calumny and the Problem of Free Speech, Nueva York, Oxford University Press, 2009; Edoardo Tortarolo, L’Invenzione della libertà di stampa. Censura e scrittori nel Settecento, Roma, Carroci, 2011.

11Barbara Taylor y Sarah Knott (dirs.), Women, Gender and Enlightenment, Nueva York, Palgrave Macmillan, 2005; Silvia Sebastiani, The Scottish Enlightenment. Race, Gender, and the Limits of Progress, Nueva York, Palgrave Macmillan, 2013; Florence Lotterie, Le Genre des Lumières. Femme et philosophe au XVIII e siècle, París, Classiques Garnier, 2013.

12Linda Colley, Britons. Forging the Nation, 1707-1837, New Haven, Yale University Press, 1992; David A. Bell, The Cult of the Nation in France. Inventing Nationalism, 1680-1800, Cambridge, Harvard University Press, 2009.

13Bronisław Baczko, Job, mon ami. Promesses du bonheur et fatalité du mal, París, Gallimard, 1997.

14Lynn Hunt, Margaret Jacob y Wijnand Mijnhardt, Le Livre qui a changé l’Europe. Cérémonies religieuses du monde de Bernard Picart et Jean-Frédéric Bernard, trad. de Syvie Kleiman-Lafon, Ginebra, Éditions Markus Heller, 2015.

15Carla Hesse, The Other Enlightenment. How French Women Became Modern, Princeton, Princeton University Press, 2001; Élisabeth Badinter, Émilie, Émilie. L’ambition féminine au XVIII e siècle, París, Flammarion, 1983; Paula Findlen, “Science as a Career in Enlightenment Italy. The Strategies of Laura Bassi”, Isis, vol. 84, nº 3, 1993, pp. 441-469; Huguette Krief y Valérie André (dirs.), Dictionnaire des femmes des Lumières, 2 vols., París, Honoré Champion, 2015.

16Anthony J. La Vopa, The Labor of the Mind. Intellect and Gender in Enlightenment Culture, Filadelfia, Pennsylvania University Press, 2017.

17Jorge Cañizares-Esguerra, “Whose Enlightenment Was it Anyway?”, How to Write the History of the New World. Histories, Epistemologies, and Identities in the Eighteenth-Century Atlantic World, Stanford, Stanford University Press, 2001, pp. 266-345.

18Anthony Pagden, The Enlightenment and Why it Still Matters, Oxford, Oxford University Press, 2015; Jonathan Israel, Radical Enlightenment. Philosophy and the Making of Modernity, 1650-1750, Oxford, Oxford University Press, 2001; John Robertson, The Case for the Enlightenment. Scotland and Naples, 1680-1760, Cambridge, Cambridge University Press, 2005; M. Jacob, The Enlightenment. A Brief History with Documents, Boston/Nueva York, St. Martin’s Press, 2001; Vincenzo Ferrone, Lezioni Illuministiche, Roma, Laterza, 2010.

19Dorinda Outram, The Enlightenment, Cambridge, Cambridge University Press, 1995 [trad. esp. de Victoria Schussheim, La Ilustración, México, Siglo xxi, 2009]; Thomas Munck, The Enlightenment. A Comparative Social History, 1721-1794, Londres/Nueva York, Arnold/Oxford University Press, 2000 [trad. esp. de Gonzalo García, Historia social de la Ilustración, Barcelona, Crítica, 2001]; Daniel Roche, La France des Lumières, París, Fayard, 1995; John Brewer, The Pleasures of Imagination. English Culture in the Eighteenth-Century, Londres, Harper Collins, 1997; Roger Chartier, Les Origines culturelles de la Révolution française, París, Seuil, 1990 [trad. esp. de Beatriz Lonne, Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orígenes culturales de la Revolución Francesa, Barcelona, Gedisa, 1995]; Pierre-Yves Beaurepaire, L’Europe des Lumières, París, puf, 2004 [trad. esp. La Europa de las Luces, Barcelona, Editorial Davinci Continental, 2009]; Arlette Farge, Dire et mal dire. L’opinion publique au xviiie siècle, París, Seuil, “La Librairie du xxie siècle”, 1992; Antoine Lilti, Le Monde des salons. Sociabilité et mondanité à Paris au xviiie siècle, París, Fayard, 2005; Stéphane Van Damme, À toutes voiles vers la vérité. Une autre histoire de la philosophie au temps des Lumières, París, Seuil, 2014.

20Daniel Roche, “Histoire de la France des Lumières”, conferencia inaugural en el Collège de France, 1999; R. Darnton, “George Washington’s False Teeth”, New York Review of Books, 27 de marzo de 1997, pp. 34-38; id., Pour les Lumières. Défense, illustration, méthode, trad. de Jean-François Baillon, Burdeos, Presses Universitaires de Bordeaux, 2002.

21Leo Strauss, “La philosophie et la loi”, Maïmonide, trad. y ed. de Rémy Brague, París, PUF, 1998; Pierre Bouretz, Lumières du Moyen Âge. Maïmonide philosophe, París, Gallimard, 2015; Vera Schwarcz, The Chinese Enlightenment. Intellectuals and the Legacy of the May Fourth Movement of 1919, Berkeley, University of California Press, 1986; Malek Chebel, Manifeste pour un Islam des Lumières, París, Fayard, 2004.

22Ernst Cassirer, La Philosophie des Lumières [1932], París, Fayard, 1966 [trad. esp. de Eugenio Ímaz, Filosofía de la Ilustración, México, fce, 2013].

23Alphonse Dupront, Qu’est-ce que les Lumières? [1962], París, Gallimard, 1996.

24Tzvetan Todorov, L’Esprit des Lumières, París, Robert Laffont, 2006 [trad. esp. de Noemí Sobregués, El espíritu de la Ilustración, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017] [traducción nuestra].

25A. Pagden, The Enlightenment and Why it Still Matters, p. VII.

26Yann Fauchois, Thierry Grillet y Tzvetan Todorov (dirs.), Lumières! Un héritage pour demain, París, BNF, 2006, contratapa que retoma algunos fragmentos del prefacio de Jean-Noël Jeanneney.

27Darrin McMahon, Enemies of the Enlightenment. The French Counter- Enlightenment and the Making of Modernity, Nueva York, Oxford University Press, 2001.

28Peter Gordon, Continental Divide. Cassirer, Heidegger, Davos, Cambridge, Harvard University Press, 2012; Adriano Viarengo, Franco Venturi, Politica e Storia nel Novecento, Roma, Carocci, 2014; Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, La Dialectique de la raison. Fragments philosophiques [1944], trad. de Éliane Kaufholz, París, Gallimard, 1983 [trad. esp. de Juan José Sánchez, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, Madrid, Editorial Trotta, 1994].

29No disponemos de una verdadera historia de la noción, con sus variaciones lingüísticas (Aufklärung, Enlightenment, Iluminismo, Ilustración, Lumières). Encontramos elementos importantes en James Schmidt, “Inventing the Enlightenment. Anti-Jacobins, British Hegelians, and the Oxford English Dictionary”, Journal of the History of Ideas, vol. 64, nº 3, 2003, pp. 421-443; Daniel Roche y Vincenzo Ferrone (dirs.), Le Monde des Lumières, París, Fayard, 1999, pp. 495-569; Giuseppe Ricuperati (dir.), Historiographie et usages des Lumières, Berlín, Berlin Verlag, 2002; Keith Michael Baker y Peter Hans Reill (dirs.), What’s Left of Enlightenment? A Postmodern Question, Stanford, Stanford University Press, 2003.

30George Benrekassa, Le Concentrique et l’Excentrique. Marges des Lumières, París, Payot, 1980, p. 13.

31Antoine Lilti, “Rabelais est-il notre contemporain? Histoire intellectuelle et herméneutique critique”, Revue d’histoire moderne et contemporaine, vol. 5, 2012, pp. 65-84.

32Acerca de la reflexividad ecológica, véase especialmente Fredrik Abritton Jonsson, Enlightenment’s Frontier. The Scottish Highlands and the Origins of Environmentalism, New Haven, Yale University Press, 2013; Richard Grove, Green Imperialism. Colonial Expansion, Tropical Island Edens and the Origins of Environmentalism, 1600-1860, Cambridge, Cambridge University Press, 1996, y Grégory Quenet, “Protéger le jardin d’Éden”, en Richard Grove, Les Îles du Paradis. L’invention de l’écologie aux colonies, 1660-1854, trad. de Mathias Lefèvre, París, La Découverte, 2013, pp. 77-120. Acerca de los debates alrededor de la economía política véase Jean-Claude Perrot, Une histoire intellectuelle de l’économie politique, XVII-XVIII e siècles, París, Ediciones de l’EHESS, 1992; Catherine Larrère, L’Invention de l’économie au XVIII e siècle, París, PUF, 1992; Steven L. Kaplan, Raisonner sur les blés. Essais sur les Lumières économiques, París, Fayard, 2017.

33Dan Edelstein, The Enlightenment. A Genealogy, Chicago, Chicago University Press, 2010; Céline Spector, “Les Lumières avant les Lumières: tribunal de la raison et opinion publique”, en Les Lumières, un héritage et une mission. Hommage à Jean Mondot, Burdeos, Presses Universitaires de Bordeaux, 2012, pp. 53-66; Dan Brewer, The Enlightenment Past. Reconstructing Eighteenth-Century French Thought, Nueva York, Cambridge University Press, 2008.

34Hans Blumenberg, “Licht als Metaphor der Wahrheit” [1957], traducción: “La lumière comme métaphore de la vérité”, en Martine Bouchier (dir.), Lumières, París, Ousia, 2003, pp. 201-230; Roland Mortier, “‘Lumière’ et ‘Lumières’” au xviie et au xviiie siècle”, Clartés et Ombres du siècle des Lumières, Ginebra, Droz, 1969, pp. 13-59.

35Jean-Marie Goulemot y Éric Walter, “Les centenaires de Voltaire et de Rousseau. Les deux lampions des Lumières”, en Pierre Nora (dir.), Les Lieux de mémoire, vol. I: La République, París, Gallimard, 1984, pp. 381-420; Jean-Marie Goulemot, Adieu les philosophes. Que reste-t-il des Lumières?, París, Seuil, 2001, pp. 76-85.

36Voltaire, Remarques sur l’histoire [1742], en Œuvres historiques, ed. de René Pomeau, París, Gallimard, 1957, p. 44 [traducción nuestra].

37Urs App, The Birth of Orientalism, Filadelfia, Pennsylvania University Press, 2010, pp. 15-76.

38Voltaire, Essai sur les mœurs et l’esprit des nations et sur les principaux faits de l’histoire depuis Charlemagne jusqu’à Louis XIII [1756], ed. de René Pomeau, París, Classiques Garnier, 1963, vol. i, p. 330 [trad. esp.: Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones y sobre los principales hechos de la historia, vol. vi, París, Librería Americana, 1827, p. 316].

39Voltaire, Essai sur les mœurs, p. 332 [ibid., vol. vii, p. 33].

40Voltaire, “Des conspirations contre les peuples, ou des proscriptions” [1766], que retomó en 1772 en Questions sur l’Encyclopédie (véase id., Œuvres complètes, ed. de Nicolas Cronk y Christiane Mervaud, vol. 40, Oxford, Voltaire Foundation, 2009, p. 216) [traducción nuestra].

41Voltaire, Candide [1759], en Romans et contes, ed. por René Pomeau, París, Flammarion, 1969, p. 222 [trad. esp. de María Teresa León, Cándido o el optimismo, Buenos Aires, Losada, 2005, p. 96].

42Claude-Adrien Helvétius, De l’esprit, París, Durand, 1758, p. 25 [trad. esp.: Del espíritu, Madrid, Editora Nacional, 1984, p. 124].

43Voltaire, Candide, p. 223 [ed. esp., p. 97].

44Para un enfoque medido de las posiciones de Voltaire y que toma nota de su evolución, véase Carlo Ginzburg, “Commerce et tolérance: Auerbach lit Voltaire”, Le Fil et les Traces. Vrai faux fictif, trad. de Martin Rueff, Lagrasse, Verdier, 2010, pp. 169-204.

45Jean Starobinski, “Le fusil à deux coups de Voltaire”, Le Remède dans le mal. Critique et légitimation de l’artifice au siècle des Lumières, París, Gallimard, 1989 [trad. esp. de José Luis Arántegui, Remedio en el mal, Madrid, Machado Libros, 2005].

46Kate Soper, “Feminism and Enlightenment Legacies”, en Barbara Taylor y Sarah Knott (dirs.), Women, Gender and Enlightenment, pp. 705-715; Olaudah Equiano, The Interesting Narrative of the Life of Olaudah Equiano, or Gustavus Vassa the African, Written by Himself, Londres, s.e., 1789; Srinivas Aravamudan, Tropicopolitans. Colonialism and Agency, 1688-1804, Durham, Duke University Press, 1999, pp. 233-288.

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