Introducción
Luis Alberto de Herrera (1873-1959) fue tal vez el líder más importante en la historia casi bicentenaria del Partido Nacional y uno de los dirigentes políticos más influyentes en el Uruguay del siglo XX. Lo fue incluso sin llegar a ocupar la presidencia de la República, cargo que ambicionó durante toda su vida y al que se candidateó en siete oportunidades sin éxito.1 Sin embargo, fue a partir de su extenso protagonismo político que se configuró la fracción hegemónica dentro del campo del nacionalismo durante casi todo el siglo pasado, con el interregno del “momento” del liderazgo de Wilson Ferreira Aldunate entre 1971 y 1988.2 Desde la primera elección de Herrera como presidente del Directorio de su partido en 1920 y su primera comparecencia como candidato presidencial del Partido Nacional en 1922, el herrerismo ha sido en efecto el sector mayoritario de ese partido y también la fuente de su matriz ideológica principal, por cierto que no sin controversias. No resulta entonces casual que su bisnieto, Luis Lacalle Pou, ocupe en la actualidad la presidencia de la República de Uruguay, que asumió el 1º de marzo de 2020, al frente de la llamada “Coalición Multicolor”.
Si bien Luis Alberto de Herrera no fue el que inició la proyección política de su saga familiar en el Uruguay y en el Río de la Plata,3 fue sin duda el que construyó el “herrerismo” como grupo político (siempre dentro del Partido Nacional aunque con ramificaciones connotadas que derivaron hacia otras tiendas)4 y como corriente ideológica, que llegó a trascender también en su protagonismo intelectual en el campo historiográfico.5 Pudo hacerlo porque a su condición de militante político sumó con especial destaque la de intelectual y “hombre de ideas”, con una larga obra como “ideólogo”, doctrinario, historiador, ensayista, periodista y estudioso de las relaciones internacionales.6 De ese modo, su estudio restringido como dirigente político no resulta el más adecuado y no alcanza para aquilatar la integralidad de su influencia. Aunque se ufanaba de ser pragmático y de rechazar todo academicismo, su dimensión intelectual fue consistente. Esta circunstancia resulta tan evidente que, en forma reiterada, figuras que incluso no militaron en su partido o que lo hicieron de manera fugaz y episódica, han referido la existencia de un “herrerismo intelectual” -tal vez genérico pero efectivo- cuya influencia alcanzó límites expandidos.7
En el presente artículo se apunta a identificar las notas fundamentales de lo que llamaremos el “primer herrerismo”, cuya configuración se ubicará entre los comienzos de la militancia política de Herrera (que puede datarse en 1892, antes de cumplir los 20 años, en ocasión de su primer discurso público registrado, que fue en homenaje a Leandro Alem en representación de los estudiantes universitarios de Montevideo) y el año 1925, en el que obtuvo uno de sus escasos triunfos electorales que lo llevó a desempeñar la presidencia del Consejo Nacional de Administración.8 Esta referencia a un “primer herrerismo fundacional” resulta especialmente relevante a nuestro juicio. Por lo general se ha omitido esta identificación, lo que dificulta aquilatar los cambios coyunturales y las continuidades de más largo aliento en su trayectoria. Asimismo, la consideración de la coyuntura internacional y nacional en la que esa síntesis primera de su pensamiento se construyó aporta elementos interpretativos importantes para comprender la matriz ideológica de Herrera, sus bases intelectuales así como la evolución de algunos de sus itinerarios posteriores.
El “primer herrerismo” y su urdimbre intelectual
Las tres notas definitorias que se destacaron en esa construcción inicial del herrerismo fueron a nuestro juicio: el “liberalismo conservador antijacobino”, su visión sobre lo que entendía debían ser los fundamentos de una inserción internacional “realista” para el Uruguay de la época (que venía a sumarse a su nacionalismo de origen) y su perspectiva “ruralista”. En esta primera construcción ideológica, debe enfatizarse que las definiciones políticas e intelectuales de Herrera tendieron a converger en relación directa con la interpretación que él mismo otorgó a la coyuntura internacional y nacional que por entonces vivía. Esas tres orientaciones fundamentales coinciden precisamente con la publicación en el mismo período de tres de sus obras principales: La Revolución Francesa y Sudamérica (1910), El Uruguay Internacional (1912) y La encuesta rural (1920), las dos primeras escritas en Francia y la última a su retorno al país y ya plenamente instalado en la lucha política interna.9 Estas tres obras, realmente claves -tal vez las más importantes en perspectiva ideológica- en el pensamiento y en la praxis política de Herrera, curiosamente suelen analizarse por separado, en relación con los temas específicos que cada una de ellas aborda. A nuestro juicio, esa vía compartimentada de análisis no es la mejor. Las tres obras conforman un corpus conjunto, no casualmente definido en una coyuntura histórica específica, que solo puede entenderse a cabalidad si se articulan sus principales definiciones en una construcción coherente y vinculada en forma estrecha. En ese sentido, y a partir de este señalamiento, la presentación de una síntesis de este “primer herrerismo” adquiere gravitación política e historiográfica.
Forjador de una de las “dinastías” políticas más gravitantes en el republicano Uruguay, como se ha señalado, su rol debe ser considerado con atención en los campos de la “historia intelectual” y de la “historia de las ideas”, tanto en referencia a su país de “origen y vocación”, como también a la red más difusa pero sin duda existente -como se ha referido de manera sucinta en la nota 5- de sus interlocutores en la cuenca del Río de la Plata (eje de su visión geopolítica) y aun más allá, en un ejercicio prolongado que promovió con ahínco. Ideólogo del “liberalismo conservador” y antijacobino militante desde su indisimulada preferencia por la matriz anglosajona, en especial en relación a su admirado Burke,10 fue también portador de una especial preocupación por proyectar desde una perspectiva “realista” los fundamentos de la política exterior uruguaya, historiador revisionista, ensayista y militante gremial del ruralismo, periodista político, en una vida que fue larga pero sobre todo especialmente intensa. El acervo de su frondoso archivo personal pone en evidencia una actividad casi frenética, sustentada en un vitalismo que no decayó ni siquiera ante la vejez.
En relación a su definición como “liberal” y “conservador”, el propio Herrera nunca rehuyó definirse como perteneciente “a las clases conservadoras” y como un “liberal antijacobino”, posturas fuertemente articuladas entre sí, que reiteró en forma insistente como una síntesis de “autodefinición”, sobre todo en los comienzos de su vida política. La vasta historiografía sobre el herrerismo, incluso la de historiadores de su propio partido, ha coincidido de manera general con este registro.11 Esta autodefinición de Herrera se asentó casi siempre en la afirmación orgullosa de un “liberalismo conservador” que ostentó siempre como la contracara del batllismo, su adversario de todas las horas. En ese sentido, puede señalarse a nuestro juicio que así como José Batlle y Ordóñez (1856-1929) se constituyó en el líder más representativo del “republicanismo solidarista”, Herrera supo configurarse como su principal contendiente en tanto cabeza del “liberalismo conservador” o “individualista”, precisamente las dos grandes familias ideológicas que han matrizado los pleitos fundamentales de la política uruguaya durante el siglo XX.12
El liberalismo conservador del primer Herrera fue antes que nada “hijo de su tiempo”. Hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, la articulación entre liberalismo y conservadorismo, que muchos podrían registrar como un oxímoron, resultaba una definición fuertemente referida a las ideas de Burke y en menor grado a las de Tocqueville. Por una parte, desde la lectura apasionada de Burke, Herrera asumió como propias las características liberales del conservadorismo anglosajón. Asimismo, en relación a su experiencia francesa, de vida y de lecturas, así como a la visión sobre la Europa continental que observaba con atención, en él podían converger en la misma dirección su vivo rechazo al desborde jacobino en que había devenido la Revolución Francesa con una visión fuertemente “anti igualitarista”, que tendía a fundar la libertad en una suerte de naturalización de la desigualdad.13 Su desconfianza en el doctrinarismo abstracto y su muy fuerte recelo a la perspectiva de un pueblo desbordado por la acción política que deviniera en “turba”, lo hacían adherir a la escuela más crítica de la revolución, con Taine a la cabeza.
Desde su profundo rechazo al “canon revolucionario” de la historia europea y sobre todo francesa que pudo analizar con minuciosidad desde París entre 1908 y 1912, fue entonces su “antijacobinismo” la argamasa más firme para vincular liberalismo y conservadorismo. También esa visión pudo proyectarse rápidamente en una clara adhesión a la economía capitalista, a las bondades del mercado y a la primacía del individuo frente al Estado. En la misma perspectiva, las previas de la Gran Guerra que pudo observar con atención y preocupación profundizaron su nacionalismo de origen y sobre todo su realismo geopolítico, avivado tanto por lo que veía en una Europa convulsionada como por las circunstancias adversas que el pequeño Uruguay vivía por entonces -y desde hacía décadas- en su difícil radicación en la cuenca del Plata.14 Finalmente, la orientación ruralista le venía no solo de sus orígenes sociales sino de la convicción en que ese era el instrumento fundamental para replicar al “jacobinismo uruguayo”, que en su concepto representaba mejor que nadie el batllismo de José Batlle y Ordóñez, tan estatista como urbano y de soportes filosóficos idealistas, peligrosamente igualitarista y con desdén manifiesto a las jerarquías.
Esa matriz inicial que combinaba “liberalismo conservador” y “antijacobinismo”, nacionalismo y realismo geopolítico, con ruralismo, convergieron en Herrera desde un basamento intelectual consistente pero muy operativo, distante por definición de toda postulación esencialista o doctrinaria.15 También habilitó en él una cierta disponibilidad a ciertos “autoritarismos virtuosos” en momentos críticos. Esta última anotación ayuda a explicar su preferencia por los “andadores monárquicos” frente a “repúblicas radicales o jacobinas”, su admiración por el rol histórico de Porfirio Díaz en México o por lo que hacia 1912 juzgaba como el “momento cúspide” de Alemania y de su espíritu de rigor y disciplina.16 Esto último haría más comprensible, como se verá, su discreta germanofilia durante la guerra que se avecinaba.
En el mismo sentido, aunque como se ha anotado siempre se reivindicó como “un buen y tranquilo liberal”,17 años después no vacilaría en apoyar de manera protagónica el “golpe de Estado” del entonces presidente Gabriel Terra en 1933,18 ni ocultaría sus simpatías por el franquismo y el fascismo.19 Durante la segunda Guerra Mundial llegó a ser acusado por sus detractores de “nazi fascista”, aunque a menudo esa etiqueta, devastadora en un país tan “aliadófilo” como el Uruguay de entonces, encubrió el rechazo a su militante postura “neutralista”, en tiempos en que al menos en dos instancias (en 1940 y en 1944), los Estados Unidos soñaron con establecer bases militares en el territorio del país.20
La política como vocación
Como se ha señalado, los Herrera provenían del viejo “patriciado” en un país joven, como ha dicho Carlos Real de Azúa.21 Los rasgos definidores de esa “raíz” eran políticamente liberales “a la inglesa” y socialmente conservadores. Venía de una cuna doctoral, anticaudillista por antonomasia, aunque terminó siendo “caudillo civil” e “hijo de multitud” dentro de su partido. Esto último no opacó una muy fuerte conciencia patricia y de jerarquía social. Ya había sido revolucionario acompañando a Aparicio Saravia en 1897 y 1904, diplomático uruguayo entre 1902 y 1903 ante los Estados Unidos y Canadá, electo en 1905 para integrar la Cámara de Representantes, durísimo opositor a Batlle y Ordóñez durante su primera presidencia, escritor de libros y folletos sobre sus temas favoritos -historia, política, diplomacia-, periodista siempre, cuando en 1908 se casa con Margarita Uriarte, viuda de Heber Jackson. Es entonces que viaja varias veces a Europa, y reside principalmente en París entre 1908 y 1912. Allí publica sus libros ya referidos de La Revolución Francesa y Sudamérica (en español en 1910 y en francés en 1912) y El Uruguay internacional (1912). Esa fuerte experiencia internacional, primero como diplomático en Norteamérica y luego como activo observador en Europa, pudo aterrizar de inmediato en el marco de su retorno a la militancia política en su país. Vuelve a la Cámara de diputados en 1914. Participa activamente en la campaña previa a la elección decisiva del 30 de julio de 1916 para elegir a los integrantes de la Asamblea Nacional Constituyente, instancia en la que el Partido Nacional y los colorados anticolegialistas logran una resonante victoria sobre el batllismo, en comicios que, además de promover la democracia política en el país, significaron un auténtico plebiscito sobre los proyectos reformistas desplegados durante los años anteriores.22
En 1920 dos hechos marcan un momento decisivo en su trayectoria: en marzo hace pública La encuesta rural, estudio sobre las condiciones del medio agropecuario y de su población más humilde, propuesto por él y respaldado por unanimidad en el consejo directivo de la Federación Rural el año anterior, al tiempo que en mayo es electo por primera vez presidente del Directorio del Partido Nacional. Lo primero venía a coronar una fuerte militancia como gremialista ganadero y ruralista, entre cuyos hitos había destacado su rol principal en la fundación de la Federación Rural en diciembre de 1915, en plena arremetida de los sectores conservadores y empresariales contra el batllismo. Lo segundo no solo confirmaba su ascenso vertiginoso -y también disputado, como se verá- en la interna partidaria, sino que también perfiló las señales de un liderazgo modernizador de nuevo tipo, orientado a encabezar las luchas electorales de un partido de masas, con proyección nacional tanto ciudadana como rural.
Afirmado en un nuevo estilo, con una gran hiperactividad y un “sentido lúdico de la política”, una oratoria mimética que podía combinar ideas, humor y giros de imprevisibilidad, desde una confrontación irreductible con Batlle y Ordóñez y una conducción personalista y a menudo ortodoxa de su partido, Herrera pudo confirmar nuevamente una hegemonía desde el inicio contestada dentro de su colectividad política. Su primacía fue ratificada en las elecciones internas que debió disputar en 1922 contra los “lussichistas”, el grupo doctoral que rechazaba su personalismo, en muchos aspectos renovador pero finalmente caudillesco. Ese mismo año fue por primera vez candidato a la presidencia de la República por el Partido Nacional, que perdió con el candidato colorado José Serrato aunque obtuvo una gran votación. En las primeras elecciones directas a la presidencia, en el marco de la nueva Constitución, vigente desde marzo de 1919, el Partido Nacional con Herrera de candidato obtenía un guarismo histórico de casi el 47% de los sufragios.
Durante esos años la primera confirmación del “herrerismo” y del propio Herrera estuvo signada por varios procesos relevantes. Fue un auténtico “agitador” de los sectores empresariales en general y de los productores ganaderos en particular, en procura de lograr su definitiva inserción en la lucha política partidaria, integrándolos al Partido Nacional o para que al menos engrosaran las filas del ala derecha del Partido Colorado, los “riveristas” antibatllistas liderados por Pedro Manini Ríos.23 En ese marco resistió fuertemente la iniciativa liderada por ciertos círculos empresariales para constituir un “partido empresista”, al que llamaron “Unión Democrática”, en 1919, en procura de obtener representación directa en el Parlamento para defender sus intereses y su agenda. Luego de una campaña muy costosa, el novel partido culminó su experiencia con una contundente derrota.24
La incorporación tardía de los empresarios en la política partidaria y la articulación práctica de los partidos tradicionales (en realidad de sus derechas) con las cámaras empresariales ya era un objetivo especialmente importante para Herrera. Gremialista agropecuario y ruralista desde la primera hora, su proyecto político tenía allí uno de sus núcleos fundamentales. Reiteraba sobre el particular en su libro “Una etapa”, publicado en 1923:
Pesando mis palabras, defino al estanciero moderno como el más eficiente agente de progreso que posee la República […]. Nunca vi, en ningún país y en ningún ambiente, mejores y más desinteresados profesores de energía. Al aire quedan los afiebrados doctrinarismos, esgrimidos como cuchillos para herir. […]. Hay que contestar a las doctrinas subversivas […] yendo al pueblo […]. Obra honesta, obra benemérita, obra cristiana, es mezclarse con las masas, allegarles calor, incitarles al altruismo, brindarles cariño. […] 1923 es la consecuencia directa de 1916.25
Esa tensión fundamental entre los “estancieros modernos” y el “pueblo”, si bien provenía de Burke y de sus muchas lecturas, derivaba sin duda de todo un aprendizaje político directo vinculado con las exigencias de la competencia electoral. Dos años después, retomada la presidencia del Directorio nacionalista, en el marco de la consolidación de la transición política iniciada con la nueva Constitución de 1919 y completada con las leyes electorales de 1924 y 1925,26 el Partido Nacional gana las elecciones de febrero de 1925, aprovechando el voto fuera del lema colorado de los “vieristas”.27 Luis Alberto de Herrera se convertía en el presidente del Consejo Nacional de Administración, con lo cual acercaba como nunca antes a su partido a los umbrales de obtener las mayorías del gobierno en un proceso que, sin embargo, luego se vería frustrado.28 La primera configuración del herrerismo, tanto en lo político como en su dimensión más intelectual, podía ser reconocida plenamente.
Liberalismo conservador y antijacobinismo
Como se ha señalado, este “primer herrerismo” se construyó a partir de la defensa de un proyecto político e ideológico muy claro, identificado en especial con ciertos núcleos fundamentales. El liberalismo conservador y antijacobino constituía el corazón de la propuesta. No casualmente, su gran libro doctrinario en la materia versó sobre la revolución francesa y sus impactos -a su juicio “perturbadores”- para América del Sur. Lo escribió y publicó en París, como se ha visto, pero en todo momento su visión ya estaba focalizada en la confrontación directa de lo que él consideraba el “jacobinismo uruguayo”, el batllismo.
En su libro titulado Herrera. La revolución del orden. Discursos y prácticas políticas. (1897-1929),29 que recoge parte de su tesis de doctorado en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, la historiadora uruguaya Laura Reali ha realizado un detallado y profundo estudio sobre el libro La Revolución Francesa y Sudamérica, que incluye entre otros aspectos sus “condiciones de producción”. Así se puede registrar que la primera edición del texto fue publicada en París en 1910 por la editorial Paul Dupont. En 1912 apareció una segunda edición del libro en francés, publicada por Bernard Grasset, con un prólogo del traductor Sebastián G. Etchebarne. Esta segunda versión en francés, si bien no alteró las ideas fundamentales de la obra de Herrera, incorporó algunos ajustes formales y ciertos agregados menores.30
Más allá de las primeras reacciones que generó en el momento de su edición en Francia, con el tiempo este libro adquirió el carácter de obra doctrinaria por excelencia de Herrera, con una gran influencia ideológica sobre sus seguidores.31 El primer núcleo de su contenido fundamental fue un fervoroso “antijacobinismo” proyectado en términos de “antirrepublicanismo” “a la francesa”, expandido a su juicio por todo el continente sudamericano como “plagio pernicioso”.
América Latina no estaba preparada para el desposorio republicano. […] Porque el pueblo efectivo, hábil, capaz de derechos y deberes republicanos era una metáfora en nuestro continente. […] Todavía bajo el ardor de la dura brega, […] nuestros padres se entregaron ciegos, seducidos, deslumbrados, a los dogmas delirantes de la Revolución Francesa.32
Para Herrera, con un pueblo “oscuro y amorfo” y sin la indispensable “moderación liberal”, el “error de la copia” profundizaba todos los males.
¿Podían las entrañas de América dar fruto superior al caudillaje? […] ¿Acaso el delirio avanzado del sufragio universal, de la igualdad absoluta y de la democracia pura no aumentaban la intensidad del mal orgánico, por el hecho de escudar en teorías a una gran fuerza imperfecta? 33
Ya desde el vamos Herrera afincaba buena parte del perjuicio en la emulación sudamericana de una visión equivocada sobre la libertad, afirmando con Constant y con Renan, entre otras muchas referencias que citaba de manera torrencial,34 la supremacía de la “libertad moderna” frente a la “libertad antigua” o de las “repúblicas de la Edad Media”.
La libertad política -decía- es incompatible con las enormidades doctrinarias de la Revolución Francesa, que la identifican con las más abusivas prerrogativas individuales. […] Como consecuencia […] de tan perniciosa sugestión destaca el concepto errado que poseemos de la libertad. Entre el modelo que de ella ofrecen las sociedades anglosajonas y sus parecidos, y el modelo surgido del drama de 1789, optamos por este último.35
En esa dirección, sus diatribas en torno a la noción de “pueblo” y de sus “realidades sudamericanas”, en un símil con las “masas jacobinas” de la revolución, se suceden de modo casi interminable a lo largo de toda la obra: “populacho”, “turba”, gente proveniente del “indio, corajudo y resignado, pero inepto” y del “negro, importado como ser inferior”, “masas informes, en su mayor parte compuestas de mestizos”, “plebe dictadora”, “borrasca”, “muchedumbres contradictorias”, “multitudes ingenuas”, “juventudes tropicales”, entre otras muchas. Tanto la falta de ese “grillete de la realidad” como el espíritu demagógico en la visión de las sociedades, “las que eran, no las que debían ser”, habían abonado para Herrera el camino para la adopción acrítica del “igualitarismo jacobino” en América. Ante semejante desenlace, como se anticipara, para él hubiera sido incluso preferible un “andador monárquico” transitorio antes que esa “copia servil […] de los principios de la Revolución Francesa […] para atenuar el vuelo de nuestros defectos anárquicos y antisociales”.36
Herrera apuntaba ante todo a una reivindicación de la matriz anglosajona y de su cultura política sobre las ideas predominantes de la influencia francesa en América del Sur, con particular énfasis en el Uruguay. “La mistificación democrática de Sudamérica viene de aquella semilla exótica. En el culto de las instituciones libres, mucho más que 1789, representan las fechas anteriores de 1688 en Inglaterra y 1776 en América del Norte.” 37 En ese marco tan nítido de sus preferencias, sus cargas sobre la herencia de la revolución en Sudamérica eran enormes:
La Revolución Francesa nos ha arrancado la risa de los labios, esa sana y hermosa risa que ilumina el rostro del anglosajón […]. También de ella deriva el odio de clases. La Revolución Francesa rompe todas las normas morales de la sociedad a título filosófico o anárquico. […] Los absolutismos igualitarios de 1789 atacaron en su base el concepto de la disciplina social.38
Aunque su interpretación se inscribía en la discusión historiográfica ya clásica sobre la revolución, alineado sin reservas con la “escuela conservadora” y con Taine como el “príncipe de los historiadores contemporáneos”,39 el núcleo principal de las preocupaciones de Herrera radicaba en su rechazo visceral a la “Francia política”, no solo durante la revolución sino también en períodos más contemporáneos.40 No se trataba en este punto solo de su preferencia por Inglaterra, Norteamérica y sus “primos” anglosajones. También eran preferibles “el pueblo alemán en la cúspide de la prosperidad material y moral”,41 “la maravillosa resurrección de Italia”, “las libertades suizas, holandesas y belgas”. Concluía Herrera desde su atalaya parisina, apenas cuatro años antes del estallido de la Gran Guerra: “En resumen, puede afirmarse que Francia es el país más enfermo de toda Europa”.42
Aunque declarando su temor a “ser considerado reaccionario”, aclaraba que el problema no era “la cultura francesa” en sus perfiles generales sino su influencia política en “el problema republicano” de Sudamérica. De allí que su denuncia radical sobre el “engaño” del continente se afirmaba en su “compra” de los radicalismos jacobinos, asentados en una visión rupturista del suceder histórico y en una perspectiva antitradicionalista que odiaba:
Aquí se intenta triunfar contra el pasado, retándolo a desafío, como a un gran delincuente, y despertando a las generaciones desaparecidas, para enjuiciarlas. […] Destruir todo para reconstruirlo de otra manera. Sólo la teoría pura, el ensayo inductivo, clamoroso y apasionado, de todos los radicalismos […].43
De esta “hipérbole sudamericana”, a su juicio, podían resultar excepciones Chile y el Brasil, “salvados del derrumbamiento, aquel, por su organización aristocrática, y este, por el amparo que le prestara la monarquía constitucional”. Tal vez podía aspirar a disimular esos rasgos también la Argentina, “por la fiebre de los negocios”. Pero resultaba prístino que el país sudamericano que menos se salvaba en su visión de este “contagio” maldito era el Uruguay, pese a su admirado Artigas y con la principal responsabilidad de su enemigo dialéctico, el batllismo. Aunque no lo nombrase en forma directa, su acusación contra “los engendros legislativos”, el “simulacro de los comicios”, el “triunfo canónico en las urnas de las policías sobre los ciudadanos”, “el destierro de los Cristos”, “la persecución de las creencias”, “la pretensión de perturbar la marcha moral del mundo con nuestras ideas”, “la demagogia debilitante de la patria”, entre otras, tenían un destinatario muy claro y directo: el reformismo de José Batlle y Ordóñez. La acusación de “jacobinismo” en relación con el batllismo ya había estado muy presente en la polémica entre José Enrique Rodó y Pedro Díaz en 1906, a propósito del retiro de los crucifijos de los hospitales públicos. En su obra doctrinaria de 1910, a Herrera le venía muy bien esa metáfora para encarnar en clave uruguaya la alteridad radical de su visión liberal conservadora.
El “Uruguay internacional”
Una de las particularidades del pensamiento de Herrera fue desde el comienzo su esfuerzo por inscribir sus reflexiones políticas y doctrinarias en el marco de una visión nacionalista y con proyección geopolítica. Para él resultaba indispensable inscribir al Uruguay en su región, la cuenca platense, pero sobre todo a partir de su ubicación entre los gigantes vecinos del Brasil y la Argentina. Esa temprana vocación internacionalista y regionalista le venía sin duda de su padre, canciller y diplomático uruguayo en los tiempos decisivos de la Guerra de la Triple Alianza. La había nutrido también en su propia actividad diplomática en Norteamérica, así como en el rumbo elegido para su labor historiográfica.44 Como ha señalado su nieto Luis Alberto Lacalle Herrera en el prólogo a una de las reediciones de El Uruguay internacional, este libro era “hermano” de su reflexión doctrinaria sobre la revolución francesa, los dos publicados por primera vez en París con apenas un bienio de diferencia. Una vez más se pone de manifiesto la relevancia del registro más sistemático de este “primer herrerismo”.
Como se ha anotado, el contexto internacional y regional en el que se publicaba el libro resultaba especialmente inquietante. No era solo el incremento de la situación prebélica en Europa, que terminaría estallando en 1914 y que él observaba de manera paradójica desde Francia pero con un fuerte recelo antifrancés.45 Sin duda lo que preocupaba más a Herrera por entonces era lo que él interpretaba como una situación de peligro real para la independencia uruguaya, amenazada por la llamada “doctrina Zeballos”.46 Esta remitía a las ideas y la acción del excanciller argentino, que había impulsado su teoría de Uruguay como país de “costa seca”, en procura de obtener para la Argentina el dominio total de las aguas de los ríos fronterizos de la Plata y Uruguay. En aquella coyuntura especial, todos los viejos principios de la política exterior uruguaya del siglo XIX venían a ponerse en juego: el manejo sabio de la condición de “Estado frontera” entre la Argentina y el Brasil, la afirmación del interés nacional como objetivo superior, el carácter imperioso de una visión profundamente “realista” en el manejo de los asuntos internacionales, la primacía del Derecho Internacional y de la adhesión a la Comunidad Internacional sobre el espacio de la política en los vínculos con el Uruguay y el mundo, la relevancia de la vieja “lucha de puertos” y de la “cuestión de las aguas” en las complejas relaciones bilaterales con la Argentina, el asunto de la defensa de las fronteras y de la independencia nacional como temas cruciales, entre otros.47
A partir del recuerdo preciso de lo ocurrido algunas décadas antes con el Paraguay y Bolivia, Herrera citaba al escritor y comerciante inglés lord William Henry Koebel para afirmar con él que Uruguay estaba “sandwiched -oprimido- por los grandes territorios de Argentina y Brasil”. A partir de esa premisa, recordaba que el país había sido “campo de batalla y de intriga de sus grandes vecinos”, en lo que radicaba a su juicio “la razón madre de los pasados infortunios: la injerencia de los limítrofes en la vida nacional y la alianza de nuestros partidos con esos limítrofes”. Por ello desconfiaba por principio de la invocación de “fraternidad” o de los legados de una “historia común” en relación a los vecinos, reafirmando que el “culto vigoroso del patriotismo, […] superior a los partidos, […] sin güelfos ni gibelinos, con historia común”, era el único soporte posible para la independencia y para la idea de nación de un país como el Uruguay. Desde las referencias de la historia y desde su nacionalismo raigal, Herrera no vacilaba en afirmar incluso que esa independencia se había construido “a pesar de Argentina y a pesar de Brasil”.48
Como en todo “país pequeño”, la experiencia internacional -en la que destacaba por distintos motivos los casos de Suiza, Polonia y Bélgica en Europa o de la misma Cuba en el Caribe- indicaba que el Uruguay no podía permitirse “negligencias” ni “ingenuidades” en su política exterior, en especial en relación a sus gigantes vecinos. “Como en los negocios, en asuntos internacionales decide poco el argumento de la mutua afección. Por lo demás, el abrazo de las naciones fuertes, aunque exprese un cariño, puede sofocar.” 49 La visión de la Argentina y el Brasil -el “segundo círculo” luego del “interés nacional”, dentro de su visión geopolítica de los “círculos concéntricos”- aparecía en su perspectiva de análisis muy condicionada a la coyuntura de entonces. El impacto positivo del Tratado con Brasil de 1909 para la rectificación de límites en el río Yaguarón y la laguna Merim, así como la acción amistosa para con Uruguay del Barón de Río Branco en los años anteriores, contrastaban fuertemente con las heridas dejadas por los conflictos generados especialmente en 1908 por el canciller argentino Estanislao Zeballos.50
Si bien ello condicionaba el carácter rotundo de los juicios, no modificaba en su núcleo la visión geopolítica de Herrera sobre cómo actuar frente a sus vecinos.
Todo asegura que el Uruguay quedará cada día más rezagado con respecto a sus fronterizos. […] Los pueblos dignos de vivir deben aprender a cuidarse en vez de reclamar de sus fronterizos regalos de misericordias. […] Ya es hora de que nos curemos de entusiasmos tendenciosos y frágiles […]. Ni brasileños, ni argentinos, tanto en los hechos como en el pensamiento. 51
En su visión sobre el resto de América Latina sin duda destacaba su compromiso particular con el Paraguay, “aquel país tan hermano del nuestro por la identidad de destinos”, con el que mantendría siempre una relación de fraternidad proverbial.52 Sin embargo, en su obra de 1912 destacaban muy especialmente sus juicios sobre México, en los que volvía a mostrarse en toda su dimensión de antijacobino y liberal conservador, incluso con cierta disponibilidad al autoritarismo, como en La Revolución Francesa y Sudamérica. Desde el recuerdo de su primera visita a México, Herrera se sentía obligado a no disimular sus muy polémicas opiniones sobre aquella sociedad:
Bien definidos están los matices: una clase dirigente, valiosísima como no la hay mejor en este continente […], y la masa del pueblo, inferior, sofocante, integrada por indios mansos, ajenos en absoluto a la cultura cívica. Empeora el problema la ausencia de inmigración. De manera que no existe la esperanza de que la sangre indígena se diluya en venas europeas, mejorando. […] ¿Cómo fundar democracia efectiva con elemento social tan deficiente, incapaz, por razones orgánicas […]? Inútil dar sufragio a individuos petrificados en el atraso moral […].
Desde ese duro diagnóstico hacía fundar su elogio a Porfirio Díaz, la pena por su renuncia y su “terror” ante el futuro de la revolución desatada en 1910.
Indispensable el porfirismo para salvar a la república y la independencia. […] Difícil procesar […] la reacción, también comprensible, que provocó la renuncia del viejo guía […], el incendio de la guerra civil, pavorosa, interminable. […] Dos años lleva ya de auge la anarquía sangrienta. Mientras tanto, el peligro americano crece.53
Si su visión apocalíptica sobre México podía dejar enseñanzas al Uruguay, una primera convicción, realimentada por la coyuntura de los conflictos recientes, se orientaba a la “cuestión de las aguas” y su proyección natural a la “lucha de puertos” con la Argentina, en la que siempre había que luchar por estar “libre del yugo aduanero”. A partir de la relevancia estratégica que le otorgaba al estuario del Río de la Plata, Herrera no vacilaba a la hora de sostener que la independencia uruguaya hundía “sus mejores raíces en las aguas platinas” y que “la cabeza de la nación descansa junto al mar”. Tampoco dudaba en prevenir que “se tuviera a (la isla) Martín García por un Gibraltar”, recordando la aseveración de Mitre, que ya había advertido que allí estaba “la llave del Río de la Plata”. “Somos tan dueños del Río de la Plata como el otro ribereño y, si lo olvidáramos así, las voces triples del interés, del porvenir y de la historia, nos llamarían a cuenta de responsabilidades.” 54
Desde ese nacionalismo afirmado y organicista, que concebía a un Uruguay sin derecho a compartir el “río madre” como “un cuerpo sin piernas”, Herrera salía a reafirmar la necesidad de combinar una diplomacia realista con una defensa militar efectiva, que a su juicio debía sustentarse en la aplicación del servicio militar obligatorio.55 Desde el rescate de una tradición de diplomacia constante y de “pueblo de soldados”, planteaba esa simbiosis a su juicio indispensable.
Es indudable que los uruguayos necesitan imponerse una aspiración diplomática, servirla en todo instante o inculcarla en el pensamiento común, por encima de sectarismos y mande quien mande. […] Fomentemos los orientales nuestra riqueza, apresuremos la cultura espiritual de nuestro pueblo y venga, sin demora, el servicio militar obligatorio.56
En la misma dirección, nuevamente desde la clave conceptual de cómo “ser nacionalista” y “realista” desde un “pequeño pueblo”, en su visión el Uruguay debía tener en la “concordia” interior la “piedra angular” de su política exterior. Esto implicaba promover en los temas que alertaban al “patriotismo” y al “nacionalismo” el renunciamiento a “las pasiones de partido” y a “los antagonismos de fracción”. Aunque también para Herrera, ruralista desde siempre, como veremos, esa fuerza “moral” necesaria tal vez alcanzara su máxima virtud desde “una democracia rural”, utilizando el ejemplo del juicio frecuente que por entonces obtenía Bulgaria en Europa. “Nuestras hermosas muchedumbres campesinas, con tanta injusticia desdeñadas por la presuntuosidad urbana, caben dentro de esa definición honrosa. También aquí los hijos del campo son riñón de la patria.” 57
Desde esa apelación nacionalista de base ruralista, Herrera no dejaba de invocar a Artigas y su propuesta confederal, aunque lo hacía “padre de la nacionalidad” del Uruguay y símbolo de la lucha contra el centralismo de Buenos Aires:
El nudo de nuestra historia lo ata el artiguismo. Esa tradición no llena solo páginas de nuestro pasado, esa tradición es la patria misma. […] Amplia razón asiste a la unitaria Buenos Aires para ver un Anti Cristo en el jefe nato de las provincias rebeldes a su yugo.58
La visión internacional de Herrera se completaba con la perspectiva geopolítica que le generaba el posicionamiento del Uruguay en relación a las grandes potencias mundiales. También en este aspecto sus claras preferencias se orientaban hacia el mundo anglosajón. En primer término sobresalía su invocación del rol benéfico del Imperio Británico para el Uruguay, desde la mediación de lord Ponsonby hasta los vínculos comerciales y las inversiones inglesas de décadas anteriores. En relación a los Estados Unidos, sin embargo, su visión resultaba más dual. Por un lado, no trepidaba en denunciar su creciente orientación “imperialista”, que ilustraba marcando las enormes diferencias que separaban a Franklin (“enviado sereno de una humildad republicana”) del “imperialista presidente Roosevelt, victimario de pueblos y apóstol de la política del big-stick […] cernida sobre los organismos débiles de nuestro hemisferio”.59 Sin embargo, también se mostraba convencido de la importancia para los intereses nacionales de tener el respaldo “cordial” del “gigante del norte” en la región.
Para el Uruguay reviste excepcional importancia la amistad de aquella gran potencia. Una simple insinuación de Estados Unidos llamaría al orden a cualquiera de los vecinos que alentara, a nuestro respecto, veleidades enfáticas. Pero, ¿y su imperialismo, se dirá? también ¿Acaso Argentina no lo gasta mucho más inquietante para nosotros y acera por medio? Ningún interés apremiante llama aquí al coloso, demasiado atareado con sus degluciones en el otro trópico.60
Esta clave de geopolítica pragmática podía articularse bien con su liberalismo conservador y con su nacionalismo. Implicaba asimismo una visión contrastante respecto a la política mucho más “idealista” y cerradamente panamericanista del Partido Colorado en su conjunto, incluso del batllismo. 61
Ruralismo militante
Todas estas ideas, presentes en sus dos grandes obras parisinas, también podían asociarse sin mayores contradicciones con su fuerte certeza sobre el “destino rural” del Uruguay, fundamento de sus definiciones ruralistas. La centralidad del conflicto campo-ciudad se había profundizado en el Uruguay del 900. La llegada al gobierno del batllismo, con sus propuestas de reforma rural (el aumento del impuesto territorial desde las ideas georgistas, el proyecto de recuperación de las tierras fiscales para su posterior redistribución, los planes de colonización orientados fundamentalmente a los inmigrantes), habían hecho resurgir entre los ganaderos -y Herrera lo era- el temor ante lo que preveían como “políticas confiscatorias” o la expansión del “igualitarismo comunista” al “tranquilo” medio rural. Para frenar las reformas resultaba indispensable la organización gremial y política de los productores, así como una propuesta alternativa para mejorar la situación del “pobrerío rural”, por lo general unido por tradición a las huestes del Partido Nacional.
Como se ha anotado, Herrera fue desde el comienzo un auténtico “agitador” del empresariado rural, en procura de involucrarlo de manera directa en la contestación política y social contra las políticas reformistas del batllismo. Su actuación parlamentaria en 1914 contra el proyecto de Contribución Inmobiliaria en Montevideo y, en especial, su fuerte prédica contra el proyecto de Contribución Inmobiliaria rural para el ejercicio 1915-1916 le valieron un fuerte prestigio entre los gremialistas ganaderos. A este respecto, le escribía el hacendado Tomás J. Perdomo en una carta fechada el 24 de diciembre de 1915 dirigida a Herrera:
La clase conservadora -los “ricos” como le llaman los desarrapados- le debe toda su gratitud. No pueden defenderse sus intereses, que son los intereses del País, con más entusiasmo y valentía. […] Le sobra a Ud. razón: del exceso del mal surgirá el remedio.62
Faltaban entonces muy pocos días para la constitución formal de la Federación Rural en el marco de su Congreso constitutivo, que culminaría en los últimos días de diciembre de 1915. A Herrera le cupo un rol protagónico en todo ese proceso de fundación de la Federación, en procura de un alineamiento político mucho más activo de esta nueva gremial de ganaderos, a la que se quería mucho más combativa que la vieja Asociación Rural fundada en 1871. Lo que él llamaba “la alianza de los estancieros” constituía en su perspectiva un núcleo especialmente relevante para “frenar” el impulso “jacobino” del batllismo, a la vez que un puntal en la proyección social de su “nacionalismo agrario”.
Fue en ese contexto de activa militancia ruralista que en 1919 Herrera propuso al consejo directivo de la Federación la apertura de una amplia encuesta entre los miembros de la institución, en procura de un estudio sobre salarios, condiciones de trabajo y “maneras de vivir” de los peones de estancia. Los directivos de la Federación la aprobaron con “unánime simpatía”, interesados -como se señalaba en la resolución correspondiente- en “estudiar a fondo el tema y estar en aptitud de oponer una palabra de verdad y de sinceridad, perfectamente fundada, a la gratuita propaganda de agravio que ahora se renueva contra los propietarios rurales”.63
La encuesta constaba de diez preguntas y su Informe Final, en el que se sintetizaban los diagnósticos y las propuestas de los estancieros afiliados, fue presentado en el Congreso Rural de marzo de 1920 y luego publicado en formato libro. Un connotado directivo de la Federación, Alejandro Victorica, a propósito de la encuesta de Herrera, propuso que se abrieran “libretas especiales del Banco Hipotecario” para los empleados de las estancias (desde capataces a peones), en procura de que estos ahorraran al año lo correspondiente a un mes de salario, al que se agregaría por parte del patrón “otro mes, como compensación y como suplemento por sus trabajos”.64
En el Informe sobre su encuesta, Herrera comenzaba por presentar el más vivo contraste entre los mundos de la estancia y de los rancheríos.
[…] el peón -decía- es la víctima del rancherío […] que constituye una calamidad pública: madriguera de malevos y rateros; foco de enfermedades de todo género; sin higiene, sin escuelas, sin conducta. […] Ahí radica el cáncer rural. […] A su frente, enérgico contraveneno, álzase la estancia […], [que] fue desde los orígenes y continúa siéndolo, escudo de nuestra civilización… […] Insisto en que se trabucan lamentablemente los términos cuando no se disciernen matices entre las peonadas de estancia y la población amorfa de los rancheríos, separadas aquellas de esta por diferencias fundamentales de hábitos, trabajo y honradez.65
A partir de esta dicotomía en la que volvía a aparecer la alteridad de ese “pueblo” alejado por alguna circunstancia de los beneficios de las influencias jerárquicas, se desplegaba de inmediato la crítica moral al modus vivendi de los rancheríos, la reivindicación de una “moral de exigencias” alejada de esa “filosofía del hedonismo” que, según Herrera, resultaba inherente a la praxis del batllismo. Desde ese fundamento, para mejorar la “suerte de las clases humildes de campaña” proponía una “jornada moralizadora” con foco en la erradicación del “juego” (“verdadera plaga nacional”), del “alcoholismo” (“quien sepa algo de ruralismo no incurrirá en el absurdo de imputar a los estancieros culpa en el pavoroso desarrollo de la ebriedad”), contra la “prostitución” (base de un “medio amoral”).66
Las claves de respuesta a estos “flagelos” comenzaban por una reforma radical en “la educación de nuestros criollitos, más práctica, más eficiente, menos verbosa”, distante de “las ciencias exactas y no exactas, cuyas luces se cruzan y producen, por interferencia, […] un ovillo de enredos en la mentalidad virgen de los asustados guríes”. Para ello había que difundir “el conocimiento simplista, útil, apropiado a la imperfección de los pagos y de sus hijos humildes”. A esto debía sumarse un salario adecuado y moderado, “sin subvertir el orden de los establecimientos y amenazarlos de ruina” (“el buen peón siempre sale barato y se le recompensa en proporción”), que alejara para siempre del medio rural “la lucha de clases, con su cortejo de odios” y las ideas del “salario mínimo” o “compulsivo”, que provocaban a su juicio la caída “de la libertad de trabajar” inherente al peón.67
La clave de su idea de “ruralidad” radicaba pues en el entendimiento “natural” entre los estancieros y sus empleados, que alejaba las condiciones de vida y los reclamos del “peón” de los del “obrero urbano”. “La vida del paisano es menos dura, más intensa en su austera simplicidad, más sazonada por satisfacciones, que la vida del jornalero metropolitano, mordida por incesantes reclamos angustiosos…” Era desde ese medio “más sano” de la campaña que Herrera podía remarcar sus distancias respecto “al ambiente artificioso y debilitante de la ciudad”, contra la “blanda molicie urbana”, en particular respecto a Montevideo, “la ciudad del sur, engañadora y falaz”. 68
A partir de su filosofía ruralista, una vez más Herrera podía arremeter contra el batllismo, esa alteridad permanente que terminaba por concentrar sus rechazos. Él era “el peor enemigo”, el que “al hostilizar sistemáticamente al propietario rural hiere al país”, con su “humanitarismo de corte literario” y teñido de “afeminamiento”, con sus propuestas de “agricultura a palos”, con su “ruidosa y declamatoria y jacobina propaganda en fácil boga”.
Se pretende -concluía- llevar el contagio de las verbas socializantes al espíritu del paisano; romper a pedradas la quietud de su alma, serena como un lago. Envenenarlo se quiere con demencias ácratas, volviéndolo airado contra el estanciero, que siempre fue su providencia, y contra la estancia, puntal de la propia vida y también de la nacionalidad en marcha.69
Se trataba pues de un ruralismo compacto, sin matices, forjado desde la convicción del “destino rural” y pecuario del Uruguay, articulado siempre con su “conservadorismo liberal” y “antijacobino”, con su idea de nación, promotor de la imagen de la “estancia patriarcal” como el microcosmos que había que proyectar como espejo virtuoso al conjunto de la sociedad. Miraba las relaciones entre economía y sociedad desde la perspectiva no vergonzante de un orgulloso estanciero, que al menos por entonces no se sentía a sus anchas en la ciudad sino en la campaña. Como se ha visto, no se desentendía de lo que percibía como los problemas de los más humildes, pero su visión al respecto se construía desde una posición conservadora y realista, recelosa por principio de todo doctrinarismo o del pensamiento utópico, que rechazaba no solo como infértil sino también como peligroso.
Una visión política e intelectual con proyección de futuro
En aquel Uruguay de los fastos del Centenario y de la euforia popular por los éxitos deportivos, como se ha señalado, se completaba la forja tanto política como intelectual del “primer herrerismo”. La identidad ideológica y política del proyecto, como se ha podido constatar, lo ubicaba en un juego de alteridades y polaridades radicales con el batllismo: representaba al “liberalismo conservador” e “individualista” frente al “republicanismo solidarista”; al “realismo” frente al “idealismo” en materia de su visión sobre las relaciones internacionales y la política exterior posible para un país como el Uruguay; el “nacionalismo ruralista” frente al “cosmopolitismo urbano”; la “tolerancia” frente al “laicismo”. En más de un sentido puede decirse que el herrerismo, en términos del continuo “derecha-izquierda”, buscó construirse en confrontación directa con el batllismo, concebido desde el inicio como el “jacobinismo” uruguayo. Allí radicaba su alteridad neta, aunque Herrera, que sepamos, nunca se reconoció de “derechas”. Sin embargo, además de “jacobino”, ya en los años 20 endilgaba al batllismo los epítetos de “extremista”, “socialista”, “comunista” y hasta “ácrata”.
De todos modos, en ese “primer herrerismo” ya primaban en forma nítida las ideas que siempre defendería, más allá de movidas tácticas. Acusado a menudo de “camaleónico” en sus posturas políticas, una mirada consistente de “larga duración”, que precisamente parta del registro de esta matriz del “primer herrerismo”, permite reconocer la coherencia básica de sus definiciones más profundas, tal vez “amortiguadas” por un mayor pragmatismo, que comenzó a ganarlo sobre todo a partir de la década de los cuarenta.70
Sin embargo, en medio de las tensiones ideológicas y políticas de aquel mundo que se encontraba ya en los umbrales de la Gran Guerra, no resulta descabellado ni antojadizo mencionar -como se ha adelantado- que había una cierta disponibilidad en su pensamiento ante los nacionalismos con liderazgos fuertes y de proyección de masas, ante esas visiones que reafirmaban cierto culto a la disciplina de los ejércitos. También algunas de sus perspectivas geopolíticas podían acercarlo a los bordes de cierta receptividad ante las primeras resonancias del “primer fascismo” en los años 20, que llegó a insinuar todavía con cierta sobriedad. Sin embargo, en los años treinta su respaldo al franquismo y al fascismo no tendrían disimulo. Sobre el particular, se citarán solo dos referencias, entre muchas otras que podrían mencionarse. Fue afiliado -con su esposa y su hija- a Falange Española en el Uruguay y férreo defensor del régimen franquista durante toda su vida.71 Asimismo, durante su visita a Italia en julio de 1937, en la que fue declarado “huésped oficial” y en la que se lo condecoró con la Gran Cruz de la Orden de la Corona de Italia, pronunció un recordado discurso en la Radio Italiana, en uno de cuyos fragmentos señalaba:
¡La Nueva Italia! En ninguna parte de Europa he presenciado más convincente espectáculo. Los ideales antes rotos y dispersos, cual los mármoles del Forum mutilado, se han reconstituido, se han refundido y rebrotan en el bronce de una epopeya civil consumada y deslumbradora. ¡El nuevo Risorgimiento! Porque no es un partido ni una fracción contra otra fracción: es la comunidad en masa y en marcha abriendo su propia ruta. En el centro de este formidable movimiento anímico, cívico, patriótico y social, cual propulsor de la obra inmensa, la figura extraordinaria de Benito Mussolini, que llena la época contemporánea.72
Las citas sobre estas adhesiones de Herrera podrían multiplicarse.
El liberal conservadorismo, con fondo nacionalista y ruralista, seguía alojando su vieja tensión respecto a la democracia, a los alcances de la soberanía popular y a la necesidad de “andadores autoritarios” en momentos de zozobra. Eran tiempos difíciles y peligrosos. El “terror” empresarial, además de invocar al “jacobinismo” y la “comuna”, ya había comenzado a ser suscitado por los ecos de la “revolución rusa”. Sin embargo, el batllismo seguía siendo percibido como el “peligro” más real y cercano. Podía incluso ser el “aprendiz de brujo”, que terminara despertando fuerzas que no podría controlar. Por algo el golpe de Estado de marzo de 1933, protagonizado por Gabriel Terra y apoyado por Herrera, se hizo en contra de un nuevo impulso reformista del batllismo.