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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versión On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.21 Córdoba jun. 2009

 

EDITORIAL

América latina y los nombres de la utopía
Héctor Schmucler

La envergadura de un doctorado sobre América latina como el que se practica en el Centro de Estudios Avanzados está marcada por una premisa que lo articula: la búsqueda del saber no agota las preguntas; más bien las multiplica. El conocimiento, al menos en el campo de las llamadas Ciencias Sociales, exige que las respuestas aceptadas en una época admitan la posibilidad de ser provisorias, esto es, que nuevas indagaciones, nuevas experiencias, puedan perfeccionarlas. Llegado el caso, el rigor del conocimiento debería predisponer a que el investigador no se incomode ante la necesidad de reformular radicalmente aún aquellas respuestas que alguna vez consideró definitivas. No se trata, por supuesto, de evitar propuestas de caminos acertados para superar los numerosos (y a veces graves) problemas que enfrenta la región. La pluralidad de enfoques, premisa que orienta la propuesta doctoral del CEA, aspira a encontrar un lugar de convergencia en el trabajo creador de quienes lo cursan. El presente número de Estudios es una muestra significativa -pero sólo una muestra- de las heterogéneas miradas posibles cuando hoy se intenta meditar sobre esta porción del continente americano que ha adoptado el nombre de "América latina".

Podría intentarse -y no sería menos cierto que otras formas consagradas- una historia de América latina pautada sobre las discrepancias entre los nombres con que se pretendió (¿se pretende?) bautizarla. Sería un relato lleno de enigmas y provocadores acertijos, que podría dar cuenta no sólo del devenir de nuestras naciones, sino de la manera con que el "viejo mundo" construyó su mirada sobre sí mismo y la aposentó en esta fracción de la geografía terrena. La bibliografía de apoyo es abundante y aún reclama atención de nuestros investigadores. En un sentido nada superficial, esto que llamamos América latina es la tierra de la utopía. El relato de Tomas Moro que consagró el término, evoca una isla, la del reino de Utopía, a la que habría tenido acceso un acompañante de Américo Vespucio en uno de sus viajes que, a su vez, han sido puestos en duda por la historiografía contemporánea. La Utopía como acto imaginario que se apoya en un viaje que, para algunos, sólo fue producto de la imaginación (y los intereses) del marino que ofreció su nombre para denominar al Nuevo Mundo.

Con frecuencia se acepta la versión de que el nombre de América latina fue un Invento del francés Michel Chevalier, consejero de Napoleón III, que a mediados del siglo XIX imaginó incorporar estas tierras al área de influencia de la potencia francesa. La invasión de México fue parte de un plan mucho más ambicioso: reemplazar la tradición impuesta por el dominio hispánico a favor de la legitimidad de una cultura, la latina, que establecía un tronco común con Francia. Al fin y al cabo en Francia, y no en España, habían encontrado inspiración quienes sustentaron la independencia de estos países. América latina, estrictamente, no existía antes de ser nombrada por el cálculo francés y sólo quedó institucionalmente legitimada un siglo después: en 1948 las Naciones Unidas registra su nombre en la creación de la CEPAL (Comisión Económica para América latina). Podría sospecharse que empezaba otra historia que aún nos recorre. La pugna de nombres, sin embargo, sigue habitando, con diversos matices, nuestras conjeturas: "Hispanoamérica" nos acerca a España tanto como "Iberoamérica" acepta un lugar para Portugal, junto con España. Casi todos prescinden del hecho que los "pueblos originarios" cuya reivindicación ha tomado inusitada fuerza en las actuales elaboraciones sobre "América latina", nada tienen de latinos. Tampoco estaba presente el rasgo latino en la famosa "Carta de Jamaica", escrita por Simón Bolívar en 1815, y consagrada como fundamento conceptual y político de la hermandad de los países americanos que aspiran a su autonomía. Otra vez la imaginación como verdad estricta: la carta de Bolívar, dirigida a un influyente habitante de Jamaica, sólo fue leída en inglés tres años después de escrita y recién en 1825 en castellano a partir de la versión inglesa. El conocimiento de estos hechos sólo puede incomodar a un esencialismo fundamentalista que se afirma en la idea de una historia que ya está escrita desde antes que ocurra. Por el contrario, parece más acertado pensar que la "verdad" de la Carta de Jamaica, por ejemplo, no deriva del texto mismo como mandato afincado en el pasado, sino de la memoria que la actualiza en el presente.

La idea de "nuevo mundo" es tal vez el más sólido aporte de Américo Vespucio, que así llamó a una de sus cartas, y que sirvió para repensar todo el pasado y aventurar perspectivas hacia el porvenir. A esto alude seguramente la importancia que Hannah Arendt atribuye el "descubrimiento" de América en la construcción de la modernidad. La potencia que desencadenaba el descubrimiento concluía un largo pasado y el futuro se abría sin cartografía previa: "América" estaba en los cimientos de las utopías y con el transcurrir de los tiempos -por razones que a lo mejor pueda describir la historia- esta porción de América que hoy llamamos "América latina" se volvería depositaría de sueños y de consolidados modelos explicativos. Allí, en esta enigmática fuerza, convendría buscar los rastros que estaban en la ima¬ginación de Héctor Murena cuando escribió "El pecado original de América". O en la de Juan Larrea, el insigne y casi olvidado poeta español, cuando hacia 1956 fundó en la Universidad Nacional de Córdoba, el Instituto del Nuevo Mundo, donde aspiraba a consolidar su visión teleológica de una América que encontraba proféticos enunciados en la poesía de César Vallejo.

América latina, hablada así, desde todos los lenguajes, nos instala ante el riesgoso desafío de pensar el mundo.

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