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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versión On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.21 Córdoba jun. 2009

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

La re-invención de América Latina

Gustavo Ortiz
Universidad Nacional de Río Cuarto - CONICET 

 


Resumen
La modernidad que llega a América latina es una expansión de la europea, pero no su réplica o traducción. Los procesos históricos no se reproducen biunívocamente, y aunque se hable de la latinoamericana como de una modernidad periférica, o precisamente por eso, ésta  presenta rasgos propios.  Así pues, con mayor decisión que la que se tiene cuando se habla de la modernidad europea, hay que afirmar el carácter diacrónico, asimétrico y heterogéneo del proceso en América Latina. En efecto, éste no ocurrió al mismo tiempo, ni con la misma modalidad e intensidad. E incluso, y enfatizando todavía más la complejidad de la cuestión,  podríamos decir que el término modernidad,  en su uso discursivo y en el contexto mencionado, refiere a procesos históricos que han acontecido en América latina. Esto es, indica prácticas culturales, sociales y políticas realizativamente constituidas como modos de existir  y de relacionarse con la naturaleza, con los otros y con la propia subjetividad.
Y lo que significa, también que los conflictos, los desfasajes, las desmesuras o la hibridez que eventualmente hayan ocurrido en el conjunto o entre las distintas dimensiones del proceso de modernidad en América latina, se dieran no solo en el discurso que intenta reconstruirlo, sino antes que nada, en la praxis real, en la vida vivida de los pueblos latinoamericanos, no llevados siempre a la conciencia reflexiva.
Las tesis expuestas en este artículo afirman la necesidad de construir, en América latina, una teoría de la democracia  posautoritaria, posrevolucionaria, posneoliberal, que se oponga a una modernización inducida desde instancias externas, que  responda a los intereses de la sociedad civil y que al mismo tiempo asegure una convivencia social solidaria y sin exclusiones.

Palabras clave: América Latina; Modernidad; Identidad; Ciencias sociales latinoamericanas.

Abstract
The modernity that has reached Latin America is an extension of the European modernity, but not its replica or a translated version of it. Historical processes are not reproduced in a two-way fashion; although the Latin American modernity is referred to as peripheral modernity, or because it is so, it offers its own characteristics. More firmly than when reference is made to the European modernity, the diachronic, asymmetrical and heterogeneous aspects of the Latin American process must be stressed. As a matter of fact, it has not taken place at the same time nor with the same intensity or modality.  With still more emphasis on the complex aspect of this matter, it could be said that the term modernity, as is used in discourse and in the mentioned context, is associated to historical processes which have occurred in Latin America. This is to say, it points to political,  social and cultural practices which actually constitute modes of existence and of relating to nature, to others and to oneself.
Also, the conflicts, gaps, excesses or hibridity which may have occurred in all the dimensions or between different dimensions of the modernity process in Latin America are present not only in the discourse aimed to reconstruct it but also in actual praxis, in the daily living of Latin American populations, not always carried over to reflective consciousness level.
The thesis contained in this work states the need to elaborate, in Latin America, a post-authoritarian, post-revolutionary and post-neoliberal theory of democracy which may be opposed to the modernization induced from abroad and which may respond to the interests of civil society while, at the same time, assuring social solidarious coexistence without exclusions.

Keywords: Latin America ; Modernity; Identity; Latin american social sciences


 

Leí por primera vez La invención de Américade Edmundo O' Gorman, en 1977, cuando hacía una Maestría en Ciencias Sociales en la Fundación Bariloche. Era un raído ejemplar de la primera edición, aparecida en 1958 y editada por el Fondo de Cultura Económica. La tercera reimpresión, que tuve entre manos días pasados, data de 1993, e introduce un Prólogo en el que se avisa que no se trata de una mera reedición: hay tres nuevas partes, una primera, una segunda y una cuarta. Y un subtítulo distinto, para remarcar la diferencia con el primero; a saber: "Investigación acerca de la estructura histórica del nuevo mundo y del sentido de su devenir". Todo lo cual lo convierte, finalmente, en otro libro (O'Gorman, 1993: 11).

Y en efecto, si uno se atiene a las modificaciones mencionadas, se trata de dos textos, asistidos –sobre todo, el segundo- por un ponderable apoyo bibliográfico y documental.  Y sin embargo, la tesis de fondo, presentada en la primera edición y ampliada y profundizada en las versiones siguientes, se mantiene. Dice que lo que se conocería, con el paso del tiempo, como América Latina, no fue descubierta (como si, existiendo ya antes de la llegada de los españoles,  éstos, simplemente, se hubieran reducido a encontrarla), ni creada ("acción atribuida sólo a Dios") sino inventada, es decir, comenzó a existir a partir de la interpretación que hizo Colón desde un trasfondo cultural europeo y católico. El libro reconstruye ese proceso histórico en el que se trasplantaron costumbres, instituciones y prácticas sociales, culturales y políticas. Dada esa situación, cabían dos posibilidades, según el autor: o bien construir el mundo naciente dentro de los moldes suministrados por el modelo, o bien recrear el modelo, en función de la vida que nacía. El primer camino habría sido el seguido por América del Sur; el segundo, por la América del Norte (O' Gorman, 1993: 153). Inventada histórica y políticamente por Europa, a su imagen y semejanza, en un gesto de poder que preludiaba la modernidad por venir, el "nuevo mundo" pasó a ser, en realidad, "una ampliación impredecible de la vieja casa" (O'Gorman, 1993:151).

Han pasado treinta años entre mi primer y mi segundo encuentro con el libro (o los libros) de O'Gorman; han sido, ciertamente, dos experiencias diferentes de lectura. Acerca de la segunda, volveré más adelante; en cuanto a la primera, recuerdo haber trabajado a O' Gorman como material de un seminario acerca del pensamiento social en América Latina. En aquel entonces,  su afirmación central me pareció interesante, pero carente de envergadura. Esa debilidad provenía, en mi opinión, de una importancia desmedida acordada a  los aspectos culturales. La comparaba con las que se me aparecían como las sólidas y abarcadoras explicaciones de la teoría de la dependencia, por aquellos días, con una fuerte vigencia. El énfasis en la dimensión estructural (la dependencia entre los países periféricos y los centrales se ubicaba en ese registro); la centralidad concedida a la instancia económica y sobre todo, esa fusión entre conocimiento científico y compromiso político; la hacían fuertemente convincente. Por otro lado, se presentaba como el primer esfuerzo serio, con un afán emancipador,  por hacer ciencia social desde la propia América Latina, un ámbito geográfico, pero sobre todo, un espacio para la praxis militante (Frank, 1968: 312). Todo buen dependentista presumía conocer la realidad de América Latina, antes que nada, por una solidaridad fundamental con los explotados; recién después venían las construcciones teóricas que la explicaban. Sólo así, se suponía,  esas teorías adquirían densidad histórica y evitaban el formalismo vacío.

En ese y en otros aspectos, la teoría de la dependencia decía diferenciarse de la sociología científica de Gino Germani, también vigente en esos días, pero exageradamente influida, se repetía, por la sociología comprensiva de Weber y el estructural-funcionalismo de Parsons.  No es que los dependentistas -al menos, algunos- exorcizaran a Weber y a Parsons y olvidaran vergonzantemente el propio uso de Marx y de sus comentadores europeos; no se trataba de una polémica moral, sino epistemológica. Y en efecto, Germani pensaba que la ciencia  debía concentrase en el estudio de las estructuras normativas de las sociedades latinoamericanas; esa era la finalidad que ya proponían las teorías de la modernización, en boga en los años cincuenta. Los procesos de modernización orientaban el desarrollo en una secuencia de fases o períodos, hacia etapas ya alcanzadas por los países centrales. En ese contexto, Germani sostenía, también, que la fuerza normativa de los valores institucionalizados debía incidir en la conformación de la sociedad moderna, haciéndolo en tres ámbitos específicos. Primero, en el de las acciones sociales, transformándolas de prescriptivas, en electivas y racionales. Segundo, en el abandono de los ordenamientos tradicionales a favor de la institucionalización del cambio. Tercero, en el paso de la institucionalización indiferenciada (unas pocas instituciones cumplen muchas funciones) a la especialización institucional, que a su vez, desembocaría en una sociedad estructurada de diferente modo (Germani, 1965: cap. 4), provocando, en consecuencia, procesos asincrónicos de cambios geográficos, institucionales, grupales y motivacionales.

Intelectual inteligente, posiblemente el aporte mayor de Germani haya consistido en el rigor teórico y metodológico que introdujo en la investigación sociológica. Pero resulta difícil desconocer el marcado formalismo ahistórico que lo aquejaba. En efecto,  las teorías de la modernización exportaban modelos con fuerza normativa y buscaban aplicarlos coactivamente a una realidad que se les oponía.  Tratándose de modelos que extraen  su carácter vinculante de los valores que los nutren, su aplicabilidad se convierte en criterio de validez. Si no se muestran efectivos en la producción de las conductas deseadas y de los resultados perseguidos, es porque algo falla. Quizá el desacierto consistía en que la modernización exportada  (europea)  no era, finalmente, un objetivo o fin hacia el cual tendían espontáneamente todas las sociedades latinoamericanas. O a lo mejor, dicho desde otra perspectiva, la estructura normativa que se buscaba implantar, encontraba resistencias en una trama valorativa previa, dadora de identidad de los pueblos latinoamericanos e impermeable a una presión externa ejercida desde modelos puramente conceptuales. Caben éstas y otras suposiciones.

Ahora bien, si convertimos la aplicabilidad y efectividad en la transformación de la realidad en criterio de validez, tampoco la teoría de la dependencia tuvo mejor suerte. Es cierto que mostró un pluralismo que la hace difícil de evaluar, pero el núcleo de sus afirmaciones básicas resulta identificable, y no va más allá de lo que se dijo con anterioridad. Teniéndolo en cuenta,  algunos atribuyen el desacierto inicial de la teoría a la confusión entre dependencia estructural con interdependencia, una característica propia de la nueva organización de las relaciones políticas y de mercado. Otros acuerdan con la dependencia como descripción de la situación de los países periféricos, pero rechazan la opción revolucionaria, especialmente en su versión armada, como la única posibilidad de superación (Werz, 1995: 133).  Hay quienes vieron insuficiencia de respaldo empírico en el análisis del comportamiento de las clases sociales; o falsas expectativas respecto al potencial revolucionario de los campesinos, obreros e intelectuales; o ausencia de una burguesía conciente de sus intereses (Vasconi, 1975: 50). O cuestionaron la identificación entre teoría de la dependencia y teoría de la revolución; hablando, incluso, de un posible desarrollo en países de la periferia (Cardoso, 1972: 147)  Estas y otras razones se esgrimieron como factores de la pérdida de vigencia, reflejada en la práctica académica, de las teorías de la dependencia. Todo sucedía cuando la democracia, ya entrada la década de los ochenta, retornó a la mayoría de los países de la región.

Vinieron después otras formas de hacer sociología, no articuladas teóricamente, como lo estaban la  sociología científica de Germani o las teorías de la dependencia.  Si hubiera que darles una denominación, habría que extraerla de la actitud pragmática que pusieron de manifiesto. Por actitud pragmática se puede entender el interés compartido por resolver problemas y el desinterés, también compartido, por la gran teoría (Elguea, 1989: 106). Posiblemente, la crisis de las sociologías precedentes llevó a una marcada sospecha acerca de la teoría, a la que se veía fuertemente inficionada de ideología. Aunque, por otro lado y desde las filas del marxismo, se advertían magros resultados en la investigación sobre la estructura de clases y del significado de la burguesía y del proletariado (Quijano, 1986: 40-45). Así las cosas, hacer sociología pasó a ser, en algunos casos, sinónimo de investigación empírica de hechos o fenómenos acotados espacio-temporalmente,  con la utilización de un amplio abanico de técnicas cuantitativas y cualitativas. 

En este período, ciertos temas, como el del Estado, pasan a ser prioritarios; esto se entiende en el contexto de países que emergían de una inestabilidad crónica y que buscaban afianzar la vida democrática. (Flisfisch, 1986: 17-20). La impresión que tengo, de todas maneras, es que el problema del Estado, típico de teoría política pero que interesó también a la sociología, era planteado, más bien, en sus aspectos administrativos que en los estrictamente políticos; esto es, en los referidos a su legitimidad: construir el Estado aparecía como una obra de ingeniería o tecnología social. Eso ocupó la década de los ochenta y los noventa, acompañando en parte la expansión de la oleada neoliberal  y el fenómeno de la globalización. Después cambiaron los vientos: empezaron a soplar con aires posmodernos, incluyendo temas como el de la exclusión social y el de las minorías en esa situación. Con algunos reproches al posmodernismo, como el de haber olvidado la relación entre modernidad y justicia social (Werz, 1995: 152). Actualmente, las temáticas se solapan, pero en el horizonte, asoma con fuerza el de las nuevas experiencias populistas.

En esta rápida reconstrucción, me he fijado  en la vigencia y crisis de las teorías, pero no he hecho mención a los sociólogos  y a las comunidades que conformaron. Los científicos sociales y políticos pertenecen de una doble manera a la sociedad que convierten en objeto de investigación: como hombres  y como científicos (Guiddens,1997:194). En la primera de las condiciones mencionadas, han adquirido su identidad personal en procesos intersubjetivos y en el contexto de una cultura. Desde el lenguaje que han aprendido constituyen el universo en el que habitan, el que, a su vez, retroactúa sobre ellos, produciéndolos. En cuanto científicos, se han formado en comunidades académicas, al menos institucionalmente marcadas por las políticas educativas de los países a las que pertenecen. Han aprendido teorías y metodologías que de una u otra manera, tiene  modulaciones de la cultura científica del contexto histórico. Esta doble pertenencia no se puede ignorar: actúa como condición de posibilidad de la experiencia personal y científica de los intelectuales, especialmente de los sociólogos. En efecto, la sociología es hija de la modernidad, y en cuanto tal, expresión de un tiempo histórico. Y como ciencia, integra la conciencia de la historicidad del saber que produce. Pero además, y creo que tal es el caso de los sociólogos latinoamericanos, el conocimiento sociológico fue visto, en mayor o menor medida, como una praxis orientada a la transformación de la sociedad; en otras palabras, los sociólogos latinoamericanos hicieron de la voluntad de hacer la historia, el presupuesto para conocerla, aun en versiones aparentemente ahistóricas, como es el caso de Germani. Las ciencias sociales latinoamericanas, en definitiva, son conceptualizaciones de un tiempo histórico. Las sociedades, las teorías y los científicos sociales interactúan: aquéllas se transforman, también porque éstos las crean y las recrean; y viceversa.  

Después del fracaso del desarrollismo de los años cincuenta;  de las revoluciones frustradas y de los gobiernos autoritarios que las siguieron; de las democracias que vinieron después y que perviven, algunas mechadas de neoliberalismo y de populismo, las ciencias sociales latinoamericanas parecen encontrarse en un estado de perplejidad.  No es de extrañar: la situación internacional ha cambiado abruptamente. El calificativo cuenta, al menos cuando se piensa en el colapso histórico y político del socialismo real: en su momento, pocos supusieron que se desarticularía, de una manera tan rápida y radical. Pero también sirve para calificar el fracaso rotundo del neoliberalismo. La impresión que se tiene, en algunos casos, es de una cierta desorientación de los científicos sociales latinoamericanos y de una ausencia de propuestas, a diferencia de lo que ocurriera treinta años atrás. En otros casos, lo que parece suceder, más que desorientación, es un cambio en la idea misma de ciencia. En los setenta, la ciencia, incluso la social, era tenida como conocimiento cierto; hoy, la mayoría de las teorías dicen suministrar conocimientos falibles. Cuando la ciencia es tenida como un conocimiento cierto, impulsa a compromisos políticamente radicales y contundentes; cuando es tenida como conocimiento falible,  propicia transformaciones democráticas en la sociedad. Hay, ciertamente, teorías que mantienen apuestas fuertes a favor de proyectos populistas o socialistas, como los que se intentan en Venezuela, Bolivia, Ecuador o Nicaragua. Pero pareciera que la mayoría,  comprendidas las sociologías críticas, trabajan con perspectivas que revalorizan la democracia con inclusión social y  tienen, frente al ordenamiento internacional que trajo la globalización, una actitud analítica y responsable: ni aceptación pasiva, ni rechazo indiscriminado. Si bien se sabe que se trata de una globalización inducida y asimétrica, también se sabe que resulta difícil un desarrollo sostenido al margen de los mercados internacionales. Y es aquí donde retomo mi segunda lectura del libro de O´Gorman, y recupero la importancia que le otorga a la dimensión de la cultura, aunque sin relegar a la economía y a la política. Sociedad, mercado y Estado interactúan entre si, de una manera que sugeriré más adelante.

Coincido con O`Gorman en que América Latina fue una invención de España, y añado que continúa siéndolo de los países centrales, ya sean los europeos, ya sean los Estados Unidos; cada uno de ellos nos ha construido de acuerdo a sus intereses, y nos trata en función de los mismos. En realidad, si uno estudiara objetivamente el proceso de la modernidad europea (que fue, también, el proceso de la invención de América) tal como se dio y no tal como creemos que debería haberse dado,  es hasta impensable otra actitud. Podrá discutirse si la España que nos inventa había ingresado al proceso de la modernidad europea, pero ciertamente sí lo habían hecho los países con los que entablamos relaciones, a partir de las revoluciones independentistas. Inglaterra, Francia o los Estados Unidos tuvieron desarrollos capitalistas más exitosos que los nuestros, a los que contribuyeron de una manera decisiva la explotación del proletariado propio y también la explotación de naciones como las latinoamericanas, de una forma diferenciada, es cierto, según los períodos por los que se pasaba. Con las ideas de la Ilustración como trasfondo, la racionalidad moderna europea, en su versión instrumental, inicia revoluciones económicas, políticas, y científicas, y llevada por su lógica inmanente, se expande, se hace mundo; y nos inventa. Para el hombre ilustrado europeo, la modernidad era sinónimo de progreso y emancipación, de autonomía y de mayoría de edad. Ésa era la percepción que tenían sobre sí mismos, y es claro que la consideraban como positiva. Desde ella, juzgaban a los otros.

Los pensadores y filósofos europeos, desde los que formaron parte de la Ilustración francesa  y con una influencia importante en los líderes de las revoluciones independentistas latinoamericanas (Chiaramonte, 2004:139), hasta otros que les sucedieron, adhirieron con entusiasmo a la modernidad ilustrada. Y tuvieron apreciaciones críticas respecto a los pueblos de las ex-colonias españolas, algunas de ellas cargadas de una ironía que bordea la petulancia ignorante (Larrain, 2004: 77).  De todas maneras, no dejaban de ser  coherentes consigo mismos: expresaban la autoconciencia  y  la autoimagen eurocentrista de quienes estaban seguros de estar en lo cierto y de ser los mejores; y desde esa posición, nos veían como inferiores 

Se sabe de las contrarréplicas latinoamericanas al eurocentrismo. Y ahí hay de todo: desde el análisis serio, hasta el rechazo indiscriminado,  incluidos los logros de la modernidad, que los hay.  Perspectivas éticas siguen criticando lo que los europeos dijeron, y sobre todo, hicieron con América Latina. Y especialmente cuando implican una violación de los derechos humanos fundamentales, esas críticas siguen siendo válidas. Pero quisiera sugerir otra mirada, no desde la ética, sino desde una ciencia social  que busque comprender a la modernidad europea para explicarla. Y esto implica, también,  hacerlo desde dentro del mismo proceso europeo, y ensayar una crítica que enfatice no sólo lo "que nos hicieron a nosotros", sino lo que ellos "se hicieron a sí mismos", a consecuencia de las desmesuras cometidas por un razón desenfrenada.  Y se tendrá, entonces, que aceptar grados de irracionalidad en la modernidad que nos inventó, y que saltan en las reconstrucciones que de ella se han hecho.  Weber primero y Horkheimer y Adorno después, manifestaron sin tapujos su desencanto con la modernidad, y otros los siguieron. Dicho esto, personalmente rescato, sin embargo,  lo que considero logros, al menos formales, de la modernidad europea, entre otros que nos fueron trasmitidos: la autonomía;la aceptación del pluralismo; una confianza básica en la racionalidad; un optimismo saludable sobre el futuro. Y de los que nosotros, en mi opinión, no nos apropiamos adecuadamente para vivir  nuestra modernidad, llegar a la adultez y afirmar nuestra identidad. A esta altura, mi argumentación incorpora centralmente el tema de la identidad; y a ese propósito, lo siguiente.

El tema de la identidad latinoamericana ha resurgido con fuerza en los últimos tiempos, vinculado, ciertamente, al de la globalización. Ya de por sí, cuando se focaliza en las personas, resulta de difícil tratamiento, pues exige perspectivas interdisciplinares, distinciones  sutiles y constantes contextualizaciones históricas (Ortiz, 2007: 37). En general, sin embargo, se coincide en afirmar que el tema, de vieja data en el pensamiento occidental, fue reformulado radicalmente en la modernidad. Se trataría de un desplazamiento, no sólo del lugar desde el que se plantea la pregunta, sino desde el que las relaciones de identidad se constituyen.  

Se dice, así, que el proceso de construcción de la identidad personal o social no se inicia en la conciencia o en la autoconciencia de los sujetos, sino que termina en ella. Nuestra subjetividad, o la conciencia de nuestra identidad,  procede de la interacción con otros sujetos, y resulta de la percepción que los otros tienen de nosotros, de cómo nosotros la receptamos y de cómo la representamos para nosotros mismos. Este proceso se  lleva a cabo en los contextos primarios y secundarios de socialización; dichos contextos se presentan como una trama de creencias, valores, acciones y lenguajes que vamos internalizando y en los que intervienen, por cierto, las dimensiones genéticas, biológicas y psicológicas de nuestro cuerpo, penetrado de cultura. Para describirlo secuencialmente, en consecuencia, no son primero las preguntas filosóficas individuales que alumbran en la intimidad de la conciencia, y después, los problemas intersubjetivos o públicos; sino, más bien, las preguntas por la identidad tienen  una constitución, desde siempre, intersubjetiva y pública (Habermas, 1990: 231).

En esta nueva forma de plantear la cuestión, mi suposición es que Latinoamérica ha terminado internalizando la percepción que la modernidad europea primero, y la de los Estados Unidos después, tuvieron sobre ella: nos inventaron en función de sus intereses, y nosotros incorporamos acríticamente esta invención a nuestro imaginario colectivo. La autoimagen  que la modernidad europea se construyó –respaldada en los hechos-  hizo que se vieran superiores,  e hizo que nos vieran inferiores.  Si uno revisa la historia de esta relación, encuentra que los modernos europeos nos hacen notar su superioridad,  pero también encuentra honestos intentos por parte de los mismos europeos para promovernos, haciendo que abandonemos esa situación. Lo negativo, sin embargo, es que las distintas políticas orientadas a esa finalidad buscaron hacernos como ellos presumían que teníamos que ser y que, objetivamente, les era funcional. Y nosotros reaccionamos fluctuando entre dos extremos: o aceptando ser como ellos, imitándolos en todo y recreando una subordinación desdichada, o rechazando frontalmente ser como ellos, y de paso, echándoles la culpa (como lo hacen los niños) de todo lo que nos sucedía, permaneciendo así, en una lamentablemente minoría de edad.  La expresión "minoría de edad" es de Kant, quien la usa en un texto conocido, ¿Qué es la ilustración?, para referirse a esa situación común a individuos y pueblos, que consiste en la incapacidad para servirse del propio entendimiento sin la guía de otro. Nos falta construir nuestra modernidad, esto es, ser autónomos y responsables de nosotros mismos. Pero quisiera aclarar qué significo cuando hablo de esta versión latinoamericana de la modernidad.

Creo que la modernidad que llega a América latina es una expansión de la europea, pero no su réplica o traducción. Los procesos históricos no se reproducen biunívocamente, y aunque se hable de la latinoamericana como de una modernidad periférica, o precisamente por eso, ésta  presenta rasgos propios.  Así pues, con mayor decisión que la que se tiene cuando se habla de la modernidad europea, hay que afirmar el carácter diacrónico, asimétrico y heterogéneo del proceso en América Latina.  En efecto, éste no ocurrió al mismo tiempo, ni con la misma modalidad e intensidad. E incluso, y enfatizando todavía más la complejidad de la cuestión,  podríamos decir que el términomodernidad,  en su uso discursivo y en el contexto mencionado, refiere a procesos históricos que han acontecido en América latina. Esto es, indica prácticas culturales, sociales y políticas realizativamente constituidas como modos de existir  y de relacionarse con la naturaleza, con los otros y con la propia subjetividad. Lo que equivale a decir que el término tiene significados pragmáticamente diferenciados, dados por su uso en juegos de lenguaje y su anclaje final en distintas formas de vida.  Y lo que significa, también, que los conflictos, los desfasajes, las desmesuras o la hibridez que eventualmente hayan ocurrido en el conjunto o entre las distintas dimensiones del proceso de modernidad en América latinas, se dieran no solo en el discurso que intenta reconstruirlo, sino antes que nada, en la praxis real, en la vida vivida de los pueblos latinoamericanos, no llevados siempre a la conciencia reflexiva.

La advertencia tiene que ver con el carácter impersonal y anónimo del proceso de modernidad que proviene de los países centrales, y que  pareciera actuar de manera sistémica en las sociedades periféricas, incidiendo en ellas y modelándolas  estructuralmente. En cuanto tal,  opera con una forma de causalidad sistémica que marca espacios de acción, buscando anular o disminuir la capacidad creativa y de reacción  de los sujetos de la acción social colectiva, o en otras palabras, de la sociedad civil (Flisfisch, Lerner, Moulian, 1986: 36).

Cuando hablo de América Latina, soy conciente, en primer lugar, de una indeterminación geográfico-política: ¿de qué países estoy hablando? Y en segundo lugar, de una indeterminación histórica: ¿a qué períodos me refiero? Para dar una salida metodológica, voy a trabajar con la hipótesis de que la cuestión que me interesa  -la situación de las sociedades latinoamericanas- ha sido común, con lógicas variantes, en los últimos veinticinco años, es decir, desde la reinstauración de la democracia, a la mayoría de los países de la región.  De esta nueva situación se han ocupado algunos sociólogos y politólogos latinoamericanos (Acosta, 2003),  cuyas contribuciones quisiera comentar.

Las crisis del capitalismo periférico son, en buena medida, el resultado de la causalidad sistémica que ejerce, por un lado, la economía  globalizada y por otro lado, el intervencionismo del Estado. La economía globalizada -en la forma de una modernización inducida desde parámetro neoliberales- y el intervencionismo del Estado -en la forma de un autoritarismo político- invaden terrenos del sistema sociocultural y amenazan erosionar las bases que aseguran su legitimación (Flisfisch, Lerner, Moulian, 1986: 33). Sin embargo, no anulan la capacidad de respuesta de la sociedad civil, esto es, de asociaciones, organizaciones y movimientos que recogen las voces de los ciudadanos sensibles a los problemas de la sociedad, y las transmiten a la opinión pública (Gallardo, 1995 a: 18-19).

En los últimos veinticinco años, habría habido una ampliación y reforzamiento de la sociedad civil, en directa relación con necesidades socialmente experimentadas de democratización; sea frente al autoritarismo del Estado o frente al totalitarismo del mercado, o a una articulación entre ambos (Acosta,2003: 282).  En este sentido, la sociedad civil parece autoconcebirse y autoconstruirse como el espacio de lo social con potencial instituyente en términos de racionalidad práctica, capaz de  acotar y transformar los espacios dominados por el autoritarismo político y la omnipresencia del mercado  Me voy a referir brevemente, en primer lugar, al autoritarismo político.

El autoritarismo político tiene una larga historia en América Latina (Lehr,1986; O'Donnell, 1997). En la medida en que no representa intereses y demandas emergentes de la sociedad, padece serios problemas de legitimación. Frente al Estado autoritario, policial o mínimo, lo que desde los movimientos sociales se propicia es un Estado social, solidario y democrático. No se piensa en un Estado sobreprotector, que construya desde su propia lógica a la sociedad civil, ni tampoco un Estado que se oriente a proteger al mercado de las demandas de la sociedad civil, sino en un Estado que sea reformulado desde la actividad instituyente de esa sociedad civil.

Por otro lado, y con la mediación de los gobiernos locales, tiene lugar una globalización inducida y asimétrica de nuestras economías, en una específica inserción en la economía mundo. Esta es la línea de la modernización sin modernidad, aparentemente imperante en América Latina, porque el orden de la vida producido, no puede ser concebido como autorreferido o autoproducido, fundamentalmente por parte de las mayorías sociales que se sienten excluidas o amenazadas de exclusión.  Conviene afirmar, como con el Estado, que con el fenómeno de la transformación de la sociedad civil, no se busca la eliminación del mercado, sino el control de su racionalidad del cálculo, la ganancia y la competencia en función sólo de intereses privados, y su orientación en función del bien común, que permita un orden democrático en el cual todos puedan vivir con dignidad.

En conclusión, en algunos países, al menos, el imaginario revolucionario de los setenta parece haber sido desplazado por el imaginario democrático, en el que la democratización y la democracia se legitiman socialmente, ante una revolución  imposible y un autoritarismo indeseable. En ese sentido, se da una mayor presencia de categorías de análisis como actores, sujetos y ciudadanía, que pareciera que tiene que ver con el pluralismo de una nueva cultura política democrática, frente a otras como las de pueblo y clase social. Se trataría de la emergencia de un  espacio político diferente, posautoritario  y posrevolucionario (Acosta, 2003: 290).

Una nota distintiva, también, está dada por el papel que cumple la ética, en relación a los problemas de articulación y ampliación de la sociedad civil. La ética alimenta la racionalidad práctica, en relación a la economía, entendida como racionalidad técnica, y a la política, entendida como racionalidad estratégica (Lerner, 1986 b: 166).

Así, pues, la ética vista como racionalidad práctica, no es un plus inesencial en el comportamiento de la racionalidad técnica y estratégica. Se parte de un principio, que dice que se debe lo que se puede, y que lo que no se puede, no se debe. Si bien es cierto que la racionalidad técnica o estratégica marcan el campo de lo posible para la racionalidad práctica, esta última,  al indicar un deber ser como alternativa a un no poder ser, proporciona un criterio fundante para otras expresiones de la racionalidad, que permite impedir o rectificar los efectos eventualmente destructivos que las mismas producen cuando operan fuera del control de la racionalidad práctica.

Las tesis que he expuesto afirman la necesidad de construir, en América latina, una teoría de la democracia  posautoritaria, posrevolucionaria, posneoliberal, que se oponga a una modernización inducida desde instancias externas, que  responda a los intereses de la sociedad civil y que al mismo tiempo asegure una convivencia social solidaria y sin exclusiones. Esta innovación discursiva radicaría en el ámbito de la racionalidad que informa la praxis de la sociedad civil. A ella pertenecen, desde Aristóteles, la moral, la educación y la política. Y en ella asoma la subjetividad creadora, capaz de reinventar, desde la experiencia de una modernidad todavía abierta y por construir, un desarrollo que responda a nuestras necesidades e intereses.

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