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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versión On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.23 Córdoba jun. 2010

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

Intelectuales y Bicentenario

Diego Tatián1

 


Resumen
En el presente texto se indaga acerca del lugar que adoptan las intervenciones intelectuales en el actual proceso político latinoamericano. Las tareas aquí propuestas y relevadas conciernen al estatuto de la lengua, a la condición de la memoria y la referencia a los derechos humanos que vertebraron parte del discurso público en la historia reciente, así como a la «cuestión democrática ». Estas diferentes dimensiones de la tarea intelectual no son autónomas sino superpuestas. Finalmente, se establece una referencia a la Universidad en tanto laboratorio de ideas frente a los procesos mencionados.

Palabras clave: Política; Lenguaje; Memoria; Democracia; Universidad

Abstract
This paper approachs the place of the intellectual interventions in the actual political processes in Latin America, in relation with the  condition of the language, the culture of memory, the Human Rights and the democracy. These different dimensions of the intellectual work are not independent but overlapped. Finally, the text refers about the University as an ideas’ lab, in relation to the described processes.

Key words: Politics ; Language ; Memory ; Democracy ; University


¿Intelectuales, quiénes?

Contamos con una acepción restringida y una extensa del concepto «intelectual ». Según la acepción más amplia, la vida humana misma es considerada una vida en las ideas: no hay cuerpo despojado de la capacidad de pensar. Como tales, los seres humanos son intelectuales, no existe quien no lo sea.

Según la acepción restringida y estricta, en la que vamos a detenernos aquí, intelectual es, en primer lugar, quien lleva una forma de vida determinada por el estudio. Por dedicación al estudio entiendo una forma de vida que, como cualquier otra, se define por el tiempo consagrado a una actividad. En este caso, esa actividad es la de escuchar, mirar, leer, pensar, hablar, escribir, preguntar, dudar, interpretar, hacer algo consigo mismo a partir de ideas, hacer algo con otros a partir de ideas, ser afectado por el mundo de una cierta manera.

En segundo término, intelectual es quien -tomo esta expresión del Kant tardío- hace un «uso público de la razón», es decir, somete pensamientos a la consideración de un público (de lectores, de escuchas) al que busca influenciar. Ese uso de la razón que llamamos «público» suele asumir la forma de un debate, de una contienda de ideas, dado que su objeto, los asuntos humanos, es contingente y equívoco (no admite tanto un conocimiento como una interpretación).

Además, conforme una definición clásica, intelectual es quien se inmiscuye en aquello para lo que no ha sido preparado, ni tiene competencia; en lo que no le compete ni le corresponde, y esto último en un doble sentido; disciplinar: como explicitación de un interés por la variedad del mundo desde una perspectiva no especializada; y social: adopción de conflictos remotos -y próximos, pero ajenos- como propios. En otras palabras, una curiosidad (por los otros, la historia, el «mundo») que no tiene una funcionalidad inmediata para su propia existencia como ser social [e.d.: se puede vivir, la gran mayoría de la gente lo hace, sin esa curiosidad y sin ese interés].

Asimismo, intelectual es quien trabaja con las palabras, los conceptos y los significados, y a ellos subordina el conocimiento; quien se ocupa no tanto de generar y acumular conocimiento como de desentrañar y producir sentidos («las ideas y las categorías del pensamiento, decía Marx, son producidas por los seres humanos exactamente como lo son la pana, la seda y la gabardina»). Su tarea clásica ha sido la de interpretar ese caso particular del libro del mundo, que es el texto social -lo que los seres humanos, sabiéndolo o no, hacen con sus vidas en comunidad-; también el ejercicio de una capacidad extraña, contigua a esta tarea de interpretación, que Kant llamó «facultad de juzgar» (hay un ulterior cometido de ese trabajo que no se restringe a la interpretación sino que más bien procura abrir el mundo -es decir lleva a cabo un trabajo sobre el límite de lo pensable y lo impensable).

Finalmente, intelectual es quien toma partido en relación a las fuerzas sociales en conflicto. Y esta toma de partido, se inscribe en una encrucijada de crítica y memoria.

En resumen, el término «intelectuales» así concebido refiere a personas que llevan una forma de vida dedicada al estudio (a las palabras, a la lectura, la conversación y la escritura); que hacen un uso público de su capacidad de pensar; que se interesan y se ocupan de cosas que exceden sus conocimientos y sus intereses materiales estrictos; que interpretan significados y también producen otros con los que abrir el mundo; que ejercen su capacidad de juzgar de manera crítica; que (se) sostienen (en) una memoria, y que toman partido.

Esta aproximación es, como resulta evidente, discutible y provisoria. Me valgo de ella para detenerme en tres tareas específicas (por supuesto no las únicas), que según mi opinión pueden serle adjudicadas en circunstancia argentina actual. Ellas son:

1) Evitar la imposición de una lengua única; preservar el lugar de lenguajes extraños, no comunicativos, ni argumentativos, en la conversación pública de los seres humanos respecto de sí mismos en esta parte del mundo.

2) Salir del paradigma de la memoria -lo que no equivale a abjurar de ella como «horizonte insuperable de nuestro tiempo». Más precisamente, ocupar una encrucijada entre invención y memoria -entre un ethos de la ruina y una potencia crítica; entre una atención por las ruinas de la historia y el ejercicio de una potencia del pensamiento.

3) Mantener abierta la cuestión democrática. Impedir su reificación y naturalización y más bien considerar la democracia como la autoinstitición ininterrumpida, conflictiva y siempre incompleta de una determinada forma de vida en común. Estos tres registros se intersecan y se superponen en más de un punto.

Contra la lengua única

La preservación de la inactualidad es un presupuesto lógico de la crítica, cuyo objeto es siempre una situación actual. En ello, en la encrucijada de memoria e invención, radica una contribución democrática mayor de la tarea intelectual. El sentido de la palabra democracia y la democracia como práctica efectiva se juega en la defensa de la plurilingua, connatural la adopción de formas de vida política que respetan la diversidad propia de cualquier colectivo; se juega en la capacidad de resistir la imposición de una lengua única, que busca prosperar mediante la reducción de los  significados sociales a una mínima expresión de pensamiento e imaginación -más simple: que busca prosperar mediante la reducción del habla al formato de los media.

Acaso sea ese uno de los más inadvertidos legados de la tradición intelectual argentina: mostrar la carnadura ideológica de las palabras naturalizadas -que no siempre son las mismas- en la manera de hablar dominante que invade los relatos sociales; resistir la imposición de una monolengua que pretende hacerse pasar por obvia; inventar nuevas maneras de hablar capaces de precipitar una y otra vez «la obra de la libertad», y también preservar de su extinción burocrática el anhelo de cambiar la vida y comprender el mundo. La invención, por ejemplo, es una herencia de la Reforma Universitaria -el Manifiesto liminar admite ser leído como una operación de lenguaje; una ruptura con el que era dominante y la búsqueda de otro diferente, una declaración incierta de lo que aún «no tiene nombre».

Pero hay otro registro del trabajo en la lengua, que sólo en apariencia es menos político. En los años ’50, el joven Günter Grass respondía al problema de «escribir después de Auschwitz» con una palabra: «ascetismo». El trabajo literario de esos años -recuerda el escritor- estuvo marcado por una completa «renuncia a los colores puros» y una voluntad de permanencia en el gris; por una abjuración de cualquier magnitud  absoluta, necesariamente ideológica, y una abdicación de las creencias para «instalarse en la sola duda, que daba a todo, hasta al mismo arco iris, un matiz grisáceo ». Trabajar con un lenguaje dañado, sobre materiales innobles, «acabar con las metáforas de genitivo» y «renunciar a los vagos ambientes pretendidamente rilkeanos y al tono cuidado de la literatura de cámara» (Grass, 1999). La reflexión de Grass  buscaba intencionar una objetividad con la cual las palabras pudieran entrar en sintonía, ya desde sus primeros poemas y composiciones dramáticas, así como en sus grandes textos -El tambor de hojalata, Años de perro o El rodaballo- y hasta sus piezas narrativas últimas. En la veta abierta por Adorno en Mínima Moralia, Günter Grass continúa así una ya larga tarea de pensamiento -la misma que en la Argentina postdictadura se halla apenas esbozada- sobre algo ineludible: la «conciencia de las palabras», el registro que la muerte ha dejado en la lengua, la ética que acompaña al oficio de escribir.

En quienes tal vez hayan sido los tres más grandes escritores argentinos -me refiero a Macedonio, a Juanele y a Borges-, podemos sentir algo común, algo que llamaría un estado de felicidad de la lengua, la literatura como pura celebración. Pero esa lengua no ha salido indemne ni ha quedado absuelta después de la Esma, La Perla y los vuelos de la muerte; una espectralidad la acompaña desde entonces. Desde entonces, en la lengua, en la intimidad de la lengua aún por   explorar, no hay felicidad, no hay humor, no hay éxtasis; hay una gravedad. Hay un anhelo de verdad, o el anhelo de una palabra que alcance, si no a decir, al menos a entrar en sintonía con algo que ha dejado su marca en los cuerpos, en las almas, en los sueños de los que duermen.

La conciencia de las palabras acusa la conmoción que la tragedia le ha inferido al idioma en suburbios de lenguaje como la poesía pública de Juan Gelman, o en la poesía despojada -sin mayúsculas, sin adjetivos, sin signos de  puntuación- y casi secreta de Oscar del Barco -escribe: «el día recorre las hierbas / con sus muertos / el día tú-él de polvo / en el viento / pasarás por el ojo»; o: «en el abandono / del sol / en la niebla / del hierro / tú-él / muertos»; o: «terrible es el llanto del animal / en la trampa / el animal pone su otra mejilla / y alaba».

El giro de la memoria a la invención política

En las últimas décadas es posible corroborar un giro o un trayecto que va de la emancipación al duelo; de una potencia afirmativa común al testimonio de lo impresentable; del horizonte trazado por el reino de la libertad al genocidio como eterno presente; de los no nacidos a los muertos; en suma, de una cultura de la revolución a una cultura de la memoria. El acontecimiento radical de la historia -dice Rancière- no está desde entonces en el futuro por venir, sino en el horror ya sucedido; la política y el arte ceden su lugar a la ética (Rancière, 2005). Como antes por el absoluto revolucionario, la imaginación democrática corre el riesgo de paralizarse por el imperativo de memoria que el ángel benjaminiano antepone a todo progresismo, para detenerse en las ruinas acumuladas de la historia.

Una importante dimensión de esto que llamamos aquí «giro de la revolución a la memoria» -que en la Argentina tiene lugar desde hace más de treinta años- fue la irrupción de los derechos humanos como referencia organizadora de la conciencia colectiva -o al menos de una buena parte de ella. La experiencia del totalitarismo y el terrorismo de Estado en diferentes partes del mundo, condujeron a revisar la crítica de los derechos humanos que encuentra su formulación canónica en La cuestión judía, donde Marx entiende los derechos del hombre como derechos de los miembros de la sociedad burguesa, del hombre separado del hombre y de la colectividad. En un ensayo ya clásico escrito en 1979 a partir de las luchas llevadas adelante por los disidentes de las «democracias populares» del este, Claude Lefort -autor decisivo en el giro post-revolucionario de la política emancipatoria- había sustraído el concepto de derechos humanos de esta crítica y lo había recuperado para la cultura de izquierda con el propósito de «poner en evidencia la dimensión simbólica de los derechos del hombre, demostrando que acabó por ser constitutiva de la sociedad política» (Lefort, 1990: 26). El reconocimiento de las libertades y la protección de los derechos desplazan cualquier tentación del Todo y de lo Uno, en favor de una sociedad civil a la que es inherente una multiplicidad sin síntesis, indeterminada, imposible de reducir a una totalidad autotransparente (o a una división única que también lo sería).

giro hacia los derechos humanos de la izquierda argentina es lo decisivo de la cultura política nacida bajo la experiencia del Terror ejercido desde el Estado; en el movimiento de derechos humanos a que dio lugar se inscribe el significado central de la memoria, una de cuyas tareas -aunque no la única- ha sido la de impedir que el negacionismo prospere.

El movimiento de derechos humanos ha sido el corazón de la izquierda argentina  en las últimas décadas y seguramente es uno de los más importantes del mundo, por su capacidad de haberse constituido en una de las referencias políticas principales en los debates nacionales, por su capacidad de arrancarle al Estado situaciones que el Estado  espontáneamente no produce, por su persistencia y por su intensidad. La recuperación democrática hubiera sido inimaginable sin esa presencia y potencia cuyo aporte, en su insatisfacción, en su radicalidad, en su intratabilidad a veces, ha sido y es fundamental para la democracia, que jamás se obtiene de manera definitiva sino que es una autoinstitución continua, que puede perderse de un momento para el otro. Ese movimiento fue la respuesta a un genocidio, pero también el efecto de una derrota y de un fracaso. El anhelo revolucionario y el horizonte emancipatorio ceden pues su lugar al trabajo de la memoria. La memoria no es un concepto individual ni meramente psicológico, sino colectivo y político. Incluso quienes han nacido muchos años después de un acontecimiento extremo, y por tanto no tienen recuerdos de él, pueden sin embargo participar de una memoria que les ha sido legada, y encontrar en ese acontecimiento un conjunto de significados que dotan de sentido a sus ideas y a sus prácticas, como antes ese sentido era proporcionado por la perspectiva revolucionaria.

Un pensamiento crítico afirmativo en condiciones de disputar el mundo por venir es ante todo un pensamiento capaz de sustraerse al resentimiento. La historia no se dirige inexorablemente hacia una sociedad más justa y por eso mismo el porvenir es objeto de disputa, como también lo son el presente y el pasado. Afirmativo sería un pensamiento que logra sustraerse de la mera negación de lo dado, produce conceptos nuevos, prácticas autónomas y se torna capaz de sobreponerse a una cierta parálisis de la acción política que conlleva la cultura de la memoria.

La construcción de una política no reducida a la memoria, significa una política afirmativa, que produzca hechos y sea capaz de sobreponerse al duelo, que ha calado en la transición democrática argentina con muy buenas razones. Asimismo, preservar la política de la nostalgia, porque la nostalgia da lugar a la repetición, y la repetición no es otra cosa que el trabajo del «instinto de muerte» en la política. Una acción y un pensamiento en la encrucijada de las ruinas acumuladas de las generaciones que nos precedieron (como también la justicia que invocan) y el poder de abrir la historia como disputa del presente.

Como ha sostenido con insistencia Alain Badiou, para la reanudación de una perspectiva emancipatoria resulta relevante sustraer a la praxis de la representación -clásica en el campo de la izquierda- de las personas como víctimas. No hay víctimas; hay seres humanos, grupos, clases que aunque se encuentran en una situación desfavorecida siempre tienen la posibilidad de revertirla. La idea de víctima es funcional al poder porque proyecta una pasividad en la autoconcepción que tiene una persona o un grupo social. Cualquiera sea la situación en la que se halle, un ser humano es ante todo una potencia política y una fuerza productiva de acontecimientos sociales; aunque puede encontrarse circunstancialmente escindido, siempre es capaz de recuperar esa potencia de actuar que le había sido arrebatada u ocultada, y revertir con ella la situación desfavorecida en la que está circunstancialmente inmerso. La pregunta decisiva no es tanto de qué o quién somos víctimas, sino de qué somos capaces.

La memoria, en tanto vertebradora de la cultura política argentina reciente es nuestro punto de partida, pero no nuestro horizonte insuperable (Tatián, 2007).

La cuestión democrática

En lo que concierne al sentido y al destino del conocimiento, las prácticas, el lenguaje y las ideas, mantener abierta la cuestión democrática no es una tarea extrínseca ni irrelevante; se activa como una exploración de las posibilidades ínsitas en esa antigua palabra, que conjuga y preserva la interrogación por la igualdad y la diferencia. Mantener abierta la cuestión democrática es articular su existencia a una noción de república que no silencia el conflicto, que hace su materia de él; ese conflicto, el conflicto democrático, desbarata la vieja oposición entre monarquía y república (Montesquieu llamaba a ese conflicto «la guerra oculta de la república»).

Las miradas retrospectivas que suelen hacerse sobre la democracia argentina, y que en este Bicentenario han tenido un cierto sentido de balance, rescatan en la política reciente las figuras de Illia y Alfonsín, a mi entender con justicia. En el caso de Arturo Illia hoy es un lugar común, desde la derecha hasta la izquierda del espectro ideológico, la contrición de la mayor parte de la clase política y la mayoría del pueblo argentino por haber sido indiferentes a su caída, si no explícitamente funcionales al poder real que lo derribó (en su caso, las trasnacionales del petróleo y los medicamentos, además de las Fuerzas Armadas). Tal vez fue ese el precio de haber mantenido la proscripción del peronismo impuesta por la corporación militar, pero también, o sobre todo, de dos medidas valientes cuya dimensión puede comprenderse a la distancia: la anulación de los contratos petroleros que había suscripto Frondizi, y la ley de medicamentos.

En el caso de Alfonsín, suele reconocérsele su responsabilidad para preservar la democracia de los retrocesos a los que se hallaba expuesta (recordemos que la Argentina era en esos años una nación que estaba aún bajo un ejército de ocupación y tutelada por él); se le reconoce el hecho de haber sorteado con relativo éxito las amenazas de ese ejército, y de haber cumplido con el importantísimo cometido, jurídico y simbólico, de juzgar a los máximos responsables del terrorismo de Estado (además de ciertas valentías personales pero sin consecuencias reales, como los enfrentamientos con la Sociedad Rural -a la que acusó de «fascista»- y el diario Clarín - al que, con otros términos, acusó de operaciones destituyentes).

Muchas medidas de gobierno que se han tomado desde 2003 se inscriben en esa hasta ahora débil aunque relevante tradición democrática, que concibe el ejercicio del poder público como un enfrentamiento responsable con la angurria de intereses concentrados incompatibles por lógica con la posibilidad de una sociedad menos desigual. Pero en este caso -en el actual proceso político argentino-, esas medidas son cuantitativamente mayores y, a diferencia de los antes mencionados, cuenta con la enseñanza de la historia, que a mi modo de ver son esencialmente dos, y complementarias aunque parezcan contradictorias.

La primera está expresada en una metáfora: no se hace una buena política a base de padrenuestros; lo que quiere decir, según la entiendo, que con las intenciones y las convicciones no basta; que al tomar decisiones es necesario considerar los límites que impone lo real, la finitud, la pluralidad irreconciliada y en conflicto, la contingencia, la variabilidad, el interés como motivación profunda de las acciones y las creencias humanas. En este caso, una perspectiva tributaria de la tradición realista asumirá la imposibilidad de llevar adelante un proceso político orientado por la igualdad -o igualdades- sin contar con aparatos, punteros, dinero, alianzas contranatura, negociaciones con frecuencia oscuras y demás (pues «pluralidad» no significa sólo coexistencia de seres que piensan distinto y deben conversar con tolerancia; significa sobre todo pluralidad de intereses, de grupos sólo motivados por la defensa de privilegios, lucha a muerte por la ganancia -y también, por supuesto, contienda de las ideas, construcción de un nuevo régimen de signos, invención de significados en ruptura con el orden dado, etc.). El problema es lograr que un proceso de transformación no sea devorado por esa materialidad inevitable, ni se reduzca a la pura negociación pragmática, o al todo vale con cualquiera que sea funcional a la preservación o el incremento del poder con el que se cuenta. Las transformaciones radicales -o simplemente sustantivas, o incluso cualesquiera sean que afecten intereses- nunca se producen con discursos puramente morales ni con principios cuya imposición no se responsabiliza de los efectos en el mundo que producen las acciones que los expresan incondicionalmente.

El problema de la política que plantea lo anterior es el de cómo producir efectos orientados por ideas, habida cuenta de la resistencia de lo real. A esto suele dársele el nombre de maquiavelismo.

La segunda enseñanza de la historia -en tensión con la anterior-, es esta: no sehace una buena política sino a través del respeto irrestricto a las instituciones. Si quieren prosperar en su cometido, esas instituciones no deberán alejarse de la vida popular -dicho en otros términos, la distancia entre el poder instituyente y el poder instituido debe ser lo más corta posible.

Además de esas enseñanzas de la historia, en este caso se cuenta también con una circunstancia de la historia: nunca en doscientos años la integración latinoamericana ha sido más explícita ni más lúcida, ni ha buscado conjugar de manera tan decidida emancipación y república, igualdad y libertad, sin volver a una contra la otra sino haciendo, precisamente, a una condición de la otra.

El centro de la cuestión es si una democracia puede ser emancipatoria y capaz de subordinar la riqueza al pensamiento y la deliberación común. La palabra democracia atesora múltiples y tal vez inagotables capas de sentido; incluye lo que durante muchos años se denominó peyorativamente «democracia formal». La forma en democracia es esencial a ella, pero también podemos y debemos pensar y ejercer la democracia como democracia social, en tanto extensión de derechos, protección de derechos, producción de derechos, a veces arrebato de los derechos, e incluso pienso que el desafío es que esta democracia pueda derivar en lo que hoy nos falta.

Entiendo aquí por democracia social el reconocimiento y la implementación de ciertas formas de reparación que conciernen a sectores sociales que jamás contaron y estuvieron excluidos del debate político y la visibilidad pública -tal el caso de los pueblos originarios pero no sólo-; como también el conjunto de medidas que avanzan sobre los derechos que afectan la diversidad sexual; a las condiciones para una inclusión más plena de los inmigrantes de países latinoamericanos o asiáticos (que podría adoptar la consigna de la izquierda europea contra el fascismo de grupos xenófobos -esa consigna dice: «todo el que está aquí, es de aquí»; el cuerpo presente en un determinado punto de la tierra como condición suficiente para el acceso a una ciudadanía plena, idea que conmueve la idea tradicional de nación, o la amplía), etc.  En los últimos años se han dado pasos muy importantes en el sentido de un incremento de la democracia en sentido social, concernientes a la ancianidad, a distintos grupos de riesgo, o sumergidos hasta ahora en la más completa anomia y desamparo legal como las empleadas domésticas, el peón de campo, etc., que han accedido recientemente a la condición de sujetos de derecho -o al menos han comenzado a hacerlo.

Asimismo, una dimensión democrática principal -la más difícil, la cabeza de la hidra- es la que podemos designar como democracia económica. Esto es una confianza, no hay ninguna garantía de que suceda; de hecho en los países que han tomado la vía democrática después de ensayar otras maneras de pensar y practicar la política durante los años ‘70, hoy no tenemos una democracia económica suficiente. Entiendo por democracia económica (íntimamente unida a la democracia social) la paulatina apropiación de la riqueza por el colectivo que la produce, favorecida por medidas de gobierno que se orientan en esa dirección.

Solo un ejemplo: la asignación universal por hijo dictada en octubre de 2009 por un decreto del Poder Ejecutivo Nacional. Las cifras del impacto social producido por esa medida (las tomo de un reciente artículo de Carlos Heller, quien a su vez las obtiene de distintos organismos de investigación, como el Conicet, el Centro de Estudios e Investigaciones Laborales, el Centro de Estudios para el Desarrollo Argentino, etc.) son las siguientes: los índices de indigencia se redujeron entre un 55 y un 70 por ciento desde su puesta en marcha retornando así a los mejores niveles de la historia argentina; la brecha de desigualdad se redujo un 30 por ciento, haciendo de la Argentina el país más igualitario de América Latina; Argentina pasó a ser el país latinoamericano que destina el mayor porcentaje de su PBI a la asistencia social (0,58%), etc. (Heller, 2010: 6).

Abierta a todas estas dimensiones, la cuestión democrática es aneja al interrogante de cómo pensar la política y cómo intervenir en ella a partir del desvanecimiento del mito de la revolución. Le estoy dando un significado estrictamente antropológico a la palabra mito, no un sentido vulgar ni peyorativo.

Un mito se constituye como un conjunto de significados que traza un horizonte de sentido para el colectivo que lo produce, y que se va transmitiendo a través de las generaciones. Mito por tanto en el sentido laico, como para nosotros lo es la Reforma del ‘18 o el Cordobazo; existe pues una relación entre mito y política que no puede ser soslayada y que tiene ese significado preciso. La revolución es un mito justamente en ese sentido, cuyo desvanecimiento sume a lo político, a la reflexión, a la intervención, a la teoría y a la praxis, en una fragilidad y en una incertidumbre. Pero la historia y la política no acaban con el desvanecimiento de lo que llamamos aquí el mito de la revolución; la historia está siempre abierta, siempre pueden suceder cosas nuevas -y de hecho suceden-, la revolución misma como posibilidad humana y política puede reaparecer por vías insospechadas e instalarse otra vez en el imaginario colectivo para animar nuevamente iniciativas políticas.

No nos hallamos ante un fin, ni ante una clausura de lo político sino por el contrario frente un estallido de las luchas, de los combates, de las resistencias, de las sublevaciones ante las injusticias. Esto trae la necesidad de pensar lo político de  otra manera, pero no estamos en un mundo menos injusto que aquel que dio lugar al mito de la revolución. Por una parte, la actual ineficacia de ese mito no es otra cosa que el surgimiento de algo nuevo que todavía se está buscando. A esa otra cosa le podemos dar un nombre viejo, comunismo por ejemplo; Alain Badiou ha escrito páginas muy hermosas sobre el comunismo como una invariante de la imaginación humana que aparece de una manera o de otra, que siempre tiende a aparecer y todo el tiempo se  está dando formas (Badiou, 2006: 15-19). O también el nombre de democracia,
reinventado.

Irrumpen en la esfera pública un conjunto de luchas que no se sintetizan en  ninguna parte, que no se articulan por el momento a ningún mito (a no ser que consideremos a la democracia como nuestro mito) y que no encabalgan en un sentido de la historia autoevidente. La historia no va a ninguna parte, no estamos condenados al éxito ni como género ni como individuos ni como sociedad, sino que dependemos de nosotros mismos y de lo que seamos capaces de hacer como seres vivientes en un mundo lleno de injusticias, para transformarlo. No es posible de aquí en más invocar o poner a la historia de nuestra parte. Esta constatación cambia la pregunta, e implica la posibilidad de nuevas repolitizaciones. En los últimos treinta años, en la Argentina irrumpieron actores políticos y sociales que -al menos desde una perspectiva de izquierda clásica- no eran relevantes, como por ejemplo el movimiento de desocupados y piqueteros, y también el movimiento de derechos humanos, que ha sostenido una acción ininterrumpida desde entonces, que se ha convertido en un referente político de la izquierda nacional, que ha obtenido resultados de manera increíble y que hoy se encuentra ante sus propios límites. Surgen actores e iniciativas permanentemente, emergencias políticas que no convergen en ninguna parte, y más bien existen como pluralidad dispersa.

En Latinoamérica, estamos en presencia de gobiernos que transitan una vía democrática bajo la convicción de que hay cambios cualitativos que pueden lograrse por esa senda, con insistencia y paciencia.

La actual experiencia política argentina se halla en consonancia con lo que está sucediendo en el resto de América y afecta intereses muy fuertes. Los integrantes del Colectivo Situaciones promueven una articulación de y con movimientos sociales que lleven a cabo una reapropiación precisamente social de la riqueza y alientan al registro de todas estas iniciativas que son «no estatales». Pero esto quizás no sea contradictorio con una reflexión acerca del Estado, porque no es lo mismo un Estado neoliberal que otro cuyas medidas se orientan a una redistribución más justa de la renta y de la riqueza (dejando aparte por «indecidibles» -e irrelevantes, desde el punto de vista de los efectos de una política pública- las hipocresías eventuales de algunas decisiones de gobierno). Por poner un ejemplo, la defensa de algo frente a lo que la sociedad argentina ha demostrado ser muy sensible, como la educación pública, depende de la comunidad universitaria y educativa en general que se decide a defenderla, pero también depende en gran medida del Estado; un Estado orientado a proteger la cultura pública no es lo mismo que un Estado que se proponga destruirla.

Una izquierda que asuma la cuestión democrática debe ser capaz de resignificar y hacer propias palabras ajenas a su vocabulario clásico, como por ejemplo la palabra «prudencia», que no es término demasiado caro a su acervo, y acaso debería comenzar a serlo. Prudencia en tanto asunción de la radical contingencia que afecta a los asuntos humanos y en tanto responsabilidad en las acciones orientadas a una intervención sobre la riqueza, la renta, los bienes culturales y las contiendas simbólicas naturales a una ciudadanía. Esa contienda es cultural, involucra sobre todo al lenguaje y el léxico. En tanto personas que trabajan con las palabras y las ideas -que dedican su tiempo a ese trabajo-, los intelectuales afrontan el problema de la ideología, de la formación de opinión y de conciencia -cuyo instrumento clásico de las derechas en la historia argentina fueron las FF.AA, y que actualmente son las concentraciones mediáticas. La disputa por la palabra es hoy el centro de gravedad de la democracia argentina, el nervio de lo que antes llamamos la «cuestión democrática».

Existe un poder ideológico que opera en continuación. Frente a él, cobra particular relevancia la tarea intelectual clásica que busca desbanalizar, desideologizar y poner en marcha significados diferentes, iniciativas políticas nuevas pero que sin embargo no estén atadas a la retórica de una humanidad diferente a la que ahora mismo existe. Según creo, es necesario sustraer la política de todo principio de esperanza, y de la retórica que le es aneja. No hay esperanza, hay lo que hay, hay esto. ¿Qué somos capaces de hacer?, es la pregunta que desplaza a la cuestión de la esperanza. Y muchas cosas que están sucediendo; experiencias que se acumulan, crean perspectivas impensadas (la reciente ley de  matrimonio igualitario aprobada por el Congreso de la Nación es el emergente nítido de una sociedad en ebullición, rebosante de vitalidad política), y constituyen el capital político fundamental para la constitución de una izquierda posible, libertaria, emancipatoria, y también conjetural y prudente.

Coda sobre la universidad en el Bicentenario

En su estudio sobre La universidad en el siglo XXI, Boaventura de Sousa Santos propone una globalización contrahegemónica de la universidad como bien público, un internacionalismo afirmativo y alternativo a la actual lógica supranacional del capitalismo que procura inscribir a la educación en el circuito del consumo a distancia, como cualquier mercancía. Ese internacionalismo debería ser capaz de «recuperar el papel de la universidad pública en la definición y resolución colectiva de problemas sociales», conforme un programa institucional que prevé un privilegio de la extensión, la «investigación-acción», la «ecología de saberes», la implementación de talleres de ciencia, etc. (Souza Santos, 2005: 51 ss.). Ese programa político de una universidad como laboratorio de un internacionalismo contrahegemónico se propone una potencia crítica nueva.

Acaso sea necesario revisar viejas consignas surgidas de «la vida de los estudiantes », como la que busca concebir una «universidad al servicio del pueblo», una «misión social de la universidad», un «modelo de universidad que produce conocimientos para satisfacer necesidades de los más necesitados», o cosas por el estilo. Una reinvención de la acción política en la Universidad deberá sobreponerse a esas representaciones, en cuanto no son más que el espejo invertido de la heteronomía profesionalista que considera a la universidad pública y el conocimiento como instrumentos de la empresa privada capitalista (cuando no como «insumo» -es la palabra que suele usarse- de emprendimientos de saqueo como el extractivismo regional de las transnacionales mineras, que sin duda cuenta con «transferencia» -otra palabra a deconstruir- de conocimientos e investigaciones producidos en organismos públicos).

El concepto de «autonomía», tan importante en las grandes transformaciones de la universidad reformista, pero también en momentos en los que el embate privatizador arrasaba la cultura pública argentina, hoy pareciera haberse debilitado en su capacidad política, y una de las grandes discusiones a la que la universidad deberá enfrentarse en poco tiempo si es que no lo hace ya, es la que involucra el concepto de autogobierno. El efecto despolitizador de la transformación en la cultura académica sobredeterminada desde hace veinte años por la «investigación», vuelve poco a poco cada vez más impracticable las cargas de las llamadas actividades de gestión en los actores universitarios que de ahora en más necesitan su tiempo para otras cosas y no pueden distraerse con la rutina burocrática de expedientes que no redundan en ningún rédito (a no ser económico, y de corto plazo). Quiero decir que en breve va a imponerse con fuerza la idea de «tercerizar» o «privatizar» ciertas funciones que antes formaban parte del autogobierno -esencia de la autonomía-, y la administración de los asuntos universitarios tenderá a quedar en manos de administradores, más «capacitados» e «idóneos» que los docentes e investigadores, que han sido preparados para otra cosa y que tienen la cabeza en otra parte. Y por supuesto, esa administración no podrá diferenciarse de las decisiones propiamente políticas. Cuando ello ocurra es posible prever un conflicto entre estudiantes y docentes totalmente novedoso. Y tal vez en ese marco la noción de «autonomía» recupere su significado.

Hoy parece interesante recuperar la idea de un joven estudiante que en un texto de 1915 rompía con los llamados Estudiantes Libres de Berlín. Ese muchacho de 23 años era Walter Benjamín y en ese texto, que lleva por título La vida de los estudiantes, propone una universidad atenta a y permeada por las ideas que irrumpen en su exterior, sea en los movimientos sociales, el arte y la vida religiosa. Es decir, una universidad ni autónoma, ni heterónoma sino -aunque Benjamín no emplea el término- «heterogénea».

«Heterogeneidad universitaria» significaría a mi modo de ver no un centro de servicios para un pueblo necesitante al que pertenece en cuanto pública pero inaccesible para él; ni fuente de insumos para el mercado ni instrumento del Estado. Significaría la disposición a afectar y dejarse afectar por su exterior, incluir significados y saberes tomados de otra parte; poner en circulación ideas que no sólo se subordinan al reino de la necesidad sino que resisten abandonar el interrogante por las libertades posibles, por libertades nuevas que no pueden esperar en su «impaciencia» («impaciencia de la libertad» es la expresión de Kant que le gustaba a Foucault) la institución de la igualdad.

NOTAS  

1 Doctor en Filosofía y Doctor en Ciencias de la Cultura, profesor de Filosofía Política e investigador del Conicet. Actualmente dirige la Editorial de la Universidad Nacional de Córdoba.

Bibliografía

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