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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versión On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.23 Córdoba jun. 2010

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

 

Democracia y globalización. Una mirada desde el sur
María de los Angeles Yannuzzi1

 


Resumen: Por primera vez nos encontramos en toda América del Sur con gobiernos democráticos a los que la globalización les presenta una serie de desafíos. Identificada incorrectamente primero con el neoliberalismo, la globalización reactualizan el problema de la construcción del orden democrático. La expulsión del mercado, producto de las transformaciones económicas, no solamente exacerba las diferencias ya existentes, sino que al crear otras nuevas pone en cuestión la integración social y la conformación del ciudadano. Al carecer de canales apropiados para insertar sus demandas, estas sociedades acumulan violencia que impiden toda resolución pacífica de los conflictos. Pero la globalización, con la aceleración de los tiempos, abre también la posibilidad de desatar otra faceta autoritaria. Escudándose en la necesidad de tomar decisiones lo más rápido posible, el ejecutivo puede tomar primacía sobre los demás órganos de gobierno, al asumir ese espacio de decisión para sí, evitando la participación del Congreso. Se promueve así en el plano de lo político la falta de confianza en las instituciones democráticas y la ruptura del equilibrio de poderes, situación esta última que en países con ejecutivos fuertes supone acrecentar peligrosamente el presidencialismo.

Palabras clave: Democracia; Globalización; Neoliberalismo; Exclusión; Autoritarismo

Abstract: There are, for the first time in all South America, democratic governments to which globalization presents different challenges. Incorrectly identified first with neoliberalism, globalization reenacts the problem of building the democratic order. The expulsion of the market, a product of economic changes, not only exacerbates existing differences, but creates new ones, questioning in this way social integration and the formation of the citizen. While lacking of proper channels to insert their demands, these societies accumulate forms of violence that prevent them from a peaceful conflict resolution. But globalization, with the acceleration of time, also opens the possibility of unleashing another authoritarian facet. Relying on the need to make decisions as quickly as possible, the executive may take precedence over the other organs of government, while it takes decision only for himself, avoiding the involvement of Congress.
In this way, the lack of trust in democratic institutions and the imbalance of power are promoted in the political dimension, situation that in the case of strong executives dangerously leads to the increase of presidentialism.

Key Words: Democracy; Globalization; Neoliberalism; Exclusion; Authoritarianism


 

No son pocos los autores que creen que la globalización constituye una instancia de profundización de la democracia2. Y así lo afirman, no sin cierta ingenuidad, pensando que la democracia está simplemente asegurada. Es cierto que, por primera vez en la historia nos encontramos en toda América del Sur con gobiernos democráticos, muchos de los cuales son catalogados de progresistas3. Sin embargo, las nuevas condiciones que se abren en el mundo plantean una serie de desafíos para los que muchas veces sus gobiernos parecen no estar adecuadamente preparados. Sobre todo porque la globalización es entendida en general como un fenómeno exclusivamente económico, y no, como lo es realmente, como algo mucho más complejo que involucra dimensiones distintas4.

La alteración de los regímenes de tiempo y espacio, la permeabilidad de las fronteras nacionales, los procesos de diferenciación y fragmentación, por mencionar solo algunos de los fenómenos que se producen, reactualizan, en ese sentido, el problema relativo a la conformación democrática del momento de unidad que define lo común. Particularmente porque no obstante lo que algunos no sin cierta ingenuidad piensan, el desarrollo de la globalización no necesariamente favorece el de la democracia, y menos aún de lo que podríamos llamar una democracia plural. Y decimos que «reactualiza» este problema porque la democracia moderna, por el mismo carácter heterogéneo de las sociedades contemporáneas, ya nos plantea una cierta dificultad para la articulación del espacio común, instancia a través de la cual se asegura la integración del sistema político.

Hoy los estados se ven ante la necesidad de conformar nuevos sujetos políticos y, por consiguiente, nuevas identidades, consecuencia, entre otras cosas, del cambio de escenario que se viene produciendo. De un mundo en el que el estado controlaba el conjunto del proceso productivo dentro de su propio territorio y planificaba el desarrollo a alcanzar, se está pasando a otro en el que el estado ha perdido incluso parte de su alcance jurisdiccional. Los estados contemporáneos ya no tienen, en ese sentido, el mismo control que ejercían antes sobre sus propias poblaciones, situación que, en el caso de sociedades que ya acarreaban problemas de desarrollo, se agrava, debido la creciente dificultad para asegurar para todos condiciones mínimas de subsistencia.

La cuestión no es menor, ya que las sociedades latinoamericanas están entre las que tienen un mayor nivel de desigualdad5. Todas estas son solo algunas de las cuestiones que necesariamente deben ser tenidas en cuenta, especialmente a la hora de pensar tanto «la institucionalización del espacio sudamericano» (Peña, 2009: 53), como el desarrollo de la democracia en la región.

¿Cuáles son entonces las probabilidades para el desarrollo de la democracia en el subcontinente, habida cuenta que «América del Sur se ha convertido en un espacio geográfico de creciente densidad, marcadas diferencias y gran dinamismo» (Idem: 54)? Intentar responder este interrogante requiere que revisemos primero el llamado modelo neoliberal. Al tratarse de la primera respuesta a la globalización, su modo de dar cuenta de ella terminó condicionando el tipo de percepción de este nuevo proceso.

Pero como mostraremos a continuación, globalización no es sinónimo de neoliberalismo. Por el contrario, ella tiene procesos propios que dibujan un tipo de escenario distinto sobre el cual debe asentarse la política específica de cada país en particular e, incluso, de la región, por lo que América del Sur nos presenta un espacio multipolar, en el que cada país, por las mismas condiciones actuales, puede tener «múltiples opciones para su respectiva inserción en el mundo » (Idem: 53). Es entonces en este múltiple y complejo escenario que debemos pensar el desarrollo de la democracia en América del Sur.

Neoliberalismo y globalización

Mal podríamos comprender estos nuevos desafíos a los que se enfrenta la región, si previamente no analizáramos el tipo de construcción imaginaria que se establece en relación a la globalización. Sabemos que en algunas sociedades predomina de ella una percepción totalmente negativa, por lo que este fenómeno es visualizado en general como una amenaza, como un arma que, en poder de los países centrales, asegura la dominación de la región6. Esta apreciación del fenómeno se debe a que estas tendencias que se han desarrollado se conocieron fundamentalmente a partir de las soluciones concretas que se implementaron desde un modelo particular, que constituyó en los ’90 la primera gran respuesta a las transformaciones producidas por la globalización: el neoliberalismo. Durante esa década América Latina, aplicando este tipo de política, se asomó por primera vez a las transformaciones y mutaciones que se venían operando en el mundo. Esto llevó a que se produjera en el imaginario social y político una fuerte identificación entre globalización y modelo neoliberal7. Es por eso que, desde un imaginario que tiende generalmente a la simplificación, referirse a la globalización puede ser entonces entendido como defensa de un modelo de este tipo, velando con ello la envergadura real del cambio de escenario que hasta ahora se ha venido produciendo. Por eso es importante que hagamos un breve repaso de ese modelo.

Frente a una regulación por el estado que ponía límites al desarrollo de la lógica de mercado, el neoliberalismo apostó a la empresa privada, que se presentó así como la pieza clave para la prosperidad. Basándose en la teoría económica neoclásica, se estableció casi como mito que las fuerzas del mercado podían distribuir mejor que el estado los recursos, los salarios, los bienes y los servicios. Después de muchos años, el liberalismo económico se imponía así al keynesianismo, por lo que se comenzaron a desmantelar aquellas estructuras del estado que se consideraban innecesarias. Así, desde un reduccionismo economicista, globalización pasó a ser en el imaginario político y social sinónimo exclusivo de desestatización, privatización, libre mercado, pauperización y precarización.

En función de ello, y bajo el influjo de las premisas neoliberales que en el caso fundamentalmente de Argentina se combinaron con elementos fuertemente conservadores8, el achique del estado se instaló en la agenda política de los 90. Así, desde un discurso fuertemente deudor en este plano del neoliberalismo, se cuestionó al estado en sus funciones benefactoras y empresariales desarrolladas durante el keynesianismo.

El aumento de la desocupación, la abrupta pauperización de amplias franjas de la sociedad y la precarización del trabajo fueron tomados como las únicas consecuencias posibles de una globalización que no hacía más que profundizar la dependencia de la región. Presentado a la sociedad como el único camino posible dentro de un mundo globalizado, el neoliberalismo, o su par, en este caso, el neoconservadurismo, velaba el carácter ambivalente que estos procesos siempre tienen. No solo porque la globalización en sí, más allá de lo que afirma el neoliberalismo, no constituye en realidad un único proceso, y menos aún un proceso lineal. Entre otras cosas porque la misma globalización no supone un único modelo de producción y de acumulación9. Pero además porque la constante ambivalencia que caracteriza al proceso de mundialización hace que ella tenga consecuencias distintas según el modo de ‘estacionarse’, ya que «la mundialización se sostiene y se nutre de las diferencias constitutivas del mundo -las diferencias construidas a través de la historia- para imponer sus lógicas en el seno de un espacio planetario estructurado verticalmente» (Létourneau, 1997: 44). Mucho depende entonces del grado de fortaleza que tenga en ese momento la sociedad civil y del tipo de reglas que imponga para ello cada estado particular. Porque, como afirma Félix Peña, las «diversidades generan respuestas de geometría variable, flexibles y de múltiples velocidades» (Peña, 2009: 55). Esta maleabilidad en los resultados es algo que ya podemos apreciar en la misma instrumentación del modelo neoconservador tal como se lo difundió en Latinoamérica en los ’90. La respuesta a los nuevos requerimientos de las tendencias mundiales constituyó, en realidad, una respuesta en parte distinta al neoliberalismo de Thatcher y Reagan, entre otras cosas porque se asentó sobre una cultura política que no era totalmente asimilable a la anglosajona. El matiz neoconservador que adquirió esta respuesta en gran parte del subcontinente, particularmente en Argentina, requirió, a diferencia de su par neoliberal, de una neutralización de la política. Al ser este el espacio en el que se dirimen racionalmente los conflictos, el efecto de neutralización facilitó la expulsión de la esfera de publicidad de la conflictividad y, por consiguiente, de su tratamiento en un marco racional de resolución de conflictos. Por eso, más que la globalización en sí, son «las estrategias globales de las corporaciones y de muchos Estados» las que en realidad «configuran máquinas segregantes y dispersadoras» (García Canclini, 2000:180). Esto significa que los potenciales efectos negativos, si bien implícitos en el desarrollo del proceso de globalización, se desatan y se exacerban todavía más por la aplicación de políticas particulares decididas conscientemente por las mismas corporaciones o por los mismos estados. Es por ello que no podríamos discutir una medida concreta fuera del contexto en el cual ella se produce y menos aún fuera de las concepciones que en ese momento imperan, porque ellas son los anteojos a partir de los cuales los hombres concretos dan forma en la práctica a esa medida en particular. Por eso, para sopesar las consecuencias posibles -que no necesariamente tienen que ser inmediatas-, es necesario tener en cuenta cómo se interrelacionan con las otras prácticas existentes en esa sociedad en particular. Porque, como señalamos antes, así como «la globalización unifica e interconecta, (...) también se ‘estaciona’ de maneras diferentes en cada cultura» (Idem: 181).

Pero la ideología neoliberal, o neoconservadora según el caso, al presentarse como la única forma posible de globalización, no solo veló la redistribución del poder social y político que se estaba produciendo en la sociedad debido a las reformas encaradas desde el estado, sino que dado el tipo de política que a partir de ella se definía, se terminaron exacerbando en la sociedad las secuelas particularmente negativas del nuevo proceso de mundialización. Desde una ideología con fuertes tintes economicistas que define la política a partir de determinar supuestamente el saldo de la relación costos-beneficios, particularmente la versión neoconservadora de la globalización instaló en el seno del estado y de la política una lógica dineraria que no hizo más que negar al estado en su función de articulador final del interés general10.

Pero, como dijéramos ya, lejos del postulado neoliberal que sostiene que la única forma de reconversión posible es la que ellos propugnan, ésta no es más que una de tantas respuestas posibles al fenómeno de la globalización. En última instancia, la globalización entendida como un proceso único e invariable no es más que un recurso ideológico que contribuye en realidad a una clausura del espacio público y a un deterioro de la calidad de la democracia. Pero al invalidar el surgimiento de posibles alternativas, no hace otra cosa que dificultar o incluso impedir la organización racional del disenso. Por eso esta identificación que se ha dado en el plano de lo imaginario entre globalización y neoliberalismo no deja de ser perjudicial ya que no permite a los países pensar otras formas de adaptación a las nuevas condiciones económicas, políticas y sociales que se dan en el mundo hoy. Lejos de lo que el neoliberalismo propugna, «las profundas transformaciones que se están operando en los mapas del poder y de la competencia económica global generan múltiples opciones para la inserción externa de cada país» (Peña, 2009: 53). Por eso hay que evitar tirar el agua sucia con el bebé adentro. Debemos distinguir entre lo bueno o lo malo que las distintas tendencias mundiales habilitan por sí mismas y lo que en realidad constituye sólo una respuesta concreta, es decir, un modelo específico de globalización, modelo que, si bien asentado sobre esas mismas tendencias, no constituye, más allá de lo discursivo y de la intencionalidad de sus promulgadores, la única respuesta posible.

El nuevo escenario de la globalización

Frente a este nuevo escenario crecientemente complejo que se perfila con la globalización, la democracia en Sudamérica nos plantea una serie de incógnitas y desafíos a los que se les deberá dar respuesta, luego de la experiencia neoconservadora de los ‘90, desde una nueva dinámica de repolitización de la sociedad. Nuestras sociedades transitan, si bien de modo desparejo y desigual no solo entre sí, sino también dentro de su propio territorio, hacia un mundo en el que lo global y lo local no sólo conviven, sino que se presuponen (Létourneau, 1996: 28). Se plantea así el desarrollo de una lógica política distinta, lógica que incluso se contrapone al tipo de construcción imaginaria del Otro que se hacía y que todavía hoy se mantiene en las concepciones nacionalistas. Pensar la Nación en contraposición al Imperialismo, como ocurre en estos casos, continúa definiendo la política en función del espacio político-geográfico controlado por el estado-nación, sin tener en cuenta que la extraterritorialización del gran capital11 ha borrado la vieja distinción entre Norte y Sur que diferenciaba los países desarrollados de los subdesarrollados. Es decir que si antes el subcontinente formaba parte de un colectivo definido como Tercer Mundo, hoy esta diferenciación resulta cuanto menos difusa porque, lejos de denotar espacios distintos, hoy Primero y Tercer Mundo12 conviven en un mismo espacio político-geográfico.

Nos encontramos así con un mundo global carente de centro y cuyos elementos constitutivos son la polarización y la fragmentación, y un mundo local, afincado en un territorio, que reconoce al estado como su centro de poder. Un mundo que se divide en extraterritorializados y «ganadores» y territorializados y «perdedores» (Idem: 40). Se ha creado así una nueva geografía que se superpone a una delimitación político-geográfico basada en la existencia de fronteras blindadas que definían hacia su interior al estado-nación. Pero si bien global y local se implican, la convivencia entre ambos niveles no necesariamente es pacífica, situación ésta que contribuye a velar el sentido de las transformaciones operadas, ya que abona en el imaginario político el anclaje en modos de significación todavía deudores de formas ideológicas nacionalistas.
Por eso, aunque resulta en verdad imposible aislarse de ese mundo global13, la reacción al neoliberalismo -que en algunos casos se ha convertido en la práctica en reacción a la globalización- tiende a fomentar, como vemos particularmente en los populismos, el espacio político-geográfico del estado-nación. Esto es algo que los coloca en cierta desventaja a la hora de buscar una mejor inserción del país a nivel global.

Se viene dibujando así una nueva geografía que se alimenta a su vez de la ambivalencia propia de la globalización y que, por cuestionar esa noción de frontera acuñada en la modernidad tras la Paz de Westfalia, desdibuja en definitiva el espacio propio del estado-nación. Es una geografía que distingue, incluso dentro de un mismo país, zonas fuertes y zonas débiles. Por eso, como decíamos más arriba, ya no podemos diferenciar en los mismos términos que hacíamos antes entre Primer Mundo y Tercer Mundo. Pobreza, exclusión y desamparo se distribuyen por igual en todas partes sin hacer mayor distinción, como se hacía antes, entre países ricos y países pobres14. Esto significa que la misma lógica que se inserta en países como los nuestros se reproduce también en los que todavía llamamos desarrollados. La única diferencia, en todo caso, puede ser cuantitativa, por lo que la magnitud real a la que llegue dicha diferencia estará determinada por las condiciones iniciales en las cuales se asentó. Es solo en este sentido que la globalización, podemos decir, nos iguala.
Pero esto último dista mucho de sostener que la globalización tiende a uniformizar absolutamente todo, como se hace muy a menudo. Se habla así de los efectos igualadores, uniformadores de la globalización. Sin embargo, como bien señala Néstor García Canclini, esto no es totalmente así. Se trata más bien de la manifestación ideológica de un modo particular de percibir estos procesos. En realidad, y contrariamente a lo sostenido por el neoliberalismo, «lo que suele llamarse globalización se presenta como un conjunto de procesos de homogenización y, a la vez, de fraccionamiento articulado del mundo, que reordenan las diferencias y las desigualdades sin suprimirlas»15 (García Canclini, 2000: 49). Frente al pensamiento único que entiende los movimientos globalizadores sólo como homogeneizantes, «hay que hacerse cargo de las diferencias que la globalización no logra reducir». Y si bien «gran parte de éstas son culturales» (Idem: 178), también se exacerban las diferencias económicas y, por consiguiente, sociales pre-existentes y se crean otras nuevas.

Esto es particularmente importante respecto de los procesos de integración regional16. Más allá de las diferencias concretas que se presentan, estas formas de integración son consideradas una instancia necesaria para lograr un desarrollo autónomo de la región y quebrar así su historial de dependencia. Así lo señaló Néstor Kirchner, por ejemplo, cuando en Puerto Ordaz, en 2007, dijo que abogaba «por la integración regional y la construcción de una nueva realidad sudamericana que tenga ‘un sentido de identidad’ y esté basada en una ‘estrategia que busque la Justicia y la equidad’ de los pueblos de la región»17. Se trata, por cierto, de un ideal compartido por los distintos gobiernos sudamericanos, quienes más allá de posibles criterios distintos, aspiran en su mayoría a conformar «una unión, económica y política, que cuente con los recursos, las estructuras y el poder suficientes para funcionar de manera independiente de Washington y de las corporaciones transnacionales que operan desde EEUU, la Unión Europea y Japón»18 (Harris, 2008: 50). Pero, no obstante la declaración de intenciones, el proceso de integración sudamericano se encuentra en realidad bastante demorado. Entre otras cosas porque para ello es necesario lograr «una visión internacional común con el resto de los países de Sudamérica» (EGES, s/f: 2), visión de la que todavía se carece. Inscriptos en la lógica globalizadora, estos ámbitos de integración constituyen espacios cuyo desarrollo depende, como señaláramos, de las condiciones iniciales en cada caso particular.

Nuevamente las concepciones políticas que se articulan en cada caso particular cobran especial importancia, porque de ellas depende el tipo de visión con la que se articule el proceso de integración y la propia inserción en el mundo global, por lo que se hace necesario que «cada país de América del Sur desarrolle una estrategia nacional de aprovechamiento de los múltiples espacios de su inserción internacional que incluya a la propia región» (Peña, 2009: 53/4).

Democracia, globalización y derechos fundamentales

En tanto que múltiples procesos fuertemente ambivalentes, la globalización, como viéramos ya, se nutre de las diferencias existentes, exacerbándolas y profundizando, incluso, las fracturas preexistentes. Es por ello que uno de los mayores riesgos que se presenta hoy a toda sociedad política en general y a las sudamericanas en particular para lograr una construcción democrática no es otro que la inserción de la miseria que, con su lógica inhumana, cuestiona toda conciliación de la unidad y provoca y hace más sutiles los clivajes que tienden a consolidarse en la ausencia de diálogo. Frente a la existencia de un trabajo cuya distribución resulta cada vez más escasa, las sociedades modernas ven cuestionada su integración social por el hecho de marginar de toda posible estrategia pacífica de resolución de conflictos a aquellos sectores sociales, cada vez más numerosos, que han terminado expulsados del mercado. Esto ha llevado en muchas sociedades a un profundo cambio en su composición social, ya que a los pobres estructurales se les incorporaron vastos sectores de una clase media que protagonizó en términos objetivos y subjetivos una de las mayores caídas19. Definidos fundamentalmente por sus carencias, al no poder satisfacer mínimamente sus necesidades primarias, todos estos marginados han visto quebrado el presupuesto inicial de igualdad, quedando así sumidos en la esclavitud de la necesidad más brutal. Se trata de sectores a los que, al menos fácticamente, se les ha negado la posibilidad de ver satisfechos sus derechos fundamentales, colocándolos así en una condición infrahumana de vida. Esta creciente pauperización de la sociedad es lo que le hace decir a Alain Touraine que «el control político de la economía es más necesario que nunca» (Touraine, 2001: 36). Pero al aceptar en los hechos que hay quienes pueden sobrevivir careciendo de los derechos llamados fundamentales, la sociedad rompe los lazos de solidaridad que la constituyen como tal y que permiten compensar en su interior tanto social como políticamente las exclusiones que opera el mercado.

De esta forma no sólo se niega en la práctica el concepto de justicia distributiva, sino que se le quita al estado una de las funciones más importantes que tenía para limitar la lógica perversa del mercado, por lo que se compromete la calidad de la democracia.

Este, por el contrario, no es el planteo que defienden los distintos gobiernos izquierdistas y populistas del área, quienes apelan «a un papel activo del Estado para atender el tema de la pobreza», por lo que «se reconoce que el gobierno debe llevar adelante acciones específicas y liderar programas» (Gudynas et al., 2008: 7). Por eso, si bien es cierto que «la globalización económica reduce la habilidad de los estados de comprometerse en políticas protectoras de derechos propias del estado de bienestar» (Donnelly, 1998: 531), todavía se pueden -y se deben- articular ciertas formas compensatorias, según las condiciones iniciales de cada país. Este criterio, que recupera para el estado un rol que distingue claramente a la política de estos países de la del modelo neoconservador, «es presentado como un eje central y esencial de la identidad de izquierda o progresista»20 (Gudynas et al., 2008: 7).

Si no se reconoce, como ocurrió por ejemplo con el modelo neoconservador -aunque esto no es solo privativo de este modelo-, instancia política alguna que corrija las tendencias atomizantes propias del mercado, la instancia de unidad que el estado representa tiende a perderse, produciendo un resquebrajamiento de la legitimidad del régimen. Esto contribuyó en un primer momento en el modelo neoconservador a profundizar la escisión entre estado y sociedad civil, escisión que tuvo como efecto inmediato el alejamiento del hombre común de los espacios reales de decisión. Gracias a ello la verdadera decisión, aquélla que determina la inserción nacional en el proceso de globalización, se fue concentrando progresivamente en menos personas.

Esto no deja de tener, como podemos apreciar, secuelas serias en el orden político, ya que al producirse esta marginación se introduce en la sociedad un nuevo proceso de diferenciación política y social que se torna incluso más peligroso en el caso de quienes además han sido literalmente excluidos del mercado.

Esta forma de exclusión pone en cuestión, en ese sentido, la integridad misma del estado, entre otras cosas, porque se pierden las condiciones espacio-temporales que permiten la identificación de todos los individuos como miembros de un mismo colectivo que reconoce en él su centro simbólico. Son estas condiciones propias del estado moderno que permitían definir un espacio común en el cual reconocer la igualdad lo que se ha quebrado con la globalización. Por eso, si antes era necesario compensar desde el régimen político esa tendencia a la creciente diferenciación articulando al mismo tiempo en el orden de lo imaginario alguna fórmula que permita borrar en el plano de lo político las diferencias de las que se nutre la democracia moderna, ahora lo es con más razón.

Nos encontramos así ante un tipo de exclusión que obra en dos niveles distintos, aunque complementarios entre sí, ya que determinados sectores de la sociedad no pueden satisfacer sus derechos sociales y económicos mínimos y, además, su demanda concreta -es decir, su derecho a exigir, en tanto que seres humanos, que se los satisfaga- tampoco encuentra canales adecuados para instalarse en la sociedad. Ese ‘quitar la voz’ no hace más en verdad que cristalizar jerarquías no lícitas para la política moderna y menos aún para la política democrática, ya que invalidar el derecho a la palabra, a partir de la cual el hombre se instituye como sujeto político, se constituye en la condición necesaria para asegurar la exclusión social, producto de la distribución inequitativa de la riqueza. Así, lo económico juega antes bien como distorsionador de lo político que como su simple negación. Por consiguiente, la reducción del espacio público, producto de la falta de alternativas políticas, resulta totalmente funcional al proceso de exclusión en el plano social.

Sin embargo, dado justamente el carácter multifacético y contradictorio de los distintos procesos que conforman la globalización, se pueden introducir ciertos niveles de regulación, como se ha demostrado en algunos casos21. Se trata, en ese sentido, de revertir las situaciones de extrema inequidad, favoreciendo la inclusión de los afectados.

Pero muchos de los planes sociales que se llevan a cabo, lejos de producir una real integración construyendo realmente ciudadanía, simplemente fomentan el desarrollo de una clientela22. Por eso muchos sostienen que «la baja performance de esos programas es tolerada en tanto finalmente sus beneficiarios votarán por el partido de gobierno» (Idem: 39). Es decir con estos programas se termina dando un simple paliativo a través del cual se asegura una adhesión política forzada por la necesidad, sin crear efectivamente ciudadanía. Para esto último en realidad se requiere tanto de un pensamiento nuevo sobre política pública (Beeson/Bellamy, 2003: 344), como de una sociedad civil diversificada que tenga canales políticos orgánicos a través de los cuales expresarse. Esto último es fundamental porque al no existir una garantía real que asegure per se que el gobierno arbitre una mejor distribución de los beneficios para el conjunto de la sociedad, es aquella la que debe cumplir el rol de contralor final de las acciones del estado.

Democracia, exclusión y violencia

Las sociedades contemporáneas se exponen, como viéramos en el apartado anterior, al peligro de aumentar la violencia dado el incremento de la exclusión social. Situación que puede hacer trastabillar el desarrollo de la democracia, particularmente en Sudamérica, dados los resabios de cultura autoritaria que todavía perduran. Esto no significa que la región corra el riesgo de recaer en un ciclo golpista23. Sobre todo si tenemos en cuenta que, no obstante su pasado autoritario, hoy se mantienen en la población latinoamericana altos niveles de adhesión a la democracia24. Sin embargo, esta imagen positiva de la democracia, que se constituye en freno para toda interrupción indebida del orden constitucional, no se condice, por ejemplo, con la escasa confianza, por ejemplo, en los partidos políticos25. Con sus estructuras fuertemente esclerosadas, con pocos reflejos para adaptarse a los cambios que se vienen produciendo, las organizaciones políticas y sociales han terminado quebrando el nexo de identificación que les permitía articular los consensos y canalizar las demandas. Esto genera un problema, ya que de ellos se supone que surgen quienes van a llevar adelante ese orden democrático. Por eso es importante el fortalecimiento constante de las instituciones políticas.

No es casual entonces que si bien el apoyo a la democracia es alto en la región, la satisfacción con la democracia en el propio país es mucho menor26. Esto supone una fuerte crítica y un reclamo implícito de una mayor democratización. Una posibilidad que, si bien puede ser alimentada por la globalización, por la misma ambivalencia que la caracteriza, no está garantizada por sí misma. En ese sentido, la tendencia a la diversificación que se desata en el nuevo escenario se superpone tanto a un proceso de diferenciación que es inherente a la misma democracia, como a clivajes que atraviesan algunas sociedades cuya conciliación no se ha logrado hasta ahora. Tal el caso de países con alto porcentaje de población aborigen y afrodescendiente27. Así, por ejemplo, el caso de Bolivia, que se encuentra fuertemente fracturada por la división en clases, clivaje que se superpone a su vez a la diferencia étnica sobre la que se asienta la dominación. Se trata, en ese sentido, de una sociedad en la que no se ha logrado una integración social de los distintos sectores, por lo que no termina de articularse plenamente una imagen unificada de país.

Esto nos plantea un problema importante particularmente en el plano político- nacional, ya que la política democrática exige por lógica la articulación de consensos. Por eso, si antes se hacía necesario determinar el tratamiento que deberíamos dispensar a la diferencia en un contexto democrático, esto resulta más imperioso ahora, debido a las tendencias que desata la globalización. Sobre todo porque ella acentúa en el seno de las sociedades nacionales muchas de las diferencias pre-existentes, al mismo tiempo que crea otras nuevas. Se trata entonces de lograr en estos países una instancia imaginaria de homogeneización en la que se conforme la unidad, instancia que debe necesariamente acompañarse por una política específica de redistribución del ingreso, ya que, como bien lo ha demostrado la experiencia argentina, «no existe una relación directa entre el crecimiento económico y sus efectos sobre la desigualdad » (Gudynas et al., 2008: 14).

Afirmar esto no significa necesariamente visualizar las diferencias propias de toda sociedad compleja como elementos en sí mismos disolutorios de una vida en común, aunque por cierto tampoco lo niega. En ese sentido, la eliminación de las diferencias es un riesgo que está siempre presente y que, particularmente se acrecienta en toda democracia que somete sin más a las minorías a la decisión de la mayoría. Si la unidad es pensada en términos holísticos, como ocurre con ciertos populismos, se apunta a conformar en la práctica una homogeneidad que lleva a anular toda posible diferenciación por entender que ella es fundamentalmente antipoliticista. El conflicto queda así directamente asimilado a la guerra, por lo que lo distinto, la alteridad, resulta simplemente intolerable dentro del orden político por entender que quiebra toda posibilidad de convivencia pacífica.

Desde un punto de vista constitutivo, las sociedades democráticas son sociedades altamente conflictivas, que exigen la conformación de formas de racionalización del conflicto. Sólo de esta manera pueden asegurar una coexistencia pacífica. Sin embargo, hoy aflora una tendencia a la eliminación o, al menos, a la exclusión del disenso. Apostando a la dificultad propia de las sociedades de masas para articular formas de organización que canalicen las demandas -dificultad que, por cierto, hoy particularmente se agrava todavía más- y aprovechando la crisis de las ya existentes, se tiende a constituir un espacio público monocromático que reconoce como iguales -y, por consiguiente, incluidos-, sólo a quienes tienen una misma opinión. Pero un espacio público que se niega por no insertar todas las voces, no elimina los efectos de la opinión del ciudadano. Incluso, la falta de toda alternativa al modelo hegemónico no revierte este proceso, ya que ella supone, no la eliminación de las diferencias - diferencias que, por el contrario, tienden objetivamente a agravarse socialmente-, sino la anulación misma de la instancia de conciliación. Pero negando la conciliación, debido simplemente a la marginación política, las sociedades se exponen al riesgo de instalar la violencia en sus bordes. Se cae así en un espacio vacío, es decir, en un espacio que ha perdido todo vaso comunicante con el estado.

Estas acciones de violencia, producto de la privación «de expresión y de acción en un mundo común» (Arendt, 1979: 301), se produce en principio en los márgenes de la sociedad política, pero por ello mismo amenaza su misma existencia28. Estos sectores marginados que se hacen invisibles ante un estado que no atina a definir formas de inclusión, terminan recurriendo a la violencia como única forma de hacerse presentes en un espacio que les ha sido clausurado. Esto es, por ejemplo, lo que sucedió en Argentina, donde, con el modelo neoconservador, se llegó al extremo de cuestionar las bases mismas de sustentación del estado, entre otras cosas, porque se fue marginando del espacio público y, por consiguiente, de toda forma de diálogo e intercambio, a aquellos sectores sociales -cada vez, por cierto, más numerosos- que eran expulsados del mercado. No es entonces cerrando los ojos a la conflictividad, como hizo el modelo neoconservador, que puede resolverse el problema de la política, aunque sí es necesario cumplimentar ciertas condiciones. Expulsar el conflicto es, en última instancia, un modo de negar la democracia en su sentido plural, ya que ella se caracteriza por ser el régimen que «acepta sus contradicciones hasta el punto de institucionalizar el conflicto» (Ricoeur, 1996: 284).

 

Las perspectivas de la democracia

La globalización, si bien ofrece mayores posibilidades para la profundización de la democracia, también desata, como hemos visto, tendencias que la hacen peligrar, particularmente en aquellas sociedades en las que las transformaciones económicas han llevado a una fuerte pauperización de sus habitantes. Se fomenta así una faceta autoritaria que ya está contenida en la democracia y que su asociación con el liberalismo29 tras la experiencia fascista permitió anular. Se trata de una tendencia que puede verse incluso reforzada por los mismos elementos democráticos, porque si bien hoy pensamos en una democracia que resguarda las libertades, la posibilidad de desvío autoritario implícito en el mismo concepto de democracia nunca llega a neutralizarse totalmente, entre otras cosas porque dicha posibilidad está inserta en la misma lógica de desenvolvimiento del concepto. Es decir que los componentes autoritarios propios de la democracia, esos mismos componentes que en su conciliación con el liberalismo se contenían a partir del reconocimiento de las libertades, hoy vuelven a aflorar escudados tras las crisis económicas y la consiguiente aceleración de los tiempos que ellas producen.

El problema, por cierto, no es menor, ya que se corre el riesgo por un lado, de clausurar el disenso y, por el otro, de conformar consensos solamente formales. Esta aceleración de los tiempos que produce la globalización obliga a una toma de decisiones apresurada que, justificadas tras la necesidad -a veces real y otras no tan real- de definir políticas concretas, tiende a abandonar peligrosamente los procedimientos previamente consensuados. Como señala Hugo Quiroga, retomando a Juan Linz,

«las nuevas democracias enfrentan dos problemas que involucran dos perspectivas cronológicas diferentes: construir instituciones duraderas, no totalmente ad hoc, y responder a los problemas inmediatos.» (Quiroga, 2005: 96)

La política, como bien sabemos, supone siempre la articulación de tiempos distintos. Poder responder a los acuciantes problemas inmediatos construyendo instituciones sólidas que den cierta previsibilidad al futuro requiere de la sincronización de tiempos distintos. Por eso, controlar el tiempo en política es lo que permite restituir certeza en la sociedad. Pero la globalización agrava justamente el nivel de incertidumbre que ya tenía en su origen la democracia, y lo hace porque, además de haber autonomizado el tiempo en relación al espacio, viene desarticulando también el modo en que las sociedades democráticas modernas controlaban la imprevisibilidad que introducían las masas en la política: la organización. Esto es lo que lleva, en el plano de lo político-estatal, a una falta de confianza en las instituciones democráticas y a una ruptura del equilibrio de poderes en el estado30, situación esta última que en países con ejecutivos fuertes supone acrecentar peligrosamente el presidencialismo31.

Esta tendencia se ve profundizada además por la deserción del ciudadano común del espacio público. Esto que Guillermo O’Donnell ha llamado «democracia delegativa» y que Ludolfo Paramio ve realizada en el nuevo populismo32 sobre todo de Hugo Chávez, Evo Morales y Néstor Kirchner. Un populismo en el que, «(e)n nombre de los intereses populares, el gobernante reclama poderes excepcionales y trata de escapar al control de las ‘viejas’ instituciones» (Paramio, 2006: 65). Lo permanente y lo efímero se confunden así en la figura presidencial que se erige en el imaginario político como el único capaz de ‘solucionar’ los conflictos -entendidos en este caso como disolventes de la politicidad- en la sociedad, por lo que su figura se constituye en ese imaginario en la instancia necesaria para asegurar la vida en común. Se trata, en ese sentido, de formas de autoritarismo, formas que, por lo novedoso de la experiencia, pueden llevar a confusión, ya que no son las que tradicionalmente se desarrollaron en América Latina33.

Este es un aspecto que, en el contexto de sociedades políticas caracterizadas por un fuerte presidencialismo, como es el caso de los países del subcontinente, no deja de tener consecuencias importantes que afectan el desarrollo de la democracia. Sobre todo porque son las mismas condiciones de la globalización las que, al producir una aceleración del tiempo, promueven también esta concentración del poder en el ejecutivo, especialmente porque el estado es el que tiene a su cargo la intermediación necesaria para atraer hacia el propio territorio los flujos de capitales que circulan a nivel mundial.

Se dibuja así un escenario más complejo, en donde el espacio público tiende a diversificarse gracias a la autonomización de los espacios locales, por un lado, y a los procesos de integración regional, por el otro. Sin embargo, al mismo tiempo que las posibilidades se diversifican, podemos encontrarnos también con una construcción autoritaria del espacio común, producto de un intento de simplificación de los fenómenos que se presentan, con el objeto de aprehenderlos mejor. Y como la misma experiencia nos indica, no toda simplificación resulta en sí misma satisfactoria. Antes bien, generalmente ella promueve un tipo de abstracción que busca imponerse al mundo real, eliminando todo aquello que sea distinto. Se corre así el riesgo de no resguardar las instituciones tanto en un plano horizontal, es decir, a nivel de gobierno, como en un plano vertical, es decir, en relación a las distintas instancias de mediación, favoreciendo con ello la supremacía del ejecutivo. Hoy, por ejemplo, se visualiza, particularmente en el caso de algunas formas populistas como es el caso de Venezuela y de Argentina34, una cierta tendencia a la concentración de poder en el ejecutivo en detrimento del órgano representativo por excelencia: el Congreso35. Pero el parlamento es el órgano en el que la diferencia -o, si lo preferimos en términos políticos, el disenso- encuentra un espacio institucionalizado -y, por consiguiente, racionalizado- para manifestarse36. Por eso es de suma importancia el rol que cumplen los legisladores, particularmente los de la oposición, en un sistema político que se autoinstituye como plural. Y esto siempre es así, aunque el pésimo desempeño de ciertos representantes muchas veces nos haga olvidar la importancia que tiene en un régimen político representativo la presencia del debate. Sería un craso error, sobre todo para nosotros, hombres y mujeres comunes, no tener en cuenta que el debate mediante el cual se canaliza la crítica es el modo de autocontrol que tiene la política moderna al reconocer el carácter falible de la conducta humana, única responsable de las decisiones tomadas. Por eso mismo la crítica -y, por consiguiente, el disenso que se manifiesta a través de la representación- es necesariamente co-constitutiva de todo orden en el que prime la pluralidad.

¿Qué sucede entonces cuando se desvirtúa en el sistema político esta función? Al quebrarse en el estado el equilibrio de poderes propio de las tradiciones liberal y republicana, el discurso hegemónico, lejos de integrar el conflicto, termina constituyendo la diferencia en línea de demarcación de la exclusión. Es en estas condiciones que se produce el distanciamiento del ciudadano común con respecto al espacio público, ya que se acentúa el decisionismo al darse un protagonismo sustancial al jefe de estado. Esto es algo que, por cierto, resulta funcional a la exclusión de la diferencia, ya que el Congreso en las sociedades democráticas contemporáneas es, como viéramos ya, el lugar ‘natural’, si cabe este último término, en el que se manifiestan en un marco racional de articulación del conflicto, los clivajes existentes en la sociedad.

Pero, no lo olvidemos, la globalización es siempre ambivalente, por lo que la conformación de un liderazgo nacional fuerte, ligado a una construcción vertical del poder en el espacio nacional, como se pretende construir en las formas de populismo, se puede ver afectada por el mismo proceso de diferenciación que dispara la globalización y que ha venido produciendo una diversificación del espacio político, diversificación que además supone la conformación de nuevos actores. Se trata de un proceso de diferenciación que se desarrolla en el seno de las distintas sociedades que lleva a fracturar la imagen de un país unificado, al menos tal como existiera hasta ahora, reduciendo de esta forma el espacio público nacional, al mismo tiempo que rediseña las regiones y autonomiza el espacio público local. Esto no deja de presentar, como es lógico, una serie de desafíos. Entre ellos, el de lograr una «conciliación con los múltiples espacios de inserción regional y global de cada país», además, por cierto, de tener que dar cuenta de «la necesidad de dotar a los ámbitos institucionales de una dosis suficiente de credibilidad» (Peña, 2009: 53).

A modo de conclusión

A lo largo de nuestro trabajo hemos intentado algunos de los desafíos a los que se enfrentan las sociedades sudamericanas en la era de la globalización. Las grandes mutaciones y transformaciones que se produjeron en la economía contribuyeron a incrementar los niveles de exclusión social que eran propios de la región. Pero las condiciones de exclusión social a las que en distinto grado se ven sometidos los países no dejan de constituir un serio problema para asegurar el desarrollo de la democracia. Contar con índices altos de población que se encuentran por debajo de la línea de pobreza afecta sin lugar a dudas la construcción del sujeto político, es decir, del ciudadano. Desde un punto de vista político, resulta fundamental en estos casos el reconocimiento de su derecho como ciudadano para poder insertar efectivamente su demanda en un marco racional de resolución de conflictos, ya que esto supone una instancia de integración que permite eliminar la virulencia que conlleva todo enfrentamiento.

Sin embargo, las políticas sociales que se aplican muchas veces en situaciones extremas tienden fundamentalmente a formar clientela antes que ciudadanía. Esto vuelve a estos sectores dependientes de los políticos de turno con el objeto de asegurar una mínima subsistencia, al mismo tiempo que se relega en realidad el conflicto fuera del espacio público, aprovechando para ello las tendencias disgregadoras que se insertan con el proceso de diferenciación que desarrolla la globalización. Por eso mismo, desarrollar un tipo de lógica que contribuya a marginar desde el discurso a quienes se ha excluido en el mercado, como hacía por ejemplo el neoliberalismo, no constituye realmente una ‘resolución’ del conflicto, en el sentido de superación a partir de la conciliación entre los diferentes sujetos políticos entendidos como distintos.

Al ser la política el espacio en el cual se define la ‘vida en común’, el momento de unidad final dependiente de aquélla y que necesariamente debe incluir a todos, aparece así amenazado por la fragmentación que se produce debido a la exclusión impuesta por el mercado y por la consiguiente desarticulación de los lazos sociales. Por eso es importante pensar en la conformación de organizaciones que sirvan de mediación entre estado y sociedad, ya que se han quebrado las instancias de mediación que permitían presentar las demandas específicas de la sociedad ante el estado. La poca confianza en los partidos políticos, así como el alto nivel crítico en relación al funcionamiento de la democracia que encontramos en las sociedades de la región, son un índice claro de la necesidad de transformación que tienen las organizaciones políticas actuales.

El deterioro de las instituciones políticas, en parte por efecto de las transformaciones operadas con la globalización, y en parte también por la existencia de gobiernos que, invocando una clara legitimidad de origen, buscan imponer sus decisiones al resto de la sociedad por entender que se trata de minorías, pone en riesgo la calidad de la democracia en la región. Se trata, en este último caso, de un modo de anular el disenso, es decir, la diferencia. O, dicho en otros términos, se busca anular el conflicto. Sin embargo, pensar la política en el contexto de las sociedades modernas - es decir, en sociedades fuertemente diferenciadas en su interior-, como son las nuestras, exige necesariamente reconocer que el conflicto es co-constitutivo de aquélla, razón por la cual las diferencias deberán constituir un momento fundante sobre el cual se asienta la conciliación que construye la unidad. Sin lugar a dudas, la construcción del ‘común’ sobre el cual se instituye la unidad en una democracia debe fundarse necesariamente en el reconocimiento de la diferencia. Esta es la forma de aceptar efectivamente la heterogeneidad que caracteriza a las sociedades modernas.

La cuestión pasa entonces por cómo se define hoy en cada sociedad concreta la instancia de unidad, ya que es según el contenido que se le atribuya que se puede llegar a negar o, incluso, a expulsar aquellas diferencias que la ponen potencialmente en peligro, llegando incluso a anular la complejidad que caracteriza a la democracia. Lograr un marco racionalizado de intercambio supone instituir una comunidad de pertenencia en el imaginario social y político en la cual todos, no obstante ser diferentes, nos reconozcamos en un plano de igualdad como parte de ella: «es sobre esta base que las diferencias que existen dentro de la unidad de pertenencia así definida dejan de alimentar el desorden y se hace posible el intercambio y el compromiso entre ellas» (Novaro, 2000: 252). Se debe así construir un espacio de reconocimiento mutuo que si bien produce una identificación con el estado, no se confunde con él.

Esa confusión ocurre, sin embargo, cuando el estado como tal se erige en el lugar en el cual una diferencia específica toma efectivamente cuerpo -y por tal podemos entender una diferencia étnica, cultural, ideológica o política-, por lo que el resultado no es otro que la institucionalización de aquélla, poniendo en riesgo la estabilidad de un régimen democrático, ya que el mismo estado sería, mediante su aparato represivo, el que, al estar obligado a definirlas explícitamente y a mantener los límites, debería asegurar tanto las exclusiones como las inclusiones. Por eso la ausencia de instancias de mediación y, por consiguiente, de racionalización, nos coloca directamente ante las puertas de la violencia, es decir, de la guerra.

El problema mayor al que se enfrenta toda democracia -problema que se agudiza mucho más hoy en un contexto de globalización por la alteración de las fronteras simbólicas y la permeabilidad de las geográficas- es la de encontrar justamente esa forma de homogeneización que permita conformar la necesaria unidad. Se trata, en ese sentido, de lograr una redefinición del modo en que se concilian dentro de un régimen político en particular los momentos de unidad y diferencia, propios de todo sistema político. Una redefinición que permita incorporar las instancias de integración.

Notas

1 Directora de la Maestría en Estudios Políticos, Profesora Titular de Teoría Política III (Fac. de Ciencia Política y RRII), Investigadora (Consejo de Investigaciones), Universidad Nacional de Rosario. 194
2 Luis Roniger, por ejemplo, señala: «La singularidad del proceso contemporáneo radica en la radicalización, intensificación y democratización de la conciencia del orbe como un todo» (Roniger, 1997: 102).
3 No se nos escapa que el término «progresista» es demasiado ambiguo y que merecería una discusión más exhaustiva. Sin embargo, lo hemos empleado dado que, más allá de su relativa precisión conceptual, nos permite identificar los gobiernos aludidos, aunque debemos tener presente que se trata de un grupo de gobiernos que, si bien comparten popularmente el calificativo de «progresistas», no constituyen en realidad un conjunto totalmente homogéneo.
4 Sorprende muchas veces el desconocimiento que tienen los distintos grupos gobernantes, por ejemplo, de la envergadura de las transformaciones y de cómo éstas pueden ser aprovechadas en beneficio del propio territorio. Así lo señala por ejemplo Néstor García Canclini en relación a las potencialidades culturales y comunicacionales que abre la globalización: «Esta potencialidad para situarnos en buena posición en los mercados globales y asumir productivamente los nuevos papeles de las industrias comunicacionales en el desarrollo socioeconómico, es desaprovechada por el bajo interés en ellas de las elites responsables de la política cultural en esta región. Los ministros y encargados de la cultura de América Latina han estado ausentes, o en silencio, en dos negociaciones económicas en las que los asuntos culturales desempeñaron un papel central: la del GATT en 1993, y la del Acuerdo Multilateral de Inversiones en la OCDE (1997 y 1998)». Esto supone no tener en cuenta que «los bienes culturales no son sólo mercancías». Ello tienen también una importancia política, y más aún en un contexto de transformaciones profundas de las estructuras políticas y económicas, ya que los bienes culturales son «recursos para la producción de arte y diversidad, identidad nacional y soberanía cultural, acceso al conocimiento y a visiones plurales del mundo». Pero «(a)un cuando organismos tradicionalmente ocupados sólo en cuestiones económicas hicieron reuniones internacionales con instituciones culturales para tratar estos asuntos, como el SELA con la UNESCO y el Convenio Andrés Bello en Buenos Aires (julio de 1998), y el BID en París (marzo de 1999), la mayoría de los gobiernos [latinoamericanos] demostró apatía» (García Canclini, 2000: 186).
5 América Latina es «la segunda región (después de África) que padece una mayor desigualdad en el mundo» (Gudynas et al., 2008: 11).
6 Es cierto que «algunos, proyectados hacia el futuro, perciben la globalización como una oportunidad que se debe aprovechar, mientras que otros aún no han podido terminar de procesar sus distintos pasados, a veces con raíces que pueden rastrearse hasta muchos siglos atrás» (Peña, 2009: 55). Sin embargo, predomina más, incluso en la clase política, la visión negativa. Así se deja entrever, por ejemplo, en el Programa de Gobierno, aprobado en el año 2000 en Venezuela, en donde se plantea como objetivo el desarrollar las relaciones sur-sur como forma de contraponerse a la globalización.
7 La «globalización a la neoliberal intentó establecer un solo modelo para países desarrollados y subdesarrollados que no quieran quedar fuera de la economía mundial», por lo que la globalización se redujo entonces «casi a sinónimo de neoliberalismo y, por tanto, punto de partida que se pretende indudable, ‘pensamiento único’ más allá de las luchas ideológicas» (García Canclini, 2000: 47/8).
8 El carácter neoconservador de la política menemista, por ejemplo, lo he explicado exhaustivamente en mi libro La modernización conservadora. El peronismo de los 90. La diferencia mayor entre neoliberalismo y neoconservadurismo la marcamos sobre la dimensión política, ya que los efectos perversos de la globalización también se dejaron sentir en los países desarrollados. Sabemos que quienes destacan particularmente el aspecto económico del mismo tienden a denominarlo neoliberal. Resolver esta cuestión requeriría, en verdad, de un debate mucho más profundo que excede los objetivos del presente trabajo. De todas formas, nos interesa señalar que la libertad de mercado históricamente no ha sido privativa exclusivamente de la tradición liberal. También los conservadores se definen por ella en la práctica. En ese sentido, lo que ha distinguido al liberalismo clásico es particularmente el resguardo de la libertad política -principio que en realidad lo define-, antes que la económica. Por eso, podemos decir junto a Peter Glotz, un político socialdemócrata alemán, que «el neoconservadurismo es la red en la que puede dejarse caer el liberal cuando esta tiene miedo de su propio liberalismo» (Cit. en Maestre, Agapito, «Entrevista a Helmut Dubiel », en Dubiel, 1993: XXII).
9 Como señaláramos en un trabajo anterior, aunque el nuevo régimen de acumulación que se conforma a partir de la globalización tiende a ser preponderante, ello no entraña forzosamente la desaparición de otros regímenes (Yannuzzi, 2009: 94).
10 Quizás el ejemplo más claro, aunque también el más doloroso para nosotros, lo constituya la Argentina, donde el modo de inserción en la economía global que articuló el neoconservadurismo desde el poder condujo al colapso del sistema político, debilitando incluso al estado en su función de mediación con el espacio global.

11 Un capital extraterritorializado es también un poder extraterritorializado. Un poder que se ha separado de todo control por parte de cualquier unidad estatal, por lo que ahora «aparece una nueva asimetría entre la naturaleza extraterritorial del poder y la territorialidad de la ‘vida en su conjunto’ que el poder -ahora libre de ataduras, capaz de desplazarse con aviso o sin él- es libre de explotar y dejar librada a las derivaciones de esa explotación» (Bauman, 2005: 17).
12 Estos conceptos de Primer y Tercer Mundo se correspondían con las fronteras geográficas, es decir, con los límites políticos de los países. Por eso, como sostienen Hardt y Negri, «(s)ería más exacto decir que centro y periferia, Norte y Sur, ya no definen un orden internacional sino que se han acercado uno a otro» (2002: 286).
13 De esta forma nos diferenciamos de posiciones como la de Chris Pierson, quien entiende que «uno de los rasgos notables de la globalización tanto en el comercio como en el capital es la extensión en que áreas significativas del mundo - Africa Sub-sahariana, Medio Oriente, hasta cierto punto, Latinoamérica - en el período más reciente han quedado más excluidas de los procesos económicos internacionales» (Pierson, 2001: 465). El modo como han impactado las distintas crisis económicas en los distintos países de la región dan la pauta que esa supuesta exclusión no es tal.
14 Así, gracias al alarmante incremento del desempleo y de la marginalidad se ha llegado a hablar en Europa, por ejemplo, «de un Cuarto Mundo: el Tercer Mundo que está en el Primer Mundo» (Touraine, 2001: 35).
15 En ese sentido, «(u)no de los rasgos paradójicos de la globalización, por consiguiente, es un proceso concomitante de fragmentación y un énfasis en la diferencia y la heterogeneidad» (Beeson/ Bellamy, 2003: 344). Sin embargo, «(a)penas comienza a hacerse visible en los estudios sociológicos y antropológicos de la globalización su agenda segregadora y dispersiva, la complejidad multidireccional que se forma en los choques e hibridaciones de quienes permanecen diferentes» (García Canclini, 2000: 181).
16 Organismos de integración regional se conformaron ya en los años 60, pero estos procesos, en el nuevo contexto de globalización, tienen características distintas a los de aquellos, ya que tienden, como es el caso de la Unión Europea, a constituirse en organismo supranacional.
17 «Compromiso de Kirchner y Chávez para constituir una ‘nación sudamericana’, en Hoy, La Plata, 22 de febrero de 2007(En http://pdf.diariohoy.net/2007/02/22/pdf/03-c.pdf). La idea de lograr una Unión Sudamericana siempre estuvo presente, por ejemplo, en el discurso de Hugo Chávez. Y así lo ratificó también en Puerto Ordaz: «Somos un conjunto de repúblicas, pero una sola Nación; recuperemos la conciencia nacional sudamericana porque conformamos un espacio sólido, una sociedad, una misma nación». Este objetivo fue ratificado en la misma reunión por Kirchner, quien sostuvo que «Lula y yo construimos con el presidente Chávez el espacio de América del Sur para la constitución de la dignidad de nuestros pueblos» («Idem»).
18 Parte de esta estrategia lo constituyó el no al ALCA dado fundamentalmente por Venezuela, Brasil y Argentina en el IV Cumbre de las Américas celebrada en Mar del Plata en noviembre de 2005. Con ello se puso un parate definitivo a esta iniciativa estadounidense, demostrando así la preferencia por parte de estos países por un proyecto de integración sudamericana con proyección latinoamericana. De esta forma, se considera, la región podrá liberarse «de la influencia hegemónica estadounidense y contribuirá a revertir la desnacionalización (el verdadero significado de la globalización) de las economías de la región» (Harris, 2008: 50).
19 La conformación del estado democrático primero y del keynesiano después permitió el ascenso de las capas medias que, por tratarse de sectores escolarizados e intelectualizados, nutrieron las nuevas áreas de administración tanto públicas como privadas, con sus incipientes burocracias. Por eso, con la quiebra del keynesianismo lo que se produce es la caída de estos sectores sociales o al menos de parte importante de ellos, a quienes se los condena a una fuerte pauperización, que llevó en algunos casos incluso al desclasamiento. A ello contribuyó el hecho que, al mismo tiempo que el estado cumplía un rol preponderante en la transformación de la economía y de las relaciones sociales -por lo que en realidad fue el artífice de su propio desmantelamiento-, se fue retirando de la seguridad social. Gracias a «esta ausencia de los poderes públicos en áreas estratégicas de la vida social» (García Canclini, 2000: 187), el estado favoreció un proceso de desciudadanización muy profundo que, contrariamente a lo esperado, llevó incluso a su propio debilitamiento.
20 Se trata de programas de lo más variado que, incluso como en el caso de Brasil, con el programa denominado Hambre Cero se plantean metas totalmente ambiciosas como lo sugiere su propio nombre.
21 Tras la crisis de diciembre de 2001, por ejemplo, una de las medidas que el gobierno de Eduardo Duhalde tomó a los efectos de descomprimir en algo la enorme presión social fue otorgar a los sectores carenciados una especie de salario de inclusión a partir del Plan de Jefes y Jefas de Hogar. En otros países de la región también se realizaron «esfuerzos más o menos focalizados» para brindar «una asistencia financiera condicionada a requisitos que usualmente residen en asegurar la educación de los hijos y la atención de su salud». Así, por ejemplo, En Brasil se aplicó el programa Bolsa Familia; en Chile, el programa Chile Solidario; en Uruguay, PANES y en Bolivia, Juancito Pinto (Gudynas et al., 2008: 39).
22 Las denuncias de clientelismo se dan en general en los distintos países. Pero los «casos más agudos se observan en Argentina y Brasil, en especial por la correlación entre la asignación de las ayudas con la respuesta electoral» (Gudynas et al., 2008: 64). Recientemente en Argentina se instrumentó un plan para asistir a familias con hijos menores en el que se establecían como condición la presentación meses después de los certificados de vacunación y de escolaridad de los menores.
23 No se nos escapa que el golpe de estado que derrocó en junio del 2009 al Presidente Manuel Zelaya en Honduras ha reavivado en muchos el fantasma de las intervenciones militares. Sin embargo, como informa Latinobarómetro en su Informe 2009, la percepción positiva de la democracia se afianza a pesar del golpe.
24 En término generales, podemos decir, de acuerdo a la medición de Latinobarómetro que en 2009 el 76% de los latinoamericanos apoyó la afirmación que «la democracia puede tener problemas, pero es el mejor sistema de gobierno». Pero, por supuesto, encontramos diferencias entre los distintos países de la región. De acuerdo a las mediciones de 2009 los países en América del Sur con un mayor apoyo a la democracia son Venezuela (84%), Uruguay (82%) y Bolivia (71%). Sin embargo en Paraguay (47%) y en Ecuador (43%) menos de la mitad de la población apoya la democracia. Argentina, por su parte, se encuentra en una posición intermedia, ya que un 64% de población apoya la democracia. (Fuente: Latinobarómetro 2009).
25 En 2009 la confianza en los partidos políticos en América Latina ascendió tan solo a un 24% (Idem).
26 Tan sólo en Uruguay casi la mitad de la población (46%) considera que el país es totalmente democrático. Entre los países de América del Sur le sigue Venezuela (33 %) y Chile (30%). Los guarismos más bajos corresponden a Paraguay (5%), Bolivia (8%) y Perú (9%). En Argentina tan solo el 13% de la población considera que es totalmente democrático.
27 «Estas desigualdades se acentúan si tomamos en cuenta la pertenencia a grupos étnicos o raciales. Por ejemplo, según datos de CEPAL, la amplia mayoría de la población indígena latinoamericana sigue siendo analfabeta y los mestizos, negros y quilombolas siguen padeciendo mayores tasas de pobreza» (Idem: 12).
28 Como señala Paula Klachko en 2002, los supuestos beneficios del modelo neoconservador en el caso de las localidades petroleras argentinas de Cutral Có y Plaza Huincul no solamente «no se han alcanzado, sino que se ha producido un efecto de desintegración social, con las consiguientes consecuencias sobre la conflictividad» (Klachko, Paula, «La conflictividad social en la Argentina de los ’90: el caso de las localidades petroleras de Cutral Có y Plaza Huincul (1996-1997)», en Levy, 2002: 169).
29 La asociación entre democracia y liberalismo, realizada en la práctica aproximadamente a partir de la II Guerra Mundial, supone el reconocimiento dentro de la tradición democrática de lo que diera en llamarse las libertades individuales. Esas mismas libertades que la tradición contractualista liberal tematiza como derechos anteriores al estado. Se trata de libertades que, como bien dice Claude Lefort al cuestionar el apelativo de «individuales», hacen en realidad al individuo en sociedad y constituyen el fundamento del derecho de resistencia a la opresión.
30 El discurso de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner es bastante significativo al respecto. Ya en el conflicto que mantuvo con el campo en 2008 contrapone la legitimidad presidencial a la
legitimidad parlamentaria, erigiéndose así por encima de la división de poderes.
31 En realidad se acentúa, como venimos señalando en nuestro trabajo, una tendencia que se encuentra ya en el mismo desarrollo democrático. «La denuncia de la ingobernabilidad de los regímenes democráticos tiende a proponer soluciones autoritarias, que se mueven en dos direcciones: por un lado, en el fortalecimiento del poder ejecutivo y por tanto en el dar preferencia a sistemas de tipo presidencial o semipresidencial frente a los parlamentarios clásicos» (Bobbio, 1989: 107).
32 Ludolfo Paramio distingue este «nuevo populismo» del populismo de Menem y Fujimori, ya que en este último caso «trataba de realizar una agenda económica neoliberal, combinándola con políticas sociales clientelares para obtener a la vez el apoyo del empresariado, las clases medias y las clases populares». Por el contrario, el «nuevo populismo» «no comparte esa agenda neoliberal, aunque mantenga el principio de responsabilidad fiscal». Incluso, «hace gala de un agresivo nacionalismo y de un estilo confrontacional con los inversores extranjeros, sean empresarios o simples ahorristas» (Paramio, 2006: 65).
33 Hugo Quiroga, en su libro La Argentina en emergencia permanente, desarrolla, en ese sentido, la categoría de decisionismo democrático que se completa teóricamente con la noción de legalidad atenuada. Por esta última entiende «la forma jurídico-política que puede adquirir un Estado democrático en períodos de crisis. La legalidad se reduce por el avance de la esfera política. Es un concepto límite, se halla dentro del marco de lo jurídico, pero a un paso de abandonarlo; se sitúa por ende en una zona de tensión entre los intereses de la política y la vigencia del derecho, que no siempre coincide». En síntesis, la legalidad atenuada es «legalidad disminuida por circunstancias fácticas que ponen en riesgo la estabilidad de la democracia, pero que no escapa del marco jurídico» (Quiroga, 2005: 112).
34 En el caso de Argentina, los Decretos de Necesidad y Urgencia, si bien reconocidos constitucionalmente, se los ha venido usando cada vez más para evitar el tratamiento parlamentario de la medida a tomar.
35 Este es el órgano del estado en el que la representación de las minorías se pone en acto, por lo que cumple la función más importante de contención de las tendencias autocráticas insertas en la misma noción de democracia moderna. De ser el epicentro de poder del estado en el liberalismo, el parlamento democrático se constituye en un contralor de la política del ejecutivo y en el órgano que asegura la legitimidad democrática del sistema. Justamente por su forma de composición es el único que puede evitar que la homogeneización que se necesita producir en toda democracia se clausure totalmente eliminando todo disenso.
36 El parlamento, una institución de origen liberal en la que radica el sentido mismo de la representación en el contexto de una sociedad que se reconoce como plural, es el órgano que marca la diferencia en el estado democrático

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