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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

On-line version ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.25 Córdoba June 2011

 

ARTICULOS

La democracia después de la dictadura ¿Qué dejó atrás la sociedad argentina?1

Hugo Quiroga2

 


Resumen
Se pretende recuperar críticamente un tiempo pasado y situarlo en el presente, para comprender ciertos rasgos de la democracia actual.
La historia político-institucional nos permite una confrontación con el presente, en cuanto se encuentra necesariamente implicado con el pasado. Bajo un orden pretoriano, situado entre 1930 y 1983, es casi imposible separar democracia de dictadura, y ello moldea el sistema político. El autoritarismo militar no es algo que procede del exterior del Estado. Surge del seno de la crisis del Estado democrático, y pretende ser el medio más adecuado para resolverla en la lógica de un sistema político pretoriano, dada la escasa entidad de las convicciones democráticas.
El decisionismo político ha sido un medio recurrente en la gestión estatal en las últimas décadas de la Argentina. Desde 1989, nuestra democracia no pudo prescindir del ejercicio de poderes excepcionales y se alejó de aquella concepción republicana que proclama la separación de poderes y los controles mutuos. ¿El uso y abuso del decisionismo político no es un resabio de una cultura política schmittiana pura? ¿Qué dejó atrás la sociedad argentina y con qué nos quedamos? Quizá la clave de la explicación de estos interrogantes se encuentren en el uso entrelazado de dos conceptos clásicos: la confianza y la cultura política.

Palabras clave: Democracia, dictadura, decisionismo, confianza, cultura política.

Abstract
It seeks to recover critically an earlier time and place in the present, to understand certain features of modern democracy. Political and institutional history gives us a confrontation with the present, as is necessarily involved with the past. Under a praetorian order, between 1930 and 1983, it is almost impossible to separate democracy from dictatorship, and this shapes the political system. Military authoritarianism is not something that comes from outside the state. Arises from the heart of the crisis of the democratic state, and aims to be the best way to resolve it in the logic of a praetorian political system, given the minor nature of the democratic convictions.
The political decision was recurrent half in state management in recent decades in Argentina. Since 1989, our democracy could not do without the exercise of emergency powers and walked away from that republican conception rooted in the separation of powers and checks and balances. Does the use and abuse of political decisions is a remnant of a political culture Schmitt pure? What society left behind Argentina and how we stay? Perhaps the key to the explanation of these questions are intertwined in the use of two classicalconcepts: trust and political culture.

Keywords: Democracy, dictatorship, decisiveness, confidence, political culture.


Introducción

Se han cumplido 35 años del golpe de Estado más violento y cruel que atropellara a las instituciones de la democracia argentina durante el siglo XX. La dictadura de 1976, con sus secuelas de muertos y desaparecidos, de terror y atraso cultural, de miseria y destrucción de la economía, fue la tentativa más sólida de nuestra historia política por imponer un modelo de sociedad tutelado por el poder militar. Hemos caracterizado, en otros textos, a la dictadura militar de 1976 como una dictadura institucional, impersonal, del conjunto de las fuerzas armadas, que evitaba la personalización del poder a través de un sistema de normas que establecía un cuerpo colegiado (la Junta Militar) como órgano supremo del Estado, y un órgano como ejecutor de las grandes políticas trazadas por el poder supremo, representado en el Presidente de la Nación3.

Los 35 años del golpe de Estado de 24 del marzo señalan una fecha simbólica que como tal permite rememorar, traer a la memoria un hecho o acontecimiento público y dramático. Las fechas simbólicas se convierten en un momento oportuno para «saldar cuentas» con el pasado, aunque no se puedan producir resultados definitivos. Lo importante aquí es que la historia político-institucional (no sólo la memoria) nos permita una confrontación con el presente (con sus consecuencias queridas o no), en cuanto se encuentra necesariamente implicado con el pasado.

Se trata, entonces, de recuperar críticamente un tiempo pasado y situarlo en el presente, para intentar comprender ciertos rasgos de la democracia actual, que no están disociados de un contexto político más general. En efecto, a pesar de la valiosa tradición constitucional que se inauguró en 1853, la Argentina no logró forjar en tantos años de vida política una firme tradición liberal ni democrática. La historia del liberalismo local la llevó a trazar, en el siglo XIX, un recorrido práctico que concuerda, por un lado, con ciertos postulados clásicos del liberalismo (sufragio restringido, libertades cívicas, libertad de mercado) y, por otro, a coincidir con la tradición de un poder centralizado, vigente en el Río de la Plata, que provenía de la herencia española. Esta última tradición alejó al liberalismo local del pensamiento tocquevilleano y del modelo constitucional americano que era muy tenido en cuenta por los hombres que proyectaron la Argentina moderna. El resultado de esa combinación fue la conformación de una república conservadora, con un sistema político restrictivo, que sobrevivió con algunas crisis hasta la reforma política de la ley Sáenz Peña de 1912. Esta ley posibilitó la transformación del orden conservador en una república democrática.

Lo que ha prevalecido entre los argentinos es una historia de sospechas y desencuentros entre gobernantes y gobernados con sus instituciones. Con ello no se hace únicamente referencia a los seis golpes de Estado, a las proscripciones del radicalismo, primero, y del peronismo, después, sino también a la débil presencia del Estado como garante de derechos y libertades individuales y colectivas. Es por eso que crear instituciones –y afianzarlas- es una tarea difícil, como lo confirman las huellas de nuestra propia historia política.

Para evocar y comprender el presente habría que poder situarse en el interior de la conciencia de los ciudadanos, miembros de un sistema político de corte pretoriano y de un Estado autoritario, partícipes de la construcción de una cultura política determinada. No hay mejor manera de combatir el autoritarismo militar que la de emprender un verdadero proceso de autocomprensión de la sociedad sobre su propia cultura política para descubrir las causas de fondo que le dan origen. Comprender la índole de las sucesivas crisis por las que ha atravesado la legitimidad democrática es el paso inicial de un largo camino de superación de las imperfecciones de la democracia argentina. En definitiva, ¿cómo indagar la constitución de un orden democrático republicano, respetuoso de la legalidad, la deliberación, y la división de poderes, sin poner en consideración las marcas de nuestra historia?

La democracia que renace en 1983 ha resuelto bien la transferencia pacífica del poder, pero no la cuestión del buen gobierno, ni el déficit de cultura institucional y de legalidad atenuada. En esta circulación entre presente y pasado vuelven los interrogantes del comienzo: ¿qué dejó atrás la sociedad argentina en 1983?, ¿se puede construir una democracia de inspiración republicana? Ciertos vacíos de las instituciones (parlamento, partidos, órganos de control), y la precariedad de la política, nos conducen nuevamente a la pregunta insoslayable sobre el porvenir de la democracia argentina, y sobre la vida social y política en ella implícita.

Los comportamientos pretorianos de la sociedad

La experiencia del siglo XX nos ha enseñado, con su historia repetida de fracasos (desobediencia de los militares al poder civil, proscripciones, fraude electoral y falta de alternancia política), que la legitimación de la democracia requiere tanto de instituciones estables como de la conformidad de la sociedad con las reglas de sucesión pacífica del poder, exigencias que otorgan validez al régimen democrático.

Una democracia de corta duración se instauró entre 1916 y 1930. Durante catorce años la competencia por el poder permaneció abierta, aunque no se logró establecer en ese tiempo un verdadero sistema de alternancia. El primer tramo de la democracia, que no pudo tener continuidad, muestra a todas luces su insuficiencia para crear entre ciudadanos y dirigentes una confianza activa en las instituciones democráticas. No fue capaz, en fin, de constituir una cultura política que lo sostuviese. De ahí también los desafíos para el nuevo período que comienza en 1983.

El golpe militar de 1930 postergó la posibilidad de consolidar la democracia y de estructurar un sistema de partidos estable. El período que transcurre entre 1930 y 1983, dio lugar, en nuestra opinión -siguiendo conceptos de Samuel Huntington y Alain Rouquié-, a un sistema político pretoriano, esto es, entre 1930 y 1983 no hubo un sistema de legitimación democrática del poder. Los comportamientos pretorianos de la sociedad a lo largo del siglo XX revelaron la poca convicción de gobernados y gobernantes acerca del valor de las instituciones democráticas y la legalidad constitucional.

La dictadura militar de 1976 construyó un régimen criminal, que se encarnó en individuos, la junta militar, y en una institución, que forma parte del Estado: las fuerzas armadas. Pero la dictadura fue más que eso, requirió la complacencia del sistema de partidos y la conformidad (aunque sea pasiva y silenciosa) de buena parte de la sociedad. La condena al régimen criminal es absoluta y masiva, en cambio el cuestionamiento a la sociedad es relativo, y ha sido menos advertido.

Sin duda, el constante juego pendular de políticos y militares gobernando el país entre 1930 y 1983 dejó su impronta en una sociedad que asumió, como ya dijimos, comportamientos pretorianos. Así nació entre los partidos y los militares una larga y compleja relación de «aliados-adversarios» que los mantuvo, a la vez, unidos y separados. Esta situación favoreció la presencia de partidos desleales y semileales en un sistema político inestable, como se verá más abajo, que no podía más que dividir a la sociedad en sus sentimientos de lealtad al orden democrático.

La dictadura militar de 1976 no fue, al menos al principio, extraña a ciertas aspiraciones de los argentinos: la tranquilidad frente a la violencia generalizada, la salida de la incertidumbre del gobierno anterior. Aspiraciones, por cierto, rápidamente frustradas. La condena al régimen terrorista es absoluta, pero no se puede dejar de analizar críticamente las conductas pretorianas de la sociedad (partidos y ciudadanos). Como lo hemos argumentado en otra oportunidad, y ahora lo repetimos, en la lógica de un sistema político pretorianizado emergen las deslealtades partidarias y las deslealtades cívicas. Nos hemos inspirado en las distinciones de Juan Linz4 para describir el comportamiento de los partidos políticos durante el «Proceso de Reorganización Nacional» en relación con el orden constitucional, aunque es sabido que entre 1930 y 1983 la mayoría de los partidos cayó en la tentación de acercarse o buscar el apoyo del poder militar5.

De tal manera, en la intervención de 1976 se transparentó una tendencia entre los partidos a fluctuar en una zona cargada de deslealtades y semilealtades a la norma constitucional. Unos y otros, los partidos desleales y semileales, mantuvieron contacto, aunque con grados e intenciones diferentes, con los militares. Mientras los partidos desleales colaboraron de un modo determinado con la caída del régimen democrático, los semileales se movieron en un territorio ambivalente, que favoreció un continuo movimiento de posiciones leales a posiciones semileales. Naturalmente, en el orden del discurso ninguna fuerza política abdicó de la norma constitucional ni de sus valores y principios. Cabe aclarar, que la actuación de los partidos frente al Estado autoritario fue variando en el tiempo, en función de las relaciones de fuerza y en la medida en que lograban circunstancialmente articular tácticas alternativas.

El curso incierto de la democracia que nació en 1973 (que permitió el triunfo del peronismo, en elecciones limpias, plurales y competitivas, luego de 18 años de exilio de su líder) fue cancelado por el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, seis meses antes de la culminación del mandato presidencial de cuatro años previsto por la enmienda constitucional de 1972. El clima de época era otro. En aquellos años, en donde parecía no existir una alternativa política clara y concluyente entre las que poder elegir, nace una percepción extendida: la democracia carece de significado positivo, y parece más bien una posibilidad vacía. No representaba un valor constitutivo, esto es, un valor compartido y aceptado por todos los miembros de la sociedad. En 1976 la democracia era ya un lugar vacío, carente de sustancia, y sin esa sustancia no se podía sostener. En otras palabras, el sentir democrático se había desvanecido de la conciencia de ciudadanos y dirigentes. De nada valieron, entonces, los esfuerzos desesperados de muchos por salvar el orden democrático con propuestas institucionales, que en algunos casos eran de factura autoritaria, cuando la mayoría de los argentinos ya se habían retirado de un orden político que les resultaba extraño o incompetente.

La dictadura no fue algo enteramente extraño al sentir, aunque era inconsciente o pasivo, de muchos argentinos. De muchos que buscaban tranquilidad y deseaban salir de la incertidumbre del gobierno democrático de 1973, no importaba tanto lo que venía, si ello significaba terminar con un cierto estado de cosas. Aún en esas circunstancias, no se puede eximir al ciudadano de sus responsabilidades y convertirlo en un ciudadano indolente.

Con el correr de los años se pudo percibir que el fin de la dictadura se decidió primero en la conciencia de los ciudadanos cuando ellos mayoritariamente rechazaron a los militares como actores políticos, lo que nos habla de la pérdida de confianza hacia las fuerzas armadas por la guerra perdida y de los cambios en la cultura política pretoriana, que estudiaremos más abajo.

Por eso, el fracaso de la dictadura no creó ninguna sensación de vacuidad, y abrió las puertas para pensar a la democracia a largo plazo, con todas sus dificultades y limitaciones. En efecto, los contenidos de la campaña electoral de Alfonsín, en 1983, despliega otra perspectiva en la sociedad. El discurso ético-político que lo acompañó estuvo basado en dos ejes centrales: la Constitución Nacional y los derechos humanos. El horizonte democrático de 1983 encontró, entonces, dos principios fundacionales: el Preámbulo de la Constitución, que recitaba el candidato militar ante miles de ciudadanos, y la promesa de juzgar la violación de los derechos humanos. Alfonsín había comprendido, mejor que nadie, que los términos de la «contradicción principal» en la Argentina de los años ochenta no eran «liberación o dependencia», sino «democracia o autoritarismo». La denuncia de un pacto militar-sindical (corporativo), y la convicción de Italo Luder, candidato presidencial del justicialismo, que no había que derogar la ley de «autoamnistía» de la Junta Militar, que los ponía a resguardo de los juicios, explican la derrota del peronismo, y sus dificultades para comprender los cambios operados en la sociedad argentina.

Por cierto, no existe una dicotomía entre militares «malos» y ciudadanos y dirigentes «buenos». De alguna manera el orden pretoriano contamina a todos. En ese universo donde no existe una ética de los límites se puede entender mejor el amplio apoyo que la dictadura recibió de la prensa, de ciertos partidos, de las corporaciones y de muchos que ofrecieron sus competencias individuales. Por eso, en los inicios del golpe no llama política ni moralmente la atención el trato que los civiles podían tener con los militares. Por ejemplo, los almuerzos de Videla del 19 mayo de 1976, conocidos públicamente a través de los medios de comunicación, con Ernesto Sabato (más tarde presidente de la CONADEP), Jorge Luís Borges, Horacio Ratti, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores y el sacerdote Leonardo Catellani. Con anterioridad, el 5 de mayo, había almorzado con cinco científicos: René Favaloro (luego miembro de la CONADEP), Luis Leloir, Alfredo Linari, Julio Olivera y Roque Carranza. El 12 lo hizo con cuatro dirigentes políticos: Miguel Zavala Ortiz (UCR), Oscar Camilión (MID, después designado Ministro de Relaciones Exteriores del presidente Viola), Hipólito J. Paz (peronista), y Jesús Maria del Pablo Pardo (conservador).

En septiembre de 1979, fruto de la larga presión externa, surgió la visita al país de la Comisión Internacional de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA. La cuestión monopoliza la atención pública. Al mismo tiempo que el presidente Videla saludaba desde los balcones de la Casa Rosada a una manifestación que festejaba el triunfo logrado en Japón en fútbol juvenil, familiares de desaparecidos hacían largas filas ante la sede de la CIDH para formular sus denuncias. Con anterioridad, la sociedad ovacionaba a la selección de fútbol en la cancha de River, junto a Videla, cuando ganó el Mundial 78, negando las atrocidades que se cometían a pocas distancia de allí, en la Escuela de Mecánica de la Armada, emblema de la violación de los derechos humanos.

¿Cómo se explica la reacción de una sociedad que parecía desconocer lo que estaba sucediendo ante sus ojos? Los medios de comunicación de masas, censurados y autocensurados, no contribuyeron naturalmente a ningún esclarecimiento. Por el contrario, ciertos medios escritos desprestigiaban la actividad de la CIDH, a cuyos miembros tildaban de «inspectores». Tampoco fue muy esclarecedor el rol de ciertos partidos y de la iglesia católica. Tal vez esa sociedad quiso negar una realidad que no podía afrontar y tuvo por ello sentimientos vacilantes, porque era imposible la negación absoluta a partir de testimonios personales, comentarios, que posibilitaban conocer en alguna medida las líneas de un plan sistemático de eliminación de un enemigo virtual o real. Aunque minoritariamente, la conciencia ética de la sociedad argentina estuvo fundamentalmente representada durante mucho tiempo por los organismos de los derechos humanos.

La guerra de Malvinas es otro ejemplo de la paradójica relación entre el gobierno militar y la sociedad6. Por un lado, la sociedad adhirió totalmente a la voluntad política de la recuperación de las islas. Se coincidió, naturalmente, con la reivindicación histórica de los derechos argentinos sobre las mismas. Por el otro, la ambigüedad partidaria (que osciló entre el aval acordado por la recuperación del archipiélago y la intención de diferenciarse del régimen militar) no impidió el acercamiento de los políticos ante los responsables de la acción militar emprendida el 2 de abril de 1982.
En esa espectacular mutación, se organizaron viajes al exterior de políticos y sindicalistas con la finalidad de esclarecer a la comunidad internacional acerca de los derechos argentinos7. En esa confrontación, la palabra «Paz» casi no se escuchó en el escenario público, aunque el precio a pagar por la aventura militar, fuera muy alto.

En definitiva, el autoritarismo militar no es algo que procede de afuera, del exterior del Estado. Surge del seno de la crisis del Estado democrático, y pretende ser el medio más adecuado para resolverla en la lógica de un sistema político pretoriano, dada la escasa entidad de las convicciones democráticas. Lo sabemos, el autoritarismo militar no emerge automáticamente, ciertas condiciones le son particularmente favorables. La primera, la poca fe de los ciudadanos en las instituciones democráticas. La segunda, la debilidad de los partidos frente al adversario militar. Los partidos no fueron buenos escudos de la democracia y los ciudadanos no tenían mucho que perder. Las puertas para el ingreso del autoritarismo de 1976 estaban abiertas.

Confianza y cultura política

Quizá esas actuaciones pretorianas de la sociedad argentina encuentren una clave de explicación en el uso entrelazado de dos conceptos clásicos de la teoría política: la confianza social y la cultura política. Es lo que intentáremos hacer en este parágrafo.

La confianza constituye un sistema sobre el que se estructura todo régimen político. La confianza es el cemento de la estructura institucional de un Estado sin el cual las paredes se derrumban. El colapso de los países del Este es un buen ejemplo de ello. La confianza en un régimen político se basa, y esa es la enseñanza de Luhmann8, en el hecho de que otros también confían, y que esa posesión común de la confianza se hace conciente. Por eso, la confianza se relaciona con uno mismo.

Las instituciones de la democracia descansan en la confianza9 de los ciudadanos. El poder legítimo que se reclama en la democracia es un poder generado por la confianza de los ciudadanos en el accionar de las instituciones y en el comportamiento público de los dirigentes. La confianza -como factor cultural- crea fuertes vínculos sociales, que producen efectos sobre la estabilidad de las instituciones y el poder. La confianza -tan bien estudiada por Luhmann- produce efectos y reduce efectivamente los riesgos. El que tiene esperanza simplemente tiene confianza a pesar de la incertidumbre. No obstante, habría que remarcar que la confianza, como dice Lechner10, no elimina la incertidumbre, pero permite tolerar un mayor grado de inseguridad. La confianza en el orden político, añade nuestro autor, tiene otro significado que la confianza interpersonal, aunque tampoco sea sinónimo de legitimidad. Se trata más bien de aquel sustrato en el cual se desarrolla la creencia en la legitimidad.

Ahora bien, la confianza no es un componente exclusivo y excluyente de la democracia, los regímenes autoritarios también se apoyan en ella (incluso en el clientelismo) y pueden sobrevivir con niveles relativos de confianza. Si miramos el caso argentino, uno de los momentos de mayor deslealtad constitucional, del período 1930-1983, tuvo lugar en el transcurso de la última dictadura militar. Con el auspicio inicial que recibió el golpe de 1976, el principio de «legitimidad social» parece impugnar al de legalidad; la vinculación entre ambos conceptos -en ese contexto- no surge como contradictoria. La dictadura de 1976 no se amparó, por supuesto, en la legalidad constitucional que transgredió sino en la conformidad de la mayoría de los ciudadanos que tomó distancia de esa legalidad para homologar (aunque sea pasivamente) la intervención y reconocer el «título justificante» invocado por los militares: evitar la disolución de la sociedad argentina, amenazada por el populismo, las organizaciones subversivas, y las incapacidades de la dirigencia política y el parlamento.

Ese golpe, además de estar inscripto en el movimiento pendular de aquel sistema de corte pretoriano, se sintió patrocinado por un encadenamiento de hechos, invocado por los militares, (descontrol de la situación económica y social, descrédito de la autoridad presidencial, impotencia de los partidos, debilidad del parlamento, violencia generalizada) que cuestionó la base de la legalidad constitucional del gobierno de Isabel Perón.

La confianza es un componente tan gravitante del sostén de todo régimen político que, cuando se produjo la derrota de Malvinas (y se conocieron los detalles de la misma y las mentiras de los militares) surgieron actitudes y convicciones que desembocaron en la frustración por la guerra perdida y en la desconfianza hacia los militares como actores políticos. La decepcionante actuación de la dictadura en el conflicto bélico, la comprobada incompetencia en la actividad militar, único ámbito que le da razón de ser a las fuerzas armadas, culminó en la completa desilusión de los ciudadanos. De ahí en más no percibirían a las fuerzas armadas como opción de gobierno.

No fueron las violaciones a los derechos humanos la causa de la caída del régimen. Fue la imposibilidad de alcanzar un anhelado triunfo, de profundas raíces históricas. No fue lo «malo» de los militares, no fue lo hecho sino lo no hecho, la razón principal de la decepción.

Pero la producción y sostén de un orden político resulta más complejo, porque hay que preguntarse también por los rasgos culturales de una sociedad. El análisis de la confianza se entrecruza con el análisis de la cultura política de una sociedad. Esto significa poner en consideración la valoración ciudadana sobre un régimen político determinado. La cultura impregna a la sociedad entera, impregna la conciencia de los ciudadanos. Se trata, pues, de trasladar el concepto de cultura, que es lo opuesto a la naturaleza, al campo específico de la política. «La cultura, dice Gadamer, no es el empleo del tiempo libre, la cultura es lo que puede impedir que unos hombres se precipiten sobre otros y ser peores que algún animal. Peores que los animales, pues éstos no conocen, a diferencia de los hombres, la guerra, es decir, la lucha entre congéneres hasta la aniquilación»11. Gadamer agrega a esta convicción que la palabra no es la única actividad simbolizadora, por eso -entiende- que Ernets Cassirer pudo proponer una definición de cultura como el universo del simbolismo, el universo simbólico. En efecto, coherente con su pensamiento Cassirer considera que en vez de definir al hombre como animal rationale habría que definirlo como animal symbolicum12.

Nuestro interés está puesto en la formación de una cultura política democrática, porque ella nos informa acerca de la relación entre los ciudadanos y la política y, a la vez, nos remite a una estructura de creencias y costumbres que orientan el comportamiento político de los individuos, y definen globalmente una identidad política. Sencillamente y con un contenido amplio, se podría definir a la cultura política como un universo simbólico de creencias, normas, costumbres y fenómenos políticos que orientan las actitudes de los ciudadanos y los procesos políticos. Creemos que en la Argentina no se ha insistido lo suficiente sobre la importancia que reviste la cultura política en los procesos de institucionalización de la democracia.

Los cambios de una cultura política se producen, en general, muy silenciosamente, y luego pueden irrumpir abruptamente. La mejor ilustración es la caída del Muro de Berlín o, como en nuestro caso, el apoyo masivo y espontáneo de la ciudadanía argentina a la democracia, durante las sublevaciones militares que sufrió el gobierno de Alfonsín. En estos acontecimientos se pueden observar la articulación entre confianza y cultura política. El apoyo a la democracia de 1983 es una muestra de desconfianza hacia los militares, que revela cambios en la cultura política. No obstante, no están demás los resguardos. En la opinión de Lechner, una cultura democrática es el resultado de un proceso histórico que requiere de un tiempo para que se desarrollen costumbres y creencias en las que pueda apoyarse la construcción institucional. Así, añade, la legitimidad de las instituciones democráticas supone la maduración de una cultura democrática que, a su vez, supone el funcionamiento duradero de las instituciones13.

En la reciprocidad de este juego, la sociedad argentina no pudo superar en los primeros años de legitimidad democrática los rasgos de una cultura política pretoriana. Por eso, no llama la atención el hecho de que, a pesar del fracaso de la dictadura militar y de sus secuelas de horror, una amplia franja de ciudadanos votara a miembros de las fuerzas armadas y de seguridad comprometidos con un pasado golpista y autoritario. Gracias a las bondades del sufragio universal ocuparon lugares prominentes en las estructuras ejecutivas y deliberativas de la nueva democracia. A título ilustrativo: el ex general Antonio Domingo Bussi fue intendente electo de la ciudad de Tucumán (aunque no pudo asumir acusado en un juicio por desaparición de personas), fue gobernador de la provincia de Tucumán entre 1995 y 1999, y diputado nacional electo (sin poder asumir porque la Cámara rechazó su nombramiento), luego de haber sido interventor de facto en esa provincia entre 1976 y 1978; el «carapintada» Aldo Rico, que encabezó las sublevaciones militares de 1987 y 1988, fue intendente de la ciudad de San Miguel entre 1997 y 2003; y el ex comisario Luis Patti, a pesar de las denuncias por represor durante el último gobierno militar, fue intendente de la ciudad de Escobar entre 1995 y 1999, diputado nacional electo por la provincia de Buenos Aires, en el año 2005, sin poder asumir por la impugnación de la cámara de diputados.

El sendero de los grises

Bajo un orden pretoriano es casi imposible separar democracia de dictadura, y ello moldea el sistema político. En la relación histórica de ambos términos, se produjo un desinterés por la cosa pública, que acrecentó la desconfianza hacia los políticos y las instituciones. Afortunadamente, en la Argentina las dictaduras no han sido regímenes durables, fueron inestables y transitorias. Los golpes estratégicos, aquellos que pretendieron realmente transformar el Estado y la sociedad, como los autodenominados, «Revolución Argentina» (1966-1973) y «Proceso de Reorganización Nacional» (1976-1983), no superaron los siete años de duración. Es cierto, también hubo gobiernos civiles de corta duración; ambos fenómenos están asociados.

Escribe Luis Alberto Romero en un sugerente artículo (que describe la forma en que se construye el imaginario democrático, casi al mismo tiempo que el de la dictadura, a su imagen semejanza), lo siguiente:

«No es raro que se parecieran tanto. Proceso y Democracia, fueron dos caras de un mismo universo, que se imaginaba protagonizado por dos fuerzas contrarias y absolutas; se trataba en el fondo de la clásica versión maniquea del mundo, fundada en principios antagónicos: la luz y la oscuridad, el bien y el mal, dios y el demonio»14.

En el mismo acto en que se demonizó la dictadura, se construyó la imagen inversa, una democracia que, a priori y por definición, era buena y potente. El Proceso y su sombra condicionan a la democracia de 198315. Romero nos invita a ver los matices, a caminar por los grises. Esto nos ayudará a comprender el influjo inicial de la dictadura en gran parte de la sociedad, y su posterior proyección. Sin el ánimo de simplificar las cosas, ni anular la distinción entre los valores de un régimen y otro, hay que señalar que la gestación de la nueva democracia plantea una serie de complejos y difíciles interrogantes.

Los regímenes pretorianos son aquellos en los que el control y la penetración de los militares en todos los lugares e instituciones, en que puede escindirse la organización de la vida colectiva, son más profundos. Mirando rápidamente América latina, el último libro de Alain Rouquié es muy ilustrativo sobre el histórico movimiento pendular dictadura/democracia, donde la victoria de la democracia nunca es absoluta, en tanto las democracias latinoamericanas son herederas de las dictaduras, cuando no son sus prisioneras. En su concepción, la sombra de la dictadura sobrevuela la democracia16. Quizá el dato histórico más relevante de nuestra región es que la democracia se ha extendido por todo el continente en los últimos años, y en 2011 todos los gobiernos son democráticos, sin olvidar, por supuesto el golpe en Honduras y el frustrado intento en Ecuador en 2010.

De a poco, la sociedad argentina se fue desmilitarizando, y el sistema político se volvió completamente civil, dejando atrás el formato de un sistema político pretoriano. La pregunta central es sobre los resabios que puedan subsistir en una cultura política democrática, en la que parece predominar una imagen en la cual todos los ángeles están de un lado, y todos los demonios están del otro. La doctrina de la intolerancia, de la cual se alimentaba el pretorianismo, cambia según las épocas, y pueden conducir a extremos polares, como veremos más adelante. La escasa calidad de la cultura política democrática es indisociable del modo en el que se articula el vínculo entre gobernantes y gobernados.

El decisionismo político ha sido un medio recurrente en la gestión estatal en las últimas décadas de la Argentina. La política argentina de los últimos treinta años podría ser interpretada en clave decisionista. Como recurso de la dictadura militar ha sido absoluta, con la suspensión del Estado de derecho, la eliminación de la deliberación pública, y la clara definición del lugar del «soberano». La dictadura, desde una concepción schmittiana de poder, dividió a la sociedad en dos campos, los amigos y los enemigos, para justificar el terror. Aún antes del golpe, la dictadura definió sus enemigos, a través de las conocidas y directas palabras del interventor de la provincia de Buenos Aires, el ex general Ibérico Saint Jean: nuestros enemigos son los subversivos, los populistas, estatistas, los corruptos y los «indecisos». No hay aquí lugar para la neutralidad. Y el brigadier Agosti, integrante de la Junta Militar, se encargaría de encontrar en la «decisión» la fuente de la legitimidad del poder militar:

«El gobierno nacional recogerá opiniones de distintos sectores de la sociedad y después decidirá por sí y ante la historia, porque su legitimidad no reside en el voto, sino en la decisión y en la capacidad con que cumple el propósito de recrear la convivencia argentina»17.

Desde 1989, luego de los momentos más difíciles de la transición política, nuestra democracia no pudo prescindir del ejercicio de los poderes excepcionales y se alejó de aquella concepción que proclama la separación de poderes y los controles mutuos, que regula los excesos de los gobiernos de turno. A esta práctica de gobierno la hemos denominado decisionismo democrático18.

Cuando se ensancha la esfera del ejecutivo se desplaza la deliberación pública, el parlamento pierde poder y capacidad de control. Con esa práctica, los gobiernos no suspenden el Estado de derecho, como lo indicaría una perspectiva decisionista schmittiana, pero lo atenúan. Es un modo no republicano de ejercicio del poder. Se valen de la Constitución para desarrollar plenos poderes, mediante la delegación legislativa, el veto parcial y los decretos de necesidad y urgencia, en situaciones de normalidad. En este sentido, la democracia argentina vive en emergencia permanente. Es verdad que estos mecanismos de gobierno se desprenden del texto constitucional de 1994, pero están previstos para situaciones de excepción, para hacer frente a los períodos de crisis profunda y dificultades extremas, como las vividas en 1989-1990 y 2001-2002, no para las épocas de normalidad. Cuando no existen esas situaciones fácticas, extraordinarias, no hay buenos motivos para invocar la emergencia. La normalidad implica un juego político institucionalizado, respeto irrestricto a las normas y al procedimiento deliberativo, y un trato comunicativo y civilizado entre el Estado y los actores políticos y sociales.

El decisionismo es siempre un acto de voluntad política19. Es una precisa manifestación de autoridad que no proviene necesariamente del orden jurídico, su fuerza radica más bien en la voluntad que la inspira; ahí se encuentra la fuente de la autoridad.
Tal decisión se expresa a través de la unidad política, el Estado, ya sea en un contexto autoritario o democrático. La decisión puede ser tomada, en consecuencia, por fuera del orden jurídico vigente, que ha sido suspendido, por ejemplo, por un golpe de Estado, o dentro de un orden jurídico que ha sido atenuado, pero no anulado por la decisión. En la primera situación, el Estado de derecho se ha tornado inexistente y se pretende crear un nuevo orden, en el segundo, el Estado de derecho se atenúa.

Lo común a ambas formas de hacer política es el acto de voluntad, la diferencia está en que hay un modo de decisión que es absoluto y otro que, permítasenos la paradoja, es menos «decisivo», que arrincona al derecho pero no lo suspende, sólo lo atenúa. El primer tipo de decisionismo es aplicable a la dictadura de 1976, el segundo, funciona desde 1989 hasta nuestros días como una práctica de gobierno, que hemos denominado decisionismo democrático. En esta caracterización, el gobierno de Alfonsín abrió un paréntesis. Entre 1983 y 1989 sólo se dictaron 8 decretos de necesidad y urgencia, cifra muy baja si la comparamos con las numerosas medidas de excepción utilizadas por los presidentes que le sucedieron, que abusaron de la declaración de emergencia y reclamaron poderes extraordinarios de manera incesante en épocas de normalidad.

A partir del conflicto con el campo se puso en evidencia, en el año 2008, una concepción antagónica de poder sustentada por el gobierno nacional. En general, este tipo de concepciones identifica al oponente como un enemigo al que hay que eliminar y no como un adversario de legítima existencia. Nuestras sociedades viven y permanecen en conflicto, están muy lejos de ser sociedades conciliadas. El sentido de una política democrática no es suprimir la división, sino mantener la unidad en un contexto de tolerancia y aceptación del disenso, en donde se maneje de manera diferente la oposición «ellos» y «nosotros».

La palabra y la comunicación son las condiciones fundamentales de toda sociedad democrática. Las marcas verbales no pueden ser constituyentes de antagonismos y dicotomías, y mucho menos si provienen de la voz de un Estado de derecho democrático, que debe generar contextos de diálogos. La contraposición «oligarquía versus gobierno popular», «pueblo versus antipueblo» (u otras fórmulas similares), sólo pueden conducir a peligrosos desencuentros, y retrotraernos a una sociedad polarizada por falsas dicotomías. Las marcas del pasado están ahí, presentes.

La democracia se enmarca en determinadas reglas y controles (el Estado de derecho), que actúan, entre otras cosas, como contención de la autonomía decisional del Ejecutivo. Los absolutos en la política han entrado en crisis. Sabemos que la política es una combinación de deliberación y decisión. El problema radica en aquellas concepciones que absolutizan el momento de la decisión, en detrimento de la negociación y el consenso. La política concentrada en la decisión, separada de las instituciones deliberativas, es el contramodelo de una democracia republicana. En el enfrentamiento con el agro hubo un momento de negación de la política. El diálogo argumentativo, constitutivo de la política, fue reemplazado por las agresiones verbales, la violencia, y la acción directa.

A pesar de la iniciativa recuperada después de la derrota electoral en 2009, el oficialismo se encierra cada vez más en una filosofía del conflicto permanente. La teoría de la conspiración se acrecienta ahora por el «partido mediático y el «partido judicial». El carácter personal del poder oficial (cuando Néstor Kirchner vivía y no ejercía el cargo presidencial) reveló un inédito armazón institucional que pareció adquirir la forma de una organización estatal «neopatrimonial», que dejó al desnudo la propiedad privada de las funciones públicas.

A modo de conclusión. La democracia interrogada

En estos veintiocho años se obtuvieron logros fundamentales. Se eligieron por el voto popular seis presidentes constitucionales (Raúl Alfonsín, 1983-1989; Carlos Menem, 1989-1995; Carlos Menem, 1995-1999; Fernando de La Rúa, 1999-2001; Néstor Kirchner, 2003-2007; Cristina Fernández de Kirchner, 2007). Las Fuerzas Armadas se subordinaron al poder civil, luego de cuatro insurrecciones que llegaron hasta el final de 1990. Se instaló un sistema de alternancia, como elemento constitutivo de una democracia pluralista. En 1989, por primera vez en nuestra historia política, un gobierno democrático transfirió el poder por vía del sufragio universal a un partido de la oposición. Ello constituye un hito significativo que indica nuestra primera alternancia en elecciones nacionales.

La segunda tuvo lugar en 1999 cuando la Alianza asumió después de la derrota electoral del peronismo. Además, el valor del voto democrático, que quedó nuevamente demostrado en las elecciones de 2003. Las urnas, en un momento histórico muy especial (luego de la crisis de 2001-2002), fueron el ámbito en el cual los ciudadanos evidenciaron que las elecciones no son sólo un método para seleccionar a los dirigentes, sino que pueden ser también un dispositivo institucional eficaz para encontrar una respuesta a una crisis profunda. Finalmente, la madurez de una amplia franja de la ciudadanía que ha alcanzado mayor autonomía, principalmente en las clases medias urbanas y rurales.

No obstante, el régimen democrático que se instaló en 1983 transita por un complejo y ambiguo proceso que revela, al mismo tiempo, signos favorables de consolidación y rasgos preocupantes de imperfección institucional. Se ha afirmado, por un lado, el principio de legitimidad democrática (el apego mayoritario de los ciudadanos y partidos a las reglas de sucesión pacífica del poder) y, por otro, no se han superado las deficiencias institucionales y las profundas desigualdades sociales que representan serios desafíos para la estabilidad de la democracia. En este tiempo han surgido nuevas demandas en la sociedad y ellas tienen que ver con la búsqueda de igualdad social, con los deseos de seguridad, con la eliminación de la corrupción y con la calidad de las instituciones públicas, especialmente con aquellas que imparten justicia. En estos reclamos se hallan los difíciles pero no imposibles avances que debe promover la democracia.

Como sabemos, la democracia argentina es modesta, y de fuertes contrastes. Una breve enumeración de ellos sirve para ilustrarlos. Se ha consolidado un sistema de votación, la competencia pacífica por el ejercicio del poder; se ha «normalizado» el imperio de la excepcionalidad, el ejecutivo legislando mediante decretos, legislación delegada o veto parcial; las desigualdades sociales se han profundizado; se vacían las instituciones partidarias («estructuras estructurantes» de la sociedad), se desdibuja el rol del parlamento, y la justicia pierde autonomía. Es justo reconocer, sin embargo, los cambios positivos operados en el Congreso a partir del conflicto con el campo, y los fallos de la Corte Suprema y de algunos magistrados, que revelan independencia del poder político.

En 1983 nacía la época de la «democracia como ilusión», durante el gobierno de Alfonsín. En 2011 la legitimidad electoral se mantiene viva, pero las ilusiones se han desvanecido. El entusiasmo inicial fue cambiando progresivamente por un realismo razonable, que despierta en la conciencia de gobernantes y gobernados la idea de una democracia como realización humana. La democracia es como la hacemos. Sus arquitectos son los ciudadanos y los dirigentes, de ellos dependen la construcción de un orden más justo.

En definitiva, ¿qué dejó atrás la sociedad argentina y con qué nos quedamos?
En primer lugar, el apoyo a la democracia que renació en 1983 refleja un cambio en la cultura política, tras la desconfianza absoluta hacia los militares como opción de poder. La confianza en las urnas; el valor del voto democrático, que permitió la salida de la crisis y la recuperación de la autoridad presidencial, después de las elecciones de 2003. La convicción acerca de la defensa de los derechos humanos que otorgó dignidad a la democracia a partir del histórico juicio a las Juntas Militares, porque no sólo se juzgó y condenó a los responsables de la represión ilegal, sino que, simbólicamente, se juzgó a todos los golpes de Estado y al autoritarismo militar, que durante cincuenta años hegemonizaron la política argentina. Con todo, hay que remarcar que las leyes de punto final y obediencia debida del presidente Alfonsín (que limitaron el accionar de la justicia) y el indulto del presidente Menem (que liberó a los procesados de la justicia) significaron un retroceso en el camino abierto por el juicio a las Juntas. No obstante, las demandas éticas y de justicia reclamadas por la sociedad fueron reabiertas por la política de derechos humanos implementada durante el gobierno de Néstor Kirchner. Los asesinos y torturadores fueron nuevamente sentados en el banquillo de los acusados.

En segundo lugar, el decisionismo democrático como práctica de gobierno en épocas de normalidad, se aproxima a una filosofía decisionista del Estado (perfectamente utilizada por la dictadura militar), y se aleja de la lógica del Estado de derecho democrático. ¿El uso y abuso del decisionismo democrático no es, preguntamos, un resabio de una cultura política schmittiana pura? Por otra parte, la baja calidad de la cultura institucional, se agrava con la dislocación de la esfera política operada con la crisis de 2001, como consecuencia de la fragmentación del sistema de partidos, el resquebrajamiento del régimen de representación, y de la dilución de las identidades políticas masivas.

El gran desafío de nuestra democracia republicana ha sido la construcción de un orden estable, legítimo, y la idea de «buen gobierno» como justificación más pertinente. La ausencia de un proyecto estratégico, de largo plazo, es uno de los problemas políticos centrales de la Argentina actual. Ni los oficialismos, ni las oposiciones han sido capaces hasta ahora de desarrollar una cultura política que piense en términos estructurales. En fin, en la idea de buen gobierno, los gobernantes deben atender la inmediatez de los intereses, las situaciones puntuales, pero también deben otorgar sentido al «mundo común», a la estructura del querer «vivir-juntos» en una comunidad, mediante la formulación de proyectos colectivos que vayan más allá de la mera lucha por el poder.

Los cambios en el régimen político calan hondo en la vida política de los argentinos, con sus tendencias inquietantes. La idea de buen gobierno es sinónimo de «Estado bien ordenado»20. Un Estado bien ordenado remite a la construcción de consensos sociales básicos, a la garantía de seguridad jurídica, al respeto del edificio constitucional, a la instauración de un orden político más razonable y justo, y a la producción de estabilidad política. Un buen gobierno es aquel que hace lo que debe hacer, diseñar e implementar opciones coyunturales y opciones estratégicas.

En fin, la democracia argentina transita por el sendero de los matices, oscilando entre grises claros y grises oscuros, entre resabios, persistencias y transformaciones.

Notas

1 Trabajo recibido el 30/4/2011; aceptado el 30/5/2011
2 Profesor Titular de Teoría Política en la Universidad Nacional de Rosario y en la Universidad Nacional del Litoral. Investigador del Consejo de Investigaciones de la Universidad Nacional de Rosario. Contacto: haquiroga@arnet.com.ar
3 QUIROGA, Hugo, (2004), El tiempo del 'Proceso'. Conflictos y coincidencias entre políticos y militares. 1976-1983 (Segunda Edición revisada y ampliada). Rosario: Editorial Fundación Ross y Homo Sapiens Ediciones.
4 LINZ, Juan J., (1987), La quiebra de las democracias. Madrid: Alianza.
5 Para un análisis de la práctica y dinámica interna del radicalismo durante la dictadura militar remito al interesante trabajo de TCACH, César, «Radicalismo y dictadura», en Hugo Quiroga y César Tcach, (1996), A veinte años del golpe. Con memoria democrática, Rosario, Homo Sapiens Ediciones.
6 El 30 de marzo de 2002, dos días antes de la toma de Malvinas, la CGT convocó a una concentración en la Plaza de Mayo bajo el lema «Pan, paz y trabajo», que no pudo concretarse por la enérgica represión policial. Sin embargo, el día del desembarco argentino en la isla, una multitud calculada en diez mil personas se concentró en la misma plaza para celebrar la hazaña exitosa. La oportunidad fue más que propicia para que el presidente Galtieri saliera a los balcones de la Casa de Gobierno, para pronunciar un discurso ante el júbilo del público.
7 Raúl Alfonsín, uno de los hombres políticos que no viajó al extranjero, formuló, en su propuesta, la idea de constituir un «gobierno civil de transición», una vez superada la crisis de Malvinas. Ese gobierno provisorio, que iniciaría la transición democrática, acompañado por un gabinete de salvación nacional, debería estar a cargo del ex presidente Arturo Illia.
8 LUHMANN, Niklas, (1995), Confianza. México-Barcelona: Universidad Iberoamericana- Anthropos.
9 La raíz de confiar es fiar (creer en), fides (fe, lealtad, convicción). Y fiduciarius, lo relativo a la confianza.
10 LECHNER, Norbert, (1987), «El realismo político: una cuestión de tiempo», en Norbert Lechner, ¿Qué es el realismo político? Buenos Aires: Catálogos.
11 GADAMER, Hans-Georg, (1993), Elogio de la teoría. Discurso y artículos. Barcelona: Península.
12 CASSIRER, Ernest, (1994), Ensaio sobre o Homen. Introduçao a uma filosofia da cultura huamana. Sao Paulo: Martin Fontes, p. 50.
13 LECHNER, Norbert, (1986), «¿Responde la democracia a la búsqueda de incertidumbre?», en revista Zona Nº 39/40, Madrid, p. 86. 14 ROMERO, Luis Alberto, (2006), «La democracia y la sombra del Proceso», en Hugo Quiroga y César Tcach (compiladores), Argentina 1976-2006. Entre la sombra de la dictadura y el futuro de la democracia. Rosario: Universidad Nacional del Litoral y Homo Sapiens Ediciones, p. 16.
15 idem
16 ROUQUIE, Alain, (2010), A l'ombre des dictatures. La démocratie en Amérique latine. Paris: Albin Michel.
17 Citado por ALGUEA, Natalio, (1997), «Lo que vendrá, según cuatro definiciones», en Propuesta y Control, Año 2, Nº 8, Buenos Aires, septiembre-octubre. El subrayado es nuestro.
18 Remito a QUIROGA, Hugo, (2005), La Argentina en emergencia permanente. Buenos Aires: Edhasa.
19 Véase mi artículo, «La política en tiempos de dictadura y democracia», en Hugo Quiroga y César Tcach (compiladores), Argentina 1976-2006. Entre la sombra de la dictadura y el futuro de la democracia, Ob. Cit.
20 La idea de Estado bien ordenado la tomo de Eloy Garcia, véase mi libro La República desolada. Los cambios políticos de la Argentina (2001-2009). Buenos Aires: Edhasa, colección Temas de la Argentina, dirigida por Juan Suriano, 2010.

Bibliografía

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8. QUIROGA, Hugo, (2004), El tiempo del 'Proceso'. Conflictos y coincidencias entre políticos y militares. 1976-1983 (Segunda Edición revisada y ampliada). Rosario: Editorial Fundación Ross y Homo Sapiens Ediciones.
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10. (2006), «La política en tiempos de dictadura y democracia», en Hugo Quiroga y César Tcach (compiladores), Argentina 1976-2006. Entre la sombra de la dictadura y el futuro de la democracia. Rosario: Universidad Nacional del Litoral y Homo Sapiens Ediciones.
11. (2010), La República desolada. Los cambios políticos de la Argentina
12. (2001-2009). Buenos Aires: Edhasa, colección Temas de la Argentina,dirigida por Juan Suriano.
13. ROMERO, Luis Alberto, (2003), Breve historia contemporánea de la Argentina (2da. edición ampliada y revisada). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
14. (2006), «La democracia y la sombra del Proceso», en Hugo Quiroga y César Tcach (compiladores), Argentina 1976-2006. Entre la sombra de la dictadura y el futuro de la democracia. Rosario: Universidad Nacional del Litoral y Homo Sapiens Ediciones.
15. ROUQUIE, Alain, (2010), A l'ombre des dictatures. La démocratie en Amérique latine. Paris: Albin Michel.
16. TCACH, César, «Radicalismo y dictadura», (1996), en Hugo Quiroga y César Tcach, A veinte años del golpe. Con memoria democrática, Rosario, Homo Sapiens Ediciones.

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