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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versión On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.27 Córdoba jun. 2012

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

Cronotopos del incesto en dos películas argentinas
María Magdalena Uzín1

Resumen
El trabajo explora la función de la narración cinematográfica como «tecnología del género » (de Lauretis, 1996 y 1992), en su rol de producción y asignación social del sentido a las identidades genéricas y sus líneas de fuga. Para ello abordamos dos películas argentinas de la primera década del siglo XXI: El aura (2005) de Fabián Bielinsky y La ciénaga (2001), de Lucrecia Martel. Analizaremos en ellas la construcción de un cronotopo identitario (Bajtín, 1989) constituido por espacios diferentes pero ambos caracterizados por la ambigüedad entre lo cerrado y lo abierto, la fragmentariedad del relato temporal. Estos relatos construyen identidades igualmente fragmentarias que los personajes ocupan como «lugares» no fijos, sino variables, en recorridos narrativos que no se cierran, que no concluyen, sino que parecen optar entre la suspensión en un estado de confusión y una «línea de fuga» que se abre en el espacio del fantasma del incesto. Línea de fuga que los aleja de sus identidades previas pero que no se cierra en el relato, que deja abiertas las posibilidades de esa fuga, especialmente en los personajes femeninos, jóvenes y vulnerables de Diana (en El aura) e Isabel (en La ciénaga).
Palabras clave: género - cine - argentino - cronotopo - incesto

Abstract
This paper explores the role of cinematographic narratives as a «technology of gender» (de Lauretis, 1996 and 1992), a role of production and assignment of social meanings to gender identities and their vanishing lines. To that end, we deal with two Argentinean movies from the first decade of the 21st century: El aura (The aura) (2005), by Fabián Bielinsky and La ciénaga (The swamp) (2001) by Lucrecia Martel, studying the construction of an identitarian chronotope (Bajtin, 1989), constituted by different space, but both characterized by the ambiguity between the closed and the open, the fragmentarity of time narrative. This narrative builds equally fragmentary identities, which the characters occupy not as fixed «spaces» but variable ones, in narrative paths that don't close, don't reach an end, but that seem to choose between the suspension in a state of confusion and a vanishing point that opens in the space of the incest phantom. Vanishing point that drives them away from their previous identities but doesn't reach a closing point , that leaves the possibilities of that path open, specially for the young and vulnerable female characters of Diana (in El aura) and Isabel (in La ciénaga).
Key words: gender - film - Argentinean - chronotope – incest


Los lenguajes de la cultura, las diferentes maneras significantes que, en palabras de Barthes, constituyen los «grandes alimentos de la nutrición psíquica», como «la literatura, el espectáculo, el cinematógrafo, el deporte, la prensa, la moda», son también, en su rol de producción y asignación social de sentidos, «tecnologías de género» «con poder para controlar el campo de significación social y entonces producir, promover e ´implantar´ representaciones de género» (Barthes, 1990: 243). La función de la narración cinematográfica en particular dentro de ese entramado de prácticas significantes, y la producción de subjetividades marcadas por el género, es analizada por Teresa de Lauretis en Alicia ya no. Feminismo, semiótica, cine (1992). Desde una amplia mirada sobre las distintas perspectivas semióticas (de Peirce a Lotman, a Eco, a Barthes), de Lauretis analiza la productividad de las narraciones, las historias, las imágenes, como «psicotecnologías de la vida cotidiana»2 (de Lauretis 1992: 174).

En la producción cinematográfica argentina de la última década (una de las más desarrolladas de Latinoamérica) se destacan films de temáticas y características muy diversas, con tradiciones y públicos diferentes. En este trabajo vamos a analizar dos películas en muchos aspectos disímiles, pero que presentan en ambos casos configuraciones de sujetos en un entramado de relaciones que remiten a lo que hemos llamado el fantasma del incesto. El fantasma del incesto constituye un límite de lo inteligible; es una figura textual que se construye en elementos formales y rasgos temáticos, en los que hay una presencia no visible pero actuante, la de la amenaza de la disolución de los lazos sociales y de los sentidos que hacen a un sujeto inteligible en la matriz heterosexual3. De esta manera, distingo al incesto como figura antropológico-simbólica, del incesto como figura criminal-testimonial y como concepto del psicoanálisis. El punto de partida para desarrollar esta noción es una crítica del concepto de «parentesco», noción clave en la antropología moderna, a partir de las lecturas feministas de Gayle Rubin (1998) y Judith Butler (2001a), que plantean además una relación crítica con el psicoanálisis, en especial en su vertiente lacaniana. Por otro lado, la mirada crítica de Gilles Deleuze y Félix Guattari (1990 y 1985) a la lectura psicoanalítica constituyó un aporte importante para la construcción de la noción de «fantasma del incesto» en este trabajo. El incesto como figura antropológico-simbólica revela el punto de cruce, el umbral de múltiples direcciones en que la construcción de identidades de género, del orden simbólico masculino, de los sistemas de parentesco y de los lazos sociales y políticos se entrecruzan y revelan su mutua interdependencia. Para analizar la construcción de este fantasma del incesto en el discurso fílmico, hemos comenzado por abordar el análisis del cronotopo identitario. El cronotopo es una noción propuesta por Mijail Bajtín (1989) para designar la dimensión temporo-espacial de una obra literaria. El cronotopo identitario es un tipo especial de temporalidad que funciona como lugar de diferenciación de las figuras representadas en los textos (fílmicos, en este caso), como mediador de las evaluaciones sociales que construyen las identidades de hombres y mujeres, y a partir de ellas establece una ley de parentesco, un lazo social fundado en la prohibición del incesto. Este cronotopo identitario articula las diversas esferas de la creatividad ideológica, atravesando el discurso social de la época. Esta noción de cronotopo es elaborada por Mijaíl Bajtín en «Las formas de tiempo y del cronotopo en la novela. Ensayos de poética histórica», como «la conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura» (1989: 237), como una categoría de la forma y del contenido de la novela. El tiempo se hace visible, se revela en el espacio, y el espacio es medido a través del tiempo; el género literario y sus variantes se determinan por el cronotopo, cuyo principio básico es el tiempo. La imagen del hombre en literatura es siempre cronotópica. Bajtín analiza tres cronotopos en la historia de la novela hasta el siglo XVIII: la novela griega, la novela de aventuras, la biografía y autobiografía. Algunos de los motivos o cronotopos que señala Bajtín son el encuentro, el camino, el reconocimiento, el umbral, el camino de la vida como metamorfosis, el viaje. Bajtín contrapone en sus análisis los cronotopos en los que la identidad del personaje permanece siempre idéntica a sí misma (novelas de caballería) de aquellos en los que cambia, se transforma; aquellos cronotopos en los que la identidad del personaje es puramente privada, sin conciencia ni sentimiento de pertenencia social, y los que presentan al personaje como miembro de un grupo (como ciudadano, inserto en una determinada posición familiar, etc.). Opone también los cronotopos en los que se representan momentos excepcionales, fragmentarios, y aquellos que retratan la vida cotidiana, el tiempo de la sucesión infinita y el tiempo como secuencia irreversible, cerrada y aislada del tiempo histórico. En este análisis de la construcción de la identidad en el cronotopo, Bajtín opone la vida privada del héroe, cerrada, que sólo puede ser observada a escondidas, espiada, por un criado, un pícaro, o revelada a través de un crimen y su juicio (motivos jurídico-penales: pensemos en el análisis de Foucault de la confesión [Foucault 1984]), frente a la vida pública, abierta. En la vida privada el tiempo es cíclico, lleno de obscenidades, fragmentado, disperso. El tiempo de la vida pública es en cambio una secuencia con principio y fin, direccionada, orientada desde el pasado hacia el futuro. La familia como linaje, como herencia, tiene esta orientación temporal, y el personaje adquiere una dimensión pública desde su ubicación en la familia como institución social e histórica (autobiografía romana). En esta unidad de vida de la familia hay una unidad espacial, la casa familiar (pensemos por ejemplo, más allá de los géneros analizados por Bajtín, en Cien años de soledad), que contribuye a una concepción cíclica del tiempo.

Tiempo, espacio y concepción de la identidad (inmutable/en transformación; social/individual; pública/privada) se entrelazan en la concepción del cronotopo de Bajtín. Su análisis alcanza hasta la novela decimonónica; pero aún resulta interesante para abordar lo que en algún sentido es su herencia, el film, a comienzos del siglo XXI.

En 2005 se estrenó El aura, dirigida por Fabián Bielinsky, protagonizada por Ricardo Darín, en el papel de un taxidermista parco, introvertido y honesto, con una obsesión: durante los últimos años, una y otra vez ha planeado e imaginado los asaltos más perfectos. Llevado a los lejanos bosques del sur a compartir una jornada de caza, un trágico accidente lo conecta inesperadamente con la posibilidad de ejecutar un verdadero delito: el asalto a un camión blindado que lleva las ganancias de un casino de la zona. Al mismo tiempo, debe luchar con su mayor debilidad, la epilepsia que sufre; el título de la película remite a un momento de extraña iluminación en donde todo se confunde en una arrolladora desorientación, antes de sucumbir a una crisis.

Al comenzar la película, vemos al protagonista en una especie de vacío, blanco, lleno de luz, en una escena casi congelada. Se despierta de un ataque, solo dentro del amplio recinto de un cajero automático, y advertimos ya que el tiempo que caracteriza a este personaje es el tiempo que se pierde en cada ataque, el tiempo de la interrupción ineludible y sorpresiva. «El truco está en el tiempo. No hay que perder un segundo», dice el personaje al explicar su hipotético plan para robar un banco a un amigo, el mismo que lo llevará luego a cazar al sur. Y sin embargo, su identidad está dada justamente, por ese tiempo que se le escapa, que se congela. La película va marcando la progresión de la historia con los días de la semana: miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo... y nuevamente miércoles en la escena final. Esa secuencia temporal se proyecta en un recorrido espacial: de la ciudad, la capital, hacia el sur, el bosque; un espacio natural pero cerrado: se «entra» al bosque. En ese espacio cerrado, aislado, alejado de todo por largas carreteras, hay un espacio aún más interior, humano, igualmente cerrado y aislado: las cabañas. Allí encuentran a una joven, Diana (Dolores Fonzi), y a su hermano menor, y a la fotografía de quien parece el padre de la chica pero es su marido, Dietrich (Manuel Rodal). La relación entre la chica y su maridopadre se carga de sentidos incestuosos, ya que Dietrich se identifica con el padre no sólo por la confusión de los visitantes que ven la foto, por la edad, sino en el relato de Diana, que lo presenta como amigo de su padre y luego como «la misma mierda» refiriéndose a la violencia de que ambos la han hecho objeto. El hermano completa el triángulo en la relación de admiración-odio con Dietrich y de posesividad-desprecio hacia su hermana. Es un cronotopo incestuoso de lo cerrado, aislado, repetitivo y casi separado de la «civilización» de lo urbano y de lo social.

A ese cronotopo más delimitado por lo espacial llega el taxidermista, definido como vimos por su relación con lo temporal. Al adentrarse en ese espacio, esa construcción de personaje pasivo, indefenso, carente de iniciativa fuera de su imaginación
(solo la tiene al imaginar los robos perfectos que nunca llevaría a cabo), se transforma. Primero accidentalmente: tratando de abandonar su pasividad, intentando cazar un ciervo, mata a un hombre, a Dietrich, el esposo de la chica. Poco a poco, asume partes de la identidad de este, al descubrir que forma parte de la organización de un robo al casino cercano. Toma las llaves, el celular, las corbatas, las fichas del casino: los elementos o instrumentos que sitúan a Dietrich en la red de personas, datos y acciones que preparan el robo. Asume la identidad de ladrón del muerto, revisa los planes, investiga. En ese proceso de ocupar el lugar del hombre que mató, y que nadie sabe que está muerto, no abandona su parquedad, su parsimonia, su alejamiento, su lugar de observador; pero los demás, aunque no confían en él, aceptan la identidad que le dan las cosas, los objetos, que funcionan como signo de una determinada posición en los planes. Así, al entrar al casino y encontrar el contacto de Dietrich, comienza vacilando en su papel, pero a medida que pasa de la entrada a la sala de juegos, de la sala a la cocina, al depósito; a medida que se adentra cada vez en ese espacio, asume con más firmeza su nueva identidad. Reconstruye los relatos, reacomoda los hechos, replantea la historia para darse otra identidad y ocupar ese lugar.

Si bien logra ocupar el lugar en el plan del robo con relativo éxito, la relación con el lugar de Dietrich en el triángulo familiar incestuoso es diferente. El acercamiento a Diana se da por una indagación mutua: ella le pregunta por su enfermedad, él por su historia. En los dos casos, la confesión se da en un momento de suspensión del tiempo, en un momento de espera, de inmovilidad. Hay un momento en que el taxidermista parece asumir la identidad del marido, al aparecer cuando un vecino está reclamando a Diana porque su perro le mata las ovejas. «Suerte que apareció. Viene cuando sabe que mi marido no está», le dice ella. Pero el taxidermista no lleva más allá esa posibilidad. En lugar de ocupar sin más el lugar en el triángulo que tiene a la chica prisionera y víctima de la violencia, sus acciones destruyen ese núcleo incestuoso: mata al marido, sus errores conducen a la muerte del hermano de Diana, y logra que ella se vaya, abandone el espacio del aislamiento, al afirmarle que Dietrich no va a volver (la única vez que insinúa que está muerto). Así, no ocupa un lugar en ese triángulo, sino que lo hace estallar.

En este análisis, podemos destacar algunos elementos. En primer lugar, vemos que el personaje principal, masculino, el taxidermista, se define desde el principio por su relación con el tiempo y la alteración de este que produce su enfermedad. Mientras que el personaje femenino, Diana (el nombre de la figura mitológica de la diosa cazadora), se define por su relación con el espacio del núcleo familiar incestuoso del que no encuentra la salida. La teórica feminista Luce Irigaray señala que en el pensamiento moderno occidental, lo femenino se experimenta como espacio, a menudo con connotaciones del abismo y de la noche, mientras que lo masculino se experimenta como tiempo (citado en Castells 1998: 221). Lo masculino se asocia con lo público, con el tiempo de la historia y el progreso, mientras que lo femenino se asocia al espacio doméstico privado, el espacio del tiempo repetitivo. El Tiempo de la Historia pública y social, el tiempo de la racionalidad, conquista al espacio de lo privado y lo doméstico, de la mera coexistencia indefinida (Vidal Jiménez 2002). En la crisis de la modernidad, estas representaciones genéricas del tiempo y del espacio también se trastocan: frente a la persistencia de la idea liberal del progreso, aparecen en primer lugar reactualizaciones de la experiencia temporal premoderna, centrada en la repetición de lo idéntico, el horror por la historia, la abolición de la diferencia entre el presente, el pasado y el futuro, que esencializa las identidades de género, se vuelca hacia la comunidad como espacio cerrado de producción y conservación del sentido. Pero también aparece una nueva concepción posmoderna del tiempo, que se organiza en torno a la variación y la repetición de las diferencias, niega la presunción de un progreso unilineal y plantea una historia ambigua y multidireccional (Deleuze 1988), coherente con el planteo de unas identidades inestables, abiertas.

En el cronotopo fílmico de El aura, el tiempo todavía define al principio masculino y el espacio al femenino. Pero la relación no es unidireccional, y ciertamente la historia del relato no progresa linealmente. No es el tiempo, la irrupción de los hechos, lo que transforma exclusivamente al espacio cerrado y repetitivo, sino que por un lado, el espacio plantea una serie de relaciones a nivel grupal, pero fuera de las reglas sociales, relaciones que transforman a la identidad del sujeto: es el «estar ahí» «en ese momento», completamente azaroso, lo que desencadena el asesinato accidental y la asunción del lugar de otro. Y por otro lado, es ese tiempo de la interrupción, de lo inesperado, lo que hace estallar las líneas de fuerza que mantenían ese espacio cerrado, clausurado, lo que hace posible la libertad. La libertad que parece ser el tópico de la película pero presentada como paradoja: por un lado la libertad de hacer lo inesperado, lo excepcional: robar, matar, escapar. Por otro lado, el «aura» que precede al ataque epiléptico ofrece la libertad contraria: «durante esos segundos sos libre. No hay nada para decidir», afirma el protagonista. Es decir, la libertad está en aceptar lo inevitable. El azar, el estar ahí en ese momento, trastoca esa libertad, impone las decisiones: es imposible no decidir.

En segundo lugar analizamos la película La ciénaga, (2001) dirigida por Lucrecia Martel, abordando el análisis del cronotopo identitario a partir de los niveles de la narración (planos, escenas, montaje, que contribuyen especialmente a crear la dimensión temporal y la lógica de las acciones del film), visual (construcción de un mundo posible, «amueblado», que contribuye especialmente a crear los espacios y los personajes), y sonoro (verbal y no verbal, palabras de personajes, narraciones, efectos de sonido y música).

La ciénaga, con guión y dirección de Lucrecia Martel, se estrenó en 2001, con producción de otra importante figura del cine argentino, Lita Stantic. Ganadora de premios internacionales, la película se centra en dos primas, Mecha (Graciela Borges) y Tali (Mercedes Morán) y en las familias de ambas, esposos e hijos de diferentes edades. El relato transcurre entre la ciudad de La ciénaga, donde vive Tali, y La Mandrágora, estancia donde Mecha y su familia pasan el verano. El clima agobiante, las constantes referencias visuales al agua estancada en la pileta y en el cerro, la inercia aparente de los personajes, construyen una atmósfera que ha sido interpretada en términos de decadencia, opacidad, desconcierto.

El relato comienza con una serie de planos atípicos, que nos muestran los cuerpos en un plano medio pero sin cabezas. Metáfora quizás de la ebriedad del grupo, que permanece absolutamente indiferente al accidente de Mecha, quien cae sobre las copas vacías. El resto del film presenta una alternancia usual de planos (medios, primeros planos, algunos planos secuencias), pero los enlaza a través de un montaje fragmentario, que construye un tiempo indefinido, donde a veces es difícil saber cuánto tiempo transcurre entre una y otra escena, aunque sin alteraciones del orden temporal. Este tiempo de la narración es discontinuo, produce un efecto de extrañamiento (Shklovski 2004), ya que deja al espectador en cierta incertidumbre acerca de las relaciones entre las escenas, acerca de las expectativas o hipótesis que puede ir formulándose sobre el desenvolvimiento de la historia. Una especie de anti-suspenso.

Así como el tiempo se presenta fragmentado y discontinuo, el espacio aparece atravesado por contradicciones. Los espacios del «afuera» se muestran acotados, dificultosos: el monte cerrado del cerro, la calle ruidosa, el dique pequeño. Lo espacios del «adentro», las casas de Mecha y Tali, especialmente la de Mecha, aparecen fluidos, desclausurados: las puertas que separan los ambientes están siempre abiertas, los baños se abren al adentro y al afuera. No hay intimidad en estos espacios del adentro: así como se entra y se sale de los baños sin importar quién esté en ellos, los personajes están gran parte del tiempo acostados, en las camas de unos y otros, a causa quizás del calor agobiante, siempre compartiendo o buscando compartir las camas de los otros. No hay una sexualidad explícita, pero sí hay gestos posesivos, búsquedas y rechazos del cuerpo del otro (o de los otros), entre los hermanos, con la madre, con la empleada doméstica. Son gestos que ponen de manifiesto el límite lábil e indefinido entre el afecto «aceptable», «normal», y el umbral fantasmático del incesto.

En el nivel verbal, los diálogos están llenos de lugares comunes, especialmente en el caso de Tali, pero sus lugares comunes van acompañando la producción de sentido del relato: «cada uno ve lo que puede», dice por ejemplo refiriéndose a las apariciones de la Virgen que todos siguen por TV, pero a la vez ese enunciado puede entenderse «metadiegéticamente», es decir como comentario acerca de las posibilidades de interpretación del film mismo, lo mismo que el «para qué atraer la desgracia» con que se consuela de su viaje frustrado, anticipando el final trágico. El diálogo, en general, es casi secundario, no es el medio principal de transmitir información. Si bien nos brinda los necesarios antecedentes para reconocer y relacionar los personajes, los verdaderos acontecimientos, las acciones nucleares de la historia narrada se muestran, no se dicen (ni siquiera como repetición de lo mostrado); no hay grandes revelaciones, ni argumentaciones, el lenguaje en su misma banalidad tiene una función más indicial que narrativa.

Tras la aparente inmovilidad o estancamiento de los personajes, apariencia provocada quizás por la falta de grandes «acontecimientos» transformadores, casi todos los numerosos personajes (mujeres, maridos, hijos) sufren cambios sutiles o profundos, casi disimulados en la repetición, sin el refuerzo del lenguaje verbal. Voy a detenerme en tres o cuatro de los personajes que ocupan más tiempo en la narración, los principales personajes femeninos4. Estos personajes tienen recorridos, posibles o frustrados, que producen cambios en sus respectivas situaciones.

Tali: se plantea junto a Mecha un viaje a Bolivia con la excusa de comprar los útiles escolares de los chicos. El viaje parece ser un proyecto de autodeterminación, para el que intenta hacer planes, buscando constantemente los «papeles», la autorización legal necesaria para cruzar la frontera. Su marido se opone desde el comienzo, no le da la información, no le permite buscar los papeles, y finalmente frustra el deseo de Tali al comprar él mismo los útiles. Frustrada, Tali comienza a quejarse, a lamentarse, y poco a poco su discurso se deja subordinar por el del marido, (así como la casa es de él - «tu casa es muy chica para una pileta» dice más de una vez - también las decisiones y las palabras) para finalmente aceptar la prohibición. La muerte de su hijo al caerse de una escalera es el acontecimiento final de la historia, la resolución de una serie de amenazas visuales que acechan a los niños en la película, en las escenas de caza, con los perros, en el monte.

Mecha: desde el comienzo del film aparece en diversos grados de borrachera, lo que causa el acontecimiento que abre la historia, el accidente en el que se produce grandes tajos en el pecho y los brazos. Su recorrido parece circular, parece dirigirse a repetir la historia de reclusión de su madre; en un momento dado, muy poco marcado por la narración, manda a dormir fuera de su habitación a su igualmente alcohólico esposo (al que califica como «qué porquería que resultaste, Gregorio», y caracterizado como un inútil sólo preocupado por su envejecimiento y la tintura de su pelo). Esa habitación de la que rara vez sale Mecha, es el lugar donde se congregan hijos y visitas.

Isabel (Andrea López): la empleada, «coya», «chinita carnavalera», en palabras de Mecha, quien la insulta y acusa de robarse las toallas y sábanas, es a la vez perseguida y acosada afectivamente por Momi, la hija de Mecha, que busca su compañía en las siestas, guarda sus cosas, la sigue al baile, acata sus órdenes hasta para bañarse y vestirse. Pero Isabel es la única que reacciona ante el accidente y ayuda a Mecha, la manda al médico, dice a todos los que miran embotados e indiferentes qué hacer. Es casi el único personaje que escapa al letargo generalizado; es la que entra y sale de la casa, tiene un novio, va a al baile. Es también la que sufre la transformación más grande, ya que de las cuatro mujeres cuya trayectoria estamos analizando, es la única que abandona la casa y su entorno, que comienza una nueva narrativa, al irse, embarazada, con su novio.

Momi (Sofía Bertolotto): la tercera hija de Mecha, una adolescente aún aniñada, de pocas palabras, prendada de Isabel, a quien sigue y obedece, cuyo cuerpo busca constantemente. Isabel la rechaza mínimamente, mantiene ese contacto en unos límites borrosos y difusos. Los roles se confunden: es Momi la que «guarda» cosas de Isabel en su cuarto, es Isabel la que le dice a Momi que se bañe y qué ropa ponerse.

En esta relación y en la de José (el hijo mayor) con su madre y sus hermanas, se hace evidente la construcción de un cronotopo «incestuoso», de un fantasma del incesto que desde las coordenadas espaciales y temporales del relato desestabiliza los límites de lo aceptable, de la ley reguladora de la sexualidad. En esos espacios fluidos y saturados de comunicación del adentro, donde no hay intimidad posible y las siestas transcurren en camas compartidas, los cuerpos entran en contactos no reglados, contactos cuyo vago rechazo marca la presencia fantasmática de un tabú casi transgredido. Ese tiempo discontinuo y fragmentario, deja las identidades igualmente fragmentadas. En lugar de la historia de un personaje como suma de hechos significativos, transformadores, estamos en presencia de identidades construidas a partir de movimientos mínimos, que van desde lo banal de una siesta a lo azaroso de un accidente menor. Los grandes acontecimientos, los que suponen mayores transformaciones, son apenas sugeridos por las imágenes: nadie los verbaliza, el relato no los tematiza realmente. Vemos caer al niño en silencio, pero su muerte absurda permanece inmotivada en la historia y casi sin consecuencias en la diégesis: como espectadores, ya no vemos a Tali ni a su familia después de la caída. Vemos a Isabel llorando y la vemos irse con su novio, pero nada nos sugiere cuál será su destino al irse de las casa.

El cronotopo del filme pone en escena un espacio y un tiempo de la confusión, a través del borramiento de los límites, de la inversión de los sentidos, de la desjerarquización de los acontecimientos. Se producen así identidades fragmentarias, que sólo se reconocen unas a otras a través del cuerpo, donde el lenguaje carece de peso simbólico y sólo parece servir para reafirmar los sentidos dados por el hacer de la imagen.

En ambos filmes el valor simbólico del lenguaje difiere considerablemente: mientras en El aura, la dimensión verbal es imprescindible para el desarrollo de la historia, en La ciénaga son las imágenes y las acciones las que crean la continuidad del relato. La dinámica de los cuerpos también es muy diferente; en un caso, los cuerpos parecen relacionarse sólo a través de la violencia, mientras que en el segundo, los cuerpos están siempre próximos, en contactos que desafían los límites del parentesco y la prohibición del incesto. Es a través del cronotopo que se advierte una característica en común: los espacios diferentes pero ambos caracterizados por la ambigüedad entre lo cerrado y lo abierto, la fragmentariedad del relato temporal. Estos relatos construyen identidades igualmente fragmentarias, que los personajes ocupan como «lugares» no fijos, sino variables, en recorridos narrativos que no se cierran, que no concluyen, sino que parecen optar entre la suspensión en un estado de confusión y una «línea de fuga»5 que se abre en el espacio, la fractura, del fantasma del incesto. Línea de fuga que los aleja de sus identidades previas pero que no se cierra en el relato, que deja abiertas las posibilidades de esa fuga, especialmente en los personajes femeninos, jóvenes y vulnerables de Diana (en El aura) e Isabel (en La ciénaga).

Estos dos personajes femeninos pueden relacionarse con las figuras de «las conectadoras», la serie de las criadas, las prostitutas y otras figuras que son desplazamientos de la hermana, en una relación que Deleuze y Guattari denominan «esquizo-incesto» en su análisis de las obras de Kafka (1990). Este lugar de la hermana en el «esquizo-incesto», es una línea de fuga, un incesto antisocial («antifamiliar, anticonyugal»), a diferencia del incesto (o el deseo incestuoso) con la madre, que es, desde una perspectiva psicoanalítica freudiano-lacaniana, un punto de partida necesario para, a través de la represión de ese deseo incestuoso, ingresar en la «normalidad» o normalización del sistema simbólico. El incesto con la hermana, la relación sexual con la criada, la prostituta, no son reprimidos ni superados de la misma manera, por lo que no contribuyen a llevar al sujeto (masculino) a asumir el lugar esperado en el intercambio matrimonial, el rol social normalizado de esposo-padre, contribuyendo a reproducir así el modelo familiar burgués. En el análisis de Deleuze y Guattari, son los personajes masculinos los que encuentran un punto de fuga del orden simbólico en el esquizo-incesto; en las películas que hemos analizado, son las jóvenes quienes «escapan», en una línea de fuga que las lleva hacia un lugar no determinado en el orden narrativo del relato, tal vez no determinado en el relato del orden simbólico.

Notas

Trabajo recibido el 30/3/2012. Aprobado el 26/4/2012

1 Profesora y Licenciada en Letras Modernas, Magister en Sociosemiótica, CEA-UNC. Contacto: magdalenauzin@gmail.com
2 La perspectiva semiótica de de Lauretis pone el acento en los efectos materiales de los discursos, a diferencia de otros teóricos que se ocupan de tecnologías que producen el cuerpo mismo como sexuado y normativizado, que operan tanto sobre el cuerpo como desde o en el cuerpo, desde las zapatillas (o los tacos) hasta las diversas hormonas reguladas o no por la ciencia médica (Donna Haraway, Beatriz Preciado).
3 Cfr. Butler (2001 a y 2001 b).
4 Esto no significa que los personajes masculinos no desarrollen recorridos narrativos significativos, en especial José (Juan Cruz Bordeu), el hijo mayor de Mecha, y Luciano (Sebastián Montagna), el menor de Tali, que con su muer te accidental confiere el cierre, si no el desenlace, a la historia.
5 Entendemos estas «líneas de fuga» como actos de resistencia, transformaciones que, dentro del sistema, convierten al sujeto en «otro», fuera de las jerarquizaciones y determinaciones del poder (Deleuze y Guattari, 1990 y 1995).

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