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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versión On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.29 Córdoba jun. 2013

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

La democracia es el mal.

Un siglo de argumentación anti-democrática en la extrema izquierda, 1815-1914

Marc Angenot1
Traducido del francés por Silvia Paredes
y revisado por Norma Fatala.


«Desde hace dos siglos, la democracia constituye el horizonte evidente del bien político», escribe el politólogo e historiador Pierre Rosanvallon, quien sin embargo enseguida agrega que la democracia siempre fue insegura de sí misma y a menudo vacilante. Rosanvallon estudia en Le Peuple introuvable [El pueblo inalcanzable; El pueblo inhallable] las expresiones del perpetuo malestar en la democracia, que se expresa en el abstencionismo y en el recurrente desprecio por el conjunto de la clase política en la opinión [pública] 2 Un siglo y medio antes, Alexis de Tocqueville había representado primero la democracia como este horizonte de la modernidad política, — no, sin embargo, un bien absoluto sino una dinámica más allá del bien y del mal, ya que la define como «un hecho providencial, universal, duradero, que escapa cada día a la potencia humana, favorecido por todos los acontecimientos así como por todos los hombres.» 3


Lo que me propongo analizar en este ensayo es un fenómeno distinto al persistente escepticismo y al desencantamiento democráticos y a los debates de hace dos siglos sobre las enmiendas deseables en el sufragio universal y la democracia representativa. Es la hostilidad de principio hacia la democracia, basada en la doctrina socialista (y libertaria), tal como continuamente se expresa en diversos sectores de la extrema izquierda en Francia, desde la época romántica hasta la Primera guerra mundial. Creo que es interesante mostrar la génesis y la persistencia de la argumentación anti-democrática en la extrema izquierda retrocediendo en el tiempo. Me propongo, no polemizar anacrónicamente con las generaciones militantes de antes, sino despejar las razones de esta crítica de la democracia en el socialismo revolucionario francés y europeo.

La democracia, instrumento de la dominación capitalista

Si la etimología definía la democracia como el «poder del pueblo», bastaba quizás con rechazar la palabra democracia para calificar un régimen donde el pueblo no tenía ningún poder. El socialista romántico Pierre Leroux corregía: no «democracia», sino plutocracia era la palabra adecuada, por estar el parlamento, la justicia y las demás instituciones en Francia sometidos al dinero, a los ricos

Hacia 1840, Leroux y los críticos sociales accionan lo que la retórica llama la tópica de los inseparables: muestra como inseparables la explotación capitalista y la democracia política, al ser ésta el medio para perpetuar aquella. Es así que la democracia política, junto con el sistema económico criminal que se proponían destruir se revelaba condenable.

Esta conexión constituye el argumento anti-democrático por excelencia. La democracia, titula La Guerra social en 1907, es la «FORMA IDEAL DE LA DOMINACIÓN CAPITALISTA».4 La revista del antimilitarista Gustave Hervé denunciaba especialmente «el sufragio universal donde la minoría consciente quedó aplastada por el plebiscito de alcohólicos, comerciantes, imbéciles». Este desprecio por la «mayoría inconsciente» es propio de la extrema izquierda sindicalista del Partido socialista francés que ponía toda su esperanza en las «minorías activas». Por lo demás, estos izquierdistas sólo parafraseaban con brío una tesis de Friedrich Engels que con toda la autoridad que tenía planteaba muchos problemas para los socialistas parlamentarios: el sufragio universal, había escrito el amigo y colaborador de Karl Marx, es el «último instrumento de reinado de las clases poseedoras».

Ofrecer al pueblo en 1848 un regalo irrisorio y emponzoñado: el sufragio universal, había sido una hábil maniobra de la burguesía francesa. Todo parlamento es el humilde servidor de la clase dominante, contribuye a la opresión de la clase obrera, pero al contrario de los antiguos despotismos, ahora lo hace con el aparente asentimiento de las masas mistificadas. De este modo, la democracia es la «culminación, la piedra angular del edificio contra- revolucionario».5 La democracia es una impostura en una sociedad capitalista donde por otra parte todo es una mentira organizada. «El día en que la burguesía deje de mentir, desaparecerá, puesto que ya no podrá subsistir»:, es una conocida frase del líder alemán August Bebel.65 La democracia representativa, la «mentira electoral» no era más que la piedra angular de la gran mentira burguesa. Las revistas anarquistas que promovían la abstención, ridiculizaban en todas sus páginas el sufragio universal, ese «engaño», esa «estafa» por la que el pueblo goza del derecho de elegir un amo, «esta mistificación sin igual en los anales de la torpeza humana».6

Las «libertades» burguesas

Los burgueses sólo hablan de libertad, pretenden que 1789 aportó «la libertad» a todos, reprochan a los socialistas querer «abolir la libertad» preconizando un «socialismo de cuartel»; pero para ellos, libertad significa libertad de comercio, laissez-faire, competencia, ¡significa el libre derecho de explotar a los trabajadores! La crítica social de Louis Blanc, gran figura reformadora de los años que preceden la revolución de 1848, denuncia la libre competencia como el primero de los males que deben eliminarse para regenerar la sociedad: es factor de anarquía, causa de superproducción y de las crisis económicas, fuente de impensados males no sólo para los explotados reducidos a la miseria por la rebaja de los salarios y el desempleo, remplazados por máquinas o por mujeres y niños, sino para los mismos industriales permanentemente angustiados con la idea de ser aplastados por otro más grande. Para poner fin a esta anarquía de la competencia, Blanc preconiza en un célebre ensayo la supresión de esta libertad y le confía solamente al Estado la Organización del trabajo, proyecto que seducirá a los revolucionarios de febrero de 1848. Siempre donde Dondequiera que aparezca la palabra libertad en el discurso burgués, el socialista descubre el mal social y los sofismas que lo ocultan. «Los crímenes de la burguesía siempre fueron perpetrados en nombre de la libertad de esto o de aquello», resumirá más adelante el marxista Jules Guesde.7

En el antagonismo de clases la libertad no existe, se reduce a la libertad de hacer el mal, al derecho del más fuerte para aplastar al más débil. Es una palabra banal para el pueblo sometido ya que la pobreza, la miseria, es la esclavitud; ¿se es libre cuando falta el pan? Libre de trabajar «como un esclavo » ¡o de morir de hambre! Sin igualdad, no hay libertad que aguante.

La Revolución contra la democracia

Si la democracia electoral es una mistificación al servicio de los privilegiados, el Pueblo dispone de otra manera de expresar su voluntad, llegado el día; una manera de expresarla que no lo atomizará en individuos con papeleta en mano, sino que pondrá de manifiesto su esencia histórica: la calle, la barricada, la manifestación, el motín, la insurrección, la Revolución, legitimas expresiones de la cólera de las masas que responden al mandato de la historia. «Contra la opresión» los burgueses de antes lo decían y sus descendientes lo habían olvidado, «la insurrección es el deber más sagrado».

En los escritos socializantes de antes de 1850, la «revolución» que se prevé y que se espera no es necesariamente insurrección, violencia, barricadas, golpes; realmente nadie tiene ganas de volver al ochenta y nueve y al noventa y tres. «Es un falso profeta el que canta un futuro del que la guerra civil sería la precursora.»8 Pero la Revolución es siempre, en su esencia semántica, «una aceleración extraordinaria del movimiento en el progreso continuo e indefectible de la Humanidad» — define Proudhon.9 La revolución es progreso, suprime un obstáculo y le hace ganar tiempo a la humanidad; es «una explosión del progreso comprimido», escribe un socialista de 1850.10 Michelet, Victor Hugo no dirán nada distinto. La democracia es una figura de la lentitud, del compromiso; la revolución, cualquiera sea el contenido violento o pacífico que se le dé, se entiende como la operación de un corte radical, como el «único medio» de cambiarlo todo, hace posible la erradicación rápida de los males sociales, la destrucción de un mundo injusto, la reconstrucción sobre sus ruinas de una sociedad buena y definitiva.

Por el contrario, en las clases privilegiadas nadie contaba con un escenario pacífico si las «ilusiones» socialistas se apoderaban de las masas que pasarían a los hechos. Todos los pensadores, publicistas, periodistas de ese siglo se asustaron al coincidir en una predicción: la insoluble y amenazadora «cuestión social» llevaba a Europa, visiblemente incapaz de resolverla, a una conflagración civil al lado de la cual la Revolución de 1789 no habría sido más que un entretenimiento. Después de 1871, la Comuna de Paris sirvió de unidad de medida para las predicciones alarmistas: la próxima guerra social sería «diez veces», «cien veces» más aterrorizadora que la Comuna.

Ahora bien, si el socialismo romántico había sido «utópico» como lo califica Engels en 1877 en el Anti-Dühring, también había sido, como acabo de recordarlo, más bien pacífico. La «ciencia de la historia» descubierta por Marx demostraba por el contrario la necesidad y la fatalidad de una revolución violenta, capaz de alumbrar el régimen colectivista.

Sin embargo, el cambio primordial no es éste: la gran diferencia entre las dos fases de la evolución de los Grandes relatos revolucionarios es que el discurso predictivo no aparece tanto en el anuncio de una próxima revolución, sino en la demostración, directamente inspirada por Marx, del derrumbe fatal del modo de producción capitalista, con el inmediato y último «espaldarazo » revolucionario que daría el proletariado mundial al sistema condenado y putrefacto. El capitalismo, paralizado por las contradicciones, aprendiz de brujo devenido incapaz de dirigir las fuerzas productivas que ha desencadenado, se ha condenado a desaparecer para dar paso a una organización económica «superior», que dialécticamente genera «su propia negación»—según formula Marx en el anteúltimo capítulo de El Capital— con la fatalidad de una «ley natural». Hasta 1914, lo que los socialistas descifran en Marx, es una ciencia determinista que muchos «pasajes» validaban y son estos pasajes los que apelan a la imaginación ideológica de los líderes obreros: la burguesía produce ante todo sus propios sepultureros. Su caída y la victoria del Proletariado son igualmente inevitables.

Lo que hay de sistema en Marx es el encuentro entre la Justicia ideal y las tendencias ciegas de la evolución económica, entre la crítica materialista de la historia y la escatología revolucionaria, —y es justamente aquí que Engels pretendió marcar el carácter «científico» de su obra. El socialismo científico insiste en el hecho de que no enuncia un deseo de los explotados o una condena moral, sino una constatación experimental: «No somos nosotros quienes condenamos la forma individual de la propiedad, es el maquinismo, son las fuerzas productivas gigantescas desencadenadas por la ciencia».11

La mitad del folleto publicado por Paul Lafargue del Anti-Dühring de Engels, Socialismo utópico y socialismo científico, es el único texto del «materialismo histórico» realmente difundido en el mundo militante europeo antes de 1914. En buena parte está dedicado al relato del inevitable derrumbe del sistema capitalista y al de la consecuente revolución. «El proletariado» toma el poder político y transforma en propiedad pública los medios de producción, que escapan de las manos de la burguesía. Al transformar en propiedad del Estado la propiedad privada de los medios de producción, el proletariado pone fin a los conflictos de clases y se autoelimina en tanto que clase. Como ya no hay explotados para reprimir, el Estado, al menos el Estado-gendarme, desaparece poco a poco para dar lugar a una técnica «Administración de las cosas».

Hacia 1830, se alegaba la fatalidad de una revolución inminente, pero los motivos eran morales: el orden actual estaba demasiado lleno de iniquidades, no se ahoga el derecho, «una idea justa termina por triunfar...» Con el socialismo científico, la revolución se mostraba inevitable a mediano plazo, según una ley económica. El proletariado no puede decidir la fecha en que la situación estará madura, ni cuándo advendrá la crisis económica final, pero puede «apresurar» el momento de su liberación manteniéndose bien organizado y alerta.

En este contexto establecido como pre revolucionario, la democracia y el sufragio universal aparecen como un medio de prolongar la agonía del capitalismo condenado, un obstáculo para la movilización revolucionaria, una ilusión que había que destruir. Es una ilusión ya que la revolución es «el único medio» de liberar a la sociedad de la propiedad privada y de todos los males que se desprenden de ella. El jefe blanquista Édouard Vaillant plantea: «La revolución — no el sufragio — es la que, al emancipar al proletariado, al liberar al hombre, producirá la igualdad. No existe peligro mayor para la causa popular que el error de confundir al pueblo militante con la creencia en el sufragio universal. El que declara que para el pueblo el voto reemplazó al fusil, miente o se engaña».12

Desde luego, en un momento clave del cambio de siglo en los grandes partidos europeos de la Segunda Internacional, este discurso se había vuelto un poco esquizofrénico. Hacia 1910, el partido francés SFIO («Sección francesa de la Internacional Obrera») progresaba rápidamente en el voto popular. Periódicamente, tenía que admitirlo, las elecciones se habían convertido en su ocupación principal, pero igualmente estaba obligado a repetir que el militante no debía dejarse engañar: «aquellos que creen que bastará con el sufragio universal para pasar de la sociedad capitalista a la sociedad socialista, nos hacen reír». Puesto que las corrientes predominantes y «moderadas» del socialismo alertaban contra la ilusión electoral y se encaminaban ahora hacia «la Revolución» —en el sentido más o menos esotérico que le daban a esta palabra— los izquierdistas podían dar rienda suelta al desprecio del parlamentarismo y a la apología de la violencia sediciosa y emancipadora. Conocemos la frase final del Manifiesto comunista: «Los comunistas declaran abiertamente que sus fines no pueden ser alcanzados sin el derrumbe violento de todo el orden social tal como existe en la actualidad.» En los comienzos del siglo 20, los anarquistas, los sindicalistas de acción directa y otros izquierdistas habían retenido la otra fórmula de El Capital según la cual «la violencia es la partera de las sociedades» y da a luz una sociedad nueva. Ellos repetían esto a quienes hablaban de «revolución pacífica», de «luchas» electorales, de violencia evitable. El objetivo con el que todos concordaban es la expropiación de los burgueses: en la extrema izquierda no se concibe en absoluto que se pueda lograr este objetivo sin sangre y violencia. La metáfora mayéutica que le gustaba a Marx era apropiada para legitimar moralmente esta violencia necesaria, inevitable y definitiva: la historia iba a dar a luz el Reino de la libertad, pero con forceps.

De este modo, en el socialismo de los años 1890 a 1917 hay dos versiones del ideologema «Revolución»: una popular, —insurreccional y violenta—, la otra esotérica, esta se desprende poco a poco, se desarrolla en obras científicas, la de los doctrinarios «responsables» que muestran la esencia del proceso revolucionario, el que si bien, seguramente, comportará un episodio insurreccional, no equivale de ningún modo al golpe de fuerza, ni a la violencia, ni a la sangre. Se remarca además lo inoportuno de apegarse a estas imágenes.


Para los sindicalistas revolucionarios, para los anarquistas, la palabra «revolución» en boca de los «socialistas parlamentarios», se había vaciado de sentido; se había convertido en una máquina para crear resignados y «desviados» engañados por los retóricos. Por el contrario, cuando los anarquistas hablan de «revolución», no se trata de una vaga y abstracta «emancipación del trabajo» otorgada por los representantes elegidos del proletariado después de reformas legales, probablemente con algunos episodios un poco agitados, sino que se trata de sangre y de destrucción. Tabla rasa, la revolución debía comenzar por destruir todo.

Las reformas como engaños y paliativos

En principio, en el «socialismo científico», una tesis clave, la del Mal capitalista creciente, debía conducir a la conclusión de la vanidad y la nocividad de toda reforma. El sistema capitalista, siguiendo su pendiente o su huida hacia adelante, agravaba fatalmente la explotación y la extendía. Expropiación de trabajadores independientes, campesinos e incluso pequeños capitalistas, concentración industrial, monopolios, carteles y trusts mundiales, crisis económicas cada vez más importantes y, al final, crisis definitiva, derrumbe del Sistema —y apropiación colectiva de los medios de producción.

La doctrina del Mal creciente sirvió especialmente a los líderes más resueltos para desaprobar las reformas «parciales» —y a los camaradas que podían dejarse engañar por ellas. Puesto que debían realizarse «en el marco de las instituciones existentes», las reformas parciales, al igual que los aumentos del salario, superados siempre por el aumento de los productos, serán inevitablemente anulados o desnaturalizados. El embrague de todo rechazo de las ideas de reforma, es «sólo la Revolución podrá...». Los activistas antialcohólicos, por ejemplo, perdían su tiempo y hacían perder el tiempo del partido: «el alcoholismo, esta lamentable herida de la humanidad que todo el mundo deplora, sólo desaparecerá con el régimen de explotación actual.»13 Así pues para aquellos que se regocijaban con las jubilaciones obreras establecidas por la República hacia 1910, el marxista Jules Guesde muestra que son un simple paliativo y un engaño: «Las jubilaciones obreras, sostiene Guesde, son algo muy bueno. Algo excelente... ¡para los burgueses! De los salarios de hambruna se retendrán algunos centavos para que el obrero no se muera de hambre a los 65 años.»14

Pero al denunciar el «reformismo», los marxistas ortodoxos -buenos para la casuística ideológica y para la táctica- no repudiaban cualquier reforma. Condenaban a aquellas otorgadas por la clase dominante desesperada por prolongar su reinado y susceptibles de engañar o de desmovilizar a los trabajadores, de adormecer el entusiasmo revolucionario. Pero aquellas que «preparan la emancipación integral» de los trabajadores, que muestran la fuerza del proletariado bien organizado que las «arranca» a la burguesía; las que figuraban a decir verdad entre las «reivindicaciones inmediatas» del programa del Partido, son buenas mientras no lleven a desviarse del objetivo revolucionario.

La «podredumbre parlamentaria»

El desprecio del parlamentarismo atraviesa el largo siglo XIX y es un lugar común de los publicistas de la clase burguesa, conservadores y progresistas, que no necesitaban de los socialistas para desaprobar comportamientos y un sistema a menudo considerados repugnantes. Fuera de la clase política propiamente dicha, que tiene una mejor opinión de sí misma, es casi imposible encontrar un ensayo sobre la vida pública que no reelabore estas banalidades despectivas.

Los socialistas no tienen ninguna dificultad para escribir lo mismo, pero es para anunciarle al mundo que sobre las ruinas del parlamentarismo «burgués», el proletariado vendrá pronto a instaurar la justicia social. Uno de los primeros actos de la revolución, en los numerosos relatos de anticipación revolucionaria publicados por personalidades de la Segunda Internacional, deberá ser el apoderarse del Palais-Bourbon, sede de la Asamblea nacional, y expulsar a los diputados.

El socialismo electoral contra la Revolución

A fines de la década de 1880, la izquierda radical de los partidos obreros denunció, con ira creciente, la evolución perversa del partido, arrastrado poco a poco hacia «la ilusión» electoral. Para el socialismo, el parlamentarismo no debía ser más que una táctica. Pero esta táctica se estaba transformando en el centro y el alma del partido. Allí donde envías representantes para defender tus intereses, la burguesía encuentra la forma —a través de ellos— de imponer el suyo, en tu contra. Salvo raras excepciones, el elegido socialista deviene pronto un burgués aventajado y el partido, un comité electoral El «electoralismo» ha degenerado al movimiento obrero: para el político de partido, «ambicioso» «arribista», el socialismo se convierte en un medio de vida, en una fuente de beneficios. El proletario elegido como diputado traiciona inevitablemente a su clase, se convierte en un burgués. El parlamentarismo lo corrompe rápidamente con sus tráficos sórdidos, sus sucias maniobras, sus compromisos.

De allí el antiparlamentarismo decidido de los medios sindicalistas de la CGT, pero más aún, deducido del desprecio de las «masas debilitadas», el menosprecio de toda democracia, ya sea electoral o sindical, el despectivo rechazo de la ley del gran número. Esta desprecio llevará a muchos sindicalistas y compañeros de ruta de esta corriente hacia peligrosas derivas, testimoniadas por las evoluciones hacia el fascismo en 1920 de Lagardelle, Sorel, Berth, Hervé. Desprecio por la democracia como tiranía de la cobarde mayoría y desprecio por la mayoría de los explotados: «la mayoría compacta tiene una tendencia a votar por la servidumbre y la explotación».15 En el sindicalismo revolucionario, la oposición entre «la masa inconsciente» y «la minoría consciente del proletariado» se establece como dogma y forma el principio de la visión del mundo y de la estrategia.16 La minoría activa exalta su propia superioridad «viril» y heroica frente a la multitud de trabajadores que se sume en una desoladora pasividad.

Sorel y la conexión con la extrema derecha

Georges Sorel, intelectual autónomo, que vive de su jubilación de ingeniero, autor de algunos grandes libros, L'avenir socialiste des syndicats (El futuro socialista de los sindicatos), La décomposition du marxisme (La descomposición del marxismo), Réflexions sur la violence (Reflexiones sobre la violencia) adhiere a esta línea sindicalista-revolucionaria, cuyos principios ha interiorizado: acción directa de las organizaciones obreras y de los militantes más decididos, contra la blanda demagogia de los politicastros socialistas. Sorel da una versión teórica de esta línea que denota una potente inteligencia, al servicio de un verdadero odio de la democracia.


¿Cuáles son los términos de la acusación formulada por Sorel? La democracia es absurda - reencontramos aquí la tesis del fundador del positivismo, Auguste Comte: los dogmas de la soberanía popular, de la rectitud de la Voluntad general, de la delegación parlamentaria, son puramente metafísicos. La democracia es el reino de la mediocridad, es un régimen basado en la confusión de clases y dominado por los charlatanes, los abogados, los no productores -esta vez creemos escuchar un eco de las críticas de Saint-Simón. La democracia es y será una mistificación organizada por la clase burguesa, que perpetúa el statu-quo. Es también un instrumento de demolición de las tradiciones nacionales, y esto acerca a Sorel, poco a poco, a Maurras y a la derecha ultra-nacionalista. En 1918, el viejo Sorel, impresionado por los bolcheviques que no son en absoluto social-demócratas, le escribirá a un amigo: «Es debido a este odio a las democracias que tengo mucha simpatía por Lenin y sus compañeros».17

En los comienzos del siglo 20, el anti-democratismo de izquierda hace entonces su conexión con la extrema derecha: es una paradoja que fue observada con sorpresa por algunos ensayistas políticos, «las filosofías antidemocráticas son tanto más curiosas cuanto que vienen de los extremos más opuestos del horizonte político, de la derecha más extrema y de la izquierda más extrema».18 Es en los Cahiers du cercle Proudhon (una revista fundada por jóvenes discípulos de Sorel y que se publica en Paris entre 1912 y 1914) donde se expresa, justo antes de la Gran Guerra, la ideología en gestación de una derecha revolucionaria, anti- capitalista, ultra-nacionalista y autoritaria, — figura característica del pre fascismo como lo demostró Zeev Sternhell: «La democracia, se puede leer, es el mayor error del siglo pasado. Es absolutamente necesario destruir las instituciones democráticas. La democracia permitió, en la economía y en la política, el establecimiento del régimen capitalista que destruye en la ciudad lo que las ideas democráticas disuelven en el espíritu, es decir la nación, la familia, las costumbres, al substituir la ley de la sangre por la ley del oro.»19


Síntesis: una gnoseología militante

La crítica de la democracia cómplice de los males sociales, aún en sus formas más sofísticas, ha sido notablemente persistente en la extrema izquierda. No pienso solamente en los astutos sofismas estalinianos sobre la «democracia formal». Herbert Marcuse en su Unidimensional Man juzga en forma perentoria la democracia como un sistema de dominación más eficaz que el totalitarismo, por lo tanto, más condenable. Pero quisiera también recordar que esta crítica de la democracia, aunque nunca dio el brazo a torcer tampoco tuvo nunca vía libre en la extrema izquierda: la polémica a favor o en contra de la democracia, a favor o en contra del ejercicio del sufragio universal y la democracia representativa, estuvo, en los dos siglos modernos, en el centro de los debates y decidió las líneas de división en los militantismos socialistas.

He intentado mostrar una continuidad cognitiva en la crítica social y sus visiones del mundo, desde la aparición de los Grandes relatos románticos hasta nuestros días. El «largo siglo XIX», de 1815 a 1914, fue el laboratorio de una abundante invención ideológica — invención que sin embargo permanece contenida en un «marco de pensamiento» específico y en un esquema retórico indefinidamente reutilizado.20 La propaganda socialista-revolucionaria que forma el bloque más importante repitió en forma incansable sus
mismos argumentos, refutaciones y profecías. El análisis del discurso no logra demostrar que son falsos razonamientos que sin embargo ya no tienen vigencia. Las tesis según las cuales la democracia, basada en lo arbitrario de opiniones cambiantes y manipuladas, obstaculiza toda gestión racional y humanitaria de la sociedad no son en sí mismas ni extravagantes ni indefendibles; lo importante es ver qué consecuencias se sacan de estas premisas y qué contra proposiciones inspira , si no se acepta que la democracia es el peor de los sistemas, a excepción de todos los demás -idea desencantada, formulada hace tiempo por un viejo hombre de Estado ultra-conservador. La antinomia entre el ejercicio de la soberanía del pueblo y la imposible igualación de las condiciones es la antinomia esencial de la democracia; o más bien la demasiado lenta, imperfecta y resistible igualación que promete el sufragio universal, instigador del Estado-providencia, no puede sino indignar a aquellos que están animados por una impaciente voluntad de justicia. Desde hace ya casi dos siglos, la extrema izquierda ha condenado a la democracia en primer lugar porque parece organizada para perpetuar las desigualdades sociales y dejarle toda la libertad a los malos: pero a pesar de una tendencia a largo plazo a la igualación, este argumento no carecía de buenas razones, no era ni un sofisma ni una falta grosera de observación, ya sea en 1830 o en 1910.

La crítica «social» demuestra, por el futuro ineluctable, que el mundo actual no es bueno y que su maldad es mayor en tanto podría ser diferente, y que sólo depende de los hombres el organizarlo en forma distinta. Toda crítica global del presente, en la modernidad (post-religiosa), se hizo en nombre de un futuro predicho y, de Saint-Simón a los «socialistas científicos», de un futuro científicamente demostrado como inevitable. Una de las formas de la racionalidad moderna, la de los grandes males y los grandes remedios, se basa, en última instancia, en una ficción, en una conjetura, en una fe en el futuro. Opone esta lógica fideista a la otra racionalidad, llamada positivista, que opone invenciblemente lo que es (lo único que, a su criterio, es del orden de lo argumentable y de la prueba) a lo que podría ser (que escapa a lo cognoscible y cae rápidamente en el absurdo).

Georges Sorel, poderoso intelectual que termina su vida poniendo su última esperanza simultáneamente en Lenin y en Mussolini por el odio a la sociedad burguesa, buscó despejar una suerte de epistemología militante que era particularmente no apta, según él, para concebir el movimiento de la historia real y que estaba particularmente alejada, por lo demás, de todo carácter «materialista». El calificaba esta actitud como «hipótesis intelectualista »: todo aquello que es racional se convierte en real, todo lo que es deseable parece realizable! Este intelectualismo transforma los conceptos (bien soberano, unidad del género humano, igualdad social, derecho a la felicidad) en objetivos a alcanzar.

El socialismo se concibe entonces como un mundus inversus, un mundo al revés, no es más que un capitalismus inversus. No es ni siquiera una visión, sino una figura de razonamiento, la derivación de una alternativa del modo tollendo ponens. «El error de muchos socialistas, escribe el sociólogo Vilfredo Pareto en sus Sistemas socialistas, es que razonan, sin darse cuenta, por antítesis. Habiendo demostrado que de una institución actual derivan males e injusticias, concluyen que es necesario abolirla y en su lugar instaurar una institución basada en el principio diametralmente opuesto.» No necesito recordar los pasajes que aparecen anteriormente, donde vemos operar esta forma de razonamiento. Esta no era propiedad del socialismo y Pareto no se equivoca en verla funcionar ya en Thomas More, con la reserva de que el humanista inglés sólo desarrollaba una experiencia mental, Denkexperiment, y no un programa positivo. «El razonamiento que More hace en forma más o menos consciente, al igual por otra parte que la mayoría de los reformadores, parece ser el siguiente: A produce B, que es nocivo; C es lo contrario de A, entonces si reemplazamos A por C haremos desaparecer a B y los males que aquejan a la sociedad cesarán.»21 Una consecuencia directa de este pensamiento antitético-estático es que justifica el rechazo a las «reformas», que necesariamente suponen la coexistencia del bien relativo y de un mal comprobado y que sólo pueden obtenerse por la vía de una institución, la democracia electoral en este caso, que es también un instrumento al servicio de los malos y un medio de regular el sistema que se pretende destruir. Es extremadamente penoso para un «hombre de acción» admitir que una cosa es buena y mala a la vez y que aquel que persigue buenos fines debe pactar con el mal. El menor mal subsistente será aún demasiado, cuando la revolución haya pasado, el mandato recibido de la historia obliga al Justo a ir hasta el final, hasta la liberación total. «Mientras haya mal en la tierra, aunque sea para un solo hombre, la ley moral no podrá decir, la sociedad no podrá tolerar, que los demás disfruten sin consideración a su sufrimiento.»22 Es una idea virtuosa — y terriblemente peligrosa. Del escándalo omnipresente, sólo cabe extraer, por inversión de términos, un programa de futuro donde no subsistirá ningún tema de indignación y que permitirá disfrutar de la satisfacción de haberlo descubierto y estar, en adelante, dispuestos a todo para imponerlo.


Notas

1 Es titular de la cátedra James McGill de la universidad del mismo nombre, de Montréal, Canadá. Entre la vastedad de los dominios en los que ha incursionado y articulado se cuentan el análisis del discurso, la historia de las ideas políticas y sociales, la retórica y la filosofía del razonamiento y de la argumentación. En estos cruces encuentra su fundamento la Teoría del Discurso Social.
Su labor como investigador en el campo de las ciencias sociales y humanas lo ha hecho merecedor de diversas distinciones académicas, conferidas en Canadá, Francia y Bélgica. Su importante producción científica ha sido traducida a diferentes idiomas, entre los cuales el castellano.
2 Le peuple introuvable. Histoire de la réprésentation démocratique en France, Gallimard, 1998, 9.
3 Tocqueville, Alexis de. De la démocratie en Amérique. Paris: Gosselin, 1835-1838, Introd., 7.
4 La Guerre sociale, 20. 3. 1907.
5 Cité par Le socialisme, 10. 5.1908, 4.
6 Le libertaire, 31. 3. 1901, 1.
7 Le cri du travailleur, 1. 11. 1890, 1.
8 Vigoureux, Clarisse. Parole de providence. Paris: Bossange, 1834, 10.         [ Links ]
9 Mélanges. Articles de journaux, 1848-1852. Paris: Lacroix, 1868-1869, II 18.
10 Sauriac, Xavier. Un système d'organisation sociale. Paris: Baulé, 1850, V.
11 Jules Guesde,         [ Links ] Double réponse à MM. de Mun et Paul Deschanel. Paris: S.N.L.E./Bellais, 1900, 14. Pero hay voces disidentes, Eduard Bernstein, G. Sorel etc., que van a denunciar esta «concepción catastrófica del socialismo».
12 Vaillant, Edouard. Le suffrage universel et les élections municipales. Paris: Alavoine, 1880, 6-7.         [ Links ]
13 Socialisme et lutte de classe, 7-10: 1914, 223.
14 Le Travailleur (Lille), 18.1.1908, 1.
15 G. Beaubois, Mouvement socialiste, 23:1908,354.
16 Le Combat social (syndicaliste., Limoges), 26.7.1908,1.
17 Lettre du 18. 8. 1918, in Georges Sorel (L'Herne), 127.
18 Guy-Grand, Georges. Le procès de la démocratie. Paris: Colin, 1911, 9.
19 Vol. 1912, 1-2. Voir : Ster nhell, Zeev. La droite révolutionnaire, 1855-1914. Les origines françaises du fascisme. Paris, Seuil, 1978.
20 Après quoi, le court XXème siècle est passé à l'acte.
21 Vilfredo Pareto, Les systèmes socialistes, Paris: Giard & Brière, 1902, II, 261. Esta explicación un poco despectiva la completa Pareto con otra: el pensamiento militante es fácil, fácil para producir para los ideólogos de partido y fácil para comprender y agradable para adoptar por la multitud llena de resentimiento, que se opone así al difícil pensamiento científico y experimental al que pretende someterse Pareto. Los razonamientos de los socialistas, escribe, «son más fáciles y más simples que aquellos que tienen como punto de partida los hechos y la experiencia. Son más completos, parecen no dejar lugar a dudas y presentan un conjunto más armónico. Por último, se alían bien con los prejuicios y las creencias de su autor» Op. cit, II, 120.
22 Constantin Pecqueur, Théorie nouvelle d'économie sociale et politique, ou étude sur l'organisation des sociétés. Paris: Capelle, 1842.

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