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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versión On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.30 Córdoba dic. 2013

 

ARTICULOS ORIGINALES

Democracia y Estado en tres décadas (1983-2013): entre la estatalidad lograda y la necesaria

 

Osvaldo Iazzetta1

 


Resumen
En este artículo nos proponemos repasar las últimas tres décadas adoptando como vía de entrada la tensa y compleja relación entre democracia y estado en ese lapso. La experiencia acumulada en esos años enseña que toda reforma del estado, sea para reducirlo -como en los 90-, o rehabilitarlo -como en el presente- , no puede ser evaluada aisladamente sino considerando otros aspectos que nos indiquen si favorece o no, el perfeccionamiento de la democracia. La revisión que el artículo ensaya sobre este período intenta resaltar que en una democracia, el estado está sometido a ciertas exigencias y que un balance sobre su desempeño debe tener como horizonte posible, la construcción de una estatalidad democrática. Aunque hoy existe cierto consenso en aceptar que la democracia necesita del estado, también sabemos que más estado no asegura mejor democracia.

Palabras claves: Democracia-Estado-Argentina

Abstract
In this article we propose to revise last three decades adopting as route of entry the tense and complex relation between democracy and condition in this space. The experience accumulated in these years teaches that any reform of the condition, it is to reduce it - as in the 90-, or to rehabilitate it - as in the present-, cannot be evaluated isolation but considering other aspects that should indicate us if it favors or not, the development of the democracy. The review that the article tests on this period tries to highlight that in a democracy, the condition is submitted to certain requirements and that a balance sheet on his performance must have as possible horizon, the construction of a democratic estatalidad. Though today certain consensus exists in accepting that the democracy needs from the condition, also we know that more been he does not assure better democracy.

Keywords: Democracy-State-Argentina


 

1. Introducción

Nuestra democracia celebra 30 años de vigencia, una continuidad que cobra especial significado cuando evaluamos ese logro dentro de una perspectiva histórica más amplia. Pese a las desilusiones y desencantos -inevitables en un régimen perfectible signado por la incompletud-, su permanencia resulta invalorable para una sociedad que venía de padecer 50 años de inestabilidad política y una persistente hegemonía militar. Con su restablecimiento en 1983, se cerró un largo y traumático ciclo de alternancia entre gobiernos civiles y militares y no se avizora ningún riesgo de regresión autoritario clásico como los que conocimos en el pasado.

Estas tres décadas muestran un afianzamiento del componente electoral -elecciones libres, periódicas y competitivas-, un umbral básico, tan valioso como insuficiente, que se ha condensado en la idea de «democracia electoral». Este logro convive, sin embargo, con un estado débil e impotente para garantizar una «democracia de ciudadanía» (PNUD, 2004) y con patrones de decisión muy concentrados en el ejecutivo que comprometen la institucionalidad de esas democracias. Esa hibridez ha estimulado la búsqueda de nuevos conceptos y adjetivos destinados a captar esa tensa convivencia («ciudadanías de baja intensidad», O'Donnell, 1993; «democracia delegativa», O'Donnell, 1991; o «democracia postautoritaria», Rouquié, 2011), aunque ninguno de ellos desmerece el enorme avance que significa una «democracia electoral» para nuestras sociedades.

En estas tres últimas décadas no sólo asistimos a una transición política desde un régimen autoritario a uno democrático sino también, a una transición de régimen socioeconómico que registró bruscos vaivenes durante este lapso. Una extensa literatura invocó la idea de una doble transición para designar ambos pasajes en diversos países de la región y también en Argentina.2

La primera de ellas permitió instaurar una democracia cuya permanencia no registra antecedentes en la historia política del país, un logro que merece celebrarse pese a las múltiples asignaturas pendientes de orden institucional y social que aún la aquejan. La segunda transición, alteró radicalmente el perfil de nuestra economía y sociedad así como las fronteras entre estado y mercado, un cambio que Cavarozzi (1996) retrató al describir el pasaje desde una matriz estado-céntrica a otra mercado-céntrica. Ese giro marcó de manera decisiva a los años 90 y sus efectos aún pueden reconocerse en la persistencia de rasgos y patrones de conducta que moldean la vida económica, política y cultural de nuestra sociedad.

Aunque los efectos de esas políticas aún pueden reconocerse en diferentes aspectos de la vida actual, la celebración de estos treinta años de democracia coincide con un clima de ideas que tiende a aprobar el retorno del estado y la devolución de responsabilidades arrebatadas en las décadas anteriores.

En este artículo nos proponemos repasar estas tres décadas adoptando como vía de entrada la tensa y compleja relación entre democracia y estado en ese lapso. La experiencia acumulada en esos años enseña que toda reforma del estado, sea para reducirlo -como en los 90-, o rehabilitarlo -como en el presente-, no puede ser evaluada aisladamente sino considerando otros aspectos que nos indiquen si favorece o no, el perfeccionamiento de la democracia.

El desafío de integrar ambas dimensiones aún sigue pendiente en nuestra experiencia democrática. El esfuerzo del primer gobierno democrático por reponer reglas básicas de convivencia y un mayor apego al estado de derecho convivió con un severo debilitamiento de capacidades estatales y con un estado en bancarrota heredado del período autoritario. La afirmación de rutinas democráticas -las elecciones periódicas entre ellas, aunque no la única- y la lealtad de los actores políticos, sociales y económicos al juego democrático, permitieron su continuidad sorteando las tentativas de interrupción institucional que persistieron hasta el segundo gobierno. La democracia prosiguió su marcha con altibajos pero fue el estado el que pronto sería sometido a una brusca reducción que debilitó aún más, sus magras capacidades disponibles y desertó de sus responsabilidades básicas provocando un proceso des-ciudadanización que extendería sus efectos más allá de los gobiernos que lo iniciaron.
Esas reformas no sólo privaron a la democracia del soporte que debe brindarle el estado sino también, fueron implementadas con un estilo que empobreció su calidad institucional, rodeadas de una fuerte concentración de recursos decisorios en el Ejecutivo y de un severo debilitamiento de las instancias de control público.

Tras la oleada antiestatal de los años noventa, y especialmente luego de la crisis del 2001, asistimos a un gradual redescubrimiento del estado que se manifestó en la demanda social por mayor presencia estatal y en políticas públicas que le han devuelto un protagonismo quitado en los 90.

La recuperación de tareas de regulación y redistribución también viene acompañada de una voluntad de expandir y reparar de derechos conculcados por las políticas anteriores. Esta mayor disposición al reconocimiento de derechos ciudadanos sugiere una mayor sintonía de este estado con la democracia. Sin embargo, en nombre de esa «misión reparadora», los gobiernos que expresan este giro estatal también se sienten autorizados a liberarse de las formas institucionales y a considerar que el principio de mayoría les confiere una legitimidad por encima de las leyes3, reeditando algunos bloqueos y trabas para la fiscalización de los actos públicos que no difieren de los que rodearon a las experiencias de reducción estatal en los 90.

Los años '90 probaron que una democracia necesita de un estado para garantizar derechos e instrumentar las decisiones democráticas, en suma, una democracia no puede ser fuerte con un estado débil. Sin embargo, la experiencia de la última década también nos alerta sobre los límites que contiene la mera expansión del estado para asegurar su democraticidad. En efecto, su democraticidad no depende de la mera ampliación de sus responsabilidades y capacidades, aunque ello resulte indispensable. Algunas evidencias provenientes del último tramo democrático (2003-2013) nos exigen refinar los instrumentos de análisis con los que debemos abordar esa relación, aceptando que las mejoras del estado en materia de regulación, redistribución y como garante de derechos, deben venir acompañadas de un mayor compromiso de publicidad y visibilidad que favorezca un mejor control y desconcentración del poder político que reúne.

2. El estado heredado por la democracia
2.1. Los mapas y diagnósticos que guiaron la transición a la democracia

El «entusiasmo democrático» que rodeó a la recuperación de la democracia vino acompañado de mapas conceptuales y diagnósticos que no permitían advertir las fuertes restricciones estructurales que condicionaban esa empresa.

La reflexión de esos años estuvo dominada por una perspectiva y agenda politicista centrada principalmente en la construcción de un régimen político democrático y en su fortalecimiento, cuando -siempre vale recordarlo-, la democracia aún no tenía descontada su continuidad y enfrentaba las acechanzas de actores anti-sistema que encarnaban el pasado autoritario.

Los diagnósticos y tareas contempladas en esa etapa sobreestimaron la autonomía de lo político e incurrieron en un optimismo y voluntarismo desmesurado que impidió apreciar la magnitud de los desafíos que pondrían a prueba la estabilidad de la nueva democracia.4

Como destacó González Bombal (1997:154), «la transición a la democracia en 1983 se dio bajo una particular combinación de gran espacio político y alta restricción económica. Pero el estrecho margen por el que se desenvolvía la economía no fue percibido a tiempo por el nuevo gobierno democrático». El «...hecho más grave -agrega- fue pensar que el complejo tema del estado se reducía al de la legitimidad de la representación política».5

Esta mirada, no ofrecía margen para considerar al estado y entender su reconstrucción como parte de las tareas que incluía la edificación de una democracia.6 Los límites de este enfoque para diseñar una agenda democrática que fuera más allá del régimen político tenía su correlato en ciertas visiones del estado igualmente limitadas para imaginar su nuevo papel en democracia. Al promediar los años ochenta, Norbert Lechner (1986:35) señalaba que la principal «laguna en el debate sobre democratización» residía en la ausencia de «una reconceptualización del estado en tanto estado democrático».

La inquietud por este «vacío» también era compartida por otros intelectuales de nuestro país. Nun (1987:34-35), entre ellos, insistía en la necesidad de llenar esa laguna desde una perspectiva democrática, pues de lo contrario -y tal como pudimos probar poco después-, ella sería cubierta por una derecha que, pregonando la reducción del estado, desempolvaba sus viejas ideas presentándolas como modernas.

Sin embargo, habrá que aguardar hasta comienzos de los años 90 para disponer de una versión más refinada sobre el estado que permita apreciar su complementariedad con la democracia. Ello se advierte especialmente en el esfuerzo de O'Donnell (1993) por alentar un enfoque sobre la democratización que concibe al estado como uno de sus aspectos cruciales, aportando una mirada innovadora sobre esta relación que ampliará y perfeccionará con el correr de los años (O'Donnell, 2004, 2008, 2010).

2.2. El clima anti-estatal

El nuevo ciclo democrático coincidió con un clima ideológico dominado por un fuerte desencanto frente al estado. De modo que cuando la democracia comenzaba a ser aceptada como un valor compartido por nuestra sociedad -un consenso ausente en las décadas previas-, fue el estado el que quedó ubicado en el banquillo de los acusados.

En efecto, la memoria del pasado autoritario inmediato no sólo favoreció la revalorización de la democracia sino también contribuyó a poner bajo sospecha al estado. Su brutal desempeño en el régimen autoritario - reuniendo simultáneamente el monopolio de la violencia legítima y la ilegítima encarnada en el «estado terrorista»-, puso seriamente en cuestión el papel del estado como garante de derechos y derribó la ilusión de que forma parte de su «esencia» favorecer a los sectores sociales subalternos.7 Esa desconfianza interactuó positivamente con un clima de ideas que comenzaba a ser dominado por un sentido común anti-estatista. Como señaló Lechner (1986:33), en América Latina ha sido «el estado autoritario (y no un Estado de bienestar keynesiano) el Leviatán frente al cual se invoca el fortalecimiento de la sociedad civil».

La «nueva ideología democrática» que fue forjándose al compás de los procesos de redemocratización no fue ajena a ese clima y asumió un marcado tono anti-estatista que llevó a considerar a la sociedad civil como sinónimo de «buena sociedad» y a su fortalecimiento como un reaseguro frente a toda tentativa de regresión autoritaria.8 Esta vertiente anti-autoritaria aún se manifiesta en diversos movimientos e iniciativas de la sociedad civil que ejercen una activa vigilancia frente a nuevas manifestaciones de abuso y arbitrariedad estatal en democracia. Sin embargo, no fue esta versión anti-estatal la que se impuso al concluir los años ochenta, sino aquella proveniente del diagnóstico neoliberal -triunfante por entonces en el mundo-, más interesada en desmontar el papel regulador del estado que en robustecer a la sociedad civil.

En suma, el legítimo anti-autoritarismo gestado en esos años confluyó en una amplia corriente de anti-estatismo que se propagaba por el país y la región, favoreciendo -sin proponérselo- la crítica que, con otras motivaciones, impulsaba el neoliberalismo.9

Aunque este clima anunciaba el término de un ciclo de intervención estatal abierto tras la crisis del 30, algunas lecturas alertaban que ese embate ideológico contra el estado también representaba un ataque a la nueva democracia.10 Poco después de concluir su mandato, Raúl Alfonsín (1991:6) compartía esa evaluación y advertía en esa ola anti-estatista «...una ideología de reacción contra la política y la democracia, que son el instrumento central mediante el cual los partidos populares y las grandes masas pueden efectuar sus propuestas y luchar por sus reivindicaciones frente a los poderes organizados y la corporaciones».

2.3. Los límites del estado heredado

Los mapas conceptuales y el clima de ideas predominante no deben impulsarnos a olvidar que el estado heredado por la democracia estaba maltrecho y debilitado para reproducir el ciclo de desarrollo bajo condiciones internacionales más complejas y adversas, abrumado por un fuerte endeudamiento externo y jaqueado por urgencias fiscales que impusieron severas restricciones a los primeros gobiernos democráticos.11

Asimismo, conviene recordar que la democracia debió convivir desde sus comienzos con un nuevo poder económico gestado al abrigo del gobierno militar que expresaba un modelo de acumulación sustentado en la valorización financiera y la apertura de los mercados y había provocado la ruina de la industria local y de los actores ligados a esta actividad. La desindustrialización iniciada por el gobierno militar trastocó el perfil de la economía y la estructura social del país y sentó las bases para el despliegue de poderosos grupos económicos que acotaron los márgenes de acción de los futuros gobiernos democráticos. Éstos, no sólo heredaron una pirámide económica más concentrada sino también, una abultada deuda externa que reforzó la primacía de la lógica financiera, manteniendo activa en democracia, la misma matriz económica destructiva que los militares habían impuesto apoyados en una masiva y feroz represión.12

Ese poder económico creció al amparo del estado, privatizando en su beneficio amplias áreas de su aparato, ya sea como proveedores o contratistas de obras públicas. La mezcla de capitalismo asistido y estado prebendalista forjada en los años de autoritarismo, delineó un modo de vinculación que - con algunas variantes- mantuvo vigencia durante el ciclo democrático, colonizando al aparato estatal y erosionando su credibilidad y carácter público.

El gobierno de Alfonsín resultó jaqueado por esos poderes y debió entregar de manera anticipada el gobierno acosado por un estallido hiperinflacionario y un descontrol cambiario que inauguró un novedoso factor de inestabilidad para la democracia, no originada ya en planteos militares -aunque tampoco faltaron-, sino en los llamados «golpes de mercado».

La emergencia económica desatada por la hiperinflación y la evaporación de las capacidades estatales, crearon condiciones para que los grandes grupos económicos beneficiados durante el régimen autoritario -holdings nacionales, empresas transnacionales y banca acreedora- ampliaran su presencia accediendo, con las privatizaciones impulsadas luego por Menem, al control de empresas y servicios que este gobierno transfirió masivamente a manos privadas.

3. La reforma del estado y el «descubrimiento» del mercado

Apelando a una fórmula extremadamente simplista -pero no por ello menos efectiva- se adoptó una solución basada en la premisa «cuanto menos estado mejor». En nombre de esas recomendaciones el gobierno argentino - en sintonía con lo que sucedía en otros países de la región- se desprendió del patrimonio público acumulado por las generaciones anteriores, presentando esa transferencia como parte de un proceso global de devolución de tareas y recursos que el estado habría arrebatado indebidamente al mercado y a la sociedad civil.13

El ambicioso y veloz programa de privatizaciones ejecutado por Menem permitió a los antiguos proveedores del estado que se habían beneficiado con sus licitaciones, adueñarse de las empresas y servicios privatizados, convirtiéndolos de contratistas del estado, en titulares de sus activos.14

Sin embargo, ese estado ya estaba «privatizado» por los mismos grupos que resultaron favorecidos por la venta de su patrimonio, de modo que el «exceso» de estado invocado por el discurso neoliberal para justificar su reducción, en verdad encubría su debilidad y falta de autonomía frente a esos intereses privados.

En tiempo récord (1990-1993) el gobierno de Menem transfirió al sector privado 82 empresas y unidades de negocios, entregó 27 servicios en concesión y adjudicó 86 áreas del sector petrolero. Es cierto que despojando al estado de sus empresas y servicios, las privatizaciones contribuyeron a desmontar las bases materiales del corporativismo estatal que había permitido a los contratistas usufructuar el gasto público. Sin embargo, esa forma de colonización fue reemplazada por un control directo sobre resortes macroeconómicos decisivos que otorgarían un poder económico y político superlativo a un puñado de grupos privados muy concentrados.15

Asimismo, el proceso de privatizaciones eludió los ámbitos de deliberación pública y privilegió el trato directo con los grupos informales atraídos por la venta de los activos públicos. Las gestiones y negociaciones con estos grupos privados adoptaron un carácter semi-público -cuando no secreto- restando transparencia y visibilidad a un proceso en el que estaba en juego el patrimonio público acumulado durante las décadas previas.

Esa trama secreta que rodeó al proceso de privatizaciones resultó congruente con las aspiraciones del Ejecutivo de ampliar su aislamiento y autonomía decisoria dando lugar a una «privatización en privado» -como sugirió un legislador en esos años16- que aseguró su celeridad, aunque desprovista de la prolijidad que reclamaba una transferencia de esa envergadura.

La intimidad con grupos privados y las sospechas de corrupción que ensombrecieron la venta de estos activos estatales echaron por tierra la promesa de moralización pública anunciada por el discurso privatizador al presentar al «gigantismo estatal» como la principal fuente de corrupción. Aunque abundaron evidencias sobre múltiples vicios y transgresiones, ellas no acarrearon costos institucionales a las autoridades debido a la politización de la justicia y de los órganos de control horizontal, que se mantuvieron inactivos, pese a las reiteradas denuncias de la oposición y el periodismo de investigación. Ello generó un debilitamiento de las instancias de control republicano que repercutió negativamente sobre la confianza depositada por la ciudadanía en las instituciones democráticas instalando una sospecha que tendrá efectos perdurables sobre su credibilidad.

En suma, las reformas económicas impulsadas en los años 90 mantuvieron fuertes afinidades con un estilo de gobierno concentrado que no reservaba demasiado margen para el debate público ni para procesar democráticamente decisiones cuyos efectos excedieron largamente al gobierno de Menem. Esas políticas cambiaron el perfil del estado y la sociedad y ocasionaron un severo deterioro de la institucionalidad democrática reflejada en el abuso de decretos de necesidad y urgencia, la ausencia de independencia de los poderes y abrumadores indicios de corrupción.

Los cambios registrados en esos años produjeron una monumental transferencia del patrimonio estatal al sector privado y una deserción en la provisión de bienes públicos (salud, educación y seguridad social) que pasaron a concebirse como simples bienes intercambiables en el mercado. Como consecuencia de ello, no sólo se instauró una economía de mercado, sino verdaderas sociedades de mercado que forjaron un nuevo tipo de sociabilidad regida por la responsabilidad individual.17 De pronto, aquellos bienes públicos que el estado garantizaba a sus ciudadanos bajo la forma de derechos, dejaron de ser entendidos como tales y el acceso a ellos pasó a depender de las dispares oportunidades de contratación de los individuos en el mercado.

Cabe agregar que estas políticas privaron a la naciente democracia del apoyo del estado y su desmantelamiento puso muy pronto en evidencia que un régimen democrático descansa sobre la estructura del estado y que su achicamiento no asegura mejores democracias. En esos días, algunas voces provenientes del campo político e intelectual alertaban que los estados mínimos reclamados por el discurso neoliberal crearían democracias mínimas si éstas eran condenadas a convivir con estados impotentes para asegurar derechos ciudadanos. Desde el campo político, el ex presidente Alfonsín (1991:6) señalaba que «puede haber estado sin democracia, pero no puede haber democracia sin estado».18

Por su parte, desde el campo intelectual, las «ciudadanías de baja intensidad» retratadas por O'Donnell (1993) en aquellos años, confirmaban esa incipiente revalorización del estado cuando comenzaban a apreciarse los devastadores efectos de su desmonte sobre la calidad de las nuevas democracias.

El déficit de ciudadanía sobre el que alertaba este enfoque tenía como contracara inseparable un déficit de estatidad que pocos años después ingresaría a la agenda de debate democrático.19 Un estado débil compromete la suerte de cualquier proyecto político -incluso de aquellos genuinamente interesados en crear un capitalismo de mercado- pero resulta crucial para una democracia pues se torna impotente para cumplir su promesa de ciudadanía.20

4. De la reducción al retorno del estado

El nuevo clima de ideas que hoy predomina en Argentina -y también en la región- le reserva un lugar decisivo al estado como instancia de coordinación, regulación y redistribución, dejando atrás, ideas y políticas públicas que en los años 80 y 90 alentaron su reducción y repliegue. Las consecuencias ocasionadas por las políticas pro-mercado contribuyeron a revalorizar al estado de modo tal que ya no está en cuestión si éste resulta necesario, sino los ámbitos y modalidades bajo los que debe actuar.

Este redescubrimiento del estado resulta inseparable de la sensación de desprotección y desamparo que sobrevino tras la oleada neoliberal. Si las traumáticas marcas del régimen autoritario impulsaron la revalorización de la democracia, el desmantelamiento del estado ejecutado durante el gobierno de Menem resulta decisivo para comprender la actual recuperación de la idea de estado.

Este cambio de percepción se refleja tanto en políticas públicas que le reservan una mayor presencia en espacios antes cedidos al mercado, como en el giro de una opinión pública que aprueba su retorno a funciones de las que fue apartado en el pasado reciente.

Ello puede apreciarse en la voluntad de revisar las privatizaciones ejecutadas en las décadas anteriores como en la implementación de políticas redistributivas destinadas que se traducen en el reconocimiento de nuevos derechos. Asegurar tales derechos representa un deber para el estado y en una sociedad que aún convive con fuertes desigualdades sociales, esa responsabilidad supone un activo rol como agente redistribuidor, transfiriendo recursos desde ciertos grupos sociales a otros.

4.1. El regreso del estado en la etapa kirchnerista

La crisis desatada en Argentina a fines del 2001 -inédita por su profundidad- provocó un cambio de postura en la ciudadanía que se tradujo en un creciente reclamo de reconstrucción e intervención del estado. Si el clima dominante a comienzos de los '90 reflejaba un amplio apoyo hacia las políticas pro-mercado, a partir de esta nueva crisis se inició un giro, no sólo en la orientación de las políticas públicas -primero con Eduardo Duhalde y luego con Kirchner desde el 2003- sino también en una opinión pública que demandaba un mayor rol interventor del estado con fines regulatorios y redistributivos.

Pese a que el estado argentino estaba seriamente cuestionado y desacreditado ese juicio coexistía con la aspiración de rehabilitarlo, observándose una evolución favorable a la intervención reguladora del estado.21 Con los años, esta aprobación a una intervención más activa del estado fue creciendo y en el 2007 comprendía a siete de cada diez ciudadanos.22 Esa postura se ha mantenido -e incluso incrementado ligeramente- en los años posteriores. Tal como mostró un informe regional (Corporación Latinobarómetro, 2011), Argentina se ubica al tope del ranking cuando se interroga a la ciudadanía sobre la capacidad del estado para resolver «todo el problema» o «gran parte del problema» en diferentes rubros. Esa expectativa ascendía en el 2011 a 75 puntos sobre un total de 100.

El desencanto con las políticas neoliberales ilustra el clima de época que enmarcó a los gobiernos de Duhalde primero, y Kirchner después, y explica sus esfuerzos por diferenciarse de las gestiones que impulsaron políticas pro-mercado en los '90. En especial, durante el gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) y los de su esposa, Cristina Fernández de Kirchner (2007-2011 y 2011-2015), el estado recuperó un rol más activo interviniendo en el control de precios, regulando tarifas de servicios básicos (electricidad, gas, combustible y transporte), el comercio externo y el mercado cambiario. Sin embargo, ese giro se aprecia primordialmente en la re-estatización de diversos servicios públicos y empresas, retomando de ese modo, el control de áreas decisivas privatizadas en los 90.23 La más resonante de estas iniciativas -por su alto valor estratégico, el porte de la empresa y los procedimientos empleados para su expropiación- ha sido la re-estatización parcial de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) impulsada por el Ejecutivo y sancionada por el Congreso Nacional el 03/05/2012.

Otra dimensión -no menos relevante- que confirma este retorno del estado se advierte en la voluntad de reparar derechos arrasados por gobiernos anteriores. Si bien los derechos políticos disponen desde 1983 de una relativa universalidad, no existe una homogeneidad (social y territorial) equivalente en materia de derechos civiles, en tanto los derechos sociales sufrieron un marcado retroceso tras las reformas pro-mercado aplicadas durante el ciclo menemista.

En cierto modo, los gobiernos que se sucedieron desde el 2003 han actuado como una «comunidad reparadora de derechos conculcados», marcando una ruptura con las violaciones registradas bajo el régimen autoritario (1976-1983) como así también, con las privaciones de derechos sociales registradas bajo la oleada neoliberal de los 90.24

La reapertura de los juicios sobre violaciones de derechos humanos, la extensión de beneficios jubilatorios a dos millones y medio de pasivos, la asignación universal por hijo (3 millones y medio de beneficiarios) y la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, son parte de la extensión de derechos registrada en estos años que también explican la amplia y heterogénea base social que ha proporcionado sostén a estos gobiernos. Aunque las «políticas de reparación social»25 explican la adhesión de los sectores más necesitados, otras «reparaciones» destinadas a otros públicos -como la reanudación de los juicios sobre violaciones a los derechos humanos o el matrimonio entre personas del mismo sexo-, contribuyeron a ampliar el espectro y diversidad socio-cultural de los sectores identificados con sus políticas y explican buena parte del 54% de los votos que hicieron posible la reelección de la presidenta Fernández de Kirchner en octubre del 2011.

4.2. Otra aproximación al vínculo estado-democracia

Esta revisión ilustra sobre una dimensión del estado que resulta decisiva para la democracia pues alude a su capacidad para garantizar los derechos prometidos por ésta. Sin embargo, estado y democracia mantienen una tensa y compleja relación de doble mano: aunque ésta necesita del estado para tornar efectiva su promesa de ciudadanía, también le impone un modo de operar que sea consonante con la expectativa de desconcentrar el enorme poder que reúne. En otros términos, no cualquier estado resulta consistente con la democracia.

Esta mirada sobre el vínculo que el estado mantiene con la democracia procura destacar que ésta no sólo expresa un modo de acceso al poder sino también, un modo singular de ejercerlo.26

Vale recordar que este ciclo democrático está signado por crisis económicas recurrentes (1989 y 2001) que favorecieron la irrupción de fuertes liderazgos que, amparados en la excepcionalidad de esos contextos, reforzaron el rol del Ejecutivo y la concentración de recursos de poder en ese ámbito.La autonomía decisoria ganada frente a los otros poderes y órganos de control se tradujo en una propensión a maximizar los mecanismos estatales que aseguran la concentración y efectividad de las decisiones y a minimizar los relativos a la transparencia y rendición de cuentas.27

Las implicancias de esta ecuación ponen de relieve un aspecto del estado que resulta decisivo para juzgar su vínculo con la democracia: nos referimos a la concentración/dispersión del poder estatal, una dimensión tan crucial como la vigencia de los derechos ciudadanos para evaluar la sintonía entre ambos términos.

Pensar la democracia en estos términos nos reclama observar, entre otros temas, si los gobernantes una vez electos, abusarán -o no- de su poder legalmente autorizado para imponerse sobre la voluntad de los ciudadanos.28

Siguiendo este criterio, evaluaremos la Argentina de los últimos años tomando en cuenta la concentración/dispersión del poder estatal a partir de los siguientes clivajes:29

• la separación gobierno/estado,
• la autonomía de la sociedad civil frente al estado,
• la separación público/privado,

A continuación ensayaremos un breve repaso considerando estos tres ejes:

Las enormes dificultades y condicionamientos que vienen padeciendo diversos órganos de control del estado, no sólo han condenado a la mayoría de ellos a la inacción sino que los ha colocado al borde mismo de la parálisis.30 El único órgano de contralor que aún se mantiene activo y dotado de autonomía frente al Ejecutivo es la Auditoría General de la Nación (AGN) aunque su labor no ha estado desprovista de obstáculos, como lo prueba el retaceo de información pública por parte de otros órganos del estado31, o las presiones y maniobras sufridas por su titular, Leandro Despouy, para ser desplazado del cargo que ejerce desde el 2002.32

El mismo ocultamiento y escamoteo de información del que ha sido objeto la AGN en su tarea de control, se completa con la ausencia de una ley de acceso a la información pública que consagre ese derecho a todos los ciudadanos. Aunque existe un decreto promulgado durante el mandato de Néstor Kirchner que permite el acceso a la información del Ejecutivo, está en mora la sanción de una ley que recoja el propósito de aquella iniciativa y lo extienda a otros ámbitos del estado.33 No sólo existen restricciones para acceder a la información pública sino que también se acumulan evidencias de manipulación en la producción de información estratégica por parte de algunas reparticiones cruciales del estado como el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC), distorsionando índices de precios, pobreza e indigencia, que despojan de confiabilidad a un insumo vital para el diseño y evaluación de las políticas públicas. En suma, existen severos déficit tanto en la generación como en el acceso a información pública.

En materia de organizaciones de la sociedad civil también observamos signos de alerta que ponen en cuestión la autonomía de algunas de ellas frente al estado. Si los '90 nos mostraron un variado abanico de organizaciones que ejercían novedosas formas de control social sobre aquél34, el escenario de los últimos años nos devuelve una imagen distinta, pues muchas de ellas parecen más próximas al estado -al que por definición debieran monitorear-, que a la sociedad civil de la que forman parte.

Esta «estatización» de ciertas organizaciones -algunas de ellas emblemáticas por su lucha por los derechos humanos durante el régimen autoritario-, ha generado una grieta -como la que observa al interior del movimiento de derechos humanos35- entre aquellas que mantienen estrecha cercanía con el gobierno y otras que aún conservan prudente distancia y autonomía.

La proximidad -y en algunos casos dependencia material- de ciertas organizaciones con el estado, así como la hostilidad oficial que deben sobrellevar aquellas que no resignan su tarea de control36, no resulta indistinto para juzgar la vitalidad de una democracia pues ésta requiere tanto de organizaciones sociales autónomas como de un genuino compromiso del estado a respetar esa condición.

Como sugiere Garretón (2000:90) «...en vez de fusión entre estado, partidos y sociedad, que fue lo típico de América Latina, se trata de ir a una matriz de tensión, autonomía, fortaleza y complementariedad sin absorción, entre estado, partidos y actores sociales».

Esta idea resume una aspiración legítima -aunque resuene algo normativa- que expone algunos de los límites que enfrentan algunas experiencias de nuestra región -y en este caso nuestro país- para encaminarse hacia una estatalidad democrática. La confusión entre partido gobernante y estado, la asignación discrecional de la pauta publicitaria oficial37 para sostener una red de medios de comunicación para-estatales, y el uso faccionalista de los medios de comunicación oficiales, son signos de una evaporación de la dimensión pública del estado.

El estado no sólo puede ser capturado por corporaciones o grupos económicos poderosos sino también por el propio gobierno de turno38 cuando éste utiliza espacios y recursos públicos para sus fines particulares. Es tan débil y limitado un estado colonizado por poderes fácticos -como lo ha retratado ampliamente la literatura referida a la historia latinoamericana del siglo XX- como un estado devorado por el propio partido gobernante. Este aparente fortalecimiento del gobierno es logrado a expensas de un estado que es vaciado de su carácter público y se devalúa como reserva y expresión de lo que es común a todos.

En suma, este comportamiento revela una manera de entender el ejercicio del poder que no muestra incomodidad en confundir gobierno y estado y tiende a naturalizar la idea de que éste puede ser manipulado, sin disimulos ni inhibiciones, por parte de la facción gobernante.

También advertimos que una mayor presencia y activismo estatal -indispensable para garantizar bienes públicos y derechos ciudadanos-, no siempre logra conjugarse con la promoción de una sociedad civil autónoma al tiempo que algunos indicios de «estatización» de ciertas organizaciones sociales sugieren una declinante vocación de control sobre los actos del estado.

5. Breves conclusiones

La revisión efectuada sobre las últimas tres décadas ha intentado resaltar que en una democracia el estado está sometido a ciertas exigencias y que un balance sobre su desempeño debe tener como horizonte posible, la construcción de una estatalidad democrática.

En el año 2003, tras el fracaso de la experiencia neoliberal, Guillermo O'Donnell advertía: «es verdad que ahora hay más demanda de estado en Argentina y hay más predisposición por parte del gobierno a hacer el estado, pero aún no he oído la discusión sobre qué estado y para quién (...) Lo primero que hay que preguntarse -concluía- es: un estado para qué y para quién».39

En sus trabajos posteriores pudimos saber que O'Donnell (2008; 2010) tenía en mente un estado en y para la democracia. Sin embargo, su valoración positiva sobre el estado no le impidió advertir los riesgos potenciales que éste encierra para una democracia cuando sus funcionarios -en posesión del poder público-, se presentan como algo que existe por afuera y encima de la sociedad que les ha dado origen.40

De ese modo, no sólo nos alerta sobre la tentación a hipostasiarlo sino también nos incita a desconfiar del simplismo que supone que más estado equivale a mejor democracia. Aunque hoy existe cierto consenso en aceptar que la democracia necesita del estado, también sabemos que más estado no asegura mejor democracia.

Esta advertencia cobra ahora especial sentido pues el nuevo clima ideológico instalado en la región tiende a presentar el regreso del estado como si ello bastase para mejorar nuestras democracias. El estado no tiende inherentemente a la democratización ni es por esencia progresista. Estas cualidades son contingentes y que ello resulte posible no depende únicamente de las dimensiones y activismo del estado.

Resulta prudente evitar todo esencialismo que dé por sentado que el estado,por su propia naturaleza, sólo podría cumplir funciones progresistas. La experiencia de los últimos regímenes autoritarios nos recuerda duramente que el estado no está destinado «...por esencia al desempeño de tareas históricamente progresistas ni es un ente que por su naturaleza acompañe favorablemente el desarrollo y emancipación de los grupos dominados».41

Para que el actual retorno del estado no se convierta en una oportunidad desperdiciada, deberá ser algo más que un simple reverso de la oleada anti-estatista que se instaló en los '90. Es posible y necesaria otra mirada sobre el estado pues si su regreso convive con prácticas y concepciones sobre el ejercicio del poder, tan poco consonantes con la democracia como las que acompañaron su desmantelamiento dos décadas atrás, sólo será un espejo invertido de aquella experiencia.

Cuando en los años '90 se discutía el impacto de las reformas pro-mercado sobre nuestras democracias, Mario dos Santos (1993:136) señalaba que «el estado es tanto forma política como aparato...» y por consiguiente, las políticas relativas a éste no debían evaluarse en sus propios términos sino considerando si «...contribuyen o no a un mejoramiento del régimen político, o sea a su contenido institucional; a cuánto amplían o restringen el espacio público; a cuánto vuelven más o menos transparente la acción estatal; si buscan o no acumular capacidades estatales».

Bastaría cambiar las fechas y la dirección de esas políticas -en aquel momento dirigidas a reducir el papel del estado- para que estas mismas preguntas nos orienten sobre cuánto ha contribuido el retorno del estado a mejorar nuestra democracia.

Aunque valoramos la adquisición de derechos sociales y culturales y la inclusión de nuevos actores, esas conquistas resultarán insuficientes si no vienen también acompañadas de mejoras en la rendición de cuentas, acceso a la información pública y mayor autonomía de las organizaciones de la sociedad civil frente al estado.

Como destaca Peruzzotti (2012), «...una agenda progresista que promueva un estado más intervencionista en términos de políticas sociales o económicas no puede prescindir del papel crucial que cumplen las instituciones de rendición de cuentas». La construcción de una estatalidad propiamente democrática -agrega Peruzzotti- supone la preservación y fortalecimiento del constitucionalismo y los mecanismos de rendición de cuentas legal y requiere por ende, de posiciones políticas post y no antiliberales.

El desafío por consiguiente, es ir más allá de aquellas instituciones, sin anular ni desconocer las potencialidades que contiene la idea de rendición de cuentas para contribuir a un mayor control y desconcentración del poder.

Desafortunadamente, el retorno del estado convive con un debilitamiento de los mecanismos de rendición de cuentas, precisamente cuando más amplía sus responsabilidades. Su progresismo no puede cifrarse sólo en recuperar espacios que hasta hace poco estuvieron en manos privadas sino también, en la visibilidad y publicidad que muestre a medida que aumenta su esfera de acción.

Es preciso por consiguiente, superar cierta visión unilateral del estado que lo concibe como un mero aparato -administrativo, económico, etc.- y confía en que el aumento de sus tareas y dimensiones basta para revertir la indiferencia que las políticas de los '90 mostraron por la calidad de la democracia. Si bien advertimos una saludable rectificación de aquella experiencia impulsando la reparación de derechos conculcados en esos años, también es preciso contemplar otras dimensiones y aristas del estado que ayuden a construir una estatalidad democrática.

El derecho a un buen estado no sólo le impone a éste la obligación de garantizar los derechos prometidos por la democracia -una responsabilidad indelegable por cierto-, sino también tornarse amigable y consistente con ésta, despojándose de la opacidad, secreto y natural inclinación a concentrar recursos de poder que lo distingue, en tanto entidad monopólica y centralizada que emite decisiones colectivas vinculantes.

Notas

1 Universidad Nacional de Rosario

2 Véase especialmente Cavarozzi (1996).

3 Rouquié (2011:339) alude a esta tentación muy extendida en nuestra región junto a este nuevo rol del estado.

4 Una autocrítica sobre este tema comienza a observarse en Argentina a fines de los años 80, coincidiendo con el arribo de Carlos Menem al gobierno nacional. Una manifestación destacada de esa revisión puede hallarse en la nota editorial de La Ciudad Futura, titulada «¿Y ahora qué?, Nº 17-18, (Junio/Septiembre de 1989) que condensa la opinión de los intelectuales reunidos en el Club de Cultura Socialista: «Seguramente la ansiedad de muchos de nosotros por construir un régimen democrático de gobierno en la Argentina, tras décadas de autoritarismo, nos hizo caer en una exageración 'politicista', en un desdén por los hechos sociales estructurales sacrificados a una visión demasiado autónoma de la política. Fue un error».

5 Sobre este mismo tema González Bombal (1997:154) recuerda que «creyeron que el 'entusiasmo' democrático había llegado para quedarse y que la mayoría finalmente alcanzada en las urnas podría gobernar por sí sola la economía».

6 Dos décadas después -y cuando aún se sentían los efectos de la crisis del 2001-2002-, Vezzetti (2003:4-6) recordaba «...que la restauración democrática no pudo y no supo enfrentar los desafíos de una reconstrucción de un estado capaz de convertirse en herramienta de una reforma profunda de las instituciones y punto de partida de un cambio en la prácticas política y en la construcción de ciudadanía». Esto no implica ignorar los esfuerzos del primer gobierno democrático en restaurar el Estado de derecho, poner en funcionamiento reglas y procedimientos que permitieran retomar cierta rutina democrática y la voluntad y profesionalizar la administración pública, como parte de los intentos por reconstruir el estado.

7 Véase Flisfisch, Lechner y Moulián (1985:94).

8Una interesante caracterización de esta «nueva ideología» puede hallarse en Flisfisch (1983).

9 Véase al respecto la «confluencia perversa» a la que alude Dagnino (2004:99-100) cuando refiriéndose al caso brasileño señala la convergencia entre un proyecto político democratizante que se construyó en la resistencia contra los regímenes autoritarios y el proyecto neoliberal que se instaló a fines de los años '80.

10 Cuando comenzó a insinuarse la ofensiva neoliberal, Atilio Borón advertía que lo que se ataca «...es la democracia, no el intervencionismo estatal». Se habla de «...recortar el Estado - agregaba- cuando el Estado se transforma en un recipiente de los impulsos democráticos de la sociedad; entonces, ¿hasta qué punto no es tan sólo una crítica al excesivo intervencionismo del Estado, sino una crítica al Estado como mecanismo capaz de garantizar la democratización de la sociedad, como mecanismo que resuelve cierto tipo de desigualdades e injusticias que genera el mercado, como mecanismo que actúa a favor de los sectores más postergados?» Borón concluía que «la única posibilidad de afianzar la democracia es a través del afianzamiento del Estado. Pero esto supone, claro, su democratización. Que este impulso democrático de la sociedad alcance a modificar el Estado y no solamente la administración, el conjunto de las ramas, aparatos e instituciones que tiene el Estado». Véase la entrevista efectuada por Enrique Vázquez, «Los que atacan al Estado atacan a la democracia», Revista Humor, Nº 202, Agosto, 1987, pp. 44-47.

11 El testimonio de Daniel Larriqueta -Subsecretario General de la Presidencia durante el mandato de Ricardo Alfonsín- ilustra con crudeza ese escenario y recuerda los límites a los que estaba sujeta la voluntad política: «Lo fui a visitar a Enrique García Vázquez, talentoso y dedicado presidente del Banco Central, acosado, entre otras cosas, por una inflación mensual de más del 20%. Cuando le pregunté sobre sus expectativas de éxito, García Vázquez me contestó: 'Las chances son pocas, porque el Banco Central sólo tiene poder de policía sobre el 30% de las operaciones financieras, todo lo demás es en negro'. Cuando oigo ahora decir, con alguna liviandad, que la peor crisis es la última, recuerdo que entonces las reservas de libre disponibilidad del Banco Central eran 106 millones de dólares y la deuda externa representaba diez años de exportaciones. Las mesas de dinero, los cambistas, los acreedores externos y los organismos internacionales eran mucho más poderosos que el Gobierno. (...) La dictadura militar nos dejaba un país quebrado con más un Estado inerme. (...) Con esa historia a cuestas, la república democrática que procurábamos iniciar en 1983 tenía pocas o nulas probabilidades de eficacia. Lo que, sin embargo, se ha hecho, es un logro del talento y el coraje de muchos, más el acompañamiento solidario de la sociedad, pero entre medio ha quedado, como un enorme agujero, la ausencia del Estado, corporativizado, agusanado, desjerarquizado y usado luego como trofeo» (véase «El impedimento de la política», La Nación, 14 de febrero de 2008).

12 Véase Basualdo (2002).

13 En estos términos fue presentada y justificada la reforma del estado impulsada en Argentina bajo el gobierno de Carlos Menem (véase Menem y Dromi, 1990).

14 Véase Portantiero (1995:109).

15 Véase Iazzetta (1997).

16 Véase Natale (1993).

17 Véase Lechner (1997).

18 En su defensa del estado, Alfonsín (1991:6) reivindicaba la necesidad de conjugar «...el concepto liberal del estado como garantía de los derechos individuales de las personas y por el otro, el concepto social del estado, como garantía de la realización personal y colectiva y de protección para los sectores más débiles frente al poder de los más fuertes».

19 Véase al respecto PNUD (2004) y O'Donnell (2004; 2008).

20 Esta situación se agrava cuando se trata de sociedades en las que la construcción de tales capacidades ciudadanas quedaron truncas tanto por la debilidad crónica que arrastran sus estados, como por la persistente fragilidad y discontinuidad de la democracia.

21 Véase sobre este aspecto Cheresky (2002:117-118). Un balance muy sugerente sobre este nuevo clima también puede hallarse en Vezzetti (2003:2-6). En su texto, este autor no sólo señala los límites del proyecto democrático instalado en 1983 que confió en que la restauración del Estado de derecho bastaba para encauzar una renovación profunda, sino también sostiene un derecho al Estado que le asiste a todo ciudadano que incluya «...la administración con vistas al bien común, la representación política legítima, un sistema de poderes públicos que garantice condiciones de libertad e igualdad».

22 Véase Cheresky (2008:20-21). Según la encuesta de la Corporación Latinobarómetro efectuada en el segundo semestre del 2009 sobre 18 países de la región, Argentina figuró entre los países que menos se inclinan por el mercado como mecanismo más eficiente para regular la economía y apenas un 18% opinó que la privatización de las empresas estatales fueron beneficiosas para el país (véase «Apoyo a la democracia y la libertad de los medios», Clarín, 13 de diciembre de 2009).

23 Entre las más importantes re-estatizaciones destacamos los casos de Correos Argentinos, Aguas Argentinas, Ferrocarriles, Aerolíneas Argentinas y a fines del 2008 -ya bajo la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner- fueron disueltas las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones -AFJPs- creadas en 1993 como parte del programa de privatización del sistema provisional impulsado por el gobierno de Carlos Menem.

24 Véase sobre este tema Aboy Carlés (2005:136-146).

25 Este aspecto ha sido destacado por María Pía López, La Nación, «Pasado y presente de la política argentina» (24/10/2011).

26 Acerca de esta distinción puede consultarse Mazzuca (2002).

27 Véase Guillermo O'Donnell en la entrevista efectuada por José Natanson «Sobre los tipos y calidades de democracia». Página 12, (27 de febrero de 2006).

28 Véase Vargas Cullell (2011:73).

29 Hemos realizado un ejercicio similar -aunque con mayor detalle- en otro texto (Iazzetta, 2011).

30 Destacamos los casos de la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas que derivó en marzo del 2009, en la renuncia del funcionario a cargo de ella -Manuel Garrido- tras revelar recortes en sus competencias por parte del Procurador General de la Nación y a la Auditoría General de la Nación (AGN), un órgano externo creado por la Constitución Nacional de 1994 para controlar al Poder Ejecutivo -sobre todo los gastos de la administración- que depende del Congreso Nacional. Su titular ha denunciado las dificultades que enfrenta este organismo para acceder a la información oficial que necesita para cumplir con su rol de contralor del estado (véase el editorial del diario La Nación, «Vaciamiento institucional», 14 de febrero de 2010 y «Righi salió al cruce de Garrido: 'No tengo idea de por qué renunció'», Clarín, 14 de marzo de 2009).

31 La labor de la AGN se ha visto obstaculizada por la negativa de la Sindicatura General de la Nación (SIGEN) -dependiente del Poder Ejecutivo- a entregarle trescientos informes, entre los cuales figuran algunos que comprometen al gobierno nacional en casos de corrupción. Véase el editorial titulado «Déficit en los controles de los actos de gobierno», Clarín, (25 de julio de 2010).

32 En la primera semana de octubre del 2012 hubo una infructuosa embestida de los representantes del oficialismo para desplazar a Despouy, un hecho que mereció amplia cobertura en los medios de prensa y motivó un acto en su respaldo en el Senado de la Nación en el que participaron dirigentes de todo el arco político opositor.

33 En su Informe del 2010 sobre Derechos humanos en Argentina el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) destaca que una de «...las asignaturas pendientes en esta materia es la sanción de una ley nacional de acceso a la información pública y una normativa que regularice y transparente la asignación de la pauta publicitaria oficial». Puede consultarse el Informe Ejecutivo en www.cels.org.ar/common/documentos/Informe_CELS_2010.pdf.

34 Peruzzotti y Smulovitz (2002) retrataron esta modalidad de acción colectiva mediante el concepto accountability social.

35 Un ejemplo de ello lo hallamos en la fractura que se ha generado en lo últimos años al interior del movimiento de derechos humanos pues si bien el gobierno ha logrado contar con el apoyo de organizaciones como Madres de Plaza de Mayo y Abuelas de Plaza de Mayo, otros organismos -Madres Línea Fundadora y el SERPAJ, conducido por el premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel- han mantenido distancia del gobierno y han cuestionado la desnaturalización de su tarea original. La situación de la Fundación de Madres de Plaza de Mayo, tras conocerse en junio de 2011 irregularidades en el manejo de fondos públicos destinados a la construcción de viviendas populares -hoy investigadas por la justicia- es una manifestación palmaria del giro registrado por algunas organizaciones.

36 Tal es lo que sucede con ciertas asociaciones de defensa del consumidor que incomodan al gobierno cuestionando la validez de los índices de precios oficiales, pese a que éstos vienen siendo desautorizados por todas las mediciones privadas y de organismos estadísticos provinciales.

La suspensión de la asociación Consumidores Libres -que dirige el ex diputado nacional Héctor Polino- y el maltrato sufrido por la titular de Adecua, Sandra González en una reunión convocada por el Secretario de Comercio, Guillermo Moreno, son algunas evidencias de ese clima hostil al que aludimos en el texto (véase la entrevista de Natalia Muscatelli a Héctor Polino, «'No quieren que se hable de aumentos'», Clarín, 23 de septiembre de 2012).

37 Véase al respecto el informe sobre Derechos Humanos en Argentina del CELS correspondiente al año 2010 mencionado en una nota anterior. Asimismo, Gargarella (2011:66) ha recordado que el gobierno se ha mostrado renuente a acatar el fallo de la Corte Suprema de Justicia que, en respuesta a una demanda presentada por el diario Perfil, condenaba en fuertes términos la política discrecional llevada a cabo por el gobierno en materia de distribución de las pautas oficiales para la publicidad.

38 Véase Mazzuca (2012).

39 Véase «Nuestra democracia me pone furioso», La Capital, 7 de diciembre de 2003. La cursiva es nuestra.

40 Véase O'Donnell (2010).

41 Véase Flisfisch, Lechner y Moulián (1985:94).

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