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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versión On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.34 Córdoba dic. 2015

 

DOSSIER

Los equívocos de la identidad

Teresa de Lauretis1

Conferencia magistral,
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, 24 abril 2014

Quién soy? Who am I? Chi sono? Esta pregunta tiene muchas respuestas depende de quién pregunte. A mi llegada a este país, la respuesta de rigor estaba en mi pasaporte. En mi pasaporte, figura escrito que mi nombre es Teresa De Lauretis, que mi nacionalidad es estadounidense, mi lugar de nacimiento Italia, mi fecha de nacimiento es… (la que alguien hace mucho tiempo dijo que era), y que mi sexo es F. Ya, desde el momento de apoyar los pies en Argentina, existe una ambigüedad en mi identidad: en otro pasaporte se declara que mi nacionalidad es italiana. Sucede que tengo dos pasaportes, ambos perfectamente legales. Mi identidad depende de cuál pasaporte utilice, pero ambos declaran que mi sexo es F.

F quiere decir female en uno y femmina en el otro, términos que refieren a la configuración del cuerpo en relación a la reproducción de las especies. En los humanos, de acuerdo con las convenciones socioculturales específicas de cada cultura e históricamente variables, la F se correlaciona con aptitudes y rasgos característicos que comúnmente son resumidos en los términos woman, donna, mujer, etc. La gran variedad de tales convenciones entre las sociedades del mundo, puesta al conocimiento occidental por las ciencias humanas en los siglos pasados, ha impuesto la pregunta si mujer –u hombre– se nace o se llega a ser. Y con esa pregunta empezaron los actuales estudios de género.

Ahora, mientras que mis pasaportes me otorgan una identidad de sexo, ustedes que me ven y me escuchan, muy probablemente me dan una identidad de género –y se podrían equivocar. Pero hay una equivocación más: la identidad de sexo declarada en mis pasaportes no es una identidad sexual. Hoy en día la noción de identidad sexual no está más basada en la morfología empírica del cuerpo, está basada en la percepción subjetiva de uno mismo con relación a los propios objetos de deseo y en la percepción subjetiva del propio cuerpo; es decir, del cuerpo que uno siente o cree tener. Así, la identidad sexual podría basarse en el sentimiento de vivir en un cuerpo equivocado o ajeno, como sabemos de las narrativas de transexuales y de los relatos personales de individuos con Desorden de identidad de la integridad corporal (BIID). Retomaré esto más tarde. Por el momento, propongo que otro componente de la identidad debería ser considerado, el que se puede llamar identidad o imagen corporal. Un ejemplo que me viene inmediatamente a la mente es la obesidad, recientemente declarada enfermedad –una verdadera enfermedad social pues hace de la identidad social una función de la imagen del cuerpo.

Para cada persona, cuerpo, género e identidad sexual se encuentran imbricados en complejas y a menudo contradictorias maneras. Esta complejidad aumenta si consideramos otros parámetros de identidad que no están listados en el pasaporte pero que se pueden inferir desde la fotografía, tales como raza y etnicidad, y que sin embargo confluyen en la formación y la transformación de las identidades. Todas estas facetas de la identidad de una persona no son meramente personales sino también eminentemente sociales; por esta razón, modifican fuertemente o sobredeterminan la propia percepción del yo, la comprensión del lugar que uno ocupa en el mundo, y por consiguiente, sobredeterminan tanto el género como la identidad sexual. Permítanme dar solo dos ejemplos.

El primero es de principios de los años 80. Antes de comenzar a leer sus poesías públicamente en una universidad de California, Audre Lorde se identificó a sí misma frente a su audiencia con estas palabras: «Yo soy una feminista, lesbiana, guerrera, poeta, madre».

El segundo ejemplo es desde mediados de los años 70 cuando la investigadora feminista y activista afroamericana Bárbara Smith mostró cómo ser una mujer o un hombre se articula no solo en términos de identidad sexual o de género sino también en términos de identidad racial, por lo que la experiencia que las mujeres de color tienen del racismo no puede ser comprendida fácilmente por las mujeres blancas o por los hombres negros.2 En otras palabras, desde una posición que se presume racialmente no marcada –digamos la posición de una persona blanca occidental– uno podría pensar que todas las personas negras experimentan racismo mientras que las mujeres negras experimentan sexismo, además. Pero lo que Smith expresa es que las mujeres negras padecen el racismo, no por su condición de personas negras sino por su condición de mujeres negras. Y lo aclaró así: «nosotras luchamos juntas con los hombres negros en contra del racismo. . . asimismo también luchamos en contra del heterosexismo en los hombres negros».3

Aquella declaración, realizada por un colectivo de lesbianas negras en los militantes años 70, acerca de la intersección de raza, género e identidad sexual, es la primera instancia de teoría interseccional. Por supuesto que en la actualidad, el concepto de interseccionalidad incluye otros parámetros de identidad que han emergido en la historia reciente y que derivan, en particular, del movimiento global del trabajo: origen étnico, religión, color de piel, y nivel de educación, para nombrar algunos. Pero aún hoy, lo que Gloria Wekker en Holanda y Kimberle Crenshaw en Estados Unidos llaman «teoría interseccional» y lo que Stuart Hall en Inglaterra, después de Ernesto Laclau, llama «teoría de la articulación» siguen enfrentándose con los viejos peligros del racismo y del conservadurismo general como así también con los nuevos peligros del creciente neoliberalismo.4

Con esto en mente, continuaré considerando las relaciones de género, cuerpo y sexualidad en la formación de la identidad. Voy a examinar estos tres términos en sus historias semióticas y su aporte epistemológico para el estudio de los procesos sociales. Propondré que género, sexualidad y cuerpo, si bien interconectados e inseparables en la vivencia de cada persona, deben ser diferenciados conceptualmente; puesto que si así se hace, podremos entender mejor el rol crucial del género en cuanto que sustenta a la identidad personal y trae coherencia a las contradicciones y paradojas de la experiencia humana.

Género

Tomemos la palabra género para comenzar. El término género como «clasificación de sexo» es una acepción específica de la lengua inglesa formalmente registrada en los diccionarios de inglés además del significado de categoría gramatical. El diccionario Oxford de la lengua inglesa especifica que la palabra género con el significado de sexo es figurativa (es decir que «género» es una figura, una metonimia de «sexo») y documenta su uso desde el siglo diecisiete XVII. Este significado de género no tuvo ningún equivalente en las lenguas romances hasta hace poco tiempo, cuando fue introducida como neologismo detrás del crecimiento de los estudios culturales en países anglófonos. Género en español, como genere en italiano o genre en francés no tenían la denotación de sexo, de lo que hoy llamamos el género de una persona; este significado era transmitido por la palabra «sexo», la cual todavía es utilizada en inglés en la típicamente conservadora lengua de la burocracia y del derecho.

En los países anglófonos, entonces, desde los finales de los 60 hasta los comienzos de los 90, el estudio crítico del género fue virtualmente una preocupación exclusiva de los estudios feministas, tanto como la noción de diferencia sexual con la cual fueron a menudo considerados sinónimos.5 Mucho se ha escrito, por supuesto, en antropología y psicología social sobre la identidad de género y los roles de sexo, desde Sex and Gender (1968) de Robert Stoller retrocediendo en el tiempo hasta Sex and temperament in three primitive societies (1935) de Margaret Mead en los años 30. Estos trabajos, producidos en el campo de las ciencias sociales y pensados como resultado de una investigación empírica, objetiva y neutral, típicamente estudiaron la organización del sexo y del género en sociedades limitadas o no occidentales.

Por el contrario, el concepto de género introducido y articulado por las investigadoras feministas en varios campos disciplinarios, fue un término de disputa social: fue el eje central, el elemento cohesivo de la crítica feminista hacia el patriarcado occidental.6 Género o bien «el sistema sexo-género»,
como lo nombraron las antropólogas feministas, fue el marco en el cual las feministas analizaron la definición socio-sexual de la Mujer como divergente del estándar universal que era el Hombre. En otras palabras, género no pertenecía a los hombres, género era la marca de la mujer, la marca de una diferencia que implica el estado subordinado de las mujeres en la familia y en la sociedad, debido a un conjunto de características relacionadas a su constitución anatómica y fisiológica –características tales como la inclinación al cuidado, la maleabilidad, la vanidad… no necesito seguir, ustedes saben a qué me refiero. Género, como lo entendían las investigadoras feministas, era la suma de esas características, ya sea que tuvieran alguna base en la naturaleza o que fueran enteramente impuestas por el condicionamiento cultural y social. Con respecto a este tema, hubo mucho debate y división en el movimiento, pero en ambos casos, para todas nosotras en aquella época, género nombraba una estructura social opresiva para las mujeres.

Quizás el solo ensayo más influyente sobre género fue «The Traffic in Women» (El tráfico de mujeres) de Gayle Rubin que definió la mutua implicancia de sexo y género en el concepto de sistema sexo-género. Fue publicado en 1975, en un volumen misceláneo bajo el explícito título Hacia una antropología de las mujeres. Rubin, antropóloga feminista, comenzó su ensayo afirmando que «un ‘sistema sexo-género’ es el conjunto de arreglos por los cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de actividad humana, y en los cuales estas necesidades sexuales transformadas son satisfechas».7 Luego de una discusión de Lévi-Strauss y Lacan virtualmente sin precedentes en los escritos feministas de aquel tiempo,8 Rubin concluyó su sinopsis del recuento de Freud sobre la sexualidad femenina con la afirmación –ahora un tanto sorprendente– que «el psicoanálisis es una teoría del género».9 Sorprendente, primero, porque Freud casi nunca habló de género (la palabra alemán Geschlecht no distingue género de sexo) y seguidamente, porque la misma Rubin diez años después drásticamente separó el género del sexo.

En un ensayo titulado «Pensando el sexo: notas para una teoría radical de las políticas de la sexualidad», Rubin declara que «una teoría autónoma y una política específica de la sexualidad deben ser desarrolladas» separadamente de la crítica feminista del género en cuanto el género es la estructura social de la opresión de las mujeres.10 Por sexualidad, Rubin claramente quería decir actos sexuales o comportamiento sexual, en particular prácticas sadomasoquistas entre hombres. Y éstas, Rubin debía pensar, no tenían nada que ver con el psicoanálisis. Su equivocación es ilustrativa de cómo la temprana crítica feminista en los Estados Unidos leía a Freud de manera altamente selectiva y reducida (no siendo diferente, en este respecto, de la cultura americana en general). Más adelante retomaré la conexión de los tres términos género, sexo y sexualidad.

Aún si fui formalmente educada en Italia, mis investigaciones se llevaron a cabo mayoritariamente en los Estados Unidos, en un terreno cultural y político en algunos momentos intersectado por los eventos en Europa (por ejemplo los movimientos estudiantiles y de mujeres a finales de los 60 y principios de los 70), pero en otros momentos, más bien abierto a los cambios e innovaciones –en particular a los discursos institucionales y las prácticas de género.

Fue en este contexto que a mediados de los 80 propuse la idea de una «tecnología del género».11 Me pregunté: si el género no es una simple derivación del sexo anatómico sino una construcción sociocultural, cómo se logra aquella construcción? Me pareció que el género era una construcción semiótica, una representación, o mejor dicho un efecto compuesto de representaciones discursivas y visuales las cuales, siguiendo a Foucault y Althusser, yo vi emanar de varias instituciones –la familia, la religión, el sistema educacional, los medios, la medicina, el derecho– pero también de fuentes menos obvias: la lengua, el arte, la literatura, el cine etc. Sin embargo, el ser una representación no lo previene de tener efectos reales, concretos, ambos sociales y subjetivos, en la vida material de los individuos. Por el contrario, la realidad del género consiste precisamente en los efectos de su representación: el género se real-iza, llega a ser real, cuando esa representación se convierte en auto-representación, cuando uno lo asume individualmente como una forma de la propia identidad social y subjetiva. En otras palabras, el género es tanto una atribución como una apropiación: otros me atribuyen un género y yo lo asumo como propio –o no.

Todos sabemos eso, hoy en día. Pero quisiera retroceder brevemente a esos años para subrayar que el entendimiento actual del concepto de género tiene sus orígenes en el movimiento de las mujeres y en los estudios feministas, mucho antes del cambio institucional a estudios de género. Quiero destacarlo porque esa historia está desapareciendo: en una década o más, quizás nadie recordará que el concepto crítico de género –la idea de que los individuos son de hecho constituidos como sujetos por el género– no existió antes que la teoría feminista lo elaborase como un nuevo modo de conocimiento, una práctica epistémica surgida en el marco de un movimiento político de oposición radical. Déjenme sugerir, por lo tanto, que otras identidades de género o sexuales –gay, lesbiana, queer, trans y aún, paradójicamente, la identidad de hombre heterosexual– también comenzaron a existir en un contexto político de oposición contra leyes discriminatorias o prácticas sociales opresivas.

Actualmente, el estudio del género comprende una variedad de asuntos que varían desde los más conservadores, tales como las relaciones entre mujeres y hombres en el marco familiar o laboral, hasta los más transgresores, como la re-asignación de sexo, el travestismo, y las prácticas de modificación del cuerpo: el piercing, los tatuajes, la escarificación, el fisicoculturismo, la toma de hormonas, las cirugías plásticas. Todas son consideradas maneras de de-construir el género, de esfumar la línea entre identidad de género y anatomía, de borrar la distinción entre lo que se solía denominar «los sexos».

Una somera visión de la semiótica del género a través de los años muestra que la relación del género con el sexo biológico ha transitado desde la contigüidad hasta la similitud, o de la metonimia a la metáfora.

En los primeros estudios feministas del sistema sexo-género, la relación entre género y sexo era una relación sintagmática sobre el eje de la combinación. Mientras que el sexo era asignado por la naturaleza, el género era entendido como culturalmente específico y construido; sexo y género existían lado a lado, distintos aunque metonímicamente relacionados.

En los estudios de género recientes, tanto género como sexo biológico son considerados construcciones discursivas que no son ni naturales ni fijas para cada individuo y, por lo tanto, pueden ser re-significados en la performance o bien re-asignados quirúrgicamente. Aquí la relación entre género y sexo es una relación paradigmática sobre el eje de la sustitución, cada uno puede significar el otro.

La palabra transgénero va más allá. Al aludir y al mismo tiempo eludir lo «sexual» de «transexual», transgénero sortea enteramente lo sexual, no se refiere al sexo, a la sexualidad o al cuerpo –solamente se refiere a sí mismo. En términos semióticos, la palabra transgénero efectiviza la proyección total del eje de combinación sobre el eje de selección que, según Roman Jacobson, caracteriza al lenguaje poético o auto-referencial. Y realmente transgénero es una figura retórica, un tropo que realiza completamente la naturaleza del significante; es decir, tiene sentido solamente como signo, significa «Yo soy un signo, un significante».

Finalmente, la palabra elegida por aquellos quienes se identifican como «trans», sin especificación de sexo o género, sugiere que la identidad puede incluir y transitar entre los dos géneros tradicionales (masculino y femenino), los dos sexos tradicionales (varón y mujer) y las dos formas tradicionales de organización sexual (heterosexual y homosexual). El término «trans», luego, es el que mejor expresa la idea de que la identidad personal es un proceso continuo, una condición fluída, quizás una serie de equivocaciones.

Estos y otros términos que han surgido en relación con prácticas de disputa, de-construcción o re-significación del género como la medida de la identidad de la persona, privilegian la identidad de género por sobre la identidad sexual. Parece que el discurso actual sobre género ha opacado o dejado de lado la problemática de la sexualidad y la dimensión sexual de la identidad que fue tan importante para la generación de Stonewall de los años 70 y 80. Paradójicamente, esto sucede aunque la sigla utilizada en muchas partes del mundo, LGBTI (lesbianas, gays, bisexuales, transexuales e intersexuales), se refiera a identidades sexuales no normativas. Por qué el género se ha convertido en marca privilegiada de la identidad? Por qué las políticas de género han reemplazado las políticas sexuales? Creo que la respuesta a esta pregunta tiene que ver con la naturaleza de la sexualidad. Qué es exactamente la sexualidad?

Sexualidad

Espero que podamos estar de acuerdo en que la sexualidad no es sólo la forma anatómica del cuerpo o su conformación cromosómica u hormonal; ni tampoco su función reproductiva. La sexualidad es una pulsión, un afecto, una excitación que se siente en el cuerpo pero que no es meramente del cuerpo. La específica dimensión de la sexualidad humana es la representación mental de objetos de deseo, incluso el propio cuerpo, y de escenas imaginarias o escenarios en los cuales el placer o la satisfacción sexual puede alcanzarse –o no. El deseo de tener hijos, también, cuando eso ocurre, es precisamente un deseo, una fantasía; no es una sumisión automática y mecánica al instinto de reproducción sino la expectativa de alcanzar una clase de amor especial u otras gratificaciones, por lo general en el escenario de la familia. Fue el descubrimiento de Freud, y su primera contribución a la epistemología del siglo 20, que la mente es no sólo capaz de imaginar, anticipar o recordar el placer sexual, sino también capaz de olvidarlo, o más exactamente, reprimirlo.

Cuando un deseo sexual presenta una amenaza a nuestro sentido consciente del ser –lo que el psicoanálisis llama el yo– ese deseo es reprimido, removido de la conciencia, pero una huella del mismo queda en la dimensión psíquica que Freud denomina el inconsciente (das Unbewusste); esa huella o huella mnémica es una memoria irrecordable, la huella de algo que no podemos recordar pero que continúa viviendo en la psiquis como fantasía inconsciente o fantasma; éste se puede percibir en el cuerpo como un afecto, un anhelo, un malestar, un sentido de insatisfacción con nosotros mismos y el mundo, o bien como un dolor o una urgencia que nos obliga a hacer lo que no queremos hacer.

Si un deseo sexual reprimido continúa molestándonos como una astilla en la piel –para decirlo con la metáfora acuñada por Jean Laplanche, quien fue el más atento lector de Freud– es porque la mente humana está inextricablemente ligada a un cuerpo único con su específica y singular historia. La historia del cuerpo comienza en la temprana infancia. Los deseos sexuales expresados o reprimidos, los placeres disfrutados o prohibidos, las satisfacciones logradas, pospuestas, desplazadas o transferidas a otra parte – todo ello constituye la historia de cada cuerpo y de cada yo a través de los años; pero la mayor parte de lo reprimido son los deseos que no recordamos porque ocurrieron durante nuestra infancia y niñez, y sólo viven en nuestro inconsciente. El concepto de sexualidad infantil es otra de las contribuciones de Freud a la epistemología moderna.

Es un lugar común afirmar que la sexualidad infantil se desarrolla en dos fases sucesivas: la fase oral y la fase anal, las cuales preceden al desarrollo de los órganos sexuales y a la irrupción de ciertas hormonas en la pubertad. Es común suponer, que solamente ahí, en la pubertad, es donde comienza la sexualidad; y esto es decir que la sexualidad es la sexualidad genital adulta. Pero esta visión popular se contradice con consideraciones obvias: las manifestaciones infantiles del placer sexual, oral y anal, permanecen plenamente activas en la sexualidad adulta; más aún, éstas y otras pulsiones parciales, así llamadas, pueden en realidad ser más poderosas que la actividad genital, por ejemplo en lo que se solía denominar perversiones y actualmente se denominan parafilias: fetichismo, pedofilia, exhibicionismo, voyeurismo, masoquismo, sadismo. El término parafilia fue adoptado por el Manual Diagnóstico y Estadístico de la Asociación Americana de Psiquiatría en 1980 (DSM-III).

Según John Money:

«En el momento de su fundación a finales del siglo XIX, la sexología hizo su entrada en el sistema de justicia penal a través de la psiquiatría forense, notablemente bajo la tutela de Richard von Krafft-Ebing (1886-1931). La psiquiatría forense tomó prestada la nomenclatura del derecho para clasificar a los delincuentes sexuales como desviados sexuales y pervertidos sexuales. La psiquiatría forense también retomó del código penal su lista oficial de las perversiones. Más tarde, los términos perversión y desviación darían lugar al termino parafilia».12

Actualmente, el término parafilia puede sonar más neutral que perversión, pero todavía nombra comportamientos sexuales que son considerados anormales. «Lo normal» no está abierto al debate en el derecho penal o en la psiquiatría forense. Y deberíamos recordar que el mismo John Money inició la práctica clínica, ahora común en muchos países de occidente, de tratar a los niños intersex, nacidos con múltiples órganos genitales o con genitales que la medicina considera indeterminados –tratarlos con cirugía u hormonas para «normalizar» sus cuerpos ya sea como cuerpos femeninos o como cuerpos masculinos.

En un libro titulado The Lovemap Guidebook (La guía del amor) e inquietantemente subtitulado «Una exposición definitiva», Money nos informa que en la siguiente edición del Manual Diagnóstico y Estadístico (DSMIV, 1994) se mencionan siete parafilias adicionales que incluyen zoofilia, necrofilia, coprofilia, urofilia y escatología telefónica. «Notablemente», Money comenta, «la violación no está incluida». Podríamos deducir que la violación no es una perversión y, por lo tanto, no debe estar incluida, o bien que la violación es una perversión y, por lo tanto, debería estar incluida. Menciono esto de paso y sólo como un notable ejemplo de neutralidad científica. El punto que quisiera explicar es que entre los comportamientos sexuales conocidos hay varios que se remontan a los placeres infantiles y producen satisfacción sexual, incluso independientemente de la actividad genital.

A diferencia de la psiquiatría y de la psicología, al psicoanálisis no le atañe lo normal, la normalidad sexual. Por el contrario, para Freud la sexualidad es la más compleja y penetrante dimensión de la vida humana, que va de la perversión a la neurosis y hasta la sublimación; es compulsiva, no contingente e incurable. Consiste en deseos y fantasías a menudo intangibles; algunas de ellas son conscientes, otras son completamente inconscientes y sólo se manifiestan en afectos innombrables que actúan en el cuerpo. Pero, ya lo he dicho, no son meramente del cuerpo. De dónde vienen, entonces, de dónde viene la sexualidad?

Al elaborar la teoría de Freud en un libro titulado Vida y Muerte en Psicoanálisis, el teórico y psicoanalista Jean Laplanche argumenta que la sexualidad no es innata, inherente al cuerpo físico ab origine; no está presente en el cuerpo cuando nacemos sino que viene del otro, de los adultos que nos cuidan. La sexualidad es implantada en el infante –un cuerpo sin lenguaje (infans) e inicialmente sin yo– por las acciones necesarias del cuidado materno: alimentar, asear, tener en brazos; acciones que son necesarias por la prematuridad del ser humano recién nacido, quien no puede sobrevivir sin una persona adulta que lo alimente, lo mantenga caliente, sano y confortado.13 En la madre y otros cuidadores adultos, estas acciones están acompañadas por una inversión afectiva o emocional consciente y también por fantasías inconscientes. En el cuerpo del bebé, la estimulación que el flujo de leche caliente produce en la boca, lengua y paladar durante la lactancia crea un sentido de excitación seguido por un sentido de bienestar o placer; un placer que él buscará repetir con o sin la madre, por ejemplo succionando su dedo pulgar. Lo mismo ocurre con la estimulación de la piel y la entera superficie del cuerpo que ocurre cuando el niño o la niña es sostenido, acariciado y aseado, particularmente en los orificios donde las principales funciones corporales toman lugar, los cuales por eso se convierten en las principales zonas erógenas de cuerpo. Tal vez están Ustedes familiarizados con la famosa observación de Freud [cito]:

Quien vea a un niño saciado adormecerse en el pecho materno, con sus mejillas sonrosadas y una sonrisa beatífica, no podrá menos que decirse que este cuadro sigue siendo decisivo también para la expresión de la satisfacción sexual en la vida posterior14

Freud dedica una sección de su Tres ensayos de teoría sexual al chupeteo, bajo el subtítulo «Autoerotismo». Sigo citando:

La acción del niño chupeteador se rige por la búsqueda de un placer ya vivenciado, y ahora recordado... Al comienzo, la satisfacción de la zona erógena se asoció con la satisfacción de la necesidad de alimentarse. El quehacer sexual se apuntala primero en una de las funciones que sirven a la conservación de la vida, y sólo más tarde se independiza de ella... La necesidad de repetir la satisfacción sexual se divorcia entonces de la necesidad de buscar alimento, un divorcio que se vuelve inevitable cuando aparecen los dientes y la alimentación ya no se cumple más exclusivamente mamando, sino también masticando. El niño no se sirve de un objeto ajeno para mamar; prefiere una parte de su propia piel porque le resulta más cómodo, porque así se independiza del mundo exterior al que no puede aún dominar, y porque de esa manera se procura, por así decir, una segunda zona erógena, si bien de menor valor. El menor valor de este segundo lugar lo llevará más tarde a buscar en otra persona la parte correspondiente, los labios... Si el valor erógeno de la zona de los labios persiste [sigue Freud], tales niños, llegados a adultos, serán grandes gustadores del beso, se inclinarán a besos perversos o, si son hombres, tendrán una potente motivación intrínseca para beber y fumar. Pero si sobreviene la represión, sentirán asco frente a la comida y producirán vómitos histéricos. Muchas de mis pacientes con trastornos alimentarios, globos hystericus, estrangulamiento de la garganta y vómitos, fueron en sus años infantiles enérgicas chupeteadoras. [Aquí se encuentra una sugerencia de las posibles conexiones entre bulimia, anorexia y obesidad] En el chupeteo [Freud concluye], hemos observado ya los tres caracteres esenciales de una exteriorización sexual infantil. Esta nace apuntalándose en una de las funciones corporales importantes para la vida; todavía no conoce un objeto sexual, pues es autoerótica, y su meta sexual se encuentra bajo el imperio de una zona erógena. [Y añade que] estos caracteres son válidos también para la mayoría de las otras prácticas de la pulsioìn sexual infantil15

Con el desarrollo del yo, los placeres polimorfos del pequeño cuerpo (por ejemplo, el disfrute del defecar) van a estar sujetos a reglas de autocontrol (acostumbrarse a ir al baño, por ejemplo) y lo que era un placer físico se convertirá en algo vergonzoso o repugnante para el yo consciente –pero no para la dimensión inconsciente del yo, donde las huellas de las excitaciones corporales y los deseos sexuales infantiles reprimidos están inscriptos y pueden ser reactivados, podríamos decir, como si fueran un software o un virus instalado en una computadora–; se reactivan en la sexualidad adulta, a veces en formas que el individuo rechaza o censura en sí mismo o sí misma. De allí vienen los conflictos, ya sean éticos o neuróticos, que todos experimentamos en nuestra vida sexual.

El género, en cambio, es una manifestación del yo consciente. A pesar de que también viene del otro pues es asignado por los padres o los médicos, a menudo antes del nacimiento, el género no es implantado en el recién nacido como la sexualidad, en formas que el bebé no pueda comprender y a las cuales pueda solamente reaccionar. El género requiere una acción de parte del niño o de la niña; él o ella tienen algún rol que jugar en la construcción del género, lo deben asumir, es decir, deben hacerlo propio a través de un proceso de identificación. La identificación como niña o como niño –ya que ninguna otra alternativa se ofrece en la niñez– generalmente se lleva cabo muy temprano, aún antes de la descubierta de las diferencias anatómicas. En los años subsiguientes esa identificación puede ser confirmada, y convertirse en una identidad de género, o puede ser cuestionada, rechazada o transferida a otro género. Esto sucede, en mi observación –no científica sino lega– cuando el niño o la niña se dan cuenta de la sexualidad adulta.

Indudablemente, los deseos y las fantasías de los padres, hermanos y otros miembros de la familia juegan una parte importante, de hecho una parte determinante, en las identificaciones y des-identificaciones de género del niño o de la niña y, consecuentemente, en las múltiples articulaciones de la identidad de género en la edad adulta. Pero en todos los casos, tanto las tempranas identificaciones como las posteriores identidades de género requieren la participación del yo, aunque sea solamente un yo infantil. En suma, mientras que la sexualidad es implantada en el recién nacido como una excitación psicofísica particularmente insistente en las llamadas zonas erógenas, que el bebé no puede controlar o metabolizar, y por lo tanto permanece inconsciente, la identificación de género es un proceso consciente o pre-consciente en el cual el niño o la niña participan activa y alegremente.

Sexualidad y Género

Laplanche fue el primero, posiblemente el único teórico del psicoanálisis en abordar la cuestión del género directamente. Él puntualiza que el género es múltiple, ya que diferentes identificaciones de género pueden coexistir en una misma persona, pero la categoría social del género es binaria, hombre o mujer, porque el género es asignado en base al sexo anatómico, o mejor dicho a la percepción que los adultos tienen de ello, la cual a su vez se basa en la visibilidad del órgano genital externo. Por esta razón, la categoría de género, como la categoría de sexo, cae bajo la lógica binaria del falo, ya sea con o sin, ya sea varón o mujer.

En segundo lugar, Laplanche destaca la tendencia por privilegiar el género en los discursos occidentales sobre identidad y plantea que el desplazamiento de la cuestión de la identidad sexual a la de la identidad de género es un signo de represión (refoulement): la represión de lo perverso polimorfo infantil y de las dimensiones inconscientes de la sexualidad estudiadas por Freud. «Pienso [escribe Laplanche] que aún hoy en día, la sexualidad infantil es lo que más repugna a los adultos. Todavía hoy, lo que resulta más difícil de aceptar (para los adultos) son los así llamados «’malos hábitos’» de la infancia, los que enseñamos a los niños a abandonar para crecer y poder ser aceptados como miembros responsables de la sociedad.16 Esto es porque, para el entendimiento del adulto, el género es una categoría de identidad más aceptable que la sexualidad.

En tercer lugar, Laplanche agrega algo que es bastante nuevo para el pensamiento psicoanalítico. Cito textual: «Lo que el sexo y su brazo secular, podría decirse, el complejo de castración, tienden a reprimir es la sexualidad infantil» lo sexual que fue el descubrimiento crucial de Freud: la sexualidad infantil perversa y polimorfa, que es oral, anal, para-genital, no reproductiva; una sexualidad que precede a la percepción de las diferencias de sexo y de género. Esta sexualidad no termina con la pubertad sino que persiste en la vida adulta de varias formas. Para resaltar esta concepción específica de la sexualidad, Laplanche acuña el neologismo francés le sexual (con a en vez de e, sexual en vez de sexuel) de la palabra Sexualtheorie, que Freud utiliza en su trabajo inaugural Tres Ensayos sobre la Teoría de la Sexualidad. En Freud, Laplanche puntualiza, Sexual distingue lo propiamente sexual de Geschlecht, la palabra alemana que significa sexo/genero: «Hubiera sido impensable para Freud titular su trabajo «Tres Ensayos sobre la Teoría del Género».17

Lo que Laplanche está expresando es que tanto la institución social de sexo-género como el concepto psicoanalítico de complejo de castración, que la justifica y hace cumplir (en cuanto es su brazo secular), tienen el efecto de reprimir, contener o refrenar lo sexual.

La ironía de esta propuesta por un teórico del psicoanálisis como es Laplanche, es evidente, ya que los conceptos de falo y de complejo de castración son piedras fundantes de todo discurso psicoanalítico, incluyendo el de Freud, por ejemplo en sus tardíos escritos sobre la sexualidad femenina. Parecería, por lo tanto, que aquellas infames nociones psicoanalíticas –infames para las feministas y otros estudiosos del género– deban ser tomadas en serio. Si el complejo de castración y el complejo de Edipo son instrumentales en la construcción del género, y de este modo producen mujeres y hombres, identidades, comportamientos y jerarquías sociales al reprimir lo sexual, esto debe ser tenido en cuenta como un componente problemático, no reconocido o equívoco de la identidad.

Déjenme ponerlo de la siguiente forma; podemos sí privilegiar el género y podemos rebatirlo, re-significarlo o transcenderlo, pero lo que problematiza la identidad es lo sexual, los aspectos perversos, infantiles, vergonzosos, repugnantes, asquerosos, destructivos y auto-destructivos de la sexualidad que la identidad personal raras veces admite y que el discurso político sobre género debe eludir por completo.

Podrían Ustedes objetar que esta visión de la sexualidad es psicoanalítica y por supuesto que lo es. Pero si yo les pidiera nombrar a quienes dieron origen a la concepción moderna de sexualidad, posiblemente me dirían Freud y Foucault. Y yo estaría de acuerdo. Ya he argumentado en otro lugar que estas dos teorías de la sexualidad no están en contradicción la una con la otra sino que se complementan: mientras que el primer volumen de la Historia de la Sexualidad de Foucault describe las prácticas discursivas y los mecanismos institucionales que implantan la sexualidad en el sujeto social, la metapsicología freudiana describe los mecanismos subjetivos a través de los cuales dicha implantación se efectúa y produce al sujeto como sujeto sexual.18 Incidentalmente, ni Freud, ni Foucault tienen mucho que decir a cerca del género. No puedo aquí repasar mi argumento pero mencionaré una interesante coincidencia.

La teoría de Laplanche de que la sexualidad es implantada en el bebé por las acciones, las inversiones conscientes e inconscientes de los padres o adultos cuidadores, fue primeramente esbozada en su aclamado libro Vida y Muerte en el Psicoanálisis publicado en 1970. Seis años más tarde, Foucault utiliza la misma metáfora, implantación, en el primer volumen de La Historia de la Sexualidad, La Voluntad de Saber (1976). Él describe la «múltiple implantación de las ‘perversiones’» en el cuerpo social por medio de la regulación institucional (médica, legal, pedagógica) de las prácticas sexuales. La «perversa implantación», para Foucault, está dirigida hacia el control de la población y la gerencia del bio-poder. Igualmente para Laplanche, la «implantación de la sexualidad adulta» en el bebé está dirigida hacia la gerencia afectiva y social del niño y de la niña.19 La palabra, la metáfora «implantación» trabaja de forma paralela en ambos textos y ambas teorías.

Implantación es un tropo, una figura retórica que retiene la connotación etimológica de plantar, insertar algo en la tierra o alguna profundidad, en el uso común como así también en el sentido médico de introducir algo bajo la piel, precisamente un implante. Laplanche habla de la memoria reprimida del trauma sexual como de algo «interno-externo» parecido a «una espina en la carne….una verdadera espina en la pared protectora del yo».20 Con una metáfora similar, Frantz Fanon, el psiquiatra Martiniqueño que trabajó por la independencia de Argelia, describe la imposición racista de un «esquema epidérmico racial» sobre el cuerpo del hombre negro: «los movimientos, las actitudes, las miradas del otro me fijaron allí, en el sentido en el que una solución química es fijada por un tinte».21

Cuerpo

En su primer libro autobiográfico, Piel negra, máscaras blancas (1952), Fanon describe cómo el esquema epidérmico racial es sobreimpuesto sobre el esquema corpóreo que es la fuente de las sensaciones y llega a desplazarlo del todo. De esta forma, la percepción, la subjetividad, la vivencia del sujeto negro son al mismo tiempo constituidas y hechas incoherentes por dos incompatibles «marcos de referencia».22 En la vivencia del sujeto negro, entonces, el desplazamiento del esquema corporal por el esquema epidérmico racial hace que el cuerpo –y el yo encarnado– estén continuamente fracturados, negados y re-afirmados, en un traumático proceso de dislocación y sintomatización.23

Es en este conocimiento de la excesiva e irreducible materialidad del cuerpo que Fanon nos puede enseñar a todos, disidentes de género y desviados sexuales. No quiero insinuar o sugerir que la experiencia vivida por Fanon del cuerpo racialmente inscripto de un sujeto colonial pueda traducirse o compararse a la percepción que otros sujetos diferentemente posicionados en el espacio geopolítico y social tienen de sus cuerpos. Lo que quisiera enfatizar en el texto de Fanon es un punto teórico, a saber, que la corporeidad del cuerpo –del cuerpo como se siente– es subjetivamente distinta, aún si inextricable, de la construcción discursiva del cuerpo que es culturalmente impuesta, de una manera u otra, en cada sujeto social. Por ejemplo, el sentido de la «maldición corporal», como la llama Fanon, la «cierta incertidumbre» que rodea su percepción de su «yo fisiológico»24 retorna en las narrativas de transexuales y en los estudios críticos sobre la transexualidad, tales como Second Skins (Segundas pieles) de Jay Prosser y Das Paradoxe Geschlecht (La paradoja sexo-genero) de Gesa Lindemann.

También lo encontramos en las historias de casos clínicos y los relatos personales de personas diagnosticadas con una discapacidad llamada Desorden de identidad de la integridad corporal (Body Integrity Identity Disorder). Estos son individuos cuya imagen psíquica de su cuerpo exige la amputación de una o más de sus extremidades sanas, piernas o brazos, porque solo con un cuerpo amputado o «abreviado» se pueden sentir «normales» o como ellos mismos dicen, «completos».25 Paradójica como puede parecerle a otros, su percepción de la integridad corporal está documentada en las auto-narrativas e historias de caso, atestiguada en el filme documental titulado exactamente Whole (Entero, dirigido por Melody Gilbert, 2003) y en los sitios web dedicados a la información y al apoyo a las personas con BIID, como así también a la pornografía de amputados. Aquí la relación de la sexualidad con el yo encarnado es más explícita, puesto que en estos individuos la excitación sexual y la satisfacción son posibles solamente en relación a cuerpos discapacitados –su propio (apotemnofilia) o los de otros (acrotomofilia)– y con el uso de sillas de ruedas, muletas, braquetes y otros equipos médicos que evocan o acompañan a la amputación.

Tomo de Fanon la sugerencia de que la propia imagen del cuerpo, cualquiera sea su particular configuración, es la internalización sobredeterminada de una imposición externa. Al igual que la sexualidad, la propia imagen corporal es la inscripción psíquica de lo que primero fue una implantación en el cuerpo. La sexualidad, he dicho, está implantada en cada cuerpo humano por la necesidad del cuidado parental; pero otras clases de implantes, prostéticos o cosméticos, también producen inscripciones psíquicas. Como Beatriz Preciado elegantemente lo expresa, los implantes somáticos son también implantes fantasmáticos: se correlacionan con una fantasmática del cuerpo.

Hoy en día, a la luz del masivo crecimiento de las cirugías plásticas y estéticas, existe la posibilidad de intervenir personalmente y políticamente en la construcción del cuerpo y, por consiguiente, del género y de la identidad. ¿Puede esto efectivamente alterar la lógica binaria del género? Dejo esta pregunta abierta y solamente agrego una nota de cautela: en proclamar, reconstruir o pensar a cerca de las identidades, no ignoremos las tercas exigencias del cuerpo sexual, de lo sexual. La identidad no es simplemente lo que mi pasaporte indica que es, pero tampoco es simplemente lo que yo quiero que sea.

Notas

1 Doctora en Modern Languages and Literatures por Universidad de Bocconi (Milan-Italia) En 1985 ingresó como docente de posgrado en el prestigioso Departamento de History of Consciousness en la University of California, Santa Cruz. Ha recibido la distinción máxima de Distinguished Professor Emerita. Ha sido Profesora Visitante en universidades de Canadá, Alemania, Italia, Suecia, Austria, Francia, España, Países Bajos, así como de varias pertenecientes a Estados Unidos, entre otras. Ha obtenido el Doctorado Honoris Causa Lund University en 2005. En el año 2014 recibió el Honoris Causa por la Universidad de Córdoba, Argentina. Autora de más de cien ensayos y numerosos libros, incluidos en varias antologías y traducidos a dieciséis idiomas, de Lauretis ha escrito sobre semiótica, psicoanálisis, cine, literatura, género y teoría feminista tanto en inglés como en italiano. Sus libros más destacados se centran en la representación cinematográfica de las mujeres así como también en el psicoanálisis. De Lauretis es editora desde 1986 de la prestigiosa revista ‘Feminist Studies/Critical Studies’, desde donde ha impulsado un feminismo radical con una nueva lectura de la sociedad.
2 Smith, (1982).
3 Smith, (1983).
4 Hall, (1996) y Wekker, (2002).
5 Los primeros y principales textos críticos del movimiento de mujeres –Millet, (1969) Firestone, (1970), dedicado a Simone de Beauvoir– portabanla palabra sexo en sus títulos pero con el sentido de género, como así también la porta Beauvoir, (1949).
6 Sherry Ortner y Harriet Whitehead puntualizaron que «el sesgo que subyace a los estudios de roles de ambos sexos y de dominación masculina es el supuesto de que sabemos lo que ser «hombre» y ser «mujer» significan, el supuesto de que consideramos a lo masculino y a lo femenino predominantemente como objetos naturales en vez de considerarlos predominantemente como construcciones culturales». Ortner, y Whitehead, (1981).
7 Rubin, (1975): 159). Otras antropólogas feministas, no obstante, trabajaron desde la premisa que «las características naturales del género y los procesos naturales del sexo y la reproducción proporcionan tan solo un trasfondo sugestivo y ambiguo a la organización cultural del género y la sexualidad». Ortner y Whitehead, (1981).
8 En las referencias bibliográficas de mi propio ensayo sobre Lévi-Strauss, no incluí ni una sola autora. De Lauretis, (1973).
9 Rubin, (1975): 198.
10 Rubin, (1984): 309.
11 De Lauretis, (1957).
12 Money, (1999).
13 Laplanche, (1970).
14 Freud, (1905): 165.
15 Freud, (1905): 164-166.
16 Laplanche, (2007): 173.
17 Laplanche, (2007): 155.
18 De Lauretis, (1998).
19 Laplanche, (1970) y Foucault, (1976).
20 Laplanche, (1970):70).
21 Fanon, (1967): 111-112.
22 Fanon, (1952): 110.
23 La autora discute el libro de F. Fanon en profundidad en De Lauretis, (2002):54-68.
24 Fanon, (1952): 110-111.
25 Money y Sirncoe, (2004).

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