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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versión On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.44 Córdoba jun. 2020

 

Dossier

La insoportable levedad del Coronavirus

José Rilla1

En una buena versión de las cosas los historiadores han sido convocados a los espacios mediáticos para decir algo esclarecedor acerca de la pandemia que nos afecta globalmente desde hace cinco meses. La premura no ayuda, desde luego. Una versión menos optimista aunque no muy alejada de lo que siempre hizo de la historia un oficio narrativo, indica que estos oficiantes han sido llamados para reportar antecedentes, para contar historias y entretener en tiempos de forzado tiempo libre. En cualquier caso, ambos acercamientos al pasado pueden contribuir a encontrar líneas de continuidad y de novedad, y situarnos, como sociedades, en procesos de más larga duración.

La posmodernidad no es, o no fue, una negación de la modernidad sino una reelaboración de nuestro vínculo contemporáneo con ella. Si nos atenemos a las múltiples formas en las que la pandemia del Covid19 viene siendo narrada, son mayoritarios los relatos que la ubican como una ruptura radical, expresiva y a la vez animadora de una mutación civilizatoria. Es esta una interpretación típicamente modernista o moderna, en virtud de la cual la humanidad habría alcanzado unos niveles de desarrollo inéditos que guardaban en su seno las raíces de su propia disolución o –menos dramáticamente- de su frágil sustento. Hace ya varias décadas Marshall Berman señaló con sagacidad esta secuencia: modernos son quienes se reconocen en un entorno de promesas desarrollistas, se advierten con lucidez en su precariedad y riesgo y creen, a la vez, ser los primeros en vivir esa vorágine.

Algo inesperadamente, el esquema moderno parece mantener cierta vigencia como clave de lectura de esta crisis. La pandemia ha devenido plaza pública donde se encuentran relatos con algún linaje crítico sustentable y que al mismo tiempo circulan y son reelaborados como artículos de fe portadores de inusitada resonancia. Este ensayo pretende registrar algunos de ellos.

Hemos hecho las cosas mal y nos merecemos este infortunio. Por algún motivo radicado en el funcionamiento de la economía o del espíritu individualista que nos anima, nuestra relación con la naturaleza, irresponsable y escasamente consciente de su finitud, nos extiende otra vez una factura con la forma de virus que ha vuelto a las relaciones sociales como lo más peligroso o temerario. Creemos hallarnos ante una coyuntura inédita pero salvadas las distancias de nomenclatura no es esto muy diferente a la ira de los dioses o a la ira de Dios, entorno en el que podían llegar a pensar las catástrofes sanitarias y demográficas narradores tan elocuentes como Tucídides, Procopio o Boccacio. Sigmund Freud, contemporáneo a la pandemia de la gripe española (tuvo mejor suerte que Max Weber a quien la peste se llevó en 1919), estaba bastante convencido de que la libertad del individuo en relación a la naturaleza, conquista de la humanidad, iba sin remedio en la dirección opuesta a la permanencia de la civilización.

Otra narración no del todo divergente de la anterior y sus variantes es la que imputa esta pandemia a la globalización en curso. Para muchos analistas la globalización es el nuevo nombre del capitalismo o de la milenaria economía de mercado. Las conexiones entre una cosa y otra no están bien precisadas, y ni siquiera puede sostenerse que a cada momento globalizador (en eso estamos, por lo menos, desde hace 500 años) corresponda una catástrofe pandémica. La gripe española nacida en Kansas en 1918, ocultada por los brillos de la guerra y la revolución que abrieron el siglo XX, no fue una consecuencia del desarrollo de los mercados capitalistas, salvo que por esto se entienda, apenas, su capacidad de incrementar significativamente el volumen de los intercambios de bienes y personas. La inmunodepresión propia del sida era bastante conocida en África desde la década del veinte, pero cobró características epidémicas de vasto alcance conforme fue avanzando, durante los sesenta años siguientes, el conjunto de vínculos del continente con las franjas oceánicas y globales. (El sida tenía, dígase de paso, los atributos suficientes para desatar la ira de los dioses una vez que alguien pudiera decir, aun sin fundamento, que era el fruto de una “relajación de las costumbres” y de un cambio en la relación con la naturaleza humana).

Los vínculos entre pandemia y capitalismo globalizado son inciertos o están confusamente argumentados. Así, en la mochila del segundo aparecen algunos de sus rasgos contemporáneos, menos novedosos de lo que suele reconocerse: consumo y consumismo, depredación del ambiente, alienación del individuo en manos de la mercancía, reproducción de desigualdades y acumulación exorbitante de riquezas (hay que decirlo todo: en vastas zonas del mundo, siguiendo la línea del comercio abierto, miles de millones de personas saliendo de la indigencia en el último medio siglo, alimentándose, vacunándose, escolarizándose, accediendo al agua potable). Hay un notorio apresuramiento por cargar la pandemia al capitalismo globalizado, pero las conexiones de tal razonamiento son por ahora débiles y se parecen más a una acuciosa retórica de la resistencia. Incluso admitiendo que este no parece un sistema ambientalmente sustentable, no es el Coronavirus, en modo alguno, la expresión de sus perforaciones o calamidades, como no lo fue el accidente de Chernóbil de los fracasos del comunismo soviético.

Claro que el trámite político, de las políticas públicas ante la catástrofe nuclear o epidémica guardan estrecha relación con los sistemas políticos, los regímenes de libertad, las capacidades de involucramiento responsable de la ciudadanía. Es un capítulo nuevo de la agenda académica, ¿hay alguna relación pasible de ser medida, comparada, puesta en serie, que vincule el régimen político del que dispone una sociedad y su capacidad para enfrentar mejor una situación de pandemia? Son de este calibre las formulaciones generales que los politólogos aprecian y con las que, más tarde, con escepticismo se topan los historiadores. Podría postularse, sin certeza: las democracias alojan rápidamente las pandemias en tanto son sociedades abiertas, y las combaten mejor en la medida que pueden movilizar la responsabilidad ciudadana.

La globalización será tal vez –otra vez– la garantía de una respuesta rápida y eficaz, del mismo modo dramáticamente contradictorio que las carabelas y galeones trajeron a América la viruela en el siglo XVI, como otros barcos en el siglo XIX trajeron la vacuna para combatirla. Esto es muy conocido, pero no luce suficiente, por lo que vamos viendo, para servir de advertencia crítica a todos quienes pretenden enfrentar la globalización capitalista sin sustraerse de su paradigma, o dicho más escuetamente, que abominan las redes usando las redes sociales.

Las teorías conspirativas tienen larguísima historia, a izquierda y derecha como es obvio. Sabemos que ejercen una formidable capacidad seductora, son fácilmente comunicables, juegan en la frontera que separa y une lo verdadero y lo verosímil (están así más cerca de la narrativa ficcional que de cualquier otra), colocan el peso del origen, con sus contornos míticos, afuera y lejos de quienes enuncian una “explicación” que -desde el positivismo- debe ser portadora de una entonación científica. Pero como sabemos, la política ha reinado en ese mundo explicativo: cuando la peste del siglo XIV asolaba las ciudades medievales de la Lombardía o de la Provenza era común encontrarse con acusaciones a los enemigos políticos que habían envenenado las aguas o lanzado aires siniestros (algo similar se puede documentar para las guerras del Rio de la Plata, en el Montevideo de la fiebre amarilla en 1857). La atribución de los males a una fuerza más o menos oculta y a la vez potente es una creencia de origen pagano que tuvo un gran desarrollo en la cultura cristiana bajo cambiantes modalidades y lenguajes. No debería pues sorprendernos la vigencia de ese modelo explicativo-narrativo aún bajo formas “naturales”, sofisticadas, economicistas, científicas, laicas. En el otro extremo temporal, hoy nos preguntamos si esta Covid19 forma parte de la guerra comercial entre China y Estados Unidos, si la OMS fracasa en sus previsiones no solo por incompetencia (¡calculó una mortalidad 20 veces mayor que la real!) sino, en particular, por la presión política de China que ha hecho desaparecer a los primeros pregoneros científicos de la enfermedad y ha ocultado la información que le resultaba por algún motivo inconveniente. También nos preguntamos, con derecho y sin manía persecutoria, si la rápida recuperación de este enorme país no es la base de una formidable transferencia de recursos naturales y financieros que habrá de sobrevenir a partir de una reconfiguración radical de la rentabilidad, de los precios, de los endeudamientos globales.

Las teorías conspirativas restan complejidad a las explicaciones y son un atajo seductor; cuando caiga el velo de la ingenuidad todo será más diáfano y quedaremos reconciliados con la verdad. Pero las noticias no son buenas para los entusiastas de estos saltos argumentales. Decir que la pandemia, tan leve ella, tan poco letal, ha sido causada por los fabricantes de medicamentos o por los dadores de crédito usurario es como repetir (todavía lo leemos) que las guerras han sido ocasionadas por los fabricantes de armas, o que las religiones son un invento de los sacerdotes. Se puede mentir con la verdad, es sabido, incluso invocando a la ciencia y a las universidades que la producen.

Durante estos meses el foco noticioso ha estado colocado en la pandemia. Salvo que nos metamos en el mundo de Cervantes o de Joyce, de Mozart o de Piazzola, de Netflix o de Spotify… no tenemos escapatoria ni respiro. No solo nos quedamos en casa, sino que además nos quedamos encerrados en un amplio y diverso círculo informativo de rendimiento decreciente para lectores y consumidores de información. Las horas de un día parecen insuficientes para agotar unos temas que van desde lo técnico médico, estadístico, político y logístico, hasta los usos y costumbres del pasado inmediato y del futuro neonormal. Tamaña polución informativa ocupa un enorme espacio mediático y una función objetivamente distractora, muy cara también a las teorías conspirativas: la pandemia actual ha instalado la noción de novedad radical, muy moderna y sin demasiado asidero, según sugerimos más arriba; ha sido o viene siendo mucho más grave para la economía que para la salud de las poblaciones, demanda un enorme despliegue de recursos técnicos, materiales y políticos que dejan afuera del foco de luz algunos asuntos que siguen su curso desde la sombra.

Por ejemplo, según ha escrito hace pocas semanas Bernard Henri-Lèvy está reconstituyéndose el Dáesh en Oriente Medio, con la capacidad disruptiva que le conocemos, aguzada desde las últimas derrotas y humillaciones. La distorsión de expectativas que supone una baja tan dramática del precio del petróleo no ha sido todavía ponderada ni puesta en acción, que lo sepamos; ¿vendrá un tiempo de endeudamiento para empresas y estados ricos y ahora en peligro de ruina? Rusia tiene 200 mil infectados pero los números que muestra con reticencia son menos confiables y transparentes que las ambiciones expansionistas de base euroasiática y retórica neofascista. Europa mantiene a duras penas la unión que parecía no hace mucho un poco más firme, y el Estado de Bienestar cada vez más asediado en su sostenibilidad; perforada por la xenofobia y el antiglobalismo quién sabe si las respuestas de corto plazo al estilo de Angela Merkel no significaron, como mensaje general, una oportunidad para poner a raya las nuevas derechas. (España hace dudar de tal estimación: cada extensión por unas semanas de la cuarentena supone un examen a todo el gobierno desde el Congreso, un operativo recurrente muy parecido al chantaje político). América muestra unos estados fallidos y un poco frívolos, que agregan a sus calamidades previas como la guerra civil, el narcotráfico y la violencia, la miseria, la corrupción pública y privada, una radical incompetencia para enfrentar la pandemia desde una trama cooperativa entre los Estados. Brasil agrava la implosión de su institucionalidad una vez más, su presidente encabeza el desvarío general y el país duplica sus muertos por la gripe cada diez días. Venezuela, México, Nicaragua, Ecuador, Argentina agravaron todos los problemas que el Coronavirus vino a tapar con su omnipresencia. Pero contra los enfoques conspirativos es probable que el cuadro se vuelva en brevísimo lapso tanto más dramático como inocultable.

Procuremos retomar la voz historiadora de este ensayo, ante tanta noticia y novedad. El modelo narrativo del progreso moderno es dramático, coloca al presente en el vértice más innovador, es prometeico y a la vez frágil, se vive como pionero. La pandemia afirma su presencia en los imaginarios colectivos a partir de unas señales que se quieren inéditas y para las que no disponemos, en apariencia, de recursos defensivos suficientes. Ciertamente, en muchos países se frenó la economía y se afectaron de un modo radical las costumbres de la sociabilidad, del trabajo y del ocio, de las familias y de los amigos. Las epidemias agresivas no son en absoluto una novedad; el siglo XX en su segunda mitad (1957, 1972, 1994) las ha conocido más letales que este Covid19 y puede afirmarse, incluso, que es su insoportable levedad lo que la expande y autocontiene, la que pone en guardia a los enteros sistemas de salud. La caída de la actividad económica y el congelamiento de la fluidez tampoco son hechos de los que no tengamos memoria reciente y saberes académicos refinados. Esta extraña descripción en la que asoma la ambigüedad o la contradicción hace decir a muchos que el Coronavirus ha sido más que nada un relato abrasador y una partitura que ha escrito “alguien” para nuestra distracción y su beneficio. Huyamos por ahora de estas metáforas que son demasiado concluyentes para fenómenos que están en curso; sigamos, en cambio, acopiando rasgos para una caracterización que encuentre algo de novedad en lo que nos conmueve como civilización o señales de alerta para caminar en la bruma.

Una sincronía irrumpe, una combinación simultánea de fenómenos que si portan significación cuando se despliegan de a uno, generan una formidable perturbación al encadenarse y potenciarse.

Uno. Un tercio de la humanidad pasa o ha pasado por la experiencia del confinamiento más o menos forzado, o más o menos voluntario; las personas se han visto privadas de sus vínculos y afectos, incluso los de raíz familiar como los que estrechan a los abuelos con los nietos. Todo se ha vuelto puertas adentro, incluso la violencia contra las mujeres, los ancianos y los niños. Al confinamiento debe sumársele, como exigencia y como pronóstico, el distanciamiento social que es vigilado en su cumplimiento por las autoridades. La institución educativa cerró sus puertas a los niños y jóvenes, desde los escolares hasta los universitarios. Un tercio de la humanidad ha visto conmocionada en su cotidianeidad más inmediata y sin mayor posibilidad de sustraerse a las restricciones. Parecemos haber comenzado a construir unas nuevas “costumbres en común”. (Desde la historia apenas podemos decir que eso lleva mucho tiempo, inteligencia, aprendizaje: fue más difícil convencer a las poblaciones urbanas del siglo XIX de la necesidad de lavarse las manos con asiduidad, que lo que fue para los estados vacunar compulsivamente a sus súbditos y ciudadanos)

Dos. El Estado nacional insinúa haber retomado algunas iniciativas y capacidades que se habían erosionado notoriamente desde el último cuarto del pasado siglo; las reglas fiscales, cuando las hay, estallan en el aire y nadie ha medido todavía los costos de tamaño esfuerzo que habrán de solventar las sociedades del próximo futuro. La globalización ha mostrado su fiereza para el contagio del virus, mientras las organizaciones mundiales nacidas desde la segunda posguerra evidenciaron una rotunda debilidad para dar cuenta, desde la supranacionalidad, de las agendas globales ingobernables. No es este, ciertamente, un mundo de multilateralidad simétrica; los poderosos serán más poderosos, pero el Estado nacional y el nacionalismo que todavía lo sostiene en muchas zonas del mundo parecen lejos de exhalar sus últimos suspiros como tantos creían. En paralelo a este proceso, en las repúblicas puede apreciarse el fortalecimiento del poder de los presidentes y de los poderes ejecutivos. Algunos personalismos se profundizan y cuando no tienen contrapesos parlamentarios ni judiciales terminan siendo los convocantes de la Unión Sagrada, llamada parecida a la locura que sirvió de base al entusiasmo de la Gran Guerra.

Tres. La relación entre la ciencia, los científicos y la política vive un proceso de reconfiguración. La gama de variantes es amplia, desde la subordinación política de los científicos, obligados a no decir las cosas a tiempo y en forma, hasta, en el otro extremo, la reformulación del antiguo sueño positivista del gobierno de la ciencia como instancia depurada de las interferencias de la política. En el medio está el trabajo silencioso de decenas de miles de investigadores en red, tendidos entre las exigencias sofisticadas de la bioquímica y de la estadística, sin acuerdos todavía acerca de lo que está ocurriendo. También aquí el Estado poderoso y con capacidades de inversión juega su carrera científica cuando los resultados de la investigación puedan derivar en las vacunas y las patentes que habiliten su circulación y comercialización. Pocas veces como en esta nos vemos tan necesitados de una reflexión moral, de una interfase normativa entre “el político y el científico”, para ponerlo en los términos ya clásicos.

Cuatro. Como nunca había ocurrido, todo esto se desenvuelve en los marcos de la hipercomunicación. Sus tecnologías se derraman de tal manera que producen la sincronía y tienden un manto de relatividad a los procesos detallados aquí. Estamos confinados, privados de la sociabilidad anterior, obligados al distanciamiento pero conectados en “tiempo real” y subidos a la ilusión de que el tiempo y el espacio se nos han vuelto superfluos. Respondemos a las consignas y orientaciones sanitarias de los gobiernos nacionales que comunican sus decisiones en el seno de hogares y familias, expectantes e incluso confiados en el rumbo; aceptamos la idea de una nueva normalidad a la que habremos de acceder “todos juntos”, pero que como sabemos será históricamente menos nueva cuanto más normal. Opinamos de todo, reactivamente, o practicamos el voyeurismo de opinión con entusiasmo moral, accedemos a imágenes y textos de cualquier parte del mundo y creemos estar viviendo en simultáneo un evento global que no es la Copa del Mundo. Esto es, finalmente, lo que no tiene precedentes, la puesta en marcha una peripecia mundial exagerada que tiene forma de dilema dramático y binario: nos vamos a morir infectados por un virus, o moriremos de hambre por haber paralizado la economía.

La hipercomunicación alienta la ilusión de la homogeneidad. Pero esta pandemia de límites todavía inciertos no logra ocultar asimetrías, desigualdades, formas de impacto y recepción diversas. Los 55 países de África, experimentados en epidemias y pandemias aún no han acusado el impacto completo de este proceso (protegidos por el aislamiento, la temperatura, la juventud de sus poblaciones) y se debaten en los dramas previos de la desigualdad, el hambre, el sida y la tuberculosis, la corrupción y la migración forzosa. Los millones de pobres indigentes que viven en las ciudades de Asia y de América Latina se desplazan en las calles en medio de la desolación; muchos de ellos, la mayoría, sin un smartphone que los ponga al tanto. Casi nadie les habla ni los toca, sobrevivirán con sus pesares, a los nuestros.

Notas

1 Universidad de la República Uruguay. Sistema Nacional de Investigadores ANII. Contacto: joserilla@gmail.com

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