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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versión On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.45 Córdoba feb. 2021

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

Derrota, violencia, esperanza: algunas reflexiones desde la frontera del campo1
Defeat, violence, hope: some reflections from the frontier of the field

Federico Lorenz2

Resumen:
Este trabajo propone una reflexión sobre los límites y posibilidades de la historia reciente argentina, enfocada en particular en las consecuencias de la derrota de las izquierdas y del lugar que en la transmisión de esas historias desempeña la actividad de los historiadores. Señala la hibridez de la actividad de las y los historiadores que estudian la historia reciente y problematiza el concepto de “campo”, ofreciendo alternativamente el de “frontera”.
Palabras clave: historia reciente; violencia; historia pública; historiografía; Argentina

Abstract:
This work proposes a reflection on the limits and possibilities of recent Argentine history, focused in particular on the consequences of the defeat of the left and the place that the activity of historians plays in the transmission of these stories. It points out the hybridity of the activity of historians who study recent history and problematizes the concept of "field", alternatively offering that of "frontier".
Keywords: recent history; violence; public history; historiography; Argentina

Es posible que sus conspiraciones insurreccionales fuesen temerarias. Pero ellos vivieron en aquellos tiempos de agudos trastornos sociales, y nosotros no. Sus aspiraciones eran válidas dentro de su propia experiencia; y si fueron víctimas de la historia, siguen, al condenarse sus propias vidas, siendo víctimas.

E. P. Thompson, La formación de la clasde obrera en Inglaterra.

Las líneas que siguen proponen una reflexión sobre las intervenciones públicas de los historiadores, en especial aquellas que exceden el campo de las publicaciones eruditas y las discusiones entre pares. Se pregunta por el peso de nuestras opciones temáticas y de qué maneras nuestros objetos de estudio pueden incidir no solo en la discusión política sobre el pasado, sino también en la imaginación de un futuro que en mayor o menor medida sea heredero de antiguos proyectos emancipatorios que tuvieron a la violencia como uno de sus instrumentos. Propone, por último, una reflexión sobre las (auto) limitaciones que la profesionalización acarrea y arroja la pregunta de si aquello que constituye al campo de la historia reciente no podría ser también un género híbrido de escritura/ intervención y, en un escenario de máxima, de construcción contra hegemónica.3

Nuestras escrituras, nuestros trabajos, los museos que imaginamos, son vehículos y espacios de transmisión. En esa condición, no son solamente un punto de encuentro entre las generaciones, sino que son el lugar en el que vivos y muertos coexisten. Constituyen, de alguna manera, un pliegue de la Historia donde pasado, presente y futuro se entremezclan en una temporalidad diferente. Muertos y sobrevivientes asociados, además, a emociones muy intensas: la esperanza, el amor, el miedo, atravesadas o actuadas por la violencia instrumental. La esperanza, el dolor y el miedo, por ejemplo, son grandes motores de las acciones humanas. Quizás muchas veces no tenemos tan presente esa combinación poderosa: vida, muerte, dolor, esperanza, mandato estatal o social… y nosotros allí, como propiciadores del encuentro al proponer lo que consideramos la mejor manera de acercarnos a ellas por la vía de la narración interpretativa. Esta interpretación o crítica es la que realiza la imprescindible intervención devolver sus contextos históricos específicos a los hechos que evocamos o estudiamos.

¿Es entonces la intervención sobre los acontecimientos y tópicos de nuestro pasado reciente un género específico? ¿Una forma particular, además, de la acción política? ¿En qué lugar nos coloca como intelectuales y eventualmente funcionarios? Puede suceder que al narrar el dolor, para marcar los límites a la barbarie, quizás limitamos la esperanza que podríamos engendrar? ¿Cómo nos sentimos ante esa ambigüedad? Esta última pregunta se relaciona con la idea de que nuestras intervenciones, además de elementos de construcción del conocimiento, son, quizás antes que nada, espacios de resistencia. Y si son espacios de resistencia, el polo que tensiona la tarea, hacia el que confluye la labor historiadora, es político, en primer lugar, y científico, luego. Lo que no implica sacrificar el rigor a los objetivos, como bien advirtió Thompson: “la historia radical no debería pedir privilegio alguno. La historia radical pide los niveles más exigentes de la disciplina histórica. La historia radical debe ser buena historia. Debe ser tan buena como la historia pueda ser” (Thompson, 2000, p. 14). Debe lograrlo, para superar la autocomplacencia y volver eficaz la incomodidad.

Escribe José Saramago (2003), en Manual de pintura y caligrafía: “La tentativa ha fracasado, y no hay mejor prueba de esta derrota, o fallo, o imposibilidad, que la hoja de papel en la que empiezo a escribir” (p.7). Traducido al oficio: hemos tenido que desarrollar archivos, construir museos, desplegar investigaciones, diversas iniciativas de memoria, porque ha habido una derrota. En realidad, varias. Cada uno de los posibles lectores de estas líneas la traducirá de una manera concreta: en el caso de mi trabajo, en particular, la idea de “derrota” remite a las distintas experiencias revolucionarias de la década de 1970 en la Argentina, y a la Guerra de Malvinas, ambas producidas en el marco de la dictadura militar. Derrotas de los sectores populares evidentes, en los primeros casos, y derrota protagonizada mayoritariamente por sus hijos y jóvenes, en el segundo. Las tres experiencias que abordaré, bajo la forma de “escenas”, remiten a escenarios de violencia, vida, muerte y esperanza. Violencia política (insurgente y estatal), violencia ejercida en una guerra convencional, y los procesamientos sociales de esas tres experiencias. En los tres casos, la tarea inicial fue la de poner la palabra comienza allí donde algo ya no está: un cuerpo, una idea, un sentimiento común, un proyecto. Ese ha sido más o menos mi trabajo desde hace veinte años, y desde ese recorrido llega esta reflexión.

Primera escena: la responsabilidad y la demanda

José María Alesia era un obrero naval. Trabajaba en los astilleros Astarsa, de Tigre. Murió a finales de mayo de 1973, como consecuencia de las quemaduras que sufrió mientras trabajaba en la soldadura del casco de un barco en construcción. Algunos de sus compañeros tomaron el astillero en protesta por la falta de medidas ante el accidente, como parte de un plan de lucha que desarrollaban desde finales de la década de 1960. La toma fue contemporánea a la asunción de Héctor Cámpora y tuvo una gran resonancia política, ya que sirvió para “probar” las respuestas que el gobierno daría a los reclamos obreros, en un contexto de mucha efervescencia. Fue liderada por un grupo de militantes sindicales que crearon una Agrupación que se identificó con la Juventud Trabajadora Peronista (creada también en 1973), el frente de masas sindical de los Montoneros, la guerrilla peronista.

La Agrupación se transformó en un referente de las luchas obreras de la zona y en blanco de la represión paraestatal y estatal entre 1974 y 1978. Durante la década del setenta, muchos trabajadores jóvenes se unieron a la Agrupación como militantes. Uno de ellos fue Carlos Morelli, Carlito, que llegó a ser delegado. A lo largo de su vida como trabajador naval y militante sindical, Morelli participó del clima de movilización y violencia de la época y vio caer asesinados, desaparecer o partir al exilio a muchos de sus mejores amigos y compañeros. El mismo Carlos tuvo que abandonar el astillero en vísperas del golpe militar, cuando la conducción zonal montonera los conminó a dejar el trabajo o militarizarse. Carlos Morelli nunca más trabajó como obrero naval, experiencia que aún hoy recuerda como constitutiva de su vida.

Para trabajar sobre esas historias, durante más de diez años investigué tanto sobre “los navales” que en ocasiones nos pareció que yo era uno de ellos. Terminé haciéndome muy amigo de Carlito. Durante muchos meses, su casa de San Fernando, en la provincia de Buenos Aires, fue mi base de operaciones. Su escucha y su compañía, los contrapesos muchas veces necesarios para un trabajo difícil. Sus evocaciones, el contrapunto con mis abstracciones. Con su ayuda recorrí Tigre y San Fernando, navegué frente al viejo astillero, visité el Rincón de Milberg, conversé con hombres que hoy trabajan en otros talleres y que en muchos casos no sabían nada de lo que había sucedido allí hacía treinta años. Una mañana de las tantas en las que lo visité, antes de despedirnos Carlito me hizo un regalo. Me acompañó al auto con un bulto bajo el brazo, y antes de saludarnos, con alguna incomodidad, me dijo con sencillez:

-Podríamos ser amigos, pero creo que no lo somos. Por nuestra edad, podría ser tu padre, pero tampoco. De lo que no me cabe duda es de que sos un compañero. Esto es para vos.

Y tras pronunciar palabras, manchados de barro y duros, me entregó sus zapatos de trabajo, los mismos que se había sacado en 1976 antes del golpe. Con ese gesto, Carlos Morelli planteó una demanda concreta: reciprocidad. Quienes abren sus vidas al investigador esperan de los historiadores que visibilicen con su trabajo sus experiencias, un tácito recordatorio de que la historia es una construcción colectiva. Hacernos responsables del lugar que ocupamos en los procesos de transmisión y de sus posibles consecuencias. Para el tema que nos ocupa, renueva la pregunta acerca de qué hacer, de cómo contar, de preguntarse hasta dónde era parte de la historia que había escuchado y de la que me habían hecho parte con ese regalo-mandato.

Porque la derrota, el peso de las pérdidas, no alcanzan para ocultar el impacto de una experiencia de felicidad colectiva. Otro de los obreros que entrevisté, Luis Benencio, se preguntó en el prólogo a Esos claroscuros del alma, el libro de un antiguo compañero sobre la militancia en los astilleros:

¿Por qué, durante ese tiempo, fuimos distintos? O sea, distintos en nuestras vidas, distintos en cómo veníamos armados desde atrás, de antes. Y siempre me pareció que la respuesta adecuada era esa humanidad que habíamos logrado desplegar entre nosotros Que fue una búsqueda permanente de algo parecido a la felicidad, y que para nosotros, no tenía sentido si no era compartida (Díaz, 1999, pp. 5-6).

La pregunta de Luis se abre en muchas otras ¿Por qué esa felicidad imborrable debía quedar oculta bajo las capas de dolor y frustraciones posteriores? ¿Por qué no podía vivirla yo también y, de ese modo, prolongarla? ¿Qué implicaría hacerlo?

Segunda escena: experiencias relegadas

En 1982, al finalizar la guerra de Malvinas, corrió un macabro rumor. Un soldado, que había perdido ambas piernas en la guerra, llamó desde el hospital a sus padres y, sin contarles lo que le había sucedido, les pidió permiso para alojar a un compañero que había vuelto en esa condición. Cuando sus padres se negaron a hacerlo, les dijo que en realidad era él. Entonces, cortó y se suicidó.

La historia, con variantes, circuló a lo largo y a lo ancho de la Argentina y aparece en testimonios de ex combatientes aún hoy. Durante años, investigué las “condiciones de verosimilitud” del rumor: en paralelo a ver si fue posible que eso sucediera, analizar por qué, si fue un invento, fue considerado verdadero por quienes lo propalaron en el particular contexto de la “primavera democrática” y el “show del horror”. Emergió un fresco de desinformación, tergiversaciones y ocultamientos que favorecieron la circulación de historias fantásticas, en el contexto de las revelaciones acerca del terrorismo de Estado. Estaba compuesto por los testimonios de soldados heridos, enfermeros, sus padres y vecinos de hospitales en el Sur argentino, desde donde aparentemente surgió la historia.4

El desarrollo de la historia coincidió con el período de transición del gobierno militar al civil. ¿Cuál era el espacio para que circularan historias bélicas, en el marco de las denuncias por violaciones a los derechos humanos y el rechazo acrítico a la violencia? Aún hoy, los ex soldados se refieren a ese período como de “desmalvinización”: un tiempo en el que la evocación de la guerra vivida en las Malvinas no tenían la misma visibilidad, en el espacio público, que otros temas urgentes, como las violaciones a los derechos humanos perpetradas por la dictadura.

Hubo una gran cantidad de elementos que coadyuvaron en la elaboración de ese relato hasta otorgarle de valor de verdad. En primer lugar, la figura de los mutilados fue uno de los vehículos para narrar las guerras modernas, como un símbolo del impacto sobre la vida de las personas. Historietas, libros y sobre todo películas y telefilmes tematizaron historias de mutilados. The Deer Hunter y Regreso sin gloria, ambas ambientadas en la guerra de Vietnam, tienen mutilados y lisiados entre sus protagonistas (y con escenas de una llamada telefónica trunca) están entre las más vistas por los excombatientes, junto a series como combate y, en particular, un capítulo de Alfred Hitchcock presenta que narra la historia de un soldado que vuelve de la guerra de Argelia sin las piernas y llama a su casa, repitiéndose la historia del rumor. Esa serie fue pasada en numerosas temporadas en la Argentina y varios ex combatientes testimonian haberla visto. Asimismo, en el primer aniversario de la guerra, en 1983, Gabriel García Márquez publicó una crónica en Clarín que reproducía punto por punto la historia que el rumor narraba. Como señalan algunos de sus críticos (pues el texto era notablemente exagerado) este estaba inspirado por el reciente Los chicos de la guerra, de Daniel Kon, un bestseller de la posguerra. Un año después, en 1984, una publicación de venta masiva en los kioscos (vendió 20000 ejemplares) reprodujo la historia bajo el formato de la ficción.

La sedimentación de las condiciones de verosimilitud del rumor surgió del entramado de memorias, imágenes visuales, textos y experiencias bélicas con la historia de la posguerra. La vitalidad del rumor se nutría de las íntimas relaciones entre la guerra de Malvinas y la transición a la democracia; la metáfora del joven herido que no es recibido habla no solo sobre el regreso desde las islas, sino sobre la sociedad emergente del terrorismo de Estado, imposibilitada de hablar sobre la violencia como no fuera en la clave de las víctimas. Ese relato, bueno es recordarlo, es el que con trazos muy gruesos ubicaba a los jóvenes en el lugar de víctimas de la dictadura militar. Los soldados de Malvinas (en el caso del Ejército, el 82% de los cuales eran conscriptos) eran jóvenes agentes de la violencia en tanto soldados, legitimados por el Estado. Pero sus voces no encontraron espacio como no fuera impostando la voz de las víctimas. De allí que el rumor no solo remitía a una historia de mutilación, derrota y frustración. El joven suicida, con su gesto, habría expresado la oposición a ser absorbido por un relato histórico en el que no se reconocía. En el mito anida la posibilidad de una reparación: la justicia realizada en una narración sobre el pasado que lo incluya con sus actos.

Tercera escena: las historias que queman también deben tener su lugar

Esa “impostación” no lo fue solo de los jóvenes soldados, lo que podría resultar comprensible, sino también de los protagonistas directos de hechos armados o acciones violentas de las organizaciones político-militares.

En la madrugada del 18 de junio de 1976 el jefe de la Policía Federal de la dictadura militar argentina, Cesáreo Cardozo, murió en un atentado. Lo mató Ana María González, una militante montonera de veinte años de edad. Era la compañera de estudios de la hija del general y se valió de esa confianza para colocar una bomba debajo de la cama de uno de los planificadores del golpe del 24 de marzo (Lorenz, 2017b).

A partir de ese hecho, Ana María se transformó en una de las personas más buscadas de la Argentina. Durante la cacería, los militares asesinaron en represalia a muchos de sus compañeros y a detenidos-desaparecidos secuestrados meses antes. Esas muertes se confundieron con las decenas que la represión producía entonces y con las matanzas que siguieron a otro atentado montonero, la bomba en Coordinación Federal.

Nunca la pudieron encontrar. Ana María vivió en la clandestinidad hasta que seis meses después quedó malherida en un tiroteo con el Ejército, durante el que también murió un soldado. Roberto Santi, la pareja de Ana, logró llevarla a una posta sanitaria de Montoneros, pero allí murió. Santi y un compañero quemaron la casa con el cadáver de la joven. Había sido su última voluntad: que su cuerpo no fuera un trofeo para la represión. Unos pocos meses después, Santi también se transformó en uno de los miles de desaparecidos. Lo secuestró una patota de la ESMA junto con su madre y al poco tiempo fue asesinado en uno de los “traslados”.

La corta vida de Ana María González es una metáfora extrema de los años setenta. Siempre la pensé de esa manera. Pero abordar su biografía es un proceso complejo. Sucede que desde el atentado, Ana María González ya no se perteneció. Se había transformado en un símbolo: para sus compañeros, para la represión y para la sociedad argentina. De la entrega y de la traición, de la audacia y de la perfidia; de la necesidad de orden y de la entrega revolucionaria. Encarnó todo lo que un militante debía ser. Pero simbolizó también todo lo que la dictadura se proponía destruir. Por ser joven y bella, encarnó todos los estereotipos de la propaganda misógina antisubversiva.

Derrotada la guerrilla, los únicos que hablaron sobre Ana fueron sus enemigos. Y eso agregaba un desafío más a la tentación de escribir sobre una vida difícil. La magnitud de lo que hizo borró su historia previa y posterior. Le quitó toda su historia y la congeló en el momento del atentado. ¿Quién fue Ana María González? ¿Qué quiso ser? ¿Cómo llegó al día que la instaló en la Historia? ¿Qué sucedió con ella después? A medida que la investigación avanzó, su historia dejó de ser plana y pude responder esas preguntas. Apareció Anita: una joven de clase media de la zona Norte del Conurbano que comenzó a militar en los barrios. Participó, como muchos miles, en ese vertiginoso laboratorio social que fueron las unidades básicas del “engorde”, donde convivían mujeres y hombres de los sectores y con las trayectorias más dispares. Aparecieron la represión y la Triple A, la militarización de Montoneros, el golpe militar y la decisión de informar –como la militante que era– que compartía curso con la hija de una de las figuras más importantes del gobierno golpista. El atentado muestra el lugar al que tanto la represión como sus propias decisiones habían llevado a Montoneros en 1976.

Es obvio que no se puede explicar a Anita sin su época. No se puede pensar a los actores fuera de su contexto. Sintetizan las ideas fuerza de su tiempo, las actúan de una u otra manera, se mueven por los límites de lo conocido en su tiempo histórico. En ocasiones, algunos de ellos, como Anita, van más allá: los fuerzan, los retrotraen al momento primero de los tabúes fundantes. Ana María González fue una hija de su época. En esos años, la violencia era parte del repertorio político. Una vida humana podía ser tomada, como arriesgada la propia, en función de determinados objetivos considerados válidos y superadores. Hoy también lo es, solo que no la pensamos en esos términos. Cuando miramos extrañados hacia ese pasado, pensando con alivio acerca de la barbarie que dejamos atrás, también deberíamos ver los horrores con los que convivimos hoy.

En el proceso de escritura de Cenizas que te rodearon al caer, la biografía de Ana, me encontré con muchas suspicacias, desconfianzas y prevenciones. ¿Por qué tomaba un tema tan denso como ese? ¿Para quién trabajaba? ¿A quién se le ocurría reivindicar a una terrorista? O, en el otro extremo, ¿para qué darle argumentos a los negacionistas?

La historia reciente, un laboratorio

Emerge una constatación: una de las formas de la historia reciente es escribir sobre la historia de los derrotados. Cada una de estas tres escenas exigió estrategias de reconstrucción e investigación específicas como, a posteriori, vehículos idóneos para su divulgación. Me interesa reflexionar, en las líneas que siguen, en la flexibilidad que requiere la comunicación de nuestras investigaciones cuando los temas que tocamos son parte, voluntaria o involuntariamente, del debate público. Porque la narración es probablemente la primera herramienta que tienen los vencidos. Luego los museos, los libros, las escuelas, son espacios de encuentro y por lo tanto de construcción política. Sostiene John Berger (2011) que el relato (la narración) es la herramienta de los débiles:

Los poderosos no pueden contar historias: un alarde es lo opuesto a un relato. Cualquier historia, por afable que sea, tiene que ser valiente, y los poderosos de hoy viven con nerviosismo (…) El tiempo de los relatos (el tiempo de la narración) no es lineal. Los vivos y los muertos se reúnen como oyentes y jueces dentro de este tiempo: cuanto más hagan sentir su presencia ahí, más íntimo se vuelve lo narrado para quien escucha. Los relatos son una manera de compartir la convicción de que la justicia es inminente (p. 90).

Pero “contar historias” debe ser la base para pensar un proyecto, para que en un mismo movimiento intelectual evitemos caer en la autocomplacencia de sabernos del lado de los justos (lo que algunos llaman peyorativamente buenismo) y a la vez construir hegemonía. En las postrimerías del gobierno de Mauricio Macri, frente a algunas de cuyas medidas muchos historiadores se posicionaron públicamente, el campo de la historia reciente fue cuestionado precisamente a partir de esas intervenciones. La crítica provino del historiador Omar Acha en un texto que tituló: “Duraciones: una novedad política y el consenso progresista”.5 Puede decirse que la crítica iba más allá del campo de estudios. Enfocado en este, el reclamo expresaba la frustración ante la ausencia de alternativas desde la izquierda a los modelos capitalistas. Pero al ser un argumento focalizado en un grupo, el autor replicaba buena parte de las simplificaciones sobre el campo. En el texto Acha interpelaba a un colectivo de historiadores del pasado reciente, a pesar de que, como él mismo advertía, de existir este es heterogéneo y cuestionaba la debilidad ideológica de lo que él llamaba “consenso progresista”.

¿En qué consistiría este? En 2018 se realizaron las IX Jornadas de Trabajo sobre Historia Reciente en Córdoba. Allí, los principales referentes de ese grupo de trabajo presentaron un libro propuesto como un balance del estado del campo de la historia reciente en la Argentina. La decisión de encarar dicha publicación había sido tomada, a la vez, dos años antes, en las Jornadas de Trabajo de 2016, en Rosario (es decir, a poco de asumido el gobierno por Mauricio Macri). Conviene que nos detengamos en la caracterización que, precisamente, los compiladores hacen del “campo”, ya que en tanto libro síntesis, funge como una suerte de autoproclamación:

La importante diversidad temática, conceptual, teórica y metodológica, así como la multiplicidad de análisis e investigaciones realizadas, expresión de la vitalidad y potencia de la historia reciente en la Argentina. Hace diez años, nadie cuestionaba la idea de que se trataba de un campo en construcción, pero la situación actual es bien distinta. El arrollador incremento de la producción académica sobre el pasado reciente y de los espacios de intercambio y debate, las favorables condiciones político – institucionales, el impacto de esas producciones y la receptividad en el ámbito social que se verificaron en la última década y media, permiten afirmar que se trata de un campo consolidado (…) El contexto político actual, argentino y latinoamericano, también ha actuado como un impulso decisivo en la gestación de este volumen (…) El adverso escenario político actual, dominado por la hegemonía política de la derecha, las perspectivas negacionistas y las reivindicaciones del pasado dictatorial, renueva el compromiso de interrogar ese pretérito desde las coordenadas, las preocupaciones y las urgencias del presente. En este sentido entendíamos el libro como necesario, políticamente necesario” (Águila y otros, 2018, pp. XIII-XVIII).


La cita tiene el mérito del balance y a la vez resume los puntos sobre los que se dirigen los comentarios de Omar Acha: el impacto negativo del cambio de contexto político a partir de la asunción de Mauricio Macri, el desarrollo de una gran cantidad de investigaciones e investigadores gracias al contexto estatal favorable de la etapa previa, el giro copernicano que significa la asunción de un gobierno de signo político diferente al kirchnerismo y de qué manera estos cambios incidieron en un “colectivo” cuya cohesión la coyuntura ponía a prueba. Acha señala que “la profesión historiadora argentina no ha estado a la altura de sí misma. En otras palabras, sus diferentes y a veces antagónicas intervenciones emanadas de sus performances expertas se vieron muy modestamente enriquecidas por las destrezas desarrolladas en el ejercicio de la profesión”.

Un primer matiz que es necesario hacer: tal vez no se trate de que la historiografía (esta, o cualquier otra) no “estuviera a la altura de sí misma”, sino que muy probablemente Acha le pide a la historiografía del pasado reciente cosas que pocas historiografías, trabajan el período que trabajen, son capaces de hacer, o más sencillamente, hace tiempo que ni siquiera se plantean como objetivos: dirigir su actividad científica en función de un proyecto político. La distinción que propongo es importante para lo que sigue, pues los modos de intervención de los historiadores profesionales se dividen básicamente en dos espacios: el de los usos públicos del pasado (en distintas modalidades de intervención) abierto a legos y profesionales y el de las discusiones inter pares (mucho más cerrado y endogámico). Cada uno de esos espacios tiene sus propias reglas y canales. Y si bien disponemos de herramientas polemológicas adecuadas según sea el territorio de la polémica, estas no son las mismas para cada uno de ellos ni se pueden extrapolar sin tener cuenta las particularidades de cada uno de esos espacios. De la misma manera, no todos los colegas del campo desean, buscan o toleran la exposición. Pero en el terreno de lo público, intervengan explícitamente o no, les caben las caracterizaciones que desde el sentido común nos asignan.

Algunas precisiones

¿Qué significa que un campo está consolidado? La pregunta puede responderse descomponiendo ese estado de cosas en tres posibles vías: el mundo académico, el espacio de lo político y el espacio de lo público. A la vez, sin perder de vista una dualidad fundamental: en la discusión pública la pertenencia o no a un espacio se debe más al lugar que nos asignan los otros, nuestros interlocutores, que aquel desde el que consideramos que intervenimos (de allí que tener claro nuestro lugar de enunciación resulta fundamental, por obvio que parezca recalcarlo).

El campo de estudios de la historia reciente puede estar consolidado académicamente, esto es, ha “ingresado” al mundo de los espacios aceptados por los pares que estudian otros períodos y ya no debe dar explicaciones o auto legitimarse. En el camino, como puede atestiguar cualquier integrante del sistema científico argentino, los practicantes de la historia reciente han hecho propios los sistemas de acreditación para promocionar en el mundo académico. Aquí es clara la consolidación: hay grupos, núcleos y centros de producción del conocimiento muy activos en distintos lugares del país en los que trabajan investigadores en sus distintas categorías.

Pero debe señalarse que si la “historia reciente” se propuso alguna vez ser cuestionadora de la legitimidad de los centros de saber y las lógicas académicas de producción y circulación del conocimiento, la relativa bonanza de la década y media pasada (entre otros factores) hizo que ese intento quedara a mitad de camino ante políticas estatales de estímulo a la investigación. Por supuesto que esa tendencia tuvo consecuencias políticas: inscribirse automáticamente en una lógica de producción y circulación del saber (cada vez más exigente por competitiva, híper especializada y endogámica) necesaria para “permanecer”, pero que obliga a desatender otros espacios de intervención, y produjo una burocratización y rutinización.

Otra forma de pensar la consolidación del campo es en el plano político. Este es el núcleo donde más profunda podría ser la crítica de Acha pero, a la vez, donde golpea en el vacío, en tanto no hay una propuesta programática como tal que pueda ser impugnada sino, a lo sumo, lo que él llama “consenso”. ¿Es este “consenso progresista” lo más sólido que se ha construido? ¿Significa algo, más allá de los acuerdos básicos que enumera en su crítica (condena de la dictadura militar, reivindicación de la lucha de las organizaciones de derechos humanos, reconocimiento de las políticas positivas del Estado desde 2006, etc.)? La caracterización que hace Acha del “consenso” parte de un sentido común arraigado en una serie de tópicos que podríamos considerar “fundacionales” del campo, pero que no le hace justicia a su desarrollo, en el cual ha abarcado nuevas áreas temáticas. Sobre todo, como el mismo Acha advierte con cautela, dicha generalización desconoce la producción a escala regional y local.

El “consenso” pintado por Acha creció en un clima política y socialmente favorable que derivó en la idea de que ciertas cuestiones podían darse por “cerradas” o, por lo menos, sostenidas en ciertos sobreentendidos (prefiero esta idea a la de “consensos”). La heterogeneidad ideológica de quienes integraban el campo, en un contexto más amable (pero tan hostil en lo micro, como en lo mejor de las “viejas prácticas”), facilitó la posposición de ciertas cuestiones que hubieran dificultado la construcción del consenso pero hubieran vuelto aún más fructíferas algunas discusiones. También es cierto que en la historización de cualquier campo de estudios identificamos etapas en sus avances y preguntas de investigación y acaso se le pida demasiado a un campo que hace apenas diez años, según el título de un libro pionero, estaba “en construcción” (Franco y Levín, 2006).

Tampoco hay que subestimar la dimensión generacional. Muchos de quienes comenzamos a trabajar estos temas a mediados de la década de 1990 nos ubicábamos, implícita o explícitamente, como herederos, continuadores o colaboradores de quienes habían sostenido las memorias de los desaparecidos en contextos mucho más hostiles que los que nos tocaban a nosotros. Durante la dominancia retórica del Estado kirchnerista, memorias subterráneas de la dictadura pero que a la vez se alimentan de sedimentos más antiguos (el lugar de las Fuerzas Armadas en la sociedad, la idea de Patria, la xenofobia, el anti peronismo) permanecieron en un prudente silencio, sin por ello dejar de emerger toda vez que el contexto lo posibilitó. ¿Qué tipo de construcción de hegemonía a largo plazo se propusieron/ nos propusimos los colectivos de historiadores recientes? ¿Podían proponerse alguno, cuando aún no lo eran, cuando no había un programa político que lo organizara? Más allá de aspectos básicos, y de lo que digan los medios hegemónicos al respecto, el kirchnerismo en el poder no se preocupó por impulsar la escritura de una historia desde una mirada políticamente afín. Más aún, cuando el conflicto con los grupos económicos dominantes se acentuó (post “conflicto con el campo”, en 2008) la heterogeneidad de quienes participaban del supuesto “consenso” fue cada vez menor. Hoy es más evidente que una coyuntura políticamente favorable para un debate amplio dentro de las izquierdas fue desaprovechada.

Ahora bien, los tiempos de la memoria –y las discusiones historiográficas están inmersas en ellos– sostuvieron esa aparente homogeneidad mientras que subterráneamente el “consenso” se desgranaba lentamente. Eso demuestra, en todo caso, que la acumulación de masa crítica y las trayectorias personales de muchos investigadores no dependieron necesariamente, como suelen señalar los detractores tanto del campo de estudios como del kirchnerismo, del apoyo del Estado (o dependieron, en todo caso, como cualquier investigador o académico que quiera hacer carrera científica o académica). Más sencillamente, el impulso en los estudios sobre la historia reciente –no olvidemos que inicialmente fueron “estudios sobre la memoria”– es preexistente al período abierto en 2003.6 Más aún, como en la frase de Newton, la construcción y consolidación del campo se pararon sobre esos hombros.

En la frontera, desde la derrota

El tercer espacio donde un campo de estudios aparece consolidado o no, es el de la arena pública y es el que más me interesa problematizar. Cuando los investigadores abandonan la zona de confort y deciden intervenir en el debate, en general no hay mucho lugar para dos de los elementos constitutivos de su oficio: la crítica fina y el énfasis en los matices. Es como un bote apretado en mitad de la tormenta. Un texto de opinión es una toma de posición. Allí Acha acierta en señalar una serie de falencias, que van desde la timidez o dificultad para polemizar puntualmente con quienes impulsan “banalizaciones y negacionismos” hasta lograr posicionamientos más claros desde un punto de vista político.

El cineasta Harun Farocki (2015) describe una situación que sintetiza lo que entiendo por “zona de confort” y lo que desechamos al quedarnos consciente o inconscientemente en ella:

Una vez leí que la mujer de Kurt Schwitters transportaba un día en Hannover una obra de arte de su marido en un tranvía. Cuando la gente le preguntaba qué estaba llevando, para no tener que decir que era una pieza artística respondía que era algo que había hecho su marido para sus hijos. A mí también me resultaba difícil explicar qué tipo de películas hacía si la pregunta venía de alguien que nunca había estado en una marcha agitando una bandera roja. Creo que muchas personas dieron vida a muchos partidos y a sus respectivas organizaciones juveniles, de estudiantes, de ciudadanos progresistas, para estar siempre rodeados de un ambiente familiar, para que no pudiera aparecer ninguna pregunta en un tranvía ante cuya respuesta se esperara una reacción enemiga o de rechazo, reacción que tendría posiblemente como consecuencia la duda sobre los propios ideales (p. 47).

Salir de la zona de confort es precisamente lo contrario de lo que hacía la esposa del pintor. A la inversa, quedarnos en ese “ambiente familiar” implica la renuncia a un elemento constituyente de la historia reciente como campo de estudios: su urgencia política. Sin embargo, ante intervenciones distorsivas del pasado, fácilmente refutables a partir de la masa crítica de investigaciones ya acumulada, con alarmante frecuencia la opción es no moverse de los lugares seguros. Muchas veces descartamos responder a determinadas intervenciones con un argumento que con variaciones, replica esta idea: “responder es darle entidad a lo que dice”. Lo que es autocomplaciente y, en verdad, un poco soberbio.

Para volver a la idea de que cada espacio de intervención tiene reglas específicas, en el espacio público, aquello de que el que calla otorga es doblemente verdadero. Es cierto, por otra parte, que la actual lógica de los medios hace que sea difícil encontrar espacios para la réplica, pero esto no quiere decir que no deban buscarse o construirse. En todo caso, optar por el silencio es fortalecer los prejuicios sobre nuestra tarea y construye un repliegue aún mayor dentro de la zona de confort.

En el título mismo de la compilación presentada en Córdoba, los autores definen a la historiografía argentina reciente como “pionera”. A partir de esta idea es que pretendo instalar como más provechosa la noción de “frontera” por sobre la de “campo”. Creo que si hay algo funcional al retroceso del “consenso progresista” o para la profundización de la fenomenal derrota de las izquierdas es precisamente el parcelamiento en campos, tanto temáticos como disciplinares y la reproducción de lógicas de producción del conocimiento funcionales al capitalismo hegemónico.

La frontera, en cambio, está en movimiento. Es mestiza, lábil, variopinta. La patrullan las gendarmerías y las policías; hay pasos legales y clandestinos. La frontera conlleva el riesgo y requiere el movimiento permanente. Allí, la legitimidad construida al interior del campo es interpelada por otras voces que enuncian discursos sobre el pasado con mayor legitimidad, para el sentido común, que quienes lo investigan.

La frontera es el territorio donde se disputan políticamente los sentidos sobre el pasado y, por ende, es el espacio para fijar agendas de trabajo. Allí es donde se critican las cosas dadas por sentadas, lo que ya no se discute. Desde el punto de vista metodológico es el lugar donde encontramos omisiones y sobre representaciones.

Efectivamente, con claroscuros, la historia reciente es un campo consolidado. Pero no ha producido, por ejemplo, miradas generales sobre el período que analiza, sencillamente porque entre otras cosas, tanto quienes la critican como quienes se consideran parte del campo mantienen el fortísimo sentido común que establece una sinonimia entre “reciente” y “los setenta y los ochenta”. Dicho sea de paso, esto no es una crítica aplicable solo a los investigadores de este período: el mismo recorrido de la disciplina histórica ha transformado la escritura de interpretaciones y narraciones generales prácticamente en un tabú. Justamente, las que circulan en el escenario público.

Otro elemento que surge como evidente es que, pese a la abundante producción regional sobre temas recientes, esta no ha “perforado” o “matizado” miradas más generales y “porteñocéntricas” sobre el período. De allí que aquellas investigadoras e investigadores del campo que se han comenzado a interesar por las diferentes escalas y las dimensiones regionales probablemente iluminen nuestra visión sobre la época en poco tiempo.

Lo más tentador que tiene la frontera, es que allí está el horizonte: quien marcha en función de un proyecto lo hace hacia el limes y más allá de él. ¿Qué es lo que coloca a la historia reciente en el ojo de la tormenta con tanta regularidad? Que buena parte de su producción se ocupa de temas no resueltos. Desde el punto de vista de las luchas políticas en la Argentina, la investigación en el campo ha sido uno de los espacios desde los que, como fue dicho, se dieron discusiones sobre la realidad argentina emergente de la matanza perpetrada por la dictadura militar. Tal vez sea el momento de plantearse objetivos mayores, que exceden lo propiamente disciplinar.

Imaginar que desde nuestra especificidad como historiadores podamos construir una interpretación contrahegemónica al actual estado de cosas tal vez sea desmesurado. En todo caso, al menos puede fortalecer la idea de que la disputa pública tiene sus propias reglas. Y si queremos intervenir en ellas, las tenemos que conocer y utilizar. Forzarlas para que encajen en los criterios de validación de un paper o pretender que estos sean tenidos en cuenta en el actual contexto del presentismo y las fake news es ingenuo y autodestructivo.

En la frontera, ya se sabe, hay de todo: migrantes, refugiados, ladrones, colonos, tahúres. Es un lugar, como en las viejas películas del Oeste o los cuentos de Jack London, donde cualquier pícaro puede hacer fortuna. Es un lugar peligroso, que para retomar la imagen de zona de pioneros, tiene más de los personajes de Django que aquellos de La familia Ingalls. Es un enorme error político abandonar ese campo a generalistas que se sienten habilitados a opinar sobre cualquier cosa con total impunidad, garantizada por la divulgación que reciben, es verdad, pero también por el silencio de los investigadores profesionales. Esto no está escrito desde ningún elitismo profesional: si algo sabemos quienes trabajamos en este campo es lo poroso de nuestro lugar, lo polifacético de nuestra tarea, acaso uno de sus aspectos más complejos. No es esta una discusión acerca de quiénes tienen derecho o legitimidad para “escribir historia” sino que deberíamos reaccionar, por lo menos, cuando al amparo de títulos académicos se dice cualquier cosa. La frontera es el lugar para dejar de polarizar entre lo “académico” y la “masividad”, pues es el reino de la hibridez. Es un excelente lugar para experimentar mientras se construye hegemonía. Pero eso requiere, en tanto zona mestiza, aceptar que no somos la única voz legítima para hablar sobre el pasado. Que los vehículos de circulación y los sistemas de validación son necesarios pero no suficientes para dar allí la pelea.

Los temas incómodos (las propias violencias, los silencios, las omisiones), son una formidable invitación a poner en tensión nuestras seguridades conceptuales. Esas discusiones, es obvio, exceden al campo de estudios de la historia reciente. Pero la frontera es también la primera línea, y debe volver a serlo. Para volver al comienzo de este texto, la frontera es el lugar de refugio de los derrotados y, también, de los rebeldes. O de los rebeldes derrotados.

La novela Q narra más de tres décadas de historia europea, desde el comienzo de la Reforma protestante hasta 1555, que selló el destino de numerosas revueltas que reinterpretaron las tesis de Lutero. Esas tres décadas fueron un verdadero laboratorio de “estrategias y tácticas revolucionarias” que los autores encarnaron en su personaje principal, un “héroe sin nombre”.

Al final de todo eso, los autores imaginan un diálogo entre este y uno de sus seguidores:

-Capitán…
Me vuelvo: sus ojos están hinchados por el cansancio y las lágrimas.
-Dime que aquello por lo que nos batimos no era una equivocación.
Aprieto la mandíbula, los puños cerrados.
-Nunca lo he pensado, ni por un instante (Luther Blisset, 2000, p. 423).

Escribir la historia de los derrotados, víctimas y actores de la violencia es, entonces, un proyecto político de estos tiempos que son de resistencia y al que el oficio del historiador puede, como pocos, contribuir.

Notas

1. Trabajo recibido el 23/06/2020. Aceptado el 15/09/2020.
2. Universidad de Buenos Aires. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Contacto: federicoglorenz@gmail.com
3. Estas reflexiones deben ser contextualizadas. Surgen de una invitación a un encuentro sobre museos organizado por el Museo de la Democracia en la ciudad de Rosario (2017) y otro sobre historia y divulgación en el Museo del Cabildo y de la Revolución de Mayo (Buenos Aires, 2017), seguidos por la escritura de un texto de respuesta a una crítica al campo de la historia reciente escrita por Omar Acha que nunca fue publicado, y que he retomado y espero haber mejorado. Este arco temporal, grosso modo, abarca mi gestión como director concursado del Museo Malvinas e islas del Atlántico Sur (2016-2018), un tiempo muy intenso en términos de gestión en un espacio y un contexto cuyas particulares características me obligaron a preguntarme a diario sobre el sentido de lo que hacía, y revisar mi recorrido como investigador.
4. He reconstruido la historia de este rumor de posguerra en Lorenz (2017a).
5. En adelante, todas las citas remiten a este texto hasta que se indique lo contrario.
6. Por señalar sólo un hito, el programa del Social Science Research Council de formación de jóvenes investigadores, dentro del cual nos formamos muchos de los que comenzamos a incursionar en el campo, se inició en 1999. Eso, para pensar en una iniciativa estrictamente académica, ya que en lo político, debemos ubicar hitos aún anteriores, como la multitudinaria convergencia de distintas organizaciones sociales en el vigésimo aniversario del golpe militar.

Referencias bibliográficas

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