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Sociohistórica

versión On-line ISSN 1852-1606

Sociohistórica  no.25 La Plata jun. 2009

 

RESEÑAS

Llevando la ley al desierto.

Reseña de: Gabriel Rafart (2008), Tiempo de violencia en la Patagonia. Bandidos, p olicías y j ueces 1890-19 4 0 , Prometeo Libros, 233 p.

Agustín Casagrande

Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales UNLP

   El trabajo propuesto por Gabriel Rafart nos acerca a la problemática de los bandidos en su relación con la sociedad y los mecanismos de control social en los territorios patagónicos durante el período 1890-1940. El recorte temporal seleccionado se vincula con la formación de las redes institucionales encargadas de instalar el sistema legal decimonónico del Estado moderno. Esto implica el estudio de las luchas políticas y las relaciones económicas y sociales en la implantación de un nuevo orden. En ese sentido, 1890 es el año de comienzo de la ejecución de lo dispuesto por la Ley 1.532 (1884) que determinaba los principios organizativos de los territorios incorporados a la soberanía nacional luego de la campaña de Julio A. Roca. Por otra parte, el año elegido como cierre -1940- corresponde a un cambio a nivel demográfico, cultural y económico (expansión del complejo YPF), que se une a la consolidación de la presencia estatal por medio del accionar de la Justicia, la Policía y otros elementos oficiales como la Gendarmería Nacional (creada en 1938).
   
Para establecer el vínculo entre el Estado y aquellos que se encontraban “fuera de la ley”, el autor se sirve de diversas fuentes documentales a fin de analizar cada problemática. Las causas judiciales, especialmente las criminales, son utilizadas para indagar en los discursos jurídicos y criminológicos sobre el fenómeno del bandidismo, el delito y el “criminal”. Asimismo, los periódicos de la época son un muestrario de la lucha por el poder de nominación del accionar de los bandidos. Finalmente, de las notas elevadas a la autoridad nacional, de los censos, de los partes policiales, de las memorias e informes de las gobernaciones surge un rico material para exponer las relaciones intra e inter institucionales.
   
El libro se compone de una introducción, cinco capítulos y una conclusión que a la vez pueden ser divididas en función de dos intereses centrales: el bandidismo y la sociedad, por un lado, que es desarrollado en los primeros tres capítulos, y las relaciones entre las instituciones encargadas de ejercer el control social de la delincuencia, por otra parte, de lo cual se encargarán los capítulos 4, 5 y la conclusión.
   
Las tesis centrales, expresadas en la introducción, ubican el plan de trabajo en el cruce de la historia social con la historia política buscando explicar el poder desde lo social. En función de ello, el bandidismo como tipo específico de delito es una excusa que permite observar el funcionamiento del poder político desde abajo , analizando lo institucional-estatal en el marco de la conformación de una sociedad en la cual se pretendía excluir a aquellos actores que se opusieran a los valores de civilización y progreso.
   
La primera parte de la obra, capítulos uno a tres, da cuenta de la situación de violencia vivida en la Patagonia, y expresada mediante las tasas de homicidios, el detalle de diversos robos ejecutados con particular crueldad y otros hechos delictivos descriptos por la prensa que tenían como implicados a los “bandidos”.
Bajo una teoría que observa al discurso como medio de creación de sujetos peligrosos, se analiza la construcción legal del “bandido”. Para ello, se sirve de las teorías criminológicas expuestas en los expedientes judiciales en torno al tipo ideal del delincuente, donde se observa no sólo el pensamiento legal de la época sino también el desarrollo del saber-poder jurídico.
   Sin embargo, el autor no sólo explicita una historia del pensamiento legal-criminológico sino que presenta una construcción enunciativa compleja, compuesta por foros periodísticos y políticos que por un cierto carácter performativo guiaban el accionar del Estado. Se observa, a partir de allí, una rotulación y estigmatización de determinados sujetos y comunidades, con el fin de criminalizar toda aquella práctica que atentara contra los principios socio-jurídicos que se pretendían imponer.
   
De esa forma, el problema de la violencia de los bandidos se extendió al servicio de diversos fines políticos, con un estigma que halló dos principales destinatarios: “el chileno” y “el indio”. En primer término, se estudia la criminalización del pequeño trabajador rural chileno que, fruto de los procesos de concentración de la tierra en el país trasandino, debía optar por un trabajo excesivamente duro con fuertes medios de coerción laboral o la emigración, que era una alternativa por demás atractiva.
   El asentamiento en territorios de la Patagonia argentina no solucionaba la problemática del desempleo rural y producía en determinados casos un flirteo con el crimen. Merece atención la asociación de chileno/delincuente que fue utilizada dependiendo de las necesidades de desarrollo del trabajo rural. Si bien en determinados momentos el chileno era visto como un hombre rudo, sencillo y trabajador –por la necesidad de mano de obra-, no hubo inconvenientes en rotularlo como un producto peligroso e inadaptado a los mandatos de la civilización cuando hubo conflictos con el país trasandino.
   
Con los indígenas acontecía algo similar. Los valores de propiedad privada y trabajo asalariado convertían a las tradiciones seguidas por los aborígenes en caldo de cultivo para la estigmatización, sufriendo una coerción hacia el trabajo mediante el discurso penal que no vaciló en transformarlos en “bandidos”. Sus antiguos nombres pasaron a ser “alias”, y su impronta de delincuente se extendió a sus comunidades vistas como refugios de criminales.
   
Más allá de la utilización de la ley para el control social de aborígenes y extranjeros, existieron verdaderos bandidos que la investigación describe. La organización y modalidad operativa de este particular tipo de asociación ilícita se caracterizaba por su corta duración, llegando en algunos casos a reunirse simplemente en ocasión al hecho delictivo. Los boliches rurales adquieren una importancia trascendental puesto que son parte de los centros de reclutamiento de hombres dispuestos a participar en dichas empresas. Además, funcionaban como espacio de sociabilidad, donde se conocían datos acerca de transacciones, modalidades de vida y formas de acercarse a las futuras víctimas.
   Las características del accionar eran generalmente similares. La comisión del delito en su mayor parte era preparada con antelación: se tomaban los debidos recaudos, por ejemplo el corte del tendido telegráfico en varios puntos para evitar la notificación de su accionar. La ejecución de los robos estaba acompañada de una violencia inusitada, donde no se hesitaba en matar ni en golpear a las víctimas. Rafart indica que concluida la tarea, e informado el cuerpo policial acerca del delito, existía, para este último, una extrema dificultad para llevar a buen término la captura. Ello se debía principalmente a la posibilidad de cruzar la frontera sin mayores inconvenientes y a la extensión de una región imposible de controlar con las partidas de la época, lo cual brindaba generalmente libertad de acción a los bandidos. Frente a dicha situación la comunidad se armó para la autodefensa como remedio último, factor que multiplicó la sensación de far west a la que aludían los periódicos de la época.
   La reacción de los grupos de poder no se hizo esperar. Ello, por un doble juego de consideraciones. En primer término, se buscó proteger la integridad patrimonial de determinados sectores de la población; y, en segundo lugar, se quiso reforzar la presencia estatal para controlar y conculcar toda alteración del orden que impidiera el desarrollo de los emprendimientos económicos. Para algunos actores de la época, la única solución era revertir un determinismo geográfico –la rudeza del hombre en dicho territorio- por el accionar civilizador de la ley. De allí, que desde diversos espacios de poder discursivo se comenzara a reclamar mayor presencia simbólica y material de las instituciones que pudieran poner coto a dicha problemática social.
   Las respuestas a esos requerimientos son estudiadas en la segunda parte del libro, compuesta por los capítulos cuatro, cinco y la conclusión, donde se da cuenta de las relaciones entre la administración provincial, el Poder Judicial, la Policía y la sociedad.
   
La justicia de la época carecía de los medios necesarios para llevar adelante un procedimiento de acuerdo a los plazos establecidos en los términos de las normas rituales. La falta de auxiliares, jueces que se ausentaban por largos períodos, junto con las grande distancias que debían recorrerse para las audiencias, notificaciones y traslado de testigos, producían una deficiencia de suma gravedad que afectaba tanto a los damnificados como a los acusados que podían permanecer largos períodos de tiempo detenidos sin la sustanciación de sus procesos. A dichas circunstancias se sumaban los conflictos de división de poderes. En efecto, la policía, que debía ser el brazo coactivo de la Justicia, dependía de la Gobernación, que entendía que los jueces de los juzgados letrados efectuaban una quita de poder al Ejecutivo.
   Las series de denuncias entre el Poder Judicial y la Gobernación provocaban renuncias de magistrados, abusos por parte de agentes policiales, que desconocían al juez de turno, y continuas desconfianzas entre las instituciones estatales que bloqueaban toda capacidad de acción. A ello se añade la presencia de los jueces de Paz legos, que pretendían utilizar su retaceado margen de acción para obtener beneficios personales.
   En medio de estos inconvenientes se debatía una lucha por los espacios de influencia que, mediante la crítica periodística, pretendían colocar en los centros de poder funcionarios que respondieran a sus intereses.
   
En cuanto a las fuerzas policiales, resta decir que se componían de agentes que desconocían todo tipo de procedimiento y que en su mayoría eran analfabetos. Siendo los principales instructores de las medidas judiciales inmediatas al delito generaban graves deficiencias que terminaban con sentencias absurdas por parte de los magistrados.
   Las soluciones tendientes a revertir dicha condición implicaban la creación de una escuela especial para que existiera una policía científica capaz de reunir los elementos necesarios para combatir y auxiliar al juzgamiento de los criminales. Se advierte que los miembros de la fuerza policial producían toda suerte de vejaciones y abusos de poder sobre la comunidad, no sólo utilizando recursos estatales y fuerza para el acrecentamiento su peculio personal, sino también maltratando a los detenidos, y participando en múltiples actos de violencia sobre la población.
   En tiempos en que el gobierno nacional pretendía extirpar la función de lo político, bajo el augurio de la administración racional como única necesidad social, el crimen y la ley permitieron el despliegue de todo tipo de estrategias por la lucha y consecución del poder. Sobre todo, si se recuerda que la cultura de la región imponía prácticas que las instituciones reproducían sin consideración de los valores abstractos de la leyes. En ese sentido, el bandido y su castigo sirvieron para explicitar toda una acción política que se debatía entre la ley del Estado o “la sociedad civil con su ”ley primaria” y sus hombres armados”.
   
En la presente obra el autor utiliza al delito como disparador de un análisis de las condiciones internas y externas de producción discursiva, que permiten el acceso a la historia de las instituciones y de la sociedad como proceso político. La perspectiva se halla inscripta dentro de una tradición que se viene desarrollando desde fines de la década del 80´, donde el impacto de la obra de Foucault generó un interés particular sobre las técnicas de control social. Esa línea, seguida por diversos estudios sobre la Patagonia, es desarrollada por el grupo de investigaciones del GEHiSo. La matriz de estudios sobre el delito y su “tratamiento” por el Estado es coincidente con los aportes producidos no sólo para los espacios nacionales sino en los estudios latinoamericanos sobre las instituciones de control social en el período 1850-1950.
   Profundizando en un aspecto particular del bandidismo, el libro se aparta de una visión heroica construida en torno a diversos personajes; evaluando las categorías presentadas por Hobsbawm, Rafart discute con las producciones de la realidad histórico-social que encuentran en el bandido un hombre que lucha contra los mandatos sociales.
   Este libro es un logrado estudio realizado en el área del delito, la justicia y la sociedad no sólo destinado a historiadores, sino también un excelente modelo para pensar el pasado y el presente del derecho, las instituciones y la criminalidad desde la sociología jurídica y la teoría social.

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