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Olivar

versión On-line ISSN 1852-4478

Olivar vol.2 no.2 La Plata dic. 2001

 

Joan Manuel Serrat. Cancionero, Madrid: Aguilar, 2000, 419 páginas

 

Marcela Romano

Universidad Nacional de Mar del Plata

 

Después de Verso a Verso, última edición completa de las canciones de Joan Manuel Serrat editada por Alta Pulla y Taller 83 en 1985, aparece este Cancionero, de Aguilar, conteniendo toda su producción, con la excepción de su último álbum, Tarrés, que el cantautor catalán presentó el pasado año.
Desde sus primeras canciones en catalán ("El mocador", "Ella em deixa", de 1965) hasta las de Sombras de la China (1998), las cuatrocientas páginas de este libro nos conducen por el pasado y el presente de una poética singular y, a estas alturas, "clásica", en la más productiva de sus acepciones.
Las canciones de Serrat, desde sus inicios, marcan la huella del movimiento de renovación estética y musical que signó la década del sesenta en España, y cuyo germen inicial fue el grupo de la Nova Cançó catalana. Extendida a toda la península y a Hispanoamérica, esta nueva canción (canción "de autor", canción "popular", 'nueva juglaría"), no sólo apuntó su dedo crítico contra los sueños de los tiranos de turno, sino que se enfrentó (siempre en sus decálogos programáticos, no siempre en su práctica) a la canción llamada, por entonces, "de consumo". El resultado fue (sigue siendo) la creación de unas letras próximas a las operatorias desautomatizantes de la literatura, y la literatura ellas mismas, en la medida en que muchos autores convirtieron en canciones innumerables poemas de autores consagrados por el canon de la institución: así Machado, Hernández, Blas de Otero, Vallejo, Neruda, Borges, Góngora, Lorca, Quevedo, Juan de la Cruz , Juan del Enzina, comenzaron a hablar. A cantar en voz alta, para unos receptores bastante más numerosos que sus originarios lectores.
Serrat, a lo largo de casi cuatro décadas de trabajo incesante, ha sostenido con parejo rigor estas propuestas. En un mercado omnívoro como el de los medios (en el que ha perdido, para desmedro de algunas de sus letras, unas pocas batallas), sus canciones revelan, todavía, que la resistencia es posible. Y no me refiero a la trinchera ideológica de los "temas" sino, en todo caso, como quería Adorno, a la revolución que adviene con la forma, a través la especificidad misma de la práctica artística.
En este sentido, las letras serratianas ponen de manifiesto un trabajo puntilloso y atento sobre el lenguaje, y la conciencia de que es este trabajo el gesto verdaderamente rebelde de sus canciones. La presencia de voces provenientes de la literatura no se hace visible sólo a través de sus conocidas musicalizaciones, sino que se adivina mediante estrategias más sutiles y entrañables. Desde fines de los sesenta hasta su último álbum, Serrat explora con la obsesión de un niño los matices, los tonos, las alturas de un modo de hacer poesía que nos reencuentra, de modos diversos, con Machado y los poetas "sociales" de la posguerra española. Del tono elegíacamente lírico a la ironía refinada o mordaz, de la escenificación (nunca estridente) de las emociones al tono prosaico y narrativo, de un yo poderoso, ceñido a la primera persona, al "personaje poético" (entre ellos, el "doble",contemporánea variación del "complementario" machadiano, presente asimismo en las novelas de Marsé y la poesía de Gil de Biedma), sus canciones arman y desarman, con la complicidad de sus oyentes, las maravillas, las injusticias y los absurdos de nuestras historias públicas y privadas. Las últimas, pobladas de héroes y antihéroes marginales y románticos, y las primeras, de utopías y desencantos.
Su puesta al revés de las convenciones del lenguaje, del género cancioneril y de la literatura, recorre con acierto la parodia, los juegos de deslexicalización, el humor, en una poética que busca, en todo momento, enemistarse con el lugar común y las retóricas previsibles. El mérito de Serrat es poder hacer todo esto sin dejar de entablar una comunicación simple e íntima con sus receptores. Porque, ante lodo, sus letras son canciones, no poemas. Están hechas para ser escuchadas y cantadas, y esta condición prescribe su pertenencia fundamental a un modo otro de hacer poesía: el de la tradición oral, la épica, el romancero y, también, el oficio de "trovar". Palabras afiladas a la altura de una voz, en la espesura de un/os cuerpo/s, las canciones vienen a damos algo más que belleza, nos ofrecen mucho más que los aciertos de un lenguaje que se relate a si mismo. O tal vez la hondura de su belleza esté en hacernos recorrer, junto con las palabras y la música, una travesía "sentimental" que es la nuestra, individual y colectiva, real e imaginada, intransferible y a la vez compartida. Palabras que otro ha escrito por nosotros, canciones que escuchamos a lo largo de una vida, que recordamos cuándo las escuchamos y que volvemos a escucharlas viviendo. De eso nos habla, también bellamente, el prólogo del escritor Antonio Muñoz Molina, que acompaña esta edición: "Las canciones abren anchas avenidas de tiempo, perspectivas de lejanía hacia el ayer y el mañana, despiertan en nosotros el eco de lo que sabemos que somos y también el de lo que podríamos ser a haber sido"(16).
Por todo ello, recorrer las páginas de este libro nos recuerda sólo un episodio, rico pero incompleto, de aquella travesía Y, sin embargo, su cuidada edición nos invita, otra vez, a ponemos en marcha. Al prólogo de Muñoz Molina sigue una "Introducción" de Santiago Alcanda, que repasa el contexto de producción de estas canciones y sus proyecciones en otros autores más contemporáneos. Y luego, las letras -en edición bilingüe las escritas en catalán, con glosarios aclaratorios otras- todas alineadas en rigurosa cronología. Llama la atención una penosa ausencia: la de la canción "Cantares", que formó parte del álbum Antonio Machado, de 1969, y tan serratiana como las otras, aunque en su primera parte el autor musicalice algunos "Proverbios" y "Cantares" de Campos de Castilla. Ausencia que habría lamentado el mismo Machado, porque estos y otros de sus versos empezaron a circular en los oídos de la gente, como él vivamente lo deseaba, en gran medida gracias a la voz de Serrat. La edición se cierra con una "Cronología" que entrelaza, año a año, sucesos históricos contemporáneos con la vida y la obra del catalán. Este colofón sella con mayor ostensibilidad un pacto que Serrat viene confirmando una y otra vez consigo mismo, con sus seguidores y con sus detractores, en sus textos y en sus intervenciones públicas, y que da por resultado una figura de autor comprometido visceralmente con su tiempo y con los actores sociales menos favorecidos de ese tiempo. Como quería Machado, como quisieron los sociales, la palabra poética no es, en modo alguno, un ejercicio neutral: debe animarla un fervor ético para volverla tangible, para otorgarle un sentido. La de Serrat es una palabra ética, pero lo es, sobre todo, porque está bien dicha. De eso, y no de otra cosa, se trata la poesía.

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