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Olivar

versión On-line ISSN 1852-4478

Olivar vol.3 no.3 La Plata ene./dic. 2002

 

ARTÍCULOS

Max Aub y triunfo (mas, con la venia, alguna evocación personal)

José Ángel Ezcurra

Director de Triunfo

 


Resumen

Cuando Max Aub visita España por primera vez después de más de un cuarto de siglo de exilio, el periodista Emilio Romero publica un texto crítico y descalificador sobre el escritor. Para canalizar su respuesta, Aub se dirige a Triunfo, revista que en la época se distinguía por su posición antifranquista, que le provocó numerosos problemas con la censura.
A partir de esta circunstancia, y durante el segundo y último viaje que Aub realiza a España, el director de Triunfo ofrece al escritor la posibilidad de publicar el Discurso apócrifo, escrito con motivo de su imaginario ingreso en la Academia Española.
A pesar del escepticismo de Aub sobre el éxito de este proyecto, la revista consigue editar en junio de 1972 un suplemento especial con el texto íntegro del discurso aubiano, documento que se reproduce en este número de Olivar.

Abstract

As Max Aub was visiting Spain for the first time after more than twenty-five years exiled, journalist Emilio Romero published a critical and disqualifying text on this writer. In order to canalise his reply, Aub went to Triunfo, a magazine distinguished in that time by its opposition to Franco's rule, opposition which caused the magazine many problems with censorship.
From this circumstance, during Aub's second and last trip to Spain, Triunfo's manager offered the writer the possibility to publish the Discurso apócrifo, text written because of his imaginary admission into the Real Academia Española.
In spite of Aub's scepticism about this project's success, the magazine managed to publish in June 1972 an extra dossier containing the whole text of Aub's Discurso, document reproduced in this edition of Olivar.

Palabras clave: Max Aub; Triunfo; Real Academia Española; Discurso apócrifo


 

La llegada de Max Aub a España ("He venido, no he vuelto") sucedía en el verano del 69, con medio país haciéndose sitio en las playas rebosantes de turistas europeos e indiferente, como la mayoría del otro medio, ante el curso histórico de su propia patria, sin preocuparse por su situación de súbditos y sin darse cuenta de que, a ese paso, quedaban muy lejos de alcanzar la calidad de ciudadano ("Chistes, chistes y fútbol").

En lo político, la súbita aparición del "caso Matesa" desbordó todos los controles (error grave del iracundo Fraga), amainando hasta desvanecerlo el eco popular de la reciente proclamación de Juan Carlos de Borbón y Borbón como sucesor de Franco "a título de Rey", designándolo "Príncipe de España". Objeto de la atención informativa permanecían dos temas: la declaración en huelga de hambre en Barcelona del escolapio Xirinacs y mosén Dalmau reclamando libertades y justicia social y la subsiguiente detención de ambos eclesiásticos.

A finales de octubre se produjo el espectacular vuelco político que el "caso Matesa" contenía con efecto retardado: un nuevo gobierno en el que, entre otras muchas mudanzas, el temido Fraga Iribarne fue sustituido en el estratégico Ministerio de Información -con la evidente complacencia del todopoderoso almirante Carrero Blanco- por Sánchez Bella, quien pronto se convertiría en inmisericorde verdugo de Triunfo. ("- ¿Quién ganó? -El Opus-, - ¿Por cuánto? -Por 14 a 0, creo"). Esa era la situación política (nada que ver con la social o la cultural) de este país, cuando Max Aub dio por terminado su viaje "España está mal. Ya se le pasará [...] pero si basta para la Historia , para mí, no". Y regresó a México.

Para Triunfo, en cambio, ese verano y el otoño que le sucedió, fueron tiempos singularmente penosos: una profunda crisis financiera hundió literalmente al grupo de empresas al que pertenecía la sociedad que nos editaba y su más importante acreedor, un Banco, se hizo cargo del grupo y la revista, por así decirlo, cambió bruscamente de dueño; otro enorme Dueño S. A., económicamente muy poderoso, pero con una alarmante característica: sus más relevantes directivos mantenían estrechos vínculos personales con el Opus Dei. Al tiempo que las reuniones se sucedían incesantemente y las discusiones se enconaban y nos agobiaban, las sospechas de que peligraba muy seriamente la continuación de Triunfo no tardaron en convertirse en certidumbre. Mientras, sin embargo, la serenidad y la calidad profesional de cuantos componían nuestro equipo consiguieron proteger de cualquier nociva influencia los contenidos de cada uno de los números que se iban haciendo y publicando: había que impedir que el tenso clima creado por la relación con los "ocupantes" contaminase el trabajo que se elaboraba en la Redacción. Un recuerdo realmente feliz nos quedó, sin embargo, de aquellas más que desapacibles semanas: la aparición en nuestras páginas (y la inmediata consagración profesional) de Manuel Vázquez Montalbán con su "Crónica sentimental de España". Un éxito que afectó muy beneficiosamente a la revista.

Quizá fueron las adversas circunstancias por las que estábamos atravesando, pero lo cierto es que no seguí personalmente muy de cerca la inesperada visita de Max Aub tras treinta años de exilio, aunque en la revista dimos expresiva cuenta de su llegada a España. De repente, casi en la víspera de su regreso, me llegó la carta que reproduzco a continuación:

Distinguido compañero: Pareciéndome difícil dirigirme a Sábado Gráfico, donde colabora el ilustre escritor Emilio Romero, para darle toda la razón acerca de lo que de mí dice en su número de pasado mañana, acudo a usted para este menester tan curiosamente orquestado como lo estuvo el entusiasmo, totalmente injustificado, que produjo, en Barcelona y aquí, mi visita. Tiene razón el gran periodista: ¿qué tienen que ver Cela -a quien respeto mucho- y Miró? Y si hubiese dicho con Baroja, más... No insiste con los novelistas, sin razón... qué o quién puede traer a cuento a Benavente, Valle-Inclán, Unamuno, García Lorca, Arniches, los Machado cuando se habla de Buero -que respeto en lo que vale-, Mihura, Gala, Salom..., ni quién se atreverá a comparar a Laín con Marañón, a López Ibor con Unamuno, a Tierno Galván con Araquistain, a Marías con Ortega, a Fueyo con Francisco Ayala, Gaos o García Bacca. Supongo que el maestro Romero calla los poetas porque todos saben que cualquiera de hoy puede compararse con Juan Ramón, Guillén, Salinas, Garfias, Federico, Alberti o Cernuda, y, él lo sabe mejor que nadie, hay críticos a paletadas que se pueden llevar la palma frente a Enrique Díaz-Canedo, Adolfo Salazar o "Juan de la Encina ". Dándole las gracias por incluir estas líneas en su prestigiado semanario, me ofrezco para lo que sea desde donde esté. Muy suyo, Max Aub [Madrid].

La carta se publicó en la página 27 del nº 388 de Triunfo en cuya portada, con el título "Tristana': El regreso de Buñuel", campeaba el rostro del maestro aragonés. El texto de Emilio Romero que provocó la nota de Max Aub aparecía en el nº 683 de Sábado Gráfico (1 noviembre 1969, págs. 6 y 7) con el título "Cosas del país", incluido en su sección "El gallo en corral ajeno", y rezaba así:

Max Aub, nacido en París, de padre alemán, madre francesa, escritor español y ciudadano mejicano, vino a España con aire descalificador de casi todo. Pero durante treinta años, aquí se ha producido vida intelectual y creación literaria. Nadie ha escrito, entre los de antes, mejor la narrativa que Cela. Miró era otra cosa. Y don Ramón María, también. Hay tanta nómina de poetas brillantes como en el siglo XIX (digo brillantes). Los escritores de teatro como Buero, Mihura, Gala, Salom, y directores como Marsillach (por mencionar pocos) no desmerecen de los correspondientes a otras épocas. En pensamiento referido a ciencias políticas, sociales y del hombre o de la sociedad, los eminentes son numerosos, como Laín, López Ibor, Tierno Galván, Fueyo, Marías... Regresa un día Max Aub, y otros que vendrán, y aquí empezamos a adoptar un aire de mierdecillas devotos, esperando el juicio severo y definitorio de quienes arriban procedentes del túnel del tiempo. Silo que hacemos es por razones políticas, ya es pueril de suyo, pero comprensible. A Max Aub no le dejaron leer unas cosas en el teatro Fígaro. Mal hecho. Protesta la oposición. Luego, la editorial Cuadernos para el diálogo hizo un acto con Max Aub, un poco para mortificar a los que habían suspendido aquella lectura. Era lo suyo. Por último, ha podido leer Max Aub en el "taller experimentar' de Nuria Espert, en el referido teatro. Bien hecho. Así las cosas, Max Aub podrá seguir ocupando el púlpito.

Cuando quisimos entrevistarlo sobre la polémica y otras cuestiones, Max Aub ya había partido. Me reproché no haber conseguido, entre el abrumador quehacer de aquellas semanas, probablemente las más tensas y agobiantes de mi vida, un hueco de tiempo, el que fuera, para conocer personalmente a Max Aub, uno de los grandes autores del para mí mítico exilio, cuyo nombre evocaba espontáneamente en mí vivísimos recuerdos de una adolescencia feliz. Seguramente en mi interior se iniciaba ese ciclo de evocaciones intermitentes en que, a determinada edad y con el pasado como referente, el individuo considera su propia historia y, mecánicamente, lleva a cabo una evaluación cualitativa de "su" presente. Quizá, también, se tratara simplemente de una coincidencia circunstancial, como me sucedió en el caso de Juan Gil Albert cuando, al recibir una inesperada y para mí valiosa carta suya, me iluminó repentina y vivamente la pantalla del recuerdo y, en ese mismo momento, me pareció escuchar a mi propio padre o a alguno de sus amigos periodistas de la época y hasta a compañeros de mi entorno estudiantil, hablando de aquel joven poeta que ya "sonaba" en la Valencia de los treinta. Lo cierto es que yo estaba viviendo, simultáneamente, esa especie de trance generacional en el que se pretende recobrar el aire limpio y prometedor de una breve época de la propia vida, precisamente la de la adolescencia -"uno es de donde hizo el bachillerato"-, tiempo que, si se vive como a mí me fue dado, viene a ser como un atajo que permite recorrer rápidamente lo que, de hecho, supone una distancia respetable: el camino entre el ensueño infantil y el mundo adulto.

En mi caso, la época "recuperable" se situaba en la mitad de los años treinta, en plena Edad de Plata, como diría Mainer, a la que tan legítimamente ya pertenecía el propio Max Aub, época impar, brutalmente interrumpida por el tremendo hachazo en nuestra Historia que fue la guerra civil, hachazo que también alcanzaba a quienes, aunque no hicimos la guerra por la edad, la vivimos intensamente. Las dramáticas vivencias -y, en otros casos, las peripecias- de aquel descenso a los infiernos, quedó indeleblemente grabado en el disco duro de nuestra memoria. Pero la enorme dimensión de aquel cataclismo oscureció el recuerdo - necesariamente breve- del tiempo inmediatamente anterior al inconcebible y aterrador fratricidio y, por eso, puede explicarse aquella intermitencia evocadora de la que hablaba y por la que, en mi caso al menos, un nombre, una melodía, hasta un aroma, puede ser el clic que transmute la memoria en un inmenso espejo retrovisor...

Resuelta favorablemente en 1970 la crisis que estuvo en un tris de enviar a Triunfo -y a cuantos lo hacíamos- al limbo editorial, a la nada informativa, la revista inició su más característica a la vez que atractiva etapa: la conocida como la de "el Triunfo de las luces". La situación, de hecho, correspondía a la de una virtual refundación. Nuestra evidente pretensión era la de alcanzar la máxima proyección cultural e ideológica desarrollando inicialmente una idea, en cierto modo arriesgada: abordar en números extraordinarios una serie de temas prácticamente inéditos, pero muy actuales, nunca abordados por la sumisa -una gran parle por dócil, la restante por resignada- prensa de la época.

El Poder, lo sabíamos, vigilaba a Triunfo que avanzaba con creciente éxito en la realización de su proyecto: "Lo sub"; 'El erotismo en España"; "La mujer: una frustración, un problema, una revolución pendiente"; "La pena de muerte"; "Mitos del siglo XX"... Cuando en la primavera del 71, apareció en los quioscos "El Matrimonio", con el hermoso "Adán y Eva" de Durero en su portada, ese Poder, en forma de "Gran Hermano" intolerante, decidió, para aparcamos en el arcén de la Historia , imponernos un castigo ejemplar con la intención de que, de sobrevivirlo, nunca lo olvidaríamos: secuestro del número por la policía, proceso múltiple por el temido juzgado de orden público y, del arsenal represivo del Ministerio de Información, la escala punitiva de la Ley de Prensa (conocida como ley Fraga) en su máximo nivel sancionador. El consejo de ministros decidiría. Y el gobierno, presidido de jure por Franco y de facto por el almirante Carrero, aceptó íntegra la propuesta del ministro del ramo Sánchez Bella y sancionó a Triunfo con cuatro meses de suspensión y una fuerte multa.

La desaforada medida punitiva produjo una reacción masiva de lectores que enviaron a centenares boletines de suscripción en señal de adhesión a la revista e implícita reprobación ante el desmán gubernativo. La escandalosa suspensión de Triunfo alcanzó un amplio eco internacional: los reproches al gobierno español de Le Monde, del Observateur y de L'Espresso, por ejemplo, fueron muy severos condenando el duro ataque del ejecutivo franquista a la libertad de expresión, precisamente cuando el régimen intentaba presumir de las libertades que disfrutaban los españoles y, como ejemplo, citaba precisamente a la Ley de Prensa. Durante los eternos cuatro meses de suspensión no dejamos de acudir al "hogar materno". Repartiendo el trabajo, todos dedicamos buena parte del tiempo a analizar la abundantísima respuesta que los lectores nos remitieron cumplimentando la encuesta que, para conocer su opinión sobre la revista, habíamos planteado en el número que precedió al esterilizador silencio al que habíamos sido sometidos por la fuerza. Tampoco dejamos de reunirnos los compañeros que habitualmente participábamos en las reuniones diarias en las que se planteaban y debatían los contenidos de Triunfo (Haro Tecglen, Márquez Reviriego, Alonso de los Ríos, Antonio Castaño y yo, más Vázquez Montalbán y Ramón Chao cuando venían a Madrid). En los meses de aquel frustrante mutismo profesional, lo hicimos para analizar errores y debatir proyectos para la nueva etapa que comenzaría con la reaparición.

La orfandad "triunfista" provocada por la represión gubernamental hizo que varios de los colaboradores más asiduos, en paro forzoso de colaboración, (entre otros, Carandell, Chumy, Galán, Lara, Miret, Monleón, Moreno Galván, Rodríguez Santerbás, los responsables de "Economía" Roldán, Muñoz y Delgado, etc.) se acercasen a menudo para ayudar en las ocupaciones que atendíamos. En más de una ocasión, improvisamos reuniones entre los que estábamos y los que venían, en las que debatimos cuestiones preferentemente culturales y, a veces, políticas. El viaje de Max Aub fue una de las que se abordó, especialmente cuando se tocaba uno de los grandes temas en que Triunfo basó su empeño desde que nos consideramos "independientes": la reconstrucción de la memoria histórica. Varios de los presentes, que tuvieron ocasión personal de estar' con él o asistir a alguno de los actos en que Aub intervino (por ejemplo Monleón, también Moreno Galván o Santerbás), aportaban información y su opinión, además de la que recogían.

La reaparición de Triunfo acreditó el prestigio adquirido. En la Redacción se recibieron montones de cartas que, sin excepción, elogiaban a la revista: unas por su temple moral, otras por el ejemplo de su coherencia y, muchas, además, por el vacío que sintieron sin su revista de cabecera durante los largos cuatro meses que duró el inicuo amordazamiento. Estimulados y, a pesar de todo, satisfechos de la superación de aquella dieta profesional, nos pusimos de nuevo manos a la obra con nuevos "extras": 'El Niño, ese desconocido"; "Izquierdas y Derechas"; "Ciencia- ficción"...

En ese propicio contexto -comienzos del 72, mes arriba, mes abajo- comenzamos a hablar de La gallina ciega (los ejemplares de la edición mexicana de Mortiz circulaban ya "bajo mano" por Madrid) entre nosotros y con los más cercanos colaboradores. De hecho, reemprendíamos los comentarios a las cuestiones que ya habíamos debatido antes de la aparición del libro, cuando supimos directa e indirectamente del viaje de Aub. Las casi siempre certeras alusiones del autor sobre algunos personajes ocasionaron festivos comentarios y, en algún caso, opiniones opuestas; en cambio, tanto la figura pomo la extensa obra de Max Aub concitó repetidas unanimidades, especialmente su calidad de testimonio vivo y firme de una época irrecuperable. Coincidimos en que el libro de Buñuel fue un buen pretexto sabiamente utilizado por Aub para comprobar personalmente si, como apuntaba en su libro, era cierto cuanto se temía: que su verdadera patria cultural, la España de la República , la de la Institución y la Residencia , la de La Barraca y las Misiones Pedagógicas, había desaparecido verdaderamente al final de la guerra civil sin dejar rastro, secuestrada por los vencedores y, en su lugar, usurpándolo, encontraría una España distinta, otra.

Cuando alguien manifestó su extrañeza porque en La gallina ciega sólo apareciera en dos ocasiones el nombre de Triunfo y, precisamente, ambas en el texto que Aub tradujo del artículo de Louis Aragon en Les Lettres Françaises sobre el happening de Joan Miró (que Triunfo había publicado un par de meses atrás), coincidimos varios en que lo más probable es que a ninguno de los interlocutores que Max Aub había ido encontrando se le ocurrió hablarle del interés creciente que en todo el país despertaba la revista. Y cuando se apuntó que Cuadernos para el Diálogo aparecía citado varias veces, me adelanté a responder que Cuadernos había organizado varios actos públicos sobre la obra de Max Aub, editándole incluso una pieza teatral, No; mientras que nosotros, atenazados por la crisis que estuvo a punto de enviarnos a la muerte periodística, nada parecido pudimos hacer, ni tan siquiera haberlo tenido con nosotros, que hubiera sido lo mejor, y celebrar un gran coloquio en la Redacción sobre la España de los treinta y la de hoy, al que le hubiéramos dedicado varias páginas...

La gallina ciega llegó a mis manos muy pronto. No he logrado recordar quién me facilitó el ejemplar o cómo lo adquirí. Las cuestiones previas queme azuzaban hacia el libro de Aub eran numerosas: desde el asombro que me causó cuando conocí en toda su extensión, gracias al propio José Ramón Marra-López y a su libro pionero de 1963. la importancia y la magnitud de la considerable obra que Aub había creado en el exilio; o, cuando en el 64, publicamos en Primer Acto su San Juan. El conocimiento necesariamente parcial de su vasta obra -Morir por cerrar los ojos, algunos Campos de su Laberinto, La calle de Valverde, Jusep Torres Campaláns, su apócrifo Discurso, etc.-, incrementó mi interés por el importante testimonio que, sin duda, el libro aportaría. Y, además, (¿por qué lo afectivo se superpone a menudo a lo importante?), ya lo dije antes, porque su nombre estimulaba poderosamente una fibra sentimental del recuerdo hondo de mi adolescencia: el de aquella Valencia de 1935 y 1936 cuando cursaba los dos últimos cursos del bachillerato en el Instituto Blasco Ibáñez, con docentes como mi profesor de Historia Literaria, el poeta Alejandro Gaos (cuyos hermanos menores, el después también poeta Vicente -un curso anterior al mío- y Fernando, estudiaron conmigo en el colegio de San José; o, después, cuando mi compañera de curso en el Instituto Rosa Ballester (novia entonces de Ángel Gaos, con quien, tras la guerra, partiría hacia el exilio donde ambos fallecieron) me hablaba de "El Búho", el teatro universitario que dirigía Max Aub; o, en fin, cuando a mi padre y a otros periodistas escuchaba a menudo el nombre de Max Aub y los de quienes pertenecían a su entorno intelectual como Juan Gil Albert, Federico Miñana; los pintores Genaro (entonces Genard) Lahuerta y Pedro Sánchez; después "Pedro de Valencia" (conservo un paisaje suyo); de Fernando Dicenta de Vera (buen amigo de mi padre, escritor muy interesado en la actualidad cultural y excelente tenista que, en una ocasión, me regaló una raqueta); los críticos musicales Eduardo López Chavarri (su mujer, Carmen Andújar, profesora de mi hermana) y Enrique Gomá; el valencianísimo escritor Francisco Almela y Vives; el crítico y ensayista cinematográfico Juan Manuel Plaza; el relevante pianista Leopoldo Querol y tantos más, a quienes, en su mayor parte, aquel muchacho de catorce años que fui yo conoció y trató frecuentemente en nuestra casa, un acogedor chalet del atractivo Barrio de los Periodistas, pasado el Turia, más allá de la Alameda , en el entonces Paseo de Valencia al Mar, hoy Avenida de Blasco Ibáñez...

Mi primera lectura de La gallina ciega, pues, fue necesariamente apremiante por la superposición perturbadora que me imponía la confirmación de mi ayer valenciano. Como me faltaba tiempo para todo, en ocasiones alternaba la lectura con la de un montón de originales para la revista que se me acumulaban. (Triunfo era ya desde hacía tiempo, además de receptor de la copiosa producción de sus habituales colaboradores, un torrencial y genérico destinatario de artículos y reportajes suscritos por espontáneos, así como de un sinnúmero de breves ensayos y tesinas de evidente procedencia universitaria adaptados a un formato más o menos periodístico). Y hasta en algunos de los viajes súbitos, que hube de realizar repetidamente por aquellas fechas, La gallina ciega me acompañó con sus cuatrocientas y pico de páginas...

Había comenzado mi lectura buscando y sorbiendo literalmente los pasajes que trataban de las estancias de Max Aub en Valencia y, sobre todo, los nombres que él citaba conforme encontraba a cada persona o los mencionaba recordándolos y enmarcándolos en su propia época: justo los que, sin dudarlo, yo presumí que iba a reencontrar. A todos los halló. Y en su minuciosa búsqueda del tiempo ido, al evocar persona o personaje, Aub descorría para mi anhelante memoria la sutil cortina que velaba otros recuerdos que el paso del tiempo ocultó: por ejemplo, su encuentro con lila Ehremburg (mi precoz lectura de Fábrica de sueños) o con María Luz Morales (admirable crítica de cine de La Vanguardia que vino a Valencia para intervenir en El día del cinema, el certamen que mi padre organizaba cada año desde Las Provincias); los Zarranz, propietarios del inolvidable balneario de Las Arenas (su piscina, tema del famoso cartel de José Renau que recordé con su autor cuando le visité en el Berlín Este, una de las veces que, como enviado especial de mi propia revista, asistí a la Berlinale ); o el temido catedrático Morote, director del tradicional Instituto Luis Vives, rival (¿ideológico?) del reciente Blasco Ibáñez creado por la República , en el que yo cursaba; el librero Plácido Cervera; el periodista Plá y Beltrán; la librería Maraguat; el encuadernador Chuliá... y, también, sus comidas ("...en un restaurante del que fue Camino de Tránsitos [...] ¡qué 'botifarrons'!, ¡qué longanizas!, ¡qué pan de huerta!), su reencuentro sentimental con el Vedat o la Albufera y un largo, muy largo etcétera...

Aquella primera y algo incompleta visita lectora a La gallina ciega, que caló hondo en mi ánimo por tantas cosas, incidió precisamente y sobre todo en esa evocación de la Valencia de los años treinta que, como mi más lejano recuerdo, llegaba a vislumbrar los alrededores del 14 de abril. Porque nunca he olvidado aquella inacabable, impresionante manifestación que vi pasar con mi madre y mi hermano -una joven mujer con dos niños- a la salida del cine Coliseum, en la Gran Vía de Germanías, muy cerca de la calle de Ruzafa. Desde allí, atónitos, contemplábamos la marcha decidida de miles y miles de personas de toda condición que, sin gritos pero con firmeza, repetían incansables con voz ronca: "¡que se vaya!, ¡que se vaya!", mientras, sobrecogidos, escuchábamos el obsesivo ritmo de sus pisadas... Aquella multitud imperativa y exigente que pasaba ante nosotros quería, porque lo necesitaba, forzar la Historia a su favor. Y era idéntica a la que explotaría de gozo y alegría cuando proclamaron la República en la plaza de Castelar y similar a la muchedumbre que, en la plaza de Tetuán, justo donde entonces vivíamos, celebraba jubilosamente el asombroso cambio histórico frente al prolongado complejo arquitectónico que unía el Regimiento de Guadalajara número 13 a la iglesia castrense de Santo Domingo y a la Capitanía General. Desde el balcón de un tercer piso escuché muchas veces la "Marsellesa" y, por vez primera, el "Himno de Riego". La época que se alude reiteradamente en La gallina ciega se extiende a una generación más allá de la mía. Pero la que señalo, imborrable en mi recuerdo, es, sin embargo, la del comienzo de la plenitud creativa de Max Aub que la guerra civil impulsará y el exilio convertirá en memorable. En el final de esa época previa a la guerra y en ese marco que brinda su ciudad de adopción ("Ésta que fue mi ciudad ya no lo es, fue otra"), cabe la evocación de la Valencia republicana que retengo con insistencia, precisamente la que, entre el entusiasmo y la veneración, se echó a la calle un radiante día de octubre del 33 para recibir los restos de Vicente Blasco Ibáñez; la que, en suma, acogió el célebre "mitin de Mestalla", un inmenso, grandioso acto político de masas que protagonizó Manuel Azaña.

Debió ser a mediados de marzo del 72. Habíamos publicado ya el último "extra" de la serie iniciada en el verano del 70, "Ciencia-Ficción", y habíamos decidido prolongarla con un número especial sobre un tema cardinal de la revista: nuestra cultura. Teníamos un título provisional con muchas posibilidades de que fuera el definitivo: "La cultura en la España del siglo XX" y, prácticamente, ya habíamos hablado con casi todos los autores de la lista (José Luis Cano, Tuñón de Lara, Blanco Aguinaga, Cristóbal Halffter, Luis de Pablo, Alfonso Sastre, Aurora de Albornoz) y esperábamos las respuestas de los restantes. Fue entonces cuando Federico Álvarez nos anunció que Max Aub iba a llegar o que acababa de hacerlo, no recuerdo bien, y que se alojaría o alojaba en su casa. Ante el nuevo viaje, relacioné súbitamente el "extra" que preparábamos con el célebre Discurso escrito por Max Aub, del que, cuando se publicó en México, dimos cuenta en nuestras páginas de "Artes y letras". Un apócrifo genial en el que el autor pronuncia el discurso de su propio ingreso en la Academia de la Lengua de un utópico 1956 sin que hubiera ocurrido en nuestro desgraciado país la guerra civil del 36. Mis compañeros opinaron, como yo, que efectivamente se nos presentaba esa oportunidad de enriquecer con aquella pequeña obra maestra y el nombre de Max Aub el importante "extra" que teníamos en el bastidor; un texto imprescindible que, para mayor atractivo, nunca pudieron conocer los españoles. Telefoneé a Federico Álvarez, su yerno, rogándole que me consiguiese una entrevista con Max Aub. Al fin, iba a conocerlo...

Había preparado la visita a Max Aub, que tanto me importaba, ordenando en mi memoria con atención cuanto pretendía solicitarle: en primer lugar, incitarlo a que me contara algo más de la Valencia de su juventud, la que evocaba en La gallina ciega; después, le explicaría el sentido y el éxito de nuestros "extras", incluida la dura sanción recibida a causa de uno de ellos; y, como muy importante, le pediría autorización para publicar su Discurso apócrifo en el "extra" que preparábamos sobre la cultura española (y, si cupiese, decirle cuánta importancia tenía para mí su Discurso con la generosa invención de una España sin guerra civil del 36). Finalmente, una idea improvisada que se me ocurrió en el camino: sugerirle, ante la inminencia del 14 de abril, celebrar la fecha invitándole a un almuerzo con la plana mayor de Triunfo, acto íntimo y reservado que, para nosotros, tendría la significación de homenaje a un gran escritor español cuya importante y extensa obra había sido secuestrada, ocultada por la fuerza al conocimiento de los españoles, por un régimen represivo e intolerante.

La verdad es que ya estaba medio emocionado antes de encontrarme con él. Como si, en el mismo portal del número 46 de la madrileña calle de Diego de León, antes de subir a la casa de Federico Álvarez y Elena Aub donde se alojaba, me hubiera invadido de pronto, allí mismo, la timidez aún infantil de la que, aquel muchacho que yo fui, no había logrado liberarse todavía a los catorce años...

Rememoro esta visita, y la siguiente que realicé a aquella casa, como sucedidas en la penumbra, no sé por qué... En la primera, Aub estuvo cortés (su mirada miope, tras los gruesos cristales de sus gafas, me intimidaba): habló, no mucho, de aquella Valencia cuyo recuerdo me perseguía. Recordó cortésmente a mi padre, redactor de Las Provincias, el diario valenciano en el que precisamente colaboraba Fernando Dicenta, el antiguo y gran amigo de Max que tanto citó en La gallina ciega. Entonces es cuando el propio Aub me aclaró que la carta suya, que publicamos en Triunfo poco antes de su regreso a México, la remitió a nombre de Ángel Ezcurra, mi padre, creyendo que era él quien dirigía la revista. Aceptó con sencillez la invitación a comer que le proponía para el 14 de abril, aunque un compromiso personal para esa fecha, me dijo, le obligaba a sugerirnos el día siguiente, el 15, para el ágape. Y, en cuanto a su Discurso, me alarmé cuando expresó con determinación sus serias dudas acerca de que fuera permitida su publicación por la autoridad gubernativa. Me dio la impresión de que me estaba formulando el cortés anticipo de una negativa. Insistí y, por lo menos, su contestación entreabrió mi esperanza: "Venga a yerme otro día y le daré mi respuesta". Salí satisfecho del tan deseado encuentro aunque no entusiasmado: Max Aub sólo había sonreído en un par de ocasiones; por lo demás fue atento aunque, en alguna ocasión, algo lejano. Quedé, eso sí, preocupado ante sus dudas sobre la publicación de su Discurso, lo más importante de la visita.

El almuerzo en "Gambrinus" -no en " La Ancha " como erróneamente cité en alguna ocasión y al que el propio Aub aludió correctamente en sus Diarios- se desarrolló en un ambiente muy cordial, hasta festivo. Max Aub habló de todo y con todos, prolongándose el encuentro en una larga sobremesa que consumió dos temas especialmente gratos para nuestro homenajeado: uno, el Congreso de Intelectuales Antifascistas celebrado en Valencia durante la guerra civil y, el otro, la figura de André Malraux, su gran amigo, con quien Aub rodó Sierra de Teruel, el magnífico film basado en un episodio de L'Espoir, del propio Malraux realizado durante nuestra guerra, y de su arriesgado rodaje con las tropas de Franco pisando sus talones. Se habló, lógicamente, de La condición humana y de su más reciente obra: El museo imaginario. Ahí saltó la controversia, un vivo debate en el que Eduardo Haro criticaba al libro y a su autor, mientras Aub los defendía. Como los contendientes no cedieron en sus posturas ni ante la imprescindible alusión a De Gaulle, el litigio cultural y político quedó en amistosas tablas. Al despedirnos, Aub, a quien acompañaba Federico Álvarez, me lo recordó: "¿Le veré? Federico le avisará". Imaginando buenas noticias para el Discurso, le respondí afirmativamente con un efusivo apretón de manos.

Pasaron varios días sin noticias. Me inquieté pensando en un olvido. Tras varios días más, recibí el aviso. Esta vez acudí con alguna desenvoltura. Max insistió en sus dudas sobre las muchas probabilidades de que la publicación de su Discurso fuese impedida. Recordando cuanto le había referido sobre los "extras", me hizo algunas preguntas sobre ellos, se interesó, por el que preparábamos sobre la cultura española y sobre la dura sanción que motivó el número sobre el matrimonio. Para no malograr la autorización que esperaba para publicar su Discurso, suavicé al responderle la dureza de la sanción y subrayé la importancia del contenido del número en el que esperábamos publicarlo. De repente, casi interrumpiéndome, Max se levantó diciéndome: "Discúlpeme un momento". No sé si fue un espejismo, pero me pareció que iniciaba un esbozo de sonrisa o, tal vez, que su mirada contenía un algo irónico. En pocos minutos regresó con las manos en la espalda, manteniendo el apunte de sonrisa que un minuto antes creí adivinar. Como si fuese la sorpresa con que un invitado quiere sorprender gratamente al hijo de su anfitrión, adelantó sus brazos ante mí con dos objetos, uno en cada mano, diciéndome: "A pesar de cuanto me dice, dudo mucho de que mi Discurso pueda publicarse... Tome", entregándome un ejemplar de la edición original de su Discurso y otro, dedicado, de Crímenes ejemplares. Sorprendido, no me fue fácil encontrar unas palabras para manifestarle mi gratitud y pedirle el nombre y el teléfono del Hotel donde se alojaría en París en la fecha en que aparecería nuestro "extra", en el caso de que "tuviéramos la fortuna de que su Discurso viera la luz". Me facilitó los datos mecánicamente, como si fueran innecesarios. Al despedirme, Max apenas esbozaba una breve sonrisa...

Le llamé a París. Recuerdo perfectamente aquella breve conferencia. Sus respuestas fueron lacónicas y me pareció apagado el tono de su voz. No reveló excesiva sorpresa cuando le comuniqué la noticia de que su Discurso se había publicado, él que fue tan escéptico en cuanto a las posibilidades de su texto, pero mostró interés cuando le comuniqué los sesenta mil ejemplares de la tirada. Y agradeciéndome la llamada -estoy seguro de que no la esperaba- me pidió que le enviase algún ejemplar a su casa de México. Cuando, no mucho después, supe de su fallecimiento, comprendí con pena que, cuando hablé con él, ya estaba herido de muerte. Presumo que Max llegó a ver su Discurso en nuestras páginas, aunque nunca supe si los ejemplares le llegaron antes de que la muerte le sorprendiera pocas semanas después, el 22 de julio de 1972, en su refugio de Euclides 5 de la capital federal.

La desaparición de Max Aub y la de Américo Castro ocurrió con pocas fechas de diferencia. Triunfo les dedicó un extenso editorial, "Los paralelos", un conmovido adiós a las dos eminentes figuras de nuestra cultura, más una bibliografía de ambos. A continuación reprodujimos la vehemente semblanza de Américo Castro que Max te dedicó en La gallina ciega y, finalmente, la muerte de Max Aub fue objeto, con ese mismo título, de un personal comentario de Monleón.

Con la muerte de Max Aub realmente terminaba la relación directa entre el ilustre autor y Triunfo y, consecuentemente, con su triste evocación podría finalizar esta crónica. Pero el hecho de que una serie de circunstancias históricas permitieran sobrevivir y, en cierto modo, anudar posteriormente aquel nexo singular, reclama la continuación de esta crónica. Elijo, pues, el camino de la reseña para recoger los hechos que estiran en el tiempo la historia de la relación de Max Aub con Triunfo que, en frase del profesor Aznar Soler, en aquellos tiempos, fue la revista que leyó mayoritariamente la izquierda intelectual de nuestro país.

Bien. Tras otra grave sanción que silenció a Triunfo por otro largo período durante el que ocurrió la muerte de Franco, frustrante situación profesional porque impidió pronunciarnos sobre aquel hecho histórico, la revista atravesó la denominada transición manteniendo como línea básica la de una izquierda unitaria. Aparecieron modernos e importantes medios de información -El País-, se desarrolló la televisión, surgieron varios partidos políticos que, diciéndose de izquierdas, sustituyeron la fidelidad ideológica por la contienda electoral entre ellos mismos. Uno tras otro, sin parar, fueron produciéndose muchos desencuentros entre la revista y quienes nos leían y hasta reverenciaban. Nuestras reflexiones ya no se escuchaban, como cuando, ante las elecciones, advertíamos "El voto de la izquierda...". Y así muchos, demasiados, fueron olvidando a Triunfo, la revista que fue su seña de identidad, su aula cultural impresa. Por otra parte, de nuestro propio seno brotó la disidencia profesional para fundar otra publicación -La calle- que, como rival, desgajó parte de nuestro tradicional lectorado. No solo fue una equivocada operación política, sino que, perversamente, para enmascararla, nos vimos acusados de la consabida caza de brujas. Mientras, la ley del mercado hizo su aparición con exigencias. Y, como las hojas en otoño, cayeron revistas, entre otras, un importante y tenaz contradictor del régimen, Cuadernos para el diálogo, que se había convertido en semanario tras la muerte de Franco.

Para intentar la ya muy difícil supervivencia -las alarmas sonaban-, se buscó una solución urgente que, a la espera de un -utópico- cambio de tendencia, al menos ralentizase el curso hacia la nada: cambiamos la periodicidad y de semanal nos convertimos en mensual. Aquel Triunfo mensual -que en alguna ocasión denominé "póstumo"-, fue una excelente publicación que, conservando sus bases ideológicas y culturales, supo hacerlas fácilmente compatibles con aquel punto de refinamiento que distinguió a inolvidables clásicos del género como el New Yorker. Los entendidos la elogiaron, pero no contuvo la deserción de los lectores y la implacable realidad se impuso: las campanas doblaron por aquella obra colectiva de mil semanas. La publicación que había resistido a la censura, a la represión y a la mordaza del franquismo, agonizaba en plena democracia y -oh, paradoja!- expiraba tres meses antes de que la izquierda de entonces, hoy sólo nominal, obtuviera la mayoría absoluta en las elecciones generales de octubre del 82.

Tras una década de silencio, inesperadamente, el nombre de Triunfo volvió a sonar. Sucedió en 1992, que no sólo fue el tiempo del Quinto Centenario, de la "Expo" de Sevilla y de los JJ. 00. de Barcelona; también lo era del llamado "desencanto", un sentimiento nada espectacular, más bien recóndito que, sin nada que ver con aquellos fastos, intentaba sacudir la indolencia de muchos intelectuales. A instancias de la profesora Alicia Alted y con el apoyo del profesor Paul Aubert, de la Casa de Velázquez, su director, el eminente hispanista Joseph Pérez, acogió las Jornadas que, con el título de "Triunfo en su época", reunió a los compañeros que, sucesivamente, formaron parte del equipo fundamental de la revista y a un considerable número de colaboradores que, en buena parte, eran ya personalidades de la cultura y el periodismo. Un grupo de jóvenes y notables novelistas -Muñoz Molina, Millás, Landero, de Lope... -, que, según propias manifestaciones, hubieran escrito en Triunfo de haber nacido antes, completó el sobresaliente conjunto de participantes. Se escucharon ponencias de enorme interés, discursos memorables -Lázaro Carreter, Aranguren- y Triunfo quedó confirmada como revista de referencia. Durante cuatro intensas sesiones y en el ambiente venturoso de un feliz reencuentro entre antiguos compañeros, se analizó con rigor el enciclopédico contenido de la ingente obra realizada durante veinte años y, con lúcida argumentación, se recordó la benéfica, saludable influencia que Triunfo ejerció sobre sus lectores, activos participantes en la complicidad que exigían los sobrentendidos mensajes culturales e ideológicos que emitía la revista. Aquellas Jornadas del 92 nada tuvieron que ver con unas exequias nostálgicas por la revista perdida, sino que se celebró con satisfacción la paradoja de que, diez años después de su extinción, el poderoso recuerdo de un Triunfo irrepetible era capaz de una reaparición virtual como aquélla, al conjuro de nuestra ferviente evocación. Nadie pues lloro una perdida irreparable sino que todos sin excepción gozamos recuperando, siquiera durante un par de días, los versos y la música de nuestra inolvidable canción...

A las Jornadas siguió la académica costumbre de publicar sus Actas. Se hizo en un voluminoso libro que, con el cartel que Antonio Saura dibujó para las Jornadas como portada y con el que nos envió Rafael Alberti, como ex libris, se tituló también "Triunfo" en su época. Para la ocasión, tanto Haro Tecglen como yo propusimos la adición, como anexos, de dos textos: el suyo, "Historia del fin del mundo (1945-1993)", un documento fundamental del gran periodista, pluma magistral de Triunfo que, mediante una lúcida semblanza del reciente siglo, descubre y analiza las claves que han determinado su historia; por mi parte, una larga biografía de la revista que titulé "Crónica de un empeño dificultoso", en alusión a la 7ª acepción que el Diccionario de la Real Academia asignaba entonces (18ª edición) al vocablo "triunfo" que daba título a la revista ("Éxito feliz en un empeño dificultoso") y que, ante la negativa de los editores, no pude sustituir en 1962. Probablemente fui excesivamente minucioso en mi larguísimo relato (más de trescientas páginas), excediéndome seguramente en la acumulación de datos y otros complementos. Pero entendí que el complejo y accidentado camino que hubo de recorrer Triunfo y los rumores hostiles con que le intentaron inquietar a lo largo de tantos años de vida en el mundo de la comunicación, requería hacerlo de esa manera: mejor más que menos...

La presentación del libro en Madrid, Barcelona y Valencia nos reveló la firme permanencia del recuerdo de la revista en quienes fueron sus lectores que, en buen número, acudieron a tales actos, muchos con algún ejemplar en la mano, repitiendo el gesto de cuando, en los tiempos difíciles, llevarlo bajo el brazo constituía una seña de identidad. Entre los antiguos lectores encontramos profesores de historia contemporánea y de literatura quienes manifestaron su añoranza por la que fue su revista de cabecera y en la que también encontraron su aula paralela. Tampoco faltaron algunos rectores, quienes subrayaban el valor de la revista como instrumento de investigación. De ahí brotó la idea que rápidamente fructificó: donar colecciones de Triunfo a universidades y otras instituciones culturales. Como consecuencia, varias de las que solicitaron -y recibieron- colecciones de la revista, lo solemnizaron con actos académicos como ocurrió en la universidad de Valencia, la Autónoma de Barcelona, Zaragoza, La Laguna , Duke o, conjuntamente con el Instituto Cervantes, como en Nueva York, París, Burdeos, Toulouse... La Nacional de La Plata ha sido la más reciente universidad que cuenta en su biblioteca con la colección. Espera su turno la de Salamanca. Me parece innecesario ponderar la importancia que para Triunfo supone su plural llegada a las universidades donde servirá como imprescindible obra de consulta para el estudio y la investigación de dos décadas significativas en la España de la segunda mitad del siglo XX.

Creo que la generosidad de algún amigo que tuvo la santa paciencia de leerse de cabo a rabo mi ya citada "Crónica" en la que contaba brevemente mis encuentros con Max Aub, postulando su autorización para que su Discurso se publicase, por vez primera en España, en el "extra" de Triunfo dedicado a nuestra cultura; creo, repito, que tuvo que ver con el hecho de que fuera invitado a intervenir en el curso "Max Aub: veinticinco años después", que tuvo lugar en El Escorial en agosto del 97 durante la extensión veraniega que allí organiza la Complutense. En muy grato ambiente, además de a los directores del curso, el profesor Ignacio Soldevila y Dolores Fernández, conocí a varios de quienes participaron en aquel foro: Rafael Chirbes, Antonio Muñoz Molina, José Antonio Pérez Bowie, María Paz Sanz, Miguel Ángel González Sanchís y reencontré a dos buenos amigos y grandes expertos en la obra maxaubiana como Manuel Aznar Soler, catedrático de la Autónoma de Barcelona y un colaborador de Triunfo que nos enviaba sus interesantes trabajos desde la universidad de Berkeley, ahora en la Autónoma de Madrid, Francisco Caudet. La presencia siempre afable de Elena Aub, presidenta de la Fundación Max Aub, a quien había conocido poco tiempo antes, confería al conjunto una especie de legitimación añadida -ya sé que innecesaria, pero en este caso apropiada-, como de evidencia de una estirpe cultural que, a mi modo de ver, completaba, redondeándolo, aquel conjunto realmente ejemplar.

Asistí a casi todo el curso y, gracias a cuanto escuché de quienes intervinieron, aprendí profundizando en una obra inmensa, todavía más importante de lo que pude suponer. Por cierto, tuve suerte en mi intervención -"Evocación personal de Max Aub"- porque, quizás y sin quererlo, añadí un punto de emoción a mi relato que, probablemente, alcanzó a varios de los asistentes, lo que determinó buena cosecha de aplausos y de felicitaciones. González Sanchís, director de la Fundación , me invitó a formar parte del Jurado del Concurso Internacional de Cuentos, al que suelen concurrir centenares de breves narraciones. También me preguntó si podría preparar una conferencia sobre Triunfo que explicara la revista y su época a los muchos alumnos de Instituto que participan en la conmemoración que, en cada aniversario de Max Aub, se celebra sobre su obra.

Por mi parte, consulté con Elena Aub si consideraba interesante para la Fundación que entregara para sus fondos documentales la carta manuscrita que me envió su padre y, también, si parecería oportuno que donase una colección de Triunfo. La presidenta de la Fundación acogió con entusiasmo ambas propuestas y, poco después, desde Segorbe, González Sanchís me comunicó que mis donaciones serían recibidas en un acto para el que me sugería que, tal como se había hecho en varias universidades españolas y extranjeras, se exhibiera en sus salones una selección de portadas de Triunfo y me aviniese a dictar una conferencia en el mismo acto, cuyo tema y título dejaba a mi consideración.

Los actos que en Segorbe organiza la Fundación , con apoyo de toda la ciudad, entusiasman: centenares de muchachas y muchachos, alumnos de Institutos castellonenses y valencianos, acudían con sincero interés, a veces hasta con fervor, a los actos sobre y alrededor de la obra de Max Aub... La inolvidable velada del Auditorio a la que asistí y en la que chicos y chicas recitaron poesías y pusieron en escena breves obras de Max Aub, llegó a emocionarme porque me trasladaba al lejano tiempo en que acudía a actos similares en el Instituto en el que estudié... En mi recuerdo queda el cordial talante y la competencia literaria de mis compañeros en el Jurado del Concurso de Cuentos -Juan Madrid, Sara Rosenberg, Manuel Ramírez, Fernando Lalana y Meliano Peraile-, así como la de cuantos llegaron hasta Segorbe -Ignacio Soldevila, José María de Quinto, Manuel Aznar Soler, Antonio Rabinad- para participar en aquellas conmemoraciones. Con aquéllos y con éstos participé en interesantes y también divertidas tertulias. A tan positivo balance, añadiré el encuentro que mantuve con varios profesores de Institutos de Valencia, antiguos y devotos lectores de Triunfo, cuyas consideraciones sobre la enseñanza, la cultura y la misma actualidad social y política del momento me reafirmaron en la alta estima que profeso hacia ese fundamental estamento docente que encabezó, entre otros ilustres hombres de nuestra cultura, Don Antonio Machado.

Por último, debo un recuerdo, siquiera breve, para el acto en el que, con decenas de portadas de Triunfo colgando de las paredes de aquel salón de la Fundación , tuvo lugar la formalización de las donaciones y di la conferencia solicitada. Con el título "El mensaje cultural de Triunfo", expuse una síntesis de la historia de la revista cuyas ilustraciones fueron las propias portadas que simbolizaban fechas, contenidos y circunstancias por las que fue atravesando la publicación, incluidos los enfrentamientos con el poder y sus sanciones. Lógicamente, dediqué justa atención a la relación personal que mantuve con Max Aub y de la que obtuve su conformidad para que su apócrifo Discurso de ingreso en la Academia fuera, al fin, conocido por los españoles y precisamente a través de la revista que leían con fruición universitarios, intelectuales, gentes que amaban el progreso, los incondicionales dé la cultura como sendero firme hacia la libertad. Felicité a Elena Aub y a Miguel Ángel González Sanchís por la ejemplar labor que la Fundación realizaba en la difusión de la obra de Max Aub. Por último, expuse la correlación que, a mi modo de ver, explicaba la presencia de la colección de Triunfo en la biblioteca de la Fundación Max Aub:

Considerando las obvias diferencias entre lo muy personal y lo ampliamente público y colectivo, o entre las distintas épocas en que transcurren -la brillantemente emprendida por la Republica y la lóbrega catacumba a que redujeron la cultura quienes aniquilaron aquella a sangre y fuego- tengo para mi que existe una concordancia básica y razonable entre la vida y la obra de Max Aub y el mensaje cultural, también el ideológico, que Triunfo difundió a lo largo de sus veinte años de historia. Estimo, pues, coherente y hasta edificante que la Fundación Max Aub albergue, entre sus fondos, la colección completa de una publicación que propagó y defendió siempre las grandes ideas de la tolerancia y de la libertad.

Deseo, para terminar esta crónica, resumirla con una definitiva consideración: Max Aub, como dijo Ayala, fue "un gran escritor en un período de grandes escritores" y, sin duda, personalizó la España que pudo ser y no fue, la que se perdió en el vacío que queda mas allá de la Historia A España si precisamente el nacido en Paris hijo de judío alemán y madre francesa... Nunca olvidaré su queja desgarrada cuando exclama: "¡Qué daño no me ha hecho, en nuestro mundo cerrado, el no ser de ninguna parte...!"

Madrid, septiembre 2001

P.S. Como elocuente testimonio de mis encuentros con él, guardo de Max Aub un valioso autógrafo en la tercera página, tras la cubierta, de Crímenes ejemplares. Bajo el solitario epígrafe "Confesión", su pluma señaló con un trazo firme la dedicatoria, escrita con excelente caligrafía de muy clara legibilidad, y que dice:

(falta el principal crimen ejemplar)
muy agradecido, de verdad,
José Ángel
Ezcurra, a su mano
abierta.
Max Aub.
Mayo 72, en Madrid

 

Bibliografía

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