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Olivar

versión On-line ISSN 1852-4478

Olivar v.9 n.11 La Plata ene./jun. 2008

 

NOTAS

Cartas para el más allá

Fernando Valls  

Universidad Autónoma de Barcelona - Freie Universität de Berlín

Resumen
Las novelas de Juan Pedro Aparicio y Juan Cruz pueden leerse como dos largas epístolas, dirigidas a la madre, la una, y al padre, la otra; la primera se presenta con la forma de una ficción narrativa, mientras que la segunda está escrita a la manera de un libro memorialístico. Los dos son prosistas, narradores de larga trayectoria, aunque la actividad principal del escritor canario haya sido el periodismo cultural; mientras que Aparicio, quien ha cultivado con fortuna la literatura de viajes y el artículo periodístico, ha centrado su actividad en las diversas dimensiones de la prosa narrativa: microrrelato, cuento y novela.

Palabras clave: Novela; Juan Pedro Aparicio; Juan Cruz Ruiz.

Abstract
The novels of Juan Pedro Aparicio and Juan Cruz may be read as two long epistles, addressed to the author's mother, in the first case, and to the father, in the second. The first one displays a narrative fiction form, whereas the second is written in the way of a memoiristic book. Both of them are prosists, long-career narrators, although the main activity of the Canarian writer has been the cultural journalism, while Aparicio, who has successfully cultivated voyage literature and journalistic article, has centred his activity on the diverse dimensions of the narrative prose: short short-story, short-story, and novel.

Keywords: Novel; Juan Pedro Aparicio; Juan Cruz Ruiz.

Tristeza de lo finito, de Juan Pedro Aparicio (1)

   Como una misiva a la madre difunta debería leerse esta nueva novela del autor leonés, en el mismo sentido que la de Juan Gelman ( Carta a mi madre, 1989), aunque el escritor argentino se haya valido del verso. La rememoración, durante el funeral, de la existencia de Clara Álvarez Ortiz, madre del narrador, exigía intensidad y una prosa ajustada, además de la emoción contenida de las que se sirve el escritor. Así, Adrián (quien se define como “un ateo cristiano, imbuido de la cultura del cristianismo”, p. 74), al no reconocer a su madre en el personaje abstracto que refiere con su hueca retórica el jesuita que oficia el rito, empieza a recordar en un largo monólogo hechos y episodios significativos de la existencia de su progenitora, los vínculos que mantuvo con su familia, marido e hijos, sirviéndose a veces de la ayuda de un álbum de fotografías, a partir de las cuales compone el relato de su juventud. La narración, cuyo destinatario explícito es la madre, durará lo que la ceremonia, de ahí que pueda decirse que se desarrolla en un tiempo real. Se reconstruyen, sobre todo, dos experiencias: la indefensión de la mujer durante el franquismo, su absoluta dependencia del marido; y la infancia de Adrián, junto con algún episodio de juventud, como su estancia en Inglaterra.
   Aparicio se vale para ello de géneros clásicos, la consolatio latina y la elegía, para recrear en un monólogo la figura de la madre y testimoniar el amor filial, sus deudas (“había una verdad esencial [...]: lo mucho que te debo de todo cuanto bueno o aprovechable pueda haber en mí”, p. 22), la admiración que le profesa y que antes no había sido así (“yo no siempre te quise como ahora”, p. 23). Pero, sin duda, el tema principal del relato es el fracaso de una vida, la infelicidad de Clara (“La felicidad es una cosa monstruosa”, afirma Flaubert en la cita inicial), víctima de la intolerancia y de las represiones habituales de la España que le tocó vivir; de un padre bueno y generoso, pero rudo y severo, a quien tenía miedo; de un marido poco cariñoso que no logró hacerla feliz (“aguantando a este hombre he ganado el cielo”, p. 75), de quien tampoco pudo separarse (“aquella legislación que hacía de la mujer prácticamente una esclava”, ya que el divorcio estaba prohibido por el Estado y por la Iglesia, pp. 22 y 69) y sólo le debió quedar el consuelo, la esperanza, de no compartir con él la sepultura, decisión que se cuenta únicamente en el desenlace. En la hora final, tras un vida cumplida, con 85 u 86 años, sus hijos deciden incinerarla, motivo con el que arranca la narración, algo que ella no deseaba, por ese temor ancestral a ser enterrada viva.
   De manera sintética, el narrador rememora la infancia feliz de su progenitora, hasta la muerte de su madre, Diana, cuando sólo había cumplido 12 años; sus temores, virtudes y limitaciones, las propias de una mujer de la época, sin instrucción, pero también su afición al cine, al teatro y a escribir cartas; su condición de huérfana, hija única de un viudo enriquecido; el amor y cuidado de los hijos (“lo único satisfactorio habíamos sido nosotros mismos, tus hijos”, p. 49), la fascinación por aquella “casa con sol”, así como su peculiar sentido del humor; y la terrible enfermedad que padeció durante los cuatro últimos años de su vida, un derrame cerebral que la tuvo postrada en una silla de ruedas y que, en los peores momentos, incluso le impedía hablar porque no conseguía articular las palabras. Y a pesar de todo ello, se resalta también su condición de mujer fuerte, imprescindible para poder sobrevivir en la adversidad.
   Aunque el autor utiliza una toponimia imaginaria de la que ya se había servido en anteriores narraciones (Lot, Mera, Orval, Lángara, etc.), creo que hubiera sido clarificador proporcionar los nombres reales donde transcurre la acción, dado el valor que tiene el transfondo histórico del caso, para la comprensión de los hechos narrados: los años de la República, la revolución de Asturias, la guerra civil (los republicanos encarcelaron al padre de Clara, un comerciante pudiente de la cuenca minera asturiana, por votar a la CEDA ) y la no menos terrible postguerra, observadas desde un punto de vista personal, aunque nada maniqueo, desde la doble perspectiva de la madre y la que el narrador mantiene en el presente. No menos significativos, a estos propósitos, son los episodios relativos al abandono de Clara del domicilio familiar, la fuga a La Coruña con sus dos hijas, y los viajes que realiza con el hijo, todavía niño, a Madrid y a Santander, cuyo recuerdo le hace comentar al narrador: “éramos como una madre y un niño de película neorrealista italiana” (p. 94). Así, estas escapadas, junto a las sesiones de cine, a las que el marido no suele acompañarla, el cuidado y amor de los hijos, son algunas de las evasiones, los únicos consuelos, que se permite esta esposa, quien convierte la máquina de coser, el sol que entra por los ventanales de su casa, en sus bienes y momentos vitales más preciados.
   En contraste con toda una serie de asuntos generales, de los que se ocupa la narración, en otros capítulos se vale también de los detalles, para mostrarnos cómo fue la existencia de esta mujer, su carácter, personalidad y padecimientos: desde el dedo mutilado, la uña necrosada (“símbolo de tu vida”, p. 56) a los huesos grandes con los que se tropiezan en la incineración, la promesa sólo medio cumplida a la Virgen de Covadonga, la utilización del bable, su lengua materna, y sus aspiraciones como madre de tener una descendencia sana y capaz de ganarse la vida. Se va trazando también, mediante diversos detalles, un retrato de su carácter: el poco aprecio por las pamplinas, por la frivolidad (“ese sobrante de la autosatisfacción”, p. 10), su sano escepticismo, o su deseo de ser –como su hermana Diana– más camandulera (atrevida y ocurrente), menos directa y más calculadora, diplomática y persuasiva (p. 102), y su empeño en no molestar, a las amigas, a los hijos, cuando éstos ya se habían emancipado. El caso es que, quizá debido a que el punto de vista, la visión que se nos proporciona, sea la del hijo, Clara aparece más como madre y esposa que como mujer; de la misma manera, el narrador se nos muestra en su papel de hijo y padre, más que como hombre o esposo.
   No me gustaría dejar de decir que, aunque apenas conozco la vida privada del autor, tengo la impresión, como mero lector, de que el peso de los ingredientes autobiográficos es tan significativo en esta novela corta ( nouvelle ) que no se acaba de entender, si no es por un respetable pudor, por qué motivo no ha adoptado las formas y registros propios de la literatura memorialística, que quizá hubieran sido más efectivas. No se trataría, en este caso (y comento aquí unas declaraciones de Juan Pedro Aparicio sobre esta novela), de que la ficción pareciera realidad; sino de que la realidad, la memoria, pudiera convertirse en ficción verosímil. De tal forma que uno no tiene más remedio que preguntarse por qué razón disfraza de novela corta lo que –en esencia– parece materia autobiográfica, lo que se viene llamando literatura del yo. La aparición de este volumen casi coincide con Ojalá octubre, de Juan Cruz, otra carta al padre. Pero mientras que Aparicio utiliza las hechuras propias de la ficción novelesca, el segundo opta por el memorialismo. Dos caminos, dos géneros, distintos, en suma, para rendir cuentas, digámoslo así, a la hora de tratar asuntos similares.
   A pesar de que lo que se cuenta no sea poco, el autor maneja la elipsis con maestría, propiciada por los treinta breves capítulos de los que se compone el relato, pensando en lo que se insinúa sobre lo apuntado, al final tenemos la sensación de que algo nos ha sido escamoteado, de que quedan asuntos pendientes, sin resolver. Hasta tal punto que este mismo narrador debería dirigirle a su padre, al marido de Clara Álvarez Ortiz, otro envío semejante, ya que nos quedamos con la ganas de saber más, de conocer la visión que el hijo llegó a tener del marido y padre con el paso del tiempo. Ésa sería, por tanto, otra narración que Juan Pedro Aparicio debería abordar (sin que olvidemos, por ello, la novela sobre la España de Jovellanos en la que viene trabajando), un nuevo reto literario que habría de encarar, aunque me parece que no tendría más remedio que tomar otro camino, quizá en la estela de Kafka, o en nuestra misma literatura, la de aquella carta a la madre de Esther Tusquets. Ojalá se decida a escribirla y publicarla.

Ojalá octubre, de Juan Cruz Ruiz (2)

   Ese eterno joven que siempre ha parecido Juan Cruz, con la llegada de la madurez literaria que suele traer inexorable el paso del tiempo, ha acabado encontrando el formato más apropiado para su prosa narrativa, aquel donde se desenvuelve con mayor soltura y acierto. Se trata de una especie híbrida, elástica y moldeable, no fácil de precisar, en la que se impondría el material autobiográfico literaturizado, por medio de una prosa teñida de austero y contenido lirismo que recurre al ritornello. El género de Ojalá octubre (Alfaguara, Madrid, 2007), libro del que nos ocupamos, podría denominarse “memorias noveladas”, aunque toda la llamada literatura del yo, en distinto grado, se presente ficcionalizada. En dicho formato, los elementos propios de la crónica, la narración de los sucesos, se diluyen en favor del retrato, las impresiones, la atención por los pequeños detalles, o bien la utilización de breves historias que se presentan como significativas e incluso aleccionadoras, junto con las sensaciones, hasta lograr un relato de iniciación a la vida o Bildungsroman. No en vano se cuentan las vivencias familiares, los juegos infantiles, la pobreza y la enfermedad, pero también el descubrimiento del mal, de la sexualidad y de la muerte. Es un tipo de literatura no infrecuente en las últimas décadas, y de la que podría ser un buen ejemplo Una historia de amor y oscuridad, de Amos Oz, obra que puede leerse como una especie de misiva de amor al padre, con quien el escritor israelí mantuvo una relación conflictiva. Buena prueba de que no es baladí esta reflexión, es que nada menos que seis libros de los publicados por Juan Cruz hagan referencia en el título a diversos géneros en prosa. El primero que vio la luz se titulaba Crónica de la nada hecha pedazos (1972), mientras que dos incluyen la palabra retrato ( Retrato de humo, 1982; y Retrato de un hombre desnudo, 2005) y tres más la voz memoria (La edad de la memoria, 1992; El territorio de la memoria, 1995; y Una memoria de El País. 20 años de vida en una redacción, 1996). Así las cosas, si alguien se decide a escribir un libro sobre el autor, debería titularlo Juan Cruz: entre la crónica, el retrato y la memoria.
   El narrador en primera persona, el mismo autor sin disimulo alguno, evoca a su padre, Francisco Cruz, Paco, fallecido en 1994, desde la Playa del Médano, donde escribe, esto es, la vida cotidiana en la casa familiar, la desolada y miserable España del franquismo, en la que a Juan Cruz, nacido en 1948, le tocó vivir, con sus arbitrariedades, intolerancias y miedos. Esta singular carta al padre, donde lo enaltece para salvarlo (“ahora quiero creer que era...”, p. 121), tendría su origen, surgiría, de algunas miradas de su progenitor, de su silencio final, pero también de una frase de Truman Capote que acaba convirtiéndose en el título de la obra, y de la sorprendente imagen de su padre, que un día el narrador creyó observar reflejada en un cristal de la redacción de su periódico, confundiendo por un instante su propia imagen con la suya. Así, cuando la fisonomía del hijo se superpone a la de su progenitor hasta confundirse, Juan Cruz decide mirar atrás para intentar rescatar a través de la escritura las vivencias conjuntas.
   De tal forma, el libro es también un doble autorretrato, ya que al más pormenorizado del padre, se añade inevitablemente el del autor, sobre todo por medio de la rememoración de aquel Juanillo que fue, como si de unas memorias de la infancia se tratara (“la infancia es la caja negra de la existencia”, concluye Juan Cruz, en unas declaraciones a la agencia de noticias Europa Press), con su asma y su temprana afición a oír la radio, a la lectura. De lo que se trata, al fin y a la postre, es de que la evocación y el retrato del padre acabe convirtiéndose también en un autorretrato del autor. Así, podría decirse que busca en el padre, en su medio familiar y social, los orígenes de su propia identidad. Tampoco debería olvidarse que en esta rememoración adquiere un cierto protagonismo la más sensata figura de doña Juana, la madre (“una mujer que lava y cocina, que no dice nada...”, p. 48), muerta en 1981, y que aparece siempre como una imagen de fondo, equidistante entre los dos hombres de la casa, resignada, que padece de las dejaciones de su marido. Tras diversas disputas, casi siempre por causa del dinero (la miseria de la época llegaría a convertirlo en una obsesión), el padre abandonará la casa familiar. A la madre le debemos esta afortunada sentencia: “La risa es el llanto bien llevado” (p. 167). A pesar de que, en alguna ocasión, aparezcan también las dos hermanas del escritor, su hija Eva, y alguna de las parejas del autor, es un libro eminentemente masculino, en donde las mujeres desempeñan casi siempre papeles secundarios.
   Este libro se presenta, pues, como una confesión sincera, como un libro de preguntas. Son las que el autor quisiera hacerse a sí mismo, pero que formula a un padre que ya no puede responderle (p. 148). No debería dejar de reconocerse, por tanto, que tiene páginas emocionantes, en las que el lirismo predomina frente a la prosa. Sobre todo, por el empeño que pone el narrador en comprender a un progenitor, hombre supersticioso y ensimismado, algo distante y melancólico, a veces hosco, pero a menudo tan vital y lleno de fantasías como torpe para desenvolverse en la jungla de la España de posguerra. “Yo no le entendía. Por eso escribo, para entenderle” (p. 58), confiesa Juan Cruz.
   Quizás el otro tema del libro sea la felicidad (si es que ésta no se ha convertido ya en otra de esas grandes palabras vacías de significado), el ansia por alcanzarla, su búsqueda incesante, incluso en las condiciones más precarias, ya que a la modestia económica de la familia se une la enfermedad del hijo, hasta el punto de que algún día el niño no puede ir a la escuela porque no tienen con qué pagar el billete del autobús. Por si fuera poco, a las penurias propias de la época –se comenta, por ejemplo, que la leche con gofio era el alimento más frecuente– se añade la estafa que le hizo un alemán, refugiado nazi, Hermann Reimer, don Germán, quien acabó huyendo a Venezuela. A este respecto se echa de menos un relato más pormenorizado de los familiares allegados, la amistad del padre con el tío Silverio, la solidaridad del clan que se ayuda en los momentos de carencia. Todo ello, como indicábamos, aparece mediatizado por el recuerdo de la visión que tenía el niño, pero también por la del adulto en que se ha convertido, cuando al fin llega a comprender que la felicidad puede consistir, además, en merendar unas simples uvas, oír cantar a su madre en la cocina o ver a su padre limpio los domingos (p. 103).
   Así las cosas, el libro puede interesar, sobre todo a los lectores más avezados, por el tratamiento atípico que hace del género memorialístico, pero también por la habilidad que muestra para sortear el sentimentalismo, el mayor peligro que lo acecharía. Y, además, por lo que tiene de mirada sobre los años cincuenta y sesenta en un Tenerife casi feudal. En ese sentido, puede leerse como un retrato moral y un cierto homenaje a todos aquellos que padecieron en su vida cotidiana los rigores de la dictadura, del caciquismo, hasta el punto de carecer de trabajo o sufrir las humillaciones de los poderosos (alguno de ellos dedicado a “la importancia del tomate”, sic, p. 124), de tener que emigrar para poder sobrevivir. Véase, al respecto, el desdén con que lo trata el alcalde cuando el ambicioso joven se atreve a visitarlo para pedirle una beca (p. 127). Quizá le haga reflexionar a algún lector sobre el medio social del que proviene Juan Cruz, en el que creció y se educó, y sobre las metas que ha conseguido alcanzar, trayectoria que quizá hoy, en nuestro igualitario mundo, resultaría más difícil que pudiera repetirse.
   Carlos Fuentes ha observado, con agudeza, que el desenlace se presenta en tres actos. Primero, cuando la madre muere y el padre se va quedando solo; segundo, a partir de que el hijo se da cuenta de que va pareciéndose cada vez más al padre; y, tercero, cuando éste le trasmite un legado simbólico, la visita a un supuesto meteorito. La palabra clave del título es, por supuesto, la interjección ojalá, que la Academia documenta como de origen árabe hispano, law šá lláh, “si Dios quiere”, y que “denota vivo deseo de que suceda algo”; incluso el mismo autor reconoce que podría ser el lema de su vida (p. 15). Lo que es lo mismo que sustentar la existencia en la esperanza, si la suerte nos acompaña, de ver cumplidas determinadas ilusiones o deseos. Resulta curioso que para la madre, en cambio, la palabra ojalá significase simplemente “nunca” (p. 158). Pero hay otras voces o expresiones que adquieren también protagonismo, quizá porque algunas han perdido vigencia o se usan menos, como “levantar la voz” (p. 105), “embargo”, “odio”, “amargura”, “riña” y el vocablo canario “magua”, que significa “rabia por no tener”, “amargura”. O la expresión “Dios proveerá”, que no es una jaculatoria, según se apunta (p. 55), sino una afirmación de esperanza, de fe religiosa.
   El punto de partida del relato son los recuerdos, la memoria personal, algunas fotos (recuérdese, al respecto, La foto de los suecos, su libro de 1998), que lo llevan siempre al padre, quien entre otros muchos oficios desempeñó, sobre todo, el de camionero. Así, adquieren protagonismo sus silencios y miradas, sus manos rugosas, en un hombre que parecía siempre estar yéndose..., su parca conversación, la timidez y propensión a la melancolía. Aunque éste es también un libro –en cierta forma– literario, no en vano, para describir al padre se vale de canciones, de escritores como Hemingway (p. 49) o Peter Handke (p. 160). Sin embargo, a veces, alarga demasiado la digresión, yéndose del tema, como cuando se lamenta por el asesinato a manos de ETA de Francisco Tomás y Valiente; presume de su empeño personal para que se rodara La lengua de las mariposas ; lanza un airado alegato, fuera de tono, contra el odio (pp. 115-116); nos cuenta Una historia verdadera, la atípica y extraordinaria película de David Lynch (pp. 162-164), o la tragedia familiar del doctor Alberto Portera (pp. 193 y 194). Podría haberse evitado también algún lugar común (“Las fotos conservan los colores del momento, pero el momento ya no está”, p. 17); el remedo del comienzo de Cien años de soledad al recordar las frases finales de Ferrer Guardia; e incluso algunos descuidos en la prosa, llamando “cuarto” (p. 24) al despacho en la Universidad de Tomás y Valiente; empleando en varias ocasiones, en sólo dos líneas, el verbo decir (p. 20); o denominando partes a los “cuerpos” de un armario (p. 101), por no alargar más estos antipáticos ejemplos, propios de un chinche. De todas formas, y en el caso de que fuera cierto, como afirman los entendidos en la materia, que todo lo que ha escrito está ya, en suma, en Crónica de la nada hecha pedazos (1972), su primer libro, debe afirmarse que el progreso ha sido notable, sobre todo por lo que se refiere al alejamiento del barroquismo gratuito y a la depuración del estilo, en su caso producto quizá de una influencia inicial, mal digerida, del Cortázar que ha envejecido a más velocidad.
   Al retrato infantil de Juanillo, estudiante con los Agustinos, en calidad de “niño pobre”, trabajando con su tío como chatarrero (“hacer de la nada dinero”, p. 67), se suma la visión algo distante, e incluso a veces autocrítica del autor –por desgracia, menos cuajada– sobre ese personaje tan desproporcionado en sus entusiasmos como agotador en su hiperactividad, que él mismo ha fomentado, vestido con la chaqueta ancha, caída, con los bolsillos llenos de cosas, en los que siempre anda escarbando, como hacía su propio padre. Así nos lo aclara: “La ambición de llegar, estar en un sitio y querer estar en otro. Mi padre tenía esa ambición, yo la heredé, estar aquí pero estar allí” (p. 73). No menos significativo es ese otro rasgo de su carácter que confiesa: un individuo que vive de las preguntas, pero a quien no le gusta responder. Lo que se cuenta, en suma, es quién fue su padre, qué relación mantuvo con él, intentando descifrar sus silencios y miradas, los pudores propios de la época, y en qué medio, familia y país transcurrió la infancia del escritor. Así, también encuentra en su progenitor, en su carácter, personalidad y costumbres, el origen de algunos de sus propios rasgos, de su propio hormigueo. “Yo soy como él, atrabiliario, excesivamente confiado en la geografía humana que hay alrededor” (p. 111). Se afirma, además, que hay una parte de nuestro rostro que proviene de la de nuestro progenitor, y a descifrar esta herencia es a lo que se dedica Juan Cruz en esta ocasión. Habrá que esperar a que, en otro libro semejante, se ocupe de aquella otra mitad, la que pudiera representar la aportación propia en la configuración de la personalidad. Pero antes de concluir no quiere dejar de llamar la atención sobre un par de episodios singulares: el relato de la matanza del cerdo, todo un rito, que también ha contado Almudena Grandes (p. 186); y el del telescopio (p. 102), que recuerda al que relata Luis Landero en su última novela, Hoy, Júpiter (2007).
   La complicidad mostrada con este libro por parte de Mario Vargas Llosa (“La sombra del padre”, El País, 12 de agosto del 2007) y Carlos Fuentes (“Ojalá Juan Cruz”, El Paí s, 20 de octubre del 2007), debe considerarse todo un lujo, a pesar de que sus artículos no dejen de ser textos de amigos, en los que faltaría distancia crítica y sobraría agradecimiento. Lo que no quiere decir que no estén plagados de aciertos, dado que sus firmantes son excelentes lectores. Como le ocurre también a otras obras de Juan Cruz, ésta se vende a medio cocer, pues parece acabada con precipitación. Y es una lástima, porque tiene trazas de buen narrador: sabe escoger los motivos, fijarse en los detalles y armar los personajes, pero debería profundizar más en los asuntos y no pasar tan rápido sobre los episodios, puesto que las prisas le restan efectividad literaria, sacándoles menos partido del que pudiera. El caso es que podría haber rehecho algunas partes, pulido otras, trabajado más el conjunto, en suma(3). Pero, sin duda, el libro, armado con inteligencia y sensibilidad, se lee con placer.

Notas

1. Palencia: Menos cuarto:, 2007, 137 pp.

2. Madrid: Alfaguara, 2007, 216 pp.

3. Junto a los elogiosos comentarios citados de Vargas Llosa y Carlos Fuentes, y los de dos prestigiosos críticos, Juan Antonio Masoliver Ródenas y Ángel Basanta, entre otros, el libro ha merecido también la tajante reprobación de Jaime Noguera (“El miedo vacía la conciencia”, La gaceta de los negocios, 26 y 27 de mayo del 2007). Su reseña, también es preciso decirlo, es un ejemplo de lo que nunca debería ser la crítica literaria, concebida como un espacio donde campa por sus respetos la más absoluta arbitrariedad, el ajuste de cuentas. Su conclusión, sin argumentos literarios de ningún tipo, es que el libro es “muy malo”, “una ofensa a la literatura”.

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