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Olivar

On-line version ISSN 1852-4478

Olivar vol.9 no.11 La Plata Jan./June 2008

 

RESEÑA

Florencia Calvo, Los itinerarios del Imperio. La dramatización de la historia en el barroco español, Buenos Aires: Eudeba, 2007, 311 pp.

Juan Diego Vila*; Gloria B. Chicote**

* Universidad de Buenos Aires
** Universidad Nacional de La Plata – SECRIT (CONICET)

   Los itinerarios del Imperio nos lega, casi sin proponérselo, dos evocaciones que historian el origen de la escritura desde las cuales se iluminan, de modo muy diverso, el objeto de estudio y el perfil del investigador que, capítulo tras capítulo, se va construyendo. Dos atalayas que demarcan, en un mismo eje con contrapuntos temporales, la gesta pública de decir artísticamente una historia y la empresa íntima de adquirir el dominio de la propia voz. Pues si resulta llamativo cómo Lope de Vega no ceja de asombrarnos con los grados de autoconciencia estética y capacidad reflexiva sobre el propio oficio al producir un distingo entre historia y fábula en la dedicatoria a El serafín humano , precisando que el presupuesto de veracidad objetiva de la primera disciplina no puede aplicarse al segundo tipo textual por cuanto todo lo que en la fábula se dice historia ha de leerse “a la traza de aquellos antiguos cuentos de Castilla que comienzan ‘Erase un rey y una reyna' ” (p. 68), no menor fue la sorpresa cuando esta figuración de un supuesto convencionalismo, desligado de lo real, en la plasmación dramática de un hecho histórico terminó refractándose, por sus componentes evocativos, en la última página del presente estudio, en el confín demorado y marginal de las consideraciones finales de la investigación, cuando se sostiene “que los trabajos más ricos (son) aquéllos que durante su desarrollo (varían) radicalmente la hipótesis que les había dado origen.” (p. 293). Con estas palabras finales se abre, en el momento del cierre de su lectura, el cuaderno de bitácora de la propia producción, en un gesto que entraña, como en las comedias de tema histórico que tan bien analiza el libro, el cruce voluntario de dos tiempos y el reticulado necesario que cada circunstancia aporta en esa misma recuperación. La autora regresa, como hija pródiga de esos reyes lopescos emplazados siempre en los pórticos de toda narración que se dice histórica, para alertarnos sobre las peripecias del hallazgo de un camino propio a la sombra del peso de las categorías críticas y en la confianza, también falible, del privilegio del trabajo y la propia experimentación. Punto en el cual –advertimos- el retorno al origen de su investigación es también el traslado de aquél al momento final de su maduración.
   Puesto que no de otro modo deberíamos leer la bifronte aclaración de que han sido comprendidos los riesgos de las violentas taxonomías, las sesgadas definiciones y las pulsiones de certezas que animan los modos fálicos de pensar el mundo y también la crítica frente a su certera preferencia por una vía que no la aliene y le permita leerse en el regocijo de una evolución. La autora descarta la alternativa de partos del ingenio milagrosos y perfectos, opción que tantos autores transitan a la hora de apuntalar el propio trabajo con la impostura de un camino sin vacilaciones o vías ciegas, en pose de soberanía oracular, porque siempre la han atraído los problemas y en ese juego de incertidumbres nos reconocemos a nosotros mismos como lectores que podemos cohabitar horizontes de reflexión diversos.
   Por ello mismo no resulta arbitrario considerar que la temática analizada y el estado de la crítica previa de ese objeto en Los itinerarios del Imperio coadyuvó, de un modo paradójico, al delineado virtuoso de un camino de perfección cierto. En efecto, el teatro del Siglo de Oro español puede ser piélago acogedor en el que los neófitos se aneguen, subyugados por el sirénico atractivo de las piezas más representativas, en un territorio crítico atravesado de polémicas, invectivas personales y tantos puntos ciegos cuantas certezas se cree disponer. Detalle al cual hay que agregarle la insoslayable coyuntura de que, en los últimos tiempos, los estudios y tesis sobre la Comedia se prostituyeron a la lógica mercantil de ediciones, colecciones y series críticas de tal o cual autor en los que la premura, la expectativa de coherencia editorial y el anhelo de exhaustividad signaron, negativamente, un campo intelectual en aparente esplendor.
   El hecho en sí de que este estudio haya seguido otro derrotero, permite resaltar su importancia, en tanto constituye una visión integradora que hasta hoy no se había ofrecido. Por ello en los primeros capítulos consagrados a los modos de leer el teatro y a los laberintos de las preceptivas dramáticas el verdadero hilo conductor de la indagación es el delineado de problemáticas y, a la vez, un continuo y prudente exorcismo de la autoridad. Un acabado contraste de las líneas dominantes, donde cada visión parece interpelar a la alterna, es lo que augura cómo lo que con envidia podría ser rotulado como un eclecticismo teórico resulta ser, en definitiva, la vía idónea para la demarcación de todos los puntos ciegos de tantas lecturas previas. Visiones complacidas en la tautología (“el teatro histórico es el teatro de tema histórico”), teorizaciones que encallaron en el escollo insalvable de un aparente oxímoron (“¿es drama o es historia?”), y ello, claro está, sin considerar todos los debates que se perdieron en la dimensión anfibológica del término Comedia.
   Ante este coro de voces contrapuestas, la autora opta, en sanísimo ejercicio crítico, por fundar su progreso en la propia lectura. Dejar hablar a las obras, esas que casi nadie ha leído ni analizado en profundidad, aunque no por ello se privaran de canonizar al respecto, es uno de los intereses más llamativos del análisis puesto que con rescindencia de cuán trascendentes resulten en las visiones compendiarias de los autores o de la problemática teatral o de qué signo sea el parecer sobre ellas en las historias literarias, su interés genuino es ya un cruce de fronteras. Sólo leyéndolas, sólo conociendo la índole de los procedimientos discursivos y de las operaciones ideológicas montadas a propósito de los componentes históricos, es que, con justicia, se puede fundar un dictamen crítico. Y esto es lo que determina que los capítulos dedicados a Lope, Tirso y Calderón sean, inequívocamente, los más logrados, por el ingenio con que se diseñan las matrices con que se abordarán los textos en aras de una taxonomía meditada y no autocomplaciente en la rotulación, gráciles por la habilidad con que logra integrar a la consideración lectora modulaciones otras de la experiencia histórico-cotidiana en el propio Siglo de Oro Español –tal el caso de las Relaciones de Sucesos en el subgrupo de las crónicas dramatizadas-, efectivos, sin duda alguna, por el tipo de diálogos que, entre cada parte, se encarga de alentar.
   
Lope, Tirso y Calderón no son islas ni eslabones encadenados en una virtuosa progresión biográfico-historicista en un texto menor sobre tres parcelas que, por sí solas, no habrían ameritado un volumen. Antes bien puede leerse –gracias al enfoque adoptado- que son posicionamientos mutuamente involucrados hacia el interior de un dominio que, habitualmente y por comodidad, se fracciona en égidas o escuelas paternalistas que, necesariamente, deberían percibirse en soledad. Por ello reconforta, y mucho, el modo en que esta progresiva frecuentación de las obras se hilvana, capítulo a capítulo, con el tensado de una voz diversa, que acompaña al lector en sus inquietudes, y que florece, desde la incertidumbre de las habilidades críticas y de los salvoconductos que sería menester poseer para animarse al pensamiento, hacia la saludable libertad de disentir y la necesaria capacidad de hacerse cargo, autónomamente, de los propios puntos de vista.
   Asimismo, si incursionamos en el libro desde la perspectiva teórica, uno de los aportes más originales reside en conectar las particularidades genéricas de la comedia clásica española con los factores contextuales que confluyen en la producción de ideología. Los capítulos I, “Lecturas y modos de leer”, y II, “Praxis y preceptiva” nos introducen en la reflexión sobre estos problemas, ya que se ofrece al lector una delimitación del drama histórico a partir de la discusión de bibliografía específica de última actualización (como Joan Oleza o María Gracia Profetti), se plantea la problemática relación entre historia y ficción analizada desde un arco teórico que comienza con los estudios canónicos de Menéndez Pelayo, y se desplaza a distintas lecturas estructuralistas y postestructuralistas de la literatura y el teatro. Este recorrido concluye con una toma de posición: la pertinencia de acercamientos al corpus dramático áureo desde una configuración ideológica. Desde dicho enfoque, la acotación de conceptos tradicionales como el de teatro histórico y el cuestionamiento de los posibles encasillamientos genéricos, constituyen el punto de partida para la fijación de un corpus que va a ser asediado a lo largo de los capítulos siguientes: las obras dramáticas de Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón de la Barca, que responden a esta categoría que se construye en el libro como “históricas”, pero que a su vez engloba un conjunto de matices variados en el cual ingresan también las denominaciones “historicistas”, “historiográficas”, y en algunos casos “ejemplares”, analizadas en un acercamiento abierto que no se restringe a taxonomías prefijadas sino que posibilita un diálogo constante entre los textos literarios, la bibliografía crítica puesta constantemente en discusión, y la funcionalidad de determinados conceptos teóricos.
   Entre las categorías discutidas productivamente en el libro nos permitimos destacar tres. El concepto de Walter Benjamin según el cual la historia se amplía a aquello perceptible como tal, por ejemplo, la leyenda y el mito, en una ampliación de la concepción positivista de la historia, permite entender la utilización que hace Lope de la historia medieval, el pasaje de la construcción del héroe épico al teatro y la funcionalidad o cristalización de los motivos tradicionales en la comedia, como es el caso de Bernardo del Carpio. El concepto definido por Benjamin también ofrece a la autora la posibilidad de establecer la delimitación de características específicas para cada uno de los dramaturgos estudiados en relación con proyectos escrituriales diferenciados que exceden el ámbito restringido de los textos para considerar también el plano del espectáculo teatral y las circunstancias de producción del teatro (tales como representación, mecenazgo, preceptivas y público).
   En segundo lugar es especialmente pertinente a la investigación desarrollada el análisis clásico de Althusser sobre los aparatos ideológicos, encargados de reproducir las relaciones de subordinación del sistema y la posterior relativización de estos conceptos que cuestionan el poder monolítico de estos aparatos junto con la posibilidad de que la interpelación convierta a los individuos en nuevos sujetos con nuevas aspiraciones sin necesidad de reproducir automáticamente las relaciones de subordinación establecidas. Este concepto abre en el libro un horizonte para pensar la relación entre monarquía y crónica historiográfica en la España del siglo XVII y la dramatización de las crónicas dramatizadas, a partir del reconocimiento de la capacidad que en ese momento cultural se le asignó al teatro de contar, de difundir y directamente de fundar la historia.
   Por último destacamos en qué medida la autora establece un diálogo entre el teatro histórico del Siglo de Oro y los estudios culturales de Raymond Williams que vuelven sobre las categorías de interpelación, ideología, hegemonía, a partir de la diferencia entre codificación y de-codificación, teniendo en cuenta la diferente intencionalidad de un discurso en su instancia de codificación y puede ser decodificado a partir de otras múltiples intencionalidades. Ejemplo de este recorrido crítico es Calderón, ya que después del análisis se pone en evidencia la diferencia entre el Calderón construido como objeto de estudio por el romanticismo alemán y el nacionalismo español de principios del XX y la posibilidad de redescubrimiento que ofrece la lectura exhaustiva de los textos.
   Las de Los itinerarios del Imperio son páginas llamadas a contagiar el propio entusiasmo a sus lectores, páginas en la cuales, a mayor confianza, mayor poder seminal para el debate se habrá de señalar. Retomando el diálogo establecido con los aportes críticos de Joan Oleza, diremos que Florencia Calvo está muy lejos de aquellos que piensan que con “ejercer la lectura” basta y sobra. Prefiere apostar a la idea –como bien lo expresa cuando concluye el capítulo consagrado a Calderón- de que las opciones ideológicas innovadoras –arriesgadas o no-son aquellas que se sustentan con una mirada autoconsciente de las implicancias de la intervención individual en la construcción de su objeto. Quizás porque, como todo en la vida, no hay mayor riesgo y desafío que el del genuino compromiso con lo que se hace. Este libro es inmejorable ejemplo de lo que los itinerarios por estos confines nos pueden deparar.

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