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Olivar

On-line version ISSN 1852-4478

Olivar vol.9 no.12 La Plata July/Dec. 2008

 

PRÓLOGO

La constancia de la felicidad

Jordi Gracia

Universidad de Barcelona

   La proliferación de estilistas ha sido una de esas plagas de las letras españolas que parecen ser propiamente indígenas, como si fuese verdad que la proliferación verbosa, la gracia del estilo, el ingenio verbal valiesen por patologías propias de una literatura inveteradamente hueca de sentido y plagada de ruido. Hasta algunos grandes novelistas han contribuido a hacer de ese tópico una forma de menosprecio de los escritores con estilo suntuoso, y Francisco Umbral ha sido seguramente el principal paciente de esas acusaciones. Es un poco extraño porque Umbral es un grandísimo escritor cuya vigencia y calidad no se sostienen en la música sino en la tragedia, en la carencia y no en la resonancia de una prosa poderosa. Manuel Vicent es un caso particular de esta larga serie de maltratos que a veces prodiga nuestro sistema cultural, quizá aun indebidamente entrenado en su fascinante tradición barroca o demasiado protegido contra el mal del estilo como virus infeccioso, o como síntoma de banalidad. Hace muchísimos años un buen amigo y muy buen lector me dijo que a Manuel Vicent no valía la pena leerlo: era un estilista sin ideas, era lenguaje con brillo pero sin sustancia. Ya saben: aquella típica reprimenda por la ausencia de largos párrafos meditativos donde el autor lanzase sus mensajes de redención del mundo universal y del suyo particular, allí donde comprimía una teoría sobre la resistencia al poder o sobre el sentido correcto de la historia.
   Manuel Vicent se salvó de esas penurias de la imaginación literaria, por supuesto, pero tuvo que pasar durante muchos años el purgatoriode hacer de la página literaria un objeto comestible. Hoy nadie tiene ninguna duda de la valía calma de su obra literaria, incluso si algunos oponen reparos a esta o aquella novela, como es justo. Ese es el oficio de la lectura literaria, la determinación misma de los valores que cada cual detecta en una obra más allá de las unanimidades o de la percepción unívoca y falsa de las cosas. Será difícil que a todos los lectores les gusten todas las columnas de Manuel Vicent, porque hace muchos años que las escribe y hace muchos años que las leemos. Pero la experiencia de leerlas una a una es una resurrección del escritor en la conciencia del lector: reaparecen con toda la intacta magia de la literatura las virtudes de un escritor hedonista y melancólicamente luminoso, hecho a la verdad ética de la corrupción de la historia y la vida pero no vencido por la evidencia de esa erosión, ni siquiera abatido por la lucidez del analista político o ideológico porque nada puede vencer la experiencia de los sentidos desplegado y al acecho. Y esta pulsión es la del Vicent más puro, la de quien halla en la fruta abierta, la hortaliza lustrosa o en el pescado a la brasa la constancia de la felicidad y la misma fugacidad de esa felicidad, como si fuese verdad su convivencia con los clásicos grecolatinos, tantas veces retomada y usada en su obra literaria. La suntuosidad de los sentidos ni es acrítica ni vaga por el magma interestelar de los buenos sentimientos: finge una inocencia que es falsa, porque es literaria, pero sabe muy bien que el caos está por encima del orden y sabe también que la mentira o la envidia laten detrás del melocotón rojo o de la cadencia de las olas sobre la playa. La resistencia de Manuel Vicent y su literatura a ser devorados por las ideologías o las leyes o los dogmas no lo ha hecho volátil e inasible sino más sabio, y cuando los demás bregaban por salir de esas tiranías, él andaba con el corazón puesto en una forma de conciliar verdad y literatura, ética e historia. Ya casi nadie se acuerda de la tensión de sus relatos y crónicas periodísticas, como fábulas abreviadas del sentido de la transición de un país que abandona los carbones franquistas y goza las fecundidades de la democracia. En sus relatos periodísticos habita una verdad secreta que está disfrazada de crónica de la movida o de la nueva fauna nocturna de los años ochenta, pero casi interesa más hoy lo que tienen esos relatos -los que reunió en Crónicas urbanas o en No pongas tus sucias manos sobre Mozart - de autobiografía disfrazada. Pero no porque cuente cosas de su vida sino porque construye un narrador que mira perplejo la indulgencia o la cobardía moral de sus contemporáneos hacia los más jóvenes, porque rechaza la pedagogía tontorrona del dejar hacer y del quemarlo todo en aras de una felicidad de porros en la madrugada, amor libre, sexualidad promiscua y cuentos chinos. Ese narrador parece sabedor de los límites que un adulto no debe traspasar y no renuncia a burlarse de la juventud prolongada hasta los cuarenta y tantos, ni se suma a esa suerte de adolescencia crónica de tantas almas de cántaro seducidas por los buenos sentimientos. Es lo que hace más cruel a su narrador: la lucidez distanciada y sonriente de quien contempla y desea melancólicamente los cuerpos jóvenes y las fiestas de los sentidos... que no son ya para él. Quizá por eso en la memoria ha ido hallando Manuel Vicent el laboratorio en que batir sus materiales literarios más puros: un fondo moralista forjado a voluntad propia, con la libertad salvaje del humor y la ternura natural del muchacho, una calculada liberación de la exactitud rememorativa, tantas veces esterilizadora, y una instintiva regulación de la fuerza del estilo para hacerse sólido, cuerpo que flota por sí mismo y no es sólo reflejo o biselado de nada sino encarnadura de un modo de entender la experiencia. Sin los apremios redentores del iluminado y con la fe en los sentidos y las emociones primordiales como juguetes preferidos para la felicidad: la alergia al dolor del animal es la cara visible de la voluntad de justicia personalizada, humanizada en cada muchacho que llega en patera o en cada desgraciada brutalizada por un hombre más. Las redes de sus sentidos se crispan con esos fenómenos de la realidad social pero jamás se traducen en una diatriba política o en una simpleza ideológica o, peor aun, en una forma de denuncia tranquilizadora de la conciencia. Son más bien materiales que metaboliza el escritor para construir una máscara moral que resueltamente es excelente literatura.


Pueblo natal de Manuel Vicent: La Vilavella des de l'ermita, 1994. (Foto cedida por Joan Antoni Vicent)


Ermita i Castillo. Dia de S.Sebastiá, 1995. (Foto cedida por Joan Antoni Vicent)

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