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Olivar

versión On-line ISSN 1852-4478

Olivar v.10 n.13 La Plata dic. 2009

 

ARTÍCULOS

La novela monstruo: La vejez de Heliogábalo de Antonio de Hoyos y el decadentismo

Begoña Sáenz Martínez

Universidad de Valencia

Resumen
En la compleja coyuntura del fin de siglo español, la obra de Hoyos se ha interpretado tradicionalmente en la línea de un decadentismo atípico, pero su narrativa responde a algo más que a una simple voluntad excéntrica y anticuada de aclimatar en España la literatura decadentista en auge en Europa. Es necesario situar a Hoyos en una posición que ha de superar la rutinaria clasificación de su obra en el campo de la narrativa erótica. Al analizar los componentes temáticos y novelescos en función del cuadro general del decadentismo, podemos formular un diagnóstico más oportuno en el que quede definida la específica naturaleza de esta novela, que no es otra que la de ser una realización española de un modo decadentista de la narrativa europea.

Palabras-clave: Antonio de Hoyos; Decadentismo; Huysmans.

Abstract
In the complex conjuncture of the end of Spanish century, Antonio de Hoyos has been identified traditionally as an atypical member of decadent movement. But its narrative is something more than an old fashioned and eccentric intention to take decadent literature to Spain. It is necessary to locate to Pedro in a position that this surpasses the routine classification like "erotic narrative". When I analyze the thematic components based on the general scheme of the decadent literature, I can define the specific nature of this novel, that it is not other than being a Spanish accomplishment of a decadent way of the European narrative.

Keywords: Antonio de Hoyos; Decadent movement; Huysmans.

   Hay novelas que son como una multiplicación desenfrenada de influencias en las que su autor, como una criatura voraz, entra a saco y exhibe sin ningún pudor sus fuentes. También hay novelas que juzgadas por críticos severos son vistas desde criterios morales como malsanas y aberrantes. Este es el caso de buena parte de la narrativa del marqués Antonio de Hoyos y Vinent (1885-1940)(1) y su relación con el decadentismo europeo. No es casual que en su tiempo se le criticara el ser un simple imitador de modas extranjeras y curiosidades prohibidas. En 1913 en Troteras y danzaderas, por ejemplo, es definido como un "novelista perverso por inclinación" (Pérez de Ayala, 1982: 228) que ha escrito "cuatro paparruchas imitadas" de Lorrain y Rachilde. Para Cansinos (1919: 230), Hoyos ha pulsado "todas las claves del snobismo y la popularidad" para crear una obra que es la "glorificación estética del pecado". Fortuny no se queda atrás cuando lo describe como "un envenenado de literatura estética" obsesionado por "realizar una obra estupefaciente" (1931: 77) y por su parte Gil-Albert en 1974 recuerda su vocación de escritor "elegante y malsano que se atrevía a introducir en nuestro ámbito de lectores, más bien ramplón o (...) pueblerino las delicuescencias enjoyadas" (2004: 1160) de la literatura parisién.
   En la compleja coyuntura del Fin de Siglo español, la obra de Hoyos se ha interpretado tradicionalmente en la línea de un decadentismo atípico o al menos, rezagado. Lo que está claro es que esta narrativa responde a algo más que a una simple voluntad excéntrica y anticuada de aclimatar en España una literatura decadentista que tuvo su auge en Europa a finales del siglo XIX. Una literatura que partiendo en mayor o menor medida de la ancha vía abierta por el naturalismo sintió la necesidad de trazar nuevos caminos, se propuso superarlo en distintas direcciones. Un ejemplo canónico de esta atmósfera de cambio es À Rebours (1884), obra que a todas luces marcó un nuevo rumbo en la narrativa europea. El propio Huysmans, en el prólogo que acompañó a la edición de 1903, clarificó ese proceso de búsqueda como un deseo imperioso de "sacudir los prejuicios" y "romper los límites de la novela", de "suprimir la intriga tradicional" y concentrarse "sobre un único personaje", de "realizar a toda costa algo nuevo" (1984: 113). Estas palabras confirman el camino de una nueva estética, de otros modelos de novela, más que atestiguar el final de una fórmula narrativa.
   También en 1903 Pérez de Ayala al referirse a la crisis del género novelesco advirtió sobre la existencia de una pluralidad de fórmulas:

Hoy cada autor escribe sus novelas sin prejuicios de técnica ya definida ni preocupaciones de bando, y el público los alienta a todos. No hay una novela concebida específicamente y que predomine como escuela de moda sobre todas las demás; hay la novela in genere, que cada cual entiende a su modo. (1903: 12-13)

   En esa crisis y heterogeneidad como claves de la Modernidad cabe situar a Hoyos para comprender su posición en la historia de la literatura, una posición que ha de superar la rutinaria clasificación de su obra en el campo de la narrativa erótica, o por lo menos plantear que dicha narrativa fue una más entre las distintas opciones existentes. El novelista comprendió las exigencias de la Modernidad y acomodó a ellas las herramientas literarias que más le interesaron. Lo vio con mucha claridad Bunge al describir al autor y su obra como un producto típico de la época. Al autor, por "su complejo espíritu en que se revuelven y amalgaman el hidalgo y el snob, el nervioso aristócrata y el sanguíneo arrivista (sic.), el hombre de mundo y el hombre de letras, el pensador y el esteta"(1908: 171). Al escritor porque su narrativa caminaba por otra dirección distinta a la de Galdós, Pereda, Valera, Pardo o Valle-Inclán:

Hoyos es un hombre moderno, esencialmente moderno. Se ve que ha nacido y vive en los tiempos del telégrafo sin hilos y del automóvil. No es un escritor naturalista lleno de fuerza y salud a la manera de la señora Pardo Bazán, ni un arcaico caballero a la moderna como Valle-Inclán, ni un resucitado del Renacimiento al modo de Valera, ni un alma rancia y grandiosamente castiza a lo Pereda y Pérez Galdós... Es algo distinto de todo eso, que casi raya en la literatura mórbida de nuestros días, y que resulta un tanto nuevo y casi exótico en España... Es, en una palabra, con sus condiciones y sus defectos, quizás más por sus defectos que por sus condiciones, un hijo genuino del siglo XX. (1908: 173)

   Direcciones distintas y en muchos casos paralelas, lo que sí es cierto es que Hoyos comparte un espacio ideológico y un clima espiritual con sus contemporáneos. Si en 1912, Machado canta el dolor aplazado de España en Campos de Castilla, Pérez de Ayala narra los desvelos espirituales de Alberto en La pata de la raposa y Mann se deja imbuir por el espíritu decadente en La Muerte en Venecia, Hoyos expresa un malestar semejante en La vejez de Heliogábalo, en "estas páginas de tristeza, de crueldad y de sarcasmo" (1989: 23), como él mismo resumió en la dedicatoria que acompaña a la novela. No en vano, fue este el aspecto más interesante que Tenreiro halló al reseñar la obra. Para el crítico, severo con Hoyos, en este relato palpitan "auténticas quejas de fastidio y hastío" que lo convierten "en una especie de libro de Job de leprosos del alma" (1912: 398).

1. Un monstruo de novela

   En un breve análisis sobre Hoyos y Vinent, Nora califica sus obras como "alucinantes monstruos novelescos" (1963: 414). Una idea sobre la que vuelve al ocuparse de La vejez de Heliogábalo y observar cómo los elementos temáticos, conceptuales y retóricos del decadentismo están "vertidos sin tasa, dionisíacamente" haciendo de la novela "un monstruo de novela" (1963: 416). Un monstruo en el que para el crítico es difícil diferenciar entre lo auténtico y lo mimetizado. Nora echa en falta "una acción objetivamente conducida", pues todo sucede en el laberinto de un alma atormentada, y sobre todo "una psicología coherente de los personajes", lo que le lleva a hacer un balance "escasamente positivo". Sin embargo, no descarta que un estudio estilístico minucioso "puede ofrecer novedad y sorpresas" (1963: 417).
   A pesar de este diagnóstico, Nora está en lo cierto. En efecto, esta novela da la impresión de un monstruoso mosaico de influencias cuyas piezas una vez reunidas, si no ofrecen una valiosa visión de conjunto, al menos son distintivas de un modo personal de apropiación y asimilación de una concreta sensibilidad literaria: la decadentista. Imaginario, temática, retórica y obviamente fórmulas narrativas están presentes sin ninguna reserva. Todo en La vejez de Heliogábalo se exhibe sin reparos. Desde el principio sus signos más externos, como por ejemplo el título, anticipador del estado y sobrenombre del protagonista, así lo confirman. Un título que condensa dos asociaciones usuales de la decadencia: el adorable –por turbio y desolador– motivo de la senectud, junto a la mítica figura del emperador romano, con todas sus tópicas connotaciones de desorden y libertinaje.
   Otra marca significativa es la cita-homenaje que acompaña a la primera edición de Renacimiento, tomada de una novela de culto para los decadentes, Monsieur Vénus (1889): "En la antigüedad el vicio era sagrado, porque la gente era fuerte. En nuestro siglo es vergonzoso, porque nace de nuestras debilidades" –palabras con las que su protagonista, defensora del paganismo moderno, apela a una moral creativa espiritualmente fuerte– (Cf. Rachilde, 1929: 45). En la misma línea cabe situar la "Dedicatoria" de exclusividad orientada a un receptor plural –"A las adúlteras, a los descalificados, a los cobardes, a los desertores, a los vencidos, a los fracasados" (1929: 23)–, definido por su caída en "el abismo de las pasiones", o la "Nota aclaratoria" con la que se amplifica este motivo y vuelve a remitirse al carácter mezquino del siglo burgués. En "una sociedad sensata", sin espacio para las grandes empresas, para todas las "fantásticas figuras aureoladas de vicio, de santidad o de locura" (1929: 25), seres como Cleopatra o Heliogábalo serían simples pervertidos.
   Pero también el "Introito" que abre el relato, compuesto por los versos 25-51 del Canto V del "Inferno" de la Divina Commedia, en los que Dante desciende al círculo donde se castiga la lujuria y describe los martirios de la borrasca infernal, constituye otro signo significativo. Y si de estos signos pasamos a la temática mayor –héroe abúlico, cerebral y perverso; mujer fatal, ...– al diseño textual –capítulos breves titulados y encabezados por citas de Moréas, Lorrain, Verlaine, Mallarmé, Baudelaire, Gabriel Rossetti, Carrere, Richepin, Rollinat, Samain, Haraucourt, Darío, Wilde o Remy de Gourmont–, o al apoteósico desenlace final, todo en fin apunta hacia la neta configuración de una novela propiamente decadentista. Al aceptar esa calificación me alejo de la tesis de Robin (1991) centrada en el expresionismo de la novela. A mi modo de ver, el hecho de que el relato presente muchos elementos expresionistas no es razón suficiente para inferir que se trate de una escritura propiamente expresionista, ni me sorprende que se citen nombres como Hoffmann, Böcklin o Toorop, cuando además aparecen citados en otros autores españoles o europeos leídos por españoles. Asimismo, no hay que dejar de lado que elementos como el grotesco, lo degradado, la caricatura, la cosificación y animalización del personaje pueden rastrearse en escritores declarados dentro de la corriente decadentista, como Lorrain o Rachilde, que además constituyen unos de los principales modelos narrativos de Hoyos.
   En cualquier caso, el balance final dependerá de si en este "enorme desván", como lo denomina Nora, en el que "se amontonan, con cachivaches de una precaria suntuosidad y grandeza de leyenda, toda clase de reminiscencias de la estética y de la literatura "perversa", aberrante o supuestamente diabólica" (1963: 417), hallamos algún objeto rescatable. A fin de cuentas, tal vez al analizar sus síntomas (temáticos y novelescos) en función del cuadro general del decadentismo, podamos formular un diagnóstico más oportuno en el que quede definida la específica naturaleza de esta novela, que no es otra que la de ser una realización española de un modo decadentista de la narrativa europea.

2. Historia de una desintegración por intensificación

   La vejez de Heliogábalo es la historia de una desintegración por intensificación: la disolución física, económica, social y moral de un individuo llevada hasta sus últimas consecuencias. Su protagonista, Claudio Hernández de las Torres, conde de Medina la Vieja, es el último vástago de una aristocracia advenediza, un ser hiperestésico, un elegante aficionado al arte y a la literatura con una clara propensión al exceso que le ha llevado a ser conocido como el Señor Heliogábalo. Excluido de la alta sociedad tras rechazar un duelo con el esposo de su amante, Cecilia, huye de Madrid con la adúltera para entregarse a una intensa vida cosmopolita. Pasado el tiempo, hastiado, casi arruinado, viejo y enfermo regresa a España con una esperanza de salvación, de definitiva reinserción en el gran mundo.
   Pero esta perspectiva se ve doblemente frustrada. Por un lado, la indiferencia de los círculos aristocráticos le sume en un humillante vacío que le llevan al autoexilio y a experimentar un tedio profundo. Por otro, el encuentro con la actriz Miss Ofelia le evoca a Cecilia y despierta su lujuria. Estas circunstancias sitúan al personaje entre el anhelo de una regeneración, vislumbrada en el amor purificador de Mónica Ferreras, y la nueva atracción del abismo, materializado por Ofelia y el cínico corruptor Gregorito Alsina. La tensión entre estos dos mundos en el que vence el primero, progresivamente va abriendo una sucesión de descensos cada vez mayores: las incursiones en los cafés del hampa, el contacto con pícaros y chantajistas, las degradaciones sexuales y hasta un intento de homicidio. A estas caídas se van sumando la ruina económica y la fuga a Barcelona para emigrar a América junto a su amante y su supuesta compañía teatral. Un proyecto fracasado, ya que Claudio, engañado por Ofelia y Gregorito, acabará detenido en una miserable posada del puerto y atado entre saltimbanquis será arrastrado hacia la cárcel, destino final, al que además se dirige completamente ciego.
   Auténtica "apoteosis de perdedor absoluto", en palabras de Villena (1989: 20), como ha de serlo el héroe fin de siglo, La vejez de Heliogábalo es uno de esos tumores originado por la multiplicación desenfrenada de todas las células que componen el vasto tejido del decadentismo. Ante todo, el relato es mucho más que una única novela del género. La propia prehistoria de la acción es otra historia decadentista cabal en sí misma: el itinerario del último retoño de una aristocracia oscura y descompuesta, en el que se dan cita muchos de los rasgos del héroe "herido por una anemia elegante de fin de raza" (74),(2) en palabras del narrador.
   
El protagonista es ya desde su infancia un ser despótico y cruel, pero también enfermizo, con el aspecto de un príncipe de Van Dick, dotado de una afinada sensibilidad e inteligencia y una "curiosidad malsana por el vicio" (74). Tras heredar muy joven una inmensa fortuna, renace su pasión por las magnificencias del mundo antiguo y ama el arte como al "último baluarte de la belleza en la prosa moderna" (75), el terreno donde poder realizar sus "fantásticas quimeras". Todos sus actos son presididos de una "loca fastuosidad": transforma su palacio en "una mansión de Las mil y una noches" (75), da fiestas maravillosas o se codea con gentes ambiguas y de dudosa fama. La aventura amorosa con Cecilia que culmina en la descalificación de Claudio por un tribunal de honor y el rechazo de su clase, pone cierre a esta primera parte del relato.
   
La segunda parte narra la huida de los amantes y la entrega a una vida de "constante hiperestesia pasional" (76), que finaliza cuando Claudio trate de batirse inútilmente con un aristócrata francés. Tras ello sobreviene "una lujuria triste y cruel" (77) que concluye con la fuga de Cecilia con un tenor de opereta.
   La tercera parte, en fin, de esta historia es la de la evasión por los diversos cauces del erotismo. Tras un nuevo amago de recuperar su honor, malogrado por su "débil voluntad" (77), Claudio sigue el camino de la lujuria entregándose a una vida nocturna de "intensidad dantesca" (78), primero, por todos los antros de Europa y después por Oriente. Como buen decadentista busca los ambientes corruptos donde impera "otra moral, otra ideología, otras leyes y otros sentimientos" y triunfa "la fuerza" (78), asomándose a todos "los abismos del alma humana" (78). Esta etapa acaba cuando la vejez extingue el fuego del placer y da paso a un feroz pesimismo.
   
Tras la entrega a pasiones "cada vez más raras" (79) que le sumen en un tedio espantoso, la solución final es la de una catarsis geográfica. Sin embargo, Claudio no vuelve a huir de la vieja Europa, no busca una alternativa en otras culturas, sino que, por el contrario, regresa al Madrid provinciano que ahora le atrae "como un oasis de paz en el interminable desierto que se había hecho para él la existencia" (79), una comparación con claras resonancias del famoso verso "Une oasis d'horreur dans un désert d'ennui" ("Le Voyage"), en el que Baudelaire define la imagen de la condición humana.
   
Hasta aquí hemos asistido al compendio de los materiales básicos de cualquier relato decadente cuya procedencia es obvia: el gran ascendente de À Rebours y herederos como Il Piacere (1889), The Picture of Dorian Gray (1890) o Monsieur de Phocas (1901). De estas fuentes diversas pero homogéneas desde el punto de vista temático, Hoyos ha seleccionado varios motivos y los ha reunido sintéticamente hasta extremarlos. El propio retrato del protagonista es algo más que una emulación del patrón de Des Esseintes, de rasgos como el fin de raza, la sensibilidad perturbada y nerviosa, la inteligencia despierta, la infancia solitaria o la herencia de un sustancioso patrimonio. Es sobre todo un pastiche exagerado y grotesco de los esquemas del decadentismo.
   
Lo vemos, por ejemplo, en esa crueldad instintiva que ya de niño lleva al protagonista a "maltratar a sus bestezuelas familiares" (74) y que recuerda el sadismo infantil de Frenéuse (Lorrain, 1977: 33). También el pasado misterioso del que Claudio no reniega, se aproxima al misterio que envuelve a Frenéuse, y al desvío de Des Esseintes de las direcciones impuestas por su estirpe. Y si Des Esseintes es descendiente de "atléticos y antipáticos militarotes" (118), de temperamentos empobrecidos, de uniones consanguíneas y "afeminamiento de los varones" (119), heredero de sus taras fisiológicas y psíquicas, Claudio, cargando más las tintas, lo es de gentes corrompidas que "penetraron a la fuerza" (188), sucesor de su infamia y de su espíritu pseudo-heroico que el fantasma de América, esa gran metáfora final, viene a remarcar de forma paródica. Y la misma cercanía halla la novela con la educación sin fuerza moral de un Andrea Sperelli, ávido de placer, que desprecia los prejuicios y padece idéntica debilidad de la voluntad. De Andrea se dice que es "una natura involuntaria", un hombre "la cui potenza volitiva era debolissima" (Il piacere, 1978: 108-109); de Claudio, se afirma de un modo más ridículo que "cobarde, alzaba en su espíritu un culto al valor y la fuerza" (74).
   
Igualmente la caracterización de los padres del protagonista sigue la misma pauta de À Rebours, que se continúa en la mayoría de relatos decadentes: la madre de Des Esseintes, ensimismada y lánguida, muere de consunción; el padre, de una enfermedad probablemente sexual. Los recuerdos de Frenéuse acerca de su infancia melancólica y solitaria le hacen evocar a su madre macilenta siempre postrada en su habitación que olía a éter. La "vita voluttuaria" (108) y la inclinación byroniana al romanticismo fantástico del padre de Andrea, le llevan a un matrimonio que tras una furiosa pasión se desarrolla en circunstancias trágicas. Los antecedentes de Dorian se componen de la fuga romántica de Margarita con un subalterno de infantería, el asesinato del padre y la agonía silenciosa de la madre. Los padres de Claudio no dejan de ser vividores y voluptuosos, además de en el caso de la madre tener un ansia de infinito –no exenta de humorismo–, un delirio místico, y por tanto, sacrílego.
   
En cualquier caso, todas estas referencias a la herencia son vestigios del naturalismo, pero privados de su específica función. Como observa Carter (1958: 45) a propósito de la novela de Huysmans, sólo hasta cierto punto la herencia se propone como explicación de la perversidad del héroe, ya que a medida que avanza la novela, ésta se deja de lado de tal modo que la misantropía y el sadismo del personaje no están suficientemente ligados a su árbol genealógico. Un tanto sucede en el relato de Hoyos. El gusto precoz de Claudio por las aventuras bárbaras y las magnificencias del mundo antiguo es comparable al de Dorian por las historias de vicio y sangre. Dorian, tras la terrible influencia que le causa el relato que le envía Lord Henry, se identifica con Tiberio, Calígula, Domiciano o el propio Heliogábalo. Claudio adora "los cuentos de magia, las historias remotas, las hecatombes legendarias, las liviandades de reinas y emperatrices", sueña "con los estados quiméricos hallados entre las páginas de la Historia" y hasta delira "con vestir él galas de asiática magnificencia, ceñir sus sienes con la tiara de los Sátrapas y pasear en carro de marfil y oro" (74). También Sperelli fascinado por la Roma de los Papas, de las villas señoriales, desea ser un "Principe romano" (110). Es la nostalgia obsesiva de otras épocas, el ansia de evasión como signo de insatisfacción y rechazo de la realidad prosaica que padece el individuo decadente.
   
Asimismo el desarrollo de la trayectoria vital de este cerebral, esteta, perverso y cosmopolita sigue las leyes que gobiernan el universo narrativo del decadentismo. Claudio, ávido buscador de sensaciones como sus hermanos literarios, se entrega a todos los placeres. Des Esseintes en una de sus primeras vías de escape vive todo tipo de experiencias amorosas, equívocas y perversas. La evasión erótica es el eje central de Il Piacere, motivo prioritario de Monsieur de Phocas y uno de los temas fundamentales de The Picture of Dorian Gray y de otras novelas de esta vertiente, como las de Rachilde.
   
En la prehistoria de La vejez de Heliogábalo no falta tampoco el ingrediente del adulterio y de la fatalidad femenina esbozada en Cecilia. La aparición de la mujer, análoga al influjo avasallador de Elena sobre Sperelli, es el detonante de esta primera acción y el motivo de las sucesivas transformaciones del personaje. Si el protagonista de D'Annunzio, tras liberarse del dominio de Elena pasa de un amor a otro hasta que el ansia de seducir a Hipólita, le lleva a batirse en un duelo del que se arrepiente por su "avidità di vivere e di godere" (126), Claudio va más allá. A pesar de haber arriesgado su existencia en "nocturnas aventuras de encrucijada callejera" con "algo de guapeza que halagaba su decadentismo" (76), su amor a la vida y su hedonismo le hacen rehusar el lance.
   
El motivo del duelo que en Il Piacere marca un cambio espacial (Roma mundana / Schifanoja campestre) con el que se desarrolla el tema de la convalecencia como nacimiento del "uomo nuovo" (salud corporal-nobleza espiritual), en La vejez de Heliogábalo funciona doblemente. Por un lado, desencadena la fuga en "la caravana cosmopolita que pasea por Europa" (77) –móvil frecuente del decadentismo–, a otros lugares más desarrollados culturalmente, aquí personificados por los ámbitos excepcionales de la belle époque, ajenos al provincianismo madrileño. Por otro, subraya la pusilanimidad del héroe finisecular. No en vano se afirma: "¡Luchar, luchar con todos y contra todos hasta recuperar lo que nunca debió perder! Pero era demasiado grande la empresa para su débil voluntad" (77). De ahí también la tortura amorosa a que le somete Cecilia al hacerle consentir su infidelidad y la puesta en escena de uno de esos triángulos tan típicos de las perversiones eróticas de esta literatura.
   
Finalmente, la huida del dolor mediante la entrega a los placeres sexuales trae consigo, como ya hemos ido anticipando, toda una red de referencias intertextuales: desde los music-hall, los tugurios, los puertos, todos esos lugares de mala fama tan atractivos para Dorian y Frenéuse, hasta llegar al fondo de "La chair est tiste, hélas! et j'ai lu tous les livres", el lamento de Mallarmé con el que finalmente riman todos los versos del gran poema decadente. Para el héroe finisecular el placer procura goce y satisfacción, pero también dolor, hastío y nihilismo(3). Un libertino como Des Esseintes, harto de excesos, acaba experimentado la brutal impotencia de sus sentidos y la insensibilidad anafrodisiaca de su cerebro. Sin embargo, en la novela de Hoyos este estado se agrava con la vejez, la experiencia implacable de los límites del cuerpo y de la vida. A la ruina moral y social se une la destrucción física y la impotencia erótica. Tras este hecho, Claudio sufre una irremediable transformación psicológica que le aboca a un "feroz pesimismo" (79). De hecho, la búsqueda de pasiones eróticas "cada vez más raras" le llevan a experimentar un "asco desdeñoso" y un "tedio formidable" (79).
   
Cabe tener presente que el tema universal de la vejez, por sus sugestivos ingredientes de deformación, horror, fealdad y apatía, así como de proximidad y anticipo de la muerte en la vida, es un motivo común asociado a la decadencia. Hoyos rinde culto al héroe decrépito, en la línea de Monsieur de Bougrelon (1897) de Lorrain cuyo protagonista es otro "cadáver pintado" (2006: 42) y que a su vez reproduce el modelo del viejo saltimbanqui retratado por Baudelaire en Le Spleen de Paris (1869). Pero la vejez es también un motivo trascendental que sitúa al individuo frente al sentido de su existencia. Los decadentes suelen encontrar dicho sentido en el hedonismo neopagano, un paliativo que a fin de cuentas no extingue el dolor y cuyos efectos, según el epicúreo Lord Henry, son más duraderos en la juventud (Wilde, 1992: 104-105). Idénticos preceptos siguen Dorian y Claudio, quien constantemente celebra la mocedad, el dinero, el amor y la belleza. Pero mientras Dorian puede hacer real el mito de la eterna juventud sin la deplorable transición del envejecimiento, el segundo, es condenado a padecer las torturas de su declive. Las palabras de Clotilde para quien envejecer es bueno para los que han sacrificado pasiones y han fundado un hogar, pero no para las "criaturas de amor" (1992: 46), son suficientemente representativas de esta atmósfera.
   Para el remate de esta prehistoria se sigue, como ya señalamos, la fórmula decadente de la dispersión geográfica.(4) À Rebours concluye con el fracaso del héroe y como única alternativa, morir o seguir la imposición del médico de regresar a París e integrarse a la vida normal; Frenéuse, tras asesinar a Ethal, parte para Egipto; Claudio, desposeído de vigor e ideales, regresa a Madrid por propio auto-convencimiento y como única salida a su desesperación. Precisamente sobre este final, abierto en los relatos citados, se construye La vejez de Heliogábalo, una suerte de segunda parte, una segunda novela que deberá hallar una continuación a la historia de una decadencia absoluta.

3. De la "autoregeneración" y su fracaso: Nostalgie de la boue

   Alcanzado el supremo estadio de desesperación, Claudio, resignado y vencido, sólo halla un antídoto: el retorno a Madrid, que en un principio supone una suerte de regreso "mítico" a los orígenes: el hogar, la recuperación de una identidad y de un estatus. Pero este proyecto resulta inviable; de acuerdo a la "metafísica de la desintegración"(5) propia del decadentismo, se invalida, está condenada a una sucesión de fracasos.
   La primera frustración es la impresión de soledad ante el deterioro de su palacio, indicio de un declive irreversible. La segunda es la imposibilidad de recuperar su posición social, siendo "para sus gentes un intruso, el fantasma de una vergüenza que no podía resucitar" (79). De este modo, uno a uno fracasan todos sus intentos de "reanudar la pasada epopeya" (80). De hecho, su tentativa de un reintegro por el cosmopolitismo en los terrenos de la vida galante y licenciosa, en un espacio tan propicio como San Sebastián en el que se abre el relato, donde en la terraza del Palais ofrece un "festín de dioses" (35), sólo le lleva a conseguir invitados de segundo orden.
   La tercera, en fin, es la del aislamiento en "su torre de marfil" (80) de Madrid, que lejos de ser un refugio calmante acaba ofreciendo la imagen de "un radjá enfermo de orientalismo en su prisión de Europa" (73). En este espacio-prisión para Claudio, como para Des Esseintes, se intensifican el tedio y los nervios, que se aplacan con estupefacientes, pero también se exacerban los deseos morbosos, que se mitigan mediante incursiones nocturnas en los barrios bajos o en el "altar de la Venus Canalla" (81). En este retiro surge la conciencia del "vacío", de un "vivir sin objeto" (81) y el espanto ante la idea de una muerte vulgar, sin el ocaso suntuoso de las figuras sobrehumanas.
   Sin embargo, la nostalgia de una pasión "como aquella que llenó su vida veinte años antes" (80), y el anhelo desesperado de otra forma de vida, "plena de serena dulzura" (81), le permiten una cierta ensoñación y desarrollan la acción de la novela. Ambas motivaciones son ocasionadas por dos hechos acaecidos en San Sebastián y protagonizados por dos figuras femeninas antagónicas. El primero, durante un espectáculo circense muy al gusto de Lorrain, en el que Ofelia, "malabarista, bailarina sagrada y creadora de la tragedia japonesa" (43), le recuerda a la amada y despierta la lujuria que "antaño le poseyó como un espíritu maligno" (48). Desde este nuevo horizonte apenas abierto, se alza la belleza medusea entretejida de dolor, corrupción y muerte. De Ofelia se dice que es "algo lúgubre y grotesco", como si un "artista enamorado de lo monstruoso" hubiera moldeado "una caricatura macabra de la amada" (48). En realidad reencarna para Claudio el eterno femenino lascivo y fatídico: "ella, la posesora, la única. (...) Judith o Salomé, Dahagut (sic.) o Helena, ella" (49). El segundo hecho tiene lugar durante su paseo hacia el rompeolas, cuando la música romántica y la voz cálida de una pianista que le incita a iniciar una aventura sentimental, aplacan sus "amargos pensamientos" (66).
   Se trata de dos acontecimientos de signo opuesto que el narrador sabe presentar hábilmente siguiendo las fórmulas de la literatura decadente. De un lado, emerge la histrionisa de cuerpo andrógino, cabellera rojiza, "ojos de abismo" (49) y boca lasciva de rictus leonardesco, en quien han florecido "todas las pasiones y todos los vicios" (50) y que parece inspirada directamente en Izé de Monsieur de Phocas, la bailarina griega que evoca a Salomé y personifica a "la eterna bestia impura" (Lorrain, 1977: 58). En esa misma línea, Claudio se deleita ante un "malsano espectáculo" (50), que remarca el carácter lúbrico y fatal de la actriz. Se trata de una pieza fantasmagórica entretejida de espasmos y contorsiones y orquestada con alaridos de horror que culmina, sobre la inversión de Hamlet (Yorik) como Ofelia (muerte) y Ofelia como Hamlet, con un beso fúnebre en los dientes de una calavera. Pero la novela subvierte este emblema de la mortalidad: Hamlet contemplando la calavera en el cementerio, su deseo de pureza y su atracción hacia el abismo, constante en el cuadro de referencias decadentes. Como contrapartida, esta Ofelia resucitada constituye el sujeto de una aventura amorosa morbosa más allá de la muerte y también la causa del naufragio del nuevo príncipe de Dinamarca, el verdadero Yorik. Aunque el propio Claudio presiente "el calvario final de su vida de miserias", desea "ir a él" con "doliente voluptuosidad" (48).
   Frente a la inmediatez erótica de Ofelia, se sitúa el carácter inmaterial, asexuado, de Mónica Ferreras. Se trata de la mujer de interior, de belleza serena, cabellos de oro y ojos azules en la que hay mucho del alma cándida de Maria Ferres, la "turris eburnea" (227) de Il Piacere. La magia de Mónica reside en su "voz de ideal pureza" (65). Por ello, calma a Claudio con un espectáculo auditivo, desde la distancia que impone un balcón, tópico con el que se plasma "simultáneamente la timidez y el alejamiento" (Litvak, 1979: 47). El narrador nos describe una escena de ridículo "voyeurismo", en la que el héroe se esfuerza por ver a la pianista través de las entornadas persianas. Aquí vemos el mismo resplandor que recibe Sperelli en Schifanoja, o Fréneuse durante los momentos atormentados en los que siente un ansia de redención y llega a detestar todo su sistema de vida. Sin embargo, estos condenados a la lujuria vuelven a sentir la necesidad de emociones fuertes y desmienten esas cavilaciones de "alma de modista" (Lorrain, 1977: 266). En la misma línea, el cinismo de Claudio le lleva a pensar que "a él, perpetuo buscador de raras sensaciones, degenerado, enfermo, exquisito" le basta, "como a cualquier buen burgués, para ser dichoso, una muchacha rubia" que toque el piano y "el encanto de una noche vista a través del prestigio de una escenografía lunar" (66).
   El encuentro pues con ambas figuras va a permitir a su vez dos hechos. Por una parte, que la historia del individuo decadente, de su pasada epopeya con Cecilia, se reanude. Por otra, que una nueva y última historia de recuperación espiritual y social se abra. La confluencia de estos dos hechos conduce al conflicto propio de la novela: la tensión, tan decadente, entre mujer fatal y mujer benévola, la pugna entre degeneración y regeneración, sus antagonismos y el triunfo forzoso de la primera.
   Este triángulo, además de mostrar el típico carácter oscilante del héroe cerebral, perverso y atormentado, se pone al servicio de un contenido ideológico: muestra la lucha individuo exquisito / sociedad burguesa, la contraposición entre el sistema de valores del protagonista y su medio chato y ramplón. Aunque Ofelia encarne la fatalidad, es a su vez el ayer negativo pero ideal y por tanto atractivo: la pasión, el deseo, la aventura, la juventud, el dinero y la fuerza. Y si Mónica representa la dicha a su resignación presente es a su vez la regla, la felicidad burguesa y la reconciliación con los valores filisteos del mundo: el cariño, la religión, la moral, el matrimonio y la rutina provinciana.
   En este sentido, la figura de Mónica cumple una doble función en el relato: nutrir de un apoyo moral a la desesperación de la vejez y al mismo tiempo desmentir la viabilidad de una alternativa de regeneración precisamente por la vía detestable del mundo burgués, de la moral hipócrita, de la conciencia pública. Para Claudio, Mónica es una tabla de salvación en los momentos más desesperanzados, porque "cuando uno es viejo, la soledad asusta, y el desdén entristece, y la deshonra da ganas de llorar, y se piensa en subir porque arriba está el calor del cariño" (167). Este consuelo desaparece ante el vértigo apasionante de la lujuria y la noche, ya que "en cuanto se alejaba de ella, el encanto que ejercía sobre su espíritu, un encanto sedante se extinguía" (138).
   Asimismo otros episodios demuestran la imposibilidad de este tipo de alternativas. Lo vemos, por ejemplo, en las reuniones de Claudio en la casa de las Pastor Cordero, las viejas solteronas virtuosas y púdicas, y sobre todo en la ruptura del compromiso matrimonial por parte de Mónica al ver peligrar su honra. Opciones a las que, por otra parte, el propio héroe, de acuerdo con su concepción amoral y vitalista del mundo, se niega. Así lo patentiza uno de sus balances finales en los que al comparar a las dos mujeres, concluye que su mejor recuerdo es Ofelia, pues "ni viene a mortificar a pretexto de cariños que matan, ni a querer cambiarle a uno como si fuese un muñeco" (186).
   Entregado a esa doble vida, al modo de Dorian, Claudio apura y convierte el ocaso de su existencia de nuevo en una pasión absoluta. Sin embargo, la reanudación de su pasada aventura se efectúa con una serie de cambios importantes: el desprestigio, el desencanto, la pobreza económica y la ruina física, la vejez imposible de vencer. Esta pasión supone el último estímulo para reiniciar su proyecto existencial, del que hasta este mismo momento e irremediablemente ha sido expropiado: un "epicurismo (sic.) ególatra" (64), el placer como fin supremo de su vida y medio de exorcizar la muerte: "¡Gozar! He ahí la única verdad" (48), exclama Claudio. Asimismo implica un regreso al abismo de la perdición, de la lujuria y de la muerte "simbólica" a través de la posesión fingida de una muerta: Cecilia resucitada; Ofelia, espectro de una desaparecida o Matilde Sánchez, máscara de la muerte, y Claudio, "un cadáver vestido para una mascarada de lujurias" (47). He aquí los sentimientos que esta coincidencia femenina inspira en el protagonista:

¡Cecilia, Ofelia! (...). Un presentimiento trágico asociaba a aquellos dos nombres y fundía aquellas dos mujeres en una sola imagen. Y la razón le decía que era imposible, que la amada de otros tiempos, y la turbadora de ahora nada tenían que ver, y, sin embargo... (80-81)

   Y es que esta pasión senil constituye no sólo una búsqueda nostálgica, trágica y a la vez grotesca, sino también el regreso a un pasado irrecuperable, donde en armonía con sus aspiraciones de plenitud y gozando de juventud y belleza pudo practicar ese "nuevo hedonismo" proclamado por lord Henry (Wilde: 105). Con este regreso, el héroe pretende reanimar sus vivencias intensas, rejuvenecer, superar su impotencia y dar entrada al deseo: "lo único", como afirma la nueva novia del infierno, "capaz de hacernos felices; lo único bastante fuerte para hacer callar nuestro pensamiento" (123-24). Para ello lo que fantaseará, tal y como él mismo le confiesa a Ofelia, es hacer el amor con una muerta: "Eres como el cadáver de una mujer querida que se alzase de la tumba para venir a ofrecerme una hora de pasión" (124). La posterior escena amorosa en la que en un cuarto de mancebía Ofelia, impúdica y fría, en su "delgadez translúcida de fantasma" (124), se entrega a Claudio, mientras éste invoca a Cecilia e imagina poseerla a través de su cuerpo, posee una gran fuerza dramática que merece transcribirse:

   Claudio invocó la aparición:
   -¡Cecilia! ¡Cecilia!
   Nadie contestó. Miss Ofelia tendióse sobre el lecho, que crujió.
   Después, entre los brazos del esqueleto, sumidos en las tinieblas, Clau
   dio tornó a gemir:
   -¡Cecilia! ¡Cecilia! (124)

   Esta escena sexual tan esquemática, representa sugestivamente el erotismo decadente, el eros negro, doliente y cerebral, que también sirve de excitante a Sperelli. Este antecesor de Claudio en su búsqueda de emociones refinadas superpone en Maria la imagen de Elena para poseer a ésta en aquélla. Pero a diferencia de esta posesión imaginaria, en La vejez de Heliogábalo este acto desesperado y exasperado va mucho más allá al llevar agregadas connotaciones necrófilas. En realidad, más que la encarnación de una mujer en otra, lo que Claudio persigue es la encarnación de una muerta en una mujer.
   Paralelamente, con esta resurrección del deseo resurge el anhelo de reconciliarse con la vida y luchar, de "recuperar el terreno perdido, ansiando volver a ser lo que fue" (100). Sin embargo, el viejo Heliogábalo sólo logrará apurar los últimos restos de su caudal en locos despilfarros y rodearse de una corte de hampones. Así sucede en su último festín, un banquete fastuoso para pedir la mano de Mónica que concluye en una "mascarada burlesca y triste" (176), con invitados cada vez más desclasados. El sueño del triunfo mundano se convierte en una "cruel parodia" (173), en la que Claudio con una "lúgubre apariencia de polichinela de guignol" (172) resiste a fuerza de morfina hasta que un vahído acuciado por la progresiva ceguera le hunde en "un abismo de negruras" (177). El regreso a la realidad será para contemplar las ruinas de su obra, el triunfo de la barbarie sobre la magnificencia. Este festín "romano", que remite a uno de los cuadros arquetípicos del decadentismo, queda así invertido de modo grotesco: los lánguidos patricios, las doncellas o los efebos masacrados por furiosos godos, semidesnudos entre cojines, mármoles y sangre se transforman después de la orgía en los verdaderos bárbaros y al hacerlo asumen su mismo carácter entregándose al pillaje, los bajos instintos y a la destrucción del palacio de este César agonizante.
   Todas las estrategias de acción social fracasan, pero sin duda la quiebra definitiva se produce tras el lance en la Puerta del Sol. Siguiéndose la red de correspondencias con el pasado, la aventura amorosa presente le aboca igualmente a un duelo. El encuentro con el antiguo amante de Ofelia supone otra prueba de cobardía, ya que para escapar a los desafíos del chulo, Claudio le dispara a traición, e implica la caída definitiva de las ruinas de su imperio, "honor" y renombre, arrastrándole de nuevo a un último éxodo.
   Pero si Cecilia rediviva es pasión, duelo y deshonor, también volverá a ser traición. Una traición preparada con su amante Gregorito, quien convence a Claudio para remediar su ruina económica mediante una distracción de fondos. Este episodio que culmina en el robo le hace descubrir el fracaso de su estirpe y por último le lleva a constatar el fin de raza, la metamorfosis del heroico Heliogábalo en un prófugo: "su historia, como la de esos aventureros heroicos (...), había sido una llamarada que brilla un instante con cegadora luz y se apaga luego" (188).
   Si la novela ha comenzado contando la historia de una decadencia, pero planteando una posible redención moral y social mediante una catarsis geográfica que no ha tenido otro efecto que acentuar la descomposición del personaje, termina planteando el absoluto declive sin salida ni expectativa, la imposibilidad última de la fuga. El desenlace del relato que acude nuevamente al paradigma de la dispersión geográfica, remite al mito decadente del eterno vagabundo, del hombre sin raíces ni destino, y viene a demostrar la ausencia total de alternativas. Frente a la primera escapatoria sentimental hacia un mundo ideal de ensueño, esta última huida degradante siguiendo al circo, al modo de Rimbaud o de Alberto en Tinieblas en las cumbres (1907), es hacia una fatal realidad y constituye el remate trágico y grotesco a una novela que ha narrado un inventario de derrotas.
   El final decadente, en el que Claudio acaba como ladrón y prófugo en un tugurio del puerto de Barcelona, desposeído de todos sus bienes y de su última ilusión: América, la metáfora de una utopía, y acogiéndose ridículamente a las fuerzas inexistentes del "nombre, el título, la alcurnia, y la sociedad" (195), manifiesta una de las claves del gesto ideológico de la novela: la imposibilidad, frente al naturalismo espiritualista, de la catarsis en todas sus formas, geográfica, social y espiritual; el triunfo de la fatalidad, de una realidad sórdida y funesta imposible de cambiar.

4. Bajo el signo de Heliogábalo: de la "luz" a las tinieblas

   El eje temático del relato, la vasta trayectoria de decadencia, queda claramente anticipado en el título de la obra. Este signo compuesto, siguiendo la fórmula de la época, por dos lugares comunes del decadentismo marca un evidente horizonte de lectura. La novela, por tanto, desde su signo más externo, además de dar el tono, enunciando una atmósfera espiritual, un clima cultural y literario, hace extrema su orientación: el término vejez (decrepitud, senectud, vetustez) se complementa con el nombre evocador y sugestivo de Heliogábalo, la proterva figura del emperador romano que este imaginario, obsesionado por la idea del fin, explotó como una convención(6). Heliogábalo se asocia al culto al sol, la grandeza, el desorden y el exceso, a la pasión por la magnificencia y la metamorfosis, al carácter decorativo y a la suntuosidad monstruosa. Además posee una sensibilidad enfermiza, perversa y cruel, propensa al lujo dispendioso y al libertinaje. De este modo, el título no implica sólo declive, sino un declive corrupto y, en consecuencia, atractivo. La relectura de Quincey sobre los Césares, centrada en sus excesos y atrocidades, se ajusta perfectamente a estos exponentes del decadentismo. Para este escritor, estas figuras resultan fascinantes porque en ellas se dan cita "todas las cimas y simas connaturales a las aspiraciones del hombre, todos los contrastes de gloria y mezquindad, todos los extremos de la experiencia humana" (2007: 29)
   Pero la identificación simbólica Claudio = Heliogábalo abre toda una cadena asociativa que trasciende al propio diseño textual con títulos como: "La corte de Nicomedia" (Introducción), "Roma" (Primera parte) y "La muerte del Sol" (Segunda parte). De este modo la decadencia progresiva y absoluta del protagonista, parangonable a las ruinas del mundo antiguo, se corresponde con la disposición estructural de la novela. No en vano, el Introito compuesto por la cita de Dante, nos invita a perdernos por la "selva oscura", hasta caer bruscamente en el Infierno, la ciudad doliente del eterno sufrimiento. El preámbulo pues traza un sentido fatal ("Lasciate ogni speranza voi ch'entrate") y resume el contenido y la culminación del relato: un caso de lujuria que finalmente "l'aer nero si castiga".
   Y es así como el viaje de Claudio constituye un descenso a un infierno simbólico: el de la tortura del fuego sin luz, de la mano de la anti-Beatriz decadente, que concluye no en el Empíreo iluminado por la luz divina, sino en la oscuridad de las tinieblas. Porque la novela añade un dato más: no sólo finaliza con Claudio despojado de todas sus fantasías y alternativas, contemplando inerte la descomposición de su mundo, sino con el héroe sumido en la absoluta negrura.
   Todo esto se subraya en una espectacular escena muy al gusto decadente, donde se manipulan elementos religiosos creando una atmósfera de delirio místico lindante en el "masochismo moral" (196), de placer ante la abyección. La finalidad del pasaje, en el que parece abrirse una última expectativa de reconciliación con dios mediante la doctrina cristiana de la purificación por el dolor, es hacer más dramático el desenlace. La visión deforme que Claudio tiene de sí mismo como la de "un redentor camino de su Gólgota" (196), adquiere un cruel sentido paródico, que culmina en el desfile grotesco por las calles de Barcelona de un circo hecho prisionero. El viejo dandi con la cara "manchada aún de afeites" y el aspecto de un "muñeco de cera" (197), atado entre el boxeador y el hombre-pez, se convierte en un payaso-mártir, en un moderno Cristo de los ultrajes separado de la vida para subirse a las tablas y representar una "trágica mascarada" (196).
   El último ensueño de Claudio que llega a alcanzar las proporciones de una beatífica visión, concluye en una pesadilla terrible que muestra la inmensidad del caos, las tinieblas del abismo, según se describe en este pasaje:

Los insultos sonaban en sus oídos unas veces como aclamaciones triunfales, otras como los místicos hosannas que saludan la entrada de los bienaventurados en la gloria. De pronto, una gran claridad descendió de todos los cielos; todas las cosas reverberaban en un incendio sobrenatural; los árboles fueron columnas de oro con capiteles de esmeraldas; las flores, montones de topacios, zafiros y rubíes; los vidrios, mágicos brillantes tallados en polícromas facetas. Luego, un velo de lluvia cayó sobre las cosas; del suelo desprendióse espeso vapor que esfumó siluetas y contornos; y al fin, todo quedó sumido en la negrura. (197)

   Esta imagen final de Claudio subvierte además un tema romántico muy manido: la figura del ciego que como mago ha trocado la visión de la realidad por una clarividencia privilegiada y que, por ejemplo, Max Estrella encarna en Luces de Bohemia. En La vejez de Heliogábalo, la última acción de Claudio: "fijos los ojos turbios en aquel sol que no vería más" (197), sintetiza por sí misma toda la visión desesperanzadora del mundo heredada del decadentismo. Un gesto lo suficientemente expresivo como para revelar su decrepitud física, el ocaso de su imperio y su absoluta decadencia.
   La novela muestra la imposibilidad de una catarsis en un mundo en descomposición, idea que ya Baudelaire expresó en "Les Aveugles" y Maeterlinck en Los ciegos (1890). En este drama desgarrado sobre la muerte, la impotencia y la soledad se exclama: "¡Diríase que siempre estamos solos!" (1909: 42). Asistimos a la tragedia, en suma, de esas figuras sonámbulas, patéticas, infinitamente desgraciadas, hermanas del eterno silencio y de la nada que el poeta condensó en un último verso que habla por sí solo: Que cherchent-ils au Ciel, tous ces aveugles? Sin duda, para el escritor decadente toda huida es ilusoria y a Claudio, viejo patético y héroe de un fracaso perpetuo, sólo le queda esa pantomima final al borde del precipicio. Como "Plainte d'automne" de Mallarmé donde se afirma: "'j'ai aimé tout ce qui se résumait en ce mot: chute" o el final de Tinieblas en las cumbres, esta estética de la caída y de lo crepuscular es un claro síntoma de la modernidad.

5. La novela monstruo o la difícil digestión del decadentismo

   El lector quizá se sorprenda de que haya dedicado tanto espacio a la exposición de una obra tan amanerada. Responderé que precisamente por esto, por ser tan irreparablemente amanerada, esta obra ofrece una excelente ilustración del fondo común decadentista y de las transformaciones que desde fines de siglo XIX se están operando en el panorama narrativo. La vejez de Heliogábalo es la historia de Claudio. Estructural-mente se caracteriza por el predominio casi absoluto del protagonista, de su aventura interior. Este rasgo responde al intento de ensanchar los límites de la novela realista. El modernismo somete la realidad al principio subjetivo de la vivencia, impuesto por el arte. No en vano Taxonera en 1912 observa que la literatura ha dejado de "ser la fotografía de cuanto se ve, para convertirse (...) en la materialización de lo que se siente" (150), se ha pasado de "la observación de lo externo" a "descubrir lo interno" (152).
   Pero además es una de las novelas más elaboradas de Hoyos; en ella ha sabido apropiarse y reducir a un común denominador las diversas fuentes y este hecho ha de permitir superar el tópico de la servil y mediocre imitación con que siempre le ha revestido la crítica. En este sentido, frente al descrédito general, merece adoptarse el punto de vista de González-Ruano, según el cual Hoyos es un escritor "muy frívolo, pero de evidente talento, que dejó varias novelas menos buenas que lo que él creía y mucho mejores de lo que se dice o ha dicho, porque en realidad nadie ha vuelto a recordarle" (1979: 86). La frivolidad de Hoyos, como la del dandi finisecular y la emparentada con el propio decadentismo se suele leer como superficialidad, falta de seriedad, cuestión de pose. Exhibir y exagerar se asocian comúnmente a Hoyos. Lo vimos en el balance de Nora y en su calificación de monstruos novelescos. También Fortuny señaló su gusto por "los relatos magníficos con ambiente cosmopolita", donde todo es "muy decorativo, muy ultramoderno" (81). Ese superlativismo es visto precisamente como lo contrario de lo medido, lo reposado y sereno que denotaría una postura clásica. No sorprende que en 1912 Araujo dedique un artículo a la manía del hiperbolismo y lo vea como "uno de los productos de nuestra época decadente, sensiblera y gastada" (1912: 174), algo además sentido como "supremamente modernista" (175).
   Esta estética del exceso es la que condensa mi acuñación de novela monstruo(7), una novela que desafía lo regular, la norma, tanto en la forma como en el fondo. Un novela que hecha a sabiendas sobre literatura trata de dar muestra de un estado de excitación y turbulencia, "las zonas tenebrosas de la aberración", lo llamaría Cansinos (1925: 210), y supone un reto al provincianismo y a la mojigatería del ambiente. De ahí que se perciba como algo fuera de los límites de la representatividad admitida, como anormal, antinatural y en consecuencia negativo. Cobra sentido la crítica que Unamuno lanza al "literalismo", precisamente en un artículo titulado "Arte y cosmopolitismo", publicado en 1912 en La Nación. Se refiere al decadentismo y al exotismo en estos términos: "¡Mezquina cosa la literatura de literatura, alquimia de biblioteca, específico de escuela con su esotérica receta acaso!" (1980: 126).
   Sin embargo, esta opción estética remite a una cultura de la representación con una importante fuerza desestabilizadora, un gesto político, una práctica cultural, en suma, según la acertada lectura de Molloy. Para esta estudiosa, la exageración es "estrategia de provocación para no pasar desatendido, para obligar la mirada del otro, para forzar una lectura, para obligar un discurso" (1994: 130). Esta estrategia es la que hace del decadentismo una estética del disimulo, de lo aparente, de la máscara, una estética, en fin, de la superficie, según la acuñación de Jourde (1994: 40). Del mismo modo que en esta narrativa lo falso sustituye a lo verdadero, la literatura suplanta a la realidad. Hoyos encuentra en el decadentismo una fórmula que le resulta cómoda. Se beneficia de ese halo escandaloso que envuelva a esta literatura patológica, de degenerados, como la califica Nordau, y fiel a ella sigue por este camino. Otros como Valle o Pérez de Ayala lo abandonan tras practicarlo en una primera etapa. Por ello, en la obra de Hoyos prevalece la apariencia y la manera sobre la "verdad", novelas que se pretenden cada vez más falsas y artificiosas y en las que incluso se llega a la autocita y la parodia. El personaje de Claudio reaparece en Aromas de nardo indiano que mata y de ovonia que enloquece (1927) y lo hace siendo consciente de que lo pueden tildar de estar pasado de moda, pero además se permite criticar la perversidad cursi y teatral de Des Esseintes: "oropel, relumbrón para la galería" (8). En Las lobas del arrabal (1920) Pablito Gaitana es presentado como el hombre que ha leído a Lorrain, un "envenenado de literatura" (62), con un decadentismo "atrozmente demodée, muy mil novecientos" (63). Pero incluso en Bajo el sol enemigo (1922), donde se denuncian los horrores de la guerra de África a través de la historia de tres legionarios, Hoyos es fiel a sí mismo. Vidas acabadas, héroe cosmopolita, crimen por amor, putrefacción del cadáver o paisaje árido que hace evocar "la magnificencia de las civilizaciones muertas" (54), dan el tono de este relato.
   Pero con novela monstruo apelo también a otra mirada crítica(8). Al final del debate, entre cuestiones de ética y estética emerge también una mirada contagiada de provincianismo y de interesantes desplazamientos críticos. Para Gómez de Baquero La vejez de Heliogábalo es una de esas novelas que "se apoderan del lector y excitan desde sus primeras páginas su interés" (1912) y Hoyos un escritor estimulante que invita al lector a la "contradicción" o a "divagar por cuenta propia" (1914). El caso de Wilde, primero denostado como obra-escándalo por la crítica antimodernista, después visto como escritor para minorías es ejemplar. Gómez de Baquero al analizar el decadentismo refinado de El pecado y la noche cifra el desinterés en España por Wilde y Lorrain en que el público es aún demasiado "ordinario" y afirma: "en parte porque falta el supuesto social, el círculo de vividores cosmopolitas, de gente desgarrada de la vida común y deseosa de sazonarla con nuevas especias, y en parte también por la tradición realista y la tradición romántica de nuestras letras" (1914). Esta explicación sirve para Hoyos. Gil-Albert llega a aconsejarlo a los "coleccionistas de curiosidades prohibidas" (1161). Creo, con todo, que es justo devolver a esta narrativa su lugar como parte integrante del modernismo. Es más: ya va siendo hora de defender la existencia de una novela decadente en España y defenderla como uno de los varios caminos que tomó la narrativa de fin de siglo. Desde mi lectura, La vejez de Heliogábalo ha querido ser una prueba de ello.

Notas

1. Para una aproximación a la vida y obra del escritor vid. el estudio de Alfonso (1998).

2. Todas las citas de la novela corresponden a la edición de 1989 citada en la Bibliografía.

3. Cf., la rica monografía Erotismo fin de siglo de Litvak, donde se advierte que la belle époque, la era del vicio fácil y de la sensualidad complicada fue también una edad pesimista que conoció la culpa y el remordimiento: la queja mallarmeana "se desgrana como las cuentas de un rosario en las obras finiseculares, revelando un pesimismo latente que se opone a su ondulante y delicada gracia" (1979: 3). Según la estudiosa, el influjo de Schopenhauer con sus idea del instinto como impulso inconsciente y su negación del deseo de vivir, la concepción maldita del individuo por parte de los baudelerianos, y la noción de que la sensualidad lleva en sí el fracaso, de cierta literatura naturalista, "tiñeron de negro pesimismo el eros fin de siglo" (1979: 8). Un eros, por tanto, no carente de fundamento espiritual, de un impulso idealista implícito: debilidad de la carne, aburrimiento, uniformidad del placer y nihilismo supremo.

4. Praz, al comentar el final de Monsieur Vénus, en el que Raittolbe, el testigo del horrible amor de la pareja protagonista, parte para África, fue el primero en advertir que "tal tipo de conclusión –una especie de catarsis geográfica– es común en las novelas de este período" (1969: 344).

5. Olivares (1984: 117 y ss.) señala que la "metafísica de la integración" del Romanticismo se suplanta por la "metafísica de la desintegración" en el Decadentismo. La filosofía y la literatura románticas encierran una visión "integradora" equivalente al recobro del paraíso perdido, meta alcanzada mediante un viaje circular, iniciático y de conocimiento que comienza con una separación de la casa ancestral y finaliza con el retorno del héroe, su elevación y reconciliación última, normalmente presentada mediante una unión amorosa. Sin embargo, la novela decadente, aunque muchas veces se abre con una separación inicial, ésta en vez de ir disminuyendo, se incrementa; la caída, en lugar de elevar y ser fuente de conocimiento, degrada cada vez más, y la unión final con la mujer no es un rito de integración sino de desintegración.

6. Los decadentes, como afirma Carter (1958), desarrollan la literatura de una catástrofe, pero de un desastre en el fondo vislumbrado e incluso fingido. Por ello, recurren a la imaginación, regresan a otras fuentes, como los cronistas latinos, o a otras épocas, como la de Heliogábalo o a la de Arcadio, capaces de expresar sus propias obsesiones. De este modo, la leyenda de la Roma Imperial fue explotada no sólo como una convención, sino distorsionada para encajarla en la escena contemporánea: "That scene the decadents were so fond of -languid patricians slaughtered on their banqueting couches by furious Goths- never existed" (146). Des Esseintes, por ejemplo, admira la lengua y estilo de los escritores latinos de la Decadencia y su visión fantástica de la putrefacción del Imperio, en la que no falta el recuerdo de Heliogábalo: "caminando sobre polvo de plata y arena de oro, con una tiara sobre la cabeza y los vestidos cuajados de piedras preciosas, se dedicaba a realizar labores de mujeres, en medio de sus eunucos, y se hacía llamar Emperatriz, cambiando cada noche de Emperador, escogiéndolo preferentemente entre los barberos, los pinches de cocina y los aurigas del circo" (Huysmans, 1984: 156). También en The Picture of Dorian Gray, tras comentar las lecturas de Dorian, se afirma que "como Heliogábalo, se pintó la cara, tejió en la rueca entre mujeres, e hizo traer la Luna desde Catargo y la dio al Sol en unos esponsales místicos" (Wilde, 1992: 184). Realidad convencional, distorsionada o no, esta fórmula nos interesa como signo, como reconocimiento de un conjunto cultural con el que también Hoyos enlaza y se declara solidario.

7. Este término ya fue utilizado por Valis (1988) en un artículo con el mismo título para reevaluar Ángel Guerra a la luz de otros criterios estéticos que no fueran los simplemente miméticos. Para Valis, la novela de Galdós es una "combinación de disparidades" (34) que la convierten en un híbrido, como obra y como personaje, y que remite a un concepto del arte como deformación. Por razones de espacio no puedo detenerme en sus aportaciones. Sirva, pues, como referencia ineludible. 8 Para un acercamiento al problema vid. las acertadas reflexiones de Delgado (2003), quien siguiendo la línea de recuperación de Hoyos abierta por Villena y Alfonso pone sobre el tapete muchas cuestiones críticas.

8. Para un acercamiento al problema vid. las acertadas reflexiones de Delgado (2003), quien siguiendo la línea de recuperación de Hoyos abierta por Villena y Alfonso pone sobre el tapete muchas cuestiones críticas.

Bibliografía

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