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Olivar

On-line version ISSN 1852-4478

Olivar vol.14 no.19 La Plata June 2013

 

ARTÍCULOS

Clarín bifronte y el secreto de Unamuno: de la crítica como espacio de intimidad

Mariano Saba
UBA - CONICET


Resumen

En la España de fines del siglo XIX, la erudición se proyectó como espacio de controversia. Inmerso en plena crisis de confianza en el método cientificista, Unamuno creyó encontrar en Clarín un aliado. Sin intuir el respeto bifronte que Alas mantuvo con respecto a las posturas críticas enfrentadas por entonces -y que La Regenta ya había ilustrado- en vano buscó Unamuno su apoyo para erosionar el espacio de saber que veía personificado en Menéndez y Pelayo. En medio de esas tensiones oblicuas e irónicas, la intimidad se torna espacio de contienda crítica. Las cartas, los artículos burlescos, las lecturas recíprocas: la literatura misma se torna entonces instancia de auto legitimación.
Palabras clave: Menéndez y Pelayo; Clarín; Unamuno; Intimidad; Crítica literaria.

Abstract
In Spain, at the end of the 19th century, scholarship became a space of controversy. Immersed in a crisis of trust in the scientistic method, Unamuno believed to find an ally in Clarín. He didn't understand the two-faced respect that Alas kept regarding critical attitudes warring by then -and La Regenta had already illustrated that-. In vain Unamuno sought his support to erode the space of knowledge that saw personified in Menéndez y Pelayo. In the middle of these oblique and ironic tensions, intimacy becomes a space of critical struggle. Letters, mocking articles, reciprocal readings: literature itself then becomes self legitimation instance.
Keywords: Menéndez y Pelayo; Clarín; Unamuno; Privacy; Literary criticism.


El erudito como enemigo íntimo: Menéndez y Pelayo, Clarín, Unamuno

En la España del último cuarto del siglo XIX, la erudición como espacio de controversia suscitó una serie de enfrentamientos entre las figuras legitimadas por esa modalidad del saber y aquellos intelectuales emergentes que buscaban posicionarse de otra forma en el campo literario de la época. Ese fue el marco que exigió cierta ofensiva por parte de la obra unamuniana, la cual por entonces intentaba insertarse de alguna manera en el incipiente reacomodamiento del canon español. Es posible hablar, en este sentido, de una contienda de lecturas (o mejor aún, de "tipos" de lectura) en la que fueron protagonistas tanto las ideas ya por entonces consolidadas de Clarín o de Menéndez y Pelayo, como también el insistente afán de Unamuno por descentrar la imagen del "sabio" ligada a la confianza en la razón, en la clasificación, en la acumulación. Lo que allí se ponía en jaque era justamente el valor de la observación cientificista que el positivismo había proyectado como indiscutible. Bajo los modelos críticos que se encontraban en vigencia latía la poderosa influencia de la historiografía de Taine, la que había inoculado de forma efectiva una suerte de creencia inescrutable en la familiaridad entre el método del naturalista y el desarrollo de la historia literaria. Son muchas las representaciones que existieron entre la gente joven del arquetipo ridiculizado del erudito que creía capitalizar la concreta existencia de una cultura española a través de mecanismos cercanos a los de la historia natural. En esa identificación algo ingenua entre el ver, el conocer y el interpretar1, gran parte de la intelectualidad de fin de siglo creyó intuir la cara académica de una tragedia política: allí se cifraba la inocencia permisiva y apolítica de los "sabios" legitimados por la Restauración. Allí residía el flanco débil de ese ejército silencioso de bibliógrafos y bibliómanos precedentes, encabezados por Menéndez y Pelayo, detentando un saber "enciclopédico" que Unamuno no dudaría en calificar de"paleontológico", de "arqueológico", de falto de coraje ante la mirada de la Esfinge. Fue en esas coordenadas que el joven Unamuno intentaba dotar de fuerza cierto criterio de lectura personal, e incluso -basado en la Estética de Croce- de una crítica indiferenciada de la creación literaria. En medio de esa urgencia por reivindicar la lectura desde el único respaldo de la personalidad del que lee, Unamuno entendió que el primer territorio que debía minar era justamente el de lo erudito, el del mito que buscaba asociar la historia crítica de la literatura con la metodología impersonal de las ciencias naturales. La confianza positivista en la observación "objetiva" como modo de conocimiento, la creación de una matriz lingüística que terminara por apresar desde lo visible la totalidad de lo existente, la posibilidad de una taxonomía que lograra clasificar esa totalidad, todo eso que impulsaba el proyecto erudito en general, se reproducía sin lugar a dudas en la búsqueda particular del historiador Menéndez y Pelayo. Así, desde su conocido trabajo titulado De re bibliographica (en La ciencia española) hasta la Bibliografía hispano-latina clásica, desde su programa para la Cátedra de Historia de la Literatura Española2hasta sus antologías e historias, Menéndez y Pelayo reitera-de diversos modos- una serie de patrones que lo ligan a ese espacio de lo erudito tan criticado por Unamuno y algunos de sus coetáneos: el espacio de la visibilidad y el hallazgo, de la observación superficial y de la búsqueda exhaustiva. La trampa misma de ese zigzagueo inacabable entre la totalidad y el detalle estaría casualmente en el rigor positivista, y en última instancia radicaría en la colisión entre el concepto romántico de totalidad que implicaba la Biblioteca absoluta y los límites vitales del erudito archivista embarcado en relevarla. Si seguimos a Foucault (2005), podemos afirmar que buena parte de la actividad de Menéndez y Pelayo es directamente comparable con los modelos de naturalistas que antecedieron a Cuvier, aquellos que diseñaron los gabinetes de historia natural en su fijeza misma, antes aún de cualquier movilidad, como espacios donde se exhibiera la mayor cantidad posible de ejemplares "fosilizados" o "disecados" capaces de testimoniar la continuidad como único derrotero factible para concebir la historia.
En esa dilatada batalla que su ensayismo libró contra los campeones de la erudición y, sobre todo, contra aquel Menéndez y Pelayo de quien se reconocía igualmente discípulo directo, Unamuno buscó un modelo previo que colaborara con la cimentación de su autoridad para la consolidación del valor individual de la lectura y la producción modernas. En este sentido, creyó encontrar un aliado en Leopoldo Alas "Clarín", por intuir en él seguramente aquel respeto bifronte del que habla Oleza:

La actitud de Clarín hacia la tradición hay que situarla en este doble contexto, el de la influencia filosófica de los krausistas en la Universidad y el Ateneo y el de la constitución todavía incipiente de una historia de la literatura española. A un lado Salmerón, Giner o Canalejas, al otro Menéndez Pelayo, y entre ambos no pocas contradicciones... (2001:8)

Esa doble adscripción a facciones antagónicas de la cultura de su momento representa en la crítica de Clarín el centro nodal de sus vastos compromisos pero también de su notable éxito. Sin abandonar jamás el interés por las novedades literarias de su actualidad europea, o por la empresa pedagógica de Giner de los Ríos -con quien no compartía sin embargo el nacionalismo galófobo-, Clarín se hace eco de la naciente cuestión de la historia de la literatura española con rapidez3. Dos artículos de Solos -su primer libro de ensayos, de 1881- tratan sobre las obras de Amador de los Ríos y de Menéndez y Pelayo. En este sentido, insiste Oleza:

A lo largo de su obra crítica Clarín irá siguiendo y reseñando, siempre con una profunda admiración, las publicaciones de Menéndez Pelayo, y nada tiene de extraño que su concepción de la historia literaria sea el fruto combinado del ejemplo de Taine y su Historia de la literatura inglesa y del de su amigo y maestro santanderino... (2001:9)

Enemigo tanto de la "patriotería literaria" como del snobismo incondicional de los importadores de "modas" parisinas, Clarín se sitúa en el centro mismo del campo literario, y prueba de ello es esta curiosa conformidad suya con la erudición de un Taine o incluso de un Menéndez y Pelayo4. Jamás vuelca el peso de la balanza hacia la tendencia que Unamuno admiraba en él: como si fuera una especie de catalizador de la tradición y de las novedades por igual, termina por capitalizar para sí la equidistancia que mantiene con ambos sectores críticos enfrentados. Y, por otra parte, es posible que la importancia misma de su rol como crítico de actualidad durante las décadas del '70 y del '80, haya debido muchísimo a la acumulación de capital simbólico que le permitió justamente la decisión de mantenerse al margen de ese enfrentamiento intelectual en el que intervenía pocas veces, casi siempre con moderación, y en general a través de la intimidad de intercambios privados. A partir de esta estrategia es factible dar por cierto lo que opina Oleza cuando define que Clarín reconoció a Menéndez y Pelayo como el gran historiador de su generación, y logró entonces proyectarse a sí mismo como el crítico por excelencia. Pocos agentes intelectuales fueron tan hábiles como Alas en la manipulación de un campo en crisis donde cada operación, por mínima que fuese, arriesgaba la posición de su responsable a movimientos a veces deseables y a veces no. Es por eso que su bifrontalidad crítica puede leerse, en términos de Bourdieu (2003)5, como una estrategia de conservación destinada a perpetuar el orden literario al cual pertenecía. De ella también forma parte la otra "doble actitud crítica" que menciona Oleza en su prólogo a La Regenta: una lectura seria destinada al panteón de los grandes autores consagrados, y otra para aquellos "autorcillos vulgares" que son "susceptibles de la más sañuda persecución, denominada 'higiénica', 'policíaca', 'patriótica' o propia de la 'Guardia Civil', por el mismo escritor" (1984:27). Esto no es un detalle menor: porque más allá de esta nueva discriminación de Clarín entre la crítica seria y la menuda, lo importante es señalar que la doble adhesión a cánones y modalidades tan distanciados acorraló a Clarín muchas veces en el terreno mismo de la contradicción ideológica. Un liberal que -mucho antes de simpatizar con el posibilismo- entiende que una parte de la crítica debe ser "higiénica" para purgar la jerarquía de los autores de España, debe mucho más de lo que supone y de lo que declara al mito positivista de Menéndez y Pelayo. En este sentido, la crítica satírica tan popular de fines del siglo XIX reconoce en Clarín uno de sus mejores exponentes, y sin embargo veremos que el referente de esa sátira pocas veces sería el canon aceptado.
Pareciera que Unamuno no llegó a entender de forma cabal la complejidad de Clarín como engranaje doble de esa contundente maquinaria crítica que proliferaba en la España finisecular. Comprendía, como la gran mayoría de sus congéneres, que se trataba de un agente ineludible en el proceso de legitimación de los nuevos. Pero no llegó a intuir la sistemática ondulante de sus adscripciones ni las razones fácticas que lo llevaban a actuar de esa manera. La importante carta que Unamuno le envía el 9 de mayo de 1900 representa el punto más alto en la revelación de esa contienda oculta que atraviesa los últimos años del siglo XIX y que se relaciona en definitiva con la resistencia del escritor vasco ante una hegemonía erudita con la que temía ser vinculado. Veremos luego por qué razones, pero Unamuno exhibe allí una vez más cierto antiintelectualismo que, en términos de Lissorgues (1985), limitaba las potencialidades de un yo que se sentía prisionero de los límites de la razón y quería llenarlo todo. Un yo que había sido reivindicado ya en muchos frentes por el joven escritor vasco y que en varias oportunidades había sido la instancia desde donde desmitificar la antigua defensa bibliográfica que Menéndez y Pelayo había realizado de la existencia de una supuesta filosofía española. El yo unamuniano es, entre otras cosas, el espacio que termina por configurarse como nueva alternativa crítica para la lectura de un canon literario que, dentro de la fe lingüística de Unamuno, sería el único portador de la genuina filosofía hispánica. En resumidas cuentas no se trataba de volver a Vives, y menos aún a Balmes: se insistía más bien en extraer la filosofía española que condensaba el símbolo de Don Quijote, que guardaban los dramas calderonianos o la mística del XVI, a partir de una interpretación moderna y de una exégesis personal de los textos. Frente a la crítica erudita, Unamuno pretendía instalar una crítica filosófico-simbólica que liberara las versiones del individuo moderno a partir de sus resonancias con la tradición literaria. Promover un tipo de lectura renovada que posibilitara el trasvasamiento del yo: este era el íntimo deseo crítico de Unamuno. Ya no sólo despreciaría la misión erudita de completar la matriz del saber histórico con la totalidad de los libros de España, sino que además buscaría por todos los medios imponer una lectura de los clásicos en su potencialidad viva, no más "fósil". Esa honda fe en una crítica simbólica que permitiera la extracción de la filosofía oculta en lo literario buscaba claramente el reemplazo de la rigurosa erudición que Unamuno veía signada por cierto cientificismo superficial, por cierto método eficaz para el relevo de los "objetos" pero no para el acceso a sus significados más profundos. Un cientificismo positivista que
dificultaba además el posicionamiento intelectual de los "recién llegados" en el campo de los posibles dispuesto por la academia de su época, con Menéndez y Pelayo a la cabeza.
Así, en relación con esto, es importante la mencionada carta de 1900 ya que Unamuno expresa en ella que la crítica de Clarín sobre sus Tres ensayos ponía un manto de sospecha sobre la originalidad de sus ideas, lo que termina por obligarlo -en la intimidad epistolar- a defender un concepto de lo original ligado al sincretismo personal de las lecturas acumuladas y de su personalísimo concepto de ensayismo crítico. Para eso recurre nada más ni nada menos que a La Regenta:

Y ahora me acuerdo de su Regenta y de los juicios que provocó. Tachósele a usted, con soberana injusticia, de plagiario de Flaubert por aquella obra, en que yo veo la flor de sus experiencias y reflexiones de joven, lo más fresco de usted, y tanto arrancado de la realidad, intuida y sentida. Y fue usted en ella original, realmente original. Y no es menester que se cite a Flaubert, no más menester que el que yo cite a los que con mi pensar coincidan. (Vuelvo a abogar pro domo mea). (Menéndez Pelayo, Unamuno, Palacio Valdés, 1941:97-98)

No es casual que Unamuno vea en La Regenta lo más "fresco" de Clarín, la flor juvenil "de sus experiencias". Unamuno, el gran defensor de la juventud como única instancia deseable de recepción, como único espacio fecundo para la valoración de la literatura por sobre la crítica pura, intenta señalarle a Alas que allí, en su discutida novela, estaba su carácter original y vivo. Lo vivo: categoría nada accidental en medio de una puja por la definición de lo existente dentro del campo literario español, de una lucha por la inclusión vitalista de los contemporáneos en un canon que la erudición romántico-positivista sólo relegaba a lo "muerto", al "clásico fósil" que debía vivificarse por medio de la historia. Lo que resulta sorprendente, sin embargo, es que en ese marco un lector de la agudeza de Unamuno asevere algo sin captar que sus afirmaciones refuerzan la hipótesis contraria. Es posible pensar que Unamuno no llegó a entender la verdadera continuidad que existía entre cierta teoría de la lectura que subyace a La Regenta y la tibia recepción crítica de Clarín para con Paz en la guerra o Tres ensayos. No pudo comprender Unamuno que la doble e íntima exigencia crítica que pesaba sobre el autor de La Regenta lo había acercado bastante a ese modo pendular que Charnon-Deutsch leyó en el personaje de Ana Ozores, guiada por sus pasiones en la dirección siempre cambiante que indica el turno nada pacífico de las lecturas que la van cooptando:

Rather than describe the process in terms of circular motion, it is most precise to visualize it in La Regenta as increasingly wider swings of a pendulum. Ana doesn't move form one lover to the next, rather she swings back and forth from first to second and back to first again. (Charnon-Deutsch, 1989:98)

Una vez más, entonces, Unamuno no alcanzó a ver que en La Regenta, más allá del componente vital de la literatura clariniana, existía toda una teoría de la lectura que coincidía claramente con esa modalidad crítica bifronte de su autor, el cual no podía ni deseaba decidirse por una sola opción concreta. En la novela, el modo mismo de estructurar el entramado reflejo de perspectivas e informaciones sobre las cosas -aún mediado por la ironía- estaba más cerca de la mitología positivista -parodiada, tal vez- que de la sinceridad melancólica que Unamuno le exigía al Clarín crítico. Y el propio cauce irónico por el cual Clarín conduce su personal sesgo naturalista hubiera bastado para disuadir al escritor vasco del reclamo íntimo por una crítica no ironista, que lo ayudara explícitamente a él, a Unamuno, a proyectar su nombre, a involucrarse en el campo y a erosionar la añeja hegemonía erudita.

La Regenta y sus especies: el peligro lector y la representación irónica del saber erudito

Se podría arriesgar, sin duda, la hipótesis de que La Regenta cifra en las cavilaciones de su protagonista sobre la profundidad de la fe todo un tratamiento de la cuestión epistemológica. La relación de Ana Ozores con sus lecturas, y el privilegio de Santa Teresa como modelo, ayudan a pensar cómo la novela entiende el conocimiento. La Regenta necesita de la medida de la literatura para comprender la verdadera dimensión de su fe: solamente la lectura "mimética" de la santa le permite hollar lo real con cierta seguridad, aunque precaria. La senda del bien existe únicamente por la intuición libresca que aporta ese modelo de Teresa deÁvila: el traslado de su "ejemplo" a lo real exige del lector una sugestión "cómplice". Ana está dispuesta pero la lectura acumula garantías a partir de su distancia siempre abierta con lo real: una cuota de frustración recurrente es la que salda el intento por acercarse a un modelo cuya perfección rige desde el silencio del papel, de lo inerte. Lo mismo ocurrirá en la otra parcela de lo pasional, cuando el Don Juan sumerja en su ficción a la amante en ciernes, y guíe no sólo la anticipación naturalista (de modo tan obvio que parece ser más bien un gesto paródico que un recurso codificado) sino también la decisión misma de la infidelidad final del personaje. En este sentido, podría pensarse que la novela de Clarín plantea a la literatura como un modo de acceder al mundo real, aún cuando la definición de ese modo guarde distancias notables con la que daba Galdós sobre la misma idea. Dejando de lado esta comparación que nos apartaría de nuestro objeto, vale la pena indicar que en esa vía de conocimiento de lo real que instaura la novela a través de la representación de lo literario, no se abre una perspectiva realmente auspiciosa con respecto a la efectividad del acceso al mundo que esa literatura favorece. La mayoría de los lectores de La Regenta son incapaces de asumir la distancia entre el texto y sus respectivas lecturas. Algunos son sometidos por la literatura hasta el punto de vivir según sus reglas, otros buscan (o añoran) algunas reglas vitales dentro de los textos que leen, los más no comprenden la parálisis que conlleva cualquier identificación vital con la letra muerta. Casos sorprendentes son los de aquellos que lamentan la distancia entre el universo literario y el real: Quintanar, en este sentido, es un ejemplo notable. Quintanar padece en carne propia, de principio a fin, la distancia insalvable entre la imaginación calderoniana y la imposibilidad postrera de actuar frente a un caso de honra real como el que lo involucra. Su conducta representa el extremo poco decoroso del patetismo lector que busca la cercanía vital del modelo libresco con el íntimo temor a su concreción. El sufrimiento por el sueño imposible de acortar la distancia entre literatura y vida, termina trocándose en la pesadilla de una efectiva cercanía. Pero no son sólo Quintanar o su esposa quienes reproducen esta sistemática de vivir a base de la lectura: Álvaro se asemeja a los galanes de la literatura seudo-pornográfica; Petra elabora sus maquinaciones bajo el influjo de los folletines; Bedoya lee una novela francesa para pautar las reglas del duelo en que Mesía terminará con la vida del fantasma calderoniano; cada uno actualiza, con su caso, la idea de una lectura que se derrama sobre la vida con la peligrosidad consiguiente de su anegamiento, de su reducción última a la banalidad de la copia. Sieburth (1987) sostiene que la novela de Clarín es un texto multidiscursivo, el cual -además de los discursos de los caracteres- incorpora puntos de vista de las muchas obras leídas por Ana y los vetustenses. En este sentido, lo que afirma Sieburth coincide con nuestra hipótesis sobre la representación de lo erudito: lo metaficcional en la novela, así como también los mises en abyme literarios, soportan su cualidad autorreflexiva. La novela proyecta formalmente su teoría algo cruel del acceso a lo real por medio de la conciencia de que todo es copia. Así como diversas partes del texto son análogas al todo de la novela, así también las lecturas fragmentarias y los puntos de vista lectores se repiten y reflejan en las vidas de los personajes. Según Sieburth, es evidente "the tendency of the entire story to become a cliché, and of each segment to become a metonymy for the whole" (1987:280). Y ahí reside el núcleo significativo de este juego con que se representa le lectura y que espeja al entramado de lectores que replican en sus vidas lo que ingenuamente han leído: la copia es la piedra basal de un mundo cuya representación obedece a la serialidad. El mundo de Vetusta es un sistema de repeticiones que exhiben, a través de sus vínculos, similitudes y diferencias. Si la Regenta plantea con su diferencia íntima e individual cierta oposición a ese mundo de reiteración social, se debe a que el resabio naturalista de la novela sigue evocando los postulados canónicos del positivismo que cimentaba la estética aún antes de la parodia. El Monstruo, señala Foucault, es el que garantiza la continuidad, y Ana Ozores es efectivamente el "monstruo" de Vetusta: la amenaza, la "hija de la bailarina italiana", la mística, la infiel. En su unicidad, Ana deja de ser una más entre todas, pero sólo porque su hipertrófico espacio subjetivo está dispuesto a prestarse como escenario (y campo de batalla) para esa épica íntima que, en definitiva, intentaba reflejar irónicamente la contienda discursiva de aquella España finisecular, en crisis consigo y con las exigencias que sus lecturas seguían representando para su identidad quebrada. Pareciera que la novela está más interesada en exponer esos discursos que en legitimar uno por sobre los demás. Y ese deseo es el que habilita la ironía como única estrategia posible para narrar, desde un margen distanciado, el mal de la copia.
A pesar de la importancia de este tema, poco se ha reparado en que el inicio de la novela se demora en detallar una escena cuyo protagonista
es ni más ni menos que el erudito vetustense don Saturnino Bermúdez6. A modo de sabio cicerone, Bermúdez explica en la sacristía, ante Obdulia y sus acompañantes, las "apasionantes" características de un cuadro que -como era de esperar- resulta copia "bastante fiel" del San Juan de Dios, de Murillo. El narrador expresa allí, como corolario de la burlesca descripción del personaje, que "Bermúdez era una crónica viva de las antigüedades vetustenses" (Clarín, 1966:30). Ya había mencionado que

... sus lecturas serias de cronicones y otros libros viejos alternaban en su ambicioso espíritu con las novelas más finas y psicológicas que se escribían por entonces en París. Lo de parecer clérigo no era sino muy a su pesar. Él se encargaba unas levitas de tricot como las de un lechuguino, pero el sastre veía son asombro que vestir la prenda don Saturno y quedar convertida en sotana era todo uno. (Clarín, 1966:24)

Es notorio el señalamiento que el propio narrador hace del vínculo entre Bermúdez y De Pas: el sabio vetustense replica, esta vez de modo ridiculizado, la carga célibe que lo condena a su pesar hasta el punto de apartarlo de lo vital, de arrumbarlo en la zona solitaria de un saber inerme. Sin embargo -y como despojo irónico de la misma tentación sensual que asola al Magistral- es cubierto por un manto de sospecha por el narrador. En este sentido menciona sobre Bermúdez:

Allá, en el fondo de su alma, se creía nacido para el amor, y su pasión por la arqueología era un sentimiento de la clase de los sucedáneos. Al ver que en las novelas más acreditadas de Francia y de España que los personajes de mejor sociedad sentían sobre poco más o menos las mismas comezones de que él era víctima, ya no vaciló en pensar que lo que le había faltado había sido un escenario. Las muchachas de Vetusta eran incapaces de comprenderle, así como él se confesaba a solas que no se atrevería jamás a acercarse a una joven para decirle cosa mayor en materia de amores. (Clarín, 1966:24)

La intimidad de Bermúdez reproduce, degradadas, las mismas vicisitudes de la intimidad conflictuada de De Pas, pero lo que otorga cierto sesgo burlesco a su carácter es que la única razón para no franquear el umbral de su deseo no se debe a la imposición religiosa, sino a un dogma fantasma, a la demora erudita en el sinfín de lecturas que protegen el orden ideal del sentimiento siempre diferido en su concreción. Los cronicones del arqueólogo son, en parte, el peso sepulcral que obtura su deseo: el tranquilizador refugio de lo pasivo. Tras señalar su secreto enamoramiento de la Regenta -quien "nunca supo la ardiente pasión del arqueólogo"-, el narrador enfatiza que "jamás había probado las dulzuras groseras y materiales del amor carnal" (Clarín, 1996:25), lo que sin duda motivaba la doble cara de su torturada conducta, entre la represión íntima del deseo y la seguridad pública del orador erudito:

¿Quién era un embozado que de noche, a la hora de las criadas, como dicen en Vetusta, salía muy recatadamente por la calle del Rosario, torcía entre las sombras por la de Quintana y de una en otra llegaba a los porches de la plaza del Pan y dejaba la Encimada aventurándose por la Colonia, solitaria a tales horas? Pues era don Saturnino Bermúdez, doctor en teología, en ambos derechos, civil y canónico, licenciado en filosofía y letras y bachiller en ciencias; el autor, ni más ni menos, de Vetusta Romana, Vetusta Goda, Vetusta Feudal, Vetusta Cristiana y Vetusta Transformada, a tomo por Vetusta. (Clarín, 1966:25)
Y de inmediato añade el narrador:
¿Y dónde iba? A luchar con la tentación al aire libre; a cansar la carne con paseos interminables; y un poco a olfatear el vicio, el crimen pensaba él, crimen en que tenía seguridad de no caer, no tanto por esfuerzos de la virtud, como por invencible pujanza del miedo que no le dejaba dar el último y decisivo paso en la carrera del abismo. Al borde llegaba todas las noches, y solía ser una puerta desvencijada, sucia y negra en las sombras de algún callejón inmundo. Alguna vez desde el fondo del susodicho abismo le llamaba la tentación; entonces retrocedía el sabio más pronto... (Clarín, 1966:25)

Cansar la carne, el miedo al abismo, la ronda temerosa en torno a la tentación cercana. No puede haber imagen más irónica para este doblez del erudito que la de un voyeurismo ciego. Y por eso mismo conviene reiterar con énfasis la remisión de este tema a la bifrontalidad de Clarín, a ese respeto descentrado por el espacio de la sabiduría libresca, que aquí se halla representado en el extremo ridículo de Bermúdez: un hombre cuya vida se disputan la literatura naturalista y los medios de conocimiento obsesivos de la historiografía positivista, la voracidad de la lectura documental. Es claro -y veremos su continuidad en Unamuno- que la figura del arqueólogo se liga a la del paleontólogo, y ambas remiten al sabio atrapado por el modelo de la historia natural, de la ciencia ligada al imperio del ojo7que la modernidad pondría en crisis8. De ahí que la imagen de Bermúdez resulte casi cómica: adscrito a esa confianza en la observación no logra sin embargo satisfacerse por medio de la vista. Un voyeur, que incluso anula su posibilidad de asomarse a "ver" las profundidades del abismo, forma parte de la metáfora antiocularcéntrica que también se aprecia en la representación que Unamuno hizo luego de la sabiduría científica en general y de aquella que observaba particularmente en Menéndez y Pelayo, negado a ver "ojos a ojos" a la Esfinge9.
Entre la multiplicidad de lectores que presenta Vetusta, y entre sus muchos escritores que sufren la escasa recepción de sus textos, Bermúdez resulta entonces emblemático. Y esto se debe a que parece encarnar la condensación más ajustada y satírica de aquello que sostiene Sieburth con respecto a la turbación literaria del mundo de La Regenta:

... literature appears as a huge body of variations on a single action. Characters and events, in this great collection of fragments, lose their uniqueness, becoming but one more variation on the enlessly repeated store. (1987:283)

Nadie, en este libro de libros, representa mejor la pérdida de su unicidad que Saturnino Bermúdez, erudito del pueblo reconocido por su acumulación sapiencial de lecturas históricas, de versiones sobre lo real más allá incluso de la falsificación que puedan contener. El anticuario cuya pericia nadie aprecia en sus artículos de El Lábaro, es representado como otro adepto vetustense a la mentira: "siquiera por bien del arte, mentía no poco, y abusaba de lo románico y de lo mudéjar", y hasta "más de una vez hizo remontarse a los tiempos de Fruela los fundamentos de una pared fabricada por algún modesto cantero, vivo todavía" (Clarín, 1966:21). Tal vez deba a su caracterización extrema, a la profunda ironía con que lo somete el narrador, su condición casi simbólica de ese espacio erudito vaciado de experiencia y estragado por la lectura y por el interés de su auto-legitimación. El personaje de Bermúdez representa quizás el mayor exceso en el que puede caer esa lectura replicante que estructura buena parte de la entropía clariniana: el peligro mismo de reducirse a la mera reproducción de la letra escrita, al afán de acumular una verdad cuya fragmentación alimenta la voracidad "positivista" por relevar todos los documentos que la respalden, un camino cada vez más alejado de la esfera vital. La intimidad del personaje, condensación simbólica entonces del sabio lector, nuevamente se resuelve por la sola representación de su espacio subjetivo, acorralado por las exigencias de la erudición, de una cultura que arrincona sus deseos vitales al espacio marginal del secreto nocturno, de la represión vergonzante. La bifrontalidad de esta sátira del erudito reproduce curiosamente la lucha entre dos perspectivas sobre lo real que subyacen no sólo a la estrategia del narrador de La Regenta sino al proyecto mismo del crítico Clarín: la historia niveladora del pasado frente a una experiencia de la actualidad10, la ley de la letra frente al íntimo deseo vital y subjetivo, lo colectivo frente a lo individual. Es indudable que entre los puntos de ataque contra los que se disponía Clarín a la hora de desarrollar su novela, era la figura del erudito un blanco posible. Porque en ella se cifraban, de alguna manera, esas tensiones que comprometían de cerca el problema de la legitimidad en el campo intelectual de la España finisecular. La sátira de ese saber, dentro de La Regenta, remite no sólo al problema de la lectura dentro de la novela, sino también a los desvíos que ese modelo de sabiduría había provocado por entonces en la valoración de la historia y de lo literario, y en definitiva a la imposibilidad del propio Clarín para aceptarlo en su totalidad.
Ese saber extiende sus ramas mucho más allá de lo perceptible: si Bermúdez es su parodia, la novela en general también debe recoger una mirada sobre ese modo de leer que representa el personaje. En este sentido cabe recordar que entre las figuras tutelares del naturalismo francés, Taine ocupaba un lugar central. La idea del artista literario como vivificador de las "cosas" proviene de allí. El escritor repite la exigencia del historiador que debe relevar lo real inmerso en los vestigios del pasado a través de su mirada minuciosa y así lograr su posterior exhibición: de aquí que el naturalismo posea una deuda clara con el positivismo historicista. Lógicamente, entonces, el autor naturalista reviste cierto carácter cientificista que lo parangona con el historiador de la naturaleza, con su observador experto: a través del método experimental, el escritor naturalista también recoge evidencia por medio de la observación, y luego articula literatura a través de esos materiales. Es claro que Clarín no adscribe a la teoría de Zola, como tampoco lo hizo ningún autor de su época ni de su país salvo a través de ciertas reapropiaciones sumamente personales. Pero es indiscutible que, ironía mediante, Clarín proyecta en La Regenta esa figura del observador racionalista, del estudioso de la voluntad individual y de su psique, e incluso deja entrever una postura -bastante descentrada- con respecto al determinismo esperable. Todos los elementos del naturalismo, a grandes rasgos, pueden encontrarse en su novela, pero todos se hallan transformados por cierto grado de distancia prudente y hasta burlesca que impone el narrador. Pongamos por ejemplo el caso de la supuesta inmoralidad de Ana Ozores adjudicada a la herencia biológica: si bien se enuncia el peso de la sangre como elemento presente en el destino de la Regenta, el gesto termina desautorizado rápidamente si se logra captar que la maternidad de la "bailarina italiana" es un estigma que en realidad imprime sobre la protagonista el vulgo vetustense, portavoz ridiculizado de un discurso ignorante, de una constante banalidad que murmura simplemente para defenderse del tiempo. Frente a este factor popular, la ironía enfatiza la legitimidad del que narra. La Regenta es, en parte, la recolección de las coordenadas de un mundo que sufre un cambio drástico, inesperado. Ese cambio es el que pone en movimiento la narración y que permite constituir un punto de enunciación que ríe, muchas veces, porque tiene buena conciencia de detentar ese "saber" experimental con el que pretende gobernar el todo de la obra. La sedimentación naturalista en este narrador clariniano comparte muchos modos del saber con la ciencia hegemónica del siglo XIX, y por eso -como la protagonista- oscila entre lo unicidad y lo colectivo, entre su personalísima ironía y el dogma científico de la grey naturalista apegada a la inspección visual de los documentos. Caso concreto de esto es el diario de Ana: recurso ortodoxo del naturalismo francés, posee en esta novela la paradoja de presentar fragmentos ilegibles donde vacila tanto la autorreflexión de su dueña como el aparato sapiencial del narrador. En este sentido, también Frígilis, como carácter, contiene toda una ejemplificación de cómo el narrador permanece indeciso ante el poder y los modos del saber naturalista. Frígilis produce "injertos" entre especies distintas de gallos, se ocupa de trasplantar especies vegetales que no pertenecen ni al suelo ni al clima de Vetusta. Recordemos que su figura, en varias oportunidades, se describe con una doble característica: por un lado, su excentricidad; por otro, el respeto que se le guarda. No es menor, entonces, que Frígilis haya sido el responsable de "importar"
a Ana Ozores desde un medio ajeno y lejano al entorno que finalmente terminará por escindir su identidad hasta borrarla. No es casual, entonces, que sea él, el naturalista "torpe", responsable primigenio de toda la peripecia aunque mal lector de signos visibles (como el guante olvidado del Magistral), quien termine por montar guardia junto al resultado nefasto de su peor experimento: una viuda marchita a medio camino entre la ignominia y la devoción. En la construcción de la voz que narra, Clarín también parece situarse nuevamente de manera bifronte con respecto a la erudición "naturalista": entre la aceptación de aquel saber legitimado que latía bajo el rol omnipotente del narrador positivista, controlador e impasible, y la profunda ironía con respecto a ese mismo saber que sólo termina generando lecturas erróneas de lo real. Porque nada parece garantizar en La Regenta el verdadero acceso a lo real, y menos aún la literatura: la lectura parece preparar únicamente tragedias que se tornan en nuevos discursos cuya única intención es dar con algún sentido fijo en el inextricable espacio dinámico de la subjetividad. Los rasgos de "naturalismo" en La Regenta parecieran reflejar todo un modo de concebir y de valorar ese saber cientificista, hijo de una lectura positiva y tiránica. Es decir, detrás de los modos entre "naturalistas" e irónicos de La Regenta parece surgir la vacilación misma que Clarín sentía frente a las dos alternativas intelectuales más importantes de su momento. Entre dos cánones, entre dos tipos de lectura, entre la ironía subjetiva y la colectivización naturalista, Clarín postula una y otra vez la sorprendente alternativa de la suspensión, de la convivencia irrisoria y polisémica de esos discursos contendientes. Pero desde la novela misma, desde esa obra enigmática que significó paradójicamente su afirmación más rotunda sobre el mal de España, es claro que el ironista Clarín no está siquiera interesado en rechazar de plano la sólida base legitimada de la mirada científica, erudita, positivista. La supervivencia "naturalista" en La Regenta, aunque erosionada, es indiscutible: en la matriz constitutiva de lo existente, en esa galería de caracteres clarinianos que evoca la taxonomía cuadricular de la historia natural decimonónica, la novela reserva para Ana un casillero indescifrable. La especulación del lugar que debería ocupar ese espécimen es lo que motoriza lógicamente una novela que -de manera inductiva- recurre a un caso particular para dar cuenta de la contienda discursiva de la España finisecular. En parte, el método de composición remite a un experimento enfermizo, que no sólo sigue el modo experimental positivista sino que se emparienta con los peligros ya mencionados de la lectura mimética. Como si la obra tuviera conciencia de su propia metodología autorreflexiva, de su poder de irradiación sobre el lector, también el narrador intenta resolver la colisión discursiva entre idealidad y materialidad dentro del cuerpo mismo de Ana, una lectora permeable. Un cuerpo inoculado por lecturas y voces que terminan por vaciarlo de palabras, de rumbo; que impiden en él el conocimiento de sí, de su intimidad, a la que tornan bifronte e ilegible para sí misma11. Y son esas voces y esas lecturas las que llegan a revelarle la triste "verdad" de la literatura que tanto la ha asediado: aquella que dice que detrás de los libros, poco hay. La verdad irrefutable de que mientras los cuentos tradicionales concluyen con un beso que torna al sapo en príncipe, la vida "real" culmina en cambio con una definición más trágica: el beso se concreta pero el sapo sigue siendo, simplemente, un sapo.
Es factible reconocer, entonces, que el narrador de la novela es poco fiable. Lo que es necesario, sin embargo, es comprender que esa actitud es parte de una estrategia que soporta el peso entero de la efectividad estructural de La Regenta. La ironía del narrador clariniano es tal que lo obliga a demorarse en una posición de enunciación que nunca se confirma del todo. Es decir, la ironía de La Regenta es radical porque su condición de posibilidad es, justamente, que la obra nunca se defina como irónica. Es imposible entender la ironía de esta novela si no se considera la dimensión íntima de su narrador, la cual consiste justamente en su pretensión frustrada de actualizar la vieja posición del control absoluto, de la esperable estrategia naturalista avalada por el cientificismo histórico-positivista. La ironía de Clarín exhibe su pertenencia al paradigma moderno de una intimidad narradora que no siente la presión de justificar sus contradicciones. Así, parece preferir la puesta en crisis de los discursos de la Restauración y no la proyección de un discurso privilegiado. Los restos discursivos que circulan en la novela son, en definitiva, los despojos de esa contienda de voces que la ironía va desgarrando a lo largo la novela. Este es el momento de la suspensión, de la resolución formal de la teoría misma de la lectura que porta la novela: si leer es hallar una "comunión de las almas" siempre diferida por la proliferación fragmentaria del sentido discursivo, el lector mismo deberá transitar la frustración de encontrar un "todo" inexistente detrás de la entropía novelesca. Es por esto que La Regenta nos habilita a pensar en Clarín mismo y en la tensión que en torno a lo erudito mantuvo con Unamuno: porque su texto es, en resumidas cuentas, la novela de un crítico12. De hecho, Caudet ha enfatizado la concreta aspiración de este autor por lograr una "vaga indefinición genérica" (2010:192) incluso en ciertas narraciones que se acercan de manera ostensible a la forma de los artículos de crítica literaria. La Regenta puede entenderse entonces como la novela de un crítico temido que, en clara sintonía con su narrador, promueve la irreductibilidad de la crítica, el derecho inalienable a no dar explicaciones sobre el íntimo mecanismo que produce sus palabras13. Las razones de esta tesis sobre la suspensión íntima del juicio pueden sondearse a través de otros debates ligados al cambio epistémico de la modernidad. Y en
este sentido tal vez haya una sola objeción seria que hacer con respecto a los planteos textualistas de Sieburth: es cierto que en parte el narrador es garante de la ilusión mimética y que esto legitima la coherencia de una trama a seguir; también es justo pensar el otro pulso de la novela como instancia entrópica que construye paradigmáticamente las analogías (positivas o no) entre sus diversos elementos. Lo que no es del todo hábil es asignar a esta segunda modalidad una autonomía con respecto a la primera y pensarla aún como la dosis de novedad moderna que reviste La Regenta. En plan de analizar un vínculo concreto entre la novela de Clarín y su propia indefinición crítica, conviene entender que -en términos de Foucault- el positivismo del siglo XIX mantuvo continuidades reconocibles con la episteme clásica, y que en esta línea el movimiento de la antigua historia natural ya había reconocido más de un siglo atrás que la coherencia de la continuidad dependía justamente de la analogía entre las cosas, del imperio de lo "visible" que permitía diseñar el panorama del Orden a partir de esas familiaridades que el "ojo" sabía asociar y clasificar en su interior. La narrativa del XIX recoge esta latencia: coherencia y entropía parecen ser aún caras de una misma moneda. El cruce entre lo sintagmático y lo paradigmático está cifrado ya en los recursos más esperables del ortodoxo naturalismo francés: la coincidencia abusiva de circunstancias melodramáticas, la anticipación, el medio como razón de ser, todo apunta ahí a la asociación coherente y lineal de una verdad que habla a través de los fragmentos. Parece mucho más acertado pensar que la modernidad de La Regenta tiene que ver con ese espacio de intimidad irónica en que el narrador reconoce el mecanismo trágico de lo positivo y -sin poder escapar de él- produce corrimientos internos dentro de la maquinaria legitimada. Y dentro de esos corrimientos, la más moderna de las estrategias parece ser el modo de pensar la subjetividad de la mano de una teoría de la lectura que pone en juego la lucha entre dos excesos: el de la letra en tanto ley y el del espíritu en tanto emoción desbordada. Juzgar ese exceso desde la ironía excesiva de un narrador escéptico debería reconocerse como el gesto más moderno de La Regenta. Aún cuando su autor no pudiera escapar a la fascinación por lo erudito, por un modo heredado de conocimiento, de supuesto acceso a lo real: un modo que seguía pugnando por su legitimidad y al que tanto Clarín como Unamuno tendrían en vista a la hora de pensar la literatura finisecular y sus problemas.

Historia de otra caricatura: Unamuno y su carta de confesión

A nivel argumental, es indudable que el género epistolar -aún cuando se haya dado su publicación- ha guardado siempre cierta potencialidad para representarse a sí mismo como espacio de intimidad donde reflexionar sobre los excesos a los que me he referido en el apartado anterior. El 29 de noviembre de 1876, Clarín publica en El Solfeo una carta dirigida a Menéndez y Pelayo con la intención de mediar en los debates entre el santanderino y Manuel de la Revilla. Me interesa simplemente señalar la cercanía que en esta carta tiene la descripción del joven Menéndez y Pelayo con ese espacio de erudición al que he venido aludiendo y que sin dudas, años después, encontraría su "casillero" entre los personajes de La Regenta. Dice allí Clarín:

Aunque tal vez usted no me conozca por mi seudónimo de "Clarín", le aseguro que soy, como digo, condiscípulo y amigo de Vd., y uno de sus admiradores. Yo, que tengo tan desgraciada memoria que me olvido en ocasiones de que existe un fiscal que ha de juzgarme, ¿cómo no he de contemplar pasmado y boquiabierto la prodigiosa retentiva de que Dios le ha dotado a V. para gloria suya y beneficio de las españolas letras? Cuéntase que Felipe II, oyendo el elogio de la sabiduría prodigiosa del Padre Sigüenza, exclamó entusiasmado: Decid qué es lo que no sabe, y acabaréis más pronto; pues lo que es usted, Sr. Menéndez y Pelayo, si no lo sabe todo en el día de la fecha, poco le falta, y de seguro que no ha de llegar a la vejez sin estar al cabo de la calle. (29 de noviembre de 1876, carta de Clarín a Menéndez y Pelayo)14

En lo absoluto es nuestra intención forzar una identidad entre Bermúdez y Menéndez y Pelayo, de la cual incluso descreo, pero sí enfatizar nuevamente la ambigüedad con que Clarín resuelve su admiración por ese espacio erudito que el historicismo positivista había legitimado a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. La memoria documental, el enciclopedismo aparecen acá nuevamente, esta vez como cualidades de un Menéndez y Pelayo que Clarín describe -con cierto dejo irónico- en comparación con un caso canónico de sabiduría: el Padre Sigüenza. Nuevamente, por otra parte, encontramos que años antes de La Regenta Clarín homologa la figura de un sabio con la de un sacerdote, y sólo si nos remitimos a su raigambre liberal podemos extraer cierta significación política de esa operación. Pero más allá de esto, es importante señalar que en esta carta donde Clarín reprende "amistosamente" la iracundia del santanderino en su debate sobre la ciencia española, lo más importante es el sesgo burlesco de su elogio.

Cuéntase también de uno de los Sénecas (...) que era capaz de retener en la memoria hasta dos mil palabras incoherentes y repetirlas por el orden pronunciadas; y V., Sr. Menéndez y Pelayo, es capaz de aprender al pie de la letra todos los discursos del Sr. Romero Robledo -inclusive el de las trece horas-, con todas sus incoherencias, contradicciones y solecismos. Cuando cualquier condiscípulo quería recordar algún enrevesadísimo nombre de Rabí Ben fulano de Tal, recurría a V. que tenía todos en la punta de la uña. Aprenderse de corrido un capítulo interminable de la Historia Crítica de Amador, con todas sus perífrasis y amplificaciones, era para V.como coser y cantar. (29 de noviembre de 1876, carta de Clarín a Menéndez y Pelayo)

¿Qué es el erudito, entonces? Una especie pretenciosa del memorioso, una degradación del Funes borgeano que tiene como destino no sólo el recuerdo de todos los archivos y documentos, sino también de sus errores y desvíos. El erudito se lanza a la acumulación del saber sólo para ejercer la habilidad de replicar el discurso de otros, aún en su incoherencia. La ironía de Clarín tiene la doble virtud de ahondar en la crítica y de salvar la distancia. Por eso puede permitirse mencionar el núcleo trágico de ese espacio en el que ve hundirse a Menéndez y Pelayo: el exceso...

Y lástima grande que el Sr. Revilla no haya sabido prescindir esta vez de esa maldita suficiencia que ha de acabar con su crédito; porque digo, francamente, que en las pretensiones de la obra de V., Sr. Menéndez y Pelayo, hay algo de excesivo y mucho de injusto, al lado de muy nobles y legítimas aspiraciones. (29 de noviembre de 1876, carta de Clarín a Menéndez y Pelayo)

Otra vez, entonces, la ambigüedad clariniana, el respeto bifronte que ante el proyecto erudito reconoce el exceso sin descartar ciertas virtudes. Clarín está interesado en hacerle comprender a su coetáneo que para defender la tradición científica no es necesario atacar su divulgación. E introduce en primer plano lo que Menéndez y Pelayo no puede ver porque "le pinta la parte erudita, la literaria y aún diré la bibliográfica" (29 de noviembre de 1876, carta de Clarín a Menéndez y Pelayo), y que es el límite vital que impone el modelo erudito a costa de su afán bibliómano:

... yo, que sé que la vida es corta, acudo a la ciencia y procuro ver en ella lo que más vale, guiado ante todo por mi conciencia reflexiva, pido ayuda a los grandes pensadores de la humanidad; si de Grecia (...) es necesario saltar hasta Alemania, doy ese brinco sin la menor inquietud por parte de mi acrisolado patriotismo... (29 de noviembre de 1876, carta de Clarín a Menéndez y Pelayo)

La vida es corta y el saber debe aceptar la mediación de la conciencia reflexiva del sujeto que lo consume, y no la condena de lo inabarcable, la exclusión de las verdaderas capacidades vitales. Estos son los puntos ciegos de la erudición romántico-positivista, la razón de los múltiples proyectos inconclusos del sabio Menéndez y Pelayo, el remate concreto de la ironía con que Clarín lo sitúa en el espacio del saber. Es materia difundida que la relación entre ambos escritores, a pesar de sus diferencias, fue de mutuo reconocimiento y también de recíproca lectura. Tanto es así, que no resulta vano señalar el comentario que años después hizo el propio Menéndez y Pelayo de la primera parte de La Regenta, porque allí puede notarse la capacidad lectora del santanderino que parece haber percibido la ambigüedad de Clarín frente al paradigma cientificista. En una carta que le envía el 23 de febrero de 1885, Menéndez y Pelayo le brinda a Alas su opinión sobre la primera entrega de la novela:

El estilo me ha parecido enteramente maduro, y mucho más amplio y flexible que el que había usado Vd. en sus obras críticas. La obra de Vd. ha ganado mucho en precisión, y al mismo tiempo en jugo y en virtud descriptiva, haciéndose más densa y más llena de cosas. La narración me parece magistral, y el diálogo muy sabroso. En cuanto a las figuras principales, el Magistral y la Regenta, las encuentro demasiado complicadas y, por decirlo así, compuestas y menos próximas a la realidad que los personajes secundarios, en los cuales ha estado Vd. felicísimo, creando tipos dignos del mismo Balzac o del mismo Flaubert. Con todo (y se lo digo a Vd. con ingenuidad de verdadero amigo), no me acaban de parecer artísticos ciertos tonos crudos... (23 de febrero de 1885, carta de Menéndez y Pelayo a Clarín)

En principio, la "ingenuidad" que declara Menéndez y Pelayo se nos presenta como sospechosa o, al menos, como terreno fértil donde notar el crecimiento de un campo semántico ligado a lo vivo. Bien o mal, esta obra se describe en palabras del "arqueólogo" como algo alejado a sus objetos corrientes: es decir, lejos del fósil, La Regenta se adscribe al paradigma de lo vivo -de la "presa" viva- y se califica de madura, de precisa, de "jugosa", se señala como "llena de cosas", de diálogo "sabroso". Pero Menéndez y Pelayo parece subvertir el elogio al mencionar con aparente dicha a Flaubert, al evocar esa semejanza con que se acusaba a la novela de forma corriente. Rápidamente divide aguas y deja claro qué es, en su opinión, lo que es valioso y lo que no lo es:

... prescindiendo de tal cual rasgo volteriano, que tampoco quisiera ver en la pluma de Vd., y de la tristeza que comunica al libro la presencia de tanto cura, el libro me parece muy notable, aunque poco naturalista, lo cual en boca mía es un elogio. Pero otro sin restricciones merece Vd. de todo el que ame las letras desinteresadamente, por tantos rasgos de observación y felices pinturas de costumbres, y por aquel estilo que lo dice todo con tanta plenitud y tanta fuerza. (23 de febrero de 1885, carta de Menéndez y Pelayo a Clarín)

Como puede notarse aquí, Menéndez y Pelayo no parece reconocer el vínculo entre el naturalismo estético y las coordenadas científicas de la historia natural, las cuales regían su propia obra y ensalzaban aún el poder de la observación como medio de conocimiento. Sin concebir ambas zonas en realidad como partes de un mismo paradigma -lo cual sí entendió Clarín y por eso las mantuvo en suspenso a partir de la ironía-, Menéndez y Pelayo elogia La Regenta por ser continuidad del loable "imperio del ojo", aún sin caer, supuestamente, en exigencias de la moda literaria francesa. Es curioso que el santanderino encuentre "triste" la presencia de tantos sacerdotes, incluso cuando su crítica parece acorralar al multiperspectivismo de la novela en una sola de sus tendencias: ingenuo o no, ha declarado ya que la narración le parece "magistral". Pareciera que las concesiones del erudito son pocas, incluso si se esfuerza por tenerlas: como si fuera el exceso de la matriz ordenadora la que habla por él.
En este sentido, conviene finalmente remitirnos a la polémica íntima que sobre el tema mantuvieron en 1900 Clarín y un joven Miguel de Unamuno que pugnaba por derribar irónicamente ese exceso y así consolidar de algún modo su posición en el campo intelectual de la época. A pesar de reconocerse a sí mismo como discípulo directo de Menéndez y Pelayo, Unamuno fue pionero en entender que la posibilidad de autoinscribirse en el canon nacional dependía en parte de poder minar desde adentro las falacias que, en su opinión, venían legitimando desde tiempo atrás al método erudito que encarnaba su maestro. En 1899 escribe Unamuno el retrato satírico más acerado que se hizo por entonces de ese espacio del saber hegemónico: el artículo "Joaquín Rodríguez Janssen", que aspiraba a publicarse en La vida literaria y que por mediación de Clarín tendría otro destino. Alas impidió que apareciese allí y por eso fue publicado finalmente en la Revista Nueva el 5 de mayo de 1899, para terminar más tarde incorporado íntegramente a la trama Niebla, siendo réplica del breve ensayo satírico aquel demoledor retrato irónico del sabio Antolín Sánchez Paparrigópulos que inaugura el capítulo XXIII de la nivola escrita en 1907 y publicada en 1914. Paparrigópulos -reescritura entonces literal del caricaturesco Janssen- es presentado como un hombre cuya experiencia vital es nula, absolutamente mediada por el saber libresco. Se lo describe como un erudito solitario que "por timidez de dirigirse a las mujeres en la vida y para vengarse de esta timidez las estudiaba en los libros" (Unamuno, 1984:168). Su enciclopedismo conservador, en palabras de Unamuno, aspira a apartar al pueblo "de perniciosas doctrinas de imposibles redenciones económicas" (1984:166). Toda su actividad intelectual apunta a la sujeción de lo vivo dentro de los límites de la erudición. Y por eso, irónicamente, se hace especial hincapié en lo que ya hemos señalado, el núcleo mítico del erudito fundacional: el hecho de que "sabía que con un hueso constituye el paleontólogo el animal entero y con un asa de puchero toda una vieja civilización el arqueólogo" (1984:165). Pero Unamuno traslada la sátira al terreno de lo institucional: llega a poner en boca del personaje la confesión de que "el erudito es por naturaleza un ladronzuelo" (1984:169) y deja entrever que todas las contradicciones de su tarea se dan por la torpeza de querer asegurarse
un lugar que le permita trascender a través de su propio proyecto de historia literaria. Por eso se dirá en la nivola:

Paparrigópulos aspiraba -y aspira, pues aún vive y sigue preparando sus trabajos- a introducir la reja de su arado crítico, aunque sólo sea un centímetro más que los aradores que le habían precedido en su campo, para que la mies crezca, merced a nuevos jugos, más lozana... (Unamuno, 1984:167)

La "reja de su arado crítico", escribe Unamuno, y se hace difícil no pensar en la taxonomía que Foucault señalaba como ilusión de la época clásica para el ordenamiento de la naturaleza15. La reja del arado crítico pelayano puede pensarse como una metáfora degradada de la matriz cuadricular para la clasificación absoluta a la que aspiraba la historia natural. Es por esto que me atrevo a afirmar que Unamuno fue probablemente el primero entre los detractores de Menéndez y Pelayo que habían adivinado la mayor debilidad de su proyecto y lo habían asediado sin piedad.
Lo curioso, sin embargo, está en el desenmascaramiento mismo de la caricatura. Porque la revelación del referente de Janssen (y de Paparrigópulos) se hace explícita en la extensa carta que ya hemos citado al referir cómo Unamuno también acorta distancias entre Clarín y Flaubert. De forma pionera, García Blanco relevó aquellas páginas al comentar el epistolario entre los dos autores. Allí ha dejado ver que en parte Unamuno admiraba a Clarín por creer hallar en él la contraposición crítica de la erudición positiva. Lo consideraba, sin rodeos, como el crítico "más sugestivo" de España y así lo dejó establecido en la dedicatoria de su ensayo "Sobre el uso de la lengua catalana". Y en una carta del 9 de marzo de 1935, Unamuno explicita que Clarín "fue casi el único de su tiempo que experimentó hondas inquietudes íntimas espirituales" (García Blanco, 1965:114). El escritor vasco devela el referente de Janssen en una carta que ejemplifica varias de las estrategias clave para su posicionamiento intelectual durante los años de entre siglos. Desilusionado por el silencio que Clarín había guardado sobre Paz en la guerra (de 1897), Unamuno recibe la crítica del zamorano sobre sus Tres ensayos (de 1900) con cierto resquemor. Lo acusa abiertamente de haber realizado una crítica bien hecha pero hábil "en el arte de decir una cosa al grueso del público y a los que saben leer otra cosa" (Unamuno, 1941:90). El punto fuerte de la lectura de Clarín consiste en un eufemismo: expresar que Unamuno ensayista opera con iguales armas que, por ejemplo, Menéndez y Pelayo historiador. Es decir, Clarín entiende la intensa lucha que Unamuno viene manteniendo con lo erudito, y hasta tal vez comprende, en su oscilación algo ironista entre los dos cánones que Oleza describió, que también Unamuno vacila en medio de un respeto bifronte. Y sin embargo, a través de otro elogio descentrado, se ocupa de poner ante los ojos del propio Unamuno que su manera de producir conocimiento sobre el ser de España no dista mucho del tradicional, aunque borrando las fuentes citadas y llevando así hasta el extremo la propia imagen del "ladronzuelo". Explica Clarín en su reseña sobre Tres ensayos:

Sí, es nuevo el libro aquí por el fondo y por la forma. Por la forma, porque es filosofía, y no de la más llana, y sin embargo se presenta sin aparato dialéctico, sin andamios de erudición, y en castellano claro, terso, amenísimo, a veces elocuente e inspirado... (García Blanco, 1965:137)

De inmediato, y en forma oblicua, Clarín enumera que este tipo de "prédica filosófica" abunda en Renan, en Ruskin, en Schopenhauer y en Nietzsche. Repone entonces los intertextos que el ensayismo unamuniano, enemigo declarado de la cita, había borrado: la ficción de una filosofía puramente personal queda desmitificada a través de una aparente observación tangencial que hace Clarín, y que en realidad es nada más ni nada menos que el señalamiento de esa Biblioteca "otra" que habla ahora a través de Unamuno; exhibe entre líneas que Unamuno rechaza el mote de "sabio" pero que emplea los mismos procedimientos -y potenciados- de la erudición crítica que denostaba. Unamuno no es para nada un lector ingenuo, y entiende claramente que el crítico que intenta seducir es, en realidad, el gran "aduanero de las Letras" en España16. Defiende el sincretismo de su escritura ensayística diciendo que la originalidad está en el estilo, y no en las ideas mismas. Califica a su carta de confesión y esto otorga al texto, por momentos, un carácter de patetismo intencionado, por medio del cual exige a Clarín una amistad que no cree correspondida, un reconocimiento en el carácter individual de su expresión ensayística:

Esta es una carta de confesión, una carta de desnudamiento, de absoluta sinceridad; pues bien, amigo Alas, yo creo que sí, que aquel Unamuno "fuerte, nuevo, original", de En torno al casticismo, lo es, no porque piense cosas nuevas (así no lo es nadie), sino porque las piensa con toda el alma y todo el cuerpo. Y su originalidad está en el modo de decirlas. ¡La aprecia en tanto el pobre! Y, francamente, usted, usted mismo, amigo Alas, lo cree así. (Unamuno, 1941:92)

Unamuno quiere arrancar al crítico Clarín una verdad que sospecha autocensurada en él por no poder escapar al respeto bifronte hacia las dos tradiciones, la ortodoxa y la liberal, que Oleza indicó en su ya citado trabajo. Interesa esta carta, como ya hemos adelantado, porque aquí se rompe explícitamente la ironía: porque en este espacio de intimidad, de secreto "confesional", Unamuno habilita la explosión afectiva de la misiva:

(No hay en esto sombra de ironía, mi buen amigo; vacío el corazón aquí.) Una vez más, una vez más; usted fue uno de los que nutrieron mi mente, yo QUIERO ser su amigo y comunicarme con usted de verdad, por debajo de las miserias de nuestra carrera literaria, y no hay relación sólida como no se cimente en verdad y sinceridad. Mostrémonos cara a cara... (1941:94)

Vemos entonces como la crítica, a través de su oposición al proyecto erudito, se torna espacio propicio para los modos de la intimidad. La crítica, en su tensión moderna contra los modelos "arqueológicos", busca lo íntimo para asegurarse a sí misma: este caso lo comprueba. Unamuno elige la intimidad para producir en un espacio privado la confesión de su posicionamiento crítico y forzar el de Clarín. Reclama, en torno a la crítica, una amistad "humana" que reproduzca la "mirada" ideal a la Esfinge y a su verdad: cara a cara, ojos a ojos. No como la del erudito que se entretiene en la falsa verdad de la cola del monstruo. Es ese espacio de la verdad el que legitima que Unamuno interpele a Clarín por sus acusaciones hablando de sí en tercera persona: "¿Tiene la debilidad de creer que lo del corazón y la imaginación le brota vale más que sus investigaciones científicas? Pues lea usted su novela..." (1941:94), le insiste sobre Paz en la guerra, obra que adquirirá en la carta rasgos trágicos incluso al ser homologada con su propio hijo aquejado por una grave enfermedad. Unamuno le reclama a Clarín, sobre ese libro que él consideraba nada menos que "historia novelada", algo que no sea silencio, cualquier devolución, aunque sea una crítica demoledora:

¿Qué es un hijo defectuoso de mi espíritu? Tengo a diario ante la vista uno de mi carne defectuoso también, un pobre hijo hidrocéfalo, y bien puedo sufrir el otro tormento. Porque éste, el enfermito, el idiota, suele parecerme cuando examino sus rasgos deformados por la dolencia, más hermoso y más guapo que los otros cuatro que tengo, y cuidado que sonéstos guapos y ágiles y vivos y alegres. (1941:99)

Pareciera que Unamuno, con su acción, otorga cierta cuota de razón a Clarín: "¿Qué se dice de Unamuno?" (1941:90) pregunta sobre sí mismo con esa estrategia de situarse fuera de sí para hablar de su propia persona, donde la tercera persona le permite incluso reponer esa reseña sincera y ausente que Clarín -o Menéndez y Pelayo- le seguirían escatimando. Señala, curiosamente, que de él se dice que su lenguaje es enrevesado, incorrecto, que tiene cierta originalidad: "...¡bah! Un hombre culto y docto, que borra con el jopo su huella, que repite en nueva forma lo que han dicho A. B. C. o D". (1941:91). Unamuno es el primero en entender que Clarín lo había acorralado en el lugar del "zorro" erudito que por su parte tanto combatía. Ese es el conflicto con Alas: mientras Unamuno busca adherir a lo que él supone la tradición netamente creativa y liberal de Clarín, este lo rechaza adscribiéndolo a la genealogía de los sabios. En este sentido, la reseña de los Tres ensayos comienza de forma evidente y llama la atención que Clarín califique a Unamuno con categorías que pertenecen exactamente al acostumbrado elogio académico de Menéndez y Pelayo:

Unamuno, profesor de lengua y literatura griegas en Salamanca, es un notable polígrafo, lo cual no le impide ser especialista en algunas ciencias. Pero no hay que llamarle sabio, porque se le molesta. El prefiere las obras de imaginación y sentimiento, por motivos muy filosóficos y largos de explicar, que justamente son el principal asunto de estos ensayos que ahora publica. (...) Para enfadarse (?), como relativamente se enfada con varios amigos oficiosos, entre los que me cuento, que le animan a proseguir cultivando con ahínco la alta, o mejor, profunda filología, no tiene razón Unamuno, aunque él crea apoyarse en sus teorías sobre el valor deleznable de las ideas, del estudio y cosas por el estilo. (García Blanco, 1965:136)

A pesar de las necesidades de Unamuno, Clarín se sitúa en las irónicas antípodas de la sinceridad que se le exige: en pocas palabras, el ensayista y novelista Unamuno es reseñado aquí como profesor, polígrafo, especialista en ciencias y sabio. El Unamuno del ironista Clarín es, podría decirse, una réplica huidiza de Menéndez y Pelayo, otro Janssen. Pero lo más importante es que en esta epístola deja Unamuno entrever que él esta lejos de esa imagen y que no es crítico justamente por lealtad al propio Clarín. Y ahí, como puede intuirse, el propio ejercicio apologético e intimista le permite a Unamuno -siempre en tercera persona, como si se objetivara a sí mismo- recordar la sátira de Menéndez y Pelayo y confesar por escrito aquella muestra concreta de su irónica distancia con la erudición:

¿Y por qué cree usted que Unamuno no se ha metido a crítico? (Y le incitan a que lo haga algunos de la gente nueva, diciéndole que es puesto vacante, y al decirlo, aluden a usted.) Porque no tiene valor, porque le falta el mismo valor que a usted le falta para decir la verdad de nuestros consagrados; porque, habiendo sido alumno de Don Marcelino y habiendo aprendido no poco de él, no se atreve a decir lo que de él cree (lo suelta en indirectas, como en aquel Joaquín Rodríguez Janssen, que usted mandó no se publicase en La vida literaria) ... (Unamuno, 1941:95)

Aquí entonces, la contracara de la ironía unamuniana: la exposición defensiva de una verdad sólo confesada en el susurro de un intercambio epistolar que legitima la explicación de sus intenciones dentro del campo y que es, ni más ni menos, que la ruptura de los derechos de la intimidad con el objeto de tentar una definición crítica que Clarín, el ironista perpetuo, jamás afirmaría expresamente. Como si la condición misma de posibilidad para narrar el problema de España fuera respetar la convivencia algo ridícula entre dos lecturas erradas cuya colisión produce siempre un sentido estallado y fragmentario: la lectura erudita y la personal. El caso demuestra ejemplarmente cómo a fines del siglo XIX esos dos modos de lectura se disputaron una legitimidad crítica que sólo podía debatirse en el espacio íntimo de un campo intelectual en crisis17.

Notas

1 Según señala Foucault, existiría cierta continuidad epistémica entre los albores clásicos de la confianza en la observación y la historia natural decimonónica. En este sentido, señala para la época clásica: "El mundo está cubierto de signos que es necesario descifrar y estos signos, que revelan semejanzas y afinidades, sólo son formas de la similitud. Así, pues, conocer será interpretar: pasar de la marca visible a lo que se dice a través de ella y que, sin ella, permanecería como palabra muda, adormecida entre las cosas" (2005:40). Y añade páginas más adelante: "La conservación, cada vez más completa, de lo escrito, la instauración de archivos, su clasificación, la reorganización de las bibliotecas, el establecimiento de catálogos, de registros, de inventarios representan, a finales de la época clásica, más que una nueva sensibilidad con respecto al tiempo, a su pasado, al espesor de la historia, una manera de introducir en el lenguaje ya depositado y en las huellas que ha dejado un orden que es del mismo tipo que el que se estableció entre los vivientes. Y en este tiempo clasificado, en este devenir cuadriculado y especializado emprenderán los historiadores del siglo XIX la tarea de escribir una historia finalmente 'verdadera'..." (Foucault, 2005:132).

2 Allí expresa claramente una anotación de Menéndez y Pelayo: "El crítico tiene que analizar, describir, clasificar y, finalmente, juzgar" (1934: XIII). Y añade: "La ciencia histórica es en grandísima parte ciencia de hechos y observación, tiene que emplear con frecuencia procedimientos análogos a los de las ciencias naturales, no puede sintetizar sin haber analizado antes, no puede generalizar sin conocer los hechos particulares" (Menéndez y Pelayo, 1934: XIII-XIV).

3 Aunque sus opiniones sobre la disciplina no carecieron a veces de cierta ironía corrosiva que cuestionaba sus límites. Tal es el caso de una parodia de 1877 que publica en El Solfeo donde dice: "Exponer la historia universal de la literatura en una especie de letanía, es una cursilada" (en Caudet, 2010:182). Y de inmediato se burla de lo "insufrible" que puede ser ese estilo enumerativo que se siente satisfecho al dedicar a Oriente un renglón y al Clasicismo, otro.

4 Al respecto, es interesante acudir al estudio sobre Alas como crítico literario realizado por Sotelo Vázquez (2001). Allí se explica de forma detallada la complementariedad de ambas figuras, y sus entrecruzamientos críticos más allá de la divisoria de aguas que posicionó a cada uno en los ámbitos distantes de la crítica del pasado literario y de la crítica de la contemporaneidad.

5 A pesar de que Bourdieu analiza el campo científico, señala expresamente que sus ideas son aplicables a las relaciones de poder dentro de lo literario o lo político. "Los dominantes" -señala Bourdieu- "están destinados a estrategias de conservación que apuntan a asegurar la perpetuación del orden científico establecido al cual pertenecen" (2003:92). Frente a ellos, en cambio, están los "recién llegados", quienes "pueden encontrarse orientados hacia las colocaciones seguras de las estrategias de sucesión, adecuadas para asegurarles, en el término de una carrera previsible, los beneficios prometidos a los que realizan el ideal oficial de la excelencia científica al precio de innovaciones circunscritas a los límites autorizados, o hacia estrategias de subversión, colocaciones infinitamente más costosas y más riesgosas que no pueden asegurar los beneficios prometidos a los detentadores del monopolio de la legitimidad científica, sino al precio de una redefinición completa de los principios de legitimación de la dominación... (Bourdieu, 2003:93). Quedará claro, entonces, que el espacio de intimidad en que Unamuno intenta captar la atención "crítica" de Clarín reviste un carácter de sucesión radicalmente opuesto a las estrategias subversivas con que intentó erosionar multitud de veces el historicismo crítico del "erudito" tradicionalista Menéndez y Pelayo.

6 Agradecemos las reflexiones de la Dra. Florencia Calvo en torno al tratamiento de este personaje en la novela, cuestión que sin lugar a dudas ella sabrá desarrollar con muchísima más lucidez en un trabajo sobre el tema de próxima aparición.

7 Conviene aquí hacer referencia al excelente estudio de Martin Jay (2007) sobre la denigración de la visión en las postrimerías del siglo XIX. Aunque se hace imposible sintetizar la descripción cabal de este trabajo, baste comentar que Jay toma materiales provenientes de la literatura, la filosofía y las distintas artes visuales para comprobar que en la Francia de aquel momento las filosofías vitalistas -con Bergson a la cabeza- rompen con la fiebre de lo visible que se había generado a mediados del XIX. Señala que el enfrentamiento de los post-impresionistas con sus antecesores se debió, en parte, a la intolerancia frente a la hegemonía de la observación superficial proclamada por Taine y otros descendientes de Comte. La crisis del antiguo régimen escópico, según Jay, es paralela a una crisis epistemológica como la que indica Foucault. La descripción de las apariencias se reemplaza por la posibilidad de revelar estructuras profundas, lo que resta importancia al objeto y reorienta la atención al sujeto cognitivo.

8 En su ensayo "Sobre la erudición y la crítica", de 1905, señala Unamuno que "es Don Quijote mismo, el hombre, el que me atrae, y no el Quijote, no el libro" (1951:720- 721). Desde esta frase que parece cifrar toda una reformulación de la crítica literaria ortodoxa, golpea nuevamente la cercanía entre historia literaria y ciencias naturales: "Todo ello, como se ve, está a la mayor distancia posible de los trabajos de erudición, para los que me siento con poca aptitud y menor deseo. Teniendo como tengo seres vivos en torno mío, me interesan poco los fósiles y me noto con poquísimas aficiones a la paleontología" (Unamuno, 1951:721). Y añade: "Y en la paleontología misma es evidente que hará mayores y más sorprendentes descubrimientos el que conozca bien la zoología, quiero decir, el modo de ser y de vivir de los zoos, de los vivientes, de los animales que hoy respiran y viven. Y es por esto por lo que no me explico que puedan trabajar con fruto en el estudio de los poetas muertos y enterrados, y reducidos a esqueleto hace siglos, los que no se interesan ni poco ni mucho en los poetas que hoy viven, y beben, y comen, y respiran; y cantan" (Unamuno, 1951:721).

9 Unamuno señala a propósito en "Don Marcelino y la Esfinge", de 1934: "Y yo, que fui su discípulo directo -y hasta oficial-, que le quería y le admiraba, tengo motivos para creer que la honda filosofía, la contemplación del misterio del destino humano, le amedrentó y que buscó en la erudita investigación, un anestésico, un nepente, que le distrajera. No se atrevió a mirarle ojos a ojos humanos a la Esfinge, y se puso a examinarle las garras leoninas y las alas aguileñas, hasta contarle las cerdas de la cola bovina con que se sacude las moscas de Belzebú. Le aterraba el misterio" (Unamuno, 1951:403).

10 Esta idea de la crítica clariniana como nacida de las tensiones entre pasado y presente se vincula también de forma directa con las opiniones vertidas por Caudet al comentar la noción de novela que había postulado el joven Alas, siempre entre la historia pragmática -tradicional- y la experiencia subjetiva -moderna-: "Clarín tenía el empeño de establecer, sobre todo en esos años de la década de 1880, una urdimbre crítico-teórica en torno a la historia pragmática -la historia de los acontecimientos externos- y los modos de escritura novelesca que generaban esa historia y la vida, que es la conjunción-fusión, como la novela o el episodio nacional, de la historia pragmática y de la historia individual, intrahistórica, que Unamuno llamaba 'islotes de la historia'" (2010:175-176).

11 En su reciente bibliografía sobre el tema, Caudet (2010) ha llevado al extremo la visibilidad de esta lucha entre el dictum vetustense que repite el vulgo de La Regenta una y otra vez ("o el cielo, o el suelo"), y la íntima rebeldía de Ana por lograr un acercamiento entre el espacio ideal de la lectura y el mundo material de lo real. En su opinión, el encuentro conflictivo entre lo colectivo y lo individual, entre lo tangible y la fantasía, puede rastrearse seguido en la obra de Alas: "En esa tensión de fuerzas condenadas al desencuentro destructor se halla la génesis de la mayor parte de la narrativa clariniana que, sobre todo a partir de 1879, girará en torno a la doble poética del sentimentalismo y de la subjetivación-interiorización de la experiencia. Ese movimiento giratorio o de balanceo (...) se produce porque siempre se rechaza en la narrativa clariniana, construida sobre la duda creadora, las certezas, las ortodoxias" (Caudet, 2010:196). Por otra parte la mencionada bifrontalidad de Clarín a la que aludía Oleza (2001) no puede aislarse aquí de la insistencia con que en la novela aparece una desmitificación de la mencionada dicotomía: Ana, en su intimidad, aspira al cielo y al suelo a la vez.

12 En su prólogo al tomo II de La Regenta, Oleza da la justa dimensión crítica de Clarín a la hora de lanzar su novela a la arena pública: "...el Clarín que publicó La Regenta es conocido, sobre todo y por encima de todo, como un crítico literario que, eso sí, se proyecta con frecuencia sobre el periodismo político y sobre la narración corta de publicación también periodística" (1984:22). Y agrega: "Todavía no ha alcanzado, es cierto, esa posición de máxima autoridad en la crítica literaria española, capaz de aupar a la fama o de hundir en el ridículo a los jóvenes escritores, y aún de desprestigiar a los más prestigiosos (como a Emilia Pardo Bazán), de que disfrutará en los años 90, y que inspirará a Maximiliano Arboleya (1926) la definición de Clarín como el dictador literario de su tiempo" (Oleza, 1984:22).

13 Esto está ligado directamente con algunos de los planteos de Pardo sobre la caracterización de la intimidad. En su sexto axioma para la descripción del espacio de lo íntimo, expresa: "...tener intimidad es no poder identificarse con nada ni con nadie, y no poder ser identificado por nada ni por nadie..." (2004:47). Así, el crítico Clarín pareciera ingresar de lleno en esa zona a la que alude Pardo: reclamado por dos frentes, protege su intimidad en la suspensión de cualquier identificación directa con una sola de las opciones intelectuales de su momento.

14 Todas las referencias al epistolario de Menéndez y Pelayo siguen los volúmenes digitalizados que se mencionan en la bibliografía final (ver Menéndez y Pelayo, 1982- 1991).

15 Señala Foucault en Las palabras y las cosas al referir el vínculo entre taxonomía e historia natural: "Las cosas y las palabras se entrecruzan con todo rigor: la naturaleza sólo se ofrece a través de la reja de las denominaciones y ella que, sin tales nombres, permanecería muda e invisible, centellea a lo lejos tras ellos, continuamente presente más allá de esta cuadrícula que la ofrece, sin embargo, al saber y sólo la hace visible atravesada de una a otra parte por el lenguaje" (2005:160).

16 En carta a Luis Ruíz Contreras que cita García Blanco, Unamuno casualmente explica cómo en Ibsen hay resonancias de Kierkegaard, y afirma: "Si yo fuese Clarín -le dice- me soltaba con un artículo diciendo: "Todavía no sabe nadie en España quién es Kierkegaard y aquí estoy yo, aduanero de las Letras, para ponerle el marchamo" (García Blanco, 1965:120). Efectivamente, el peso crítico de Unamuno no era en 1900 el de un Clarín, pero no deja de ser elocuente y argumentativo para nuestra hipótesis el hecho de que esta afirmación quería vincular a Clarín con una tradición "heterodoxa" que ya hemos comentado, y que apuntaba a constituir un panteón filosófico e historiográfico alternativo al de Menéndez y Pelayo. Esa tradición, lejos de ser respaldada por la "bifronte" crítica clariniana, necesitaría del ensayo unamuniano para basarse. De igual manera, el lugar privilegiado del intelectual Unamuno terminaría debiendo más a su escritura que al ansiado reconocimiento de Alas.

17 Es probable que cuatro años más tarde, Unamuno haya logrado elaborar por sus propios medios una conclusión cercana a la que expresamos aquí. En este sentido, es revelador citar su texto "A lo que salga" (1951), el cual sienta las bases mismas de su ensayismo crítico. Allí comenta que un amigo inglés encontraba penosa la falta en España de memorias íntimas, confidencias, confesiones y biografías célebres. Unamuno articula claramente las razones: "Depende, en gran parte, de cierto ridículo pudor y de un mucho más ridículo estiramiento que nos hace velar a los ojos de los demás nuestras cosas íntimas; pero depende en mayor parte aún de que, para escribir memorias íntimas, es preciso tener intimidad, y aquí andamos muy faltos de ella; para hacer confesiones es necesario tener algo que confesar, y aquí no se tiene sino los pecados vulgares y ordinarios, que se va a depositar rutinariamente al confesonario [...], y depende el no publicarse correspondencias de que apenas se siguen éstas o son puramente pragmáticas, pues entre las innumerables fobias que de nuestra biofobia se desprenden es una la epistolofobia" (1951:610-611). Es claro, entonces, que Unamuno había entendido ya la necesidad de provocar un espacio de intimidad donde situar su ansiada literatura crítica ligada a lo vital.

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