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Olivar

versión On-line ISSN 1852-4478

Olivar vol.14 no.19 La Plata jun. 2013

 

RESEÑAS

José Ángel Sánchez Asiaín, La financiación de la guerra civil española. Una aproximación histórica, Barcelona: Crítica, 2012, 1.328 pp.

Josep María Buades i Juan

Se cuenta que una vez le preguntaron a Napoleón Bonaparte qué tres cosas le hacían falta para ganar una guerra. La respuesta del corso fue: dinero, dinero y dinero. Aunque esta cita sea apócrifa (se non é vero, é ben trovato), es reveladora tanto del carácter pragmático de Napoleón como del hecho de que muchas guerras se ganan gracias a algo tan prosaico como la capacidad de financiar el esfuerzo bélico. A pesar de la importancia crítica que las finanzas han tenido en todas las guerras, no es menos cierto que los historiadores en general no han prestado a los aspectos crematísticos la atención que se merecían. Con frecuencia, la causa de este silencio se ha debido a la falta de preparación académica en materia de ciencias económicas y contables, lo que los limita a la hora de profundizar en estas cuestiones con la debida capacitación.
La guerra civil española (1936-1939) no se escapa del todo de este escaso interés de los estudiosos por la cuestión financiera. Aunque en las obras de referencia para el conocimiento de este período histórico se toquen, con mayor o menor intensidad, aspectos relativos a la economía de guerra o a las estrategias que los dos bandos diseñaron para
obtener recursos que les permitieran proseguir los combates, es cierto que antes de la publicación del libro que ahora nos ocupa no existía una monografía que se centrase por entero en el estudio de la financiación de la guerra civil. Había, eso sí, una multiciplicidad de aportaciones de estudiosos, muchas de ellas dispersas en revistas científicas o en actas de congresos, así como algunas monografías, como las de Ángel Viñas, que abordaron asuntos concretos relacionados con la gestión de la hacienda pública, la política monetaria o la obtención de recursos del exterior. De estas contribuciones se hace eco y saca debido partido José Ángel Sánchez Asiaín.
En este sentido, el grueso volumen de mil trescientas páginas que compone La financiación de la guerra civil española es al mismo tiempo un estado de la cuestión y una sistematización de las investigaciones realizadas por Sánchez Asiaín a través de fuentes directas, algunas de cuyas conclusiones se mantuvieron inéditas hasta la publicación de este libro. Gracias al buen conocimiento, teórico y práctico, que el autor de esta obra tiene del sistema financiero español y, más concretamente, de su tejido bancario, su libro reúne las características de un buen estudio histórico aunadas a la profundidad en el tratamiento de los aspectos más técnicos de la materia.
Así, Sánchez Asiaín no aporta grandes novedades a lo que ya sabíamos con respecto a la situación de la economía española antes de la guerra civil. El atraso español en comparación a los países más avanzados de Europa a principios del siglo XX ha sido objeto de múltiples estudios, que ya habían destacado la baja productividad del campo y la escasa innovación de su industria. Asimismo, y a pesar de la tesis genérica del atraso, no hay que soslayar que la agricultura española destacaba en algunos cultivos de exportación (como los cítricos o el aceite), ni que el sector de servicios comenzaba a apuntar, si bien de manera muy incipiente, lo que en la segunda mitad del siglo sería la eclosión del turismo de masas.
También deben ser entendidas como un estado de la cuestión las páginas dedicadas a la financiación de la rebelión militar. Era conocido el apoyo que las grandes fortunas españolas dieron a la sublevación desde el primer momento en que se gestó. El "Director" del alzamiento militar, el general Emilio Mola, desde su capitanía en Pamplona, mantuvo estrechos contactos con figuras destacadas de la industria y de las finanzas españolas. Si bien la II República había nacido sin el beneplácito (para ser diplomático) de las clases pudientes españolas, el programa reformista contenido en la constitución y practicado por los primeros gobiernos republicanos, de cariz izquierdista y socialista, soliviantó a los sectores monárquicos, católicos y agrarios. Bajo este último concepto se congregaban los grandes propietarios de tierras, señores de verdaderos latifundios, situados sobre todo en la mitad sur de la Península Ibérica, y que en ciertos casos también incluían títulos nobiliarios en su patrimonio. Los "Grandes de España", denominación que incluye a las principales dinastías aristocráticas, fueron feroces detractores de la reforma agraria que republicanos y socialistas quisieron practicar. Su participación en el fallido golpe de estado de José Sanjurjo en Sevilla en 1932 les trajo como penitencia que el gobierno republicano centrase en sus propiedades los esfuerzos de la reforma agraria a partir de entonces, privándoles a veces incluso de la compensación económica que la ley preveía. Como es fácil de suponer, una vez que la izquierda vuelva al poder, tras las elecciones de febrero de 1936, y con el gobierno del Frente Popular retomando con urgencia la reforma agraria, la postura de muchos latifundistas será la de abrazar sin condiciones la rebelión militar y dotar a los conspiradores de los recursos necesarios para el triunfo del golpe de estado.
Aparte de la aristocracia también la burguesía ascendente se puso en su mayoría del lado de los sublevados. Quizás la mejor personificación de esa boyante clase social fuese el financiero mallorquín Juan March Ordinas. Crecido en el mundo del contrabando, hábil especulador inmobiliario y con tentáculos políticos que iban desde las Casas del Pueblo socialistas hasta los gabinetes del Ministerio de Hacienda en Madrid, a la hora del alzamiento militar Juan March había amasado tal fortuna que la revista Forbes lo había incluido entre las diez personas más ricas del mundo. Con negocios dispersos fuera de España, el millonario fue clave en la preparación del golpe, como lo prueba el episodio del Dragon Rapide, el avión que transportó al general Franco de las islas Canarias al Protectorado de Marruecos el día 18 de julio de 1936, y cuya negociación en Inglaterra corrió a cargo de los hombres de March. Pero incluso después del Alzamiento la habilidad de Juan March para los negocios se mostró crítica tanto para la obtención de recursos para el bando "nacional" como para dificultar que los "rojos" obtuvieran apoyo de sus supuestos aliados, es decir, las democracias británica y francesa. Son
iluminadoras las páginas que Sánchez Asiaín dedica a exponer cómo los abogados de March complicaron la vida de los agentes republicanos en París mediante una batería de procesos judiciales y exigencias de pericias cada vez más detalladas y que implicaron incluso la participación en el pleito del principal hispanista francés de la época, Marcel Bataillon.
Asimismo deben entrar en la categoría de estado de la cuestión muchos otros asuntos tratados en el libro en los que la aportación del autor se centra en una síntesis bien fundamentada y escrita de forma amena, pero sin que supongan grandes novedades para el lector familiarizado con la bibliografía de la guerra civil española. Así, eran de sobra conocidas las dificultades que tuvo el bando republicano para organizar su economía y finanzas, debido a las divisiones internas de las fuerzas que se opusieron al golpe de estado y a la existencia de un régimen político descentralizado, que hizo que Cataluña y el País Vasco contasen con instituciones de autogobierno autónomas de las directrices marcadas primero en Madrid y luego en Valencia. A todo ello hay que sumar el aislamiento internacional impuesto por el Comité de No Intervención, que, en la práctica, cercenó la posibilidad de que la República se abasteciese de armas en el mercado libre.
La decisión del ministro de hacienda, Juan Negrín, de enviar las reservas de oro del Banco de España a Odessa para que fueran custodiadas por las autoridades soviéticas, fue sin duda polémica y causó gran alboroto en el seno del ejecutivo de Francisco Largo Caballero. Enviar el oro a la URSS suponía para los republicanos perder su única ancla monetaria, en un tiempo en que todavía primaba el patrón oro en la acuñación de monedas. Pero, al mismo tiempo, y dado el aislamiento internacional en el que se encontraba el gobierno democrático, no parecía que hubiese otra alternativa para garantizar un suministro continuado de armamento y víveres de la única potencia europea que había salido en defensa de la república española. La decisión del envío del oro a Moscú se tomó cuando las tropas de Franco ya habían conquistado Talavera de la Reina y se vislumbraba una inminente ofensiva sobre Madrid. En esas circunstancias no era del todo insensato proceder a una expatriación de las reservas auríferas del país. Investigaciones recientes han comprobado que la operación del embarque del oro estuvo a punto de ser boicoteada por los anarquistas, que llegaron a tramar un robo de la carga. Este complot ayudó a tensar las de por sí difíciles relaciones entre comunistas
y ácratas, que acabarían por estallar en Barcelona el mes de mayo de 1937. La victoria de la izquierda autoritaria sobre la libertaria pondría fin al experimento colectivizador y catapultaría a los comunistas al centro del poder republicano, provocando la caída de Largo Caballero y la ascensión de Negrín a la presidencia del gobierno.
En este sentido, eché de menos un tratamiento algo más pormenorizado de las colectivizaciones en esta excelente síntesis de la economía de guerra que Sánchez Asiaín nos presenta. El autor hace un tratamiento (a mi ver) excesivamente normativo e institucional de un fenómeno que fue ante todo popular y sindical. Los decretos de colectivizaciones que publicó la Generalitat de Cataluña fueron a remolque de una realidad revolucionaria, fruto del fracaso del golpe de estado en Barcelona. Como el president Lluís Companys llegó a reconocer el 20 de julio de 1936, una vez capturado el general rebelde Manuel Goded, la Generalitat ya no tenía el poder; éste estaba en manos de los anarquistas de la CNT-FAI. Fueron ellos (con figuras como Durruti, García Oliver, Abad de Santillán o Ascaso) los que organizaron las milicias populares que detuvieron el golpe y que, además, tomando suficiente impulso con la incautación de arsenales del ejército, detuvieron a los sublevados en la mitad oriental de Aragón.
Aparte de motivaciones ideológicas, el hecho de apostar (o sea, financiar) por uno de los dos bandos de la guerra se debió también a evaluaciones de riesgo y de capacidad de retorno de la inversión. En este punto, los rebeldes les llevaron ventaja a los republicanos desde las primeras semanas del conflicto. En octubre de 1936, con la ascensión de Francisco Franco a la categoría de Generalísimo, los sublevados contaron con un mando único. Luego, en abril de 1937, el Caudillo procedió a la unificación de todas las formaciones políticas en un partido único, FET-JONS (también conocido como el Movimiento Nacional). Los republicanos jamás contarían con esta unidad de mando, si bien a partir de junio de 1937, con el nombramiento de Negrín como presidente del gobierno, hubo una paulatina centralización de las fuerzas republicanas bajo la égida de los comunistas. Con todo, las divisiones políticas fueron la tónica dominante en el bando republicano durante toda la guerra y se prolongaron en el exilio.
Esta unificación de las fuerzas rebeldes en torno al Generalísimo Franco, junto con los sucesivos triunfos militares, convirtieron a los franquistas en los más probables vencedores de una guerra que se auguraba larga. Este hecho facilitó que los "nacionales" pudieran obtener recursos en el exterior con mayor facilidad que los republicanos, contornando sin grandes aprietos el supuesto embargo decretado por el Comité de No Intervención. Franco pudo negociar con Hitler y Mussolini futuras contraprestaciones por el apoyo concedido, tales como concesiones mineras o uso de bases estratégicas. Por ello, aunque los rebeldes no contasen con excesivos recursos materiales al principio, pudieron vender a sus aliados lo que hoy en el argot financiero denominaríamos "opciones" y "futuros". Los republicanos, por el contrario, tuvieron que hacer uso de las reservas de metales preciosos para garantizar las compras realizadas en el exterior. Así, en el libro se sintetiza en una sola frase lo que fue la política de financiación de los dos bandos durante la guerra: los republicanos se financiaron en base al pasado, mientras que los franquistas lo hicieron vendiendo el futuro. Con ello, los primeros agotaron las reservas que España había acumulado y los segundos hipotecaron el país ante las potencias del Eje. Ganase quien ganase la guerra, el futuro económico de España no resultaría nada prometedor.
Pero es al estudiar los temas monetarios y bancarios cuando Sánchez Asiaín despliega todo su conocimiento técnico de la materia. Durante los años de la guerra la divisa española mantuvo el mismo nombre que poseía desde 1868: peseta. Sin embargo, muy pronto existirían dos pesetas de facto: la "republicana" y la "nacional", acuñadas por sus respectivos bancos centrales y con cotizaciones internacionales distintas. La política monetaria fue otro ámbito en el que los rebeldes aventajaron a los republicanos. Dado que la infraestructura de la Casa de la Moneda estaba en Madrid, a buen recaudo de los gobiernistas, los rebeldes resolvieron estampillar los billetes que circulaban en la parte de España que ocupaban. El estampillado fue un recurso rápido y económico que permitió diferenciar claramente a las pesetas "nacionales". En paralelo, el gobierno de Salamanca/Burgos declaró que no aceptaría en su territorio pesetas "republicanas", medida que dio soberanía monetaria a la zona rebelde y que animaría a sus habitantes a estampillar cuanto antes los billetes que guardaban. Este anuncio también fomentó la depreciación de la peseta "republicana" en los mercados financieros internacionales, ya que los inversores prefirieron desembarazarse de una divisa cuyo valor sería cero en caso de una victoria de las tropas de Franco. Hubo que hacer, no obstante, algunas excepciones a esta medida de rechazo a la peseta "republicana" para no dejar sin recursos a los derechistas que, escapando de la zona republicana, se refugiaban en la nacional. Es sumamente interesante la normativa que se promulgó específicamente para atender a esos casos.
Con pleno control sobre su moneda, la peseta "nacional" no experimentó ni la devaluación ni la espiral hiperinflacionaria que padeció la peseta "republicana". Esta mayor fortaleza de la divisa de los sublevados se debió tanto a su predominancia en el campo de batalla, lo que hacía de su peseta una reserva de riqueza menos arriesgada que la de los republicanos, como a una gestión económica más disciplinada y eficiente. Sin experimentos revolucionarios ni tensiones centrífugas, la zona rebelde pudo imponer una política económica uniformizada y más respetuosa con las leyes del mercado. Por estos motivos, la peseta "nacional" experimentó una depreciación mucho menor y la zona rebelde casi no tuvo que padecer los estragos de la inflación. Por otro lado, la acción de desprestigio de la divisa republicana realizada por los agentes franquistas en las principales plazas internacionales contribuyó a la devaluación de la peseta "republicana", aumentando así las dificultades que los gobiernistas tenían para obtener financiación internacional. La moneda fue, por tanto, un arma más en esa "guerra total" que fue la guerra civil española y un recurso eficaz para erosionar las fuerzas del adversario.
El estudio de la banca en los años de la guerra civil es otro de los capítulos en los que la obra de Sánchez Asiaín sobresale. Es seguramente la parte más original del libro y en la que el autor nos deslumbra con su conocimiento de la materia. Se nota que fue la primera parte de la obra que el autor escribió, por lo que los otros capítulos tienen un cierto aire complementario. De hecho, tal y como se nos informa en el prólogo, el núcleo inicial de La financiación de la guerra civil española es el discurso que Sánchez Asiaín leyó al ser admitido como miembro de la Real Academia de Historia y que tuvo por título La banca española en la guerra civil, 1936-1939. Pero hay que advertir al lector no especializado que ésta es sin duda la parte más densa del libro y que más de uno puede sentir la tentación de desistir de su lectura, ante la abrumadora cantidad de hechos, datos, estadísticas y actas de reuniones que vuelven su escritura densa y, por momentos, árida.
No obstante, pese a su dificultad, los capítulos que se refieren al sistema bancario son los más enriquecedores del libro, ya que traen consigo nuevos conocimientos. Entender cómo se comportaron durante la guerra
civil las cajas de ahorros y los bancos arroja nueva luz sobre la historia económica de este período. En muchos casos se trataba de instituciones con agencias distribuidas por toda la geografía española. Aunque respondieran a una misma junta de accionistas y se rigieran por unos mismos estatutos sociales, la guerra las obligó a gestionar sus negocios en las dos zonas como si se trataran de países diferentes. Como hemos visto, cada zona tenía su propia moneda, su banco emisor y fue generando su propia normativa bancaria, más afín al régimen capitalista en el caso del bando franquista, más partidaria de un control "social" o estatal en el republicano. Los desafíos que los gestores bancarios tuvieron que encarar durante esos años, operando sus sucursales en un clima "bipolar", nos ayuda a comprender mejor el entramado financiero de los dos bandos en guerra, así como admirarnos de la extraordinaria imaginación de la que tuvieron que echar mano sus directivos para afrontar el duro día a día.
Es de agradecer que Sánchez Asiaín no finalice su estudio el día 1 de abril de 1939, sino que prosiga su investigación en los años siguientes. En concreto, las páginas dedicadas al exilio republicano son dignas de la mayor consideración, sobre todo si consideramos que su estudio ha sido durante décadas una de las asignaturas pendientes del mundo académico español. El episodio del "tesoro" que Negrín cargó en el yate real Giralda (después rebautizado como Vita) es sintomático del clima de desunión que predominó en el bando de los vencidos durante muchos años después de la finalización de la guerra. La llegada de la embarcación al puerto de Veracruz (México) y la apropiación que el grupo de Indalecio Prieto (enemistado con Negrín por lo menos desde 1938) practicó de las últimas riquezas que restaron de la República son paradigmáticas de la impotencia del exilio republicano para articularse en un movimiento de oposición firme a la dictadura de Franco. Como el mismo Prieto confidenciaría años más tarde en unas palabras que se tornarían proféticas, Francisco Franco sería un dictador que fallecería en su lecho y en pleno ejercicio del poder.
También son muy notables las páginas centradas en analizar la actividad presupuestaria de los gobiernos de Franco en los primeros años de la posguerra. Con un país devastado física y moralmente, en pleno contexto de la Segunda Guerra Mundial, con una Falange que predicaba la autarquía y con un Caudillo que poseía las mismas nociones de economía que un sargento chusquero, no fue una tarea fácil organizar las cuentas públicas del estado nuevo surgido de la victoria militar.
En cuanto al enfoque seguido por Sánchez Asiaín debo reconocer mis prevenciones iniciales cuando comencé a leer esta monografía, escrita por un autor que ostenta un título nobiliario y que es miembro de la Real Academia de la Historia, una institución que en publicaciones recientes ha hecho gala de su conservadurismo a la hora de tratar la dictadura de Franco. No obstante, una vez cerrado el grueso volumen que compone La financiación de la guerra civil española, debo reconocer, en honor a la justicia, que su autor destaca por la ponderación y la equidistancia en la redacción de sus páginas. Los escasos juicios de valor no responden a una cartilla ideológica, sino que son el resultado de un análisis cuidadoso practicado por un científico social y se limitan a la información deducida de las fuentes, algunas de la cuales eran inéditas o de acceso limitado a los especialistas.
Pese a ello, y muy entre líneas, Sánchez Asiaín expresa una contenida alegría cuando se ve capacitado para refutar alguna afirmación de Paul Preston, quizás el historiador de cabecera de la izquierda en estos momentos. Asimismo, el tratamiento que hace del bando franquista es mucho más extenso que los capítulos dedicados a la República, lo cual puede justificarse en virtud de la descompensación en la prolijidad de las fuentes, que en el caso de los republicanos se encuentran en menor cantidad, ya sea por inexistencia de registros escritos (sobre todo en los meses de la vorágine revolucionaria) o por su destrucción en los momentos finales de la guerra. También al tratar el bando republicano el autor destila una mayor simpatía por los "autoritarios" y "centralistas" que por los "libertarios" y "autonomistas". Algunas de las páginas más duras del libro están dedicadas a la supresión de los regímenes autonómicos vasco y catalán, si bien para hacer explícitas las críticas al sistema regional establecido por la constitución republicana a Sánchez Asiaín le basta con reproducir los decretos aprobados por el gobierno de Juan Negrín, sin necesidad de ningún comentario adicional.
Todo en resumen nos lleva a concluir que La financiación de la guerra civil española es una obra de consulta imprescindible para los lectores que quieran adentrarse en el estudio de los aspectos económicos y financieros de este episodio de la historia de España.

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