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Olivar

versão On-line ISSN 1852-4478

Olivar vol.19 no.29 La Plata maio 2019

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.24215/18524478e047 

Artículos

El orden bellista. Purismo idiomático e intervención grá­fica en la prensa temprana de Buenos Aires (1801-1830)

The bellista order. Idiomatic purism and graphic intervention in the early periodical press of Buenos Aires (1801-1830)

2CONICET / IdIHCS, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación Universidad Nacional de La Plata

Resumen

Considerando a la prensa como plataforma central de la construcción pública de la lengua legítima durante el siglo XIX, el presente trabajo procura avanzar en el análisis de dos aspectos estrechamente vinculados con su desarrollo. Por un lado, revisa las intervenciones puristas y supervisoras del idioma antes de la perentoria intervención pública de Bello (en Chile, desde la prensa y la Universidad; en Londres, desde sus famosas revistas). Por el otro, indaga, mediante algunos casos ejemplares, el impacto material de la imprenta en la construcción de sentidos alrededor de la lengua.

Palabras clave Lengua; Canon; Prensa periódica; Intervención gráfica; Materialismo

Abstract

Considering the press as a central platform for the public construction of legitimate language during the 19th century, the present work aims to further analyze two aspects closely linked with its development. On the one hand, it reviews the purist and censoring interventions on language before Bello’s peremptory public involvement (in Chile, from the press and the University; in London, from his famous magazines). On the other, by means of some exemplary cases, it attempts to enquire into the material impact of the printing press on the construction of meanings around language.

Keywords Language; Canon; Periodical press; Graphic intervention; Materialism

Introducción

A comienzos de 1830, al hacerse cargo en Chile de la redacción de El Araucano –periódico oficial de los sucesivos gobiernos conservadores, los llamados pelucones–, Andrés Bello encontró en el caudillo chileno José Miguel Infante a uno de sus más enérgicos contrincantes públicos. Desde las páginas de El Valdiviano Federal, periódico mensual que publicaba en Valdivia (Valparaíso), Infante batalló denodadamente contra las reformas de enseñanza promovidas por el caraqueño en el Instituto Nacional, en particular contra la inclusión de la cátedra de Derecho Romano y el uso del latín como lengua franca de jurisprudencia.

Infante, como Sarmiento respecto del idioma, abogaba por una democratización de la praxis forense, cuya columna vertebral fuera la probidad de sus magistrados antes que los soportes técnicos y retóricos de la especialidad, por lo que sus argumentos se dirigían, por una parte, a resaltar la necesidad de simplificar el sistema (de enseñanza) judicial y, por la otra, a demostrar que la inclusión del derecho romano y del latín en los planes de estudio respondía, en el fondo, a una tendencia política restauradora1.

En ese contexto, y dada la imposibilidad del publicista chileno de nombrar directamente a su contrincante –la ley de imprenta que regía desde diciembre de 1828 impedía la personalización por riesgo de injuria– 2, una de las estrategias a la que más apeló Infante fue la de utilizar el apellido de su enemigo en función adjetiva, catalogando socarronamente las acciones atribuidas al caraqueño: “Bellas lecciones para un pueblo que naciendo apenas a la vida pública, necesita crear en él un noble espíritu de libertad”, decía, con tono irónico, El Valdiviano. O también, con igual énfasis, sobre las propuestas de director del Instituto:

¡Bello plan para una República! Se oye nuevamente en las escuelas de derecho, repetir como en el tiempo de la servidumbre, que tienen fuerza de ley las Respuestas de los Prudentes, los Edictos de los Pretores, la voluntad del príncipe, “sed et quod Principi placuit”, y otra multitud de disposiciones de que abunda cada una de las páginas de ese rancio código, y que hoy como antes se obliga a los alumnos a aprender de memoria. (El Valdiviano Federal, 75, 1834)3

La estrategia se volvió muletilla, y la mayoría de quienes alguna vez polemizaron públicamente con Andrés Bello –además de Infante, J. J. Mora, J. V. Lastarria, D. F. Sarmiento– recurrieron a ella. Así lo hizo ni más ni menos que D. F. Sarmiento en la célebre polémica sobre la lengua en 1842. Ante la falta de producción literaria chilena, Sarmiento ironizaba: “¿A qué causa atribuir tamaño fenómeno?... ¿Al clima que hiela las almas?... ¿A la atmósfera que sofoca i embota la razón?”. Y remataba: “¡Bella solución por cierto, que no solo condena a la impotencia i a la esterilidad la jeneración presente, sino que insulta a las venideras i pronuncia sobre ellas un fallo tan injusto como arbitrario!” (Sarmiento, 1909: 229).

El acierto de Infante habría sido así el de identificar el pensamiento del mayor articulador del discurso público chileno con la tradición bellista de las Ars dicendi, es decir la tradición de las Belles-Lettres que, como demostró Alain Viala en Francia y analizó para el caso latinoamericano ejemplarmente Julio Ramos, halló su principio de disolución –o su puesta en crisis– con la novedosa y expansiva mediación de la prensa periódica4.

Habría que recordar que, no casualmente, fue la prensa periódica el objeto que en esa polémica Andrés Bello delimitó como instancia de degradación de la lengua. Por cierto, no toda ni cualquier tipo de prensa –al fin y al cabo, el mismo Bello era publicista–. Se trataba de una prensa seudo-erudita, con ínfulas de estar a la dernière –como diría Sarmiento–, una prensa –y, por ende, una escritura– improvisada que, desde la perspectiva del caraqueño, remitía a las apresuradas y libres traducciones de los jóvenes escritores que abrevaban en la literatura francesa. En los periódicos de Buenos Aires, sostenía Bello en un pasaje de aquella célebre polémica, “se ve degenerando el castellano en un dialecto español-gálico que parece decir de aquella sociedad lo que el padre Isla de la matritense: ‘Yo conocí en Madrid una condesa, / Que aprendió a estornudar a la francesa’”5 .

La conocida posición de Bello expresa, como se sabe, una creencia muy extendida en la época –creencia compartida, por ejemplo, por el gaditano José Joaquín de Mora, o el argentino Juan Cruz Varela, entre otras conspicuas figuras del momento–: la creencia ilustrada en la textualización del lenguaje, especie de código supraempírico que determinaba el “uso correcto” de la lengua, derivado a su vez de una ideologización de las lenguas de origen –que era, de hecho, ideologización también del origen como mito–6 . Esa creencia, desmenuzada por la crítica especializada de las últimas décadas, conllevaba otra de soterrada proyección histórica, puesta de relieve en parte por las experiencias ideogramáticas de las vanguardias históricas y desnaturalizada, definitivamente, por el avance de la llamada bibliografía material de los últimos años7. Me refiero a la inconmovible transición que dicha creencia supone entre el modelo normativo y su soporte de transmisión textual. En efecto, las quejas de Andrés Bello por la degeneración del castellano en la prensa bonaerense no implican únicamente una textualización del lenguaje sino también una desmaterialización de los códigos lingüísticos. En el fondo, la crítica de Bello se orienta hacia una entidad eidética y abstracta, que supone la malversación de las fuentes –el uso incorrecto de la traducción, en este caso–, olvidando deliberadamente las virtuales incidencias materiales de su soporte, como si la prensa fuera un mero repositorio, una superficie neutra y plana dispuesta a reproducir, de modo transparente, las inflexiones intelectuales sobre la lengua. No obstante, como intentaremos mostrar en este trabajo, la prensa suscitó desde el inicio –un inicio histórico, que en Latinoamérica debiéramos situar a partir de 1810 y la discusión a favor de la libertad de imprenta en las Cortes de Cádiz– una serie de reflexiones y comentarios sobre la lengua que delimitó el espacio de su legitimación pública, por un lado, y un sinnúmero de intervenciones gráficas que propulsaron, de diversos modos, la atención a los aspectos físicos y tipográficos en la construcción de sentidos, por el otro.

Puristas, rigoristas, bellistas

La idea de “orden bellista” que porta nuestro título procura entonces designar una postura –y un posicionamiento estético-ideológico– dominante, al menos durante la primera mitad del siglo, cuyos pilares doxológicos fueron el casticismo y rigorismo lingüístico, manifestados con diferentes matices, pero con la inconmovible inflexión de una lengua literaria culta como base empírica de cohesión ideológica. En correlato, proponemos dos hipótesis relativas a lo que aquí denominamos intervencionismo gráfico, es decir la doble incidencia de la prensa en términos de plataforma pública de discusión y de materialidad específica en el trazado de virtuales modulaciones léxicas o lingüísticas.

La primera de nuestras hipótesis apunta a revisar el corte cronológico así como la historia de las reformas gramaticales y el pasaje –auspiciado por la lógica de Port-Royal– de una gramática universal a una gramática particular, proceso que derivó en la última década del siglo XVIII español en un crecimiento exponencial de publicaciones gramaticales (García Folgado, 2011). En este sentido, a pesar de que será recién con el ingreso de las ideas románticas –y sobre todo con el paradigma nacionalista de corte filológico alemán– que adquirirá mayor relieve el debate sobre la lengua nacional –y en particular, sobre una lengua literaria nacional–, lo cierto es que la circulación y mediatización de ideologías lingüísticas no sólo se hizo presente en la prensa rioplatense prácticamente desde los comienzos sino que también se hicieron presentes tópicos y propuestas de reformas que reaparecerían con ímpetu varios lustros después.

Ejemplo de ello es la postulación de una reforma ortográfica por simplificación, que apunta sobre todo a facilitar la enseñanza de la escritura, en un período de formación de potenciales públicos lectores, que será retomada por Bello en Londres y, más tarde, por la célebre reforma ortográfica de Sarmiento en Chile.

En forma de remitidos anónimos o de intercambios editoriales, los periódicos de las primeras décadas del siglo asumen, de un lado, la diversidad gramatical como problema –problema que suele aparecer en términos de confusión o contrariedad–, y postulan, del otro, un rigorismo léxico que, junto con el afán de uniformidad, resulta una de las primeras manifestaciones del denominado “orden bellista” –antes, por cierto, de que la firma Bello se impusiera en la arena pública–. Veamos algunos ejemplos.

En 1815, el Directorio aprobó el Estatuto Provisional del nuevo Estado en las Provincias Unidas del Río de la Plata. En ese documento, en el que se reponía el Decreto sobre libertad de Imprenta del 26 de octubre de 1811 –sancionado por la primera Junta–, se creaba, por un lado, la Gaceta oficial del gobierno y, por otro, se preveía y consignaba la creación de un periódico opositor, al que incluso se le adjudicaba título y funciones explícitas8.

El encargado de redactar ese periódico opositor, designado también por el gobierno, sería el exiliado cubano Antonio José Valdez. En su primer número, además de reproducir los artículos comentados del Estatuto, Valdez acompañaba su presentación con una “Advertencia ortográfica”, que, sobre el final del periódico, anunciaba lo siguiente:

En este periodico se observa constantemente la ortografia de la academia española con respecto a los acentos y demás notas que arreglan la división de oraciones, accidentes, y circunstancias que forman el discurso; mas respecto al uso de las letras se notara alguna variacion, a que ha dado lugar en Europa y algunas partes de la America septentrional el deseo de simplificar la escritura. Asi, aunque prescribe la academia que los nombres de titulo, o dignidades se escriban con mayúscula, los escribiremos con minúscula, aun cuando se hallen en su sentido principal y mas notable: tales son rey, conde, general &. […]

En cuanto a la consonante C tambien se hallara variacion, pues con el mismo objeto de simplificar, y aun de uniformar, la usaremos generalmente en lugar de Q, sin detenernos en inoportunas etimologías, escribiendo con ella cuanto, cuanto, cuando, cincuenta, consecuente, &. […]

Nuestra ortografía, sin embargo de ser la mas sencilla que se conoce, es aun susceptible de mil mejoras, que son muy fáciles de exponer en circunstancias oportunas, y entre tanto los preceptores de la juventud no deben desatender esta parte esencial de la educacion, en que vemos errar inadvertidamente, a sujetos por otra parte recomendables… ( El Censor, 1, 1815, pp. 6-7)

No hubo, en lo inmediato, otros números de El Censor dedicados al tema, puesto que los acontecimientos políticos –la convocatoria a un congreso general, las crecientes disputas en torno al poder omnímodo de Buenos Aires, los avatares bélicos– impusieron urgencias mayores. No obstante, puede presumirse que el “deseo de simplificar la escritura” y la necesidad de uniformar los cambios gramaticales que la chorrera peninsular de publicaciones didácticas y/o doctrinarias venía imponiendo eran preocupaciones extendidas entre los publicistas y escritores de la prensa local.

Menos de una década después, en febrero de 1823, El Argos de Buenos Aires, periódico que había salido a la luz en mayo de 1821 y que era redactado por Ignacio Núñez, Santiago Wilde, el deán Funes y otros miembros conspicuos de la Sociedad Literaria de entonces, publica un remitido anónimo –dirigido precisamente a la Sociedad Literaria– que combate la confusión del régimen gramatical y llama a un cuerpo colegiado a ocuparse de velar por una implementación orgánica y sintética de las recientes innovaciones peninsulares sobre la materia:

Señores de la sociedad literaria.

Entre los diversos objetos de que, en mí entender, puede y debe ocuparse un cuerpo de esa naturaleza, creo de preferencia el idioma nacional. […]

Nuestro idioma, abundante y armonioso por su naturaleza, y capaz de refundir en sí las bellezas de todos los otros, no solo no ha adelantado, sino lo que es mas, se halla en una confusión bien notable en su régimen gramatical, en su ortografía, y por ende en su pronunciación.

Las nuevas alteraciones de la academia española, lejos de uniformarlo, solo han causado una mayor disconformidad, tanto por ser arreglos parciales, cuanto por haber recaido sobre un idioma que ya estaba en confusión. Si á esto se agrega, que no hai un compendio de ellas; y que entre los mismos diccionarios que se han dado últimamente hai una contrariedad manifiesta, se conocerá el origen de esa disconformidad que se nota entre escritores de una misma nación, y aun de un mismo pueblo.

[…]

Aunque nosotros no tenemos en esto un tribunal competente y que pueda llamarse nacional; no hai inconveniente en que, hasta que pueda formarse, adoptemos un método reglado, y general en lo posible. Esto sin duda pertenece a un cuerpo literario; y esto también lo que me ha decidido á hacer esta invitación, al único que tenemos la fortuna de poseer. ( El Argos de Buenos Aires, 15, 1823)

Poco después, en mayo de 1823 comenzaba a publicarse otro nuevo periódico, El Teatro de la Opinión, entre cuyas páginas el tema de la lengua y la literatura nacionales, en línea con lo publicado por El Argos, no tardó en hacerse presente. Así, en un largo artículo publicado en entregas con el título “Literatura nacional” –donde sobre todo se hablaba del arte escénico en Buenos Aires– se insertó un breve texto con el título sugestivo de “Idioma nacional”, en el que se daba cuenta del envío a la Sociedad Literaria de una gramática latina arreglada para el uso del español9 .

En esa comunicación se aprecia un motivo que va a ser recurrente en el pensamiento ilustrado hispanoamericano por lo menos hasta las decisivas intervenciones de Andrés Bello que culminan, como se sabe, en su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (1847): la necesidad de profundizar el conocimiento gramatical del latín a fin de colaborar con la mejor dispositio de la gramática española, procurando su distinción en términos de especificidades (algo que en Bello se volverá central de su crítica de modelos, como el de Salvat, demasiado apegados al clásico del idioma latino)10.

La tendencia correctiva, en su versión purista, asoma también por esos días en el ya citado El Argos de Buenos Aires. A raíz de un aviso sobre teatro en el que se apela al término “debutar” en relación a las artes escénicas se produce un típico cruce ilustrado-normativo alrededor de la flexibilidad léxica del idioma, que introduce una temática o leitmotiv –el del rigorista o purista– que se volverá frecuente en la prensa periódica de la región. Lo interesante tal vez radique en la modalidad en que este cruce se presenta, puesto que el mismo responde a una estrategia muy utilizada en la prensa de entonces que es la del montaje: montar un intercambio epistolar ficticio, como si fuera real.

El anuncio sobre teatro describe una nueva “campaña dramática” que se va a abrir y enumera a sus actores, entre los cuales hay una, Cipriana Varela, que, dice, “debutará en la primera función”. A continuación, la llamada al corresponsal ficticio: “¿Quién sabe lo que dirá a los tres socios nuestro corresponsal el señor Purista, respecto al debut de esta novicia?” ( El Argos…, 97, 1824). Dos números más adelante, la respuesta del corresponsal “purista” se hace presente en el periódico mediante un breve suelto:

Ud. me invita aunque indirectamente á que diga algo sobre el debutará ¿Pero qué he de decir? Cuando veo que estos hombres están inebrantables [sic] en deslucir nuestro bello idioma. A primera vista creí que el debutador sería algún Muscadin Parisien, que nos quería introducir este galicismo: pero hágase cargo de mi sorpresa al ver la firma con un apellido castellanísimo. Solo me ocurre que pues se trata de comedia, se le dé al debutador el primer papel cuando se represente Un loco hace ciento, y creo debutará á merveille. ( El Argos…, 99, 1824)

La fórmula “bello idioma” remite, desde luego, a la tradición clásica de la Retórica, y los “galicismos” –que en ocasiones pueden combinarse con la denuncia contra los barbarismos– son con frecuencia los lunares que afean –para usar términos de la época– la lengua nacional, o que aspira a serlo. En todo caso, estas tempranas disquisiciones alrededor de la lengua que –vale repetirlo– se quiere o prefigura como nacional, vienen a demostrar que desde el inicio –es decir, desde la Revolución de 1810– el debate público –toda una novedad, por cierto– fraguó una nacionalidad restrictiva no sólo en términos de clase –o castas, para apelar a una fórmula de uso de la época– sino también en términos lingüísticos. Dicho de otro modo: la noción de “gente” que fundamenta los prolegómenos de la gramática de Bello estaba ya tematizada, aunque indirectamente, en las discusiones de la prensa temprana del Río de la Plata. Combatir los galicismos, los barbarismos, la confusión normativa formaba parte de la creencia ilustrada en el pulimiento del lenguaje, y esa creencia se hizo sentir cuando la prensa se convirtió en el principal instrumento de debate público.

Las formas del lenguaje

Paradójicamente, esa mediatización lingüística estuvo signada desde el inicio por una contradicción insalvable: la de postular el progresivo perfeccionamiento de la lengua literaria a través de una superficie, la del impreso periódico, cuyos rasgos más sobresalientes eran la inestabilidad, el fragmentarismo y la disrupción formal y normativa de los protocolos estético-ideológicos que procuraban definir a esa misma lengua. “La imprenta es el único vehículo para comunicar las producciones del ingenio”, escribía Juan Cruz Varela en 1828. Cuanto más se desarrolle el arte de imprimir, sostenía el autor de Dido, más y mejor se combatirán el descuido y la malversación del idioma. La prensa, en esta concepción, era una superficie plana, transparente, donde irían a depositarse las galas del idioma. Para ello, primero debía avanzarse en el trabajo manual, desarrollar –como reflejo de las ars dicendi– las artes de imprimir. Decía Varela:

Tendremos, si se quiere, libertad de escribir, pero el arte de imprimir está tan poco adelantado en su ejecución, es tanto lo que cuesta la impresión de un pliego de papel, que son pocos los que pueden procurarse los medios de publicar sus ideas. Muchos serán, sin duda, los proyectos formados para escribir periódicos, y abandonados por aquellos motivos. ¿Y quién no sabe cuánto contribuyen los periódicos a la ilustración de un país? (El Tiempo, N° 44, 1828)11

No obstante, si para Varela la prensa podía favorecer el perfeccionamiento de la lengua exhibiendo modelos y propagando una pedagogía de la lectura, su propuesta estaba siendo contradicha en el mismo momento de su diatriba: basta revisar los periódicos de la época –veremos aquí algunos ejemplos– para corroborar el hecho de que esa superficie era más opaca que transparente, más activa que plana. Tanto las inflexiones más liberales como las más conservadoras –para simplificar posiciones– de las ideologías lingüísticas nacionales se vieron atravesadas por dicha contradicción. En consecuencia, y aquí avanzamos sobre la segunda de nuestras hipótesis, cabe considerar la materialidad del impreso como instancia empírica de intervención gráfica –que incluye el trabajo manual de cajistas y tipógrafos–, desde el momento en que el soporte impreso actúa como principal mediador de la cultura letrada tradicional.

Los estudios del libro y de la historia cultural han señalado sobradamente la injerencia, en algunos casos determinante, de la impresión tipográfica en la presentación de un texto –lo que los franceses llaman mise en page–. Se sabe de casos en los que un error del tipógrafo o cajista produjo un dislate cultural significativo: así, por ejemplo, ocurrió en 1631 con la llamada “Biblia perversa”–wicked Bible– en la que los cajistas olvidaron colocar el “no” del séptimo mandamiento de la ley de Moisés, dando por resultado un disparatado “cometerás adulterio” (Eisenstein, 1979: 81). Los procesos de estandarización tipográfica han sido analizados y comentados en varios estudios. Elizabeth Eisenstein planteó la posibilidad de que el mismo concepto de “estilo” haya sufrido una transformación cuando el trabajo a mano y el “stylus” [antiguo] fueron reemplazados por impresiones más estandarizadas hechas con caracteres tipográficos (1979: 83). Por cierto, el proceso de “estandarización” remite a lo que en lingüística se denomina el “estándar”, esto es, la fijación de una norma idiomática para la comunidad hablante. Lucien Febvre y Henri-Jean Martin mostraron ya hace tiempo que determinados niveles lingüísticos como la ortografía llegaron a alcanzar cierta uniformidad debido no a las innovaciones de teóricos o filósofos de la lengua sino al trabajo de los tipógrafos y cajistas, quienes eliminaban de los manuscritos que les confiaban sus autores, a veces sistemáticamente, “las peculiaridades ortográficas más engorrosas” (2010: 324 [mi traducción]).

Para volver a un caso conocido: la célebre reforma ortográfica propuesta por Sarmiento a la Universidad chilena en octubre de 1843, aprobada con anuencia de su Director Andrés Bello, y que tanta polémica atrajo mientras se debatía su implementación, en los hechos se extendió a sólo algunos periódicos –El Progreso, en primer lugar– y durante sólo escasos años: desde mayo de 1844 hasta promediar el año 49. En efecto, si bien esa reforma fue norma en Chile hasta 1927, en la práctica otros factores impedían su implementación. ¿Cuáles? De acuerdo a algunos descargos y testimonios de la época, podemos suponer que a más de las típicas rencillas políticas lo que interfería en su plena adopción era el rigor de las pautas adquiridas. Ya en 1849 Sarmiento comentaría lo extendido de las resistencias, arraigadas en lo más medular de la institucionalidad chilena: “[…] los Directores de Colegio que debían enseñar la ortografía según la Universidad, que había de examinar sus educandos, propendían a contrariarla. Dícese que algunos jueces no admitían escritos en sus tribunales si venían con aquella innovación”. (Educación popular, Obras, p. 421)

Por cierto, la incidencia material y tipográfica en la estandarización léxica responde, como sabemos, a un proceso históricamente delimitado (el de la formación de las lenguas vernáculas)12. No obstante, a partir de algunas evidencias de la época cabría repensar la materialidad de la tipografía –considerada, incluso, desde el diseño– en el análisis de las polémicas lingüísticas, o en las disputas por la formación o proto-formación de modelos literarios o escriturarios específicos.

En este sentido, y tal como ha propuesto Carlos Ossandón en su análisis de la prensa chilena, la presentación tipográfica de algunos periódicos suele exponer una concepción iconográfica de la letra que, en general, se acopla a sus políticas de la lengua. Así, por ejemplo, El Araucano de Bello presenta una composición equilibrada, en cuarto menor, con secciones permanentes, cuyas tres columnas y cuatro páginas “componen por lo regular una estructura pareja y estable, que cuadra bien con una escritura clásica y fría, que no da pie a sobresaltos ni a intempestivas” (Ossandón, 1998: 34). La perfección o el equilibrio del formato de El Araucano, entonces, busca reproducir una regularidad mayor, la de la gramática y la ortografía, que a su vez constituye el modelo perfecto del sujeto nacional y social que se busca inventar (ver figs. 1 y 2).

Otro tanto podría decirse de El Argos de Buenos Aires, cuya disposición clásica en dos columnas, su jerarquía en la distribución de las noticias –primero europeas, luego del interior y por último de Buenos Aires–, su apelación a letras capitales o destacadas para diferenciar secciones, contribuye también con el diseño de un discurso que acompaña la búsqueda de institucionalización letrada a través de una oferta de lectura periódica y regular (ver fig. 3). Bastaría con contrastar las primeras páginas de El Argos con las de otros periódicos que se publicaban coetáneamente –la mayoría a una columna, con farragosos párrafos en bloque y formatos poco o nada diferenciados: piénsese, por ejemplo, en los papeles de Castañeda–, para tener una idea aproximada de esa búsqueda en términos formales y también materiales (ver figs. 4, 5 y 6).

Fuentes: Fig. 1 Memoria Chilena. Biblioteca Nacional de Chile - Fig. 2 Redacción de Andrés Bello. Memoria Chilena Biblioteca Nacional de Chile

Fuente: Fig. 3 Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Fig. 4 Archive.org

Fuentes: Fig. 5 https://archive.org - Fig. 6 Biblioteca Nacional Mariano Moreno

Estos rasgos formales, y tipográficos, de la prensa de Sudamérica evidencian, como dijimos, una preocupación por la construcción visual de sentidos, preocupación que es correlato de la cultura libresca y del proceso de textualización de la lengua que acompaña a esta. Lo novedoso, en todo caso, es el alcance “masivo” de esa estandarización textual provista por la prensa13. En ese contexto, como se sabe, la prensa ha resultado el mayor instrumento de homogeneización nacional y cultural, proveyendo un espacio –novedoso y virtualmente dominante, cuyas características han sido descriptas como el inicio de la era mediática– de legitimación y difusión de la norma14.

Pero si bien el aspecto visual, la mise en page, de la prensa periódica resulta un elemento fundamental de entre los protocolos históricos de formación de lo que podríamos llamar gramáticas públicas –es decir, opinión legitimada mediante normas lingüísticas socialmente instituidas–, nos interesa asimismo observar niveles más radicales y a la vez más específicos de intervención gráfica en los fenómenos de justificación, canonización o estandarización lingüística. Con ello nos referimos a la materialidad más extrema, aquella representada por el aspecto físico del signo –en este caso del tipo–, o por el trabajo manual de los impresores, y su incidencia en términos textuales. Este es un aspecto poco o nada examinado en la cultura gráfica del siglo XIX. Y si bien debe ser contextualizado –observando, en ese sentido, que estamos ante una lengua lexicalmente constituida aunque gramaticalmente en transición15–, no parece haber sido un aspecto irrelevante en las disputas de sentido construidas verbalmente. La contundente frase con que Domingo F. Sarmiento sintetizó en 1849 la experiencia editorial de su Facundo ilustra lo que venimos diciendo: “Civilización y Barbarie es un libro americano que han asesinado los impresores”16.

A pesar de que esta declaración debe ser leída en contraste con los trabajos de la imprenta Belin, que Sarmiento había instalado en Santiago junto con el que sería su yerno, Julio Belin, a su vuelta de Europa, lo cierto es que no faltan en la época quejas o referencias al trabajo manual de los tipógrafos, a la precariedad de los reservorios tipográficos –es decir, al material con que efectivamente contaban las imprentas– o a la impericia técnica de los cajistas.

A las quejas sempiternas sobre el trabajo de las prensas, Juan Bautista Alberdi añadió, como de costumbre, la sorna y la ironía. En un artículo titulado “De la imprenta y de los impresores en Montevideo”, escrito y publicado en 1840 durante su exilio en esa plaza, Alberdi revistaba imaginariamente cada una de las imprentas en funcionamiento en ese momento –de entre las más importantes: imprenta de la Caridad, del Nacional, del Constitucional, del Mensajero Francés, y Oriental–, describiendo humorísticamente sus singularidades. Para cada una de las imprentas el futuro autor de las Bases hallaba su estampa satírica. Así, por ejemplo, resumía el trabajo enmarañado de la imprenta del Mensajero Francés: “La imprenta del Mensajero es un campo de batalla, de donde salen las ideas, como las banderas inglesas, hechas pedazos por el plomo, a manos de los gloriosos cajistas” ( El Talismán, N° 13, p. 157). A la metáfora bélica –la imprenta como campo minado–, Alberdi añade otras imágenes sugerentes, vinculadas a la lengua y al (buen) decir. Así, por ejemplo, al referirse a la imprenta del Nacional:

Quítele Ud. á la imprenta del Nacional una cierta tartamudez que le viene de nacimiento, defectillo de que ya estuviera curada si no fuera por una u otra silabilla que se le traspapela entre los dientes, rara vez, es verdad, nada mas que al principio y a fin de cada párrafo, y muchas veces no son silabas las que se le quedan; quítele Ud. este defectillo, y tiene Ud. la imprenta de la claridad y de la corrección por excelencia. ( El Talismán, N° 13, 1840)

Ni claridad ni corrección, esos defectillos revelan la precariedad del trabajo de cajistas y tipógrafos en un momento en que la prensa comienza a renovar sus técnicas de impresión. Pero lo que resulta más sugestivo, por de pronto, es la analogía entre imprenta y oralidad: al descuido en la composición –el hecho de que los tipógrafos pasaran por alto sílabas o incluso palabras enteras del texto original–, Alberdi lo llama “tartamudez”; y describe al fenómeno como sílabas que se traspapelan “entre los dientes”. En esa visión, la imprenta no sería sino una extensión de la palabra dicha. Imprimir, aquí, significa reproducir. De allí la burla acerca de los deslices, la malversación o transcripción fallida como, por ejemplo, cuando describe el trabajo de la Imprenta del Mensajero Francés: “Es como luna de espejo, repite las cosas al revés. Quiere Ud. escribir –abajo Rosas?- tenga cuidado de poner –viva Rosas; por que sino le saldrá al derecho, y lo dejara por masorquero en un dos por tres” (ídem). O también, sobre la imprenta del Constitucional: “[…], para ejercer la libertad de pensamiento en la América del Sud, no tiene precio, porque nunca le podrán decir a Ud.: esto ha escrito Ud.” (ídem)

La carencia o monotonía de tipos –de la que Alberdi también hace mella en su artículo– resultó un gran flagelo durante las primeras tres décadas independientes. Carencia, por cierto, que no pasó desapercibida por los publicistas de la época. Así, por ejemplo, ocurre en El Censor de Valdez. A la citada advertencia ortográfica le sigue una Posdata, en la que se lee: “Forzosamente se echara de ver la falta de acentos en muchas voces que deben llevarlos; pero siendo la imprenta inglesa (en cuya ortografia se desconoce la nota llana de acento) y nueva, carece de ellos por el momento, y hasta que se concluyan los que se construyen para suplir esta falta”.. ( El Censor, N° 1, 1815)

Esa falta también podía incitar la crítica burlona, como la que se ejerce desde el mismo periódico El Censor contra La Prensa Argentina –es decir, de Valdez contra Valdez, ¿o contra el impresor Hallet?–, a raíz del uso defectuoso de las letras de imprenta, o sea de los tipos. Así exhibía el publicista cubano las falencias de ambos impresos:

Debo advertirle al señor prensista, al cabo de escuadra, o a los impresores, que el adverbio de afirmación también, no es lo mismo que el comparativo tan bien. En la Prensa citada se usa el primero por el segundo, y es muy ridículo que el señor prensista, que nos anda corrigiendo vicios gramaticales, deje salir su periódico con tales barbarismos. (El Censor, N° 15, 1815)

Barbarismos gráficos

El combate contra los vicios gramaticales de La Prensa –o de la prensa– es doblegado por la incontrolable creación de errores tipográficos: el desliz material del signo trueca el significado del adverbio. Los cajistas y tipógrafos, como en el caso del Facundo de Sarmiento, exasperan entonces la conversión de la lengua en el papel.

Pero si esa es una consecuencia indeseada de la imprenta, sus resultados, a diferencia de las quejas comunes que van de Valdez a Alberdi o Sarmiento, pudieron también cobrar visos de franco estímulo. Es decir, de la precariedad material de la impresión pudieron surgir –contaminados, alimentados o respaldados por tal labilidad– proyectos de escritura que, sin declaraciones explícitas ni pomposas expectativas, lograron sortear de modo eficaz los debates en torno a la norma y posicionarse públicamente interpelando a una audiencia diversa y, a la vez, mayoritaria. Me refiero desde luego a la gauchesca, y en particular a la producida en el período rosista, cuando los escritores resolvieron con éxito, como ha demostrado Julio Schvartzman, no ya la ficción de oralidad –baluarte imprescindible de los protocolos de lectura del género– sino, más radicalmente aún, “la postulación de una escritura gaucha”. (2013: 141)

Ha sido el propio Schvartzman quien, en un par de capítulos centrales de su Letras gauchas, describió con agudeza la productividad –en términos lingüísticos y literarios– de esos deslices gráficos, de esa interpenetración entre prensa periódica y gauchesca –o, sin más: entre prensa y literatura–, que llevó a extremar como nunca antes los artilugios de una escritura ficcional cuyo pacto fundamental fue, como es conocido, el remedo de una oralidad popular17 .

A fin de no sobreabundar, quisiera traer aquí tan sólo un par de ejemplos. En la gaceta popular El Gaucho, de Luis Pérez, periódico de tirada bisemanal, que comenzó a publicarse en Buenos Aires el último día de julio de 1830, tenemos una primera asunción crítica respecto de ese peculiar ensamble entre prensa y escritura18. El primer número trae una correspondencia que interpela a su fingido redactor del modo que sigue:

Permitame que le diga, que Ud. ha sido muy imprudente en no mostrar su papel á algún inteligente, para rectificar su ortografía que es muy viciosa: le hubieran dicho por ejemplo, que se dice prospecto, y no prospejo, madre, bueno, fuerte, y no como Ud. lo ha puesto, magre, gueno, juerte. ( El Gaucho, N° 1, 1830)

Por cierto, la reconversión se inscribe en un juego de exhibición de los protocolos de esta escritura gaucha. Para mayor despliegue, quien firma es un cura, es decir es una amonestación fundada en una doble autoridad: letrada y religiosa. La contestación no se hizo esperar, y en el siguiente número, el fingido redactor de la gaceta, Pancho Lugares Contreras, reincide:

Sr. Cura.

Le agradezco sus prevenciones, que no he estrañado, pues ya sospechaba que mi ortografía sería objeto de crítica. A estos reparones Ud. podrá contestar en mi nombre, con los siguientes versitos:

Al escribir mi prospejo

Dicen que me he equivocado

Mas cuando yo me equivoco

Tambien de macaco lo hago

Su apasionado.

Pancho Lugares. (Ídem, N° 2)

La oscura (y, suponemos, ambigua) referencia del macaco no obsta para que dejemos de observar en esta respuesta la asunción de un programa lingüístico deliberado. En él, no sólo la escritura gaucha cumple un rol determinante. La prensa, como plataforma de visibilización de estas disputas por el sentido y también de experimentación de las formas, se constituye en un elemento indispensable.

Aniceto el Gallo. Gaceta joco-tristona y gauchi-patriótica, de Hilario Ascasubi, otro de los célebres gauchescos de la etapa rosista, apareció en Buenos Aires en mayo de 1853, o sea poco más de un año después de la derrota de Rosas a manos del Ejército Grande liderado por Justo José de Urquiza. En su primer número, Aniceto, quien se asume como redactor, realiza una presentación pública en la que explica, de antemano, las razones de su posicionamiento político. En efecto, un par de tiradas de versos sirven para fundamentar una crítica abierta a Urquiza, quien se había erigido en el nuevo representante legal de la Confederación, y contra quien combatirá, como lo había hecho con Rosas, la nueva gaceta de Ascasubi. En la tirada que suple al prospecto, es decir en la presentación y fundamentación de la publicación, leemos:

Pero, qué; yo no me asusto,

ni hago en mi opinion gambetas,

asi diré en mis Gacetas

lo razonable á mi gusto,

y si se enoja el Injusto,

como lo he de remediar?

ya me han hecho arremangar,

y al diablo si me relincha

he de apretarle la sincha

hasta hacerlo corcobiar. (Aniceto El Gallo, N° 1, 1853)

El desafío, típico de la bravata verbal del género, se aprovecha del juego de las tipografías: Ascasubi no sólo menta aquí al género, sino que también despliega un imaginario del intercambio verbal por la prensa –como si la escritura se anticipara a su procesamiento material en manos de sus operarios-, lo que le permite asumir como natural el sentido deslizado de la (mala) escritura, percutida (supuestamente) por el cajista o tipógrafo: JUSTO, nombre de pila del General Urquiza, se vuelve, gracias a ese otro pacto de lectura imaginario que supone el supuesto desliz del tipógrafo, IN-JUSTO. Juego de palabras, trastoque de signos y significados, la alianza entre gauchesca y prensa periódica supera, con creces, el vínculo funcional que haría de la segunda –la prensa– mero vehículo de expansión de la primera, la gauchesca. El sentido de los llamados barbarismos gráficos en estas gacetas es sagazmente, deliberadamente reconvertido: no se señala su desvío sino para aprovecharlo.

Estos mínimos ejemplos de la prensa gauchesca y popular ponen de manifiesto no sólo la incidencia material en los procesos de escritura y de lectura, sino que también evidencian distintas alternativas a las más previsibles de la ofuscación de los rigoristas o la preocupación de los bellistas ante los desvíos, los neologismos o los barbarismos. Los vínculos entre signo gráfico y lectura, o entre esta y la materialidad de la escritura –en este caso, de los tipos de imprenta– han sido históricamente muy significativos a la vez que, paradójicamente, poco examinados. Domingo F. Sarmiento, en la carta de presentación de su Facundo, en 1845, supo intuir esa intercomunicación cuando justificó, contra la crítica presente y futura, su “mal indisciplinada concepción”. Su pronta queja, como vimos, apenas cuatro años después, contra impresores y cajistas demuestra, en su reverso, la atención (y tensión) que el trabajo manual y hasta mecánico despertaba en la generación de criollos que comenzaron a escribir, no casualmente, al calor de las imprentas.

Referencias

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Periódicos citados

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El Censor, Buenos Aires, 1815. [ Links ]

El Teatro de la Opinión, Buenos Aires, 1824. [ Links ]

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El Araucano, Santiago de Chile, 1830- [ Links ]

El Gaucho, Buenos Aires, 1830. [ Links ]

Aniceto el Gallo, Buenos Aires, 1853. [ Links ]

Notas

1La posición de Infante respondía a la ideología liberal criolla proveniente de la Independencia, por lo tanto veía en la jurisprudencia latina y española un obstáculo para el desarrollo de cuerpos forenses y jurídicos republicanos. Sergio Martínez Baeza ha estudiado esta polémica y reeditado los artículos completos de ambos periódicos en la Revista Chilena de Historia y Geografía, N° 132, 1964, pp. 196-229. De esta edición extraigo aquí las citas.

2El artículo referido decía así: “La nota de injurioso corresponde a todo impreso contrario al honor i buena opinión de cualquier persona.” (Piwonka Figueroa, 2000: 171-175).

3La frase en latín está incompleta: Quod principi placuit legis habet vigorem (La voluntad del príncipe tiene fuerza de ley).

4Esa tradición, como se aprecia en el Cours des belles lettres de Bateux (1747) remite también a la clase: “le bon goût est le goût du bon” (Cfr. Viala, 1985: 141 y ss.)

5Bello citado en Durán Cerda (1957, I: 242).

6La crítica especializada se ha ocupado suficientemente de este punto. Ver los trabajos de José del Valle y Luis Gabriel-Stheeman (2004), de Belford Moré (2004: 67-92) en el mismo volumen, de Mercedes Blanco (1994: 99-120), de José Luis Moure (2005: 168-177) y de Juan Antonio Ennis (2008); y para el caso chileno, el pormenorizado estudio de Elvira Narvaja de Arnoux (2008).

7Walter J. Ong ha sido uno de los teóricos que revisó esa ideologización de las lenguas de origen: “La impresión produjo diccionarios exhaustivos y fomentó el deseo de legislar lo ‘correcto’ en el lenguaje. Este deseo surgió en gran parte de un concepto del lenguaje basado en el estudio del latín culto. Las lenguas cultas ‘textualizan’ la idea del lenguaje, haciéndolo parecer básicamente como algo escrito. La impresión refuerza el sentido del lenguaje como esencialmente textual. El texto impreso, no el escrito, es el texto en su forma más plena y paradigmática” (Ong, 1987: 129).

8El articulado en cuestión, decía así: “Se establecerá un Periódico encargado a un sugeto de instrucción, y talento, pagado por el Cabildo, el que en todas las semanas dará al público un pliego o más con el título de Censor. Su objeto principal será reflexionar sobre todos los procedimientos y operaciones injustas de los funcionarios públicos y abusos del País, ilustrando a los Pueblos en sus derechos y verdaderos intereses” (Estatuto, Capítulo 2, art. VI).

9El Teatro de la Opinión, Nº 4, 13 de febrero de 1824.

10Cabe recordar aquí que la tendencia neoclasicista de la ilustración rioplatense e hispanoamericana en general no está únicamente vinculada con la poesía o la ficción dramática, sino que también se hace presente en programas educativos que buscan implantar las corrientes fisiócratas –basta pensar en las Silva de Bello escrita desde Londres, “La agricultura en la zona tórrida” –, de modo que la celebración de la naturaleza es también –como en las Geórgicas del poeta latino– un llamado hacia una política de fomento agrario. (Ver, al respecto: Aliata, 1998: 199-254.)

11

Este y otros textos sobre la lengua publicados en la prensa del periodo pueden consultarse, en su versión completa, en la selección que realizamos para la colección virtual de la Biblioteca Orbis Tertius, El romanticismo en la prensa periódica rioplatense y chilena. Ver en línea:

http://bibliotecaorbistertius.fahce.unlp.edu.ar

12Ver, al respecto, el planteo de Alain Viala (1985), para quien el escritor nace en el siglo XVII cuando las lenguas comienzan a afianzarse y a unificarse (el toscano, en Italia p.e.).

13Las comillas del término “masivo” procuran evitar los anacronismos –sabemos que el carácter masivo de la cultura y/o la sociedad es particularmente datable, y que se halla vinculado con la expansión de las tecnologías de reproducción y con el proceso de massmediatización– sin dejar de señalar la matriz cultural del fenómeno –como propone, por ejemplo, Jesús Martín-Barbero–, matriz que ya puede hallarse en algunos elementos de reproducción cultural previos, como lo fue la prensa.

14Para la consideración de los procesos de nacionalización lingüística y cultural, ver: Anderson (1993 [1983]), Viala (1985), Eisenstein (1979).

15Nos referimos, de modo particular, a determinados usos de la lengua en la región que demoraron en cristalizar. Según ha demostrado Fontanella de Weinberg (1987, 1992) la utilización de formas verbales diptongadas (especificidad que estudios previos, como los de Menéndez Pidal, por caso, restringían a la capa aristocrática de la Colonia) perduró, avanzado el siglo XIX, mezclada con formas tuteantes, y que esa mezcla se daba asimismo en el habla rural (cuyo ejemplo Fontanella de Weinberg no dudaba en encontrar, creencia en la letra mediante, en el viejo sainete popular El amor de la estanciera (1787), de Juan Baltasar Maziel).

16La Crónica, Nº 1. Citado en Pas (2013).

17En “Paisanos gaceteros” y en “Botones de pluma. Del anónimo al seudónimo”, aunque no únicamente, Schvartzman (2013) expone con rigurosidad las implicancias de la asunción de una escritura gaucha en el género y ofrece, asimismo, un sinnúmero de ejemplos sobre los modos en que la prensa interviene o contribuye a la expansión de una lengua –la de la gauchesca- que se consagra en oposición a la norma.

18Luis Pérez fue un ferviente defensor de Juan Manuel de Rosas y un versátil y procaz publicista. Sus gacetas, de corte popular-gauchesco, se publicaron entre 1830 y 1834. Su figura ha sido revalorada por la crítica a partir de algunos trabajos como los de Eduardo Romano, Josefina Ludmer y, centralmente, Julio Schvartzman. Últimamente su figura ha despertado en interés de la crítica, y sus periódicos han comenzado a ser revisitados.

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