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Papeles de trabajo - Centro de Estudios Interdisciplinarios en Etnolingüística y Antropología Socio-Cultural

versión On-line ISSN 1852-4508

Pap. trab. - Cent. Estud. Interdiscip. Etnolingüíst. Antropol. Soc.  no.45 Rosario ene. 2023  Epub 25-Ago-2023

 

Artículos originales

HETEROGENEIDADES INFANTILES: NIÑAS Y NIÑOS QUE CUIDAN EN UN BARRIO POPULAR DE CÓRDOBA.

FATYASS, Rocío1 

LLOBET, Valeria2 

1 UNVM-CONICET, Villa Nueva, Córdoba, rociofatyass @gmail.com

2 UNSAM-CONICET, Buenos Aires, valeria.s.llobet@gmail.com

Resumen

En este artículo analizamos experiencias de cuidado en niñas y niños en un barrio empobrecido de la ciudad de Villa María (Córdoba, Argentina), desde el enfoque de los estudios sociales de la infancia. En el trabajo metodológico nos basamos en notas de campo etnográficas y en entrevistas semi-estructuradas dirigidas a niñas y niños. Los resultados señalan que las prácticas y relaciones de cuidado desplegadas por las ellas y ellos configuran repertorios de acción meticulosos, precisos e imprescindibles para sus trayectorias vitales, son significativos para sus familias y son diferentes de acuerdo a la edad, el género y diferentes formas de pertenencia de niños y niñas.

Palabras clave: infancias; cuidado; experiencias; pobreza urbana.

Résumé

Dans cet article, nous analysons les expériences de soins réalisées par des enfants dans un quartier pauvre de la ville de Villa María (Córdoba, Argentine), du point de vue des études sociales de l'enfance. Méthodologiquement, nous basons notre travail sur les données produites par des enquêtes ethnographiques de terrain et des entretiens semi-directifs menés avec des filles et des garçons. Les résultats indiquent que les pratiques et les relations de soins déployées par les enfants configurent des répertoires d'actions minutieux, précis et essentiels à leurs trajectoires de vie, sont également significatives pour leurs familles et sont très diversifiées selon l'âge, le sexe et les formes d'appartenance.

Mots-clés: enfances; soins; vécus; pauvreté urbaine.

Abstract

In this article we analyze the experiences of care performed by children in an impoverished neighborhood in the city of Villa María (Córdoba, Argentina), from the perspective of childhood social studies. Methodologically we base our work on the data produced trough ethnographic field work and semi-structured interviews conducted with girls and boys. The results indicate that care practices and relationships deployed by the children configure meticulous, precise and essential action repertoires for their life trajectories, are also significant for their families and are markedly diverse depending upon age, gender and forms of belonging.

Keywords: childhoods; care; experiences; urban poverty.

Introducción

Dentro de las ciencias sociales el cuidado es una noción polisémica y amplia1, que es necesario situar en entramados concretos para advertir su fuerza explicativa. En este artículo buscamos especialmente comprender prácticas y relaciones de cuidado desarrolladas por niñas y niños en un barrio empobrecido ubicado en la periferia de una ciudad mediana como es Villa María, en la provincia de Córdoba (Argentina).

El cuidado incluye un conjunto de actividades orientadas a proporcionar bienestar físico, material y afectivo a otros e integra aspectos varios como el apoyo económico, suministro de vivienda, cuidados a personas adultas, a niños y niñas, así como ayuda práctica y emocional. Estas acciones diversas y desiguales pueden hacerse de forma continuada o esporádica según el ciclo vital o de acuerdo a coyunturas críticas, en pos de resolver riesgos de adversidades y las situaciones de dependencia. En este texto, circunscribimos el concepto de cuidado a las prácticas y relaciones que sostienen cotidianamente niñas y niños con relativa autonomía de los/as adultos/as, centrándonos en cómo se cuidan entre hermanos/as y cómo se cuidan entre niños y niñas de su grupo de amigos/as o de parentesco. Además, enfocamos en cómo se distribuyen desigualmente estas responsabilidades de acuerdo a dinámicas generacionales, generizadas y enclasadas, en pos de precisar la potencia analítica del concepto y los intereses de esta investigación. Nos centramos en las prácticas de cuidado de niñas y niños y es desde su punto de vista que exploramos la dimensión generacional.

Nos interesa investigar las experiencias de cuidado en niñas y niños examinando cómo sus prácticas y relaciones vinculadas con la atención hacia otro se interseccionan con ciertos clivajes, tales como las relaciones generacionales, de género y la organización familiar y/o de grupos de parentesco dentro de una clase social. Por ello nos preguntamos ¿cuáles son las condiciones de posibilidad y las modalidades bajo las cuales niñas y niños producen prácticas y relaciones de cuidado en arreglos familiares, en grupos de pares y en las instituciones barriales?, ¿cómo niñas y niños reorganizan en sus prácticas cotidianas el cuidado?, ¿cómo contribuyen a las dinámicas familiares y complejizan sus territorios de vida?, ¿qué procesos de autonomía y cooperación al interior de los grupos son habilitados por los repertorios de cuidado de niñas y niños? y ¿qué relaciones de desigualdad transforman (o no) tales itinerarios de cuidados?

A pesar de que las prácticas de cuidado desplegadas por niñas y niños son hegemónicamente representadas como insignificantes en relación a la asistencia provista por los/as adultos/as, a partir de los hallazgos de esta investigación buscamos mostrar que se trata de prácticas meticulosas, precisas e imprescindibles para las trayectorias vitales de niñas y niños en situación de pobreza urbana y, colateralmente, son significativas para sus familias y las instituciones. Así, por ejemplo, son niñas y niños de sectores populares quienes llevan y esperan a sus hermanos/as menores a la salida de la escuela, quienes invitan a los/as más pequeños/as a nuevos tránsitos institucionales en el barrio ampliando sus interacciones y redes sociales. Son también niñas y niños quienes abrigan a sus hermanos/as menores, consiguen los mejores juegos y algo rico que comer a la hora de la merienda fuera de la casa. Como luego veremos, esto no transcurre sin la presencia más o menos sostenida de los/as adultos/as. Sin embargo, dentro el proceso de producción y distribución de los cuidados, las prácticas infantiles no son meramente accesorias, sino parte central de estos engranajes que garantizan la supervivencia y el bienestar de las infancias.

Sumergirnos en la minucia de las prácticas infantiles a partir de nuestro trabajo de campo desde vínculos próximos y duraderos con niñas y niños, hace posible rastrear algunos de sus modos de cuidado en territorios urbanos en contextos de pobreza, para contribuir al entendimiento de los procesos de reproducción social desde el enfoque de los estudios sociales de la infancia. La reproducción social no puede pensarse sin los clivajes generacionales y de género, pues estos también organizan la vida social y son marcadores de la experiencia subjetiva y colectiva (Mintz, 2008), al tiempo que instituyen un sistema de poder que no se reduce a los derroteros enclasados. El cuidado que provocan niñas y niños recrea funciones socialmente establecidas e inaugura nuevas jerarquías y moralidades, más o menos contingentes, en el sentido que están enlazadas con la experiencia vivida (y renovada) de niñas y niños. Las niñas y los niños de esta investigación se percibían como «grandes» y aptos para cuidar de otros «más chiquitos», incluso «antes de tiempo» desde los puntos de vista de las instituciones y del mundo adulto. Niñas y niños reconfiguran cadenas de responsabilidades hacia otros, cultivando valores morales que no siempre son traducibles en una ventaja social para mantener y/o mejor la propia posición (Bourdieu, 1979, 1994, 1999), complejizando las teorías de la reproducción social disponibles.

Asimismo, creemos que estos procesos pueden ser productivamente analizados al poner en conexión el campo de la infancia con el del feminismo (Llobet, 2011, 2012, 2021). La producción teórica y activista del feminismo en torno al bienestar (Federici, 2010; Daly y Lewis 2010; Faur, 2014) permitió enfocar en el trabajo reproductivo como parte de la lógica de reproducción social, conceptualizando el cuidado como trabajo no remunerado y socialmente organizado, cuya naturalización se vincula estrechamente con la maternalización de las mujeres y su domestización (Federici, 2010; Nari, 2004).

Esta lectura, no obstante su potencia política, conllevó una gran dificultad para considerar la activa posición de niñas y niños en la provisión de cuidados y sus diversas contribuciones a las estrategias reproductivas de los hogares (Miller, 2005; Rausky, 2009; Faur, 2014). La amplitud, variedad, intensidad, valor y complejidad de las prácticas de cuidado de niñas y niños no ha recibido gran atención sino hasta recientemente. Lo anterior habilita discutir, además, la idea extendida sobre la «infancia pobre» como vulnerable (o exenta de cuidados) y la noción moderna de niñas y niños definidos únicamente como «receptores de cuidado», más que como cuidadores (Zelizer, 2009).

Teórica y metodológicamente desentrañar y visibilizar estas experiencias infantiles de cuidado supone centrarnos en la descripción de las diversas actividades y en las formas de atención y asistencia desplegadas por niñas y niños de acuerdo a espacios, tiempos, relaciones intergeneracionales y a situaciones sociales y materiales (desiguales), siguiendo las pistas analíticas de Hernández cuyos trabajos se enfocan en las experiencias de cuidado en niñas y niños en contextos de desigualad en Argentina atendiendo a sus procesos de socialización con otros grupos y generaciones (2016, 2019).

Por tanto, la amplitud e inteligibilidad de las prácticas infantiles de cuidado no dependen tanto del esfuerzo de niñas y niños, es decir, de lo que hacen, sino más bien del contexto en el que ocurren (Llobet, 2012a, 2019). Las experiencias infantiles de cuidado denotan el involucramiento de niñas y niños en el mantenimiento de la vida de sí mismos y de otros (Tronto, 1993), configuración que no es aleatoria, sino que responde a diferenciales de poder en y entre los grupos.

Materiales y métodos

Repondremos experiencias de cuidado vividas por niñas y niños entre 5 y 12 años registradas entre 2016 y 2018 a partir de la asistencia de los niños y las niñas a talleres de educación popular realizados en su barrio, una zona empobrecida de Villa María, en la provincia de Córdoba,

La historia del barrio está estrechamente vinculada al ferrocarril, dado que en el mismo existía una playa de maniobra de trenes emplazada a inicios del siglo XX. A consecuencia de la privatización y cierre de ramales durante la década de 1990, los habitantes sufrieron un proceso de deterioro en sus condiciones de trabajo, ingresos y eventualmente en su patrimonio, lo que fue acrecentado por la crisis de 2001. A partir de 2003, se abrió una etapa de mejora de la infraestructura barrial con financiamiento nacional y desde 2009 se desarrollaron varias organizaciones sociales y nuevas instituciones, consiguiéndose la dotación de servicios públicos, aunque estos últimos se encuentran desigualmente distribuidos incluso en el mismo barrio. Así muchos de los habitantes atraviesan situaciones de pobreza estructural y en algunos casos de manera intergeneracional, condición agravada a partir de la recesión iniciada en 2011 y acelerada desde 20152.

En este barrio analizamos las experiencias infantiles de cuidado de acuerdo aquellas prácticas que permiten registrar y analizar cómo niñas y niños cuidan de sí y de otros. Para operacionalizar el cuidado tomamos la decisión de definirlo comprendiendo todas las acciones y relaciones llevadas adelante por las niñas y los niños que involucraran la preocupación y la consideración por las necesidades de otros, considerando: 1) relaciones entre pares que a la vez, a partir de distinciones etarias entre niños/as, permite que «el pequeño del grupo» sea receptor de cuidados; 2) relaciones entre géneros según las formas de sociabilidad, la división de las tareas de cuidados y las potenciales jerarquías emergentes; y 3) entre miembros de una familia y/o grupo de parentesco, donde niñas y niños sostienen actividades de cuidado dentro del hogar pero fundamentalmente, cuando salen de él3.

La unidad de análisis es entonces las experiencias de niñas y niños que cuidan en entornos familiares, en grupos de pertenencia y en organizaciones sociales comunitarias de las que participan.

En efecto, las niñas y los niños del estudio participaron de los talleres desarrollados por el Centro de Educación Popular para la Infancia y la Adolescencia (en adelante CEPIA). Esta organización colectiva agrupa experiencias de investigación y de intervención político-pedagógicas protagonizadas por un grupo de estudiantes, egresados y docentes de la Universidad Nacional de Villa María, Córdoba, Argentina. Al espacio de educación popular asisten regularmente 20 niñas y niños entre 5 y 12 años, quienes viven en condiciones de pobreza urbana.

En este marco, desarrollamos gran parte de la presente investigación con anclaje territorial e institucional, contactamos con niñas y niños y sostuvimos intervenciones, ya que una de las autoras formaba parte del equipo de educación popular desde el 2011 hasta el año 2021. Por tanto, investigar supuso en este caso permanecer en territorio, proponer actividades recreativas y pedagógicas para niñas y niños y cultivar lazos de confianza con ellas, ellos y el resto de las/os educadoras/es y familias del barrio. Así como también involucró particulares procesos de reflexividad desde los presupuestos de la objetivación encarnada (Haraway, 2019). Para ello fue necesario situar material, simbólica y territorialmente las prácticas de niñas y niños y las propias posiciones de las investigadoras, pertenecientes a otros grupos sociales y generacionales.

Las niñas y los niños que formaron parte de la investigación se caracterizan por vivir en condiciones de pobreza urbana, en una ciudad pequeña como es el caso de Villa María, en el interior de la provincia de Córdoba; en este marco no emergió que la autoidentificación infantil involucrara dimensiones étnico-raciales. Predominantemente el grupo está compuesto por niñas que asisten regularmente a la escuela del barrio y participan activamente en la vida cotidiana de su vecindario a través de las organizaciones locales.

Para este artículo seleccionamos de modo intencional prácticas y relaciones de cuidado de 15 niñas y niños que resultaron las más significativas para abordar la temática y además permiten mostrar tanto homogeneidad como heterogeneidad en las condiciones de vida y en las propias experiencias infantiles. Es decir, esta selección deja afuera del recorte a unos cinco niños y niñas cuya participación en el espacio fue más esporádica y por lo mismo los registros sobre sus prácticas resultaban insuficientes para el análisis.

La investigación4 etnográfica (Guber, 2001) de carácter cualitativo permite caracterizar, comprender y explicar el modo en que estos agentes sociales viven y significan en prácticas y discursos los fenómenos sociales. La etnografía como experiencia y como texto, posibilita igualmente el encuentro entre quien investiga y los/as interlocutores/as, y genera conocimiento que no es ni la explicación nativa, ni el esquema teórico inicial, sino una forma de dar a conocer el nuevo arreglo que emerge de lo concreto vivido. El trabajo de campo se registró mediante notas etnográficas (con un total de 200) y conversaciones espontáneas y entrevistas semi-estructuradas individuales y colectivas dirigidas especialmente a niñas y niños y, en menor medida, a adultos/as (con 40 conversaciones sistematizadas para un total de 15 niños/as y 25 adultos/as).

Las entrevistas a personas adultas se enfocaron en algunas de las madres (no así en los padres5), de entre 27 y 34 años de edad que en su mayoría no han finalizado los estudios primarios y/o secundarios. Algunas realizan trabajos informales pagos fuera del propio ámbito familiar (cuidan de personas mayores y/o limpian otros hogares) y la totalidad está a cargo del cuidado de sus hijos/as. Se indagó en sus recuerdos respecto a sus propios trayectos escolares; sus actividades laborales rentadas -si las tienen-; cómo llevan adelante el cuidado de sus hijos/as: las actividades, intensidades, actores e instituciones que intervienen en estos asuntos del cuidado; cómo es su vínculo afectivo con niñas y niños; cómo es su rutina diaria con ellas y ellos; y qué tiempos y actividades disponen las madres por fuera de las responsabilidades del cuidado.

Asimismo, se realizaron también entrevistas a las maestras de las escuelas a las que asisten niñas y niños y a las/os educadoras/es del CEPIA, cuyo análisis no se incluye en este artículo. Estas/os interlocutoras/es no viven en el barrio, se autoperciben como “clase media” y en el caso de las/os integrantes del CEPIA presentan trayectorias universitarias.

Por otro lado, las entrevistas realizadas con niñas y niños fueron llevadas a cabo en los recreos de la escuela, en el centro vecinal donde tenían lugar las actividades del CEPIA, y sobre todo en las plazas del barrio. Contaron con el consentimiento informado de las madres y de las propias niñas y niños. Involucraron conversaciones relajadas realizadas durante la merienda de las niñas y los niños y se improvisaron juegos, como por ejemplo saltar la soga. Estas entrevistas fueron desarrolladas luego de algún tiempo de trabajo en el barrio y de la emergencia de lazos de confianza con niñas y niños. A partir de las mismas fue posible reconocer sus percepciones sobre la escuela, el barrio y el taller de educación popular. Además, ellas y ellos contaron sobre sus itinerarios cotidianos dentro y fuera del ámbito familiar; reconocieron sus preferencias en consumos culturales y en actividades recreativas; relataron sobre vínculos con sus hermanos/as, familiares y vecinos/as; y en particular se conversó con ellas y ellos sobre sus formas de participar en tareas de cuidado dentro y fuera del hogar, qué hacen, cómo cuidan de otros y qué piensan al respecto. Nos centramos aquí en sus prácticas y relaciones cotidianas a fines de complejizar las experiencias infantiles de cuidado.

Las estrategias de producción de datos fueron, por tanto, la observación participante, el registro etnográfico, la conversación con intensión y las entrevistas a niñas y a niños, no directivas, superando los tratamientos que inscriben la «voz» de la infancia de modo fragmentado, escueto y despolitizado (Fatyass, 2021). Las perspectivas infantiles se presentan entre comillas y en itálica. Por su parte, los nombres referenciados son ficticios para resguardar las identidades de todos los sujetos involucrados.

A continuación, recuperamos algunas conceptualizaciones centrales de los estudios de la infancia y los cuidados, para luego presentar emergentes del trabajo de campo.

Infancias y cuidado: algunas aproximaciones teóricas

Desde una perspectiva integral del cuidado y relacional de la infancia (Mayall, 2002) niñas y niños están comprometidos en la configuración social, política y económica del cuidado, desde prácticas complejas, ambivalentes y superpuestas. Estas prácticas infantiles sustentan particulares relaciones entre grupos sociales y familias, generaciones y géneros, siendo estos los «catalizadores» que tomamos para problematizar las experiencias de cuidado de niñas y niños en un territorio singular. En tal sentido, si bien el cuidado es trabajo no rentado (England, 2005. En: Zibecchi, 2014; Faur, 2014), muchas veces desvalorizado, queremos señalar que participan activamente no sólo las mujeres, sino también niñas y niños. En efecto, niñas y niños de clases populares en condiciones de existencia caracterizadas por cierta privación material, producen valor social (Tilly y Tilly, 1998), es decir, agregan valor de uso a bienes, servicios y relaciones que pueden transferir a diferentes escenarios y a otros agentes, y están expuestos a la lógica del mercado, aunque sus prácticas no siempre se imbriquen directamente con el dinero.

Niñas y niños llevan a cabo un trabajo relacional (Zelizer, 2009) que las/os posiciona en redes de relaciones diferenciadas desde donde sustentan y negocian los significados, las intersecciones y los límites entre las actividades económicas y las relaciones sociales más íntimas. Si bien los agentes se esfuerzan por definir los límites sociales, las «esferas» de la vida están conectadas (Zelizer, 2009; Williams, 1997): niñas y niños producen prácticas que involucran aspectos materiales que compromete el cuidado, favoreciendo las estrategias de reproducción de sus grupos de parentesco y tejiendo, al mismo tiempo, sentidos morales involucrados en estas actividades, esto es, redes de solidaridad y reciprocidad, derechos y obligaciones en y entre grupos. Así las actividades del cuidado implican relaciones afectivas y personales entre los participantes y no se restringen a intercambios instrumentales. El cuidado entonces se sostiene en las tensiones entre el afecto y la economía, lo privado y lo público, la dependencia y la autonomía (Zelizer, 2009). Aún enmarcado en relaciones afectivas, el cuidado no se caracteriza exclusivamente por un carácter «amoroso», pues en ciertos casos se materializa en actividades no deseadas, que involucran coerción y desventajas sociales.

Particularmente, la emocionalización moderna de la infancia (Ariès, 1987) no desplaza la «utilidad» de niñas y niños, sino que la complejiza. Interesa entonces detenernos y enfocar en la productividad y contribución de niñas y niños en las experiencias cotidianas del cuidado relativamente descuidadas incluso en los estudios que se centran en experiencias infantiles de trabajo a cambio de paga y/o limosna (Frasco, 2016, 2019; Glockner, 2014; Leyra Fatou, 2012; Liebel y Saadi, 2010; Macri, 2012; Padawer, 2010; Rausky, 2009; Rausky y Leyra Fatou, 2017; Frasco, Fatyass y Llobet, 2021; entre otros) o respecto a aquellas experiencias de niñas y niños trabajadores organizados (Magistris y Morales, 2018), lo que abre un frente de discusión más amplio.

Miller (2005) rastrea la situación de niñas y niños que participan de las dinámicas productivas y reproductivas de sus hogares y en negocios familiares como colaboradores en diferentes partes del mundo señalando que a la par de la productividad de las mujeres resulta menester indicar la activa participación social y económica de las infancias. Algunas niñas y algunos niños tienen amplia responsabilidad por el funcionamiento del hogar, en los quehaceres (Rizzini y Fonseca, 2002) ya sea como limpiadores, auxiliares, o como intermediarios (no asalariados) en empresas domésticas. Existen estudios, como el de Song citado por Miller, que encuentran que niñas y niños funcionan como traductores, intérpretes y maestros para sus padres/madres y otros menores, línea similar que es retomada en el trabajo de Zelizer (Llobet, 2012a) sobre niñas y niños como mediadores lingüísticos entre padres/madres y médicos, con otras autoridades y en las estructuras burocráticas del Estado. En efecto, los padres chinos que por lo general tenían poca o ninguna educación formal, confiaban en los niños para la mediación con profesionales de habla inglesa y en sus habilidades, como la contabilidad, que ellos mismos no poseían, así estos niños cuidaban el negocio familiar. En este marco, Miller (2005) muestra algunas discusiones que giran en torno a las aportaciones del trabajo de niñas y niños a la cultura, al aprendizaje y al sostenimiento de la comunidad, mientras otras indican los riesgos del trabajo infantil y su vínculo intrínseco con la pobreza.

Analizando el caso de Recife (Brasil), Hecht (1998) expone la yuxtaposición de dos nociones radicalmente diferentes sobre la infancia. Por un lado, habría una «infancia nutrida» (nurtured childhood) de las clases acomodadas, por otro, una «infancia proveedora» (nurturing childhood), que representa la experiencia de gran parte de las niñas y los niños en situación de pobreza en Brasil que, en vez de vivir la infancia como un período prolongado de dependencia y escolarización, se convierten desde temprano en autónomos y muchas veces ayudan en el sustento de sus familiares.

Es posible reconocer conjuntamente otra literatura dentro de los debates del cuidado (Aldridge, 2008) que se refiere a las niñas y a los niños que cuidan a miembros de la familia con discapacidad, problemas de salud mental, enfermedades crónicas, etcétera (Akkan, 2019; Remorini, 2013; Remorini et al., 2019; Remorini y Laplacette, 2020), esto permite destacar el vínculo existente entre cuidado provisto por los/as niños/as y la organización familiar. Es decir, el entendimiento del cuidado posibilita rastrear vínculos en y entre grupos sociales desigualmente posicionados según heterogéneas dinámicas cotidianas de reproducción social.

El cuidado propiamente dicho expresa entonces una atención personal, sostenida e intensa a favor del bienestar del otro y/o personal en particulares ordenamientos sociales y materiales (Molinier, 2012). El cuidado como bien social y como proceso de resolución de la vida, no se limita sólo a su conservación y supervivencia. El cuidado se conecta con otros aspectos como los afectivos, los recreativos y los de socialización que son diferencialmente procesados según posiciones de clase, género y edad (entre otras), adscripciones que pueden sostener múltiples desigualdades (Akkan,2019).

Dado lo anterior, es posible subrayar que la división generizada y social del trabajo modula la configuración del cuidado y, en este sentido, las niñas de clases populares, en especial en los países periféricos, suelen sostener sistemáticamente prácticas de cuidado, actualizando la ideología maternalista y ejercitando desde temprana edad una disposición a cuidar. Igualmente, esta afirmación no debe desembocar en asumir linealmente que estas prácticas expresan intrínsecamente sólo opresión, pues resulta necesario examinar cómo son experimentadas estas relaciones en la experiencia cotidiana infantil, qué márgenes de autonomía encuentran y construyen las niñas en estos repertorios para asegurar los requerimientos físicos y emocionales y alcanzar el bienestar de sí y de su grupo. Es necesario pensar además de qué modos las niñas se apropian de posiciones generizadas respecto de los cuidados. La división generizada y social del trabajo se convierte entonces en otras de las guías para abordar las experiencias de cuidado de niñas y niños en este artículo.

Con la preocupación colocada en la interseccionalidad de clivajes que configuran una posición social y permiten vivirla de modos particulares (Ortner, 2016; Roth, 2013; Lugones, 2008), junto con estudios feministas (Molinier y Legarreta, 2016) y propios del campo de la infancia (Mayall, 2002; Macri, 2012; Leyra Fatou, 2012), podemos reconocer que niñas y niños son agentes sociales y morales plenos, lo que acentúa su agencia en el sostenimiento y reparación de su entorno (Paperman, 2011. En: Tronto, 1993), condición que históricamente se les ha negado. Esta «voz moral diferente» (Gilligan, 1982) fue reservada para las mujeres adultas. Ahora bien, en diálogo con Tronto (1993), vale acentuar que no se trata de una moral estrictamente femenina sino social: la condición de posibilidad para mantener una red de relaciones específica depende no sólo de una diferencia de género, sino de condiciones de producción que comprometen a todas las adscripciones del sujeto y a particulares formas de dominación cercanas (Memmi, 1996). En nuestra investigación el trabajo de cuidado que desarrollan niñas y niños se comprende desde sus experiencias generacionales y generizadas y se explica desde sus contextos de vida atravesados por la desigualdad social.

De todos modos, si bien las mujeres adultas no son las cuidadoras exclusivas en los diferentes espacios sociales, sí contribuyen vigorosamente a la socialización de clase, género y edad de las infancias. Son ellas quienes, históricamente, comparten tiempo con niñas y niños y les muestran y legan repertorios para cuidar de sí y de sus hermanos/as pequeños/as en forma de gestos, acciones, saberes y discursos; son ellas quienes muchas veces acompañan a niñas y a niños a las instituciones donde estas y estos pondrán en práctica y renovarán las escenas del cuidado. La autonomía infantil se cultiva, en parte, en relación a las prácticas de crianza y socialización que lideran las mujeres adultas en particulares condiciones de existencia (desiguales).

La estrecha relación entre maternidad y trabajos infantiles es compleja. Al estudiar la retórica moralizante y criminalizadora del Estado peruano en relación a las madres pobres y mestizas como las explotadoras principales de sus hijos/as, Campoamor (2016) encuentra que muchas veces las mujeres adultas enseñan a sus hijos/as el valor del trabajo como manera de invertir en su futuro y como estrategia para hacer frente a las coacciones sociales; distribuyendo tareas y aprendizajes que organizan las prácticas y relaciones de cuidado desarrolladas por niñas y niños.

En una línea similar Remorini, Teves, Palermo, Jacob y Desperés (2019) analizan etnográficamente la participación de niñas y niños de comunidades rurales salteñas (Argentina) en actividades de subsistencia doméstica según las habilidades que despliegan mediante esta colaboración. Se centran en las representaciones de las madres cuidadoras sobre sus hijos/as y señalan que éstas caracterizan comportamientos, disposiciones, habilidades y preferencias de niñas y niños, estableciendo qué tipo de actividades son adecuadas para ellos/as, cómo se asignan, cómo aprenden a llevarlas a cabo y qué cuidados requieren las infancias. La asignación de tareas es dirigida por las mujeres madres, quienes intentan que los quehaceres se complejicen en función de las edades de niñas y niños, y que los mismos sean mayoritariamente compatibles con el juego y el esparcimiento. Por todo ello, las autoras hablan de «participación intensa en comunidades de práctica», que supone el intercambio generacional, el aprendizaje mutuo y la coordinación y cooperación entre «aprendices» y «expertos/as». En sintonía con estos desarrollos, Hernández (2016, 2019) advierte que, generalmente, las niñas y los niños asumen la responsabilidad de cuidar de los/as más pequeños/as, de mantener cierto orden y/o asegurar que se realicen determinadas actividades, valiéndose de los recursos conocidos, es decir, de aquellos que empleaban sus mayores.

Otras pesquisas de Remorini junto con Laplacette (2020) sobre la infancia indígena latinoamericana, posibilitan repensar las ecologías del cuidado infantil y advierten que la distribución y la realización de las tareas productivas y reproductivas en los hogares en contextos rurales coordinadas por los/as adultos/as, se vuelven disposición en las niñeces: el «estar pendientes de otros» y formar parte activa en las labores de la comunidad conforman procesos de crianza de niñas y niños, sin abolir la agencia de estas y estos. Así, por ejemplo, tanto en los Valles Calchaquíes como en las comunidades Mbya, las niñas y los niños viven en familias extensas junto a hermanos/as y primos/as que intervienen en su cuidado de manera frecuente, no solamente cuando los/as adultos/as les estipulan esa ocupación, sino como parte de sus iniciativas. Estas y estos desarrollan habilidades complejas, aprendiendo a través de múltiples vías y recursos que sus entornos les ofrecen, entre los cuales la observación y la imitación juegan papeles centrales, así como introducen innovaciones que muestran actitudes empáticas y ensayan formas de comunicación, sincronización y colaboración sofisticadas, convirtiéndose en agentes de su propia socialización en espacios socialmente estructurados.

En suma, niñas y niños en territorios empobrecidos urbanos, periurbanos o rurales, no cuidan igual que los/as adultos/as. De tal modo, la edad, el género, la pertenencia étnica, suponen dimensiones que hacen a la heterogeneidad de las experiencias del cuidar. No obstante esta heterogeneidad, las prácticas y relaciones infantiles de cuidado son, en todos estos contextos, centrales para la reparación y el mantenimiento de su mundo de vida. En efecto, podemos señalar así la multiplicidad de sentidos (clasistas, generacionales, generizados, étnicos, entre otros) que modulan las experiencias del cuidado en la infancia.

En otras palabras, los distintos tipos de cuidado y su legitimidad adquieren significado en contexto y se valorizan en las interacciones particulares, en cuyo marco la evaluación moral de los agentes involucrados (las/os propias/os niñas/os, familias, comunidades y/o agentes del Estado) van negociando y «corriendo la frontera» sobre qué es cuidar bien o mal y cuándo el cuidado es estrictamente un trabajo o no para los/as participantes. Palomo (2008) sostiene que «el cuidado posee distintas dimensiones que no son adecuadamente captadas por estudios que se focalizan fundamentalmente en la denuncia y en el análisis de la exclusión, la discriminación y la subordinación» (Palomo Martín, 2008: 20). Propone por ello una herramienta teórica a la que denomina la «domesticación del trabajo» que apunta a registrar el valor social y los aspectos materiales, morales y afectivos que envuelve el cuidado en concretas situacionalidades.

En efecto, niñas y niños de clases populares ingresan como agentes clave y activos en las cuestiones del trabajo reproductivo en el ámbito familiar y, a la vez, integran nuevas y amplias cadenas de cuidado territorializadas. Estas redefinen los límites del territorio conocido y convocan a nuevos actores a participar en los itinerarios del cuidado: niñas y niños en condiciones de pobreza llevan adelante un trabajo relacional y emocional (Zelizer, 2009) desde donde tejen vínculos e intercambios con otros pares y adultos/as incluso de otras clases sociales. Niñas y niños participan en instituciones y en redes sociales informales destinadas la asistencia de la infancia, y así ellas y ellos son cuidados fuera del hogar, mientras cuidan de sí, de otros y otorgan capital simbólico a determinadas intervenciones (estatales o no estatales).

Nuestras indagaciones expresan que niñas y niños renuevan subrepticiamente en sus experiencias vividas y emergentes las modalidades del cuidado disponibles, así como en ocasiones sostienen residuales prácticas de asistencia. Hallamos una ética del cuidado hacia «los más chiquitos» que se explica por una diferencia de edad más que de género. A la par encontramos que el cuidado desplegado por niñas y niños hacia sujetos diversos (bebes, niñas, niños, adultos/as) involucraba con mayor intensidad a las niñas, mientras que los niños parecían concentrarse en el cuidado de sí y de su grupo de «chicos». Asimismo, el cuidado entre hermanos y hermanas habilitaba resguardos y confrontaciones respecto a otros grupos familiares para asegurar las diferencias (y pertenencias) dentro de la misma clase social. Los efectos de la estructuración se advierten en estas experiencias situadas. Precisamente, el cuidado se conecta con la división del trabajo social (entre grupos y familias), generacional y de género. No obstante, esta distribución no es inmóvil, antes bien adquiere cierta maleabilidad y contingencia en relaciones y prácticas de niñas y niños, tal como exploraremos seguidamente.

Experiencias infantiles de cuidado

Analizaremos las experiencias de cuidado sostenidas por niñas y niños desarrolladas sin contraprestación económica alguna, si bien pueden envolver reciprocidades o «contra dones» (Mauss, 2009) y contribuyen a apoyar y sostener la vida cotidiana. La espacialidad y la temporalidad infantiles son aquí dimensiones que permiten caracterizar y situar las condiciones de despliegue del cuidado. La estrategia para la sistematización y análisis de los datos, implicó considerar el cuidado desarrollado por niñas y niños según dinámicas generacionales, de género, familiares y de clase. Utilizamos esas mismas dimensiones para organizar la presentación de los datos.

Cuidado hacia los más pequeños: prácticas para mantener la vida ordinaria

Por fuera de la casa, en los recorridos por el barrio y en las instituciones como en CEPIA, advertimos que niñas y niños producen relaciones de solidaridad y cooperación con otros pares, especialmente las y los niños más pequeños, muchas veces menores de 6 años, sean parientes, amigos/as, vecinos/as, o incluso desconocidos/as o recién llegados/as al grupo de pares.

De tal modo, las niñas y los niños más pequeños suelen arribar al taller de educación popular de la mano o en brazos de sus hermanas/os, y son así bien recibidos, con besos, por las/os niñas/os y los/as adultos/as del lugar. Las/os hermanas/os mayores se preocupan de que los/as más pequeños/as escojan algo para hacer en el taller, a veces dejan de realizar ellas/os mismas/os las actividades para guiar en el dibujo a quienes tienen a cargo o les consiguen los juguetes más deseados (como bloques y autitos). Llegada la hora de la merienda, estas hermanas y hermanos están atentos a que los menores reciban primero la comida, se sienten en la mesa, no se manchen la ropa al comer, y en todo caso les limpian cuidadosamente las manos y la cara. En la entrega de galletitas en el taller, cuando las niñas y los niños las distribuyen asumen la responsabilidad de conceder una «masita»6 por persona, comprometidos en que todo se divida por igual. Ahora bien, las excepciones aparecen respecto a los considerados «chiquitos», que pueden gozar del privilegio de comer más. Fuera del taller, por ejemplo, en las fiestas en la plaza, es común que las/os hermanas/os mayores «colen»7 a los menores en las filas para acceder a los alimentos y esto no es mal visto por el resto. Incluso los/as más pequeños/as van incorporando esta habilidad de adelantarse para beneficiarse de la distribución de bienes o recursos.

Los cuidados significan además compartir tiempos y espacios entre niñas y niños de diferentes edades (Hernández, 2017). Esto permite entender, por ejemplo, cómo a medida que en la familia Ramírez8 nacen niñas y niños, hijas/os de la hermana adolescente o de la madre adulta, estos bebés son traídos por sus jóvenes tías/os (para el primer caso) o hermanos/as (para el segundo) al espacio del taller, como una iniciación significativa que va entrelazando vínculos entre los sujetos infantiles y los/as adultos/as fuera del hogar. Si bien muchos de los miembros de esta familia no se sostienen en el espacio escolar, como ocurre en la trayectoria de otros niños/as, las organizaciones comunitarias territoriales parecen ser un espacio que habitan a temprana edad y de manera permanente, en cuyo marco producen peculiares procesos de integración y nutren tareas de cuidado hacia su grupo de parentesco y respecto a otros.

No es menor indicar que niñas o niños que arriban al taller sin hermanos/as a su cargo suelen mirar con ternura las escenas que implican el cuidado hacia los/as más pequeños/as y/o participan de ellas haciendo de cuidadores de algún primo/a, vecino/a o hermano/a de cierto amigo/a.

Niñas y niños llevan a cabo entonces minuciosas acciones cotidianas para el resguardo del otro «más chico»: abrigar, movilizar a otro en brazos, asegurar y distribuir los alimentos, compartir juegos, intervenir en conflictos poniendo el cuerpo para proteger, etc. Este saber hacer va siendo adquirido por niñas y niños en procesos de socialización situados. Niñas y niños van reconociendo y haciendo cuerpo formas de actuar esperadas por la mirada adulta y por su grupo de pares; modalidades que se vuelven disposiciones a actuar, afectos y vínculos (Bourdieu, 1999a). Ellas y ellos desde edades tempranas comienzan a observar cómo hermanos/as mayores y sobre todo sus madres, en general jóvenes, cuidan de los pequeños. Muchas veces estas madres los hacen partícipes de estos itinerarios, por ejemplo, cuando salen a realizar trámites o mandados por el barrio y en la ciudad. Entre todos/as ensayan formas de colaboración. Las madres suelen acarrear con los recién nacidos y sus diferentes necesidades, mientras son las niñas y niños entre 8 y 12 años de edad quienes contribuyen a resguardar a otros menores en ese camino, se encargan por ejemplo de su abrigo, de protegerlos en el traslado. De algún modo en esos tránsitos niñas/os y sus madres comparten y practican el cuidado, a la par, durante estas escenas cotidianas las madres legan formas de cuidado a sus hijos/as. Eventualmente cuando las madres trabajan fuera del hogar y no logran dejarlos al cuidado de alguna hermana, abuela o familiar, niñas y niños en estas edades se quedan al cuidado de otros de menos edad en sus viviendas, preparando la merienda y compartiendo juegos. Estos momentos donde niñas/os lideran las prácticas de cuidado en sus hogares suelen ser breves, pero no por ello insignificantes.

Si bien se trata de formas de relación ciertamente aprendidas y esperadas, configuran también una ética que establece formas de solidaridad que, incluso en un contexto que ha sido analizado por algunos autores como caracterizado por una lógica de «caza» de recursos escasos e inestables (Merklen, 2005), muestra el privilegio de formas de protección y de responsabilidad para con la unidad doméstica basadas en las relaciones interetarias. Relaciones que, claro, implican una restricción temporal de tal período de protección consensuada respecto de la expectativa en otras clases sociales. No por ello estas relaciones de protección dejan de expresar sostén y agencia desplegados por los niños y niñas «más grandes».

Este hacerse cargo de otro «más chico» no emerge como directiva lineal de algún adulto/a, pues las madres o padres no obligan a sus hijos/as a llevar a los/as pequeños/as al CEPIA. Cuando pasamos por las viviendas antes de iniciar el taller, no eran las madres o los padres quienes incentivaban a hijos e hijas mayores a llevar a los pequeños:

Llegué a la casa de Magdalena. Ella estaba jugando con su hermanito de 5 años en la vereda, mientras su madre y su tía tomaban mates y conversaban en la mesa del comedor con la puerta abierta que da a la calle. Le dije a Magdalena que la venía a buscar para ir al taller, que hoy había una actividad pensada especialmente para las niñas de su edad, entre 8 y 12 años. Ella se puso contenta al verme llegar, me abrazó, pero me dijo que no quería ir porque su hermanito se iba a quedar solo. La madre desde lejos le insistió para que vaya a la casita del CEPIA. Ella no respondió nada. Me preguntó si podíamos llevar al pequeño, mientras le sostenía la mano y los juguetes. La tía también intervino, alentando a que Magdalena parta sola a la actividad que está reservada para ella. Noté que la niña no iba a cambiar de opinión. Ella dijo que tenía que cuidar a su hermanito para que no se quede solo, ni llore. Efectivamente, en otras oportunidades, ella había partido sin su hermanito y él se había largado a llorar, situación que parecía afligir a Magdalena. Entonces le propuse que fueran los dos, así ella se alistó rápidamente se lavó la cara, pero no se cambió de ropa ni se abrigó en una tarde fresca; su madre preparó el abrigo del más chiquito y partimos [nota de campo 10, Villa María, 2018].

Niñas y niños podrían incluso negarse a hacerse cargo de estos pequeños. Sin embargo, hay una responsabilidad asumida de manera implícita y socialmente valorada. Si los/as niños/as mayores no llevan a los menores al espacio del taller, esto podría afectar incluso la dinámica familiar pues por fuera del horario escolar, estos espacios comunitarios emergen como una posibilidad para compartir los cuidados con otros actores e instituciones más allá del ámbito doméstico. Las madres, que en su mayoría no acceden a servicios pagos de cuidado, comparten estas tareas con otros, como es el caso del CEPIA, para poder trabajar, realizar otras actividades o incluso descansar, lo que amplía las coordenadas del cuidado.

Entonces, «los más pequeños» van al taller mientras sus hermanas/os de mayor edad, como Magdalena, se responsabilizan de ellas/os. Allí son cuidados por pares y por las/os talleristas, socializan y aprenden en vínculos con otras/os niñas/os y adultas/os, lo que amplía además sus redes sociales y su estructura de capital. En estos escenarios, niñas y niños cuidan de sus hermanos/as, los defienden de posibles aprietos de otros pares, juegan con ellos/as, les consiguen juguetes, los atienden en el momento de la merienda, entre otras cosas.

Por tanto, la inclusión de los menores de 6 años es espontánea y muchas veces son los propios hermanos/as quienes alientan a los primeros para partir del hogar y pasar la tarde en el CEPIA. Esto forma parte de su cotidianidad, de los lazos de hermandad, de un repertorio moral incorporado y extendido que no se reduce a la búsqueda de una ventaja personal, incluso el propio sujeto cuidador puede ponerse en aprietos y/o en «desventaja» en virtud del cuidado del otro, como es el caso de Magdalena que no puede pasar la tarde sola con sus amigas. Así, parece posible afirmar que el valor moral del cuidado no operaría como un simple valor de cambio coyuntural, sino que comprometería más bien una trama compleja de relaciones y emociones de larga duración.

En este punto, la noción de don involucrada en los asuntos del cuidado arroja pistas significativas para leer estas experiencias. El don no se limita a un intercambio y supone diferentes temporalidades tejidas entre el dar, el recibir y el devolver, complejizando el concepto de reciprocidad y en distancia con la idea de cuidado como mercancía (Comas- d’Argemir, 2017). El cuidado voluntario de niñas y niños hacia otros menores, aunque es altruista e incorporado, supone obligaciones y en ocasiones retribuciones a largo plazo, procesos y prácticas que no se reducen a ser equivalentes, pero permanecen enmarañados (Comas- d’Argemir y Soronellas, 2019). Niñas y niños reconocen lo que resulta apropiado hacer frente a «los más chiquitos» en particulares configuraciones sociales y estos también aprenderán al crecer a reconocer y a devolver estas protecciones ante otros menores o incluso respecto a sus mayores. En otros términos, la reciprocidad del cuidado es el don diferido en el tiempo.

Ahora bien, como las prácticas son ambivalentes y heterogéneas, la anterior afirmación no niega que en ocasiones los/as hermanos/as discuten y deliberan entre ellos/as sobre las responsabilidades del cuidado de otros menores en un tiempo presente y ante determinadas coyunturas. No señalan necesariamente que un adulto/a debería ocupar ese lugar, sino quién de ellos/as y cómo se llevará adelante esa tarea cuando están formando parte de las actividades recreativas del taller que brinda el CEPIA. Además, en ocasiones niñas y niños buscan desentenderse del cuidado de otros y cuidar de sí. Si bien las niñas y los niños cuidan intensamente de terceros, a veces expresan desgano y malestar en esa tarea que se despliega en particulares condiciones de vida. Es decir, en otros grupos sociales se podría pensar que el cuidado se mercantiliza en manos de adultos/as ajenos al hogar, y no envuelve activamente a las niñeces:

Durante un recorrido por el barrio, en el marco de una actividad que consistía en repartir folletos auspiciando las actividades del taller, Matías Ramírez cansado de caminar se detiene y pide agua en una casa porque expresa tener sed, la señora le ofrece una botella de jugo, él no le dice mucho, pero la acepta y se va contento hacia el grupo. Cuando Tadeo, su sobrino menor, advierte el jugo, se le acerca con intenciones de tomarlo todo. Matías no se lo niega verbalmente, pero le corre la botella de las manos, quiere tomar primero antes de ceder a la petición de su sobrino, entonces Tadeo se larga al suelo y empieza a revolcarse en la tierra y a llorar, como un gesto de enojo. En ese momento interviene Sol, su mamá, hermana mayor de Matías, y le dice a este de modo agresivo que Tadeo es más «chiquito», así le arranca la botella de las manos a Matías, lo agarra de los pelos a Tadeo y lo levanta del suelo, mientras me indica a mí que le «agarre» a Laura, su beba. Sol ahora comanda la distribución del jugo, le da de tomar a sus hijos, los más pequeños, me ofrece a mí y toma ella. Matías siegue pidiendo el jugo y ella se lo niega, como una forma de castigo por no haber priorizado antes al pequeño Tadeo. Matías se larga a llorar muy angustiado y se aleja del grupo en su bicicleta. Más tarde la convenzo a Sol para que le convide jugo a Matías. Matías se resiste a arreglarse con Sol. Recién de regreso al taller, Matías toma posesión del jugo e intenta beber, pero el llanto no lo deja, pues la respiración sigue agitada. Matías con sus 9 años parece estar cansado de lidiar Tadeo, aunque no lo diga; tampoco renuncia a llevarlo con él al taller [nota de campo 17, Villa María, 2018].

Las madres y hermanas mayores no someten a niñas y a niños a funciones de cuidado de manera premeditada y reflexiva, sin embargo, están presentes y transmiten, en el día a día, recados morales sobre cuidar a niños/as menores, y a través de sus prácticas imponen modelos a seguir, aprendizajes que niñas y niños deberían replicar. En otros términos, la demanda implícita de formas de cuidar, no obsta que niñas y niños desplieguen sus propias intenciones de cuidado. Niñas y niños renuevan las formas conocidas del cuidado desde su propia adscripción de edad, por momentos, parecen disfrutar de ese lugar, por ejemplo, compartiendo juegos y espacios con «los más chicos», esporádicamente se manifiestan sofocados en la posición de cuidadores cuando deben desistir de su propio bienestar; precisamente el cuidado inscribe asimetrías en la distribución de las responsabilidades y en las posibilidades de actuar.

Asimismo, el legado de las madres promueve (de modo informal o mejor dicho disposicionalmente) aprendizajes y destrezas que las niñas y los niños requieren incorporar desde los primeros años de vida, por ejemplo, reconocer las cuadras del barrio, conocer a adultos/as referentes y cultivar vínculos con ellos/as (como «las seños del taller»), etc. Todo esto se vuelve útil para resolver situaciones en las que tendrán que actuar con autonomía. Así estos modos, poco reglados y escasamente supervisados por adultos/as, imprimen un marco de acción que expresa relativa independencia en estas niñas y estos niños, sin anular la capacidad de dar afecto y protección de las madres, usualmente, jóvenes:

Mientras pasábamos la tarde en la plaza, en momento la hija más chica de Sol comienza a llorar, ella le dio agua de una botella grande que había traído, yo le ofrecí un vaso y no quiso, luego para que la pequeña se calme sacó de su carterita un anillo grande de plástico, que era de su propio uso, pero también oficiaba como juguete, pues este accesorio tenía lucecitas que se prendían al presionar un botón. Los otros más pequeños de los Ramírez querían usar el anillo y Sol los empujaba. Ella estuvo atenta a su hija más pequeña, mientras que Tadeo esta vez debió arreglárselas solo, así tuvo que conseguir que otro hermano lo hamaque. También él balanceó a otros en el parque [nota de campo 12, Villa María, 2017].

En este sentido, el cuidado que llevan adelante niñas y niños se sostiene (y se comprende) en relación con las prácticas de las madres, aunque supone relativa autonomía. Mientras Sol cuida de la más pequeña, le da agua, calma su llanto y se las arregla para que su hija se entretenga, todos/as pasan la tarde en la plaza. Los otros niños de mayor edad, si bien reclaman atención, advierten que es prioritario el cuidado de la bebé y optan por otras estrategias para divertirse, para pasar el día, así otros hermanos de mayor edad balancean en las hamacas del parque a los de menor edad, no sólo juegan con ellos también los cuidan. El cuidado, entre sus múltiples dimensiones, significa además posibilitar el ocio, la recreación y el disfrute. Desde este permanecer juntos, resguardar con relativa autonomía de los/as adulto/as y jugar, niñas y niños procesan y actualizan los repertorios de cuidado.

En otros términos, los niños y las niñas terminan cuidando y queriendo hacerlo en contextos donde la resolución del cuidado no se externaliza lo suficiente (por ejemplo, por medio de servidos pagos de cuidado), dado las propias condiciones materiales de existencia. Así el tiempo y el espacio se comparten cotidianamente entre los diferentes miembros del grupo provocando entre ellos/as vínculos de cercanía y afectos.

De tal manera, el cuidado de niñas y niños hacia otros supone formas particulares de procesar la recreación y el acceso a experiencias como columpiarse o a bienes, como una bebida deseada; esto significa modalidades de intercambio que se negocian entre ellas y ellos.

Ahora bien, estas escenas no quedan exentas de lazos entre los sujetos implicados, pues el cuidado no es simplemente un valor de cambio instrumental, incluye también vínculos y sensibilidades en este caso entre hermanos/as y hacia los miembros de una generación, afectos que se explican por una experiencia social compartida. Los niños y las niñas que cuidan a veces son cuidados por otros de similar edad. Igualmente, la categoría de los/as más chiquitos/as imprime una posición activa (y moral) en estos/as: no sólo son receptores de afecto y beneficios, pues los/as pequeños/as se vuelven rápidamente capaces de atender a los demás y protegerse. En estos contextos no es posible permanecer extraño, sin formar parte de las reciprocidades y de los entramados del cuidado con sus múltiples temporalidades y espacialidades, como vimos en el taller, en la plaza, a corto y largo plazo.

Cuidado entre géneros: procesos de socialización y división generizada del trabajo

Aunque tanto niñas como niños se ven comprometidos en el cuidado de hermanas/os menores, no están implicados de la misma forma ni con la misma intensidad en el tiempo dedicado, lo que actualiza de algún modo la división generizada y social del trabajo. Esto es, las niñas ejercitan desde temprana edad tareas de cuidado que están acompañadas por la expectativa social del desarrollo de una disposición, en el sentido bourdiano, para el cuidado. El vigor, el compromiso y la temporalidad del cuidado se inscriben entonces de manera desigual entre los géneros. Así, los niños suelen ceder más rápido a los pedidos de los/as talleristas del CEPIA para interrumpir los cuidados en el momento de las actividades en pos de que ellos puedan jugar y/o aprender nuevas cosas, en tanto las niñas suelen ser más reacias a compartir estas tareas. Además, las niñas se sienten espontáneamente convocadas a ocupar posiciones de cuidado ante el arribo de niñas/os pequeñas/os o bebés al espacio. Incluso si no forman parte de su grupo familiar, las niñas manifiestan querer estar con estos «chiquitos»: los acarician, los llevan en brazos, les buscan juegos para que se diviertan en el taller, traducen los balbuceos de los/as bebes para que los/as adultos/as resuelvan ciertas peticiones y necesidades.

En este sentido, Mariano, un niño de 10 años, traspasa sus actividades de cuidado a una adulta presente en el taller, mientras que Juliana, de 11 años, se reserva para sí esa función que implica determinado saber y un lugar de autoridad, una posición de poder que esta niña usa frente a la invasión de las adultas:

Karina, hermana menor de Mariano, estaba enojada, tirada en el suelo sin querer hacer nada hasta que una educadora, para que Mariano pudiera trabajar, la llevó a comprar golosinas. Antes de esta solución, la pequeña exigía a llantos que Mariano le prestara atención, yo no entendía lo que expresaba, pero él sí. Mariano la regañaba, preguntándole para qué había querido ir al taller si ahora estaba angustiada. Mariano se largó a jugar con otros chicos a penas Karina fue atendida por una adulta del espacio. En el mismo momento, otra escena se levantaba como contracara: Juliana estaba totalmente atenta a Evelin, era tanta la concentración y la responsabilidad en ese papel que no dejaba que la pequeña ni se moviera, cuando nosotras interveníamos diciéndole que se relaje, que nosotras la cuidábamos, ella nos respondía que no, que era ella quien conocía «mejor que nadie» lo que su hermana necesitaba, que la pequeña le hacía «caso» sólo a su hermana mayor [nota de campo 50, Villa María, 2018].

Como ya dijimos, que sean las niñas quienes desplieguen con especificidad prácticas de cuidado no debería conducir a análisis que desemboquen linealmente en la opresión intrínseca de estas relaciones o en la retradicionalización de los patrones de género (Llobet y Milanich, 2014). Estas mismas acciones pueden movilizar lógicas de agencia, muchas veces, invisibilizadas o poco legitimadas por los/as adultos/as: Juliana se muestra en el taller como una niña activa, capaz de cuidar de su hermana, conocedora de sus necesidades y de las formas de resolución de las mismas.

Por su parte, Brisa, una niña de 12 años integrante de la familia Ramírez, suele cuidar de sus hermanos Matías, Ezequiel y Lisandro, así como del pequeño Tadeo, su sobrino. Si bien Matías frecuentemente sale a pedir comida en los negocios del barrio, es Brisa quien suele intervenir en la distribución de los bienes y en tomar decisiones sobre ciertos tránsitos de estos niños, a los que custodia. Los propios niños suelen solicitarle que ella les ate los cordones o que cuide de Laura, hija bebé de su hermana Sol, cuando la llevan al taller, en ausencia de la madre. De esta manera, la distribución del cuidado reitera matrices de género, pero no sólo no abole las posibilidades de acción en estos marcos, sino que es utilizado por las niñas para acceder a una posición simbólica y social de más valía, tanto entre pares como respecto a las y los activistas y agentes institucionales. Estrategia que no escapa a la percepción de los niños y niñas:

L: la Brisa puede todo, está en una cosa, en otra cosa, a veces los chicos la porfían cuando ella está sola en la casa y el padre busca leña. Brisa los manda a dormir a todos, ella es así como una madre, pero cuando los chicos la joden, la joden, le dicen cosas, malas palabras, la Brisa se enoja y les pega, está bien, lo tiene que hacer, no tienen que ser así, va y los manda a dormir y ya está [entrevista a Leandro, 10 años, Villa María, 2017]. Finalizada la jornada del taller, los chicos Ramírez proceden con su rutina: consultan amistosamente si hay algo de la merienda para llevarse a su casa y se encargan de juntar los restos de leche: el pequeño Tadeo me mostró contento un gran vaso de chocolatada que había recolectado y se sentó a tomarlo tranquilo cuando ya no quedaba nadie, hasta que llegó Brisa apresurada, enojada y les indicó a los gritos que se tenían que ir. A pesar de que los Ramírez son chicos astutos, que se mueven muchas veces solos, responden a su hermana. Antes, Ezequiel había preguntado por ella para irse a su casa, en una tarde oscura de inverno [nota de campo 17, Villa María, 2017].

En efecto, un «rol de género» dominante puede movilizar en estos contextos competencias sociales reconocidas y valoradas por el grupo. Brisa «puede todo» desde la mirada de los pares, por ser niña y por parecer una madre. No obstante los beneficios que pueden obtener las niñas, la moralidad en torno a las obligaciones de proveer cuidados se traducen en una sobrecarga de tareas hacia ellas, de modo que inscribe a su vez a estas en una genealogía de mujeres. En efecto, las niñas replican y actualizan prácticas de cuidado desarrolladas por sus madres y sus abuelas, incorporándose de esa forma en una sociabilidad femenina valorada. Esta transmisión del lugar social y de las responsabilidades de cuidar se efectiviza por dos vías. Por un lado, algunas madres de estas niñas y niños trabajan fuera del hogar cuidando a otros menores o ancianos y realizan tareas domésticas para el bienestar de otras familias, sin desatender el cuidado de sus propios hogares. De ese modo transmiten a sus hijas rutinas de provisión de cuidados que estas niñas deben poner en juego más o menos cotidianamente ante la ausencia rutinaria de sus progenitoras. Por su parte, otras madres que no trabajan fuera del hogar y pasan mucho tiempo con sus hijos/as, comparten con ellas las tareas de cuidado con diferente intensidad. Así, la preparación, la transmisión y la identificación contribuyen a ofrecer un modelo de feminidad valorado y organizado en torno al cuidar.

Si para las niñas la aceptación de estas tareas refleja su asunción de un rol valorado, para las madres también tiene connotaciones positivas tanto morales como afectivas. La compañía de las hijas mayores, la solidaridad en el despliegue de los cuidados, su inscripción en una labor pedagógica cotidiana, afectiva y lúdica, incluso si articula rasgos autoritarios, aparece en las perspectivas de Pamela y Carmen:

P: Todos los días la siento a la más chiquita que va al jardín con una hoja, le voy enseñando las letras de su nombre, encima tiene un nombre re complicado […] ella sólo toma la leche conmigo, yo la baño, yo le cambio el pañal […] su hermana más grande que tiene 8 ya hace la tarea sola, y me ayuda, quiere jugar con la beba, tenerla, pero me ayuda a tender la cama, con la bebe o cuando yo no estoy, igual estamos todo el día solas, nos acostamos a mirar tele, bailamos, jugamos, por ahí cantamos [entrevista Pamela, madre, 27 años, Villa María, 2018]. C: Me acostumbré a eso, me gusta estar con los chicos para no aburrirme […] no queda otra, aunque a veces me gustaría tener tiempo para mí […] me gusta pintarme las uñas […] igual los chicos me ayudan, yo les digo las cosas de la escuela yo no las sé, ellos se ponen juntos hacer la tarea, o van ahí al CEPIA y aprenden, a veces se pelean, pero son buenos como hermanos, yo sé que entre ellos se cuidan bien y me quedo tranquila [entrevista Carmen, madre, 33 años, Villa María, 2018].

Es posible advertir entonces cómo se generiza y se enclasa el cuidado y qué lugar tienen allí las madres: las mujeres adultas de clases populares trabajan y cuidan dentro y fuera de sus viviendas. En estos contextos, cuando están agobiadas o no encuentran otras formas de resolución, por ejemplo, al momento de hacer las tareas de la escuela, ceden algunos cuidados a sus hijas/os. Niñas y niños, y en especial las primeras, cuidan de sus hermanos/as, los cargan en brazos, les enseñan cosas, comparten juegos y espacios por fuera de la propia casa, donde otros/as adultos/as e instituciones también intervienen en los asuntos del cuidado. Las madres no se desentienden del cuidado de sus hijos/as, permanecen atentas a ellos/as y tal como indican confían en que entre hermanos/as «se cuidan bien», dentro y fuera del hogar. El reconocimiento de un buen desarrollo de las tareas de cuidado que las mujeres mayores otorgan a las niñas, el estar juntas día a día, los vínculos afectivos y de confianza que se van tejiendo, las diferentes espacialidades que comparten niñas y niños del grupo familiar en estos contextos, por ejemplo, cuando asisten al CEPIA, permiten entender cómo ellas y ellos asumen el cuidado, lo incorporan, lo despliegan, lo renuevan y en muchas ocasiones lo disfrutan.

Ahora bien, que el cuidado «maternalizado» sea transmitido de madres a hijas no supone afirmar que los niños no cuiden. Al contrario, ellos desarrollan bastas prácticas de protección y aprendizajes que los enlaza como «grupo de chicos». Los niños suelen defenderse entre ellos en los conflictos con las niñas, incluso se entrometen en pleitos que no los involucraban para defender a un compañero. Una tarde de verano un niño de 7 años quiso participar del taller que estaba repleto de niñas, al momento de la merienda no recibe demasiada atención de ellas que conversan entre sí, hasta que llega otro niño más grande, Emilio, de 11 años, y comienza armarle un banquete: refiriéndose a él como «amigo» (si bien no solían compartir tiempo juntos), lo invita a sentarse a la sombra, le prepara una banqueta especial juntando varias sillas para que llegue mejor a la mesa, pone a su disposición diferentes porciones de tortas que las niñas previamente habían acaparado y, antes de marcharse a jugar al fútbol con otros niños grandes, le dice que le avise si las «loras» (refiriéndose despectivamente a las niñas) «lo molestan», al mismo tiempo que le guiña un ojo. Así «contraer el ojo con una finalidad cuando existe un código público (…) equivale a una señal de conspiración, es hacer una guiñada. Consiste, ni más ni menos, en esto: una pizca de conducta, una pizca de cultura» (Geertz, 1987: 21).

Por otro lado, los hermanos mayores suelen transmitir a sus pares del mismo género formas de juego, destrezas para defenderse y conocimientos prácticos sobre la confección y el uso de instrumentos para cazar, incluso estéticas que los demás comienzan a imitar a medida que crecen relacionadas, por ejemplo, con formas de portar la gorra y otros accesorios como aros. Alexis Ramírez es referente de un grupo de niños que viven cerca, él fue transfiriendo a los demás saberes vinculados con las gomeras, la pelea, incluso a medida que el resto de sus pares crecía, él iba habilitando el uso de su bicicleta como un ritual de pasaje que marcaba dejar de ser un «niño pequeño» para ser un «niño grande»:

De camino al centro vecinal para realizar el taller, me crucé con Matías y Lisandro Ramírez. Matías lo llevaba en bici a su hermano, andaban con una pera que según el pequeño Lisandro había pedido Matías en la verdulería del barrio. Matías nos preguntó si podíamos «llevarnos» a Lisandro, pues él quería llagar solo al centro vecinal, además, de ese modo aprovechaba a usar la bicicleta que su hermano mayor le había «pasado». Matías no se despojó sin más de su hermano menor, lo convenció a irse con nosotras dándole la pera, a Lisandro se le cayó al suelo, pero Matías la limpió rápidamente con su propio pantalón. Matías se alejó, contento con su bici, aunque no fuera nueva. Lisandro se quedó algo triste viendo que su hermano partía, me agarró la mano y me dijo «cuando sea grande esa bici es mía» [nota de campo 11, Villa María, 2018].

Alexis es consciente de alguna manera de las prácticas de masculinización y cómo se intersecciona la edad en ellas. Así, en una oportunidad remarcó que «los varones aprendemos a pelar jugando, el más grande te enseña», lo que se transforma en una herramienta necesaria para defenderse en posibles enfrentamientos. En este sentido, las actividades de cuidado también entre niños se dan especialmente articuladas por la edad, aunque su finalidad se vincula más con la promoción de la independencia y la acción directa sobre el cuerpo del otro de modos aceptables o considerados necesarios para ellos. Así, el aprendizaje de las “prácticas de combate” constituyen prácticas de cuidado entre pares. Exploraremos esta dimensión a continuación.

Cuidado entre grupos de parentesco: compromiso moral y retos físicos

Una de las educadoras del CEPIA, Juana, solía enfrentarse con Brisa Ramírez, intentando que la niña «no se meta» en los problemas de sus hermanos menores. La educadora consideraba que las tareas de cuidado dejaban a Brisa afuera de otras instancias que desde su punto de vista eran más valiosas, como hacer las actividades cognitivas y lúdicas del taller. Esta tallerista interpretaba como injusto que Brisa se vea involucrada y que tuviera que acarrear con esas funciones fuera y dentro de la casa. Frente a esto, Brisa reclamaba la necesidad, el derecho y la obligación de «meterse» en esos pleitos y «hacer cagar» a todo aquel que moleste a los miembros de su familia:

Brisa como siempre asume el cuidado de sus hermanos, se pone en el lugar de defensora. Durante un taller en el CEPIA, un niño le rompió sin querer la bici a Matías. Estábamos por empezar a comer y ella no quería entrar al centro vecinal, miraba para abajo, continuaba intentando arreglar la bici como asumiendo ese compromiso de hacerse cargo de la situación, además dijo que lo iba «hacer cagar» a este niño involucrado en el deterioro de la bicicleta. Juana, una tallerista, le decía que se terminaba la comida, que entre al salón a merendar, como intentando que Brisa tome otro curso de acción. Así, Brisa se volvió a enfrentar con Juana, quien siempre le insiste a la niña que no tiene por qué meterse en los «líos» de los hermanos. Brisa le respondió a Juana que ella no era la madre para decirle lo que tenía que hacer, que no se «meta», que no la rete delante de todos, hasta le dijo que la tenía cansada. Tuvieron una conversación fuerte, de hecho, Juana me confesó que tuvo miedo de que Brisa le pegara. Juana finalmente le pidió disculpas por su intromisión [nota de campo 18, Villa María, 2016].

Brisa se vuelve todo un agente social no sólo para resolver las situaciones conflictivas con otros niños y el cuidado de sus hermanos, sino para explicitar hasta dónde podía opinar e intervenir la educadora en estas experiencias de cuidado, desequilibrando sentidos hegemónicos asociados a las prácticas infantiles. Aunque el cuidado se expresa desde lo disposicional (Bourdieu, 1979), el discurso de «no te metas» coloca a Brisa en una disputa por las moralidades que se anudan en el taller, es una práctica emergente, que no necesita ser internalizada para ejercer presiones (Williams, 1997), en este caso, marca límites a las autoridades adultas. Brisa rechaza entonces que Juana desde una posición «extrajera» cuestione sus formas de cuidado aprendidas en el barrio y en el seno familiar.

Como contracara, a pesar de que especialmente Juana intentaba que Brisa asumiera otra posición en el taller no relacionada con el cuidado como un único lugar posible para ella, en ocasiones también recurría a su apoyo, así como lo hacían otros/as adultos/as, confirmando la eficacia de la niña como cuidadora. Cuando en el espacio del CEPIA no era posible que sus hermanos actúen según las normas institucionales de convivencia, acudían a Brisa para que los «ponga en su lugar». Brisa suele así contribuir con la organización, por ejemplo, para lograr que sus hermanos salgan de la pileta en algunas tardes de verano en el centro comunitario. Los pedidos adultos para que salgan del agua no bastan, esa voz adulta parece no llegar al fondo de la pileta, en cambio cuando se acerca Brisa con su robusto cuerpo al umbral de la piscina y amenaza, grita e incluso insulta, los niños suelen salir resbalando al tiempo que ella los recibe tapándolos amorosamente con una toalla que todos comparten.

La articulación entre cuidado y disputas físicas o su amenaza implica la construcción de límites para la autoridad de adultos/as y «ajenos». Así, «te voy hacer cagar» se despliega en específicas relaciones de cuidado y diferenciación, suele ser un modo de defensa que las niñas y los niños activan para el resguardo de sus parientes y/o hermanas/os que están siendo hostigados física y/o simbólicamente. Muchas veces las discusiones responden a conflictos que nacen en el espacio vecinal entre adultos/as, y niñas y niños recuperan y continúan estos pleitos en las instituciones que comparten, si bien el paso de la oposición al juego puede ser muy breve entre los sujetos infantiles. Este «hacer cagar» muestra a estas niñas y a estos niños como agentes capaces de sostener lazos de resguardo aun desde el reto físico.

El «hacer cagar» es lucha y amparo al mismo tiempo. Estas prácticas, poco exploradas en los estudios del cuidado, ponen distancia, recuerdan el lugar de cada quien y las solidaridades entre «propios» y «ajenos», y no son siempre consumadas como un enfrentamiento corporal, más bien representan un repertorio moral de advertencia.

Antes de terminar de comer, en un día de picnic, los chicos se fueron a jugar al fútbol y de regreso hubo una pelea por cargadas relacionadas con el evento del partido. Emilio se enfrenta a Ezequiel Ramírez, ambos son primos, si bien los Ramírez se encuentran en condiciones de vida más adversas. Los chicos se van a las manos, arrancan diciéndose cosas, y cuando notan nuestras caras de preocupación se encienden, pareciera que asumen que estamos esperando la performance del enfrentamiento, esto es claramente fogoneado por el resto de sus pares quienes gritaban «¡pleito, pleito!». En un momento están jugando y al rato peleado, pero al instante pueden soltarse y volver a ser amigos. En este caso, como suele pasar, las más ofendidas eran las niñas, hermanas de los implicados en la pelea. Brisa particularmente se enojó mucho, se enfureció, empezó a los gritos y llorando indicó que con el hermano «no se metan», amenazaba con «hacer cagar», a la vez, lamentaba que fuera el primo a quien debía golpear. Lanzó entonces unas piñas en el aire, incluso sacudió a Lucia, una tallerista que se entrometió. Emilio no llegó a tocar a Brisa, pero le respondió: «después no vengan a pedir comida a mi casa», marcando una distancia social, sin consumar el encuentro físico. El resto de niñas y niños que observaban también señalaron a los Ramírez como «los culpables de todo» [nota de campo 51, Villa María, 2018].

El resguardo hacia los otros, a veces se procesa desde relaciones complejas que entrecruzan la supervivencia física, la pugna por los recursos y repertorios que condensan luchas por la distinción social entre grupos que viven en un mismo territorio. Si bien estos repertorios configuran modalidades de resistencia en la vida cotidiana, emergen en contextos de cierta desprotección, son respuestas prácticas y simbólicas en espacios sociales de privación material. Esto es, las formas de violencia estructural adquieren sentidos y usos particulares en las prácticas sociales, las cuales pueden tramarse con formas de cuidado y hacer parte del mismo a los actores involucrados (Castilla, 2017). No obstante, no planteamos tampoco que las violencias determinan todo. No «reencontramos» las violencias de las desigualdades «en las prácticas de cuidado»: las diferentes escalas no son meramente un matiz, sino un proceso de transformación y apropiación de dinámicas pre-existentes.

Así, la advertencia de Emilio sobre «no vengan a pedir comida a mi casa» para desestimar y evitar el intento de golpe de Brisa, sumado a las difamaciones del resto del grupo hacia los Ramírez como «los culpables», organizan jerarquías morales y sociales entre unos y otros, aseguran segregaciones, diferenciaciones y pertenencias (Bourdieu, 1979). El cuidado entonces se encuentra particularmente unido a la reproducción social, así, las interacciones entre pares no son un espacio armónico, no se trata de una cultura infantil (Corsaro, 2005) exenta de relaciones de poder, más bien estas se renuevan en las experiencias infantiles de cuidado.

Los cursos de acción como el «hacer cagar» condensan además un sentido de responsabilidad y amparo hacia otro, que incluso colocan a niñas y niños cuidadores en desventajas físicas. Por tanto, el cuidado se impregna de sentidos morales que no se reducen a un cálculo costo-beneficio. El «hacer cagar» se inscribe en las diferenciaciones etarias entre niños y así, nunca está dirigido a un niño o a una niña menor de 6 años de edad, dada la distribución de responsabilidades morales entre niños y niñas mayores y menores:

E: ¿y por qué no dejas que Matías se arregle solo? B: y pasa que yo ya le dije a mi mamá, yo soy grande, yo al Matías lo defiendo a muerte, después cuando sea más grande no […] acá en el barrio pasan muchas cosas, chicos que nos dicen cosas por tener menos R: ¿cómo sería eso y hasta cuándo defendes vos, hasta qué edad? B: hasta que sea grande lo voy a defender al Matías […] me tocan al Ezequiel, también, no me paras […] igual él no es tonto, es fuerte. Ellos son varones, saben pelear, pero yo los cuido [entrevista a Brisa, 12 años, Villa María, 2017].

Tomar a su cargo responsabilidades de cuidado parece así tener que ver con la gestión de la autonomía y la negociación de los límites y lugares sociales de la edad y el género, como también han hallado Frasco, Llobet y De Grande (2022). Si las niñas cuidan a sus hermanos y hermanas menores defendiéndolos «a muerte», los niños pueden mostrar cierto distanciamiento respecto de estas expectativas de protección hacia sus hermanos/as menores. Las relaciones de hermandad movilizan pues acuerdos, pero también generan aprietos cuando no se cumple con las expectativas del cuidado.

En este sentido, al finalizar un encuentro en el CEPIA, hubo un conflicto entre Valeria y Alejandra, ambas de 7 años, por la distribución y el uso de algunos materiales para pintar, motivo que frecuentemente provoca disturbios. En este caso, Alejandra lloró y se enojó con su hermano mayor por no defenderla en el suceso: si bien el niño no había formado parte del problema, su hermana se percibía moralmente abandonada y relataba una expectativa de cumplimiento de un compromiso que niñas y niños parecen aprender en el hogar. Alejandra se decepcionó del hermano, que parecía tener la obligación de escudarla.

Discusiones

El cuidado significa un trabajo socialmente necesario para mantener y reparar el mundo común (Tronto, 1987) en el que están implicados fuertemente niñas y niños de clases populares. Ellas y ellos producen y sostienen una serie de actividades y relaciones sociales, invirtiendo tiempo, esfuerzo físico, saberes, habilidades y comprometiéndose en una compleja trama emocional que, al mismo tiempo, contiene y oculta el valor social del trabajo de cuidado.

En este artículo nos interesamos en las diversas modalidades del cuidado infantil y sus condiciones de posibilidad, reparando en los espacios de vida de niñas y niños y en sus lazos entre pares, intergeneracionales y a partir de las relaciones de género desplegadas.

El cuidado pues permite advertir cómo se “hace género” y se “hace parentesco”, siguiendo los análisis de Comas- d’Argemir y Soronellas (2019). Pero también a partir del cuidado desarrollado por los propios niños y niñas, se “hace infancia” (Frasco, Llobet y De Grande, 2022). De tal modo, el cuidado hacia los/as más pequeños/as del grupo de pares envolvía a niñas y a niños en densas rutinas éticas, como abrigar, higienizar, calmar llantos repentinos, cargar en brazos, defender, entre otras prácticas instituyentes de bienestar para la propia condición infantil, desde una experiencia generacional y social compartida.

Prácticas que se despliegan de manera diferenciada en función del género, la edad y el linaje, y que configuran expectativas y anticipaciones. Niñas y niños se veían así comprometidos en los procesos de integración generacionales, generizados y enclasados, transmitiendo cotidianamente saberes (como aquellos vinculados con la confección de los instrumentos para la caza de subsistencia), competencias (como la destreza de pelear en un eventual enfrentamiento físico) y bienes (como la bicicleta), provocando que otras niñas y otros niños acentúen su posición en la división generizada y social del trabajo, y profundicen determinados procesos identitarios. Niñas y niños lidiaban con las expectativas sobre el cuidado de otros grupos sociales y generacionales, disputando clasificaciones sobre cómo cuidar a los demás, cómo distribuir los recursos escasos, en qué condiciones alguien está moralmente abandonado y cómo actuar en esos entramados. Así por ejemplo el «hacer cagar» era una disposición en algunas niñas y en algunos niños para defender a otro en situación de aprieto físico y/o moral, a expensas de la deslegitimación de la violencia en las perspectivas de los/as adultos/as del CEPIA. El repertorio de «hacer cargar» colocaba a niñas y a niños cuidadores en situaciones perjudiciales para sí mismos y, no obstante, se comprometían con el resguardo del otro. Por ello el cuidado brindado hacia un tercero no es meramente una moneda de cambio que amplía las propias posibilidades, sino que representa más bien un deber moral.

En este marco, conectar las cuestiones del cuidado con las disputas morales, con los procesos de distinción social entre grupos (Bourdieu, 1979) e incluso con los enfrentamientos físicos que tienen lugar en una matriz móvil de desigualdades estructurales y locales, amplía el mapa de los cuidados, contribuye a desromantizar su estudio y abre nuevas líneas de indagación dentro de la literatura y en las investigaciones preocupadas en estos asuntos.

Las prácticas infantiles de cuidado se producen y se valorizan en contexto y pueden comprenderse en función de una mirada atenta (y crítica) sobre las relaciones de poder que definen la lucha por la distribución, las jerarquías, las necesidades, lo tolerable y lo no tolerable en y entre los grupos. El involucramiento activo de niñas y niños en los entornos familiares, en los grupos de pares y en las instituciones barriales, no se limita a una secuencia de actividades coyunturales, sino que más bien compromete repertorios internalizados en especial según posiciones de edad, género y clase, puestos en práctica a través del tiempo, y en ocasiones redefinidos en distintos escenarios.

En efecto, hallamos que estas prácticas y relaciones llevadas adelante por niñas y niños estructuran una división generizada y social del trabajo, en donde las niñas suplían por fuera del hogar gran parte de los cuidados reservados a los/as adultos/as en otros grupos sociales. Ellas atesoraban para sí el cuidado de otras niñas y otros niños de similar o de menor edad a partir de diversas tareas y responsabilidades. Las niñas no se desentendían de estas obligaciones como en ocasiones sí lo hacían los niños, y este lugar era reconocido por sus pares infantiles. Estar a cargo del cuidado implicaba saberes, habilidades y posibilidades de tomar decisiones sobre cómo dirigirse con autonomía y cómo actuar sobre otros. Los intercambios del cuidado son de tal modo asimétricos incluso entre niños/as, ya que el que cuida tiene cierto dominio sobre el bienestar de otro y puede llegar a movilizar formas capilares de violencia.

En definitiva, el cuidado permite hacer frente a las desigualdades sociales que se levantan en los contextos populares, teje una serie de rutinas de amparo y cooperación, y de manera superpuesta contribuye a sustentar la reproducción social, es decir, a sostener un estado de las cosas (Akkan, 2019). A la vez, el cuidado reactualiza diferencias entre los géneros, los grupos sociales y las generaciones, y su distribución social y moral es desigual. En otros términos, el cuidado produce desigualdades y permite reproducir la vida. La tensión entre la lógica de la producción y la lógica de la reproducción es esencial para entender la economía política de las desigualdades sociales en el cuidado (Comas-d’Argemir, 1995). En este texto conviven un principio de justicia cándido, como repartir equitativamente las galletas en la merienda del taller, con oposiciones que aseguran las distancias entre niñas y niños en los enclasamientos sociales, clasificaciones que operan como forma de resguardo del propio lugar y del grupo al que se pertenece. Las niñas y los niños se introducen en las dinámicas del cuidado de acuerdo a particulares procesos de socialización, en el que también interceden las adultas y los adultos, especialmente las mujeres, por ello el cuidado que despliegan niñas y niños no se vive necesariamente como una obligación añadida desde el exterior. Las prácticas de cuidado se incorporan, se vuelven disposición a actuar, y aquí radica la complejidad del cuidado y su fuente de invisibilización y normalización.

Investigar las experiencias infantiles de cuidado busca poner de relieve estas competencias de niñas y niños en singulares entornos y relaciones, contra las pretensiones del «niño universal» (Fonseca y Cardello, 2005), imagen tras la cual ellas y ellos aparecen inertes. Sin caer en un enfoque relativista, nos preguntamos ¿hasta dónde se pueden extender las coordenadas del cuidado?

Muchas veces las respuestas del espacio de las políticas sociales del cuidado desembocan en miradas punitivitas que, ante la autonomía de las infancias de clases subalternas, culpabilizan y criminalizan el lugar de las mujeres, de las madres, como únicos agentes responsables de cuidar. La desigualdad entra en el ámbito de la protección de la infancia como un hecho moral a causa de la sacralización de la infancia (Zelizer, 2009) y de la maternalización de las estrategias de intervención (Faur, 2014). En cambio, hemos manifestado que el cuidado es un hecho social total (Meda, 2007), multidimensional, que llama a repensar políticamente el horizonte de deseabilidad sobre el bienestar de las infancias y sobre los derechos de niñas, niños y mujeres adultas.

"Al doctor Héctor Vázquez

(1941-2023)

Fundador de la revista Papeles de Trabajo

In memoriam"

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1 Algunas de las variaciones y matices conceptuales son: prácticas de cuidado, relaciones de cuidado, régimen de cuidado, trabajo de cuidado, responsabilidad de cuidado, provisión de cuidado, organización social del cuidado, arreglos de provisión del cuidado, ética del cuidado, políticas del cuidado, etc.

2En Argentina, desde la década del ochenta del siglo XX en adelante ocurrieron transformaciones sociales, económicas y políticas diversas que nos interesa mencionar brevemente. Estos años estuvieron marcados por crisis hiperinflacionarias efectos contraídos de la última dictadura militar, sumado a la desregulación económica, el aumento del desempleo, la reforma del Estado en general y la privatización de las empresas estatales en particular que se dieron en la década de 1990. Luego de la crisis de 2001, se busca revertir y transformar la relación entre el Estado y el mercado, recuperando algunas estrategias de fiscalización y avanzando en la formulación de planes sociales demandados por los movimientos sociales, que impactan en la vida cotidiana de las clases populares. La transferencia condicionada de ingresos más destacable es la Asignación Universal por Hijo, en relación con el cuidado y con la permanencia escolar de niñas y niños, creada en el año 2009. Si bien este periodo generó mejoras respecto al 2002, no estuvo libre de controversias y tendencias de larga duración. Por ejemplo, si bien hubo mayores niveles de igualdad por la reactivación y la democratización del consumo, las desigualdades estructurales en el acceso a la vivienda permanecieron (Kessler, 2014), así como no se revirtió el proceso de concentración de la riqueza ni la financiarización de la economía. A partir de 2015 el porcentaje del Producto Interno Bruto (PIB) captado por los asalariados comienza a contraerse, y la flexibilización laboral, la desregularización financiera y una fuerte devaluación con enormes consecuencias negativas sobre los sectores populares, volverán a ser los rasgos centrales de la economía.

3Vale resaltar que en esta publicación no indagamos puntualmente en la figura de los/as adultos/as del entorno parental y en las lógicas de crianza intrafamiliar. Más bien enfocamos en cómo se sostiene el cuidado entre hermanas/os en el ámbito familiar y, centralmente, por fuera de él, poniendo el foco en el espacio territorial e institucional.

4Dicha investigación se vincula estrechamente con un proceso de tesis doctoral en el campo de las ciencias sociales realizada por una de las autoras, bajo la dirección de la otra.

5Durante el trabajo de campo no se entablaron lazos de cercanía con los padres dado que estos no solían intervenir en las actividades que niñas y niños desarrollaban en el taller de educación popular. No obstante, eventualmente se sostuvieron conversaciones espontáneas con ellos, no así entrevistas, por tanto, decidimos no enfocar aquí en las narrativas de los padres.

6«Masita» es la forma en que se nombra en Córdoba a las galletas o galletitas dulces.

7Esta categoría nativa hacer alusión a la práctica de tomar el lugar de otro en determinadas situaciones, como una fila, y de manera sigilosa.

8La familia que nombramos Ramírez se compone de la pareja de madre y padre, tres hijas y cinco hijos de entre 3 y 16 años al momento del trabajo de campo, quienes habitan la zona más periférica del barrio y se encuentran en condiciones de pobreza. La mayor de las hermanas, Sol, tiene un hijo (Tadeo, de 5 años) y una hija (Laura, de 2 años). La madre y el padre, adultos/as responsables del grupo familiar, se hallaban desocupados, si bien él realizaba ocasionalmente actividades de subsistencia como cortar leña a cambio de una retribución económica y/o recolectar cartones y otros recursos fuera del barrio para su posterior comercialización, a veces acompañado por algunos de sus hijos. En términos de transferencia condicionada de ingresos la familia contaba con la Asignación Universal por Hijo, seguro social de Argentina que se destina a personas desocupadas, que trabajan empleados en negro o que ganan menos del salario mínimo, vital y móvil; esta protección está destinada a cada hijo/a menor de 18 años o con discapacidad. La vivienda que poseen fue otorgada por la intendencia municipal en la década de los 90. Por otro lado, solamente un miembro de la familia, el hijo mayor, aquí llamado Alexis, sabe leer y escribir con facilidad, si bien abandonó la escuela secundaria. Los niños en edad de asistir a la escuela primaria se encuentran escolarizados, pero enfrentan dificultades en el aprendizaje y en ocasiones no asisten a la institución educativa. Los integrantes de esta familia, especialmente, niñas y niños tienen una presencia activa en el CEPIA desde 2011.

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