SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.7 issue1The visitors opine: study about human remains exhibition in the Museo de La PlataAn analysis of the relationship between ‘moral’ and ‘politic’ in a justice demanding movement author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

  • Have no cited articlesCited by SciELO

Related links

  • Have no similar articlesSimilars in SciELO

Share


Revista del Museo de Antropología

Print version ISSN 1852-060XOn-line version ISSN 1852-4826

Rev. Mus. Antropol. vol.7 no.1 Córdoba  2014

 

ANTROPOLOGÍA SOCIAL

 

La cosa y la palabra. Relato y emocionalidad en un museo policial

The thing and the words. Story and emotion in a police museum

Mariana Sirimarco*

*Universidad de Buenos Aires. Investigadora Adjunta Conicet. Docente del Departamento de Ciencias Antropológicas, FFyL, UBA. maikenas@yahoo.com.ar

Recibido 03-04-2013

Aceptado 22-05-2014

Resumen
Es a todas luces claro que un museo brinda un relato: vuelve lo material en patrón cultural significativo. Idéntico ejercicio le cabe al Museo de la Policía Federal Argentina. Los artefactos que en él se despliegan ponen en escena discursos, vivencias y valorizaciones a partir de los cuales pensarse como institución.
Este trabajo pretende bucear en la construcción de algunos de estos relatos, entendiéndolos como narrativas que no sólo involucran un universo de sentidos políticos y sociales, sino un universo ético y moral. Un relato no se conforma por la descripción aséptica de un evento, sino por la conversión de un acontecimiento en un mensaje. Esto es, por una narrativización que porta carga emocional.
Desarmar estos relatos en su clave emotiva supone, en el contexto de un museo, prestar atención a su carácter de registros pluri-modales, donde la semantización de un evento interpela diversos modos comunicativos. ¿Qué elementos se seleccionan para comportar sentimientos significativos? ¿Cómo se vinculan, estos distintos registros, en la producción de la emotividad? Y sobre todo: ¿cómo se construye lo emotivo desde la materialidad de un artefacto? ¿Cómo logra conmover un objeto?

Palabras clave: Museo policial; Relato; Emocionalidad; Objetos; Palabras.

Abstract
It is clear that a museum offers stories: turns what it is material into a cultural significant pattern. The same exercise carries out the Museum of Argentine Federal Police. The artifacts there stage discourses, experiences and values that allow police agency to think about itself as institution.
This paper intends to analyze the construction of some of these stories, understanding them as narratives that imply not only political and social senses, but also ethic and moral ones. A story is not shaped by the aseptic description of an event, but by the transformation of it into a message. That is to say, by a narrative operation that carries emotional charge.
Dismantling the emotionality of these stories implies, in the context of a museum, understanding them as plural records, where the semantics of an event entails diverse communicative modes. Which elements are selected to carry significant feelings? How these different records combine in producing emotion? And most of all: how the materiality of the artifact builds emotionality? How objects can move us?

Keywords: Police museum; Story; Emotion; Objects; Words.

Introducción: la emoción narrada

Puede decirse que quien ingresa a un museo ingresa a una reconstrucción del pasado.1 Esta afirmación se vuelve especialmente cierta en el caso del Museo de la Policía Federal Argentina (PFA). En él, el pasado parece no confinarse tan sólo al interior de las vitrinas. Los objetos exhibidos -uniformes y medallas de siglos pasados, cuadros de antiguos congresos policiales, naipes de jugadores fulleros- son sin duda elementos tan añejos como originales. La pátina del pasado, sin embargo, los excede. Las tarjetas de identificación están escritas a máquina. Ciertas cartulinas amarillean. No faltan infografías y maquetas de estética perimida. Ni carteles con caligrafías añejas y cuidadas, que debieron ser modernas en otra época. En estos pisos de concurrencia nula, permanente luz artificial y gruesas cortinas hasta el piso (que esconden las ventanas y el afuera), el espacio se cierra sobre sí mismo. Fuera y dentro de los anaqueles, todo parece detenido en algún lugar del tiempo.

Las salas son muchas y variadas.2 Las hay dedicadas a uniformes y medallística, a comunicaciones y dactiloscopía, a juegos clandestinos, a toxicomanía, a robos y hurtos, a atentados, a esoterismo y brujería, a criminología y medicina legal, a bomberos y a armas. Los objetos replican la misma profusión y el mismo eclecticismo.3 Retratos de jefes renombrados. Una ordenada hilera de maniquíes con antiguos uniformes. Trofeos ganados por perros policías. Dos gallos embalsamados en actitud de riña. La maqueta de un brazo tatuado con una jeringa en vena. El trabuco del pistolero Severino di Giovanni.4 El roto vidrio blindado que cubría el féretro de Perón. Figuras de estopa desmembradas. La reproducción verista de una vulva con himen desflorado. La bomba impelente más antigua que se conserva. Una seguidilla de armas de fuego.

Si hay alguna lógica que guíe los objetos y su orden, ésta pareciera ser la de la acumulación y el despliegue. Razón de ello tal vez pueda encontrarse en los orígenes mismos del Museo. Creado durante la jefatura de Francisco Julián Beazley en 1899, fue el primero en Latinoamérica y el segundo a nivel internacional, luego del de Scotland Yard. Estuvo originalmente bajo la dependencia de la Comisaria de Investigaciones, pero bien pronto comenzó su lento deambular. Reza la historia policial compilada por Rodríguez y Zappietro (1999) que en 1903, por falta de espacio en el edificio donde se encontraba, sus colecciones fueron distribuidas entre distintas Secciones: Seguridad Personal, Defraudaciones y Estafas, Leyes Especiales, Robos y Hurtos. En 1932 volvieron a reunirse en un entrepiso del Departamento Central de Policía. Luego habitaron una casilla de madera en la azotea. Pasaron después a un local de la calle Charcas al 2800. Y finalmente, en 1966, se radicaron en su ubicación actual, contando con fondos de la Comisión Nacional de Homenaje al Sesquicentenario de la Independencia para lograr el diseño que se mantiene mayormente hasta hoy.

En estos largos primeros años el Museo no estuvo abierto al público, pues se hallaba destinado “a la instrucción práctica del personal policial, y sus colecciones formadas únicamente por efectos y armas provenientes de la comisión de hechos delictivos”.5 Su creación perseguía así dobles fines. Por un lado, la intención de “reunir, conservar y exhibir objetos relacionados con la prevención y represión de la delincuencia”. Por otro, la de “suplir la carencia de una escuela dirigida a capacitar, especialmente al personal de Investigaciones, respecto de las nuevas formas de delinquir que surgían de continuo”.6

En esta noción del Museo como ámbito de estudio y formación se comienza a cimentar la particularidad de su colección, signada por la intencionalidad de actualizar al personal en tiempos delictivos cambiantes. De hecho, el acervo inicial del Museo se constituyó con “una colección de llaves falsas y ganzúas, herramientas de efracción y algunos billetes falsificados, adquiridos a un funcionario jubilado que los venía coleccionando desde años atrás. A ello se sumó de inmediato numerosas armas provenientes de secuestros, que estaban depositadas en oficinas policiales”.7 A tal punto esta ligazón entre Museo y formación profesional era tan estrecha, que el mismo estaba a cargo del Comisario de Investigaciones, cuya función consistía en enviar a la Jefatura relación de armas, instrumentos y herramientas que se secuestraban para luego solicitar la cesión de esos materiales a los jueces, cuando se creía conveniente. La sección histórica, a juzgar por los datos hallados, recién fue conformada en 1932, mismo año en que el Museo pasa a tener carácter público.

Así, el Museo parece haber sido, en sus orígenes, un mero muestrario de cotidianeidades profesionales. Con el tiempo, tal orientación parece haberse mantenido, creciendo su inventario a través de la extraña combinación de colección y depósito: de objetos de valor histórico por atesorar y de elementos de cierta curiosidad que en algún lado debían ser apilados.

Si todo museo es una sumatoria de capas de objetos, fechas e intencionalidades, en el Museo policial esta estratificación es altamente visible: la reunión de elementos ha sedimentado en una aglomeración desordenada, en un riguroso palimpsesto. Uniformes de policías extranjeras conviven con la maqueta de un feto atravesado por agujas y con los adornos de espiritismo de López Rega.8 En la primera impresión de quien recorre sus salas y exhibidores se hace claramente patente aquella primigenia intención de volver relevante lo que era simple despojo, de transformar en acopio lo que hubiera podido ser simple almacenaje.

Existe, desde luego, cierta composición temática: lo exhibido atañe a las variadas facetas de la labor policial, desde técnicas y herramientas utilizadas hasta tipos de delitos combatidos. Pero por detrás de este ordenamiento resultante del profesionalismo policial, sobrevuela otro tipo de capacidad evocativa: la que lo acerca, en la memoria, al gabinete de curiosidades. A lo largo de sus colecciones se cuela, como en aquellas tempranas formas del museo, lo extravagante, lo bizarro y el germen incipiente de lo histórico. Antigüedades de valor reposaban, en aquellas lejanas cámaras de maravillas, junto a recuerdos de viajeros, objetos religiosos y prodigios de la naturaleza. Dos rasgos sobresalían en la construcción de esos espacios: la reunión y la rareza. El gabinete de curiosidades del siglo XVI era una forma de colección fuertemente asentada en la simple acumulación y exhibición de objetos caracterizados por la peculiaridad, la maravilla o el inesperado exotismo. Recorrer los pasillos y vitrinas del Museo de la PFA despierta, muchas veces, similares asociaciones.

Más allá de acumulaciones y rarezas, éste comercia, como todo museo, con el pasado y la memoria. Es decir, con el ejercicio siempre complejo de su conmemoración, de su conservación y de su hechura. Se ha dicho largamente que museo y pasado guardan una relación de sinécdoque, en tanto el primero conserva artefactos que existían previamente y que son parte concreta y real del segundo. Y que en tanto preservador de ese fragmento históricamente real de pasado, el museo se erige como lugar por excelencia de memoria (Nora 1989, Persino 2009). En su mobiliario se conserva lo que fue real y verdadero.

En esta conservación y reunión de objetos -se ha dicho también- descansa su ficción fundadora: uno al lado del otro y todos juntos, cada elemento cuenta de por sí una historia, pero asiste, a su vez, al significado colectivo de una historia mayor. El museo tiene así la capacidad de hacer que una reunión de elementos heterogéneos se vuelva una representación -al tiempo que una explicación- de una cierta porción del mundo (Sherman 1995).

Es a todas luces claro que un museo brinda un relato: vuelve lo material en patrón cultural significativo. Esto es, recorta una porción de la historia y la erige en memoria. Idéntico ejercicio le cabe al Museo de la PFA. Los artefactos que en él se despliegan, más o menos curiosos, más o menos hilados unos con otros, ponen en escena discursos, vivencias y valorizaciones a partir de los cuales pensarse como institución. A través de ellos -la lechuza embalsamada de una adivina, una ruleta cargada, el traje de etiqueta del jefe Villar- la PFA condensa sentidos que tiñen de significación y legitimidad el quehacer policial: su lucha contra la adivinación taimada, su lucha contra el juego clandestino, su lucha contra la subversión.9 A través de estas imágenes la policía se presenta de cara a la sociedad, a la vez que se presenta ante sí misma (Sirimarco 2012b).

Quien ha recorrido el Museo de la PFA sabe que no se trata de un museo ortodoxo. Aquí no parece haber labores de curaduría ni intentos sistemáticos de establecer una colección que cuente alguna historia que no sea, en el fondo, la propia. La impresión que queda, al mirar dentro de sus vitrinas, es que el Museo se mira a sí mismo. Como se dice en su página web, el Museo “proyecta la imagen viva de esta Policía al más variado público”.10 Tal vez por ello, deambular por sus pasillos es deambular por las vivencias del oficio. Recorrer sus salas y anaqueles resulta así un modo inmejorable de leer el relato siempre pautado del quehacer institucional.

A lo largo del tiempo, varios son los mojones de sentido con que la institución policial se ha sentido confortablemente representada. A muchos se alude desde los objetos presentes en el Museo: los retratos y placas que conmemoran a los caídos en cumplimiento del deber hablan de la heroicidad policial, las vestimentas y sus cambios históricos cuentan de la sacralidad del uniforme, los banquitos con secretos refieren la astucia taimada de los pillos, las fotos reales de cuerpos segmentados evidencian la monstruosidad de los asesinos.

Este trabajo pretende bucear en la construcción de algunos de estos relatos, pero entendiéndolos como narrativas que no sólo involucran un universo de sentidos políticos y sociales, sino, más aun, un universo ético y moral. Es claro que un relato provoca resonancias conceptuales, pero también emocionales; evoca y manipula no sólo ideas sino también sentimientos (Leavitt 1996). Es necesario dejar en claro que la narrativización pertenece al plano de la interpretación de los hechos y no de su descripción: es una forma no sólo de representar sino de constituir la realidad, donde lo importante no pasa por si la historia resulta más o menos ajustada a la “realidad”, sino la realidad que dicha historia conforma (Bruner 1991, Ochs y Capps 1996). Dicho esto, resulta claro señalar que un relato no se conforma, por lo tanto, por la descripción aséptica de un evento, sino por la conversión de un acontecimiento en un mensaje, por la cristalización de un hecho en un ejemplo. Esto es, por una narrativización que porta carga emocional  (Sirimarco 2010a).

De las muchas vitrinas que pueblan el Museo de la PFA hay dos que resultan especialmente interesantes para los objetivos de este trabajo. La primera atesora diversos aditamentos del uniforme policial que han servido para desviar balas y malograr intentos de muerte del personal. La segunda conserva los restos corpóreos -cuerpo embalsamado y esqueleto- de dos perros policiales. Se trata, en uno y otro caso, de objetos que cuentan historias rayanas con el milagro y la reliquia y, por ende, de objetos que habilitan relatos que condensan una alta dosis de sensibilidad para el sentir institucional.

Es necesario aclarar que el eje de este trabajo se asienta sobre narrativas emocionales y no, necesariamente, sobre su correlato con prácticas efectivas. Esto es, que hablar del sentir institucional no implica, de ningún modo, hacer referencia ni al carácter individual ni al contenido de esos sentimientos (si tal o cual persona se emociona o no observando tales cosas y leyendo tales historias). Implica, por el contrario, abordar lo que la agencia policial, en tanto instancia colectiva de representación de la realidad, construye y presenta como tópicos sensibles. Que lo sean lo prueba, sobradamente, y como se verá más adelante, su alta recurrencia en otros registros policiales.

Sostener tal afirmación implica entonces centrar el interés no en el resultado del ejercicio de emocionar, sino en el hecho mismo de tal intención. A los fines de este trabajo, la categoría de emoción es rescatada entonces por su capacidad -literal- de agitar y conmover.11 Esta intencionalidad es la que se despliega en los objetos que presentan las vitrinas detalladas; lo que en ellas se exhibe configura historias donde aflora un determinado tono emocional. Si la emoción es indisociable de una trama de significados y sentidos, ¿qué símbolos y asociaciones se ponen en juego para narrar esta emoción?

Desarmar estos relatos en su clave emotiva supone, en el contexto de un museo, un desafío particular. Pues si algo vuelve especial a estos relatos es, debido a este contexto, su carácter de registros pluri-modales, donde la semantización de un evento (el del cuerpo embalsamado del perro, por ejemplo), interpela diversos modos comunicativos, desde el escrito de las tarjetas explicativas que rodean al cuerpo hasta el visual del propio cuerpo en su materialidad. Las preguntas que surgen son muchas y variadas. ¿Qué elementos, en un contexto policial que se pretende histórico, se seleccionan para comportar sentimientos significativos? ¿Cómo se vinculan, estos distintos registros, en la producción de la emotividad? Y sobre todo: ¿cómo se construye lo emotivo desde la materialidad de un artefacto? ¿Cómo logra conmover un objeto?

La emoción y la palabra

La primera vitrina se encuentra a pocos pasos de la entrada, rodeada por escritorios y retratos de época y precediendo a los uniformes policiales que se usarán a lo largo de la historia institucional. Contiene tres objetos, dispuestos conjuntamente. Ninguno de los tres puede tacharse, cabalmente, de histórico. El primero es un cuadro enmarcado conteniendo una chapa y un escrito. La chapa deja ver una mella y un número identificatorio. El escrito aclara la historia:

Chapa de pecho correspondiente al Cabo 1ero. Rubén Marcelo ALMADA, de las delegación Rosario de la POLICIA FEDERAL ARGENTINA, que el 9 de julio de 1999 fuera objeto de una agresión ilegítima, en jurisdicción de la Comisaría 16ª (intersección de Cochabamba y Tacuarí).

Un malviviente disparó contra el Cabo 1ero ALMADA, impactando en la chapa de pecho, lo que produjo en la misma una visible hendidura y permitió que el proyectil no lo hiriera en su cuerpo, con imprevisibles consecuencias.
La chapa fue adjudicada al Suboficial ALMADA, quien la ha donado a este Museo Policial.

Un segundo cuadro enmarcado guarda una corbata. Se deja ver, atrapado sobre el nudo, un circulito gris: un pedazo de proyectil. Pegada sobre el vidrio del cuadro, una flechita amarilla de papel señala el preciso lugar del impacto.

Al lado, en otro cuadro enmarcado, una foto y otro cartelito dan cuenta de lo sucedido:

El 30 de noviembre de 1994, el Comisario Inspector (R) DANIEL VAZQUEZ, de la Policía Federal Argentina, fue baleado por dos desconocidos en el interior de un consultorio odontológico, teatro de un asalto a mano armada. Uno de los proyectiles impactó en la corbata que se exhibe y que formaba parte del atuendo del Comisario Inspector (R), quedando detenido en la trama del tejido, lo que impidió que perdiera la vida. El hecho tuvo lugar en Ibarrola 7171 (Comisaria 44ª). Intervino el Sr. Juez Primera Instancia en lo Criminal de Instrucción Dr. M. Irigoyen, Secretaría García.

La vitrina guarda todavía un objeto más: una gorra azul, con un orificio en el escudo que se encuentra al frente y un tajo bien visible en su parte superior. A su lado, un papel repone los acontecimientos:

GUILLERMO OSVALDO LENCINA
EL CABO DEL MILAGRO
EL DIA 4 DE JUNIO DE 2001, A LAS 12.45H, EL CABO GUILLERMO OSVALDO LENCINA, DE LA COMISARIA 31ª, INTERVINO EN EL ROBO A UN LOCAL DE JOYERIA SITUADO EN LAS INMEDIACIONES DE SOLDADO DE LA INDEPENDECIA AL 800, ALCANZANDO A SOPREPRENDER, EN SU HUIDA, A UNA PAREJA DE ASALTANTES, EN UNA MOTOCICLETA DE GRAN CILINDRADA.

LENCINA DIO LA VOZ DE ALTO A LOS DELINCUENTES Y EN RESPUESTA LE FUERON HECHOS DOS DISPAROS, UNO DE LOS CUALES IMPACTO EN SU GORRA, ROZANDOLE EL CUERO CABELLUDO, LO QUE LO DERRIBO, EVITANDO EL SEGUNDO TIRO.

DESDE EL SUELO, REPELIO LA AGRESION, SIN PODER EVITAR LA FUGA DE LOS OCUPANTES DE LA MOTOCICLETA.
EL ESCUDO DE SU GORRA DESVIO LA BALA HOMICIDA Y SALVO SU VIDA.

USTED ESTA CONTEMPLANDO LA GORRA DEL MILAGRO

Un visitante meticuloso tal vez se pregunte por la pertinencia de tales objetos en un museo policial que aboga, según reza su presentación oficial, por la exhibición de la trayectoria técnica e histórica institucional. Sin embargo, su presunta falta de coherencia es prueba misma de su relevancia: la chapa, la corbata y la gorra de esa vitrina no necesitan aludir ni a lo técnico ni al pasado para merecer un lugar en el Museo. Si están ahí, en medio de retratos y uniformes, es porque significan algo, es decir, dan signo de algo más. Son, para aquellos12 que decidieron su inclusión, importantes. Mi planteo es que lo son por el relato emotivo que construyen.

Hablar de la construcción de un relato emotivo (y no necesariamente de la emoción que nos causa un relato) implica entender que la emoción, más allá de ser íntimamente sentida, puede ser comunicada colectivamente. Muchos estudiosos en la temática han contribuido a resaltar que, al ser confinados a un espacio de valor privado, los sentimientos han tendido a ser vaciados de significación cultural. La emoción, por asociarse a lo íntimo, lo espontáneo y lo incontrolable, ha parecido escaparse así del gobierno de lo motivado culturalmente o lo socialmente articulado, desdibujado el hecho de que lo emotivo implica, también, un fenómeno social que da cuenta de situaciones, relaciones y posiciones morales (Hochschild 1979. Rosaldo 1983, Lutz 1986, Lutz y White 1986, Lyon 1995, Leavitt 1996).

Así, el construir el ámbito emocional como potestad de los individuos y las psicologías de los sujetos ha contribuido a cimentar el monopolio de las palabras y el pensamiento como símbolo de comunicación principal. Sostener la comprensión de lo emotivo en tanto vehículo expresivo implica entonces ratificar la capacidad de emociones y sentimientos para funcionar como canal de comunicación capaz de transmitir sentidos y significados (tanto afectivos como conceptuales). La apelación a la sensibilidad no es más que la apelación a la construcción de determinado modo de experimentar y significar sucesos y relaciones sociales.

Apelación que bien puede actuarse, en la vitrina que nos convoca, mediante la palabra. Sostener tal afirmación implica asumir que ésta -modos narrativos, jergas, estilos retóricos- no es un mero artefacto pasivo, sino que conforma, por el contrario, una red que es, a la vez que discursiva, o por ello mismo, performativa. El lenguaje hace a la creación y el mantenimiento de relaciones y situaciones sociales. Si las palabras -como advierte Foley (1992)- no pueden ocurrir más que en contexto, la adopción de un determinado lenguaje no es fortuita. El léxico, las categorías, los modos de habla, revelan así un universo ideológico: cada lenguaje se comporta, por lo tanto, como un código que revela la inscripción de la persona en un determinado universo ético y moral.

En la vitrina que rodean retratos y uniformes, lo que se dice es tan importante como lo que se muestra. En el tono y el lenguaje utilizados resuenan ecos del modo objetivado y neutral que caracteriza al habla judicial y policial: alguien es objeto de una agresión, un sitio es teatro de un asalto a mano armada. En este contexto de habla profesional, las categorías no se usan al azar: lo dicho organiza un texto social. Pero no necesariamente por las palabras que se dicen, sino por la red de sentidos que estas palabras habilitan: agresión ilegítima, malviviente, bala homicida. Tales categorías inauguran un contexto de significación que, a la par de expresarla, actualizan una determinada forma de experimentar la realidad: aquella que separa aguas en torno a la actuación policial y el accionar de la delincuencia, y que adjudica estimaciones valorativas a unos y otros. Frente al delincuente ilegítimo, homicida y de mal vivir, al policía le cabe, por contraste, la valencia positiva.

Estas escasas pero contundentes palabras esbozan, en pocos trazos, todo un relato. Configuran un campo semántico donde la actuación policial se contiene -en su valentía- por entero: en aras del cumplimiento escrupuloso del deber, el policía interviene en un robo, sorprende en la huida, da la voz de alto, es disparado, repele la agresión. A su accionar valeroso y arrojado se contrapone la criminal actuación del delincuente. La narrativa se actúa a través de estas justas categorías: a partir de ellas se suceden imágenes heroicas.

A partir de ellas, también, se instalan valores de fuerte raigambre emocional. Pues las palabras no sólo transportan contenidos conceptuales -explicaciones, razonamientos, ideas-, sino, indisolublemente ligadas a ellas, asociaciones afectivas (Leavitt 1996). La expresividad conmovedora del relato implica así una conjunción entre objeto presentado y objeto sugerido. Es decir, en este caso, entre la palabra que se dice y la reacción que se provoca. La emoción no es entonces más que el resultado de viajar de uno a otro término, dependiendo necesariamente su irrupción de la unión entre ambos. Sostiene Santayana que lo que conmueve es la permanencia conjunta, en la mente, de cosa y evocación (en Reid 1966). Esto es, de poder reponer, a partir de pocas y bien dichas palabras, todo una trama compositiva de alta sensibilidad: la del policía que, al intentar impedir un robo, arriesga su vida por los otros, es ilegítimamente atacado y, ya próximo a morir, es salvado -por un hecho inesperado- de la muerte. Las palabras emocionan por las evocaciones que construyen.

En la vitrina de los aditamentos del uniforme, el efecto emotivo de lo dicho gana en intensidad con diversos recursos. En principio, con un cierto sentido de verdad: lo escrito abunda en datos fácticos que crean ilusión de verismo. Las fechas, horas, los nombres de calles, comisarías y jueces están ahí para comunicarnos que lo contado realmente ocurrió, que esos datos son puntos concretos en el espacio, el tiempo y las tramas sociales, y que lo que se dice, en suma, es la realidad. Y en esa realidad pedestre de robos, persecuciones y tiroteos, el acto de salvar la vida a causa de una corbata o una gorra no sólo adquiere entidad concreta -en esa intersección, en esa hora del día, ese policía realmente le escapó así a la muerte- sino que se vuelve, al mismo tiempo y por simple contraste, algo inexplicable y prodigioso. Conmueve la existencia probada del milagro.

Conmueve también (o se pretende que lo haga)13 comunicación y mantener el contacto con el destinatario (Martinez Lara 2009). Es interesante señalar que las tarjetas del Museo no se caracterizan por dirigirse explícitamente al visitante. En la vitrina que guarda la gorra del cabo Lencinas sucede lo contrario. En ella la interpelación directa no sólo intenta captar la atención del visitante sobre ese hecho particular -amén de la gorra, la suerte corrida por el cabo-, sino que busca también crear un lazo. La apelación no sólo instruye acerca de lo que se ve; también acompaña esa mirada. Y la acompaña anclando la información en un sujeto: el cartel en vocativo no dice, sino que dialoga. Al hacerlo -al apelar directamente a alguien-, ese alguien es reconocido: la directiva funciona haciéndolo partícipe de una situación, estableciendo con ese alguien una suerte de contacto. Usted está contemplando la gorra del milagro. La frase hace de ese cartel y de esa vitrina un interlocutor válido, que lo empuja -nos empuja- a introducirnos de lleno en la contemplación de la gorra y en la admiración de su portento. La apelación emociona porque crea un efecto dramático.

Es a todas luces claro, llegados a este punto, que el conjunto presentado en esta vitrina crea un principio compositivo particular, a medio camino entre dos caros topoi de la narrativización policial: el heroísmo en la acción y el caído en cumplimiento del deber. Las personas aludidas en estos cuadros y estos objetos no han logrado impedir delitos, pero han mostrado arrojo. Han sido cruelmente atacados al cumplir con su labor, pero no han muerto. Se han sí destacado, pero su notoriedad radica en haberse salvado de la muerte del modo en que lo hicieron. El suyo no es tanto el atributo del heroísmo propiamente dicho, sino el de la mística y el del milagro.

Inclinarse sobre esa vitrina y contemplar esos elementos -chapa, gorra, corbata- retrotrae no ya al gabinete de curiosidades, sino a un predecesor aun más antiguo en el arte de atesorar objetos: la iglesia como relicario. No hay que olvidar que ellas fueron, en viejos tiempos, edificios construidos para alojar aquellos elementos venerados por su asociación con mártires y santos (desde objetos hasta restos mortales: desde el prepucio de Cristo hasta partes de la cruz). En dichas iglesias, el objeto se atesoraba por su religiosidad y por este mismo motivo se exaltaba: por estar imbuido de sacralidad, por ser portador potencial de lo milagroso.

Que los objetos exhibidos en esta vitrina del Museo de la PFA correspondan, casi todos ellos, a partes del uniforme policial nos desnuda un hecho que no debe pasar desapercibido: la construcción del uniforme policial como investidura.14 Desde antiguo, normativas, reglamentos y narrativas se han esforzado por decodificar el uniforme en términos de honor, moralidad y respeto. Su uso y su cuidado deben rayar la perfección; la desidia en su presentación o en su mantenimiento es pasible de ser inmediatamente trastocada en sanción disciplinaria. Un uniforme pulcro sobre un cuerpo sano, limpio y decente es signo inequívoco de respetabilidad y corrección moral. El uniforme es, a la institución policial, la parte que representa al todo: a él se le debe, como a ella, un respeto casi sacro (Sirimarco 2012b). 

Es tal vez este sentido el que se refuerza en la contemplación de tal vitrina. Exhibidos como prueba irrefutable del portento -allí en el nudo de la corbata descansa, visible, el proyectil-, los objetos se vuelven una suerte de restos de gloria. La sacralidad del uniforme troca de discursiva en asombrosamente real y sus aditamentos se exponen por haber desviado balas. Esto es, por haber sido capaces, como la gorra o las reliquias, de haber obrado milagros.
Pero para que el relato de lo milagroso se sostenga, huelga decirlo, son necesarias, amén de las palabras y las retóricas, las gorras, las corbatas y las chapas de pecho. Antes o después de sabida la historia (de leída la palabra), el objeto está allí, con la contundencia de su materialidad, para comunicar sentidos y dar testimonio de verdad. Usted está contemplando la gorra del milagro. Uno podría preguntarse cuánto perdería o ganaría el racconto de la historia sin gorra que contemplar. Plantear esta pregunta nos lleva a la segunda vitrina.

El objeto y la emoción

Esta vitrina ocupa toda una pared. Dentro, un estante de vidrio configura dos espacios bien diferenciados. En el superior reposa, de perfil y mirando a la derecha, lo que en vida fuera el perro Mono, ahora embalsamado: el pelaje oscuro, las orejas erguidas, la lengua asomando entre los dientes, en actitud de espera atenta. A sus pies descansan muchas copas-trofeo y un cartelito informa su raza, sus años de vida y su curriculum (en el que se detallan exposiciones, concursos y búsquedas de evadidos). Una placa de metal informa que el perro fue embalsamado por gentileza del Museo Argentino de Ciencias Naturales de La Plata.

El espacio inferior le pertenece a otro perro, Chonino. Allí está, en el medio de la vitrina, su esqueleto real, sujeto con cadenitas para mantenerlo erguido, de perfil y mirando a la derecha como Mono.15 A los pies del esqueleto descansan distintos aditamentos: una foto de Chonino en primer plano y una placa que reza:

ESQUELETO DEL CAN
“CHONINO”
MATRÍCULA N°136
MUERTO EN DEFENSA DE SU GUIA EL 2 DE JUNIO DE 1983
EN AV. LASTRA Y AV. GRAL. PAZ
OBSERVESE RESALTADO EN ESCÁPULA IZQUIERDA DE ORIFICIO DE BALA CALIBRE 9MM QUE LE CAUSO SU MUERTE

Lo dicho hace volver la mirada sobre el esqueleto: parte de la escápula izquierda está pintada de rojo alrededor del agujero que dejó la bala.
La historia de Mono y de Chonino se puede leer en los exhibidores metálicos en la pared. La del primero informa brevemente sobre sus padres, sobre su muerte por uremia y, un poco más extensamente, sobre sus triunfos. La de Chonino, sin embargo, adquiere otro cariz:

El heroico can, matrícula nro.716, ingresó a la División Perros de la Superintendencia de Seguridad Metropolitana el 7 de Septiembre de 1977, adquirido por una comisión especial integrada al efecto (…).

Fue orientado desde su iniciación en la doble función de “perro de compañía y de seguridad” evidenciando en todo momento los latos16 valores de la raza, clásica por inmolar su vida en defensa de su hombre guía.

El animal reunía las características de absoluta mansedumbre y obediencia, transformándose en “perro presa” a la orden de su instructor.

El día 2 de Junio de 1983, siendo aproximadamente las 20.00hs, en circunstancias que la pareja compuesta por los Agentes Luis Sibert y Eduardo Ianni de aquella División, conjuntamente con el nombrado semoviente, recorrían la jurisdicción de la Comisaría 45ª, y al tratar de identificar a 2 personas de sexo masculino, con las pretensiones del caso, que en el interior de un automóvil estacionado estaban en actitud sospechosa, fueron agredidos con armas automáticas de grueso calibre en forma sorpresiva.

Como saldo de lo expuesto en primera instancia el personal policial aludido resultó seriamente herido, no obstante lograron repeler la agresión, para la cual contaron con la invalorable colaboración del ataque de CHONINO, quien con su acción neutralizó a uno de los agresores provocándole heridas de consideración.

Tal situación motivó a los malhechores antes de producirse la fuga, que dieron muerte al can en momento en que se hallaba dando dentelladas a uno de ellos.

Además de coayudar en el logro de poner en fuga a los agresores de la autoridad y arrancar son sus dientes un bolsillo con documentación, permitió con ello la identificación de los atacantes.

El agente Ianni transcurridos unos meses del hecho y a pesar del tratamiento médico con que fue tratado falleció como consecuencia de las heridas recibidas.

El perro CHONINO es el primer can de la Policía Federal que en 51 años de existencia de la División Perros, es muerto “en acto destacado del servicio” y su deceso se produce en el momento que agrede al delincuente en defensa de la Ley. Por su brillante actuación se hizo acreedor a honores “post-mortem” durante la semana de la Institución, habiendo trascendido la condición canina para alcanzar la cumbre de los héroes.

El lector sabrá ver, en las marcas narrativas de la historia de Chonino, los elementos que tensan lo emotivo. Lo reflexionado en el apartado anterior aplica también para esta historia.17 En ella encontramos, remozado, el tópico del heroísmo policial. Que el protagonista de la misma sea esta vez un perro no opaca en lo absoluto los condimentos del relato. Antes bien, tal vez los incrementa.

En ella, un heroico can que, fiel a los altos valores de su raza, presta su invalorable colaboración en medio del ataque de los delincuentes, es muerto en servicio, inmolando su vida en defensa de su hombre. Lo que se activa aquí implica la figura del héroe, pero la trasciende: lo que se juega es en realidad la figura del mártir. Es decir, del caído en cumplimiento del deber. Un topos que, a juzgar por su abundante tratamiento en placas conmemorativas, eventos y revistas de la institución, es, como ya adelantaba, un punto neurálgico de la sensibilidad policial. Si en todo héroe la entrega es mucha, en el héroe muerto la entrega es total: el sacrificio llega a su pico más alto, pues el caído cae en guerra contra el crimen (Galeano 2011, Sirimarco 2012a). Lo ejemplar del relato se concentra en su final: Chonino entrega la vida en defensa de la Ley. A tal punto que la historia de su vida es en realidad la historia de su muerte.

Decía que el hecho de ser el héroe un perro tal vez potencie lo sensible del relato. Quien da la vida por sus compañeros -se nos sugiere- lo hace sin especulaciones ni devaneos: lo hace porque es lo único que puede hacer. En un libro que recoge anécdotas policiales,18 Donato pulsa la misma cuerda emotiva: “Chonino logró, ya desfalleciente, arrastrarse al lugar donde estaban tendidos sus dos compañeros de ronda: lamió sus heridas y les dio protección (…) Chonino murió mientras custodiaba sus cuerpos heridos” (1999:18). Gran parte de lo conmovedor del relato se aprovecha de Chonino: detrás de la figura del perro se juega la noción de lo biológico y lo instintivo -los altos valores de la raza, clásica por inmolar su vida- y, por ende, de lo natural como locus de lo verdadero y de lo no falseable. Es decir, de la conducta desinteresada, del puro amor, de la pura lealtad.19

En honor a esta conducta se elevaron homenajes: el día de la muerte de Chonino se conmemora en el país el día del perro, su nombre lo lleva una calle que discurre en los fondos de un cuartel, su esqueleto se atesora en el Museo.

Lo que nos devuelve al tema de la materialidad. Pues no hay que olvidar que un museo es, después de todo, un espacio dedicado a la producción de visibilidades. Y en la visibilidad de situaciones y relatos, los objetos ocupan lugar preponderante.

¿Qué nos dice el esqueleto de Chonino? Nos dice, en primer lugar, que su exhibición resulta significante. Que la distancia que media entre la bodega y el museo -entre almacenar cosas viejas y desplegar antigüedades- se salva por la presencia de una historia que merece ser contada. Y que es esa historia creída relevante la que convierte al objeto guardado en un artefacto de exposición. Ese esqueleto en esa vitrina nos dice que alguien, en definitiva, entendió que esos huesos -como todas las cosas restantes- no sólo eran dignos de curiosidad, sino también de admiración. En esa intencionalidad adjudicada a la cosa -la de canalizar una narración- se anuda, creo yo, su construcción como artefacto emotivo: como artefacto indisociable de un relato y, por ende, de un sentido pasible de generar interpelación.

Interpelación que se logra a través de modos variados. Por la composición de la vitrina, por ejemplo, capaz de configurar, en un simple golpe de vista, una visión totalizadora. Trofeos, cuerpos, fotos y esqueletos pueden no compartir una misma línea argumentativa -Mono fue un perro campeón, Chonino fue un perro-héroe-, pero su inclusión dentro de un mismo espacio los convierte en fragmentos de un mismo relato. Ya se ha dicho que un museo es, por definición, un dispositivo paradójico, orientado a descontextualizar y re-contextualizar los objetos (Escobar 2010). Este efecto dramático se beneficia así de la información parca (y en cartel pequeño), de modo tal que la mirada extrae rápidamente, de los objetos exhibidos, una fuerza compositiva poderosa.

Las fotos nos devuelven la apariencia de los perros. Los trofeos nos acercan sus triunfos. Los restos corporales nos imponen la presencia de su muerte. Todo oficia en conjunto, como si la sola yuxtaposición de objetos -argumentaría Sherman (1995)- pudiera comunicar su propia significación visualmente. Así, los restos de Mono y Chonino se solapan: en el exacto centro de la vitrina, ambos mirando hacia el mismo lado, cuerpo embalsamado y esqueleto, uno arriba y otro abajo, conforman una sola figura -piel y hueso, lo de afuera y lo de adentro-, como si formaran un solo y único perro en vida. Los objetos así presentados -diversos pero superpuestos- ponen en escena lineamientos que se funden en un mismo relato y en un protagonista único: la historia del triunfo, la heroicidad y la muerte (ofrendada) del perro policial. 

Llegados a este punto, una pregunta surge con potencia: ¿por qué no alcanza, en el relato del accionar de estos perros, con exponer sus fotos y trofeos? ¿Por qué los restos corporales revisten tal centralidad? Desandar esta pregunta implica despejar, de inmediato, cualquier alusión a lo morboso como argumento explicativo. Creer que la exhibición de un esqueleto o un pelaje remiten a alguna volición enfermiza, truculenta o cuanto menos desagradable es echar mano a una categoría que “analiza bastante menos de lo que (negativamente) juzga”20 y que clausura así cualquier posibilidad de ahondar el entendimiento de lo que efectivamente sucede. Lo que la exhibición de estos objetos muestra es, en todo caso, lo que pretendo argumentar en los párrafos siguientes: una particular relación con la muerte21 y la reliquia -en tanto testimonio material de lo que ha muerto (o, como en el caso de los aditamentos del uniforme, con lo que estuvo a punto de estarlo).

Desandar la pregunta anterior implica también comprender que la exhibición de objetos esconde mucho más que un interés pedagógico -el museo como institución naturalmente destinada, a partir de vitrinas, montajes o maniquíes, a la enseñanza a través del acto de ver (Dias 1997 y Rudwick 1976, en: Lopes y Podgorny 2008)-, donde el objeto sólo es el soporte material que ilustra un argumento. Pues la cosa no es, solamente, un sustrato material sobre el cual viene a anudarse un significado abstracto, que de algún modo la precede y la subsiste, y que resulta, en tanto la ronda sin permearla, distinto de la cosa misma. Antes bien, la cosa es, en sí misma, significado (Henare et al. 2007). Lo que equivale a decir que, en el relato de estos perros, su cuerpo embalsamado y su esqueleto adquieren peso específico. Es decir, no significan sólo por lo que evocan, sino por lo que son.

Son, en primer lugar, insumos idóneos para ejecutar, en un solo y tautológico movimiento, la puesta en escena y la legitimación de la información. Para que haya esqueleto tiene que haber muerte: la presentación de estos objetos nos informa, inmediatamente, del final de estos perros. Estos objetos también nos la certifican. Al menos en el caso de Chonino, donde el orificio de bala actúa como prueba de verdad, transformando el esqueleto del perro en una cosa “real”.
En tanto espacio de realidad, el esqueleto de Chonino se pretende objetivo: su materialidad se presenta como evidente e incapaz, por lo tanto, de los dobleces y vericuetos de la palabra y las interpretaciones. Su materialidad construye un relato imparcial y, por ello, verdadero en un sentido absoluto. La cosa no miente: allí está el cuerpo embalsamado de Mono, allí están los huesos de Chonino. El objeto se transforma así en un artefacto esencialmente elocuente, pasible de estar en sí mismo saturado de significado y de memoria (Sherman, 1995).

El sentido de verdad gana en contundencia con el carácter original de los elementos: sobre la escápula izquierda es posible ver el agujero de bala que causó la muerte del perro. Lo exhibido se construye en tanto objeto único y, por ende, en tanto objeto testifical. Huesos y cuerpo embalsamado se vuelven entonces grafías que no sólo cuentan una historia institucionalmente significativa, sino una historia probadamente verdadera. Los objetos que reposan en la vitrina lo hacen por tener carácter de documento histórico: atestiguan, con la contundencia de su evidencia, que esos son los restos reales de los perros. Y legitiman así la veracidad del relato: la realidad del orificio de bala se traspasa a la realidad de la historia.

Esta conjunción entre muerte y realidad transforma al objeto en una suerte de reliquia. Al igual que la corbata o la gorra del milagro, el esqueleto del perro se despliega ante la vista como un vestigio material que no sólo ilustra, sino que demuestra, un hecho sensible de la historia institucional. Exhibirlo es mucho más que buscar realzar el relato que lo acompaña: es ponerlo a disposición de homenajes y ritualidades -la vitrina qua mausoleo- que lo confirman en tanto objeto sacro (Castilla 2010, Malosetti Costa 2010). Si los museos, según nos recuerda García Canclini (2010), nacieron para depositar trofeos, no es de extrañar que en esa vitrina, detrás de ese vidrio, estén los huesos de Chonino.

Y lo están de un modo particular: articulados unos con otros y sostenidos con cadenitas para exhibirlos en su apariencia completa y erguida. Lo mismo puede decirse de la presentación del cuerpo embalsamado de Mono. Y es que hablar de fuerza compositiva en relación a una sumatoria de objetos, como lo hice anteriormente, no implica soslayar el hecho de que también el objeto puntual -cuerpo, esqueleto- resulta intervenido. Como ambos nos demuestran, no se trata tan sólo de la exhibición de restos corporales aislados, sino de algo que va más allá y presenta una intencionalidad ulterior. En el esfuerzo técnico concreto por embalsamar un cuerpo y montar un esqueleto se evidencia que importa menos la exposición de una escápula como sinécdoque de la muerte que la exhibición de un cuerpo real como metáfora de la vida.22

Esta disposición del perro como en vida es altamente significativa y deja traslucir mucho más que una simple estética cientificista y naturalista, propia tal vez de los museos. Lo que nos devuelve al concepto de reliquia y al culto del muerto y sus despojos. La vitrina de los perros policiales opera en este sentido, transformando la muerte en un hecho institucional significativo y haciéndola objeto de exhibición pública. El embalsamamiento o el montaje de los huesos permite perpetuar fisonómica o visualmente el cuerpo del héroe a futuro: la integridad de su piel o sus huesos se troca en la presencia siempre viva de sus acciones y de su catadura moral (Podgorny 2010).

El esqueleto de Chonino se vuelve así la actuación de un relato: un objeto capaz de generar interpelación, al participar eventos y valores a través de su tono emocional. Afirmar esto implica sostener que la comunicación de información no siempre se asienta en el lenguaje; lo emotivo puede configurarse, muchas veces, en otro modelo sensorial en que el saber se ancla y comunica (Sirimarco 2010a).

Así, la emocionalidad se vuelve una aseveración sobre las relaciones que vinculan sujetos y eventos. Pues la emoción se finca “sobre” las relaciones sociales: los sistemas de significado emocional reflejan esas relaciones y, a través de la constitución emocional del comportamiento social, las estructuran (Lutz 1982, Lutz y White 1986). Lo emotivo en el relato de Chonino radica en las actitudes que demuestra y en las acciones que lleva a cabo. De la múltiple vinculación que teje con compañeros, delincuentes y sucesos se desprende el sentir y la emocionalidad que transmite el relato. La emoción sólo puede entonces manifestarse empotrada sobre lazos de sociabilidad, ya que es el conocimiento de estos lazos y de estas relaciones -la mansedumbre y fidelidad del perro, la defensa de sus compañeros, el tenderse a su lado a lamer sus heridas y custodiar sus cuerpos- los que brindan la posibilidad misma de emocionarse. Y, por ello, de informar, a partir de esta emoción narrada (y/o recibida), acerca de la experimentación de tramas y eventos sociales (Sirimarco 2010a).

Señalaba que los elementos en esta vitrina hacen de la muerte un objeto de exhibición pública. Hacen de ella también, al mismo tiempo, una instancia enfática de lo vivo, en tanto el proceso de honrar la muerte se logra preservando en ella una imagen de vida. La paradoja es remarcable: en el caso de las reliquias corporales, lo inanimado representa lo animado, lo muerto representa lo vivo y a la vez que representan, estos huesos, lo efímero, representan también una presencia continuada (Goody 1997). Así, el esqueleto de Chonino y el cuerpo embalsamado de Mono, dispuestos como lo están, crean efecto de presencia: si en otras salas está el uniforme que vistió tal jefe, o las medallas que recibió cual comisario, en ésta descansan los huesos y el pelaje que fueron (que aun son) estos perros policiales.

Algo resulta entonces evidente: que en el esqueleto o el cuerpo embalsamado no hay cadáver. Ellos no atestiguan lo que ya no es, sino lo que ha sido: devienen artilugios donde el pasado sigue abierto (Barthes 1989). Esto es justamente lo que sugieren las palabras con que se presenta, en una publicación del Museo de la PFA, el cuerpo embalsamado de Mono:

En el centro de un salón, el perro “Mono”, magnífico ejemplar de la raza “Groenendael”, descansa de sus glorias embalsamado y perpetúa la acción diaria de sus congéneres de la Sección Perros, que en los barrios suburbanos colaboran en la vigilancia nocturna de la ciudad”.23

A la pregunta que planteaba anteriormente -por qué el relato mítico de Chonino requiere de la exhibición de sus restos corpóreos- se le acerca ahora un comienzo de respuesta. Señala Barthes, refiriéndose a las fotos de cadáveres, que ellas logran presentar “la imagen viviente” de algo que murió (en Guerra 2010:110). En esta línea de entendimiento, y en concordancia con las líneas anteriores sobre Mono, resulta claro comprender cuánto más viva puede resultar, por ende, la exposición de la propia cosa muerta.

Palabras finales: el relato como búsqueda de lo emotivo

Un museo resulta así un lugar donde el pasado vive en un hoy permanente: donde el objeto, al decir de Donato, se vuelve “un espectáculo siempre presente” (en Sherman 1995:49). Y es que el ejercicio museístico -el hecho de colocar un elemento en una vitrina- transforma ese elemento en un objeto que no sólo (se supone) habla contundentemente por sí mismo, sino que habla desde un perpetuo ahora. Lo que va de Chonino a su esqueleto colgando con cadenitas -o del uniforme usado por Villar al uniforme que cuelga tras un vidrio- es, por supuesto, la instauración de una distancia que obtura la contextualización. Esto es, que encubre la trama de relaciones que hicieron, de ese objeto exhibido, un elemento vivido (vivo).

Un objeto, por el contrario, no es una cosa dada de antemano, algo que porta verdad de por sí, sino un espacio de relaciones sociales y sujeto, por lo tanto, a multiplicidad de ordenamientos e intervenciones. Un objeto, parafraseando a Gomes da Cunha (2010), resulta así un artefacto que fue hecho o rehecho innumerables veces; esto es, que fue manipulado, cambiado, re-ubicado. Un objeto, máxime cuando se trata de uno museístico, porta un tipo particular de historicidad, una cierta biografía, un modo específico de relacionarse con la gente y con otros objetos (Alberti 2005).24 Preguntarse por este proceso -por los momentos clave de su trayectoria, por sus status sucesivos- permite comprender lo que hay en él de diferente respecto de otros objetos similares y calibrar, así, la significancia de su “vida” y por ende de su relato.

Quise realizar este ejercicio en relación al esqueleto de Chonino. ¿Cómo llegó al Museo de la PFA? ¿Quién decidió conservar sus huesos? ¿Por qué? Comencé las indagaciones en el propio Museo, pero los datos eran dispersos y lejanos. Nadie sabía quién se había ocupado de montar el esqueleto. Tampoco sabían por qué Chonino estaba en esa vitrina. En todo caso, el interrogante se clausuraba con una respuesta tan rápida como evidente: “es que Chonino era una reliquia”.

Las preguntas me llevaron a la División Perros. Una charla informal con personal de esa dependencia me dio otros datos y otras pistas. Me contaron la historia de Chonino. Me hablaron de esa noche del 2 de Junio de 1983, una y mil veces narrada, y de lo que en ella sucedió: los dos delincuentes, los tiros, el policía herido, las dentelladas de Chonino al bolsillo con el documento. Y luego añadieron el desenlace: la muerte de Chonino a los pocos minutos de herido, sobre la Avenida General Paz. Recordé, de alguno de los relatos, otro final, con el perro arrastrándose hacia sus compañeros y lamiendo sus heridas en señal de protección. Les pregunté por esa discrepancia. La respuesta fue enfática y desprovista de afeites: “no, a Chonino le dieron un tiro y quedó muerto ahí, en medio de la General Paz. Lo otro es mentira, es para la leyenda”. La “realidad”, según parece, a veces resulta poco adornada.

Seguimos hablando de Chonino. Nadie conocía detalles del proceso de montaje de su esqueleto. Sabían que había sido bastante posterior a su muerte: el perro había sido enterrado y, posteriormente, desenterrado para ser exhibido. Les hablé de su esqueleto en el Museo de la PFA. “Pero esos no son todos los huesos de Chonino -me dijeron-. Cuando lo desenterraron no sabés cómo estaba, no se encontraron todos los huesos. Juntaron huesos de otros perros para armar el esqueleto”. La declaración no debiera sorprendernos. Un objeto, en tanto cosa construida por multiplicidad de intervenciones, no puede, por definición, ajustarse a ningún parámetro esencialista de “verdad”. ¿Es el esqueleto que cuelga en la vitrina del Museo realmente el de Chonino? La pregunta sólo resulta significativa  para demostrar que lo importante, en este caso, no reposa en la existencia de lo auténtico, sino en su enunciación. Importa que esos huesos se presenten como los huesos verdaderos de Chonino, no que realmente lo sean.25

Otra versión de los hechos me dio, sin embargo, el que fuera su entrenador. “A Chonino lo desenterré yo -me dijo-, me mandaron a desenterrarlo. Estaba enterrado en el otro destacamento que hay en Zaldía, en el cementerio. Chonino estaba ahí, en una bolsa de Manliba26”.Le pregunté por la autenticidad del esqueleto que está en el Museo. “Sí, claro que todos los huesos son los de Chonino. Estaba todo ahí, bien conservado, estaba hasta la cola. La bolsa estaba bien cerrada”. La discordancia tampoco debiera sorprendernos. Un relato se teje con innumerables puntadas, y los nudos divergentes no anuncian la invalidez de la trama, sino su riqueza. Pues si algo caracteriza a un relato, huelga recordarlo, es el hecho de construir una versión de la realidad cuya aceptación está gobernada por la convención y la “necesidad narrativa”, antes que por la verificación empírica y la necesidad lógica. Importa que los hechos que cuenta el relato sean verosímiles y funcionales a un sentido, no tanto que sean verdaderos.

Los huesos de Chonino fueron acondicionados por el propio personal de la División, según parece. Tal vez por los veterinarios. El esqueleto montado estuvo al principio en una vitrina en el lugar, pero enseguida lo enviaron al Museo. Volví a preguntar por el motivo de que Chonino fuera desenterrado y preparado para su exposición. La respuesta volvió a ser enfática: “por el hecho emotivo que fue Chonino”.

Lo contenido en esta frase nos permite volver sobre la pista del relato. Pues es claro que no cualquier perro policial se desentierra, se exhibe y se vuelve objeto de culto. La cosa exhibida, en tanto se convierte en la presencia palpable de una significación ulterior -la lealtad, la valentía, el sacrificio-, invisibiliza los pasos, muchos y variados, que la llevaron a ser lo que es. Y en tanto las historias se pulen, algunos sucesos se desmerecen y otros se enfatizan, la cosa exhibida se presenta sin fisuras y cuaja en símbolo. En la cristalización de un hecho en un relato, lo que se obtura es el proceso de su construcción.

Desandarlo implica dar vuelta el paño y ver el laberinto de hilos que, por detrás y ocultos a la vista, fueron conformando la trama. Repasar ese entramado -cómo se (re)escribe la muerte de Chonino, cómo se decide desenterrarlo, cómo se narra la autenticidad de su esqueleto- permite iluminar el proceso de construcción de un relato, poniendo claramente de manifiesto que dicho proceso, en virtud de lo que se añade o de lo que se soslaya, implica la búsqueda intencional de lo emotivo como efecto.

Si la recuperación de la historia de Chonino algo nos enseña, es que el relato, para devenir institucional, no puede ser aséptico. Esto es, no puede construirse sin apelar a valores y significados que creen un sentido de lugar compartido. Y en tanto lo cognitivo no existe aislado de la vida afectiva, el proceso de narrativización resulta indisociable de la apelación a lo emotivo como herramienta de vinculación con un colectivo mayor. Afirmar esto implica por supuesto reconocer que las emociones operan a través de la exposición común a historias compartidas, volviéndose una modalidad para el fortalecimiento de conexiones sociales y sentidos de pertenencia (Myers 1979, Leavitt 1996).

La irrupción de la emoción tensa los hilos de la trama. Es la carga emocional la que tiñe de color los eventos, la que puntúa la línea narrativa y amplifica la intensidad del mensaje, haciendo posible que lo narrado llegue a nosotros, nos toque, y transforme -a la manera del cartel apelativo que nos señalaba la gorra del milagro- una historia ajena en una historia que nos involucre. El relato institucional lo es por intentar despertar esa cualidad sensible que permita aprehender como propio un determinado modo de experiencia.

Lo que irrumpe en el proceso de narrativización es, finalmente, la carga emotiva: la intención de transformar un suceso anodino en una ejemplificación moral. No hay relato sin emocionalidad. Es decir, sin la intención de que el racconto de ciertos acontecimientos, por descansar sobre significados sociales compartidos, despierte asociaciones afectivas que definan y orienten al sujeto en su mundo social.

Sobre esto ha versado este trabajo. Sobre la posibilidad de recorrer los pasillos de un museo policial y de asomarse a algunas de sus vitrinas para mostrar las relaciones y sentidos que transforman objetos y palabras en relatos institucionales, resaltando, al mismo tiempo, que en los sentidos y valores con que se traman estos relatos y estas relaciones no puede dejar de asentarse, firme, la apelación a la emocionalidad.

Buenos Aires, Febrero de 2013

Notas

1. Por supuesto, esto deja fuera de tal afirmación a un número no mayoritario pero sí importante de museos -de arte contemporáneo, de artesanías, de piedras preciosas, etc.- que no dan cuenta del pasado.

2. Las enumeraciones y descripciones que siguen tienen la finalidad de orientar al lector en los elementos presentes en el Museo, dada la imposibilidad de sacar fotografías al interior del recinto.

3. Para una reflexión acerca de las diversas narrativas que se ponen en juego en el Museo de la PFA y su vinculación con el oficio policial en tanto interlocutor privilegiado del mundo delictivo, ver Caimari 2012. Un relato del inventario del Museo puede hallarse en: “Crónica de una visita al Museo de la Policía Federal”, El interpretador, 2009, n.35.

4. Se trata de un anarquista italiano emigrado a la Argentina a principios del siglo XX. La categoría de pistolero corresponde a la historia policial.

5. Visite el Museo de la Policía Federal Argentina, Talleres Gráficos de la Policía Federal Argentina, Buenos Aires, s/d, p.1 (circa 1965).

6. Museo de la Policía Federal Argentina, 75 Aniversario, Policía Federal Argentina, Buenos Aires, 1974, p.5.

7. Museo de la Policía Federal Argentina, op. cit., p.6.

8. José López Rega fue un policía, político y ministro argentino, responsable de la organización de la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A). Fue apodado “el Brujo”, dada su afinidad al esoterismo (publicó en 1962 un libro titulado Astrología esotérica).

9. El Comisario General Alberto Villar fue jefe de la PFA durante 1974, cuando comenzaba a configurarse en el país el terrorismo de estado que alcanzaría su auge en la última dictadura militar (1976-1983). Fue responsable de la organización formal de la Triple A y murió asesinado ese mismo año a causa de un atentado de la Agrupación Montoneros. Para un desarrollo de la construcción mítica de su vida profesional y las imbricaciones entre relato, historia y memoria, ver Sirimarco 2012a.

10. En: http://www.cpf.org.ar/new/museo.php

11. El término emoción deriva del verbo latino emovere, que significa “mover desde”, hacer mover, sacar de su estado habitual y, por consiguiente, agitar, sacudir, conmover.

12. La utilización de este plural busca remarcar la intención de no habilitar una comprensión del Museo en términos de una entidad abstracta supra-abarcativa, capaz de funcionar aisladamente en relación a los sujetos que lo conforman. Se trata, por el contrario, de remarcar su carácter polifónico y contingente: producto no de una serie de intervenciones de carácter técnico y planificado, sino resultado de un proceso singular de constitución (Gomes da Cunha 2004). Ser capaz de personalizar y despejar este vaivén de formación -cómo llegó hasta ahí un objeto, quién lo donó, qué material fue descartado, por qué razones- permite así entrever, aunque sea someramente, el carácter en formación de estos espacios y vincular su mantenimiento con decisiones institucionales, intereses colectivos y sensibilidades individuales (Sirimarco 2010b).

13. Que escriba como si lo lograra es, claramente, un recurso estilístico. Utilizarlo es hablar desde la perspectiva de la intención y de ningún modo declarar que efectivamente así sucede.

14. No es objetivo de este trabajo detenerme largamente en la argumentación que sostiene tal afirmación. Para un desarrollo exhaustivo de este punto, ver especialmente Sirimarco 2009a y 2012b.

15. La disposición y exhibición misma del esqueleto de este perro visibiliza, a raíz de la evocación de los esqueletos de dinosaurios de los Museos de Ciencias Naturales, la impronta naturalista que guía el origen del museo moderno como institución. Para profundizar en esta relación en el contexto de construcción del estado nacional, ver Lopes y Podgorny 2000, Podgorny y Lopes 2008.

16. Seguramente, error de tipeo: altos.

17. Así como en el apartado anterior se privilegió la reflexión en torno al tono emotivo que portan las palabras, este apartado se centrará en el registro material como índice de lo sensible. Desde ya, lo argumentado en relación a las narrativas del milagro vale también para el relato escrito que se construye de Chonino, como así también lo analizado en relación a su esqueleto puede aplicarse a los aditamentos del uniforme vistos en el apartado anterior.

18. Traer a colación este otro insumo habilita, en principio, dos interesantes reflexiones. Permite corroborar, en primer lugar, la relevancia de la historia de Chonino como tópico institucional de gran sensibilidad, al documentar su aparición en otras formas cristalizadas del relato policial. Y permite también asomarse, a partir de la contrastación de ambas historias, a sus continuidades y rupturas, y comenzar así a interrogar el cómo y el por qué de los elementos que se incluyen o se descartan para construir una determinada narrativa. Donato cuenta la historia con algunas ligeras discrepancias: Chonino no ingresó a la División Perros por una adquisición, sino por una donación (nos dice Donato que, como el perro carecía de pedigree, no era considerado, a pesar de ser ovejero alemán, un perro de “raza policial”); los policías no se acercaron a ningún auto que evidenciara signos de “sospecha”, sino que fueron sorprendidos por dos delincuentes al llegar a una esquina.

19. Me refiero, es claro, a la construcción que se hace tanto de la figura de lo instintivo como de la figura del perro.

20. Diego Fernando Guerra, comunicación personal.

21. La propia categoría guarda, en su etimología, esta relación, en tanto la palabra latina morbus (enfermedad, interés malsano) alude a mors, la muerte que sobreviene de modo natural.

22. La cuestión del embalsamamiento no es menor ni novedosa. Constituyó, antiguamente, una práctica habitual en ámbitos relacionados con la celebración de próceres y grandes hombres. Para una mayor profundización en esta línea de análisis, ver por ejemplo Podgorny 2010 y Gayol 2012.

23. Álbum del Museo Policial, Policía Federal Argentina, Publicación n.4, Buenos Aires, 1972, p.38.

24. Es importante no olvidar algo que, por cuestiones de espacio, no puede ser desarrollado en este trabajo: el pasado “delictivo” de muchos de los elementos que pueblan el Museo de la PFA, en tanto se trata, en muchos casos, de evidencias y/o pruebas provenientes de la comisión de hechos delictuosos. La escasa reflexión en torno a estas conexiones con el delito, el crimen y los ilegalismos enmascara las prácticas concretas y muchas veces violentas -allanamientos, secuestros, procedimientos policiales- que subyacen a estos objetos y que son las responsables de convertirlos, finalmente, en artefactos de intervención penal (y artefactos museísticos, posteriormente). En todo caso, resulta interesante contrastar estas trayectorias con aquellas otras, sin dudas similares, que hacen que los objetos utilizados como prueba o evidencia se transformen en un efecto judicial de depósito y/o uso cotidiano de los juzgados. Para una reflexión en relación a esto último, ver Daich 2009.

25. Tal vez por esto, por presentarse este esqueleto como el auténtico esqueleto de Chonino, no resulta extraño escuchar comentar a quien fuera su entrenador que él “nunca fu[e] al Museo a verlo”. En ese verlo reposa, también claramente, la creencia de la cosa como en vida: que lo que está, en ese Museo, es, más que su esqueleto, el propio Chonino.

26. Manliba era una de las empresas concesionarias de recolección de residuos domiciliarios que funcionó en la ciudad de Buenos Aires de 1980 hasta 1997.

Bibliografía citada

1. Alberti, S. 2005. Objects and the Museum. Isis, 96 (4): 559-571.         [ Links ]

2. Barthes, R. 1989. La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, Paidós, Barcelona.         [ Links ]

3. Bruner, J. 1991. The narrative construction of reality. Critical Inquiry, 18 (1): 1-21.         [ Links ]

4. Caimari, L. 2012. Vestiges of a hidden life. A visit to the Buenos Aires Police Museum. Radical History Review, 113: 143-154.

Links ] Helvetica, sans-serif"> 5. Castilla, A. 2010. La memoria como construcción política. Américo Castilla, El museo es escena. Política y cultura en América Latina, 15-35, Paidós, Buenos Aires.         [ Links ]

6. Daich, D. 2009. De objetos y prácticas en el mundo de la Justicia. Los efectos ‘judiciales’. Antropolitica, 26: 161-179.

7. Donato, P. 1999. De vigilantes y ladrones. Las anécdotas de la policía, Planeta, Buenos Aires.         [ Links ]

8. Escobar, T. 2010. Los desafíos del museo. El caso del Museo del Barro (Paraguay). Américo Castilla, El museo es escena. Política y cultura en América Latina, 167-183, Paidós, Buenos Aires.

Links ] Helvetica, sans-serif"> 9. Foley, J. M. 1992. Word power, performance and tradition. The Journal of American Folklore, 105 (417): 275-301.         [ Links ]

10. Galeano, D. 2011. ‘Caídos en cumplimiento del deber’. Notas sobre la construcción del heroísmo policial. Diego Galeano y Gregorio Kaminsky, Mirada (de) uniforme. Historia y crítica de la razón policial, 185-219, Editorial Teseo, Buenos Aires.

11. García Canclini, N. 2010.¿Los arquitectos y el espectáculo les hacen mal a los museos?. Américo Castilla, El museo es escena. Política y cultura en América Latina, 131-144, Paidós, Buenos Aires.         [ Links ]

12. Gayol, S. 2011. El atentado a Ramón Falcón. Significados políticos y construcciones simbólicas en torno al asesinato de un Jefe de Policía (1909). Ponencia presentada en XIII Jornadas Interescuelas Departamentos de Historia, Catamarca.         [ Links ]

13. Gayol, S. 2010 Los despojos sagrados: funerales de estado, muerte y política en la Argentina del Centenario. María Inés Tato y Martín Castro, Dimensiones de la Vida Política en la Argentina: del Centenario al primer peronismo, 9-32, Imago Mundi, Buenos Aires.         [ Links ]

14. Gayol, S. 2012 La celebración de los grandes hombres: funerales gloriosos y carreras postmortem en Argentina. Quinto Sol, 16 (2): 1-29.         [ Links ]

15. Gomes da Cunha, O.M. 2004. Tempo imperfeito: uma etnografía do arquivo. Revista Mana, 2 (10): 287-322.         [ Links ]

16. Gomes da Cunha, O.M. 2010 La existencia relativa de las cosas (que reposan en los archivos): prácticas y materialidades en relación. Mariana Sirimarco, Estudiar la policía. La mirada de las ciencias sociales sobre la institución policial, 97-138, Editorial Teseo, Buenos Aires.         [ Links ]
16. Goody, J. 1997. Representaciones y contradicciones. La ambivalencia hacia las imágenes, el teatro, la ficción, las reliquias y la sexualidad, Paidós, Barcelona.         [ Links ]

19. Heumann Gurian, E. 1999. What Is the Object of This Exercise? A Meandering Exploration of the Many Meanings of Objects in Museums. Daedalus, 128 (3): 163-183.         [ Links ]

20. Hochschild, A. R. 1979. Emotion work, feeling rules, and social structure. The American Journal of Sociology, 85 (3): 551-575.         [ Links ]

21. Leavitt, J. 1996. Meaning and feeling in the Anthropology of Emotions. American Ethnologist, 23 (3): 514-539.         [ Links ]

22. Lopes, M. M. e I. Podgorny. 2000. The shaping of Latin-American museums of Natural History, 1850-1990. Osiris, 15:  108-118.         [ Links ]

23. Lutz, C. 1982. The domain of emotion words on Ifaluk. American Ethnologist, 9: 113-128.         [ Links ]

24. Lutz, C. 1986 Emotion, thought and estrangement: emotion as cultural category. Cultural Anthropology, 1 (3): 287-309.         [ Links ]

25. Lutz, C. y G. White. 1986. The anthropology of emotions. Annual Review of Anthropology, 15: 404-436.         [ Links ]

26. Lyon, M. L. 1995. Missing emotion: the limitations of cultural constructionism in the study of emotion. Cultural Anthropology, 10 (2): 244-263.         [ Links ]

27. Malosetti Costa, L. 2010. Arte e historia. La formación de las colecciones públicas en Buenos Aires. Américo Castilla, El museo es escena. Política y cultura en América Latina, 71-88, Paidós, Buenos Aires.         [ Links ]

28. Martinez Lara, J. A. 2009. El uso del vocativo como estrategia de cortesía entre jóvenes universitarios de Caracas. Una primera indagación. Lingua Americana, 25: 100-120.         [ Links ]

29. Myers, F. 1979. Emotions and the self: a theory of personhood and political order among Pintupi Aborigines. Ethos, 7: 343-370.         [ Links ]

30. Nora, P. 1989. Between memory and history: les lieux de memoires. Representations, 26: 7-24.         [ Links ]

31. Ochs, E. y L. Capps. 1996 Narrating the self. Annual Review of Anthropology, 25: 19-43.         [ Links ]

32. Osborne, H. 1985. Museums and Their Functions. Journal of Aesthetic Education, 19 (2): 41-51.         [ Links ]

33. Persino, M. S. 2008. Memoriales, museos, monumentos: la articulación de una memoria pública en la Argentina posdictatorial. Revista Iberoamericana, 222: 1-16.         [ Links ]

34. Podgorny, I. 2010. Las momias de la patria: entre el culto laico, la historia de la química y la higiene pública. L’Ordinaire Latino-américain Independencias y museos en América Latina, 212: 53-74.

35. Podgorny, I. y M. M. Lopes. 2008. El desierto en una vitrina. Museos e historia natural en la Argentina, 1810-1890, Limusa, México.         [ Links ]

36. Reid, L. A. 1966. Feeling and expression in the Arts: expression, sensa, and feelings. The Journal of Aesthetics and Art Criticism, 25 (2): 123-135.         [ Links ]

37. Rodríguez, A. y E. Zappietro. 1999. Historia de la Policía Federal Argentina, Editorial Policial, Buenos Aires.         [ Links ]

38. Rosaldo, M. 1983. The shame of headhunters and the autonomy of self. Ethos, 11 (3): 135-151.         [ Links ]

39. Sherman, D. J. 1995. Objects of Memory: History and Narrative in French War Museums. French Historical Studies, 19 (1): 49-74.         [ Links ]

40. Sirimarco, M. 2009a. De civil a policía. Una etnografía del proceso de incorporación a la institución policial. Editorial Teseo, Buenos Aires.         [ Links ]

41. Sirimarco, M. 2009b. Policías. De los cuerpos legítimos a los cuerpos reales. Roberto Kant de Lima, Sofía Tiscornia y Lucía Eilbaum, Burocracias penales, administración institucional de conflictos y ciudadanía. Experiencia comparada entre Brasil y Argentina, 39-63, Antropofagia, Buenos Aires.         [ Links ]

42. Sirimarco, M. 2010a. Memorias policiales. Narrativas de emotividad. Publicar-En Antropología y Ciencias Sociales, IX: 127-143.         [ Links ]

43. Sirimarco, M. 2010b. Introducción. Mariana Sirimarco, Estudiar la policía. La mirada de las ciencias sociales sobre la institución policial. 9-25, Editorial Teseo, Buenos Aires.         [ Links ]

44. Sirimarco, M. 2012a. Reformas policiales y construcción de ciudadanía en Argentina. Renombrando escuelas de policía: un estudio de caso. Ponencia presentada en 54 Congreso Internacional de Americanistas, Universidad de Viena, Austria.         [ Links ]

45. Sirimarco, M. 2012b. A vida com farda. A vestimenta policial como relato institucional em disputa. Revista Brasileira de Ciências Sociais.         [ Links ] En prensa.

Creative Commons License All the contents of this journal, except where otherwise noted, is licensed under a Creative Commons Attribution License