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Revista del Museo de Antropología

versão impressa ISSN 1852-060Xversão On-line ISSN 1852-4826

Rev. Mus. Antropol. vol.13 no.3 Córdoba dez. 2020

http://dx.doi.org/http://doi.org/10.31048/1852.4826.v13.n3.31617 

DOSSIER

DOI: http://doi.org/10.31048/1852.4826.v13.n3.31617

Wichí: la gente, el mundo, la palabra

Wichi: the people, the world, the word

Rodrigo Montani* y Zelda Franceschi**

* CONICET-IDACOR, Argentina; CDE, Universidad de Berna, Suiza, & CIHA, Bolivia. E-mail: rodrigomontani@ffyh.unc.edu.ar

** Università degli Studi di Bologna, DISCI, & CIHA, Bolivia. E-mail: zelda.franceschi@unibo.it

Recibido 30-11-2020

Aceptado 05-12-2020

Resumen
Luego de dar una breve caracterización de los wichís (o weenhayek) y su lengua y puntualizar las circunstancias que dieron origen a este dossier, se reseñan críticamente los artículos que lo componen, enfatizando en cada caso en qué consiste su contribución original. Asimismo, se establece un diálogo trasversal entre los artículos de cada sección (la gente, el mundo, la palabra) y se discuten algunos problemas de los estudios wichís que atraviesan el dossier en su conjunto, como la importancia de los datos lingüísticos para la etnografía (y viceversa) o las implicancias técnicas, políticas y sociales de la adopción de un sistema de escritura para la lengua wichí/weenhayek.

Palabras clave: Gran Chaco; Lenguas mataguayas; Etnohistoria; Derechos indígenas; Etnobiología; Toponimia; Lingüística antropológica; Weenhayek.

Abstract
After a brief characterization of the Wichi (or Weenhayek) people and their language, and pointing out the circumstances that gave rise to this dossier, the articles are critically reviewed by emphasizing in each case what can be considered as their original contribution. Likewise, a cross-cutting dialogue is established between the articles within each section (the people, the world, the word), and some problems of Wichi studies that cross the dossier as a whole are discussed: for instance, the importance of linguistic data in ethnographic research (and vice versa) or the technical, political and social implications of adopting a writing system for the Wichi/Weenhayek language.

Keywords: Gran Chaco; Matacoan Languages; Ethnohistory; Indigenous Rights; Ethnobiology; Toponymy; Anthropological Linguistics; Weenhayek.

Los wichís (como se los conoce hoy en la Argentina) o weenhayek (como se los llama en la actualidad en Bolivia) son un grupo étnico del Gran Chaco1: alrededor de 60.000 personas distribuidas a lo largo y a lo ancho de la porción semiárida del Chaco central, es decir, grosso modo, el sector occidental de la planicie boscosa que delimitan las cuencas de los ríos Pilcomayo y Bermejo; estamos hablando de unos 100.000 km2. En términos geopolíticos, las comunidades wichís se extienden, en la Argentina, por el este de la provincia de Salta, el oeste de Formosa y el noroeste de Chaco, y, en Bolivia, por el tramo chaqueño del Pilcomayo, en el sureste del departamento de Tarija (Figura 1). Comparados con los otros pueblos originarios de Sudamérica, los wichís son un grupo étnico relativamente populoso cuyos miembros, en su inmensa mayoría, hablan su propia lengua (el wichi-lhämtes), además del castellano criollo de la región y de otras lenguas indígenas, como el chorote, el nivaclé, el toba o el guaraní, en el caso de matrimonios interétnicos.

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Figura 1. El territorio wichí, histórico y actual (tomado de Montani, 2017, p. 22).

Figure 1. The Wichi territory, historical and present (from Montani, 2017, p. 22).

Una condición casi indispensable para que una persona pueda decirse wichí —en el sentido de considerarse miembro del grupo étnico— es hablar wichi-lhämtes. Inversamente, salvo contadas excepciones, el wichi-lhämtes es una lengua indígena hablada sólo por indígenas. Desde el punto de vista clasificatorio, la lengua forma parte de la familia lingüística mataguaya (Fabre, 2005), que también incluye otras tres lenguas vecinas: el chorote, el nivaclé y el macá2. Recordemos, además, que el Chaco es un área multiétnica y multilingüe desde antiguo, donde además de las lenguas mataguayas y las lenguas importadas (quechua, alemán, incluso croata, además del omnipresente castellano) se hablan (por no contar las que se hablaban) unas trece lenguas de otras seis familias lingüísticas: guaycurú (cuatro lenguas), enlhet-enenlhet (cinco), zamuco (dos) y tupí-guaraní (dos) (Combès, Villar y Lowrey, 2009; Braunstein y Miller, 1999; Vidal y Braunstein, 2020). El número de hablantes y el grado de vitalidad de estas lenguas es extremadamente diverso (Censabella, 2009a).

Los wichís son un pueblo de antiguos cazadores-recolectores cuya vida material y simbólica está íntimamente ligada al bosque y al río. Sus asentamientos o comunidades siguen siendo relativamente pequeñas, igualitarias y autónomas, aunque hoy, luego de dos siglos y medio de retracción territorial por la conquista española y de un siglo y medio de usurpación territorial y colonización por parte de los Estados nacionales, los grupos wichís se han vuelto sedentarios tomando la forma de poblados forestales o de barrios marginados en los pueblos y ciudades que los criollos fueron instalando en la región. La historia, la dinámica del parentesco y la forma de aprovechamiento del extenso territorio hacen que los wichís sigan siendo, antes que un pueblo homogéneo y unificado, una red enmarañada de asentamientos, totalmente horizontal y bastante fluctuante. Entre la red étnica y el asentamiento existen sin duda subconjuntos, que de una manera compleja los propios wichís clasifican alternando o combinando tres sistemas: el sistema de gentilicios topológicos (arribeños vs. abajeños), el de gentilicios ecológicos (montaraces vs. ribereños) y un sistema complejo formado por unos 130 nombres de parentela (Montani, 2017; Montani y Combès, 2019). Los límites de estas “unidades de tamaño intermedio de la organización social” —para usar una expresión de Alvarsson (1988, p. 60)— son bastante permeables y difusos; las unidades se superponen, pero existen, y explican por qué la cultura y la lengua wichís presentan variaciones graduales a través del territorio, a la manera de una “escala cromática” o un continuum, aunque no exento de fracturas y dislocaciones que se explican por trayectorias históricas específicas (cf. Combès et al., 2009). Desde el punto de vista económico y sociopolítico, no estaría mal decir que los wichís son una sociedad “indivisa” (Clastres, 2001) o “minimalista” (Montani, 2017), o incluso aplicarles el epíteto de “los desposeídos” —como a los anarquistas ficcionales de la novela de Ursula K. Leguin. Pero a diferencia de estos desposeídos que han colonizado un nuevo planeta para cumplir la utopía de una sociedad igualitaria, los wichís son una sociedad igualitaria (Woodburn, 1982) que, muy probablemente, se ha internado más y más en el bosque para defenderse y mantenerse como tal. Hoy, desposeídos de su antiguo mundo, caminan como “intrusos en las tierras por las que se desplazan, persiguiendo derechos quiméricos” (Palmer, en este dossier).

Lo que a los wichís sí les queda, sin duda, es su lengua. No está de más, entonces, una breve caracterización tipológica del wichi-lhämtes. Se trata de una lengua aglutinante, con tendencia a la polisíntesis y con marcación de núcleo (i. e., todos los argumentos aparecen marcados en el verbo y no existen casos). Las grandes clases de palabra son el verbo y el sustantivo o nombre, y estos están distribuidos en dos grandes subclases: inalienables (o dependientes) y alienables (o independientes). El orden canónico de la oración es (S)V(O) (cf. Nercesian, 2014; Terraza, 2008; Viñas Urquiza, 1974). Además, como dijimos, el wichí es una lengua muy dialectalizada, al punto de que en rigor conforma un continuum geolectal. En cuanto a la situación sociolingüística, el wichí sigue siendo la primera lengua –o lengua materna– de muchos hablantes, y en las zonas rurales no es extraño encontrar niños y mujeres que comprenden algo del castellano criollo, pero no pueden hablarlo. Además de los fenómenos propios del contacto lingüístico asimétrico (presión del castellano sobre la fonología, la morfosintaxis y la semántica del wichí, e incorporación masiva de préstamos), los wichihablantes manejan una alternancia de código (code swiching) que a nuestro juicio aún nadie ha estudiado realmente.

En 1911, Franz Boas, una de las figuras monumentales de la americanística, la antropología y la lingüística, lamentaba el poco conocimiento de la lengua indígena que solía tener el investigador de las sociedades amerindias. Y comentaba:

Nuestras necesidades [de conocimiento de las lenguas nativas] se vuelven particularmente evidentes cuando comparamos los métodos que esperamos de los investigadores de las culturas del Viejo Mundo con los de los etnólogos que estudian tribus primitivas. Nadie podría esperar relaciones fidedignas de la civilización de China o de Japón de un hombre que no habla esas lenguas con facilidad y que no conoce a la perfección sus literaturas. Se espera que el estudiante de la Antigüedad tenga un dominio exhaustivo de las lenguas clásicas. Un estudiante de la vida de los mahometanos en Arabia o Turquía difícilmente se consideraría un investigador serio si todo su conocimiento se derivarse de informes de segunda mano. El etnólogo, en cambio, en la mayoría de los casos se embarca en dilucidar los pensamientos y sentimientos más íntimos de un pueblo sin apenas conocer su idioma (Boas, 1911, p. 60, nuestra traducción).

La wichilogía, por así decirlo, es hoy un área de estudios madura. A lo largo del siglo XX, pero sobre todo en los últimos 50 años, se ha escrito mucho sobre la sociedad wichí, su lengua, su historia, su cultura, su etnobiología, y en muchos casos se lo ha hecho con un rigor admirable. Y sin embargo, o quizá, por eso mismo y por otros motivos que enseguida apuntaremos, muchos de los que tenemos la fortuna de investigar sobre y con los wichís somos plenamente conscientes de la vigencia que tiene para la wichilogía aquel problema que Boas puso sobre la mesa más de un siglo atrás.

En 2017, los autores de este texto acordábamos que, si bien —o quizá, porque— los estudios sobre los wichís eran abundantes y sólidos, era hora de que los wichólogos de la nueva generación nos reuniésemos. No tanto porque gran parte de lo que se había escrito podía ser depurado, profundizado, ampliado y actualizado, o porque existían viejos y nuevos problemas que requerían ser abordados con una mirada renovada, sino, fundamentalmente, porque el mayor desafío que enfrentábamos para seguir investigando con creatividad y solvencia la cultura, la lengua, la sociología, la historia, la etnobiología, etc. de este pueblo era la escasa interacción real entre los distintos tipos de especialistas —fundamentalmente, entre antropólogos y lingüistas, pero también entre ellos y los biólogos, los geógrafos, etc. Concretamente, por ejemplo, para los autores de este texto estaba claro que el aislamiento mutuo de los análisis etnográficos y de los estudios lingüísticos ocasionaba que muchas veces los antropólogos hiciesen un uso pobre y superficial del material lingüístico o, inversamente, que la poca atención que los lingüistas prestan a los trabajos antropológicos sobre el grupo resultasen en un tratamiento simplista y superficial de la variación dialectal. Otro gran desafío que detectábamos era el de superar la brecha existente entre los conocimientos académicos y los producidos por una naciente intelectualidad indígena.

Así pues, los días 4 y 5 de junio de 2018 concretamos nuestro proyecto de organizar un encuentro de wichólogos, celebrando el “Seminario-laboratorio internacional: Exploraciones antropológico-lingüísticas entre los wichís del Gran Chaco” en el Museo de Antropología de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. Tras sopesar la temática que nos reunía y la escasez de recursos de que disponíamos, elegimos limitar las invitaciones de los investigadores de nuestra generación y convocar como invitado de honor de la generación precedente al antropólogo que sin lugar a duda conoce mejor a los wichís y su lengua: John H. Palmer.

Este dossier, entonces, reúne las versiones reelaboradas de los trabajos cuyos primeros manuscritos se presentaron en aquel encuentro. Sólo tres de aquellas presentaciones no se publican aquí: “Rudimentos de fonología y morfosintaxis del wichí” (de Silvia Spinelli), “Algunos problemas de morfosintaxis y traducción aplicados a los textos wichís ya publicado (Biblias, memorias, narraciones)” y “La escritura en wichí: varios problemas, algunas soluciones” (ambas de Montani). Por el contrario, añadimos cuatro trabajos que no fueron presentados en aquel encuentro: los artículos de Combès, de Nercesian, y de Combès y Montani, y la nota de investigación de Zepharovich y Ceddia3. Los trabajos que reúne este dossier tratan dimensiones muy diversas de la vida social wichí (la historia, los derechos, la autobiografía, la toponimia, la botánica, la mecánica, la variación dialectal, la lingüística misionera), pero creemos que todos sus autores comparten la convicción de que algún tipo de documentación y análisis del material lingüístico (léxico, morfosintaxis, textos, discurso oral, ideologías y políticas lingüísticas, etc.) es central en nuestro trabajo.

Creemos no equivocarnos si decimos que todos los investigadores que nos hemos acercado a trabajar con los wichís hemos tenido una experiencia inicialmente fascinadora, luego afortunada y siempre extremadamente desafiante. Todo eso, seguramente, y al menos en parte, por la vitalidad de la lengua wichí. En buena medida, en estas gentes hay otros mundos porque son habitantes del bosque y del río y, sobre todo, porque tienen otras palabras. ¿Qué más puede pedir el investigador con vocación de antropólogo? Nuestra atracción por los wichís y la alegría de trabajar con ellos es muy grande, pero creemos que todos acordaríamos en que el desafío es inmenso. Un desafío lingüístico, sin dudas; pero también humano y ético. Nos gustaría poder decir que este dossier es, precisamente, un intento por afrontar ese desafío.

Como cae de maduro, al contraste entre, por un lado, el conocimiento lingüístico que se les exige a los estudiosos de aquellas lenguas clásicas y grandes civilizaciones de las que hablaba Boas y, por el otro, el desconocimiento lingüístico relativo del etnógrafo americanista, subyace la existencia o inexistencia de tradiciones letradas y culturas del libro. El wichí ha sido una lengua de tradición oral. Hasta bien entrado el siglo XX, los wichís no usaron ningún sistema de escritura —aunque sí, sin duda, algunos métodos de rememoración y registro. Y sin embargo, decimos que nuestra generación de antropólogos trabaja en una wichilogía madura, que ya está en edad de comenzar a acatar los mismos estándares académicos que los estudios sobre sociedades con tradición escrita. Sin duda, esta madurez de la wichilogía no existiría, lo decimos con orgullo, sin la antropología de Erland Nordenskiöld, Alfred Métraux, José Braunstein, Jan-Åke Alvarsson, John Palmer, María Cristina Dasso y tantos otros; sin la lingüística de Richard Hunt, Viñas Urquiza, Kenneth Claesson, Roberto Lunt y varios más; sin la investigación etnobiológica de un Pastor Arenas, o, finalmente, sin los nuevos escritores indígenas que queremos cifrar en las figuras de Laureano Segovia, Eduardo Pérez y Gerardo Juárez.

Aquí, además, la persona de José Braunstein es particularmente destacable, no sólo por ser uno de los pocos antropólogos argentinos que conoce la lengua wichí, sino por ser el editor de esa publicación un poco aperiódica, pero valiosísima para todos los chacólogos: Hacia una nueva carta étnica del Gran Chaco. Este dossier, con la modestia del caso, responde a la inspiración pionera de Braunstein.

Aquel seminario-laboratorio interdisciplinar no fue simplemente un encuentro para exponer cada uno sus ideas, sino para trabajar y discutir en conjunto, en especial, sobre el aspecto lingüístico de nuestra tarea etnográfica (aunque no todos éramos, en sentido estricto, antropólogos). El diálogo continuó en la edición de este dossier: como editores, estamos seguros de que la carga más pesada ha caído sobre nuestros hombros, pero también está claro que hemos obtenido el mayor beneficio: aprendimos. Una vez más, los problemas que se trataron en aquel encuentro y que se abordan en este dossier son bien diversos, pero tienen como denominador común a “los wichís” y se declinan en algún grado en los tres temas que titulan sus secciones: la gente, el mundo y la palabra. Cabe resaltar, sin embargo, que la metáfora gramatical no es del todo feliz, porque en rigor estas declinaciones no se excluyen mutuamente en ninguno de los artículos; se trata más bien de una cuestión de énfasis, de grados, y de nuestra decisión como editores de cómo presentar el material. Hecha esta salvedad, hagamos algunos comentarios sobre estas declinaciones.

La gente

Los wichís son un claro ejemplo de aquello que Eric Wolf (1987) llamó “los pueblos sin historia”, es decir, los pueblos que aparentemente la expansión europea dejó fuera de la historia. Pero está claro que sí tienen su historia y que, incluso, están en el interior más íntimo de la historia de la expansión europea. Si uno tuviese que contar en un par de párrafos la historia de los wichís, podría hacerlo como sigue.

Hasta el siglo XVII, el conjunto que hoy llamamos “wichís” o “weenhayek” es una miríada de pequeños grupos de gente del bosque, una anarquía organizada de cazadores-recolectores del tipo que James Woodburn (1987) llamó de “retorno inmediato”. Hablan variedades de una misma lengua, creen en lo que podríamos llamar un animismo chamánico y mantienen una maraña de vínculos y enemistades, sin caer en un poder centralizado. Recién en ese siglo XVII los efectos de la Colonia se dejan sentir, primero indirectamente —los grupos indígenas vecinos adoptan el caballo y presionan—, luego de manera directa —incursiones militares de españoles y los primeros intentos de misión por parte de los jesuitas. El siglo XVIII es más de lo mismo: de a poco los colonos españoles y los indígenas que con ellos van tratando (guaycurúes y chiriguanos) presionan cada vez más. Cuando pueden, los wichís responden retirándose poco a poco el interior del Chaco. De todos modos, hacia fines de este siglo algunos colonos españoles instalan fincas en los bordes del Chaco (p. ej., plantaciones de azúcar), donde trabajan algunos wichís fronterizos. En 1767 los jesuitas son expulsados y los franciscanos toman el relevo, fundando las primeras misiones exclusivamente para wichís —Zenta, Zaldúa y San Esteban del Río Seco (Combès y Montani, en este dossier). Aunque el asunto probablemente venga desde antiguo, en el siglo XVIII los wichís se vuelven los parias del Chaco central, el último escalón de una jerarquía interétnica indígena en cuya cima se han colocado los españoles y los criollos.

En el siglo XIX, inmediatamente después de las guerras de la Independencia, criollos ricos y pobres, con fincas o con vacas, avanzan más sobre el Chaco. Los criollos presionan, los otros indígenas empujan, y los wichís del interior terminan saliendo a trabajar a las fincas. Pero en la Argentina el primer gran quiebre se produce hacia 1870, cuando el Estado argentino, consolidado, aprieta el círculo colonial bajo el lema de “civilizar”, y devora militar y jurídicamente al Chaco4. La tierra deja de ser de los indígenas, y grandes contingentes de wichís son persuadidos u obligados de trabajar durante la estación seca en los nuevos ingenios azucareros del piedemonte —verdaderas “fábricas en el campo” y “economías de enclave” (Wolf, 1987, p. 403ss), plantaciones de capital intensivo (cf. los artículos compilados por Córdoba, et al., 2015).

En 1911 llega un puñado de agentes de la South American Missionary Society al ingenio La Esperanza con la idea de evangelizar a los indígenas trabajadores. Los agentes anglicanos fundan su primera misión precisamente con los wichís, en 1914: Misión Chaqueña El Algarrobal; y, paulatinamente, van construyendo una red de misiones que se extienden por casi todo el territorio wichí y algunos grupos indígenas vecinos —35 misiones en 1970 (Córdoba, 2020; Lunt, 2011; Montani, 2015; Torres Fernández, 2008). A lo largo del siglo XX, los wichís se vuelven cristianos a la par que quedan definitivamente “encapsulados” (Lee, 2004), como gente de un bosque degradado y ocupado, en el cuerpo de un Estado y un mercado mundial capitalistas.

El segundo gran quiebre, la gran aceleración, ocurre en el Chaco bien tardíamente. En la Argentina, cuando se aprueba el ingreso de la soja transgénica en 1996, y el “paquete tecnológico” de ese cultivo avanza desde el suroeste y el este eliminando el bosque y, por ende, también a los wichís (Naharro y Álvarez, 2011; Schmidt, 2014, Zepharovich y Ceddia, en este dossier). Los wichís resisten cuando pueden o, cuando no les queda otra alternativa, retroceden y sobreviven en algún intersticio al borde de un pueblo o en medio de la nada. Simultánea y llamativamente, recién en este período las comunidades del interior del Chaco, que vienen reclamando sus tierras desde siempre, logran algunas titulaciones (p. ej., Lhaka Hohnat) (cf. Leake, 2010).

A pesar de su mezquindad, creemos que estos pocos párrafos permiten darnos una idea general de la historia wichí. Al respecto, existen ya bastantes trabajos excelentes sobre períodos y personajes específicos (p. ej., Alvarsson, 2012a; Combès, 2017; Córdoba, 2020; Córdoba et al., 2015), tenemos la brillante síntesis de la historia wichí de Palmer (2005, pp. 11-40) y sobre todo la historia reciente que los propios wichís comienzan a escribir —solos, o por lo general en colaboración (p. ej., APCD, 2002; Dixon, 2014; Franceschi, 2018; Montani y Juárez, 2016; Segovia, 1996, 1998, 2005, 2011; Pérez y Wallis, 2012); pero es bastante poco lo que sabe, por ejemplo, sobre la historia de los weenhayek en el siglo XIX.

El trabajo de Isabelle Combès viene a escribir esta historia con una rigurosidad sin igual. Revisando fundamentalmente fuentes franciscanas inéditas, la autora reconstruye la trayectoria de la misión de San Antonio entre los “noctenes” del Pilcomayo (donde hoy está Villamontes, Bolivia), durante la segunda mitad de ese siglo. En San Antonio se se encuentran los propios neófitos (que además son guías, peones e intérpretes) y sus padres franciscanos, los exploradores y los criollos: la misión aflora como la punta del iceberg que es la colonización del Chaco. Como apunta la propia autora, en esta reconstrucción de la historia “noctena” o weenhayek sobresalen dos cosas. Por un lado, los lazos estrechos, complejos y conflictivos entre esos noctenes y los tobas del Pilcomayo —y menos estrechos, pero igual de conflictivos, con los otros indígenas del área: chiriguanos, chorotes, indígenas andinos. Por el otro, la recurrente “apatía” que a los ojos de los padres manifiestan los noctenes, que vuelve la tarea evangelizadora algo casi marginal; “apatía” o, en términos de Combès, “resistencia pasiva, amorfa, sin brillo ni grandes batallas”, que la autora reinterpreta —a nuestro juicio, muy acertadamente— a la luz del concepto wichí de “buena voluntad” (lehusek) que analizó John Palmer (2005).

El segundo trabajo es precisamente de Palmer: un análisis contextualizado de los derechos que asisten a los wichís de la Argentina a contar con un intérprete bilingüe en sus interacciones con el Estado, de los obstáculos que acarrea su incumplimiento y de los desafíos que en esa tarea debe enfrentar el intérprete wichí. La contextualización lingüística y jurídica del problema es ilustrativa, pero lo verdaderamente notable es la selección de casos judiciales con que el autor ejemplifica cada derecho incumplido y cada desafío. Como señala Palmer —o como apuntó en su momento Braunstein (2010)—, para el pleno ejercicio del derecho indígena es imperioso un estudio de la justicia consuetudinaria wichí y de la relación de este pueblo con el sistema jurídico nacional. Palmer se detiene, además, en algunas cuestiones lingüísticas importantes: por un lado, la precariedad —por no decir, el absurdo— que resulta de las traducciones que realizan ciertos organismos del Estado pour la galerie, es decir, para cumplir farisaicamente con una corrección política hueca; por el otro, fiel al leitmotiv de toda su obra, Palmer remarca la importancia que tiene para los wichís comprender previamente si aquello que deben traducir está animado o no por la voluntad orientada al bienestar comunitario (lehusek), antes de pasar a verterlo de una lengua a la otra.

Así pues, el texto de Palmer abre en unas pocas páginas una serie de problemas del todo relevantes para los wichís, pero bastante descuidados por la academia e incluso obviados por el Estado argentino. El primero es la necesidad urgente del derecho indígena a la autodeterminación (Jorns, 1992), tanto en términos económicos y legales como en los campos más diversos de la vida social: la salud, la educación, la religión, la cultura en su sentido más amplio. En el caso de los wichís, que habitan a uno y otro lado de la frontera argentino-boliviana, no se trata sólo de que no existe ningún tipo de reconocimiento bilateral de la autodeterminación indígena, sino que se vulneran sistemáticamente, incluso, los derechos que garantizan la Constitución argentina y los acuerdos internacionales que ella suscribe.

El segundo gran problema que el trabajo de Palmer deja planteado es el de la traducción/interpretación; el problema de la (falta de) equivalencia entre los idiomas; el problema de los condicionamientos ideológicos y políticos de la traducción (¿hasta qué punto, mucho de lo poco que se traduce no es sólo en beneficio de actores no wichís?) y, en fin, el viejo problema de la relatividad lingüística (cf. Leavitt, 2006).

Como señala Palmer, la distinción usual que se hace en la traductología entre “interpretación” (traducción oral simultánea) y “traducción” (de textos), para los wichís tiene un sentido bastante relativo. Quien conoce a los wichís sabe que son gente reflexiva y que miden sus palabras —sin duda, uno de los rasgos que los franciscanos de Combès interpretaban como “apatía”. Sea oralmente o por escrito, para los wichís cualquier traducción implica ante todo una interpretación y una evaluación previas de las intenciones sociales que animan el discurso. Esto nos conduce a uno de los problemas fundamentales del artículo de Zelda Franceschi: la dificultad de traducción o, mejor aún, la voluntad de demorarse en la interpretación de algunos conceptos wichís manifestada por las mujeres de Misión Nueva Pompeya (provincia de Chaco) con las que ella aplicó el método biográfico. Estas mujeres contaron sus historias de vida en castellano o en wichí —y en este caso, fueron traducidas por un intérprete— pero, en distintas instancias, prefirieron detenerse a analizar nocional y contextualmente ciertas expresiones verbales wichís un poco “intraducibles”, que cifraban sus experiencias o, más aún, sus sentimientos sobre tales experiencias5. En la indagación del significado de los términos indígenas, el gran peligro para el antropólogo ya lo planteó Roger Keesing (1985): razonar como teólogos hasta construir una metafísica exótica a partir de un análisis lingüístico errado o de una mala interpretación de metáforas convencionales. La gran posibilidad, la gran aventura, por otro lado, nos la señaló Rodney Needham (1972): a través de un análisis contrastivo bien contextualizado, poner en duda la presunta universalidad de los conceptos verbales fundamentales —en la wichilogía, Palmer (2005), que fue alumno del propio Needham, ha aplicado precisamente este tipo de métodos para analizar el significado del concepto que presuntamente significaba “alma” (lehusek). Sin ir tan lejos, otro punto destacable del artículo de Franceschi es la intención de contextualizar sus disquisiciones conceptuales sobre el significado de ciertos términos wichís, no en una sociología de la gente wichí, sino en personas con nombre y apellido e historias singulares. A eso apunta su “etnografía centrada en la persona”, que se enraíza claramente en la tradición boasiana (Darnell, 2001).

El mundo

Cualquiera que conozca un poco los wichís sabe de la importancia que tienen para ellos eso que por brevedad podríamos llamar “naturaleza” y, a su vez, la gran diferencia que separan sus concepciones de la “naturaleza” de las que —también por brevedad— podríamos llamar “occidentales”. Como las propias comillas señalan, los problemas de traducción reposan en experiencias, nomenclaturas, concepciones, ordenamientos, explicaciones y usos distintos del mundo. En concordancia general con lo que han planteado el perspectivismo de Viveiros de Castro (p. ej., 2004) y el ontologicismo de Philippe Descola (2012), para los wichís el valor de nuestra distinción moderna entre “cultura” y “naturaleza” es más que relativo, si es que acaso tiene alguno. Los wichís clasifican su mundo según diversos esquemas, como por ejemplo (y esta son las clasificaciones más groseras): los tres niveles (el cielo, la tierra y el inframundo), las diversas regiones de la tierra (la comunidad, el bosque, el río y la montaña), los vivos y los muertos, o lo animado y lo inanimado.

El primer artículo de esta sección, el de Cecilia Paula Gómez, acomete la tarea adeudada de brindar una descripción del ámbito celeste y los ciclos temporales asociados al cielo desde la óptica wichí. Para hacerlo, la autora no sólo revisa críticamente todo lo que se ha escrito sobre el tema, sino que agrega material etnográfico original relevado con una profesora bilingüe, ya anciana, de una comunidad wichí de Ingeniero Juárez (provincia de Formosa). El mérito en la revisión de lo ya publicado sobre el tema —que en rigor, no es tanto—, se encuentra sobre todo en reunir información extremadamente dispersa (desde Lehmann-Nitsche y Métraux hasta Alvarsson y los discípulos de Marcelo Bórmida). Aunque para la autora se trata de un estudio preliminar, y tal como ella misma nos ha mostrado en otras oportunidades (p. ej., Gómez, 2008, 2010), aquí también la buena descripción de la etnoastronomía de una sociedad chaqueña ilumina aspectos nebulosos de su sociología y su folclore. Por otro lado, Gómez se enfrenta al arduo problema de documentar, y pasar a la escritura, la parcela de un mundo oral que la mayoría de los wichís parece ya haber olvidado o que, en todo caso, se encuentra sin duda atravesado por el contendido y la forma de la cultura escrita impuesta por la sociedad nacional (cf. Goody, 1986).

Hasta aquí, los autores del dossier eran antropólogos; los que siguen vienen de otras disciplinas. Los próximos dos, concretamente, son biólogos. Trabajando con los wichís de la misma zona (en rigor, al norte de Ingeniero Juárez), Marco Flamini publica un estudio toponímico pormenorizado realizado a través de un mapeo participativo con los wichís de las aldeas de Pescado Negro y de Los Pocitos. No sólo nos presenta una lista bien editada de los topónimos wichís con sus correspondientes traducciones, sino que también nos brinda las explicaciones sobre los orígenes de cada topónimo y los ubica en un mapa. No debemos dejar de resaltar el valor de los estudios toponímicos, en particular cuando estos están georreferenciados: hasta ahora, junto a la presencia efectiva de las comunidades en el territorio, son la prueba más certera de la extensión del territorio que usufructúa (o usufructuaba) un grupo wichí. Desgraciadamente, aparte de alguna excepción como Lhaka Honhat, cuando uno compara la extensión de esos territorios ancestrales con la de la tierra que efectivamente se les ha reconocido —y no todas las comunidades tienen tierras tituladas—, la imagen es injusta y dramática. Por fortuna, ya son varios los buenos trabajos que se han publicado sobre toponimia wichí. En este sentido, es destacable no sólo que Flamini se haya ocupado de una zona que hasta ahora no tenía relevamiento toponímico, sino también que, al comparar su repertorio con los publicados, nos brinde un excelente compendio de una bibliografía bien dispersa. Más temprano que tarde, será necesario que alguien reúna ese material en un solo texto y mapa. El análisis semántico de los topónimos que hace Flamini, por último, es claramente de inspiración palmeriana (Palmer, 1995, 2005, cap. 2): los topónimos describen un ambiente natural y social dinámico, habitado por multiplicidad de seres vinculados en un ciclo constante de muerte y regeneración.

En el mundo natural wichí, las plantas ocupan un lugar preponderante, y Pastor Arenas (p. ej., 2003) y Eugenia Suárez (p. ej., 2014) son investigadores preminentes de la etnobotánica del grupo. En esta oportunidad, Suárez se concentra en un problema “menor”, un problema que amerita tal análisis de detalle, que hasta ahora ha sido casi desestimado. Pero se trata de un tema, al fin y al cabo, nada menor en sus repercusiones, pues es un tipo de análisis indispensable para poder comenzar a pensar seriamente la etnoclasificación botánica (y del mundo, en general) de los wichís o, también, comenzar a diseñar una educación bilingüe e intercultural seria en el ámbito de la biología. Suárez estudia la etnomorfología botánica wichí, es decir, cómo nombran ellos (y por tanto, al menos en cierta medida, piensan) las partes de las plantas y qué criterios siguen para guiarse (vemos que no son sólo criterios morfológicos, posicionales o funcionales, sino también “simbólicos”, en el sentido de culturales, cosmovisionales o religiosos). Como en buena parte de los trabajos de este dossier, es manifiesta la tensión entre, por un lado, una lengua indígena y un sistema de creencias antiguo y, por el otro, la nueva lengua castellana y las “religiones” introducidas desde la sociedad occidental —léase, la ciencia y el cristianismo.

Hablando del mundo y de las plantas, a nuestro juicio, el problema más grave y acuciante que enfrentan los wichís en la actualidad es la deforestación. No es para ellos un problema nuevo: ya a mediados del siglo XIX los franciscanos de la misión San Antonio se quejaban de que sus neófitos “noctenes” se negaban a abrir claros en el bosque para sembrar, pues “por abusión creían se enojase el monte si cortaban árboles” (Gianelli, 1863, f.15, en Combès, en este dossier). Tampoco es un problema nuevo en todo el Chaco: hace ya más de un siglo, Bialet Massé (1904) habló amargamente de “la destrucción del bosque” santafesino. Sin embargo, tras el ingreso de la soja transgénica y los cambios que apareja (p. ej., más ganadería en el interior del Chaco), la deforestación ya no es hoy sólo un problema socioambiental, sino un problema total, que tiene a los wichís y los campesinos criollos como sus primeras víctimas, pero que al fin de cuentas, en sus causas o en sus consecuencias, nos envuelve a todos: las elites económicas de las grandes ciudades argentinas, por ejemplo, tienen bastante responsabilidad en la deforestación del Chaco, y el calentamiento global afecta también a los europeos. Es un problema, además, con muchas ramificaciones y bucles recursivos: por ejemplo, la usurpación del territorio, el extractivismo, el racismo y la explotación del campo por la ciudad están vinculados con la pobreza estructural de los grupos indígenas chaqueños y con la pérdida de vitalidad de sus lenguas.

En este sentido, nos pareció que en este dossier no podíamos dejarlo de lado. La nota de Elena Zepharovich, una geógrafa, y Graziano Ceddia, un economista, viene entonces a ocuparse del asunto. Ataca el problema sobre todo desde el costado ideológico, analizando las percepciones que los distintos actores tienen de la eliminación de la cubierta forestal con una metodología que puede resultar un tanto hermética o discutible a ojos del antropólogo. Los autores, asimismo, evalúan esas percepciones y los posibles escenarios futuros desde el marco teórico de la justicia ambiental. Según ellos, en el Chaco salteño conviven en conflicto actores con tres perspectivas diferentes sobre la deforestación. Los “desarrollistas”, que tienen influencia directa en las decisiones de gobierno, aseguran que la deforestación implica un crecimiento económico del que terminarán beneficiándose todos. Los partidarios de la “agricultura familiar”, que no consiguen influir en las acciones de gobierno, apuestan a generar una economía regional campesina que no necesariamente debe deforestar. Por último, unos encuestados representan la perspectiva de “subsistencia”: sienten que nadie los escucha ni los respeta, y sostienen básicamente que se vive del bosque y sin bosque no hay vida. Está claro —y esto lo decimos quizá nosotros— que la perspectiva “desarrollista” es más bien la coartada farisaica de un empresariado en gran medida “ausentista”, preocupado en hacer dinero a como dé lugar. La perspectiva de la “agricultura familiar” representa sin duda los intereses del campesinado criollo y del INTA. La perspectiva de “subsistencia”, por último, es la voz de los wichís. Aunque no lo agotan, Zepharovich y Ceddia dejan al menos bien planteado un problema: el de la deforestación del Chaco salteño y las disputas ideológicas que en torno de ella se ciernen. En todo caso, nos interesa remarcar con los autores que la deforestación del Chaco, que parece su destino ineludible, es al mismo tiempo un destino inviable y feroz, tanto desde el punto de vista ambiental como económico, social, cultural y lingüístico. No es justo —y estamos respondiendo nosotros a la pregunta que cierra el artículo— sacrificar 60.000 personas y 100.000 km2 de un ecosistema complejo y maduro para que varias centenas de empresarios —en el mejor de los casos— se llenen un poco más los bolsillos.

La palabra

Como a esta altura ya habrá quedado bien en claro, la palabra, las palabras, la lengua, el discurso y la traducción ocupan en todo el dossier un lugar preminente. Los tres últimos trabajos, sin embargo, podrían ser considerados de lingüística: uno sobre léxico, otro sobre dialectología y un tercero sobre lingüística misionera.

En el mundo wichí no sólo hay “cultura” y “naturaleza”, sino también “artefactos” (Alvarsson, 2012b; Montani, 2017). Haciendo poco caso de las mezquindades disciplinares, el geógrafo Alberto Preci se lanza a estudiar cómo se las han ingeniado los wichís para nombrar la moto y sus partes: uno de los artefactos occidentales o, mejor dicho, la máquina occidental más adoptada por ellos en los últimos años y mejor adaptada a sus necesidades. Es interesante notar la simetría que de alguna manera existe entre este artículo y los dos precedentes: Suárez se aboca a la etnomorfología de las plantas; luego, tras la deforestación (Zepharovich y Ceddia), Preci se encarga de estudiar la etnomorfología de una máquina. Lo cierto es que, en otros puntos, la simetría no es tanta: fiel a su formación y atento al caso, Preci estudia la moto a la luz de las relaciones interétnicas y las transformaciones que introdujo en la percepción del espacio social y del paisaje. El caso que analiza nos conduce una vez más al Chaco formoseño, y el punto sustancial es cómo se las ingenian los jóvenes wichís de Ingeniero Juárez que asisten a un curso de mecánica para desarrollar un vocabulario técnico. Vemos aquí un tipo de creatividad léxica feliz que ya otros han señalado6, y que va a contrapelo de la traducción forzada o impuesta que critica Palmer (en este dossier). Preci hace además algunas apreciaciones interesantes sobre el carácter no necesariamente verbal del conocimiento mecánico o técnico en general.

Ya hemos dicho que la lengua wichí es un continuum dialectal. No hay que olvidar, además, que el surgimiento de una lengua estándar es el resultado artificial de un largo proceso de normalización lingüística (Knecht, 1997), más o menos paralelo al desarrollo de un sistema de escritura y un aparato político centralizado. En sociedades sin Estado, la variación lingüística es mayor que en las estatales (Nettle y Romaine, 2000). El wichí es hablado por grupos de antiguos cazadores-recolectores sin escritura, cuya organización política es de carácter no estatal. Todo eso explica en buena medida su gran variación geolectal.

A nuestro juicio, hasta ahora los lingüistas ha minimizado la diversidad y la complejidad dialectal del wichí. No es que la dialectología del wichí no exista, la bibliografía de Verónica Nercesian es un buen compendio de lo que se ha escrito, pero: a) las comparaciones han sido fundamentalmente en el nivel fonético-fonológico y escasamente en el léxico, y poco o nada en el morfosintáctico; b) no se han hecho encuestas sociolingüísticas amplias y bien contextualizadas; c) no se ha comprendido las variables sociales que necesariamente se deben hacer interactuar con la variación histórica o geolectal: la historia regional y la organización sociopolítica wichí (Montani, 2017, p. 123ss).

Luego de los trabajos de Elena Najlis (1968, 1971), el trabajo de Verónica Nercesían acomete la difícil tarea de reexaminar, con muchas más variables y con muchos nuevos datos, la diversidad geolectal de la lengua wichí/weenhayek en su conjunto. La autora analiza la distribución geográfica de al menos cinco rasgos para definir dos complejos dialectales más antiguos: el “pilcomayeño” y el “bermejeño”, al tiempo que necesariamente reconoce zonas de transición en la cadena dialectal. A su vez, el análisis de otras cinco variables lingüísticas le permite trazar isoglosas que subdividen el bermejeño y el pilcomayeño en variantes abajeñas y arribeñas. Como puede apreciar quien esté familiarizado con la dialectología del wichí, la clasificación de Nercesian es más compleja que la clasificación tripartita de Tovar y Larrucea (1984), que aunque errada se ha vuelto la canónica7. Pero la clasificación de Nercesian es más sencilla que la de Najlis (1971): ésta cuenta con tres dialectos, dos de ellos, con dos respectivos subdialectos (cinco variantes en total); aquella, tiene dos dialectos con dos respectivos subdialectos (cuatro en total). Esta sencillez de la dialectología wichí en general probablemente deja con preguntas al antropólogo: no sólo porque en repetidas ocasiones Braunstein haya sostenido que existen más de una decena de dialectos —p. ej., 11 (Braunstein, 1993) o incluso 22 (Braunstein, 2008)—, sino porque teniendo en cuenta la dinámica sociológica de los wichís, uno esperaría encontrar variaciones más graduales en distintos planos de la lengua a lo largo del territorio, con algunas dislocaciones acá y allá por trayectorias históricas específicas. Quizá, nuevos estudios dialectalógicos con nuevas variables lingüísticas y una sociología más refinada devuelvan al continuum wichí el carácter cromático (en el sentido musical del término) que creemos que tiene. Por lo pronto, nos preguntamos si la dialectología histórica de las vocales wichís puede de veras resolverse con seis vocales: Alguna vez Elena Najlis (1971) reconstruyó diez vocales para el protomataco, y no creemos que sea por puro capricho que, trabajando con datos independientes, Harrington (1948, p. 25) y Palmer (2005, p. 227) hayan decidido anotar ocho vocales, o Montani (2017, pp. 134-136) haya anotado nueve8.

Siguiendo la huella del buen trabajo de síntesis de Alejandra Vidal y José Braunstein (2020), Nercesian presenta una hipótesis evolutiva que explicaría el estado actual de la variación dialectal del wichí que ella describe. La hipótesis es muy sugestiva, aunque no excluya la necesidad de una mayor y mejor dialectología: encuestas más extensivas y sociológicamente mejor contextualizadas, y un análisis crítico de las fuentes históricas disponibles.

Así pues, el dossier, que se abre con un trabajo de lo que podríamos llamar etnohistoria franciscana, se cierra con un estudio de lingüística misionera, también franciscana. Combès y Montani publican por primera vez el manuscrito más antiguo que conocemos de la lengua wichí: el Diccionario y arte de la lengua mataca del fraile Esteban Primo de Ayala. Se trata de un diccionario (pues el “arte”, es decir, la gramática, no se ha encontrado) confeccionado en la misión de Zenta, en la actual provincia argentina de Salta, fechado en 1795. El manuscrito original está conservado en el Archivo Franciscano de Tarija (Bolivia) y, por su importancia, acaba de ser incorporado al Registro nacional de Bolivia a la Memoria del Mundo de la UNESCO.

Combès y Montani, además, comparan de forma sistemática el diccionario de Primo con las tres versiones que se conservan del vocabulario conocido como Manuscrito D’Orbigny —dos publicadas por Lafone Quevedo en la Argentina, otra, una copia inédita y parcial hecha por el propio D’Orbigny y conservada en Francia. La comparación pone en evidencia dos cosas importantes: por un lado, que el autor del Manuscrito D’Orbigny, hasta ahora anónimo, es el propio Primo; por el otro, que el diccionario de Primo y el Manuscrito D’Orbigny deben ser distintas versiones de un mismo documento. Otro aspecto del artículo que nos interesa resaltar es que nos recuerda —pues sobre este punto ya insistió Palmer (2005, cap. 1)— que los wichís también ocupaban los valles interserranos del contrafuerte andino —una región de la que han sido desplazados hace ya más de un siglo.

*

En aquel encuentro que dio origen a este dossier y en la preparación del dossier mismo, un problema sobrevoló todo el tiempo: el de cómo escribir el wichí9. Por siglos, la escritura ha sido “el” recurso para fijar la palabra, cristalizarla, estabilizarla. Esta “tecnología de la palabra” —como decía Walter Ong (1987)— o “del intelecto” —como decía Jack Goody (1983)— es una herramienta bastante complicada, que como toda herramienta exige unas cosas y posibilita otras, a corto y largo plazo. Exige un saber técnico y, como su fin es comunicar, un saber compartido por una comunidad. Habilita fijar el discurso, almacenarlo, criticarlo y trasmitirlo a través de un tiempo y un espacio más largos. Es ya un clásico el triángulo escritura-Estado-ciencia planteado por Claude Lévi-Strauss (1988) en su “Lección de escritura”. En concreto, no cabe duda de que la última palabra en cómo escribir en wichí la deben tener los propios wichís, que son los verdaderos usuarios de la lengua. Pero es obvio que ellos no se hubiesen puesto a escribir, al menos no cuándo y cómo lo hicieron, si no hubiesen entrado en una relación con Occidente, si no hubiese habido una colonización económica, política, religiosa y cultural, etc. Por eso, es naïf perder de vista que misioneros, lingüistas, antropólogos, educadores y políticos son también actores claves en la invención y revisión de la escritura en wichí, y que acceder a la escritura no implica sólo acceder a un alfabeto, sino a una ortografía y a un mundo de libros, de Internet, de teléfonos celulares. Mundo jerarquizado y ligado al Estado y al capital.

Uno de los obstáculos más grandes al momento de adoptar un sistema de escritura para el wichí es su gran variación diatópica, de la que se encarga Nercesian y de la que ya hemos hablado bastante; pero no es el único. A lo largo de la historia, misioneros, académicos, educadores y distintas facciones de hablantes de la lengua han abogado por tal o cual sistema de escritura para la lengua. En general, con buenos motivos: porque ese sistema refleja mejor la variante dialectal que utilizan o conocen, o bien porque con él, por X razón, se sienten mejor representados. Lo que queremos dejar en claro es que, en la adopción de un sistema de escritura, que constituye una de las instancias claves en el proceso de estandarización lingüística, no sólo están en juego criterios técnicos, sino también pujas religiosas, interétnicas, políticas, etc. En el Chaco argentino, la propuesta de alfabeto que hasta el momento ha tenido más éxito es el llamado “alfabeto wichí unificado”, aprobado en 1998 por el Consejo de la Lengua Wichí, un Consejo formado y conducido esencialmente por los anglicanos. En su momento, se trató de un acuerdo valioso, requerido por la gente, pero también motivado sin duda por la inminente publicación anglicana de la Biblia en wichí. Sin embargo, como propuesta normativa años atrás nos pareció precaria y apresurada. Por otro lado, los wichís bolivianos ya habían acordado su propio alfabeto —el de Alvarsson y Claesson (p. ej., 2014)—, y otros autores argentinos, por motivos que no vienen al caso, pero tienen que ver con la fidelidad a sus datos lingüísticos, han decidido utilizar sus propios alfabetos u ortografías (p. ej., Montani, 2017; Montani y Juárez, 2016; Palmer, 2005). Pero fijar un alfabeto no es tener una ortografía. El caso es que 2002 por fin se editó la Biblia en wichí, que se distribuyó ampliamente y usa dicho alfabeto unificado; y el caso es, también, que en 2016 el anglicano que coordinó la traducción de la Biblia publicó su Diccionario de la lengua wichí: Wichi-Español (Lunt, 2016), que también fue muy distribuido entre los wichís y que, a su modo, fija una ortografía. En este contexto y en aras de la unidad, propusimos a los autores del dossier que siempre que pudiésemos nos apegáramos a la ortografía anglicana. De todos modos, John Palmer decidió seguir utilizando su propio y excelente alfabeto, ¡y lo aplaudimos! Al fin de cuentas, la elección de una o varias ortografías es algo que terminará decantando por su propio peso en la medida en que los wichís se apropien de la escritura como herramienta, la usen y la fuercen según sus necesidades. Por el momento, nuestro llamado es a ponerse a leer y escribir en wichí, a abrir el diálogo, animados por la buena voluntad y evitando los dogmatismos.

Notas

1. Por motivos un tanto enredados que aquí no cabe comentar, llegamos al siglo XXI con estos dos nombres políticamente correctos para el grupo étnico, que provienen de palabras indígenas: wichi significa ‘persona’, ‘gente’; y w’enhayek (o ’weenhayek, como se escribe en su propio alfabeto), algo así como ‘lo cambiado’, ‘lo diferente’. En el siglo XX aún se usaban otros cuatro términos para denominar a los wichís y su lengua: “mataco”, aparentemente impuesto por otros y en desuso por ser políticamente incorrecto; “noctén”, aplicado a los wichís bolivianos; “güisnay”, que es sin duda otra grafía del plural de ’weenhayek (i. e., ’weenhayey), para los del Pilcomayo medio (hoy del lado argentino), y “vejoz”, el nombre de parentela wej-wos, para los wichís del alto Bermejo (Montani, 2017, p. 122ss; Montani y Combès, 2019). Como este dossier se publica en una revista argentina y trata mayormente de los wichís argentinos, siempre que no se indique lo contrario, usamos el alfabeto unificado de los anglicanos (Lunt, 2016) para anotar los términos wichís (en itálica).

2. En la estimación demográfica seguimos a Wallis (2016), que nos parece la más realista (cf. Palmer, en este dossier).

3. Otros nombres de la familia son mataco-macá (Mason, 1950), mataco-mataguaya (Tovar y Larrucea,1984) y matacoana (Kaufman, 1990). En rigor, la vecindad del macá con las otras tres lenguas es algo del pasado.

4. Por motivos logísticos, Chiara Scardozzi no pudo participar de aquel encuentro y tampoco llegamos a incorporar su artículo al dossier, pero esperamos que salga en un futuro número de esta revista y no queremos dejar de mencionarla.

5. En el caso de los weenhayek de Bolivia el primer gran quiebre se da antes, con la expedición de Magariños (1843) que funda la colonia militar de Caiza, por muchos años punta de lanza de la colonización, y con la fundación en 1863 de la misión franciscana de San Antonio (Combès, en este dossier). Para ellos y sus parientes “guisnais” del Paraguay, el golpe de gracia vendrá varias décadas después, con la Guerra del Chaco (1932-1935) (cf. Alvarsson, 1988, 2012a).

6. Para un estudio sobre la importancia de la dimensión lingüística al momento de abordar una “antropología de las emociones”, véase Leavitt, 1996.

7. Desde Pelleschi (1897) hasta Vidal y Nercesian (2009) y Montani (2017, especialmente p. 503-504).

8. Es, por ejemplo, la que adopta Ethnologue: Languages of the World: http://www.ethnologue.com/subgroups/matacoan, consultado 01/ nov/2020.

9. En todo caso, es falso que “los estudiosos acuerdan en que la lengua wichí […] tiene un sistema de cinco vocales /a/, /e/, /i/, /o/ y /u/” (Cayré Baito, 2015, p. 17). Esto sólo puede ser cierto para las variedades orientales del wichí, pero hay acuerdo en que las variantes occidentales tienen, además de esas vocales, un fonema /ɑ/. Reuniendo datos fonológicos de distintos puntos del territorio wichí, Censabella (2009b), por ejemplo, registró 14 fonos vocálicos (sin contar los nasalizados) y resolvió que sólo seis podrían ser considerados fonemas y que los otros ocho eran alófonos. Sin embargo, sólo pudo explicar el contexto de aparición de dos de esos alófonos: /ɯ/ y /ɤ/.

10. El problema de cómo escribir los etnónimos también ha estado presente. Piénsese en la salvedad que hace Combès sobre por qué anota weenhayek y no ’weenhayek, o piénsese en la decisión de Palmer de mantener los etnónimos indígenas en singular ‒decisión que hemos respetado en honor a nuestro maestro.

Agradecimientos

Aunque somos los únicos responsables de los errores que pueda tener este texto, queremos dar las gracias a Diego Villar, Isabelle Combès y Marco Flamini por comentar y revisar el manuscrito. Para editar este dossier y escribir esta introducción, tuvimos el apoyo de las instituciones que nos emplean y, además, del proyecto “Indigenous Communities, Land Use and Tropical Deforestation” del Consejo Europeo de Investigación. Aunque seguramente habrá errores, la revisión, la reescritura y la edición de los artículos que forman el dossier implicó una tarea ardua para todas las partes. No queremos dejar de agradecer muy especialmente la ayuda de nuestros evaluadores externos —hasta ahora, anónimos: Jan-Åke Alvarsson, Lorena Cayré Baito, Florencia Ciccone, Lorena Córdoba, Alain Fabre, Sixto Giménez, Cecilia Martínez, Agustina Morando, Nicolas Richard, Carlos Salamanca, Cristiano Tallé, Pedro Viegas Barros, Diego Villar y Cristóbal Wallis. Tampoco queremos dejar de agradecer a nuestro colega Marco Famini, que organizó junto a nosotros aquel encuentro; a Fabiola Heredia, directora del Museo de Antropología que nos albergó en aquella ocasión; a Andrés Izeta, editor en jefe de la revista que nos publica, y a Bernarda Conte, la diagramadora de la revista, que soportó con estoicismo nuestras demandas y las resolvió con total eficiencia.

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