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Revista del Museo de Antropología

Print version ISSN 1852-060XOn-line version ISSN 1852-4826

Rev. Mus. Antropol. vol.14 no.1 Córdoba Apr. 2021

http://dx.doi.org/http://doi.org/10.31048/1852.4826.v14.n1.32002 

ANTROPOLOGÍA SOCIAL

DOI: http://doi.org/10.31048/1852.4826.v14.n1.32002

Los pueblos y la vida moral. “Pueblo”, “ciudad” y “campo” como categorías de la práctica en las localidades del partido de Punta Indio (Buenos Aires, Argentina)

Towns and moral life. “Town”, “city” and “country” as categories of practice in the settlements of the district of Punta Indio (Buenos Aires, Argentina)

Gabriel D. Noel*

* Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales-Universidad Nacional de San Martín/CONICET, Argentina. Email: gnoel@unsam.edu.ar

Recibido 24-01-2021

Recibido con correcciones 17-02-2021

Aceptado 16-03-2021

Resumen
Más allá de las designaciones geográficas habituales que las califican como “pueblos”, los habitantes de las localidades del partido de Punta Indio (Buenos Aires, Argentina) movilizan, para referirse a ellas, un conjunto de términos que configuran un repertorio discursivo ampliamente extendido. Al designar sus localidades como “pueblo”, “campo” o “ciudad”, las asocian a determinados atributos positiva o negativamente valorados que objetivan un conjunto de posicionamientos morales que oscilan entre el panegírico y la censura. En estas atribuciones, ciertos rasgos canónicos asociados a esos términos son incorporados y reconstruidos selectivamente en términos de un dispositivo en el cual la descripción, la evaluación y la jerarquización devienen operaciones simultáneas e indisolubles. A lo largo del presente texto nos proponemos presentar el modo en que estas categorías son movilizadas, enunciadas y argumentadas por los residentes de las localidades mencionadas, con el propósito de mostrar las maneras en que ciertas designaciones en apariencia geográficas son utilizadas para presentar en clave comparativa y a partir de una serie de consideraciones acerca del significado, las ventajas y las desventajas de la vida en estos espacios ciertas morfologías, escalas y formas del habitar como fuente de experiencias y prácticas más valiosas, preferibles o deseables que otras.

Palabras clave: Pueblos; Moralidades; Repertorios Identitarios; Campo; Ciudad.

Abstract
Beyond their usual geographical designations as “towns”, the inhabitants of the settlements i n the district of Punta Indio (Buenos Aires, Argentina) refer to them using a set of terms that form part of a widespread discursive repertoire. In naming their settlements as “town”, “country” or “city” through certain positive or negative traits, they position themselves in relation to different moral stances involving either praise or condemnation. In said attributions, certain canonical features associated with the aforementioned terms are selectively incorporated and reconstructed in terms of an apparatus in which description, evaluation and hierarchical ordering become simultaneous and inseparable operations. Through this text we will present the fashions in which residents of said settlements mobilize, utter and argue about these categories, with the goal of portraying the ways in which certain designations that may look as geographical at first sight are, in fact/indeed, [commas] used to present, under a comparative key, [commas] certain morphologies, scales and modes of dwelling as sources of experiences and practices more valuable, preferable or desirable than others.

Keywords: Towns; Moralities; Identity Repertoires; Country; City.

Introducción

Recostado sobre el Río de la Plata y a unos 150 km de la Ciudad de Buenos Aires, el partido de Punta Indio se despliega a lo largo de la pampa húmeda bonaerense en un paisaje típico de lo que las representaciones metropolitanas de la Argentina suelen llamar “campo”: amplias extensiones llanas de gramíneas salpicadas con ganado vacuno, equino u ovino, silos, plantaciones esporádicas de maíz, girasol o soja, el ocasional “casco” flanqueado por cipreses, tractores y maquinaria agrícola, caminos laterales sin asfaltar, escuelas rurales, galpones, alambrados, tranqueras (Noel, 2017). Más allá de estas amplias extensiones de “campo”, el distrito – que contaba al momento del último censo con una población total de 9.362 habitantes (INDEC, 2010) – concentra a la notoria mayoría de los mismos en tres asentamientos principales: Verónica, su cabecera (6.456), Pipinas (954) y Punta del Indio (569), distribuyéndose el resto en parajes con unas pocas decenas de personas censadas o bien como población rural dispersa. Como puede verse, no existen en el territorio de este distrito bonaerense de la pampa deprimida aglomeraciones urbanas de gran porte: Verónica corresponde por su tamaño poblacional a lo que Vapñarsky y Gorojovsky (1990) denominaran “pueblos grandes” – es decir aglomeraciones entre 2.000 y 20.000 habitantes – y a Punta del Indio y Pipinas (que caen bien por debajo de esa cota de 2.000 habitantes que desde el Censo de 1914 establece el límite entre población “urbana” y “rural”) les correspondería la atribución de “pueblos pequeños”. Fuera de los límites del municipio resulta necesario trasladarse a La Plata, la capital provincial, a poco más de 90 kilómetros por ruta para encontrar una ciudad de cierta envergadura: su conglomerado urbano concentraba para ese momento 787.294 habitantes (lo cual hacía de él la sexta aglomeración urbana más poblada de la Argentina).

Como puede bien suponerse, estas diferencias de escala se estructuran en un encadenamiento jerárquico de asentamientos a nivel regional, que se encuentran interconectados en tanto “cuenca de vida”1 [bassin de vie] (INSEE, 2012; Aragau, 2013), es decir un territorio heterogéneo a través del cual quienes en él residen despliegan sus trayectorias en busca de un conjunto de recursos que no siempre pueden procurarse a nivel de sus propias localidades, y que los obligan a desplazarse siguiendo ritmos de periodicidad variable. En este sentido, el partido de Punta Indio puede pensarse como un Hinterland2 en el cual parajes y asentamientos menores se articulan en torno de su localidad cabecera, y que en su conjunto se orienta ulteriormente hacia la ciudad de La Plata que ocupa el lugar de metrópoli, y a la cual una parte significativa de los habitantes del distrito recurren con frecuencia en procura de servicios educativos y de salud, industrias culturales y entretenimiento y ciertos insumos y bienes de consumo que pueden obtenerse allí de manera exclusiva, ventajosa o prestigiosa en relación con la oferta de sus lugares de residencia3.

La región así delimitada constituye el escenario en el cual, desde comienzos del año 2015, nos encontramos realizando trabajo de campo etnográfico con el objeto de reconstruir y analizar las particularidades de un paisaje y una configuración social que no encaja demasiado bien en las habituales dicotomías entre lo “rural” y lo “urbano” y cuyas localidades tampoco se prestan con facilidad a los insularismos de los que tantas veces resulta presa el abordaje antropológico en clave de “pequeñas comunidades” (Leeds, 1994; Noel, 2017; Greene y de Abrantes, 2018). En el transcurso de estos primeros cinco años hemos tenido ocasión de realizar observación en varias conmemoraciones públicas oficiales y oficiosas del distrito (Noel, 2020), así como en celebraciones y actividades recreativas y de tiempo libre, tanto en espacios públicos como en ámbitos más restringidos, privados y domésticos. A esta estrategia se le suma una veintena de entrevistas semi-estructuradas – y una serie de conversaciones “informales” que las multiplican por varios órdenes de magnitud – así como el trabajo con fuentes escritas, medios de circulación local y redes sociales (en particular a lo largo del período de confinamiento suscitado por la epidemia de COVID-SARS-2 que comenzara en marzo de 2020 y que nos impidiera durante varios meses el acceso físico al territorio). A lo largo de estas instancias, tuvimos amplia ocasión de presenciar, escuchar, leer, relevar e interpelar a nuestros interlocutores acerca de sus lugares de residencia y del modo en que los conciben, habitan y experimentan en, por y a través de sus prácticas cotidianas.

Fue en el marco de esos intercambios, que se volvió progresivamente evidente que aunque la designación habitual utilizada para referirse a estas localidades involucrara la mayor parte de las veces el término “pueblo” – en consonancia con caracterizaciones geográficas y demográficas como las ya mencionadas – en sus usos podía encontrarse con frecuencia más que una pretensión meramente descriptiva. Más bien al contrario: el recurso al lexema “pueblo” solía movilizar una serie de resonancias e implicaturas valorativas sumamente variables, que encarnaban y objetivaban un conjunto de posicionamientos morales que oscilaban entre el panegírico hasta la censura y que parecían inescindibles del uso nominativo del término. Al mismo tiempo, resultaba curioso y sugestivo que estos pueblos no fueran siempre evocados, calificados y enunciados como tales sino que en ocasiones, un mismo “pueblo” podía aparecer caracterizado como “campo” o incluso como “ciudad”, aún por parte de los mismos actores (en ocasiones con independencia de su escala). No se trataba, entiéndase bien, de que los residentes de los asentamientos del partido de Punta Indio no fueran conscientes de los usos ordinarios de las categorías del lenguaje geográfico o demográfico o del lugar que sus localidades ocupan en la jerarquía regional y urbana – ¿cómo podrían no serlo? – sino más bien de que descriptores como “ciudad” o “campo” (no menos que el omnipresente “pueblo”) eran accionados, en tanto categorías de la práctica4, como parte de un registro valorativo (esto es, moral)5 a la vez que descriptivo. En esta clave, tales designaciones aparecían asociadas a determinados atributos positiva o negativamente valorados de los lugares de referencia, configurando un repertorio discursivo ampliamente extendido que, según aprenderíamos con el tiempo, residentes del partido con distintas posiciones, orígenes y trayectorias movilizan y reconocen a la hora de definir y caracterizar a sus localidades y a la vida en ellas6. A través y por medio de este repertorio – de cuya reconstrucción nos ocuparemos a lo largo del presente texto – ciertos atributos canónicos asociados a los términos “pueblo”, “campo” y “ciudad”7 son incorporados y presentados selectiva y alternativamente en el marco de un dispositivo en el cual la descripción, la evaluación y la jerarquización devienen operaciones simultáneas e indisolubles (Wilkis, 2018). Como habremos de mostrar a lo largo de nuestro argumento, tales atributos y sus diversas combinaciones y contingencias buscan proponer en clave comparativa ciertas morfologías, escalas y formas del habitar como fuente de experiencias y prácticas más valiosas, preferibles o deseables que otras a partir de una serie de consideraciones acerca del significado, las ventajas y las desventajas de la vida en estos espacios.

Las delicias de la vida pueblerina

Como hemos ya adelantado, la categoría de “pueblo” – en la medida en que se identifica con la caracterización habitual aplicada a estas aglomeraciones tanto en el discurso estatal, institucional y académico como en los usos ordinarios del lenguaje coloquial8 – es la que aparece utilizada con más frecuencia para referirse a las localidades de Verónica, Pipinas o Punta Indio y sus habitantes la aplican a ellas en forma colectiva o distributiva como una suerte de descriptor por default. Sin embargo, como hemos también mencionado resulta sumamente habitual que estos usos aparentemente descriptivos de “pueblo” aparezcan, en un análisis más cuidadoso, imbricados en un registro de evaluación moral en el que resuenan los ecos de la Gemeinschaft9 (Tönnies, 2009) en sus dos dimensiones principales y contrapuestas (Bell y Newby 1971): por un lado, las representaciones idílicas e irenistas que presentan la vida pueblerina en contraposición favorable con lo que se concibe como las patologías propias de la vida urbana que le vienen siendo imputadas desde la época de Simmel (2005) y de Wirth (2005), y por otro, las impugnaciones críticas de un impulso reformista que la estigmatizan por “conservadora”, “chata”, “mediocre” u opresiva (Prado, 1998; Blanc 2016).

Comencemos por las primeras, esto es, las celebratorias. Como han reportado ya diversos investigadores para aglomeraciones de esta clase10, las asociaciones favorables ligadas a la idea de “pueblo” – y enunciadas bajo esa modalidad – son relativamente frecuentes en dos clases de actores: en primer lugar, entre quienes han residido toda su vida en ellas (en general pertenecientes a familias con una historia de algunas generaciones de arraigo) y en segundo, entre quienes han migrado a ellas y reconstruyen esa experiencia en términos de un quiebre con una anterior experiencia metropolitana que es descripta en términos contrastantes y desfavorables11. Unos y otros suelen referirse a estos, sus lugares de residencia originarios o activamente elegidos como “pueblos” en términos inequívocamente elogiosos y a la “vida de pueblo” en un contrapunto virtuoso con la “locura” de la “vida urbana”.

Los atributos sobre la base de los cuales se predica elogiosamente esta condición de “pueblo” de las localidades del distrito tienen que ver con diversos factores. En primer lugar suele ocupar una posición de destaque la seguridad, entendida en términos de una relativa preservación de las realidades más crudas del delito callejero, tanto en frecuencia como en peligrosidad y magnitud de la amenaza (Kessler, 2009). La “vida de pueblo” implicaría, en este sentido, que uno puede prescindir de o relajar en buena medida las prácticas securitarias de cuidado de la vida, la integridad y la propiedad al punto de no vivir pendiente de ellas. Como puede verse con claridad, el “pueblo” se opone aquí a la “ciudad”, concebida como fuente de incertidumbre, peligro y paranoia, ya sea sobre la base de una experiencia propia o próxima – como es el caso de varios de quienes han migrado al distrito desde áreas metropolitanas – ya como resultado de una exposición permanente a las construcciones mediáticas de la cuestión securitaria (Focás, 2020) y a sus efectos en términos de pánico moral (Cohen, 2002)12 – como suele suceder entre quienes no han tenido experiencias de esta clase, incluyendo buena parte de los pobladores originarios del distrito.

“La vida acá en el pueblo no es como vos ves que pasa allá… que te matan por cualquier cosa y vivís con el corazón en la boca. Acá es distinto… podés vivir tranquilo y si te llegara a tocar, que es raro (…) las cosas nunca pasan a mayores” (Azucena, 69 años, jubilada y originaria de Verónica)13.

“Acá en el pueblo nunca pasa nada. Como mucho algunos muchachitos que rompen alguna cosa, o te pintan una pared o el monumento de la plaza… pero cosas como las que ves en la tele… no tenés” (Rosa, 76 años, ama de casa y originaria de Pipinas).

“La cuestión de dormir con la puerta abierta, que uno… bah, al menos yo, siempre pensé que era medio mito (…) acá es verdad (…) uno viene con todo el enrosque y toda la paranoia de allá… pero a la larga terminás relajando… y ahí sentís la diferencia de no tener que vivir pendiente de cuando entrás o salís de tu casa, o de si cerraste con llave, pusiste la alarma… todo eso. Me parece que ahí se nota la diferencia entre el pueblo y la ciudad” (Marcelo, 39 años, empleado y migrante reciente a Verónica).

Asimismo, estas atribuciones suelen ser reforzadas y tematizadas por parte de aquellas personas con hijos pequeños, en la medida en que la “vida de pueblo” les permitiría disfrutar de una infancia en la cual los tiempos y los lugares del ocio no estarían restringidos por las potenciales amenazas de la escena urbana. Tal como argumentan Zoe y Marcela:

“…en primer lugar [mis viejos siempre cuentan que decidieron venirse] por [la cuestión] de la inseguridad… yo tenía ocho [años], mi hermano más grande tenía doce y mi hermana más chica cuatro (…) Acá estábamos felices corriendo [en la calle todo el día] y allá era ir a la plaza una vez por semana, y con cuidado, entonces es como que cambiaron la seguridad y la tranquilidad” (Zoe, 24 años, artesana y residente de larga data de Punta del Indio).

“…yo a la vida del pueblo esto no te la cambio por nada... porque me gusta la tranquilidad, me gusta salir a caminar [como cuando] por ahí nos vamos nosotros tres [con mis hijos] ahí a a la placita, van, corren, juegan (…) o andan en bicicleta y yo me quedo ahí re-tranquila porque no pasa nada…” (Marcela, 35 años, docente y originaria de Verónica).

Más allá de la cuestión de la seguridad, las referencias a una infancia feliz y al disfrute del tiempo libre en un espacio público que no se concibe como amenaza resultan omnipresentes en las caracterizaciones de la “vida de pueblo” tanto en los residentes de larga data (cuando evocan sus propias infancias) como en los migrantes más recientes (cuando refieren a las de sus hijos). Más aún: resulta frecuente que quienes han optado por mudarse a estas localidades con hijos pequeños movilicen explícitamente un recurso alocrónico en el cual equiparan su propia experiencia pretérita de niñez con la actual de sus vástagos y a la “vida de pueblo” como una suerte de survival que preservaría una “vida de barrio” que ellos presentan en clave de semejanza y continuidad.

“Lo que vos ves acá es que las cosas son más o menos como cuando nosotros éramos pibes … [la zona en donde yo vivía] cuando yo era chico era un barrio como acá ahora. [El barrio] cuando yo era chico era esto (…) era tranquilo. Yo iba caminando a la escuela (…) iba desde los siete, ocho años caminando. Ahora [allá] no podés ni loco… pero acá sigue todo igual, no hay problema” (Enrique, 50 años, empleado público y migrante reciente a Verónica).

“Todo el mundo te va a decir que la cosa acá sigue siendo tranquila… acá en el pueblo cuando sos pibe seguís teniendo la vida de calle, de vereda, de barrio que en otros lugares ya fue hace rato (…) eso que seguro vos tuviste … pero que tus hijos seguro ya no tienen” (Teresa, 39 años, docente y residente de larga data en Verónica).

La segunda de las valoraciones positivas presentes en este registro – tanto entre residentes de larga data como en migrantes metropolitanos – hace hincapié en los ritmos morosos y sosegados de la “vida de pueblo” y la correlativa tranquilidad que se seguiría de la inexistencia de ruido, caos, tránsito, “el acelere”, el “vivir a mil” y demás atributos negativos asociados de modo perenne a la vida metropolitana14. Así, cuando preguntáramos a Azucena qué actividades de la vida cotidiana se podían desarrollar cómodamente en Verónica, nos contestó con una sonrisa “vivir tranquila”, antes de explayarse y elaborar:

“… yo… cuando voy a La Plata a visitar a mis nietos me vuelvo loca… no puedo entender como la gente puede vivir así sin volverse loca… bah, sí, obvio que lo entiendo… se vuelve loca [ríe]” (Azucena, 69 años, jubilada y originaria de Verónica).

Tampoco resulta infrecuente – como encontráramos en otras localidades bonaerenses (Noel, 2011) – que los migrantes que optaron por radicarse en estas localidades reporten beneficios terapéuticos asociados a su nueva vida pueblerina, como es el caso de Teresa:

“…[el último año en el que] yo viví en Buenos Aires (…) a mí me agarró una depresión increíble porque yo además veía cómo [mi pareja] se iba a [trabajar] a las 8:00 de la mañana, volvía a las 9:00 de la noche. No le crecía la barba, tenía psoriasis, no podía dormir, dormía con calmantes (…) ¡Eso no es vida! (…) Así que nos vinimos y ¡santo remedio!”. (Teresa, 39 años, docente y residente de larga data en Verónica)

Un tercer elemento que se encuentra asociado a la idea de “pueblo” declinada bajo esta modalidad aprobatoria tiene que ver con las atribuciones a su población de una cierta homogeneidad social. Como hemos mencionado en otra ocasión (Noel, 2021), los habitantes de estas localidades suelen presentarlas como sociedades sin extremos de ostentación ni de miseria y sin grandes fracturas sociales ni desigualdades flagrantes de posición y fortuna, vale decir como comunidades mesocráticas pobladas por personas “comunes y corrientes” – los ordinary people que los Lynd encontraran en Middletown (Lynd y Lynd 1957) o los jus’ plain folks de Vidich y Bensman (1958) – en las cuales no habría diferencias dignas de mención15.

“Vos podés caminar acá de punta a punta del pueblo y no vas a ver ni grandes mansiones ni villas… sí tenés algunas casas más grandes, más modernas o más cuidadas… que son en general de profesionales, comerciantes o gente del campo que tienen un buen pasar … pero nunca nada ostentoso. Acá nadie se las da de nada (…) estaría re-mal visto si alguien lo hiciera… y yo no he visto que lo hagan tampoco.” (Gladys, 53 años, trabajadora social y residente de larga data en Verónica).

“Lo que pasa es que acá en el pueblo somos todos hijos de la planta16 entonces eso está muy presente… Más allá del [antiguo propietario de las instalaciones] que tenés ahí la casa que antes era del jefe de la planta y que tiene la estancia allá atrás acá todos somos iguales… porque el que no trabajaba de la planta, vivía de la planta.. y nadie se cree más que nadie” (Mariana, 32 años, docente y originaria de Pipinas).

Ciertamente, como también hemos argumentado en un texto anterior (Noel y de Abrantes, 2020), no se trata de que los habitantes de estas localidades – ya sean originarios de ella o venidos de fuera – no sean conscientes de la existencia de desigualdades de posición, recursos o fortuna sino de que las mismas son presentadas como triviales, contingentes o temporarias. Resulta habitual en este sentido que tales diferencias sean eufemizadas o minimizadas incluso en el mismo momento y en la misma operación en la que son enunciadas, ya se trate de quienes caen “por debajo” de esta posición “media” no marcada como de quienes la exceden “por arriba”:

“Cierto: tenés el Barrio Latorre… que es lo más parecido que vas a encontrar acá a una villa… según dicen algunos [ríe]. Pero nada que ver… es gente que llegó hace poco, por ahí con una situación muy precaria… y que está pasando por una muy mala situación … pero tampoco es que la gente los señale con el dedo y los discrimine (…) se los trata igual que a cualquier otro” (Gladys, 53 años, trabajadora social y residente de larga data en Verónica).

“Acá, en esta sociedad todavía se conserva algún dejo de igualdad porque no hay tantos pobres, porque tampoco hay tantos ricos. Esas cosas también pasan en los pueblos estos: digamos, estamos nosotros, está mi vecino, que es Benjamín Muñiz Barreto, que es descendiente de los que fundaron este pueblo (…) terratenientes pampeanos, y dueño de un montón de cosas. Y vos lo ves es uno más” (Teresa, 39 años, docente y residente de larga data en Verónica).

Resulta también usual que esta atribución con frecuencia se deslice en dirección de una dimensión adicional referida a la sociabilidad, entendida a la vez en tanto densidad y disponibilidad, esto es como la capacidad supuestamente generalizada de todos los residentes, en virtud de su cercanía e interconocimiento recíproco, de movilizar a modo de recurso amplias redes de proximidad, vecinalidad, amistad, convivialidad o parentesco. Hablando en los familiares términos bourdianos, todo ocurre como si los habitantes de estas localidades supusieran una suerte de distribución más o menos generalizada de capital social (Bourdieu, 2000) o capital moral (Wilkis, 2014) en virtud de su interconexión relativamente compacta y de la ausencia relativa de diferencias sociales que acabamos de mencionar17.

“Una cosa que tiene acá la vida del pueblo es que pase lo que pase nunca te vas a quedar de a gamba porque cualquier cosa que te pase, a cualquier hora, vos podés ir, tocarle la puerta a tu vecino, al delegado, a quien sea y en seguida te va saltar una solución. Y si no [pueden ayudarte] ellos conocen enseguida a alguien que sí… y se van a mover para darte una mano” (Carlos, 43 años, carpintero y residente de larga data en Punta del Indio)

“Pipinas es así… tiene esa cosa de pueblo de que todos se conocen, porque somos poquitos – y por eso ante cualquier problema que tengas, cualquier cuestión que surja… pasan las dos cosas: que sabés a quién golpearle la puerta y que nunca nadie te va a negar una mano” (Rosa, 76 años, ama de casa y originaria de Pipinas).

“Una cosa que a mí me mata del pueblo… y que pasan los años y no deja de sorprenderme es que acá no hay nadie inalcanzable… del intendente para abajo, nadie… porque acá todo el mundo sabés quién es, donde vive, y podés ir a tocarle el timbre, y decirle ‘voy de parte de tal o cual’, un conocido tuyo y las cosas de un modo u otro se resuelven sin mucha vuelta” (Luis María, 35 años, emprendedor y residente de larga data de Verónica).

Finalmente, a esta enumeración de dimensiones encomiables de la “vida de pueblo” debemos agregar una última que aparece con particular destaque en las narrativas de quienes han migrado desde entornos urbanos, y que tiene que ver con el arraigo, esto es con un proceso de identificación sustantiva con el lugar en el que una vez más resuenan los ecos del “barrio” de la infancia y que con frecuencia aparece atribuido a la escala y a una capacidad de vinculación afectiva asociada con ella18:

“Lo que me empezó a pasar cuando llegué acá es una cosa que… no sé muy bien cómo explicarla de sentirte parte… un poco como esa cosa que tenés con el barrio en el que creciste ¿viste? Cuando vivía allá [en el conurbano] no tenía eso… era simplemente un lugar en el que vivía… pero acá es como que sentís… no sé… como que sos parte del pueblo, y que el pueblo es parte de vos” (Ricardo, 37 años, contador y migrante reciente a Verónica).

“La verdad es que no sé si tendrá que ver con el tamaño, o con lo que te decía de como terminás conociéndote con todos y relacionándote con todos… pero acá me pasa algo que no me pasaba en la [ciudad mediana en la que vivía] de tomarle… no sé… un cariño, sentir como que no te da igual y festejar cada pequeño triunfo – el hospital… la terminal nueva que están haciendo… las obras que hicieron en el boulevard – como algo tuyo, como propio” (Gladys, 53 años, trabajadora social y residente de larga data en Verónica).

“Este no es cualquier lugar, este es mi lugar en el mundo… no solo por lo que hablábamos de la energía especial que circula en este lugar… sino porque esa cosa chiquita, de pueblo, a escala humana ¿no? creo que tiene más que ver con lo que uno… con el modo en que la gente tiene que vivir… conociéndose y dándose una mano… conociendo y amando el lugar en el que vive, no solo viviendo en él” (Nahuel, 31 años, artesano y migrante reciente a Punta del Indio).

El lado oscuro de la Gemeinschaft

Ahora bien: como hemos ya señalado, las valoraciones positivas del carácter de “pueblo” atribuido a estas localidades y a la vida en ellas conviven y coexisten con una serie de contrapartes negativas correspondientes al costado menos amable de la Gemeinschaft19. En lo que hace a los enunciadores habituales de estas caracterizaciones críticas, también aquí encontramos tanto a migrantes como a residentes originarios, pero con una salvedad importante en el caso de estos últimos: la predicación de valoraciones de esta clase parece ser patrimonio exclusivo de quienes han tenido contacto directo, cercano y duradero con la “ciudad”, es decir, quienes han tenido experiencia residencial en localidades metropolitanas durante un lapso significativo de sus vidas. Esto incluye de modo muy particular y notorio a aquellos jóvenes que habiendo llegado al momento de proseguir estudios universitarios (o cualquier tipo de formación especializada no disponible en el distrito) se ven en la obligación, para llevarlos adelante, de abandonar sus localidades de origen y establecerse de manera más o menos permanente en alguna ciudad con oferta de esta clase (típicamente La Plata, que a partir de su proximidad relativa les permite movimientos pendulares). Como veremos en breve, es a partir de esa experiencia metropolitana que muchos de estos actores – si es que no todos – “descubren” (esto es, consiguen explicitar en forma reflexiva para sí y para otros) que “vivían en un pueblo”, ya no en tanto beneficiarios de ciertos “privilegios” en relación con las carencias, patologías y peligros asociados a la vida metropolitana, sino por el contrario, en tanto fuente de limitaciones, obstáculos y un amplio surtido de taras sociales y morales. En este sentido resulta habitual que su trayectoria “en la ciudad” sea descripta como un un “ampliar los horizontes”, un “abrir los ojos” o un “terminar de darse cuenta” (entre quienes ya sostenían una posición ambigua), en una operación que por remisión a cierta idea de cosmopolitismo, es relatada como una experiencia que o bien les confirma o bien les revela en forma retrospectiva a estos actores la existencia de una mentalidad pueblerina de la cual se descubren y se pronuncian distantes20.

“Al principio iba y venía, porque medio que al principio no te voy a mentir me daba un poco de temor (…) no sabía si me iba a adaptar después de haber vivido toda la vida en el pueblo… y la verdad ahora creo que soy más de allá [que de acá] y no sé si volvería a instalarme (…) el pueblo te achata, te achatás, con [todo lo que tiene que ver con] el pensamiento te achata”. (Guadalupe, 22 años, estudiante universitaria y originaria de Pipinas).

“La verdad que si me preguntabas antes de irme para allá te decía que yo era cien por ciento de acá, y que no te cambiaba la vida de pueblo por nada. Y ojo… por algo me volví y sigo bancando la parada desde acá. Pero después de haber vivido en La Plata, estudiado allá y hecho mi vida allá durante varios años todavía me sigo preguntando: ¿cuál es mi lugar?” (Magdalena, 28 años, graduada universitaria y originaria de Verónica).

Así, si de hecho veíamos en párrafos anteriores que la “vida de pueblo” aparecía particularmente valorada en relación con una infancia feliz y satisfecha, la evaluación se invierte cuando es enunciada en referencia a la juventud, en particular al período inmediatamente posterior a la finalización de los estudios secundarios, cuando – según argumentan tanto los adultos como los propios jóvenes – el “pueblo” deja de ofrecer un horizonte alentador:

“…pero después (…) lo padecés bastante (…) cuando terminás el colegio [secundario], como que hay muy pocas posibilidades para desarrollarte… ya sea culturalmente, educativamente (…) o de trabajo más que nada” (Zoe, 24 años, artesana y residente de larga data de Punta del Indio).

“Siendo joven la verdad que el pueblo no tiene mucho para ofrecerte… y lo que si tiene, la tranquilidad y eso deja de parecerte interesante [ríe]. No te cuento si tenés alguna inquietud [de militancia] social o eso… que no está bien visto. Acá no hay mucho espacio para crecer en ese sentido.” (Facundo, 24 años, estudiante universitario y originario de Pipinas).

“Nuestros hijos ahora son chicos todavía… pero obviamente con [mi esposa] nos damos cuenta de que en algún momento Verónica les va a quedar chico… porque los jóvenes no tienen mucho para hacer acá… y ojo que no hablo sólo de los estudios, hablo de todo: tiempo libre, cultura, militancia… entiendo que el pueblo no es muy grato para ellos, en esa etapa de la vida… como si puede serlo para los chicos más chicos o a nuestra edad para nosotros” (Enrique, 50 años, empleado público y migrante reciente a Verónica).

La cuestión de la necesidad de trascender esta mentalidad “limitada” y “de pueblo” para reemplazarla por una actitud más cosmopolita aparece con particular fuerza entre quienes desempeñan tareas docentes, que suelen señalar como problema recurrente entre sus estudiantes un cierto conformismo o una resignación irreflexiva que se expresaría en un aplastamiento del horizonte de expectativas que los condena a la reproducción intergeneracional de las escasas posibilidades disponibles localmente21, impidiéndoles “realizarse”, “seguir su vocación”, “alcanzar sus posibilidades” o “ser felices”:

“La mentalidad de pueblo es así (…) eso tiene que ver con todo un montón de cosas dadas, de posibilidades [que se dan por sentadas]… y de un montón de otras cosas que si no se las muestran, están fuera de su alcance, y se van trabando [y no salen de lo que conocen: laburar con el viejo o, en el mejor de los casos, querer ser abogado o contador] o ni siquiera se les ocurre seguir una carrera universitaria porque no ven que nadie alrededor suyo lo haga. Ser comerciante exitoso es como el límite… incluso para pibes que vos ves que vienen con inquietudes intelectuales… vos ves cómo se les van apagando, porque sus padres, sus conocidos, los amigos de la familia se las van apagando (Paco, 48 años, docente secundario y residente de larga data de Verónica)”.

“Vos intentás sacarlos de esa mentalidad de pueblo (…) porque en un pueblo es más difícil incentivarlo al chico a que la vida no es esto nada más. No digo que todos estemos para ir a la Universidad; de hecho, si a mí me preguntabas, jamás te iba a decir que iba a llegar a donde estoy hoy… pero en el buen sentido; porque mi expectativa era ‘bueno’ – estaba [trabajando] en una farmacia – ‘bastante si puedo terminar el profesorado’ (…) tiene que ver con lo que te decía de la mentalidad… los estándares de qué es lo que aspira cada uno. (…) Me pasó que estaba dando Trabajo y Ciudadanía. [Último] año (…) y una piba se me paró y me dice’¿Y a vos quién te dijo que yo voy a ir a la universidad?’. Yo la miro y le digo ‘¿Y quién te dijo que no podés ir?’(…) Entonces después yo les llevé [información] de todas las carreras (...) [y esta chica] estaba ‘¡pero qué interesante bibliotecología!’… pero claro… era como que ella no se veía en una universidad y no por cuestiones económicas ni de clase… sino porque no se le había ocurrido que eso era algo para ella... y nadie se lo había dicho”. (Elvira, 37 años, docente universitaria y secundaria y originaria de Verónica).

Las referencias a la chatura, al aplastamiento y a otros cognados análogos aparecen en estas versiones críticas predicadas como consecuencia de esta condición pueblerina y su mentalidad. Según sus enunciadores, el problema no estaría tanto en las restricciones objetivas ligadas a la escala y a la localización de estos asentamientos (al fin y al cabo, dan por sentado que considerando lo uno y lo otro siempre habrá una amplia gama de actividades que no resultan ni jamás resultarán sustentables y que por tanto no quedará más opción que procurárselas fuera) sino en las actitudes predominantes ante estas limitaciones – esto es el conformismo, la resignación, el pesimismo o incluso la sospecha, el ridículo o la censura como actitudes por default ante cualquier posibilidad de cambio, “mejora” o “progreso personal”. Lo que se les imputa por tanto es a una suerte de conservadurismo irreflexivo que tendría como resultado la inercia social y moral y que, como ya ha sido documentado en abundancia (Blanc, 2015), suele complementarse con una impugnación en términos de conservadurismo moral y sus asociaciones habituales, convencionalismo e hipocresía:

“Cuando empezamos a llegar acá gente más joven… los ‘jipys’ como dicen ellos [ríe] no te explico las cosas que decía la gente del pueblo. Qué éramos drogones, obvio, mínimo, o narcotraficantes… putos, que veníamos a hacer orgías… ¡qué sé yo! Pensá que durante mucho tiempo esta gente estuvo encerrada sobre sí misma, gente vieja, mucha mentalidad chota de pueblo… cualquier cosa nueva, que se escape de lo que conocen les estalla la cabeza… y si pueden te hacen la vida imposible.” (Nahuel, 31 años, artesano y migrante reciente a Punta del Indio).

“Los pueblos como Pipinas o como Verónica tienen esa cosa… re-careta. O sea, son anti-todo, anti-aborto, anti-gays… los escuchás hablar y son todos Ned Flanders22 [ríe] pero claro acá todo se sabe: quién hizo abortar a la hija, quién tiene otra familia o una mina en [otra ciudad], quién caga a palos a la esposa… pero siempre con el principio de ‘los trapitos sucios se lavan en casa’. Lo importante es que nadie se entere… bah, enterarse todos se enteran, pero que no se hable del asunto…”. (Guadalupe, 22 años, estudiante universitaria y originaria de Pipinas).

Como deja entrever el parlamento de Guadalupe – y como también ha sido ya documentado reiteradamente (Blanc, 2016) – quienes practican identidades de género o preferencias sexoafectivas no hegemónicas (al igual que quienes defienden causas ligadas a agendas “progresistas”23) suelen ser censurados por una parte notoria de los pobladores de estas localidades como “inmorales”, y se les atribuye esas prácticas a contaminaciones por parte de la “ciudad”24. Son por tanto estos actores quienes con más frecuencia movilizan esta acusación de conservadurismo, en razón de ser las víctimas habituales y privilegiadas de diversos dispositivos de estigmatización moral a nivel local. Aunque no de manera exclusiva, esto predica tanto de quienes han emigrado de las metrópolis con sensibilidades morales de este tipo forjadas allí, como de muchos jovenes que entran en contacto con ellas en sede universitaria – en particular los de carreras humanísticas, artísticas o de las ciencias sociales – y que experimentan un proceso de conversión. A su regreso – periódico o permanente – confirman o descubren, como hemos visto para el caso de la “mentalidad pueblerina”, un “pueblo” “conservador” y “reaccionario”.

“Acá vos andás con el pañuelo verde [de apoyo a la legalización del aborto] o el naranja [de separación entre la Iglesia y el Estado] y te ven como si estuvieras poseída.” (Zoe, 24 años, artesana y residente de larga data de Punta del Indio).

“La vida acá para los jóvenes es muy complicada… es como que el pueblo no sabe qué hacer con la juventud… especialmente con las mujeres. La expectativa sigue siendo que se casen, preferentemente con alguien de acá y tengan casa, marido e hijos… no hay otro proyecto [posible] en la mente de la gente del pueblo y como cada vez son menos las chicas que quieren eso, les dicen de todo … las tratan de atorrantas por querer tener una vida [propia]” (Magdalena, 28 años, graduada universitaria y originaria de Verónica).

“Acá en el pueblo se viven quejando de que no hay jóvenes… pero la verdad es que no se bancan mucho a los jóvenes. Ni hablar casos como el mío… que me tienen como una especie de subversiva [ríe] por apoyar todas las causas progres (…) hay muchos que cuando escuchan hablar de derechos humanos o usar el [lenguaje] inclusivo se les frunce… y que te consideran zurda no hay duda.” (Mariana, 32 años, docente y originaria de Pipinas).

“Las personas con disidencias sexuales la pasan muy, muy mal… supongo que es así en todas partes pero en estos pueblos más: no hay forma de que no te hagan la vida imposible…” (Teresa, 39 años, docente y residente de larga data en Verónica).

Como bien puede suponerse, estas imputaciones relativas a la condición pueblerina, predicadas sobre la base de la percepción de un quiebre moral entre una agenda que se concibe como emancipatoria y un trasfondo conservador o reaccionario se refuerzan a partir de la constatación del férreo control social ligado a una sociabilidad densa y abigarrada que ahora invierte su signo. Los principales recursos que suelen ser mencionados como parte de este dispositivo generalizado de escrutinio y de juicio suelen ser – como es de rigor – el chisme, el rumor y el escarnio (Gluckman, 1963; Paine, 1972a y 1972b; Fonseca, 2000; Stewart y Strathern 2008; Elias y Scotson, 2016) y quienes afirman sentirse más afectados por él suelen ser, una vez más, quienes provienen de trayectorias metropolitanas o se han familiarizados con ellas a posteriori, que las inscriben en clave de una “libertad” individual que la “vida de pueblo” les niega (Blanc, 2016).

“La noción de vida privada acá no existe… ¡olvidáte! En los pueblos como estos se sabe todo, todo el mundo opina de todo y juzga sobre todo (…) no es como en La Plata o en [mi localidad de origen] donde vos hacés la tuya y nadie te jode (…) es parte de lo que sacrificás por vivir en un pueblo” (Carlos, 43 años, carpintero y residente de larga data en Punta del Indio).

“Una vez que te fuiste y probaste lo que es vivir sin que todos estén pendientes de vos y de lo que hacés, y con quién lo hacés y dónde te vieron haciendo qué, hay cosas que antes te bancabas que ya no te bancás. A mi me pasa que cuando vuelvo me dan ganás de decirles [a mucha gente] ‘¿a vos qué carajo te importa?’”. (Guadalupe, 22 años, estudiante universitaria y originaria de Pipinas).

“… por ahí una de las cosas que más me costó de la vida acá en el pueblo es aprender a que tenés que ceder algo de tu intimidad, por eso mismo que te decía de que todos están relacionados con todos. Una vez que entrás en esa, ya sea por laburo, por pareja o por lo que sea, te das cuenta en seguida que tus elecciones, lo que decís y hacés ya no es exclusivamente tuyo, sino que pasa a ser propiedad colectiva del pueblo… y al principio te jode, no te digo que no, y después un poco también [ríe] pero por molesto que sea y por más que la sensación de sentirte vigilada no pase nunca… porque sí, terminás poniéndote un poquito paranoica [ríe] es el precio a pagar por vivir acá” (Gladys, 53 años, trabajadora social y residente de larga data en Verónica).

El campo y la ciudad: cuando el pueblo deja de ser “pueblo”

La lista de atributos que acabamos de enumerar y a partir de la cual los habitantes de Verónica, Pipinas y Punta del Indio construyen una caracterización moral de sus lugares de residencia sobre la base de su putativa cualidad de “pueblos” no agota, tal como señaláramos en nuestros párrafos introductorios, el modo de describirlos o hacer referencia a ellos. Si bien esta predicación a primera vista puede parecer lógica, obvia o incluso apodíctica – sobre todo cuando se la formula en modalidad contrastiva con una condición “urbana” propia de las metrópolis conocidas o referidas por nuestros interlocutores – existen ocasiones en las cuales estas mismas localidades (aunque como veremos en breve, no todas, y no en la misma medida) pueden devenir otra cosa distinta, incluso en boca de los mismos enunciadores: “campo” previsiblemente – tratándose como mencionáramos de una región con un perfil habitualmente descripto como “rural” – pero incluso también “ciudad”.

La principal candidata para una suerte de membresía honoraria en el mundo metropolitano es, como puede suponerse, Verónica, la cabecera y la más poblada de las localidades del partido. Aun cuando la modalidad predicativa usual extienda en estos casos la valoración deletérea asignada a los asentamientos de mayor escala (de modo tal que Verónica deviene “ciudad” como encarnación local del polo desfavorecido del contraste), en particular cuando se la mira desde alguna de las restantes localidades del distrito y desde una posición de distanciamiento biográfico, social o moral, tampoco se encuentran ausentes, como veremos en breve, algunas valoraciones puntuales que utilizan esa misma atribución para encomiarla por referencia a cualidades negativas y correlativas de los “pueblos” por quienes admiten y se sienten más próximos a ciertas formas de “urbanismo”.

Comencemos pues por las críticas: varias de las cuestiones por las cuales Verónica puede y suele ser enunciada como “ciudad” surgen de extender a ésta varios de los atributos oprobiosos que hemos visto oponer a la vida virtuosa de pueblo, ya sea en forma generalizada e inespecífica, ya en una explicitación que incluye de modo eminente características indeseables como la inseguridad25, el desorden y el ruido:

“Lo que yo veo es que Verónica en los últimos años ha crecido mucho… ha venido cualquier cantidad de gente… y con eso empezaron a pasar cosas que antes no se veían… mucho robo… muchas motos haciendo ruido con el escape y autos con música a todo lo que da… una cosa más como de ciudad. Verónica ya no es un pueblo, como antes… es más una ciudad” (Rosa, 76 años, ama de casa y originaria de Pipinas).

“No, yo a Verónica no voy… salvo que [no me quede otra]. No me vine acá para cambiar de una ciudad a otra… sí, es más chica, pero es un quilombo igual” (Carlos, 43 años, carpintero y residente de larga data en Punta del Indio).

“… yo lo oigo cada vez más seguido… que Verónica ya es más ciudad que pueblo… Lo dicen los amigos de mi marido, todos los de acá… que la vida de ciudad, el delito, el quilombo finalmente terminó por alcanzarnos.” (Gladys, 53 años, trabajadora social y residente de larga data en Verónica).

Las atribuciones ligadas a la sociabilidad, a la homogeneidad y a el arraigo que hemos visto elogiar en clave de “pueblo” también encuentran una declinación negativa en esta maniobra de inversión “urbana” y analógica, donde entran en contraste con la indiferencia, la acepción de personas, la distancia social, la frivolidad o la falta de identificación:

“Los de Verónica vienen a ser como los porteños de acá… bichos de ciudad: igual de engrupidos… te miran como de arriba y no te dan bola, porque para ellos sos del campo” (Nicanor, 78 años, jubilado y originario de Pipinas).

“A diferencia de la gente de acá, sencilla, el que es de Verónica tiene una cosa más de hacer diferencia… de mirarte, quién sos… a quién conocés… qué auto tenés… donde vivís y qué hacés… esa cosa careta bien de ciudad, ¿viste?” (Carlos, 43 años, carpintero y residente de larga data en Punta del Indio).

“Yo no veo que Verónica sea un pueblo… Pipinas es un pueblo, Verónica es ciudad… se ve en mil cosas, pero una que a mí siempre me llama la atención es que no veo que ellos tengan la relación que tenemos con el pueblo, esa relación de orgullo, de amor… de fanatismo te diría. A ellos es como que les da igual vivir ahí [o en cualquier otra parte]”. (Mariana, 32 años, docente y originaria de Pipinas)..

También merece particular mención en este sentido la interpretación de ciertas estéticas y consumos – lo que Hall y Jefferson (2000) denominan “estilos subculturales” – como parte de un proceso de contaminación urbana y de correlativa pérdida de autenticidad local26:

“Otra cosa que vos ves es cómo se visten los pibes… la verdad que a mí me da vergüenza ajena: (…) los ves de a caballo, vestidos mitad de paisano y mitad con las zapatillas esas que usan los pibes de allá de las villas y escuchando esa música… ¿cómo se llama? ¡Reggaeton! Eso no es cosa de acá… esas son mañas de ciudad. Ahí te das cuenta de cómo cambió todo” (Nicanor, 78 años, jubilado y originario de Pipinas).

“Igual te digo que esto cambió mucho… y aunque lo que te decía antes de la tranquilidad de acá del pueblo sigue siendo así, hay otras cosas en las que… no sé, en las que Verónica cada vez es más ciudad. No te digo ciudad, ciudad como La Plata… pero ciudad al fin. El modo en que los pibes se visten, hablan, la música que escuchan… antes vos te dabas cuenta enseguida si un pibe era de acá o de afuera… ahora es como todo lo mismo, si mirás a los pibes Verónica de pueblo no tiene nada” (Marcela, 35 años, docente y originaria de Verónica).

Las caracterizaciones elogiosas que enuncian a Verónica como “ciudad”, por su parte, aunque no sean demasiado frecuentes y se encuentren circunscriptas a algunos de sus propios residentes particularmente entusiastas – recurren a cierta idea de dinamismo, prosperidad y vitalidad que romperían con el “atraso”, la “monotonía”, la “resignación” y la “chatura” de la vida de pueblo:

“Comparado con lo que era antes Verónica es [ahora] un lugar mucho más dinámico, como que se sacó de encima esa cosa monótona y gris del pueblo… de no querer progresar… o de que te da igual porque total para hacer cualquier cosa te vas y la hacés allá [en La Plata]. Hay como una cosa, como un clima más de ciudad, más copado” (Patricia, 36 años, comerciante y originaria de Verónica).

“La gente antes era como más quedada… esa cosa medio chata de pueblo, conservadora… de como que todo siga más o menos igual. No sé si habrá sido la gente que vino de afuera… o los jóvenes que se vuelven o qué, pero ahora ves que Verónica – al menos en algunas cosas – tiene más de ciudad. Hay cosas para hacer acá27” (Teresa, 39 años, docente y residente de larga data en Verónica).

Las referencias a estas localidades en términos de “campo”, por su parte, resultan algo más frecuentes, tratándose – como ya mencionáramos – de una región que satisface razonablemente bien las resonancias y evocaciones habituales asociadas con el término en la Argentina28. Las formas más habituales en las cuales suele aparecer esta designación implican la predicación de alguna de las características positivas o negativas que encontráramos asociadas a la atribución de “pueblo” pero expresadas en grado superlativo. Así, resulta frecuente que un interlocutor cualquiera que quiera enunciar de modo eminente su admiración por la tranquilidad o la sociabilidad virtuosa o bien una condena igualmente categórica de la mentalidad pueblerina o del conservadurismo, se refiera a ellos como parte de una “vida de campo”, “mentalidad de campo” o “cosas/gente de campo”29. Asimismo, este deslizamiento en la atribución suele ir acompañado de una atribución esencialista y quietista, es decir de la firme convicción de que se trata de rasgos persistentes e inherentes a esta condición que constituyen o bien una garantía moral frente a la decadencia y la contaminación de la vida urbana (en sus versiones afirmativas), o bien un lastre imposible de modificar, que se reproduciría intergeneracionalmente de manera inamovible y con el cual, en el mejor de los casos, hay que aprender a convivir o negociar (en las condenatorias).

Otros atributos tanto positivos como negativos, por su parte, son reelaborados y modificados lexicalmente en el cambio de predicación y de énfasis que lleva de “pueblo” a “campo”. Así sucede por ejemplo con la homogeneidad social – que ahora es sencillez y bonhomía – con el arraigo – que se transforma en autenticidad – con el conformismo y la resignación – que pasan a ser obstinación y necedad – y la chatura y el aplastamiento – que devienen atraso:

“Acá somos toda gente de campo… sin vueltas, gente sencilla y de trabajo, por eso nadie se las da de nada. Sencillez y respeto” (Nicanor, 78 años, jubilado y originario de Pipinas).

“La gente acá sigue teniendo esa cosa de campo… es genuina, se muestra como es y es así… así como la ves. No pretende ser lo que no es… no se las da de nada. Eso sigue así… no desaparece y la verdad que es una suerte” (Marcela, 35 años, docente y originaria de Verónica).

“Acá tenés esa cosa maravillosa de la vida de campo, de la gente de campo… que en otros lados ya no existe… gente sin vueltas, sin hipocresía… que te dice las cosas como son y que te trata como persona, como un ser humano… eso la verdad que para mí no tiene precio” (Nahuel, 31 años, artesano y migrante reciente a Punta del Indio).

“No te olvides que acá raspás un poco y te sale de abajo el campo… yo en las escuelas lo veo todo el tiempo. Gente muy cerrada. Muy cerrada. No hay forma de cambiarles la cabeza… ¡y ojo que trato, eh! Pero no quieren saber nada” (Paco, 48 años, docente secundario y residente de larga data de Verónica).

“Aunque por un lado lo entiendo… no sé si será la vejez o qué [ríe] pero cada vez tengo menos paciencia con esa actitud de [‘¿para qué cambiar] si así estamos bien?’, esa cosa bien de campo, ¿no? de ‘las cosas siempre han sido igual y no veo por qué no deberían seguir siéndolo’”. (Teresa, 39 años, docente y residente de larga data en Verónica).

Finalmente, a estos deslizamientos que replican, transponen o reelaboran en clave de “campo” algunos de los atributos que ya hemos encontrado en las caracterizaciones de las localidades del distrito bajo la cualidad de “pueblos”, podemos agregar una última modalidad de enunciación propia de este registro en el que resuenan algunos de los rasgos subrayados por los investigadores del fenómeno denominado “neorruralidad” (Ratier 2002, Trimano, 2019; Cerdá y Matteo, 2020)30. Aunque no siempre se trate en sentido estricto de “neorrurales”31, encontramos numerosos actores – en particular en la localidad de Punta del Indio, objeto de una pequeña pero notoria migración metropolitana de jóvenes y adultos con sensibilidades “verdes” (Noel, 2011; Quirós, 2014 y 2019) – que refieren al “campo” y a la “vuelta al campo” en términos de una (re)conexión con la naturaleza (Nates-Cruz y Raymond, 2007)32. Así, como ya mencionáramos, cuando la tranquilidad que hemos visto asociada al “pueblo” se desliza hacia un contacto íntimo con el entorno, la “naturaleza” y sus “ritmos”, el pueblo deviene “campo”33, adquiriendo con frecuencia en el proceso un potencial elegíaco, nostálgico, utópico o más bien contrautópico (Faccio y Noel, 2019) que en sus versiones extremas expresa una voluntad de resistencia a la vida urbana y a sus patologías individuales y colectivas: “…yo cuando voy a Punta del Indio me transformo… porque ahí – viste que era zona de estancias – tenés esa cosa de que el tiempo transcurre de otra forma… con otros ritmos, que dependen más de la naturaleza y del río, el clima y el monte… porque ahí todavía tenés esa cosa como de campo… como de que vivís con pocas comodidades pero más en contacto con la naturaleza y con vos mismo…”. (Marcela, 35 años, docente y originaria de Verónica).

“Cada vez me convenzo más de lo bien que hice al venirme acá… porque medio que es una fantasía que creo que todos tenemos, no, ‘volver al campo’, esa cosa que no es de ahora, que encontrás en el rock nacional incluso… en dejar la ciudad y cambiar el asfalto por el campo por la naturaleza… te cambia la vida…” (Nahuel, 31 años, artesano y migrante reciente a Punta del Indio).

“Vos ves que casi todas las cosas de la vida acá… sobre todo para uno que vino de afuera… tienen otro ritmo, un ritmo que no lo ponés vos, que no lo pone la gente, sino que te pone la naturaleza. Esa vida de campo, ¿no? … eso obvio que te hace sentir distinto, no sólo porque te hace bajar dos cambios, sino porque te baja de ese lugar de omnipotencia y te coloca en tu sitio… creo que por eso la gente de campo es así, más… no sé… callada… como más pensante, aunque no haya estudiado… porque tiene otra relación con la naturaleza” (Carlos, 43 años, carpintero y residente de larga data en Punta del Indio).

Reflexiones finales

Como hemos visto a lo largo del presente texto, los habitantes de las principales localidades del partido de Punta Indio las caracterizan alternativamente utilizando términos como “pueblo”, “campo” o “ciudad” en una modalidad de enunciación comparativa y contrastiva en la cual las dimensiones descriptivas y valorativas son movilizadas en simultáneo y de manera inescindible, a veces en forma elogiosa, a veces bajo una modalidad de censura34. Tales categorías y sus asociaciones más frecuentes, las cuales hemos enumerado, configuran una suerte de gramática moral reconocible dentro de los límites del distrito y cuyos recursos son utilizados de manera contingente en una serie de despliegues cuyos contornos varían de acuerdo con las ocasiones de enunciación y con los atributos que se deseen elogiar o condenar en términos de formas preferibles o censurables del habitar. Una vez más, como señaláramos en repetidas ocasiones, lo que encontramos en estas aglomeraciones no es tanto una asociación sistemática entre determinadas clases de actores y determinados usos o posiciones respecto de las categorías “pueblo”, “ciudad” o “campo” que buscarían estabilizarlas como sentido canónico y hegemónico en el marco de una disputa por el “auténtico” sentido de las mismas, sino una táctica de la enunciación construida de manera heterogénea en la intersección de una serie de afinidades electivas sin ninguna pretensión ni apariencia de consistencia y en la cual diversos actores (con frecuencia los mismos) utilizan estas distintas denominaciones para subrayar alternativamente atributos que aprueban o desaprueban de sus localidades y de sus vecinas.

Ahora bien: nuestros hallazgos parecerían en principio adolecer de una relativa falta de novedad, en la medida en que los atributos sobre la base de los cuales hemos visto a nuestros nativos imputar su condición de “pueblo”, “campo” o “ciudad” a sus localidades es parte de lo que “todo el mundo sabe” acerca de ellas. Esta apariencia de trivialidad, sin embargo, encubre según creemos una cuestión que no siempre es reconocida ni tematizada con la debida sutileza, y que tiene que ver con la superposición que estas caracterizaciones registran con sus principales contrapartes sociológicas y antropológicas, que al igual que sus correlatos legos, movilizan de manera inconfundible y solapada un contenido moral a la vez que se presentan como estrictamente descriptivas o analíticas (Bell y Newby, 1971). Esta coincidencia nos recuerda, como en parte hemos adelantado, que la relación entre los usos académicos y los coloquiales de términos como “pueblo”, “ciudad” o “campo” está atravesada por una genealogía y una historia en la cual se entrecruzan discursos y dispositivos literarios, visuales, cinematográficos, periodísticos y ensayísticos (Faccio y Noel, 2019) en una doble hermenéutica (Giddens, 1995) que circula en ambas direcciones, puesto que no sólo se trata de que los conceptos forjados en las ciencias sociales sean reapropiados y reinterpretados por los legos, sino – y de manera prominente – en que esos mismos conceptos en sede sociológica y antropológica suelen estar impregnadas, como hemos advertido en otras ocasiones (Noel, 2017) con la marca de apropiaciones no del todo avisadas de esas historias y etimologías de larga duración, introduciendo de manera irreflexiva una serie de resonancias morales de las que no siempre los investigadores somos conscientes35. En este sentido queda claro que no tiene mayor sentido posicionarnos ante esta gramática moral de los habitantes del partido de Punta Indio como si fuera enteramente exótica36, puesto que no es ni puede serlo. Por el contrario: abreva en un repertorio de representación e imaginación geográfica tan antiguo como extendido y al cual también nosotros, los científicos sociales metropolitanos, solemos recurrir a la hora de pensar en “los pueblos” “las ciudades” y “el campo”, aunque obviamente – apenas hace falta insistir en ello – lo reelaboren y movilicen en modalidades locales específicas.

Una de las principales consecuencias de esta suerte de cortocircuito tautológico entre las perspectivas nativas y las categorías analíticas – y el responsable principal de la ilusión de lo “ya sabido” a la que hiciéramos referencia en el párrafo precedente – es que a la hora de caracterizar estos espacios los investigadores nos sentimos habitualmente tentados a presentar y discutir como si fueran rasgos o propiedades inherentes de los mismos lo que no son más que narrativas morales locales acerca de ellos (Greene y de Abrantes, 2018), o bien a pensar estos discursos como si fueran representaciones o imaginarios que funcionarían como correlato “dialéctico” de dimensiones sociológicas, estructurales o morfológicas (y que en parte guardarían una correspondencia “simbólica” con ellas en tanto realidad “material”) (Boggi y Galván, 2016). Por el contrario, como hemos intentado proponer a lo largo del presente texto, debemos dejar de pensar en “pueblo”, “campo” o “ciudad” como categorías analíticas con un contenido morfológico específico que sería nuestro trabajo determinar y especificar para empezar a reconocerlas de manera más consistente con el modo en que se nos presentan empíricamente en nuestros procesos de investigación: como posicionamientos discursivos que, más allá de las esperables afinidades y límites supuestos por sus condiciones morfológicas y demográficas movilizan en forma práctica, en los posicionamientos y usos de sus enunciadores, un conjunto de recursos escogidos y subrayados que, sobre la base de una serie de imputaciones sedimentadas de larga data, les permiten describir y sobre todo evaluar estas localidades en el marco de una serie siempre irresuelta (y no necesariamente consistente) de posicionamientos contrastivos y alternativos. El imperativo no implica por tanto, creemos, la necesidad de emitir sentencia firme sobre lo que estas localidades sean efectivamente (pueblos, ciudades, campo o cualquier otra cosa) intento que, como muchas veces se ha insistido, ha probado ser tan fútil como pernicioso (Hannerz, 1986; Leeds, 1994). Se trata de entender que esa operación de nominación y adjudicación de una aglomeración como “pueblo”, “campo” o “ciudad” es parte de una gramática activa de caracterización local que hay que reconstruir no como “evidencia” de que estos espacios efectivamente serían lo que nosotros pensamos, decimos o definimos que son, sino como parte de un proceso contingente y variable de atribución valorativa que se despliega en ellos y que constituye un objeto etnográfico de derecho propio.

San Martín, 23 de febrero de 2021

Notas

1 La traducción corriente de esta expresión en español, “espacios de vida”, además de ser lexicográficamente inexacta pierde el potencial analógico de la noción de “cuenca”, así como la proximidad conceptual con otros cognados correctamente traducidos como es el caso de “cuencas laborales” o “cuencas de empleo” (Crovetto, 2011).

2 La expresión, que se usaba originalmente para referirse a la zona de influencia terrestre de un puerto, se ha extendido en forma analógica para referirse al área de influencia alrededor de una ciudad o de una infraestructura logística.

3 Mutatis mutandis, lo mismo se aplica (en particular en lo que hace a servicios educativos y de salud) a la relación de los habitantes del distrito con algunas instituciones particularmente prestigiosas del vecino partido de Magdalena.

4 Aún cuando compartimos en buena medida las reservas que Balbi (2012) ha manifestado respecto de esta expresión, hemos optado por utilizarla en esta ocasión a los fines de evitar los deslizamientos particularistas y exotistas que “perspectivas nativas” podrían sugerir en un lector poco avisado. Como veremos a lo largo del presente texto, los usos que nuestros nativos hacen de términos como “pueblo”, “ciudad” o “campo” movilizan referencias a repertorios de amplia circulación que exceden en su alcance a sus manifestaciones y encarnaciones “locales”.

5 Entendemos por “moral” toda práctica discursiva o no que pueda referirse a uno o más valores imputables a algún colectivo del que un agente reclama adhesión, y que configura grados de obligación y deseabilidad relativa de un estado de situación o de un curso de acción comparado con otros posibles (Noel, 2013)

6 Aunque tendremos ocasión de mostrar esto a lo largo de todo el texto, quisiéramos dejar en claro que no se trata de la existencia de una asociación entre determinados tipos de actores y determinados usos o posiciones de estos términos en el marco de una disputa valorativa por el “auténtico” sentido o la naturaleza de estas localidades. Por el contrario, como hemos ya señalado son con frecuencia los mismos actores los que utilizan las distintas categorías para subrayar alternativamente atributos que aprueban o desaprueban de sus propias localidades o de las localidades vecinas. Esto no excluye, como veremos, que existan afinidades electivas puntuales entre ciertas atribuciones y ciertas clases de actores en relación con tópicos específicos.

7 Cabe señalar, como hemos mencionado en otras ocasiones (Noel, 2017, Faccio y Noel, 2019) que muchos de los elementos incluidos en este repertorio son seleccionados y (re)formulados sobre la base de tropos habituales acerca de “lo urbano”, “lo comunitario” y “lo rural” de larga persistencia tanto en los discursos literarios, cinematográficos y periodísticos como en los ensayísticos y sociológicos (Bell y Newby, 1971, De Marinis, 2013) que le dan un aire de “sentido común” y de “lo que todo el mundo sabe” que con frecuencia inhibe el análisis. Volveremos sobre este tema en nuestras Reflexiones finales.

8 A diferencia de lo que ocurre en otros idiomas y variedades del español, en el castellano rioplatense de uso coloquial en la Argentina metropolitana no existe una gradación demasiado fina en lo que hace al tamaño y morfología de los asentamientos urbanos: “ciudad” y “pueblo” abarcan prácticamente la totalidad del campo semántico. La distinción del mundo angloparlante entre “town” y “village”, por ejemplo, así como el conjunto más pormenorizado de distinciones que aparece en otros países de América Latina se encuentra ausente en la región.

9 Hemos optado por dejar este término sin traducir para evitar la confusión asociada a la enorme heterogeneidad de sentidos sedimentados y adheridos a su traducción castellana, “comunidad” (De Marinis, 2013, Noel, 2017).

10 Un ejemplo bien documentado y relativamente reciente puede encontrarse en el volumen coordinado por Cloquell (2013).

11 Aunque como tendremos ocasión de mostrar en la siguiente sección, esta aprobación no se distribuya sobre todos los aspectos de la “vida de pueblo” y estos mismos actores puedan sumarse a las censuras sobre otros de sus atributos.

12 Como cabe esperar de acuerdo con esta constatación, la prominencia de esta dimensión en la caracterización moral de nuestros interlocutores suele guardar relación (reserva hecha de las debidas mediaciones) con las sístoles y diástoles de la tematización mediática del problema.

13 Antes de proseguir, resulta oportuno explicitar algunas precisiones metodológicas sobre la presentación de los registros relativos a nuestros informantes. Los nombres empleados a lo largo del texto, como es de rigor, son ficticios por razones de confidencialidad. La presentación de los mismos se ha hecho por sobre la base de las cuatro dimensiones transversales que han aparecido como más significativas a este respecto: género, edad, localidad y trayectoria residencial (así utilizaremos “originario” – para hacer referencia a los “nacidos y criados” en una localidad – “residente de larga data” para referirse a quienes llevan en ella más de una década y “migrante reciente” para quienes se han establecido en los últimos diez años), a las que se suma una mínima caracterización de actividad, presentada sólo a fines ilustrativos (en la medida en que esta dimensión se ha mostrado irrelevante en relación con el argumento del presente texto, esto es, no se ha encontrado asociación significativa ni sistemática entre ella y los usos alternativos de los términos de atribución). Asimismo, hemos concentrado los registros sobre un número relativamente reducido de informantes, y esto por dos razones principales: en primer lugar porque (más allá de la debida necesidad de suprimir numerosos testimonios adicionales en aras de la extensión), presentar instancias análogas en las voces de informantes adicionales sería redundante o anecdótico y en segundo (y esto es lo más importante) porque queremos poner de manifiesto el carácter “táctico” (de Certeau, 1999) y contingente de las atribuciones: esto es tanto que los mismos usos de los términos bajo análisis aparecen en diversas clases de actores o en las diversas localidades, como el que los mismos actores utilizan alternativamente las distintas categorías para subrayar en forma selectiva y puntual atributos que aprueban o desaprueban de sus localidades o sus vecinas.

14 Como veremos en la próxima sección, cuando esta tranquilidad y este tempo aparecen asociados a una idea de “contacto con la naturaleza” y sus ritmos el “pueblo” deviene “campo”.

15 Pueden encontrarse en esta atribución de homogeneidad ecos de la doble acepción de “pueblo” que Julian Pitt-Rivers encontrara entre los grazaleños (Pitt-Rivers, 1971).

16 Se refiere a CORCEMAR, la planta cementera en torno de la cual Pipinas fue fundada y prosperara hasta su cierre a comienzos del presente siglo (Betelú 1999, Pérez Wat 1997, Noel 2020).

17 Una vez más, esto replica la noción de “amistad” que Pitt-Rivers (1971) encontrara entre sus informantes de Grazalema.

18 La noción de arraigo tal cual aparece movilizada entre nuestros informantes – esto es, en la intersección entre la “comunidad” como “lugar” y la “comunidad” como sentimiento subjetivo de pertenencia y adhesión – replica en clave local lo que James Brow, siguiendo el concepto weberiano de “Vergemeinschaftung” y el de “comunidades imaginadas” de Benedict Anderson, denomina “communalization” (Brow 1990), siempre y cuando se entienda en la clave activa y reflexiva de la conciencia discursiva (Giddens 1995) y no en términos de la doxa bourdiana. Al mismo tiempo, según nuestra experiencia, las referencias a un pasado compartido o a un origen común que Brow (una vez más siguiendo a Anderson) señala como inherentes a los procesos de comunalización, no parecen tener mayor lugar en las conceptualizaciones locales de la comunalidad en el partido de Punta Indio, al menos en estos registros (si lo hacen, en cambio, en los dispositivos ceremoniales que hemos analizado en Noel, 2020b). Agradecemos a una de nuestras evaluaciones anónimas la observación y la referencia.

19 Apenas hace falta decir que valoraciones elogiosas y deletéreas pueden convivir – y de hecho conviven, como veremos a partir de varios de los fragmentos citados – en los mismos actores. Nuestras enumeraciones no deben leerse como si refirieran a universos morales o culturales excluyentes asociados sistemáticamente a tipos de actores sino, como hemos ya señalado, como parte de un repertorio de atribuciones morales (Noel, 2013) al que los enunciadores pueden recurrir (y de hecho recurren) selectiva y tácticamente a la hora de cualificar moralmente sus relaciones complejas (y en ocasiones conflictivas) con sus localidades de origen o de destino (y con sus semejantes en ellas).

20 Aunque nunca termine de articularse sistemática, morfológica o estructuralmente en los términos de una configuración de esta clase, pueden reconocerse en muchas de las tensiones inherentes a esta crítica de la “mentalidad pueblerina” y a sus atributos asociados rasgos afines a los de una disputa entre establecidos y outsiders (Elias y Scotson, 2016). El lugar de los primeros estaría ocupado aquí por residentes de mayor edad y permanencia en estas localidades y el segundo por los de quienes provienen de escenarios metropolitanos o han tenido experiencias residenciales prolongadas en ellos, que en ocasiones les disputan a aquéllos su preeminencia – como lo ha señalado Quirós (2019) en su análisis de la migración neorrural contemporánea en Córdoba – sobre la base de capitales y recursos relativamente más prestigiosos. Sin embargo en nuestra experiencia las posiciones enunciativas (como hemos ya adelantado en repetidas ocasiones) rara vez aparecen ancladas “estructuralmente” de manera consistente a dimensiones como la clase, la posición en la trama de sociabilidad, la inserción laboral o la longitud de la residencia, y esta es la razón por la cual no podemos hablar ni de una “cofiguración” en el sentido eliasiano, ni de una disputa sistemática por el sentido o la naturaleza última de estos lugares en términos de “lucha por la hegemonía” (Brow, 1991), al menos para las localidades de Verónica y Pipinas. Un fenómeno de esta clase sí parece estar teniendo lugar en la localidad de Punta del Indio, y nos ocupamos de él en un texto adicional actualmente bajo evaluación que lleva por título “Todos los parques, el parque. Repertorios, actores y disputas en torno del Parque Costero del Sur”. Agradecemos a las dos evaluaciones anónimas del presente texto el habernos invitado a tematizar estas cuestiones.

21 Traducido al lenguaje bourdiano, esto correspondería a una restricción de las expectativas subjetivas del habitus con arreglo a las posibilidades objetivas de la posición social (Bourdieu, 2007) y los “efectos de lugar” (Bourdieu, 2010), esto es el modo en que las estructuras del espacio social se traducen en el espacio físico.

22 Ned Flanders es un conocido personaje de la serie animada Los Simpson, caracterizado (y ridiculizado) como un practicante extremo de la moral protestante y de la respetabilidad conservadora.

23 Sólo para mencionar las más destacadas, podemos enumerar entre ellas la extensión y la difusión de la agenda de la igualdad de género y los reclamos de las agendas feministas, el uso del lenguaje inclusivo, la despenalización de la tenencia y el consumo de drogas recreativas o de uso medicinal y la legalización del aborto seguro y gratuito. El debate acerca de esta última cuestión ocupó un lugar de destaque durante buena parte de nuestro trabajo de campo hasta la sanción de la ley el 30 de diciembre del año 2020.

24 Resulta sugestiva que la noción simétrica y elogiosa del “pueblo” como “reserva moral” – frecuente en numerosas narrativas antimodernas y condenatorias de lo urbano extendidas en entornos metropolitanos (Noel, 2017; Faccio y Noel, 2019) – no haya aparecido en nuestro trabajo de campo en estas localidades, incluso entre quienes impugnan sobre bases morales lo que consideran “inmoralidades” y “desvíos” citadinos.

25 Una vez más, como puede suponerse, estas caracterizaciones suelen volverse más frecuentes luego de hechos delictivos de cierta repercusión a nivel local, especialmente si los medios los presentan como parte de una “serie”.

26 Mutatis mutandis, esta atribución repite las interpretaciones análogas que en su momento encontráramos y reportáramos en la localidad de Villa Gesell (Noel, 2020a).

27 Cabe señalar que como consecuencia de las políticas de aislamiento y confinamiento dispuestas por las autoridades nacionales y provinciales en respuesta a la pandemia de COVID-SARS-2 a partir de marzo del 2020, los habitantes del partido se vieron efectivamente imposibilitados de trasladarse a la ciudad de La Plata para fines que no fueran demostrablemente esenciales. Un resultado no previsto pero visible de estas políticas fue la proliferación a nivel local, de una oferta gastronómica, recreativa y de tiempo libre literalmente inédita en la cabecera del distrito y que por sus características morfológicas y estilísticas remiten a un perfil gentrificado que los locales asocian de manera tan unánime como inequívoca con la “vida de ciudad”. Aún cuando no hemos tenido ocasión de profundizar en este hecho al momento de redactar el presente texto, resulta más que razonable suponer que las atribuciones predicadas sobre la cualificación de “ciudad” habrán de multiplicarse en respuesta a este fenómeno, particularmente entre sus principales consumidores.

28 Para un análisis del modo en que esta adscripción es movilizada en registros y dispositivos rituales, véase Noel (2020b).

29 Más allá de estos usos literales a los que haremos referencia en lo que resta de la presente sección, cabe señalar que son frecuentes también los usos de “campo” en sentido irónico, como parte de una operación que reconoce y moviliza en modalidad sarcástica una posición de enunciación hegemónica para la cual todo lo que no sea un gran área metropolitana (y en el extremo, la de Buenos Aires), es “campo”.

30 Con “neorruralidad” nos referimos específicamente a un proceso ligado a actores que provienen de experiencias y residencias metropolitanas que han decidido establecerse permanentemente o al menos por períodos regulares y significativos de tiempo en zonas y entornos percibidas o calificadas como “rurales”.

31 En el sentido en que no se ocupan habitualmente de tareas ligadas a la tierra, el cultivo o la crianza de animales. Corresponden más bien a lo que Ratier (2002:16-17) denomina “residentes rurales con trabajo urbano no agrícola” y “residentes rurales con trabajo no agrícola en sede rural”. Los “neorrurales” propiamente dichos “residentes rurales voluntarios con trabajo rural” se encuentran sobre todo agrupados en la pequeña localidad de Las Tahonas, de la que no nos hemos ocupado en el presente texto.

32 Los avatares de esta cuestión, cuyo desarrollo excede los límites del presente argumento, han sido desarrollados en el ya mencionado texto bajo evaluación que lleva por título “Todos los parques, el parque. Repertorios, actores y disputas en torno del Parque Costero del Sur” (cf. Nota 19, supra).

33 Cabe señalar, sin embargo, que esta asunción de la “naturaleza” en el “campo” sólo permanece estable en los residentes originarios de esta localidad. En el caso de los migrantes esta enunciación suele ser temporal e inestable, y resulta rápidamente reemplazada en el marco de una operación en la cual la localidad de Punta del Indio es literalmente disuelta en la “naturaleza” y desaparece como objeto de enunciación. Por razones de espacio no ahondaremos aquí en esa cuestión, que estamos desarrollando en el texto ya mencionado.

34 Cabe señalar que el relativo maniqueísmo de estos posicionamientos discursivos no es un artificio de nuestra presentación; por el contrario, la evidencia muestra que sería un atributo morfológico inherente a esta gramática.

35 La mejor ilustración de este proceso – o al menos la más conocida – es sin duda la romantización de Tepoztlán realizada por Redfield en su célebre etnografía (Redfield, 2012), tal como lo ha expuesto George Stocking (1989) en un tour de force magistral.

36 qv. Nota 4 supra.

Agradecimientos

Más allá de aquellos interlocutores a quienes no podemos identificar debidamente en razón de la confidencialidad debida a la relación etnográfica y que constituyen la fuente primordial de los datos que están detrás del presente texto, queremos agradecer en particular las valiosas contribuciones de Andrea Salvatierra, Andrea Silva, Daltier Aparicio, Diego Carosella, Eduardo Silva, Erika Figueroa, Eugenia Ihidoy, Ezequiel Calvano, Federico Lamarche (In memoriam), Francisco Faggiani (In memoriam), Gabriel D’Aluisio, Gabriel Grasso, Lara Rodríguez Saracco, Laura Acosta, Laura Lodi Quetglás, Lucas Foti, María Emilia Sendrín, María José Pessano, Mariela Fontela, Micaela Antonini, Natalia Silva, Pablo Martínez, Pamela Cóccaro, Romina Peralta Pascual y Solange Zangla. No quisiera omitir en esta enumeración nuestro agradecimiento colectivo a los residentes de Verónica, Pipinas y Punta del Indio entre quienes venimos realizando trabajo de campo etnográfico hace algo más de cinco años y cuya generosidad, amabilidad y paciencia hacen a la vez posible y placentero nuestro trabajo de investigación. El proyecto que le sirve de marco, “Lo urbano en sus límites: una sociología de lo urbano desde las aglomeraciones de pequeña y mediana escala” (IDAES-UNSAM/CONICET), fue financiado por el PICT 2016-0102 “Migraciones y Transformaciones Sociales en Aglomeraciones Medianas y Pequeñas de la Argentina en Perspectiva Comparada” de la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación, y se encuentra formalmente inscripto en el marco del Programa “Migraciones y Transformaciones Sociales en Aglomeraciones Medianas y Pequeñas” (IDAES-UNSAM), bajo el soporte institucional de un Proyecto de Reconocimiento Institucional (PRI2017) adjudicado por la UNSAM. A todas estas instituciones hacemos extensivo nuestro agradecimiento por el apoyo a nuestra agenda de investigación científica individual y colectiva.

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