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Revista del Museo de Antropología

Print version ISSN 1852-060XOn-line version ISSN 1852-4826

Rev. Mus. Antropol. vol.14 no.2 Córdoba Apr. 2021

http://dx.doi.org/http://doi.org/10.31048/1852.4826.v14.n2.28539 

DOI: http://doi.org/10.31048/1852.4826.v14.n2.28539

ANTROPOLOGÍA SOCIAL

Un lugar en la cooperativa. Emociones e imágenes morales en la producción de prácticas colectivas a partir de programas sociales

A place in the cooperative. Emotions and moral images in the production of collective practices during the implementation of social policies

Florencia D. Pacífico*

*Centro de Innovación de los Trabajadores (CITRA), Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo (UMET)- CONICET / Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires (UBA). E-mail: flor.pacifico@gmail.com

Recibido 11-05-2020

Recibido con correcciones 23-12-2020

Aceptado 17-02-2021

Resumen
Este artículo recupera resultados de una investigación etnográfica desarrollada junto a integrantes de cooperativas creadas a partir del programa Argentina Trabaja pertenecientes al Movimiento Evita dentro de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular. Poniendo en suspenso los interrogantes acerca de los márgenes de “autonomía” o “dependencia” de las organizaciones frente al Estado y los debates sobre el clientelismo; procuro analizar los sentidos concretos que las personas le otorgan a su participación en las cooperativas. Sostengo que, aunque el trabajo en las cooperativas constituya un requisito que desde la planificación estatal se define como necesario para permanecer como titulares, la “obligatoriedad” no agota el sentido que formar parte de estos espacios tiene para las personas, ni define de forma directa los comportamientos esperados entre compañeros. Así pretendo arribar a una conceptualización de la participación que no la reduzca a una mera adhesión individual a un espacio colectivo ni a la realización de un conjunto estanco de tareas. Busco mostrar que aquello que se entiende por participación y el sostenimiento de las condiciones que la hacen posible concierne un proceso de construcción colectiva que compromete a las personas unas con otras, trabajando sobre las emociones y disputando imágenes morales.

Palabras clave: Cooperativas; Política; Etnografía; Programas sociales; Emociones.

Abstract
This article is based on an ethnographic research developed together with members of cooperatives created from Argentina Trabaja, that belongs to Movimiento Evita, within the Confederación de Trabajadores de la Economía Popular. Suspending questions about margins of “autonomy” or “dependence” of organizations vis-à-vis the state and debates about clientelism, I analyze the specific meanings that people give to their participation in cooperatives. I contend that although working in cooperatives constitutes a requirement that, from state planning, is defined as necessary, “compulsory” does not exhaust the meaning that being part of these spaces has for people, nor does it directly define the expected behaviors among peers. Thus, I will seek to show that participation is not only a mere individual adherence to a collective space or the realization of a tight set of tasks. I will argue that what is understood by participation and the maintenance of the conditions that make it possible concerns a construction process that commits people to each other, working on emotions and disputing moral images.

Keywords: Cooperatives; Politic; Etnography; Social programs; Emotions.

Introducción

En agosto del 2009, el Gobierno Nacional anunció el lanzamiento del Programa de Ingreso Social con Trabajo Argentina Trabaja, una política implementada desde el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación (MDSN) que procuró generar puestos de trabajo, y fomentar la actividad económica a partir de la creación de cooperativas que realizaron distintas obras de infraestructura pública barrial1. El Argentina Trabaja formó parte de un conjunto de iniciativas estatales desarrolladas en nuestro país entre 2003 y 2015, las cuales se orientaron hacia el fomento de la economía social y del trabajo asociativo (Hintze, 2007; Massetti, 2011). Desde el discurso oficial, el programa fue presentado enfatizando en los puntos de ruptura con respecto a la lógica asistencial y compensatoria que había permeado las políticas de combate a la pobreza y de empleo transitorio implementadas durante la década de 1990. Se destacó que el Argentina Trabaja no debía asimilarse a un “plan de ingresos” ni a uno “de obras públicas”; subrayando objetivos dirigidos a “generar y recuperar la dignidad del trabajo” (MDSN, 2010) 2 .

La magnitud de recursos destinados y las discusiones abiertas a partir de su implementación hicieron del Argentina Trabaja un programa paradigmático (Natalucci, 2012). Sus características y alcances han sido objeto de análisis de una vasta producción académica, al tiempo que se intensificaron los debates sociales sobre el tema. Un conjunto de trabajos ha interrogado las potencialidades y límites del programa desde perspectivas cercanas a la Economía Social y Solidaria. Los procesos de formación de dichas cooperativas, la organización centralizada de las tareas, la percepción individual de los ingresos monetarios y la dependencia de recursos provistos por el Estado han sido señalados como aspectos problemáticos que tensionaron la posibilidad de generar modalidades de trabajo autónomas y auto gestionadas (Lo Vuolo, 2010; Levy y Bermúdez, 2012; Arcidiacono, Kalpschtrej y Bermúdez, 2014; Hopp, 2015). Otro interesante punto de debate ha girado en torno al modo en que su puesta en marcha modeló las relaciones entre Estado y movimientos sociales. Vale la pena mencionar que la gestión de dicho programa se desarrolló de manera descentralizada, a través de gobiernos locales y organizaciones de la sociedad civil. La incorporación de los movimientos sociales como entes ejecutores de la política tuvo lugar a partir de un proceso controvertido, en el cual los movimientos disputaron la distribución de cupos a partir de diferentes formas de movilización y protesta (Natalucci, 2012; Gradin, 2014; Maneiro, 2015; Kasparian, 2017; D’ Amico, 2018). En este sentido, se planteó que al priorizar inicialmente la implementación a través de gobiernos municipales tuvo lugar un punto de inflexión en el rol de intermediarias entre sectores populares y Estado que hasta entonces habían tenido las organizaciones sociales (Natalucci, 2012) y que desde distintos movimientos se apeló a repertorios de su trayectoria previa de vinculación con el Estado para legitimar su rol como co gestoras de políticas públicas (D´ Amico, 2018)3 . Algunos estudios analizaron estas interacciones subrayando la reproducción de una lógica clientelar (Zibechi, 2010; Ronconi y Zaragaza, 2017) y de micro corrupciones propias de las formas previas de distribución de recursos estatales (De Sena y Chahbenderian, 2011).

En suma, los debates en torno al Argentina Trabaja se inscribieron en una discusión más amplia acerca de las formas de distribución de recursos estatales y las características de los procesos de organización generados en torno a la gestión de programas sociales implementados en nuestro país en las últimas décadas. En este trabajo, propongo aportar a estas discusiones poniendo en suspenso los interrogantes acerca de los márgenes de “autonomía” o “dependencia” de las organizaciones frente al Estado y los debates sobre el clientelismo, para poner en el centro los distintos modos en que los titulares del programa construyen su participación en las cooperativas. Sostendré que aun cuando el trabajo en las cooperativas fue uno de los criterios de permanencia establecidos como “obligatorios” desde la planificación estatal, esta “obligatoriedad” no agota el sentido que formar parte de estos espacios tiene para las personas, ni define de forma directa los comportamientos esperados entre compañeros.

Estas consideraciones recuperan el aporte que distintas investigaciones con enfoque etnográfico han brindado para el estudio de las modalidades de organización desarrolladas por movimientos de desocupados en la Argentina reciente, destacándose particularmente su contribución a problematizar imágenes morales y miradas dicotómicas que permearon el debate sobre el tema. Estas investigaciones han analizado las modalidades de acceso y distribución de recursos estatales focalizando en la trama de relaciones producida en torno a ellos y desarrollando un diálogo crítico con aquellos análisis que definían a estas formas de organización como prácticas “clientelares” (Quirós, 2011; Colabella, 2011: Vommaro y Quirós, 2011; Ferraudi Curto, 2013; Manzano, 2013)4 . Tomando distancia de aquellas miradas que definían estos procesos organizativos como intercambios de “favores por votos”, se ha identificado que en los vínculos entre referentes y vecinos circulaban formas de hacer en las que aquellas categorías propuestas por programas estatales –como la de contraprestación– se imbricaban con otras derivadas de las modalidades de organización de los sectores populares: trabajo social, trabajo político, acompañamiento (Vommaro y Quirós, 2011). Se ha puesto de relieve que el involucramiento en la gestión de programas de empleo transitorio tuvo lugar en el marco de una demanda por trabajo digno y genuino (Fernández Álvarez y Manzano, 2007), permitiendo que “los planes” fueran significados recuperando sentidos históricamente asociados al trabajo asalariado, valorizados como premios al empeño, sacrificio y capacidad de organizarse (Manzano, 2013) y distribuidos según criterios de “merecimiento” y “necesidad” (Quirós, 2011). Los trabajos de Julieta Quirós (2011) y Laura Colabella, ambos inspirados en las contribuciones de la antropóloga brasileña Lygia Sigaud (2005) y en su recuperación de la obra de Norbert Elías y Marcel Mauss ofrecieron singulares aportes para pensar las relaciones generadas en torno al acceso a programas sociales, problematizando la idea de que los movimientos sociales ocupen meramente un rol de “intermediarios” o “mediadores” entre Estado y poblaciones. Los estudios etnográficos mostraron la complejidad de procesos que intervienen en la “territorialización” de los programas sociales (Ferraudi Curto, 2013), dando lugar a formas de politicidad popular que trascienden aquellas idealizaciones y visiones normativas implícitas en las teorías sobre el clientelismo (Semán y Ferruadi Curto, 2013). De este modo, la mirada etnográfica resulta particularmente productiva para interrogar los modos en que se disputaron los sentidos otorgados a la intervención estatal, introduciendo y reinventando demandas propias ancladas en amplias trayectorias de lucha. Más recientemente, el trabajo de Silvana Sciortino (2018) mostró que, para el caso de mujeres de sectores populares, su participación en espacios colectivos en el marco de programas estatales fue posible gracias al desarrollo de prácticas compartidas de cuidado de los hijos, desafiando la asociación entre mujer y maternidad que se encontraba implícita en el diseño de los programas estatales.

Recuperando estos aportes que brinda la mirada etnográfica sobre procesos colectivos de organización en torno a la gestión de programas sociales, en este artículo exploro los modos en que se producen compromisos y expectativas de comportamiento que median las relaciones entre integrantes de las cooperativas y de ellos con integrantes de las instituciones educativas en las que realizan sus trabajos. Propongo indagar específicamente acerca del modo en que estas comprensiones locales de la participación incluyen aspectos emocionales y prácticas desarrolladas fuera de la jornada laboral. Para tal fin, me valdré de una serie de aportes del campo de la antropología de las emociones, que han contribuido a problematizar una serie de dicotomías, tales como las de público/privado, interior/exterior, individual/ social (Rosaldo, 1984; Lutz y White,1986; Leavitt, 1996; Reddy, 1997). Estos enfoques antropológicos de las emociones han sido particularmente relevantes para el análisis de las prácticas de política colectiva, permitiendo desplazar de un debate centrado en la racionalidad o irracionalidad de las acciones políticas y evidenciando que poner en común sentimientos y emociones juega un rol central a la hora de articular experiencias comunes y determinar acciones conjuntas (Fernández Álvarez, 2017). En estas páginas, mostraré que las expectativas que median las relaciones entre integrantes de las cooperativas van más allá de la realización de una serie de actividades predefinidas, tales como las jornadas laborales, reuniones, movilizaciones; involucrando formas de sentir, relaciones de afecto y la modificación de hábitos y comportamientos de la vida íntima o personal. Pondré especial atención al modo en que la producción cotidiana de estos comportamientos supone una impugnación y un diálogo crítico con aquellas construcciones morales que circulan en el discurso público dominante en torno a quienes reciben asistencia estatal y que suelen asociarlos a estereotipos morales negativos como la “vagancia” y la falta de voluntad de trabajo.

Las reflexiones de este artículo y el trabajo de investigación doctoral del cual se desprenden se nutren de los diálogos mantenidos junto a quienes formamos parte de un proyecto de investigación más amplio, referido al estudio de las prácticas de organización colectiva de sectores populares y el desarrollo de arreglos dirigidos a la reproducción de la vida5. En el marco de este equipo, hemos desarrollado investigaciones etnográficas desde una mirada relacional, la cual atiende tanto a las experiencias de la vida cotidiana, como a las articulaciones entre procesos de organización colectiva y diversas formas de dominación y gobierno.

En estas páginas, parto del trabajo de campo realizado entre julio de 2016 y julio de 2018 junto a cooperativas de la zona noroeste del Gran Buenos Aires, creadas a partir de la implementación del Argentina Trabaja y nucleadas dentro del Movimiento Evita, como parte de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular6.

El Movimiento Evita es una organización política de alcance nacional que se formó en el año 2005, a partir de la división de una corriente incluida en el Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD). En el año 2011, dicho Movimiento impulsó junto a otras organizaciones la creación de la CTEP, la cual se define como la herramienta gremial de los trabajadores de la economía popular, impulsando demandas dirigidas a promover su acceso a derecho laborales. Las reconstrucciones etnográficas que comparto en estas páginas corresponden específicamente al trabajo de campo realizado junto a las cooperativas Juntos Podemos y Néstor Vive, ambas del distrito bonaerense de Pilar. Mi acercamiento a la primera de estas cooperativas tuvo lugar a partir del vínculo que mi directora de tesis ya tenía con Silvia, su presidenta, con quien venía desarrollando una investigación colaborativa orientada a acompañar procesos de organización gremial de vendedores ambulantes, oficio que ella realizaba desde temprana edad7. Fue a través de Silvia, que pude ir conociendo a otras cooperativas y polos productivos gestionados por el Movimiento Evita. La decisión metodológica de priorizar las interacciones abiertas a partir del vínculo construido con ella, se encuentra en sintonía con el enfoque etnográfico colaborativo desarrollado desde el equipo en el cual se inscribe esta investigación. Esta perspectiva se nutre de la potencialidad de construir reflexiones desde vínculos de compromiso, abriéndose a la posibilidad de una producción teórica compartida y cuestionando la idea de la que la distancia ontológica resulte un requisito necesario para la producción de “buenas etnografías” (Fernández Álvarez y Carenzo, 2012). Si bien este posicionamiento, marcó sin duda algunos condicionamientos al respecto del acceso a ciertos espacios e interacción, también habilitó mi presencia en distintas situaciones- como reuniones, asambleas, espacios de formación interna- a las que de otro modo no hubiera podido acceder, permitiendo un abordaje más próximo al carácter vivencial de la experiencia de mis interlocutores.

Organizo los argumentos en dos apartados y las reflexiones finales. En primer lugar, reconstruiré situaciones acontecidas tras la incorporación de nuevos integrantes a la cooperativa Juntos Podemos, dedicada a la refacción y construcción de viviendas. Indagaré en lo que se espera de quienes ingresan a la cooperativa y en cómo estas expectativas modelan las prácticas en espacios formativos y jornadas laborales. Luego, recuperaré la experiencia de la cooperativa Néstor Vive, cuyo trabajo se centra en realizar tareas de mantenimiento y mejoras en instituciones educativas. Reconstruiré aquellos sentimientos y reflexiones que se expresaron ante la posible interrupción del vínculo con una de las escuelas en la que realizaban sus trabajos. Ambos apartados, permitirán poner en discusión aquellos supuestos de pasividad que suelen permear el debate social sobre las prácticas de quienes son beneficiarios de programas sociales, evidenciando los compromisos y horizontes de organización sobre los que se construye su participación en espacios colectivos.

Un lugar en la cooperativa: prácticas formativas y cambios en las vidas.

Una mañana de mayo de 2017, acompañé a Silvia, la presidenta de la cooperativa Juntos Podemos, a darle un aviso a una vecina que vivía a pocas cuadras de su casa: “Tengo buenas noticias para tu familia. A tu marido le salió un lugar en la cooperativa. Tiene que ir mañana a San Martin a firmar los papeles. Van a tomar el tren de las 6 porque a las 9 hay que estar ahí. ¿le avisas?”. La noticia fue recibida con entusiasmo y Silvia le dijo que una vez que estuviesen los papeles, su marido se sumaría a jornadas laborales y actividades formativas.

La cooperativa Juntos Podemos tenía por entonces varios años de experiencia dedicándose a la construcción y reforma de viviendas propias y de vecinos del barrio. El trabajo realizado les permitía responder a la necesidad compartida de mejorar las condiciones habitacionales y también hacía posible enfrentar problemas emergentes, tales como los daños provocados en las viviendas a partir de inundaciones, incendios u accidentes. Levantar por completo casas de material para reemplazar casillas de chapa y madera, agrandar espacios y realizar tareas de terminación tales como revocar las paredes, realizar contra pisos o pegar azulejos eran algunas de las tareas realizadas. Además de llevar adelante estas mejoras habitacionales, los integrantes de la cooperativa sostenían un merendero en la casa de una vecina del barrio y ponían en marcha huertas en los hogares de algunos de sus integrantes. La realización de estos trabajos solía alternarse con discusiones acerca de la coyuntura política, reuniones para proyectar futuros horizontes de organización y encuentros formativos sobre contenidos vinculados a la economía popular y la historia del movimiento obrero8. Así, las prácticas desarrolladas en el marco de la cooperativa tenían anclaje en una apuesta política más amplia por “construir organización barrial”, habilitando resoluciones colectivas para problemas que se desprendían de las condiciones de vida en los barrios populares.

ilvia era quien promovía buena parte de los proyectos que llevaban adelante. Nacida a fines de la década de 1970, suele asociar los inicios de su militancia con experiencias organizativas desarrolladas en el barrio de su infancia, ubicado en el partido de San Miguel. Junto a su madre y otros vecinos demandaban mejoras en la infraestructura pública y la provisión de ayudas alimentarias. A sus 23 años, se puso en pareja con un vendedor del ferrocarril que conocía desde hacía tiempo y ambos se mudaron a Pilar. Ya en su nuevo barrio, se acercó al MTD Evita- línea antecesora al Movimiento Evita- gracias a la invitación de una vecina y, junto a su marido, comenzaron a participar activamente en la organización. Como parte de su militancia promovieron una iniciativa que marcó un claro antecedente al proyecto que luego pusieron en marcha en su cooperativa. Se trató de la campaña “Una mano por tu rancho”, mediante la cual invitaban vecinos a involucrarse en jornadas solidarias orientadas a mejorar las viviendas de quienes lo necesitaran. Así, los trabajos que ponían en marcha desde la cooperativa retomaban este recorrido a través de diferentes modalidades de organización barrial y experiencias de militancia. Producir formas de trabajo que pudieran aportar a mejorar las condiciones de vida propias y de personas que habitan sus mismos barrios, constituía una preocupación compartida por Silvia y el resto de los integrantes de su cooperativa, enmarcándose en una apuesta por garantizar el acceso a derechos para quienes pertenecen a la economía popular. Refaccionar viviendas, poner en marcha huertas y colaborar en la asistencia alimentaria de niños del barrio eran considerados trabajos más “útiles” y satisfactorios de realizar a otros desarrollados en la etapa inicial de implementación del Programa, tales como las tareas de limpieza y mantenimiento de espacios públicos.

La posibilidad de incorporar nuevos integrantes, como había sucedido en mayo de 2017, fortalecía los procesos organizativos de la cooperativa, dándole nuevos impulsos a sus trabajos. Las jornadas de refacción de viviendas y espacios formativos contaban con más participantes, nuevas casas prestaban sus terrenos para poner en marcha las huertas y más personas colaboraban con la gestión de los merenderos. La obtención de “un lugar en la cooperativa”, suponía una serie de expectativas de comportamiento. Por un lado, se esperaba que aquellas personas participaran de actividades que se venían desarrollando desde la cooperativa. Pero, además, existían un conjunto de otras expectativas que, menos explicitas, permeaban la invitación a incorporarse al colectivo y que comprendían una serie de transformaciones en los comportamientos cotidianos y las formas de vida. Estas transformaciones involucraban tanto la mejora material de las condiciones habitacionales como otros cambios subjetivos más íntimos vinculados a las formas de sentir, a hábitos en torno a los espacios domésticos y al modo en que se establecían los vínculos familiares. Silvia solía a menudo subrayar que participar de la cooperativa traía aparejadas mejoras significativas en las vidas de las personas, remarcaba una serie de transformaciones en los hábitos, en las formas de estar, de sentir y de forjar vínculos familiares y entre vecinos que ella incluía como parte de lo que la cooperativa “construía”.

Algunos meses después de que Silvia le informara a su vecina el ingreso de su marido a la cooperativa, volvimos a visitar su casa. Esta vez, la cooperativa destinaría su jornada de trabajo a realizar el revoque interno de las paredes de la vivienda. Allí, la pareja vivía junto con sus 11 hijos, que iban desde los 16 años hasta los pocos meses de edad. Juntando un poco del dinero percibido por el programa, habían podido comprar materiales necesarios para avanzar con dicha terminación. Corría el mes de julio y mientras cebaba mate, la dueña de casa comentó que luego de las refacciones, el interior de la vivienda sería más cálido y pasarían un mejor invierno. También nos mostró con entusiasmo una cocina recién comprada y, entre los comentarios de la mañana, circularon informaciones acerca de los requisitos para pedir un préstamo en la Administración Nacional de Seguridad Social (ANSES) destinado a comprar materiales de construcción9. Una de las nuevas integrantes de la cooperativa ya me había comentado sus proyecciones en un encuentro casual que tuvimos en el tren, relatándome que hacía 18 años que vivían en “una casilla” y que creía que, ahora que tenían la cooperativa, era un momento oportuno “para progresar”.

Para sus nuevos integrantes, la cooperativa brindaba un aporte económico desde el cual era posible proyectar determinados gastos, invertir en materiales o en una cocina nueva. Además, contar con la posibilidad de que os trabajos de albañilería sean llevados adelante junto a integrantes de la cooperativa permitía imaginar como posibles estas mejoras habitacionales. Trabajar en la casa de los otros, ofrecía un contacto directo con las distintas etapas necesarias para la construcción de las viviendas y una imagen palpable de los resultados. Las reformas en las casas dependían de la disponibilidad de dinero para comprar materiales, al cual muchas veces se accedía a través de distintas formas de crédito o de la puesta en marcha de hábitos específicos de ahorro. Silvia solía recomendarle a sus compañeros que guarden un poco de dinero cada mes y que compren una cantidad aunque sea pequeña de materiales10. En el acto de comprar las primeras bolsas de cemento, ella veía materializado un cambio en las vidas de las personas, su compromiso por una mejora en sus condiciones de existencia que afianzaba el vínculo con la cooperativa.

Los trabajos desarrollados por la cooperativa procuraban aportar mejoras en las condiciones de vida de sus integrantes. El desarrollo de sus actividades cotidianas se proyectaba más allá del tiempo que duraban las jornadas laborales, comprometiendo a las personas a desarrollar acciones en el día a día, las cuales muchas veces eran compartidas por otros integrantes de las familias. Refiriéndose a la práctica de sembrar colectivamente verduras y frutas en los fondos de las viviendas, Silvia solía remarcar que la apuesta era que paulatinamente las familias “incorporen la práctica”. Cuando uno de los integrantes de la cooperativa contó que era su hija de doce años quien regaba y mantenía diariamente su huerta, Silvia valoró el hecho positivamente, destacando el carácter formativo de estas prácticas. Las ventajas que proporcionaban las reformas habitacionales también solían valorizarse contemplando el modo en que éstas afectaban las relaciones con los hijos y las dinámicas de la vida familiar. Así, por ejemplo, si una compañera tenía “problemas con sus hijas”, Silvia solía animarla a que transforme su vivienda, enfatizando en que eso ayudaría mejorar el vínculo. Las formas de organización puestas en marcha por la cooperativa, conectaban de esta manera a la transformación de espacios materiales de vivienda con la voluntad de mejorar también relaciones familiares, hábitos y comportamientos en el día a día.

Estas expectativas que delineaban la pertenencia a la cooperativa, solían evidenciarse con claridad en los casos en que se desarrollaban comportamientos que no se ajustaban a lo esperado. Así, en una oportunidad, tuvo lugar una situación de cierta tensión cuando, al volver a visitar una de las huertas que habían montado en el fondo de la casa de una compañera, los integrantes de la cooperativa comprobaron que ella no había realizado el mantenimiento diario al que se había comprometido. La producción de las huertas solía repartirse entre los integrantes de la cooperativa y si bien una parte importante del trabajo se realizaba de forma colectiva, para que éste labor dé sus frutos, eran fundamentales otras tareas más minúsculas y cotidianas que quedaban a cargo del dueño de casa. Quienes integraban la cooperativa se mostraron enojados ante este incumplimiento y tuvo lugar una pequeña reunión en la que se actualizaron los compromisos acordados. Se decidió esperar un tiempo para que la dueña de casa decida si quería seguir cediendo su terreno como espacio para el funcionamiento de la huerta, asumiendo los compromisos que implicaba, o si discontinuarían ese proyecto. El enojo de sus compañeros evidenciaba el carácter difuso de la separación entre aquello que era considerado el trabajo de la cooperativa, y lo que las personas hacían fuera de ella, sus formas de organización familiar y cuidado de los espacios domésticos. Tal como ha señalado Rangel Loera (2009) en su análisis de procesos de organización de movimientos sin tierra en Brasil, las situaciones en las que los acuerdos son incumplidos, resultan de interés para comprender aquellos trabajos políticos pedagógicos que llevan adelante militantes de movimientos sociales. La autora ha registrado que el cumplimiento de una serie de reglas y la puesta en práctica de evaluaciones morales constituye una parte central de las interacciones entre movimientos. En nuestro caso de análisis, existía también una evaluación moral de los comportamientos que era central para habilitar la reproducción de estas formas de organización. Si las personas no compraban materiales, no prestaban un pedazo de tierra, no cuidaban la huerta; las posibilidades de desarrollar sus proyectos de trabajo eran puestas en riesgo.

Esta apuesta por modelar comportamientos de los integrantes de la cooperativa suponía un trabajo pedagógico que solía cristalizarse de manera más explícita en los espacios de “formación política” que Silvia impulsaba para la cooperativa. Según ella misma comentó, estos encuentros buscaban fomentar que los integrantes de su cooperativa tuvieran más información y elementos para participar en discusiones y debates sobre la actualidad política. En una oportunidad, mientras conversábamos sobre trabajos “de la economía popular”, varios integrantes de la cooperativa dijeron que eran formas de “rebuscársela” que muchas veces respondían a la necesidad de atender “el hambre de los hijos”:

-Si un hijo te pide pan o leche, vos vas a hacer lo imposible- dijo una de las integrantes de la cooperativa.
-No siempre es así!- le retrucó un compañero - Yo tengo un vecino que cuando su hijo le decia “Papi quiero leche”, él le respondía gritando “¡Y yo quiero vino!”.

Silvia no tardó en responder a la indignación que se dejaba ver en las palabras de su compañero: “Hay que fijarse por qué se llega a esa situación”, dijo y relató la historia de su familia y las difíciles circunstancias que habían atravesado cuando, “con el neoliberalismo”, su padre había perdido el trabajo que tenía como colectivero y, ante la ausencia de nuevas oportunidades laborales, se había encontrado en una situación desesperante, en la que “no sabía qué hacer”.

Durante el desarrollo de los talleres, estas intervenciones dirigidas a articular las reconstrucciones de los contenidos- habitualmente referidos a las características de políticas económicas y las luchas del movimiento obrero- con un relato más cargado de componentes emotivos que retomaban aspectos de su trayectoria solían ser recurrentes. La potencialidad de realizar estas articulaciones se hallaba en consonancia con aquello que Silvia había aprendido en distintos ciclos formativos promovidos por el Movimiento Evita y por la Secretaría de Formación dela CTEP. Como ha señalado Dolores Señorans (2017), en las instancias formativas impulsadas desde CTEP solían desarrollarse propuestas pedagógicas que promovían el mía popular a partir de una relectura de las propias biografías que no era sólo discursiva, sino también encarnada.

En las jornadas de formación que tuve la oportunidad de acompañar, Silvia replicaba esta propuesta pedagógica, reconstruyendo fragmentos de su historia de vida e impulsando a que sus compañeros hicieran lo mismo. A partir de esta puesta en común, el neoliberalismo dejaba de ser un conjunto de medidas económicas o decisiones políticas para ser también, un proceso que era vivido y sentido en las familias, las casas, las vidas de las personas. Asimismo, esta apuesta por poner en perspectiva las historias personales abonaba a un propósito que consistía en intervenir sobre los vínculos con los vecinos, sobre las miradas y valoraciones que se tenían acerca de quienes habitaban sus mismos barrios problematizando aquellos relatos que responsabilizan directamente a las personas por sus condiciones de vida. Silvia insistía en que era importante evitar criticar a los vecinos sin saber por qué situación están pasando y, en todo caso, preguntarse si es posible brindar algún tipo de ayuda:

“Cuando yo me quedé sola con mis hijos chiquitos, tuve que salir a trabajar de noche. Me iba a las 6 de la tarde y volvía a las 6 de la mañana. ¿Y qué hacían los vecinos? Criticaban. En vez de ayudar decían “esta deja a los chicos solos todo el día”. Yo me iba para poder darles de comer” dijo una de las integrantes de la cooperativa haciéndose eco de su planteo.

Las intervenciones de Silvia tenían como objetivo que sus compañeros puedan poner en perspectiva “los problemas de los vecinos”, a partir la comprensión de las relaciones estructurales de desigualdad y del reconocimiento de cómo éstas se hacen carne en relaciones concretas. “Hay personas que trabajan en los countries y tal vez dicen que sus patronas son muy buenas, que les dan la ropa usada de sus hijos o cuando se compran una nueva tele, les dan la vieja. Pero eso no es ser bueno, eso es pensar que los pobres tienen que vivir de migajas. Yo no quiero vivir de sus migajas”, la escuché decir luego de dar una definición detallada de cómo funcionaba la plusvalía. La imagen de “los pobres viviendo de migajas”, la alusión a la desesperación y depresión que acompañan a quien pierde su trabajo o a quien se ve obligado a “dejar a sus hijos” para poder hacerse del sustento eran evocadas enfatizando que se trataba de situaciones que generaban sentimientos de rechazo e indignación.

Estos relatos cargados de emoción eran recurrentes en estas jornadas de formación que, según me había planteado Silvia, tenían como objetivo la “comprensión de los conflictos actuales” y la “toma de consciencia”. Sus intervenciones revelaban la potencialidad de comprender a las emociones como “pensamientos corporizados” (Rosaldo, 1984). A partir de la década de 1980 se han generado una serie de trabajos antropológicos que han procurado contribuir a las indagaciones sobre la emoción, trascendiendo miradas “robóticas” de los seres humanos, que los interpelaban como “mecánicos procesadores de información”, para interrogar, a través de ellas, qué es lo que está en juego para la gente en la vida cotidiana (Lutz y White, 1986). Fernández Álvarez (2017) ha recuperado estos aportes para sostener que las emociones constituyen un registro que se extiende en la vida cotidiana y modela las formas en que se establecen relaciones, se comparten experiencias y se construyen modalidades de organización. Según la autora, la puesta en común de sensaciones puede ser un aspecto de relevancia en procesos de construcción política, involucrando no únicamente acciones verbales; sino también aquello que se dice más allá de las palabras, por medio de gestos, miradas y otras expresiones corporales. Se trata así de un registro emotivo que posee un carácter necesariamente corporizado y que evidencia la posibilidad de desarrollar prácticas políticas a partir de acciones que son, “a la vez organizadas e (im) pensadas” (2017: 88). Otras investigaciones etnográficas centradas en distintas formas de activismo han destacado también el modo en que las emociones pueden tornarse relevante para concitar adhesiones, trazar vínculos e insertar reivindicaciones en el espacio público (Pita, 2010; Freire, 2011).

Así, el análisis de las emociones provee una puerta de entrada significativa para pensar las prácticas de mis interlocutores, permitiendo trascender miradas de la participación que la comprenden como la mera adhesión mecánica a espacios previamente constituidos. La antropología de las emociones en articulación con la perspectiva etnográfica, abre de este modo un camino fértil para indagar acerca del modo en que participar de procesos colectivos de organización supone formas de implicarse y afectarse emocionalmente, dando lugar a dinámicas que modelan los sentimientos. Esto supone necesariamente poner en suspenso una mirada que asocia lo emocional con la esfera de lo “íntimo” y con un supuesto “estado interior”, para poner el centro el modo en que las emociones pueden hacer cosas, crear efectos de colectivo y moldear los límites entre el yo y el nosotros (Ahmed, 2004).

Recuperando estos aportes, es posible afirmar que la insistencia de Silvia al respecto de la puesta en común de experiencias durante los talleres formativos no podría reducirse a una acción guiada por una racionalidad meramente instrumental que se valía de las emociones para afianzar la comprensión de contenidos. Compartir las emociones parecía ser más bien uno de los implícitos que, sin formar parte de la planificación de los talleres; se hacía presente en su desarrollo. Estas emociones se producían muchas veces a partir de la interacción misma entre integrantes de la cooperativa. Escuchar, por ejemplo, las críticas hacia otros vecinos, despertó en Silvia la necesidad y el deseo de poner en común un aspecto de su infancia, conectando su vivencia con cambios estructurales tales como el neoliberalismo y la flexibilización laboral11.

Este acto de poner en común experiencias previas no sólo tenía lugar a partir de palabras. Los cambios en el volumen de la voz, el tono entrecortado y las expresiones gestuales indicaban cuando las personas se veían afectadas por aquello que reconstruían o permitían trasmitir bronca o indignación ante situaciones consideradas inaceptables. Cuando alguien compartía fragmentos de su trayectoria, el clima de las reuniones solía volverse más calmo, dando lugar a momentos de escucha significativos. Conmoverse por las mismas desigualdades y poner estas condiciones en relación con las historias de vida constituían elementos centrales del modo en que se producía la participación en las cooperativas fortaleciendo impulsos por poner en práctica acciones dirigidas a mejorar las condiciones de vida de los sectores populares. Asimismo, poner en común estos sentimientos de indignación permitió en muchos casos establecer un dialogo crítico con discursos estigmatizantes que asocian a los beneficiarios de programas sociales con estereotipos negativos como la “vagancia”. Como mostraremos en el siguiente apartado, estas imágenes morales se hacían presentes en el día a día permeando relaciones barriales y llegando imponer posibles obstáculos a la hora de concretar la puesta en marcha de trabajos.

Perder la escuela: Imágenes morales y sentidos del trabajo

Los integrantes de la cooperativa Néstor Vive estaban parados formando un círculo en uno de los espacios al aire libre de la escuela de enseñanza especial en la que trabajarían ese día. Era una mañana de principios del año 2018, un mate dulce circulaba de mano en mano y un clima inusual de tristeza y desánimo sobrevolaba los intercambios. Se habían enterado de que habría un cambio de autoridades en la escuela: La directora en funciones dejaría su cargo. “No sabemos si la que la reemplace nos va a querer acá”, me dijeron con expresión desesperanzada. Para referirse a la posible interrupción de su trabajo allí, utilizaban la expresión “perder la escuela” y hablaban de su relación con las directoras evocando vínculos afectivos, decían que la directora actual les tenía confianza, los quería y que la continuidad de sus tareas dependía de que la nueva autoridad pueda también, confiar en ellos e integrarlos.

La cooperativa Néstor Vive comenzó a desarrollar trabajos en colaboración con instituciones educativas a partir del año 2013. En sus jornadas laborales, se ocupaban de cortar el pasto, refaccionar juegos de plaza, cambiar cueritos y tubos de luz, quitar hojas del techo, destapar cañerías, pegar azulejos, pintar paredes, reparar estanterías. Muchas veces resolvían problemas emergentes y en ocasiones, acudían primero cuando ocurría algo inesperado, como un intento de robo o un accidente que dejaba daños. “Estamos integrados a las escuelas”, me dijo Silvina, la presidenta de la cooperativa, en una de nuestras primeras conversaciones, resaltando el reconocimiento y sentido de pertenencia que los unía a dichos espacios educativos.

Ese día en que la continuidad de estos trabajos se revelaba incierta, las características del vínculo con la escuela se hacían más perceptibles. Una atmósfera de preocupación y dudas cubría la jornada y tornaba más difícil la toma de decisiones acerca de las reparaciones que irían a realizar. Si bien no se trataba de la única institución en la que se encontraban trabajando, allí era donde habían comenzado. La reconstrucción de su llegada a esta escuela era un hito fundamental del modo en que narraban la historia de la cooperativa. El pasto crecido, el consejo escolar que no mandaba a nadie para cortarlo y un conjunto de alumnos con discapacidades cognitivas y motrices que no podían salir al parque durante el recreo solían ser los primeros elementos que traían a colación. La descripción ponía énfasis en la alegría y agradecimiento expresado por alumnos y docentes luego de que ellos realizaran sus primeros trabajos.

Silvina había participado en la cooperadora escolar del jardín de infantes al que acudieron sus hijos y ahora que ellos ya habían crecido, varias de las maestras que había conocido en ese entonces se desempañaban como directoras en instituciones educativas nuevas. Estos vínculos de confianza y su conocimiento de las formas esperadas de moverse en esos espacios les habían abierto las puertas de otras instituciones educativas. La historia que los unía con esa escuela puntual explicaba en parte la tristeza que permeaba las conversaciones sobre una posible despedida. Sin embargo, su pesimismo no dejaba de sorprenderme: ¿Por qué veían tan probable que la nueva directora los rechazara?, fue inevitable preguntarme. “Es que algunos, no nos quieren a nosotros”, me explicó una de las integrantes del grupo cuando expresé mi duda. “No tienen una buena imagen. Piensan que no hacemos nada, que no queremos trabajar, que estamos ahí tomando mate. Y, nosotros… ¡trabajamos!”.

Estábamos en esas conversaciones cuando Silvina vino a comentarnos que al contrario de lo que esperaban, la continuidad estaba prácticamente garantizada porque la directora actual se iría a trabajar al consejo escolar y daría buenas referencias sobre ellos. Además, ella les había dicho que necesitaría ayuda en el consejo y les preguntó si podía contar con la cooperativa en algún momento. Silvina aceptó sin dudarlo y aprovechó para hacerle un pedido ella misma. “Favor con favor se paga”, dijo y solicitó la donación de la cerámica que había sobrado de la cocina de la escuela, para uno de los jardines en el que ellos trabajaban. La directora también aceptó y pidió que las autoridades de dicho jardín hagan el pedido por escrito a través de una carta formal. “Porque si no, alguien puede verme que yo me llevo la cerámica y pensar que me la llevo a mi casa”, explicó Silvina mostrando que comprendía la importancia de esas formalidades.

Para la cooperativa, poner en marcha su trabajo dependía de estas buenas recomendaciones, de afianzar relaciones interpersonales mediadas por la confianza y los mutuos pedidos de ayuda. De un modo similar al que ha sido identificado por estudios etnográficos, las personas estaban unidas por compromisos recíprocos y relaciones a través de las que circulaban recursos y ayudas (Quirós, 2011; Colabella, 2011). Si en el apartado previo observamos cómo estos compromisos median las relaciones entre integrantes de una cooperativa, involucrando no sólo la realización de trabajos puntuales, sino también prácticas en torno a las casas y formas de sentir; aquí registramos la existencia de mutuos compromisos entre las cooperativas e instituciones en las que desarrollan sus trabajos.

Para poder trabajar, la cooperativa debía “pedir” el ingreso a una escuela y lograr “entrar” en ella. La posibilidad misma de construir ese vínculo, de ser tenidos en cuenta, de “estar integrados” para ponerlo en las palabras de Silvina; era parte de lo que circulaba en estos compromisos recíprocos. Si las personas cambiaban, como ocurría con la directora que iba a dejar el cargo, todos estos acuerdos se ponían en riesgo y la cooperativa podía “perder la escuela”; es decir se quedaba sin la relación y espacio a través del cual producían su trabajo. Recuperando los términos que propone el abordaje maussiano del don (Mauss, 1979), si se negaba a recibir el trabajo de la cooperativa, la nueva directora estaría rechazando también la producción de un vínculo o la constitución de una “alianza” entre personas que pertenecían a colectivos. Lo que la cooperativa daba a la escuela era más que un trabajo, podría definirse como “dones en forma de tiempo” utilizando la expresión propuesta por Antonia Pedroso de Lima y Fernanda María Rivas Oliveira (2015). Las autoras propusieron esta idea para pensar una diversidad de prácticas de ayuda y de trabajo voluntario desarrolladas en Portugal en épocas de crisis. Plantearon que la relevancia de esos dones consiste en que pueden materializarse en una multiplicidad de servicios de cuidado, pasando a producir “pequeños factores de humanización” en el marco de relaciones interpersonales en las cuales se imbrican afecto y moralidad, altruismo y egoísmo.

A través de este vínculo entre la cooperativa y la escuela, también circulaban a veces objetos que le permitían a la cooperativa fortalecer sus prácticas de trabajo en otras instituciones. Silvina había logrado gestionar la donación de las cerámicas para el jardín de infantes, explicitando esta transacción como un intercambio de “favores” entre dos personas que referenciaban espacios diferentes, la directora de la escuela y la presidenta de la cooperativa. Ella había movilizado el vínculo que tenía con la directora y había introducido el pedido justo cuando ella misma le había solicitado ayuda a la cooperativa. Para evitar “malos entendidos”, este intercambio debía ser plasmado en los papeles como un pedido formal de directora a directora, aclarando que se trataba de una donación de una escuela hacia otra y borroneando el lugar que la cooperativa había tenido en esas gestiones.

Las complejidades que emergían a la hora de lograr “entrar” a una escuela; la gravedad con la que se referían a la posibilidad de interrumpir su trabajo no pueden comprenderse sin considerar la circulación recurrente de una serie de imágenes morales negativas sobre quienes son beneficiarios de programas estatales, las cuales suelen describirlos como “vagos”, sin “voluntad” de trabajo. Con estos argumentos, los integrantes de Néstor Vive fundamentaban su sospecha de no poder continuar trabajando en dicha escuela ante el cambio de autoridades. Estas reflexiones acerca de “lo que se dice” de los y las titulares de los programas sociales fueron constantes durante mi trabajo de campo. Al reconstruirme la historia de la cooperativa, Silvina solía destacar el momento de “entrada a las escuelas”, como un logro significativo, en la medida en que había permitido dejar de trabajar “en la calle”, realizando tareas de barrido y limpieza de espacios públicos, para desempeñarse en una labor que percibían que gozaba de mayor reconocimiento social, representando un aporte a las condiciones de escolaridad de niños y niñas. Alcanzar la posibilidad de realizar tareas en instituciones educativas no era sencillo ya que se trataba de espacios en donde la entrada, salida y circulación de personas se encontraba reglada por normas que establecían permisos y restricciones en función de roles asumidos. Estrechar vínculos de confianza que les permitieran trabajar en las escuelas había sido posible a partir de un recorrido en el que no habían estado exentas las dificultades. Según reconstruyeron al narrar su historia, las estigmatizaciones y prejuicios que circulaban sobre los titulares del Argentina Trabaja solían obstaculizar las posibilidades de que una institución “los acepte” y los “trate bien”. Algunas de las escuelas con las que se habían contactado habían rechazado su ayuda y otras habían aceptado que realicen taras puntales, como pintar el patio, sin dejarles “pasar al baño” ni ingresar a espacios cerrados.

Durante el tiempo que desarrollé trabajo de campo junto a las cooperativas creadas a partir del Argentina Trabaja, registré incontables situaciones en las que las conversaciones cotidianas incluían una reconstrucción que, sin disimular indignación evocaba discursos escuchados en las inmediaciones del barrios, de parte de sus propios vecinos o en los medios de comunicación, desde los cuales se descalificaba a los beneficiarios de distintos programas estatales, describiéndolos como personas sin voluntad de trabajo que “viven de arriba”. Estas valorizaciones negativas tuvieron gran difusión y pueden ser encontradas en notas periodísticas y editoriales de medios de comunicación que abordaron el lanzamiento y funcionamiento del Argentina Trabaja12. En coincidencia con lo que plantearon otros trabajos, las experiencias de los cooperativistas se encontraron así a menudo atravesadas por la estigmatización de la opinión pública y valoraciones tensionadas por parte de sus vecinos (Hopp, 2015; Maneiro, 2015). Las reconstrucciones de este apartado demuestran que estas imágenes morales sobre los titulares del Argentina Trabaja, no constituyen únicamente un agravio al que responder, una ofensa puramente simbólica; se trata de sentidos que se materializan en obstáculos concretos a la hora de realizar los trabajos.

Estas construcciones morales y estigmatizaciones poseen larga data en nuestro país y también han sido identificadas y analizadas por etnografías sobre organizaciones de trabajadores desocupados (Quirós, 2011; Vommaro y Quirós, 2011; Ferraudi Curto, 2013). Distintas investigaciones han dedicado significativa atención a la reconstrucción de los modos en que integrantes de organizaciones colectivas desarrollaron prácticas dirigidas a disputar estos sentidos negativizantes. Así, se destacó que mediante el hacer las personas se construyen a sí mismas como dignas merecedoras de la asistencia estatal (Vommaro y Quirós, 2011). De forma recurrente, se señaló que en contextos en donde la voluntad de trabajo es puesta en duda y la vagancia es una acusación recurrente, las personas reafirman a menudo que sus acciones son realizadas por compromiso y que su acceso a programas sociales deriva de la “lucha” que llevan adelante (Quirós, 2011), recuperando sentidos del merecimiento que han sido históricamente asociados al trabajo asalariado (Manzano, 2013). Estos sentidos tensionados acerca de “los planes” han sido incluso registrados en otros procesos de organización de trabajadores, tales como la recuperación de fábricas, mostrando que la apelación a la condición de trabajadoras fue reivindicada por las obreras de una fábrica textil como una forma de legitimar acciones (Fernández Álvarez, 2017). Para ellas, el “trabajo genuino” era justamente la alternativa “al plan”, en tanto no sólo garantizaba la reproducción material, sino que definía la existencia misma, permitiendo articular supervivencia con dignidad. (Fernández Álvarez, 2007; 2017). De esta manera, investigaciones sobre distintos procesos organizativos han dado cuenta del modo en que el trabajo se configuró como una categoría clave para legitimar procesos organizativos y como una construcción social elaborada a partir de relaciones de hegemonía (Fernández Álvarez y Manzano, 2007).

Al igual que han identificado estos estudios, mis interlocutores también solían afirmar su condición de trabajadores, estableciendo un diálogo crítico con aquellos discursos que enfatizaban en su pasividad y falta de voluntad. Evitar “perder la escuela” era importante en relación a la posibilidad de seguir sosteniendo una imagen pública favorable. Pero si remarcar su condición de trabajadores constituía una reivindicación común a muchos de mis interlocutores, esto no se reducía únicamente al cumplimiento de tareas preestablecidas como “contraparte” de un beneficio asistencial. La impugnación de lecturas descalificadoras no reprodujo acríticamente las visiones acerca del mérito y el esfuerzo que suelen componer a las acusaciones. A menudo, se resaltaba la importancia de producir trabajos “útiles”, que sean reconocidos como tales por los habitantes de sus barrios y que constituyan un aporte a mejorar las propias vidas. Así, las prácticas analizadas a lo largo de este artículo, demuestran que el desarrollo de estos trabajos no se encontraba delimitado únicamente como el cumplimiento de aquello que los programas estatales definían como “obligatorio”. La obligatoriedad y el compromiso no atraviesan sólo la relación con el Estado, definen también los vínculos entre integrantes de las cooperativas y con las instituciones en las que trabajaban. Realizar tareas de mantenimiento en instituciones educativas, refaccionar viviendas o poner en marcha huertas constituían acciones significativas en relación a la expectativa de mejorar las condiciones de vida en barrios populares. Participar en las cooperativas, comprendía acciones que se concretaban cotidianamente a través del afianzamiento de vínculos interpersonales, mediados por emociones y relaciones de afecto y confianza. El sentido que esta participación tenía para las personas se construía según valoraciones acerca de qué trabajos valían la pena de realizarse y en función de responder a expectativas de aquellas instituciones que confiaban y “reconocían” el trabajo de las cooperativas.

Conclusiones

En este artículo, reconstruí etnográficamente los modos en que titulares del Argentina Trabaja le otorgan sentido a su participación en las cooperativas. Antes que interrogar las condiciones de “obligatoriedad” sobre las que tiene lugar dicha participación opté por abordar su carácter productivo, explorando el modo en que se generan compromisos y expectativas de comportamiento que median las relaciones cotidianas. La puesta en marcha del Argentina Trabaja actualizó debates que también habían estado presentes en las décadas previas y que giraron en torno a las modalidades de distribución de recursos estatales y las relaciones generadas a través de la gestión de políticas por parte de organizaciones sociales. Asimismo, las cooperativas creadas en el marco de este programa fueron muchas veces abordadas como expresiones menos genuinas del cooperativismo o falsas construcciones derivadas únicamente de la acción estatal. Ambas discusiones tendieron a entrelazarse instalando una serie de supuestos compartidos, al asumir, a menudo, que si el funcionamiento de una cooperativa tiene lugar a partir de la implementación de un programa estatal- una relación a menudo catalogada como de “dependencia”- las prácticas de sus integrantes se encontrarán delineadas fundamentalmente a partir de la coacción y la obligación, ya sea a causa de los requisitos que propone el Estado o debido a las manipulaciones impuestas por dirigentes políticos.

En estas páginas construí un análisis centrado en la categoría de participación procurando resituar el modo en que los sentidos que se le asocian a las prácticas generadas en el marco de las cooperativas se construyen situacionalmente, a partir de procesos que comprometen a las personas unas con otras. Así, desplacé de la preocupación por ponderar el carácter más o menos voluntario de esta participación, para interrogar qué expectativas la constituyen y qué implica formar parte de estos espacios para las personas en el día a día. Mi análisis centrado en las emociones e imágenes morales reveló que la definición de aquello que se entiende por participación y el sostenimiento de aquellas condiciones que la hacen posible concierne un proceso de construcción constante que demanda un trabajo cotidiano de promover ciertos comportamientos y de afianzar vínculos personales y afectivos. De esta manera, es posible arribar a una conceptualización de esta participación que no la reduzca a la mera incorporación individual a un espacio colectivo ya constituido, ni como la realización de un conjunto estanco de actividades predefinidas que habilitan el acceso a un recurso estatal. Además de “cumplir” con aquellos trabajos que desde el lenguaje de los programas estatales suelen definirse como de “contraprestación obligatoria”, para mis interlocutores la participación demandaba modificar algo de sí mismos desarrollando acciones y formas de sentir que trascendían los alcances de la jornada laboral. Juntar dinero para la compra de materiales de construcción que permitiera proyectar y realizar obras en las casas, realizar el mantenimiento diario de huertas ubicadas en los fondos de las viviendas e incluso la posibilidad de poner en común y reflexionar acerca de las trayectorias vitales constituían parte de los comportamientos esperados.

Las cooperativas debían hacerse un lugar en las vidas de las personas y al mismo tiempo ganar un lugar en una serie de relaciones barriales para que sus proyectos de trabajo puedan ser realizados. Así, la definición de los sentidos otorgados a la participación suponía una reflexión acerca de los modos en que las personas transitaban por estos espacios, cobrando relevancia la producción de ciertas emociones, la intervención sobre vínculos barriales y la disputa de imágenes morales. Los alcances de dicha participación no estaban dados, debían ser producidos a partir de un complejo trabajo pedagógico y de una reflexión recurrente que ponderaba la relevancia y “utilidad” de las tareas realizadas. La mirada sobre la participación que ofrecimos en estas páginas pretendió así iluminar aspectos de las experiencias de quienes integran las cooperativas que podrían ser eludidos por abordajes dirigidos a determinar la presencia o no de voluntad asociativa común; o a identificar lógicas de manipulación clientelar vigentes en estas relaciones.

Buenos Aires, 24 de abril de 2020

Notas

1. Las tareas realizadas por las cooperativas fueron variando a lo largo del tiempo y registraron gran diversidad según las modalidades locales de su implementación. Con el correr del tiempo, los trabajos realizados fueron reorientándose de un énfasis inicial colocado en el mantenimiento de espacios públicos y la realización de obras de infraestructura hacia el desarrollo de trabajos de construcción y reforma de viviendas e instituciones barriales, la generación de obradores productivos volcados a trabajos de herrería, producción de bloques, carpintería, huertas, entre otras actividades. Este desplazamiento se produjo a partir de giros en el diseño estatal que tuvieron lugar en los años 2012 y 2013 cuando se sancionaron normativas dirigidas a fomentar una mayor “especialización de las cooperativas de trabajo” (Res. MDSN 1499/2012). Quienes integraron las cooperativas recibieron un ingreso monetario mensual que también fue variable. El monto de la transferencia ha perdido proporción en relación al salario mínimo, llegando a representar el 85% en 2012 y alcanzando menos de la mitad en 2016 (Gamallo, 2017)

2. Utilizo comillas para citas textuales y palabras que corresponden al discurso de mis interlocutores y letra cursiva cuando se trata de categorías sociales.

3. Vale la pena destacar que, desde mediados de la década de 1990, los movimientos de desocupados habían ocupado un papel protagónico en la gestión de múltiples programas de empleo transitorio implementados en nuestro país como forma de intervenir sobre los altos índices de desempleo. La principal característica de dichos programas, a menudo englobados coloquialmente bajo la categoría “planes”, fue la transferencia de ingresos a personas desocupadas, contemplando la realización de distintas tareas de contraprestación que incluyeron tanto el desarrollo de distintos trabajos comunitarios y emprendimientos productivos, los cuales muchas veces fueron gestionados por movimientos sociales. Entre algunos de estos programas podemos mencionar a los planes Trabajar I, II y III, el programa de Servicios Comunitarios- posteriormente reemplazado por el programa de Empleo comunitario- y el Programa de Emergencia Laboral. A partir del año 2002, en el marco de la declaración de Emergencia Ocupacional Nacional, una gran parte de estos programas fueron unificados en el Plan Jefes y Jefas de Hogar (PJJHD), que llegó a tener unos 1.975.000 beneficiarios/as (Cross, 2012).

4. Si bien excede a los fines de este artículo, vale la pena mencionar que las discusiones académicas sobre el clientelismo han sido amplias y se han instalado en nuestro país desde fines de la década de 1980. El trabajo de Javier Auyero (1997, 2001) ha marcado importantes puntos de inflexión en estas discusiones al plantear que, lejos de ser una desviación, el clientelismo es un elemento constitutivo de las democracias modernas y permite forjar una cadena de prestaciones y contraprestaciones que no se reduce únicamente al interés, sino que supone obligaciones morales e imperativos afectivos. Para profundizar en las revisiones y debates abiertos a partir de esta perspectiva, ver Soprano, 2002; Masson, 2002; Vommaro y Quirós, 2011; Colabella, 2011; Manzano, 2013.

5. Proyectos UBACYT “Prácticas políticas colectivas, modos de agremiación y experiencia cotidiana: etnografía de prácticas de organización de trabajadores de sectores populares” (2018-2020) y PICT 2018-03095 “Política colectiva, (re)producción de la vida y experiencia cotidiana: un estudio antropológico sobre procesos de organización de trabajadores y trabajadoras de sectores populares en Buenos Aires, Córdoba y Rosario”. Ambos están dirigidos por la Dra. María Inés Fernández Álvarez y radicados en el Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, UBA.

6. Durante este tiempo se realizaron visitas al campo con frecuencia de una o dos veces a la semana, las cuales consistieron en acompañar a los titulares en distintas actividades de su vida cotidiana tales como jornadas laborales, reuniones, actos, movilizaciones y la realización de trámites. A los fines de desarrollar una investigación que descentre de “los programas” y tome a las vidas de sus titulares como eje de análisis (Pacífico, 2019), la observación participante incluyo también el registro de situaciones propias de las rutinas domésticas y las vidas familiares de algunos de sus integrantes, tales como almuerzos, tiempos de ocio, paseos por el barrio, la realización de compras y otras diligencias. El trabajo de campo incluyó también la colaboración en la redacción de materiales de difusión, informes y materiales didácticos para la formación interna de las cooperativas. A partir de las jornadas de campo se desarrollaron registros escritos. Asimismo, en la etapa final de la investigación, se incluyeron también entrevistas abiertas a algunos de mis interlocutores, procurando reconstruir aspectos de las trayectorias de vida, sucesos pasados y puntos de vista no asequibles a partir de la observación directa.

7. Ver Fernández Álvarez, 2018

8. Brevemente, vale la pena considerar que durante el periodo analizado y en sintonía con la asunción de la Alianza Cambiemos en el Gobierno Nacional, tuvieron lugar una serie de transformaciones en la coyuntura política que marcaron la implementación de políticas económicas de corte neoliberal, tendientes hacia la redistribución regresiva del ingreso, la apertura de los mercados y el desfinanciamiento del gasto público, acentuando los índices de pobreza y desigualdad y dando lugar al desarrollo de distintas medidas de protesta por parte de movimientos y organizaciones sociales. En este sentido, las reuniones y espacios formativos de la cooperativa solían orientarse hacia el debate en torno a estos procesos, buscando inscribir dicho contexto en el marco de una tradición más amplia de lucha por parte del movimiento obrero y de la historia nacional. Como ha sido relevado por otros trabajos, durante la gestión de la Alianza Cambiemos, las políticas sociales dirigidas a intervenir sobre el desempleo reorientaron paulatinamente sus fundamentos, ganando fuerza un discurso orientado hacia la promoción de las condiciones individuales de “empleabilidad”, en detrimento del fomento del trabajo asociativo (Gamallo, 2017; Arcidiácono y Bermúdez, 2018; Ferrari Mango y Campana, 2018). Para un análisis especifico del modo en que estas transformaciones impactaron sobre las prácticas de cooperativas analizadas aquí, ver Pacífico, 2020.

9. El ANSES es un organismo estatal creado en 1991 con el fin de fiscalizar y administrar la gestión de fondos previsionales y de seguridad social. A partir del año 2009, este organismo comienza a gestionar también distintos programas de transferencia condicionada de ingresos de carácter no contributivos, tales como la Asignación Universal por Hijo (2009) y el Programa de Respaldo a Estudiantes Argentinos (2014). En junio de 2017 la ANSES lanzó el Programa “Mejor Hogar”, una línea de financiamiento dirigida a grupos familiares que cuenten con ingresos mensuales inferiores a la suma de tres salarios mínimos y que permitía la compra de materiales de construcción destinados a realizar mejoras en la vivienda. Algunos de los integrantes de la cooperativa solicitaron créditos y subsidios a través de dicho programa, procurando poner en marcha reformas habitacionales para las cuales contaron con el apoyo del trabajo de sus compañeros de cooperativa.

10. Existe un interesante campo de discusión académica sobre usos del dinero en sectores populares, desde el cual se han interrogado específicamente hábitos de consumo, ahorro y crédito. En concordancia con lo observado en nuestra investigación, distintos trabajos señalan la amplia financierización de estos sectores, evidenciando que el consumo de ciertos bienes se torna posible principalmente a través de distintas formas de endeudamiento (Figueiro, 2010; Wilkis y Roig, 2014; Gago y Mezzadra, 2015). Asimismo, se ha registrado que pese a las desigualdades de clase que atraviesan las posibilidades de ahorrar, esta práctica suele hacerse presente entre sectores populares bajo formas no monetarias, como la acumulación de objetos para vender eventualmente o el acopio de materiales de construcción (Figueiro, 2010; Roig, 2015).

11. Otra mirada interesante en torno a esta relación de influencia mutua entre cambios estructurales y formas de pensar y sentir puede también encontrarse en las contribuciones de los estudios culturales ingleses, especialmente en la obra del Williams (1997). El autor propone la noción de estructura del sentir, como apuesta por capturar los modos en que pensamiento y sentimiento se entrecruzan en la experiencia vivencial. Tal como lo señalan Cáceres Riquelme y Herrera Pardo (2014), esta noción le permite al autor llevar adelante una revisión crítica de los modos en que el marxismo ortodoxo interpretó las relaciones entre base y superestructura, problematizando concepciones fijas y totalizantes de lo social, para dar cuenta del modo en que los individuos pueden modelar las reglas o modelos desde los que se experimentan la realidad, involucrando tanto componentes racionales como sentimentales.

12. Dos editoriales publicadas en el diario La Nación resultan ilustrativas de este punto. Una de ellas, publicada poco después del lanzamiento del Argentina Trabaja advertía que el programa iría a falsear el sentido de las cooperativas, agrupando personas sin voluntad asociativa común (La Nación, 2009). En otra, a sólo un mes de la asunción de Cambiemos al gobierno nacional se llamaba a recuperar y revalorizar el cooperativismo, describiendo a los programas Argentina Trabaja y Ellas Hacen como un “falso concepto de cooperativismo asociado a una dependencia permanente del Estado” (La Nación, 2016).

Agradecimientos

Quisiera agradecer a mis compañeras/os del equipo de investigación por los intercambios que tuvimos sobre una versión previa de este escrito y, especialmente a María Inés Fernández Álvarez por sus aportes a este artículo y a todo el proceso de investigación en el que se inscribe este trabajo. Espero haber recogido en estas páginas una parte de la riqueza que proporcionaron generosamente con sus comentarios y preguntas. Agradezco también los valiosos aportes de los/as revisores/as anónimos de este artículo, cuyos comentarios y sugerencias resultaron un rico estímulo para profundizar en las reflexiones volcadas inicialmente y sin duda continuarán siendo de utilidad para enriquecer futuros trabajos.

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Fuentes consultadas

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3. Diario La Nación “La desnaturalización del cooperativismo” 20 de enero de 2016. Disponible en: https://www.lanacion.com.ar/opinion/la-desnaturalizacion-del-cooperativismo-nid1863561

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