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Revista del Museo de Antropología

Print version ISSN 1852-060XOn-line version ISSN 1852-4826

Rev. Mus. Antropol. vol.15 no.2 Córdoba Aug. 2022

http://dx.doi.org/http://doi.org/10.31048/1852.4826.v15.n2.36713 

DOI: http://doi.org/10.31048/1852.4826.v15.n2.36713

ANTROPOLOGÍA SOCIAL

Ganarse la vida rural. Pluriactividad y producción de valor en campo cordobés, Argentina. Problemas y propuestas para la agenda pública

Earning a living in the rural world. Pluriactivity and value production in Córdoba’s countryside (Argentina). Problems and proposals for the public agenda

Julieta Quirós*

*Instituto de Antropología de Córdoba, IDACOR, CONICET, Museo de Antropología, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. E-mail: juquiros@ffyh.unc.edu.ar

Resumen
¿Cómo se gana la vida la gente de los interiores rurales de un país como la Argentina? Con esta pregunta, este artículo propone contribuir al conocimiento e intervención pública sobre un conjunto de problemas de economía política que signa la vida contemporánea de poblaciones rurales que pueblan y cultivan campo argentino. En base a una investigación etnográfica, empíricamente situada en el Valle de Traslasierra, noroeste de Córdoba, analizamos las dificultades sistémicas de legibilidad, social y gubernamental, de las que son objeto las economías pluriactivas que caracterizan al presente y pasado de este territorio –como de muchos otros interiores de la Argentina y la región latinoamericana. En la medida que esas dificultades comportan efectos –también sistémicos– de indiferencia, desposesión y violencia trivializada sobre estas poblaciones rurales, formulamos propuestas al ámbito público y gubernamental, orientadas a tornar legibles y visibles procesos de producción de valor implicados en las economías pluriactivas, y por intermedio de ello, a intervenir en geografías de desigualdad históricamente configuradas.

Palabras clave: Vida rural; Pluriactividad; Economía política; Traslasierra; Argentina.

Abstract
How do people in rural zones of a country like Argentina earn a living? This paper aims to contribuite to the knowledge and public intervention on a series of problems which people who live and work in the argentinian countryside endure in their everyday lives. With that aim, the paper recovers a long-term ethnographic study empirically located in rural towns of Traslasierra, north-west of Cordoba, Argentina. It analyzes the systemic difficulties -both social and governmental- of legibility of which the pluriactive economies that characterize the present and past of this territory -as well as many other rural zones of Argentina and Latin American- are subject. These difficulties, we argue, entail systemic effects of indifference, dispossession and trivialized violence on these rural populations. Therefore, the article also formulates proposals to the public and government spheres, aimed at becaming legible and visible value production processes involved in pluriactive economies. These proposals are commited to intervene in the geographies of inequality that the region endures.

Keywords: Rural life; Pluriactivity; Political Economy; Traslasierra; Argentina.

Recibido 15-02-2022

Recibido con correcciones 13-06-2022

Aceptado 15-06-2022

A la memoria de E. Guillermo Quirós (1947-2020)
Antropólogo argentino

Introducción: los interiores del interior, una geografía de la desigualdad

Llevo casi una década haciendo antropología en y desde una región rural del noroeste de Córdoba, Argentina, de la que, además de investigadora, acabé tornándome vecina por adopción. A lo largo de estos años, mi atención etnográfica –inicialmente centrada en lo que entonces reconocía como mi “área de especialidad”, la antropología política– fue dispersándose en una pluralidad de asuntos de interés, es decir, asuntos que socialmente importan a buena parte de mis vecinas, vecinos e interlocutores de campo en las localidades del Departamento de San Javier, Valle de Traslasierra, donde se centra mi labor1. En muchas oportunidades, esa dispersión temática me significó problemas de validación académica: ocurre que, como argumenté entre otra parte (Quirós 2020a), la antropología practicada desde los interiores rurales perturba muchos hábitos epistemológicos consagrados por la academia metropolitana; entre otras cosas, la intensidad relacional que caracteriza a la vida social de pequeña escala y baja densidad demográfica, pone en jaque la pertinencia y valor de la segmentación del conocimiento en “objetos” o “asuntos” de especialidad, desplegando el proceso investigativo como una “malla enmarañada”, al decir de Tim Ingold (2012: 48) de “sendas en curso o líneas de interés”.

Recientemente consideré que las sendas en que discurría mi labor eran dispersas solo en superficie: en lo profundo estaban indisolublemente ligadas –enmarañadas– en lo que hoy entiendo como un problema común, o un tipo de problema que, siguiendo la lectura de dos jóvenes colegas, Francisco Pazzarelli y José María Miranda (2020), me gusta calificar de vital –y en consecuencia, como veremos, político–. Lo enuncio de manera muy sencilla: ¿Cómo la gente de los “interiores del interior” de un país como la Argentina se las arregla hoy para ganarse la vida?

Este artículo busca dar algunas respuestas a esta pregunta. Así formulada, ella resulta del encuentro entre dos caminos: por un lado, la renovación de un campo de discusión e investigación, en las ciencias sociales y la antropología social actual, en torno a las relaciones entre “economía” y “vida” (Neiburg 2021, véase también Neiburg y Guyer 2019), y en particular en torno a los desafíos de (cómo garantizar) la reproducción social en el seno del capitalismo contemporáneo. Para ponerlo en términos de Susana Narotzky (2015): ¿qué y cómo hace la “gente común” para producir su sustento cotidiano y sus posibilidades de bienestar y futuro? Por otro lado, la pregunta que aquí nos ocupa expresa y traduce una preocupación crucial del pasado y presente de las poblaciones rurales de Traslasierra con las cuales trabajo, como también de diversos agentes públicos (sociales y gubernamentales) que buscan dar solución a lo que entienden como sus “problemas” –de vida y economía–.

Y digo preocupación crucial porque, para dichas poblaciones, (cómo) ganarse la vida es y ha sido una cuestión de peso y valor específicos, fundamentalmente por el hecho de que sus modos de vivir no han encajado ni encajan en los modelos de producción rural históricamente consagrados, valorizados y merecedores, por tanto, de atención y cuidado social o gubernamental. ¿A qué me refiero? A mundos rurales que usualmente no son incluidos en las imágenes con que se representa esa realidad que llamamos “campo cordobés” y, de modo general, “campo argentino”; territorios y poblaciones que están por fuera del sistema agroindustrial conocido en nuestro país como “modelo pampeano”, y hoy más comunmente llamado agronegocio. Pero además: territorios que, en el seno de una “geografía de desigualdad” (Massey 2012) históricamente configurada, tampoco son ni han sido enteramente reconocidos o habilitados a integrar ese segundo orden de existencia rural que en Argentina se conoce con el nombre de “economías regionales”. Es en función de ello que –proponemos– estos territorios rurales pueden ser entendidos como “interiores del interior”. En lo que sigue –y a los fines de presentar los propósitos de este texto–, permítaseme precisar este argumento, poniendo en relación algunas de las principales características de un espacio complejo y en transformación.

***

En la provincia de Córdoba, se conoce como Valle de Traslasierra a la región geográfica que se extiende por el faldeo oeste de las Sierras de los Comenchingones, abarcando cuatro juridicciones provinciales (los departamentos de San Javier, San Alberto, Pocho y Minas, ver Figura 1). El Valle de Traslasierra forma parte de lo que se conoce como región noroeste de la provincia de Córdoba, un área usualmente delimitada en diez departamentos (Cruz del Eje, Ischilín, Minas, Pocho, Punilla, Río Seco, San Alberto, San Javier, Sobremonte y Tulumba) que, si bien presentan importantes heterogeneidades ecológicas y socio-productivas, social y gubernamentalmente suelen ser algutinados en una unidad a la que se atribuyen rasgos distintivos: entre ellos, el de constituir una región rural “pobre” a la cual (es necesario) “llevar desarrollo”. Los diagnósticos académicos y gubernamentales que documentan esta condición del noroeste cordobés, suelen remitir a ciertos indicadores estadísticos: los departamentos del arco noroeste, por ejemplo, presentan históricamente los aportes relativos más bajos al Producto Geográfico Bruto Provincial (PGB) –para el año 2019, contribuyeron en su conjunto a solo el 6,7% del PGB–; asimismo, concentran las mayores proporciones de hogares con NBI (Necesidades Básicas Insatisfechas) de la provincia, como también los niveles más bajos de ingreso per cápita e indicador de Desarrollo Humano (Sánchez 2013; MGyA, 2019).

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Figura 1. Mapa de la región de estudio. Fuente: Elaboración propia en base a imágenes de IDECOR y Wikipedia.
Figure 1. Map of the study region. (Map drawn on the basis of images from IDECOR and Wikipedia).

 

En términos productivos, por las condiciones de la región fitogeográfica de la que forma parte –el Chaco Seco, sub-regiones Chaco Semiárido y Chaco Serrano–, el noroeste cordobés es un territorio comunmente calificado como de poca aptitud para la actividad agrícola y pecuaria2. Nueve de sus diez departamentos integran lo que se conoce como “zona ganadera del noroeste”, un territorio típicamente “extra-pampeano”, históricamente caracterizado –por contraste con las condiciones productivas del este y sur de la provincia– por una ganadería (bovina, caprina y ovina) de tipo extensivo o “a campo”, de baja escala y baja incorporación tecnológica, con una composición mayoritaria de establecimientos pequeños y medianos de tipo familiar (Figura 2). La actividad agrícola, históricamente de poco peso relativo, ha estado orientada a la producción de complemento forrajero para el ganado (Silvetti y Cáceres 1998, Cáceres et al 2006).

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Figura 2. “Ganadería caprina en Traslasierra”.
Figure 2. Goat farming in Traslasierra.

 

En paralelo, la historia productiva de Traslasierra y el noroeste cordobés en su conjunto aloja una diversidad de actividades regionales, entre las que se destacan la producción caprina, la producción de hierbas aromáticas y medicinales, la actividad apícola y frutícola (principalmente olivo, vid, tuna, cítricos), la horticultura pesada como la papa. Sin embargo, en el marco de un modelo de desarrollo fuertemente concentrado en la zona pampeana de la provincia (véase Silvetti y Cáceres 1998, Manzanal y Rofman 1989), estas actividades no han sido favorecidas por políticas de fomento que les habilitaran una expansión e insersión en cadenas más amplias de valor, de modo de poder consolidarse y ser reconocidas como “economías regionales” de peso propio, tal como ha ocurrido a lo largo del siglo XX en el sureste provincial con producciones como el tambo o el maní3.

Por otro lado, las mismas condiciones ecológicas que han hecho del noroeste una región considerada “improductiva” o “sub-productiva” en términos agropecuarios, la han valorizado por otro tipo de riqueza: la de abrigar la mayor superficie de bosque chaqueño –más conocido hoy como monte nativo cordobés– de la provincia. A lo largo del siglo XIX y buena parte del XX, el principal rinde económico extaído a la región estuvo concentrado, de hecho, en la explotación forestal (desmonte) de sus bosques, para la industria de la leña y el carbón. Actualmente el noroeste conserva el único y último 3% del bosque chaqueño original que sobrevive en la provincia, hoy revalorizado como patrimonio natural sujeto a preservación. Además de contar con algunas de las principales reservas y áreas naturales protegidas de la provincia, el noroeste concentra las zonas boscosas catalogadas como de “alto valor de conservación” por la ley provincial de Ordenamiento Territorial de Bosques Nativos (OTNB) Nro. 9.814, sancionada en el año 2010, e implementada desde entonces, en el seno de diversos procesos de disputa entre agendas medioambientales e intereses desarrollistas sobre los territorios (véase, entre otros, Britos y Barchuk 2008, Cabido y Zak 2010)4. Este estatus de patrimonio natural está anudado a uno de esos intereses, de creciente importancia para las áreas serranas en la que se centra nuestro estudio etnográfico: la actividad turística. Los cuatro departamentos que componen el Valle de Traslasierra vienen siendo, en los últimos 30 años, epicentro de un acelerado proceso de turistificación, constituyendo actualmente el tercer destino turístico de la provincia (Maffini y Maldonado 2019, Trivi 2021). Aun así, se trata de un desarrollo marcadamente menor en comparación al alcanzado y consolidado en las serranías del centro provincial, como el Valle de Calamuchita o el Valle de Punilla (véase Sánchez 2013).

Ahora bien, atribuir el sub-desarrollo relativo del noroeste cordobés a una fisonomía ecológica o productiva, o inclusive a su desatención estructural en materia de política pública, implicaría dejar afuera la mitad de su historia: pues esa condición está indisolublemente anudada a lo hemos llamado, siguiendo a Doreen Massey (2012), una “geografía de desigualdad”, es decir, la inscripción espacial de relaciones asimétricas entre territorios en lo que respecta a la producción, distribución, apropiación y reconocimiento de riquezas. Entre otras cosas, como argumenta Massey, esas geografías comportan procesos sistémicos de subordinación de ciertos territorios y poblaciones –tenidos por “pobres”– en procesos globales de acumulación –y apropiación diferencial, por tanto– de capital. Por poner solo un ejemplo relativo a la región que nos ocupa en estas páginas: son las poblaciones rurales de Traslasierra y el noroeste cordobés en su conjunto las que, a lo largo de todo el siglo XX, han provisto, vía migraciones golondrina, parte de la mano de obra temporaria y precarizada que mayor plusvalor ha generado en los territorios agropecuarios conceptuados como prósperos (véase Silvetti y Cáceres 1998:111 y ss).

Esto quiere decir que las geografías de la desigualdad –o geo-metrías de poder, como también las llama Massey– no solo están hechas de distribuciones asimétricas de recursos, sino también de lo que, siguiendo a Jacques Ranciére (1996), proponemos entender como una distribución desigual en el “orden de lo sensible”, es decir, un reparto entre quiénes –y quiénes no– son divisados como parte existente –y con derecho a existir– de ciertos órdenes de lo real. En el caso que nos ocupa, de ese orden que llamamos “campo cordobés” o Córdoba “agropecuaria”; o de modo más general, de la Córdoba “productiva”. También de estos repartos las poblaciones de Traslasierra y el noroeste han quedado y suelen quedar excluidas o minorizadas.

Con la expresión “interiores del interior”, entonces, buscamos dar nombre a esta geografía, esto es, a una doble y desigual distribución de riquezas y “grandezas” (Boltanski y Thévenot, 2006). También es en virtud de esta geografía que proponemos –como hemos enunciado al inicio de estas páginas– que para la gente de interiores como Traslasierra, el (cómo) ganarse la vida ha sido –y continúa siendo, como habremos de ver– una cuestión insoslayablemente política.

Cabe señalar que, en las últimas décadas, diversas iniciativas gubernamentales evidencian un reconocimiento parcial de este mapa desigual, caracterizando al noroeste ya no solo como región “pobre”, sino también como región históricamente “postergada” por las agendas públicas. Tal es el diagnóstico y espíritu que atraviesa la formulación e implementación de planes estratégicos como el “Programa Desarrollo Territorial para el Norte y el Oeste de Córdoba”, más conocido como “Plan de Desarrollo del Noroeste Provincial”, diseñado y ejecutado a partir del año 2015 por la gobernación de José Manuel de la Sota; o el “Programa Arraigo de Mujeres y Jóvenes del Noroeste de Córdoba”, lanzado en 2018 por la administración sucesora.

Merece señalarse además que, en lo que respecta al desarrollo productivo, estas intervenciones gubernamentales –en la práctica articuladas con agencias estatales de nivel nacional, organismos internacionales de crédito e iniciativas del sector privado–, vienen concentrándose en dos sectores económicos con inserciones e impactos diferenciales en los territorios del noroeste. Por un lado, el desarrollo del sector agropecuario, que viene actuando en dos líneas diferenciadas, y en muchos casos contrapuestas o en disputa: i) las iniciativas orientadas a desarrollar y/o fortalecer producciones regionales (como la cadena caprina, ovina, vitivinícola, apícola, y de aromáticas y medicinales), fomentadas desde políticas y programas dirigidos, en su mayoría, a productores familiares y/o poblaciones rurales definidas como vulnerables5; ii) en paralelo, iniciativas empresariales de avance de la frontera agro-ganadera, con implantación, vía desmonte, de monocultivo de commodities (soja principalmente) y/o ganadería intensiva; este proceso viene intensificándose, desde las últimas tres décadas, en los departamentos del norte, con diversos efectos de desplazamiento sobre las poblaciones rurales locales, como muestran los estudios de Daniel Cáceres et al (2011), Graciela Preda (2015), Magalí Paz (2015) y Esteban Salizzi (2020).

Por otro lado, encontramos iniciativas, tanto públicas como privadas, orientadas al desarrollo del sector turístico e inmobiliario; éstas vienen concentrándonse, como adelantamos, en áreas serranas de alto valor paisajístico, como el Valle de Traslasierra (Figura 3). Al igual que ocurre en otras serranías de la provincia, los procesos de turistificación se ven anudados a otro proceso paralelo: la migración y radicación permanente, hacia las zonas serranas, de habitantes provenientes de grandes ciudades de la provincia y el país –un movimiento conocido en las ciencias sociales con el nombre de migración por amenidad o neo-ruralismo. Como lo muestran varios estudios centrados en diversas áreas de sierra (Chiavassa, Deón y Ensabella 2019; Quirós 2014, 2019; Trimano 2019; entre otros), turismo y migración neo-rural vienen comportando, en su conjunto, un avance acelerado de la frontera urbana y la consolidación de un mercado inmobiliario cada vez más concentrado y desigual.

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Figura 3. “Paisaje serrano”, fotografía de la autora.
Figure 3. Mountain landscape (Photograph taken by the author).

 

Encastrando las piezas, entonces, podemos decir que los proyectos e iniciativas desarrollistas, tanto agropecuarios como turísticos e inmobiliarios, operan diferencialmente sobre distintos territorios del noroeste, con consecuencias e impactos también diferenciales. Si por un lado pueden implicar una dinamización y ampliación de nuevos sectores de la economía y mercados de trabajo, por otro y al mismo tiempo habilitan nuevas asimetrías en la acumulación y apropiación de riquezas y grandezas, renovando, bajo nuevas formas, las geografías de la desigualdad sobre las que se busca intervenir, mitigar o revertir.

Este artículo propone aportar a este campo de problemáticas y sus agendas públicas, en base a un proyecto de investigación e intervención orientado a propiciar, desde el conocimiento antropológico, alteraciones y contribuciones a aquello que, social y gubernamentalmente, se define e imagina como los “problemas” de –y las soluciones para– poblaciones de interiores del interior como Traslasierra.

Para ello, recortamos aquí un camino específico: mirar de cerca algunas dimensiones desatendidas de los modos cotidianos en que esas poblaciones se ganan la (su) vida rural. Nuestro argumento se organizará en cuatro partes: en la primera, procuramos caracterizar nuestro universo de estudio poniendo de relieve la naturaleza pluriactiva de los modos locales, pasados y presentes, de ganarse la vida. En la segunda y tercera, problematizamos las dificultades de legibilidad social y gubernamental que recaen sobre las economías pluriactivas, y planteamos, desde el conocimiento etnográfico, algunas propuestas de valorización e intervención para las agendas públicas. Finalmente, concluimos con una consideración ampliada de los valores producidos y defendidos por los esquemas pluriactivos, entendiéndolos, desde una perspectiva antropológica, como un modo propio de ganarse la “vida rural”.

En términos metodológicos, los datos y argumentos aquí presentados resultan de un estudio etnográfico situado en pedanías del Departamento de San Javier, con epicentro en distintos parajes que integran los municipios de La Paz, San Javier y Villa de Las Rosas, y las comunas de Los Romeros, Luyaba y La Población. La estrategia investigativa se ha centrado en el acompañamiento etnográfico –es decir, de larga duración y orientado a recuperar la dimensión cotidiana y vivida (Quirós 2018)– de experiencias y procesos productivos y reproductivos protagonizados por diversas trabajadoras, trabajadores y unidades familiares de nuestra área de estudio. Articulado a ello, movilizamos datos producidos desde la reconstrucción de trayectorias biográficas y laborales, y desde la investigación documental y estadística.

El carácter etnográfico de nuestro estudio propone e invita, no obstante, a diversos diálogos y comparaciones con otros contextos sociales, tanto vecinos como distantes. Dicho en otras palabras: estas páginas no solo versan “sobre” algunas de las realidades del Valle de Traslasierra, sino que hablan, “desde” ahí, sobre problemáticas que atraviesan la vida social de otras áreas del noroeste cordobés, como posiblemente de muchos otros “interiores del interior” de nuestro país y la región latinoamericana. De lo que se trata, entonces, es de abrir la conversación –desde un estudio etnográficamente situado en un área de Traslasierra–, acerca de cómo estamos entendiendo la heterogeneidad de los mundos rurales contemporáneos, como también las soluciones contexto-dependientes a los problemas y desafíos, de economía política y vida en común, que esos mundos nos plantean.

Pluriactividad(es) en perspectiva local: formas de precariedad neo y pre-liberal

Una parte importante de las poblaciones que habitan nuestro territorio etnográfico constituye un sujeto social clasificatoriamente huidizo, que no termina de encajar enteramente bien en las categorías (sociales y gubernamentales) usualmente disponibles para ellas. ¿Quiénes son, socialmente hablando, esas poblaciones? Las agencias estatales suelen llamarles “pequeños productores” o “agricultores familiares”; las organizaciones sociales que abogan por sus derechos suelen reivindicarles como “campesino/as”, o más recientemente como “trabajadore/as rurales de la Economía Popular”; las ciencias sociales que estudian sus problemas suelen pivotear entre unas y otras categorías. Mientras tanto, en las pedanías, pueblos y parajes del Departamento de San Javier donde se centra nuestra labor etnográfica, mis vecinxs e interlocutores de campo suelen referirse a sí mismxs como “gente de campo”. Aun cuando en contextos específicos pueden adoptar o movilizar alguna/s de las denominaciones antes mencionadas, esos términos no dejan de tener la connotación de un vocabulario ajeno a la lengua materna.

Sostengo que una de las razones por las cuales esas categorías sociales y estatales resultan poco ajustadas a la autopercepción local, reside en el hecho de que ellas no terminan de abrigar –es decir, de ser totalmente justas con– la naturaleza multi-posicional y multi-ocupacional de los modos (también locales) de ganarse la vida. Para la mayor parte de las poblaciones que habitan nuestra área de trabajo –y departamentos vecinos también–, sostener la vida depende y ha dependido de saber combinar, plástica y dinámicamente, distintas ocupaciones, fuentes de ingreso y ramas de actividad, en esquemas de (re)producción a los que la sociología rural suele dar el nombre de “pluriactividad”. Hablamos de trabajadores y trabajadoras que articulan, de manera simultánea y/o alternada, labores agrarias y no agrarias, tanto dentro como fuera del predio familiar, en relaciones múltiples y variables con distintos mercados de trabajo.

En el territorio que nos ocupa, buena parte de mis vecinxs e interlocutores de campo produce sus ingresos en estrategias pluriactivas que combinan trabajo agropecuario por cuenta propia (cría de ganado mayor, menor, y aves de corral; recolección y venta de hierbas aromáticas; cosecha y comercialización de leña; hortaliza; entre las principales), y venta de fuerza de trabajo fuera del predio familiar, tanto en el sector agrario (empleos estables y/o temporarios en estancias ganaderas; prestación de servicios rurales en mantenimiento, alambrados, desmonte, desmalezamiento, apertura de caminos y picadas, para la población masculina), como en el sector no-agrario (empleos, en su mayoría temporarios e informalizados, en el sector de la construcción para la población masculina, y para la femenina en el sector turístico, servicio doméstico y de cuidados). A estas actividades suelen sumarse, además, emprendimientos y rebusques comerciales en la propia unidad doméstica, como quioscos, despensas, panaderías, venta de comidas y reventa de productos por catálogo (Figura 4).

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Figura 4. “Economías pluriactivas” [1. Cría y faena doméstica de pollos; 2. Empleo en la construcción; 3. Cría de ganado caprino; 4. Reventa de productos por catálogo], fotografías de la autora y de Matías Pacheco.
Figure 4. Pluriactive economies” [1. Breeding and domestic slaughter of chickens. 2. Employment in the construction industry; 3. Goat breeding; 4. Resale of catalog products]. (Photographs taken by the author and Matías Pacheco).

 

En las últimas décadas, los estudios agrarios vienen consolidando un consenso en torno al carácter sistémico de la pluriactividad familiar en el mundo rural latinoamericano del siglo XX y XXI (véase, entre muchos otros, Grammont y Martínez Valle, 2009; para Argentina Craviotti 1999, Grass 2004, los estudios reunidos en Neiman y Craviotti 2005; para Brasil, Wanderley 2001, Schneider 2003, Carneiro 2006). Si bien la pluriactividad, en sus variadas formas, puede leerse como una respuesta adaptativa de las poblaciones rurales a procesos contemporáneos –igualmente variados– de des-campenización, estos y otros estudios encuentran que esta lectura peca de cierto sesgo “agrarista” (Grammont y Martínez Valle 2009: 10), derivado a su vez de la importación de modelos interpretativos de la academia europea. Modelos que nos llevaron a presuponer un pasado campesino demasiado agrario, obliterando el carácter estructural que la pluriactividad y los pluri-ingresos (agrarios y no agrarios) han tenido, históricamente, en la realidad rural latinoamericana.

El caso de Traslasierra es pasible de ser leído en esta clave. Una de las líneas de investigación implicadas en mi proyecto antropológico está orientada a reconstruir la fisonomía del mundo del trabajo en nuestra región de estudio. Hay muy poco escrito y sistematizado al respecto: junto a la labor de investigación sobre fuentes estadísticas y secundarias, vengo procesando datos etnográficos producidos desde la técnica de reconstrucción biográfica, en particular del análisis de trayectorias laborales en perspectiva familiar e inter-generacional. Los resultados preliminares de esta labor me llevan a proponer que el tipo de pluriactividad que caracteriza la estructura social de nuestra área de estudio ha sido parte de las soluciones creativas, tan dinámicas como cristalizadas, con que buena parte de las clases trabajadoras de “interiores del interior” como Traslasierra se las ha ingeniado para hacer frente a una doble condición de precariedad:

- Por un lado, a la inestabilidad y estrechez de ingresos monetarios implicada en la actividad agropecuaria familiar. Entre otros factores, esta inestabilidad ha estado dada por la posición estructuralmente desigual de lxs productores familiares en las cadenas de valor de las que han participado históricamente. Un ejemplo emblemático de nuestra región está dado por la actividad yuyera –hoy revalorizada oficialmente como producción de hierbas aromáticas y medicinales–: el recolector/productor artesanal de yuyos ha sido –y continua siendo– objeto de condiciones extremas de extracción de plusvalor por parte del eslabón intermediario de la cadena –los llamados acopiadores. Un patrón similar se replica al día de hoy en la actividad caprina, con la intermediación del cabritero.

- Por otro lado y en paralelo, la pluriactividad ha sido también la forma de hacer frente a la estrecha capacidad de los mercados laborales locales para absorber mano de obra de manera estable, como también a las condiciones de precariedad y explotación que han caracterizado las posibilidades de relación salarial realmente existentes para estas poblaciones. La migración a centros urbanos, para emplearse como mano de obra en el sector industrial y de servicios, forma parte de la biografía laboral de la mayor parte de mis interlocutores adultos; pero en igual proporción lo hacen el empleo permanente o temporal en estancias ganaderas de la zona, y las migraciones temporarias o golondrina hacia ciclos productivos vecinos (producción agrícola, tambera y explotación forestal en el este y sur provincial; producción fruti-hortícola en la provincia de Mendoza, entre otras), con vínculo ocasional o prácticamente nulo con derechos laborales y sistemas de seguridad social. Una economía rural marcadamente informalizada, sobre la que –como escribí alguna vez– uno no dudaría en concluir: el Estatuto del Peón por aquí no pasó.

Nosotros somos sobrevivientes, dijo mi vecino Marcos Carranza en una oportunidad, sintetizando con ese enunciado la memoria que habíamos reconstruido, durante más de dos horas de entrevista, sobre su biografía de trabajo y la de sus contemporáneos –Marcos tiene hoy 64 años–. La sierra como lugar de rebusque (de yuyos, de mica, de cuarzo); las migraciones estacionales de a caballo, al otro lado de la cumbre: cuadrillas de hombres, abuelos, padres y adolescentes, a trabajar durante meses en los pinos [industria forestal], en [la desyuyada de] el maní, en [la desflorada de] el maíz, en el trigo [agricultura cerealera del sudeste pampeano]. La falta de trabajo y la abundancia de trabajo mal pago; el valor de ser guapo (tener disposición al trabajo) y la necesidad de guapear (trabajar duro). Trayectos y realidades que se repiten en la historia laboral de la mayoría de mis interlocutores adultos, conformando un patrón (véase Quirós 2020b, Episodio 6).

Los interiores del interior como Traslasierra, por tanto, no han estado exentos de la experiencia generalizada de las clases trabajadoras latinoamericanas y el sur global, para las cuales, como indican Contreras, Vargas y Castro (2017) desde el México rural, “la precariedad del trabajo, la ausencia de seguridad social y el subempleo” han sido rasgos sistémicos “mucho antes del advenimiento de las transformaciones neoliberales”. Esta afirmación no apunta a relativizar los efectos de despojo y desprotección que en el mundo rural argentino ha comportado la consolidación de regímenes neoliberales en los últimos 30 años, sino más bien a advertir que la idea de que la precarización del mundo del trabajo comienza con la irrupción del neoliberalismo, implícitamente proyecta una imagen demasiado completa de la “sociedad salarial” y el “Estado de Bienestar” que supimos conseguir a lo largo del siglo XX. Esta proyección distorsionada resulta de –al tiempo que reproduce– las geografías de desigualdad entre centros e interiores a las que venimos refiriendo: para vastos interiores rurales, régimen e ideología neo-liberales han sido, desde muy tempranamente, realidades sin nombre6.

Por otra parte, la naturaleza históricamente precarizada de los modos y posibilidades locales de ganarse la vida nos insta, a su vez, a “pluralizar”, en perspectiva histórica, eso que entendemos por pluriactividad. Con la palabra sobreviviente, mi vecino Marcos Carranza no solo me hablaba de sí y su generación, sino que también indicaba un contraste con las generaciones actuales. Comparativamente, para éstas el mercado laboral local y regional ofrece hoy posibilidades que, hasta hace dos o tres décadas, o bien no existían o bien eran para unos pocos: hablamos de un mercado dinamizado y diversificado en nuevos sectores de la economía, por la expansión sostenida de procesos de urbanización y turistificación7. Dicho de otro modo, en nuestra región de estudio, las soluciones pluriactivas de hoy no son exactamente las mismas que las de antaño.

La emergencia y/o ampliación de demanda laboral en el sector de servicios y de la construcción, ha repercutido a su vez en ciertos rubros del sector agropecuario local –como las estancias ganaderas o las plantaciones de olivo y aromáticas–, ampliando para lxs trabajadorxs márgenes de negociación en lo referido a remuneración y condiciones laborales. Sin embargo, todas estas ramas de actividad, agrarias y no agrarias, se encuentran marcadamente informalizadas. No es casual que, para las generaciones jóvenes, uno de los pocos horizontes de empleo estable, igualitario y con acceso a los sistemas de previsión social, esté dado por el ingreso a las fuerzas de seguridad (principalmente policía provincial).

La condición informalizada de la pluriactividad actual puede estimarse en números, a partir del cruce de ciertas fuentes estadísticas. Los datos del Censo Nacional Agropecuario de 2018 indican que, del total de unidades agropecuarias de los diez departamentos que componen el arco noroeste de Córdoba, el porcentaje de “productores pluriactivos” es del 32,4%; 31,4% para los cuatro departamentos que conforman el Valle de Traslasierra, con una mayor proporción en aquellos que constituyen el epicentro de nuestro trabajo: San Javier (41,7%), y el vecino San Alberto (44,6%). Sin embargo, como señala el análisis de Ameghino y Fernández (2019, véase también Craviotti 2005), el censo agropecuario no reconoce las ocupaciones extraprediales desempeñadas por el conjunto de los miembros familiares, por lo cual es posible estimar que el porcentaje de población rural pluriactiva sea mucho mayor a la estadísticamente registrada. Por otra parte, si consideramos otras fuentes estadísticas, como el Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas 2010, podemos aproximarnos al volumen de informalidad laboral dentro de la población económicamente activa de la región. En los municipios y comunas del noroeste cordobés, el 64,45% de lxs trabajadores (cuentapropistas y asalariadxs) no registra aportes jubilatorios –cifra que en “zonas rurales no comprendidas en municipios o comunas” asciende a 75,45%–; en los departamentos que componen la región de Traslasierra, esa proporción asciende al 70,7% (en municipios y comunas) y 80,66% (en zonas rurales no comprendidas en municipios o comunas). Otro indicador de informalidad puede estimarse a partir de los índices de cobertura de salud, aunque el CN2010 releva esta variable para el total de la población, y no podemos discriminar el porcentaje dentro de la población económicamente activa. Si seleccionamos la franja etaria de 15 a 64 años, observamos en la región del noroeste cordobés un 48,81% de la población sin cobertura de salud –cifra que asciende a 67,7% en “zona rural no comprendida en municipios ni comunas”–; para Traslasierra la proporción asciende a 56,10% y 71,72% respectivamente (Díaz Martín 2021).

Economías pluriactivas: problemas de legibilidad y valorización

Mientras las ciencias sociales vienen consolidando un consenso en torno a la pluriactividad como realidad estructural del mundo rural argentino y latinoamericano, ese reconocimiento dista de verse plasmado en las arenas sociales y las agendas públicas. Las poblaciones pluriactivas de Traslasierra con las cuales trabajamos son objeto de lo que proponemos entender como problemas sistémicos de legibilidad social y gubernamental. Éstos comportan, proponemos también, efectos cotidianos de sub-valorización y de violencia invisible o trivializada. En lo que sigue propongo presentar algunas evidencias etnográficas al respecto.

Comienzo por una situación de ambigüedad clasificatoria que atraviesa el cotidiano de muchos de mis vecinxs e interlocutores de campo en Traslasierra. Cada vez que, al iniciar el año lectivo, un ciudadano/a cordobés con hijxs en edad escolar completa el formulario socio-económico del programa alimentario provincial conocido como PAICor (Programa de Asistencia Integral Córdoba), debe elegir una palabra para llenar el casillero correspondiente a “ocupación”. Se trata de esos momentos en que la burocracia nos insta a definir una identidad, en este caso laboral. A lo largo de mi proceso etnográfico he visto que, para buena parte de mis interlocutores e interlocutoras de campo, ese casillero abre un momento de duda interna (¿qué pongo?). En el caso de los varones, es muy común que acaben seleccionando la ocupación que representa su principal actividad en ese momento, aun cuando ello implique dejar muchas otras afuera. Las mujeres suelen resolverlo poniendo “ama de casa”, a pesar de que, en su realidad concreta, hacen muchas más cosas que cuidar la casa, y que –además– sus casas incluyen gallineros, corrales, hortalizas, entre otras labores productivas.

Los problemas de legibilidad, sin embargo, no son de orden meramente “simbólico”, sino fundamentalmente práctico. Podríamos decirlo así: ser pluriactivo no es tarea fácil; requiere compatibilizar tiempos, dinámicas y compromisos de trabajo que no siempre armonizan entre sí. No se imaginan, por ejemplo, el incordio que puede ser para un ayudante de albañil de nuestro territorio etnográfico, hacerle entender a su patrón que el día anterior no pudo ir a trabajar a la obra porque se le embichó un ternero, o porque la majada de cabras volvió a quedársele en el campo. Naturalmente, en una situación como esta, quien está –y se siente– “en falta” es el trabajador. A través de la reprobación de su patrón, la sociedad le está diciendo: Al final qué sos, ¿albañil o ganadero?

Estas incomprensiones –en el doble sentido del término: problemas de comunicación y problemas de clasificación– se presentan en otras relaciones cotidianas. Con el Estado, por ejemplo: las políticas de asistencia y fomento agropecuario suelen presentar a mis interlocutores de campo la sensación de que “al final no eran” para ellxs. Como “productores”, suelen ser demasiado chicos para cumplir los requisitos de muchos de esos programas –el de “Buenas Prácticas Agropecuarias”, del gobierno provincial, es un caso emblemático–, o para que el esfuerzo invertido en los procesos burocráticos de inscripción y/o formalización represente algún beneficio concreto a su actividad. Mismo para las políticas dirigidas al sector de pequeños productores, hoy llamado de “agricultura familiar”, muchxs de mis interlocutores de campo resultan de una “agropecuidad” dudosa e incierta. En parte porque en sus esquemas (re)productivos la composición de lo agrario y no agrario es fluctuante; y en parte también porque, en su implementación concreta, inclusive estas políticas resultan condicionadas por criterios del modelo agropecuario hegemónico: entre ellos, la jerarquía de la especialización productiva por sobre la diversificación, y de la producción para el mercado por sobre la producción para el autoconsumo.

La hegemonía de estos criterios participa de aquello que la antropóloga Carolina Feito (2020, 2017) entiende como la sub-representación, social y gubernamental, del rol productivo que cabe a la actividad familiar en la matriz agropecuaria argentina. Recuperando este señalamiento, argumento que el problema señalado por Feito se agrava más aún cuando de esquemas pluriactivos se trata: en éstos, cada actividad agraria –y no agraria también– comporta un aporte siempre parcial, muchas veces temporario o estacional, a las economías domésticas; por tanto, el valor productivo relativo de cada uno de esos aportes se torna en sí mismo difuso o huidizo a la percepción y aprehensión (legibilidad) social y gubernamental.

Estas constataciones vienen informando mi proyecto antropológico en una dirección específica: la de documentar etnográficamente –y dar a conocer a través de distintos dispositivos de comunicación pública de la ciencia (véase, entre otros, Quirós 2019b y 2020b)– los múltiples y heterogéneos procesos de producción de valor implicados en las economías pluriactivas. Esta apuesta epistemológica y política requiere, entre otros esfuerzos –y de manera análoga al ejercicio que proponen las perspectivas feministas de la economía–, tornar visible la generación de valor económico que social y gubernamentalmente es no-contabilizado como tal. Para ello, me apoyo intencionadamente en una acepción no-experta de valor económico, privilegiando en cambio su (o algunos de sus) significado/s de sentido común: a) valor económico entendido como los aportes que un determinado proceso de trabajo comporta a la (re)producción de las condiciones materiales de existencia de quienes lo realizan; b) valor económico entendido como los aportes o contribuciones de un proceso de trabajo a aquello que comúnmente llamamos actividad económica, es decir, a cadenas productivas más amplias.

En lo que sigue, propongo ilustrar esta propuesta a través de dos procesos productivos, seleccionados aquí por su relevancia para las poblaciones pluriactivas de nuestro territorio etnográfico y, por tanto, para la propia agenda pública: el aporte pluriactivo al sector turístico; y el aporte de la actividad pecuaria familiar a las economías domésticas y mercados de cercanía. Sostengo que ambos casos constituyen actividades productivas pendientes de aprehensión y atención por parte de las agencias gubernamentales y sociales que buscan promover “desarrollo” para poblaciones y territorios como los de Traslasierra.

Valor económico socialmente no-contabilizado: propuestas para la agenda pública

El aporte pluriactivo al sector turístico
Las poblaciones pluriactivas de Traslasierra constituyen agentes económicamente activos en uno de los sectores más dinámicos de la región, el turismo. No solo en lo que respecta a su desempeño como mano de obra –mayoritariamente informal y estacional o temporaria– en distintos servicios turísticos –como alojamientos, parquización y mantenimiento, gastronomía, servicio doméstico y de cuidados–, sino también en su carácter de productores y proveedores de una diversidad de productos y sabores regionales que dan identidad al circuito turístico transerrano: carne de cabrito, hierbas aromáticas, nueces, aceitunas, pollo y huevos caseros, pan y panificados caseros, como también dulces, arropes y miel. Las economías familiares de nuestro territorio abastecen al circuito turístico de estos productos, tanto a través de intermediarios o comercios ubicados en los cascos céntricos de los pueblos, como de la venta directa en puestos autoconstruidos, algunos más estables y consolidados, otros más ocasionales e improvisados, por lo general montados en los frentes de las casas, sea a la orilla de la ruta provincial Nro. 14, más conocida como Camino de la Costa, o en los caminos interiores de las localidades (Figura 5 y 6). Cabe señalar que estos puestos, con su estética artesanal y criolla, forman parte distintiva del paisaje transerrano, como también de la experiencia turística de sus visitantes (Quirós 2020b, Episodios 3 y 4). Sin embargo, no suelen formar parte de las narrativas e imágenes que integran la representación y promoción oficiales de ese paisaje y sus atractivos. Dicho de otro modo: el valor agregado por esta identidad cultural, y el trabajo agropecuario no-registrado que guardan estos productos, es parte de los aportes económicos no contabilizados que las economías pluriactivas generan.

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Figura 5. “Comercialización familiar de hierbas aromáticas”.
Figure 5. Marketing of regional aromatic herbs.

 

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Figura 6. “Comercialización familiar de carne y derivados caprinos”, fotografía de la autora.
Figure 6. Marketing of goat meat and its derivatives (Photograph taken by the author).

 

En esa no-contabilización, informalidad económica e ilegibilidad simbólica van de la mano: en su conjunto, la provisión familiar de productos al turismo sigue la naturaleza de los esquemas pluriactivos de los cuales forma parte; lo que quiere decir que, además de informalizada, esa provisión es discontinua y de baja escala (al por menor), todas características que dificultan que estxs trabajadores puedan ser, social y gubernamentalmente, divisados como “productores”.

Si bien, en las últimas décadas, las agencias provinciales de desarrollo turístico vienen apuntando a poner en valor la identidad cultural del circuito transerrano –destacando, entre otros patrimonios, fiestas criollas y patronales, ferias y producciones locales–, los alcances de esta intervención encuentran aún limitaciones estructurales. Por un lado, a nivel de los gobiernos locales, existe todavía un fuerte sesgo “naturalista”, tendiente a representar el valor turístico de cada territorio en términos de sus atractivos puramente paisajísticos o naturales. Recientemente, el municipio de San Javier y Yacanto encabezó su folleto de promoción turística con un lema que señala una excepción a la regla –y acaso puede indicar la emergencia de nuevas formas de entender y proyectar el valor patrimonial del territorio–: “San Javier, además del paisaje, su gente”. Por otro lado, en la práctica concreta, las políticas provinciales de fomento a las producciones regionales suelen quedar concentradas en un perfil específico de destinatarios: aquellos que, por estar especializados y/o profesionalizados en una actividad, son pasibles de ser aprehendidos, como “productores” o “artesanos”; y de manera asociada, aquellos cuya mayor capitalización –no solo económica, sino también escolar y cultural–, les permite “encajar mejor” en el espíritu emprendedor o micro-empresarial que dichas políticas promueven. No es casual que muchos de esos destinatarios acaben siendo, sin que la política se lo proponga, nuevos pobladores, es decir, los venidos o llegados a los pueblos de Traslasierra desde las grandes ciudades. Mientras tanto, las poblaciones pluriactivas –nacidas y criadas– permanecen mayoritariamente como un sujeto productivo difuso y solapado.

“Clandestino con lo que es nuestro”: el valor del ganado familiar en aprovisionamiento y mercados de cercanía
Otro proceso de producción de valor que consideramos necesario y relevante de atención para las agencias públicas atañe a la actividad pecuaria familiar (Figura 7). Una actividad usualmente calificada, tanto en estudios agrarios como en diagnósticos gubernamentales, como de baja escala –tengamos en cuenta que estamos hablando de unidades familiares que reúnen entre 10 y 200 cabezas de ganado (vacuno, caprino y ovino, y en menor medida porcino). Como en otros territorios rurales, en las economías pluriactivas de Traslasierra la cría de ganado cumple distintas funciones y participa de distintos circuitos de valor. Aquí me detendré en dos de ellos: la producción destinada a lo que comúnmente se llama autoconsumo; y la comercialización de carnes en mercados de cercanía e inter-conocimiento. Veamos.

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Figura 7. “Ganado vacuno familiar”, fotografía de la autora.
Figure 7. Family cattle (Photograph taken by the author).

 

La faena doméstica de ganado mayor y menor, como también la elaboración de productos derivados (las llamadas facturas: fiambres, chacinados y embutidos) para consumo familiar, es una de las formas en que las poblaciones pluriactivas de nuestro territorio garantizan el acceso regular a un recurso fundamental en su dieta como la carne animal. Al igual que ocurre con su participación en el sector turístico, el aporte que esta actividad comporta a las economías locales está prácticamente indocumentado; este hecho forma parte de lo que Carolina Feito (2017) identifica como la invisibilización estructural de los productores de la agricultura familiar en tanto “proveedores del mercado interno”.

Sostengo que la propia noción de (producción para) “autoconsumo” –y su distinción de la producción para la “comercialización”–, tiende a minorizar –en el sentido deleuziano del término– el aporte (re)productivo que revisten actividades como la cría y faena de ganado familiar. En la práctica, éstas constituyen una fuente de aprovisionamiento no-monetario fundamental para la sostenibilidad cotidiana de las economías rurales pluriactivas. Dicho de otro modo: ese aprovisionamiento es una parte importantísima –aunque social y gubernamentalmente subestimada– de aquello que llamamos “mercado interno”.

Etnográficamente, vengo ensayando la implementación de técnicas de registro y documentación del valor producido en dichos procesos de aprovisionamiento. La apuesta comporta esfuerzos específicos: inmiscuirse en la intimidad económica familiar, para lo cual se requieren vínculos de confianza y larga duración; diseñar dispositivos de auto-registro para lxs propixs productorxs, de modo de poder capturar la actividad en su dinámica cotidiana; diseñar e implementar estrategias de monetarización, orientadas a expresar y traducir en términos monetarios el valor de los productos de la cría y faena de animales. Esto último requiere, entre otras operaciones, hacer cálculos de costos que las familias no siempre registran ni están habituadas a registrar –entre ellos, el costo de fuerza de trabajo usualmente no-remunerada.

La operación de monetarización comporta, por un lado y necesariamente, cierta reducción de los valores en juego; por ejemplo, implica tornar equivalentes (a través del valor de mercado) productos que no lo son en otros términos: por poner un caso, las poblaciones de nuestra área de estudio consideran a la carne criolla (es decir, la carne criada a campo y artesanalmente) como de una calidad superior a la carne proveniente del circuito frigorífico o feedlot–. Aun así, argumento que el ejercicio de monetarización se muestra sumamente fructífero para generar (auto)conocimiento y legibilidad del valor económico producido.

Solo para dar al lector una idea de lo que estamos hablando: en el invierno de 2021, realizamos junto a dos familias un cálculo de costos y ganancias sobre un proceso de factura (elaboración de embutidos y chacinados) que demandó, en su conjunto, una semana completa de trabajo. El cálculo arrojó –libre de gastos, incluidos los costos de fuerza de trabajo familiar, aun cuando ésta fuera no remunerada en el proceso en sí– la producción en especie (de chorizo, chorizo colorado, morcilla, salame, jamón de cerdo, arroyado de queso, y queso de cerdo, más kilos de carne fresca) por un equivalente a $AR 500.000 (USD 2.747.-, a valor dólar-peso argentino de 2021), lo que quiere decir que cada una de esas familias se aprovisionó, en especie, de un valor equivalente a $AR 20.833.- (USD 114.-) mensuales a lo largo de un ciclo anual; cifra que equivale al 66% del salario mínimo vital y móvil de ese momento, estipulado en $AR 31.104 (Figura 8).

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Figura 8. “Elaboración de facturas para aprovisionamiento familiar”, fotografía de Marina Duarte.
Figure 8. Preparation of facturas [cured meats] for household food supply (Photograph taken by Marina Duarte).

 

¿Qué resultaría de una agenda pública interesada en registrar el valor generativo implicado en la producción para autoconsumo o, como propongo llamarla, para aprovisionamiento no-monetario? En principio, constituiría una herramienta de suma utilidad para tornar legibles y visibles algunos de los aportes localmente situados de las economías pluriactivas –entre ellos, dimensionar la importancia que las “soberanías alimentarias” plurales, parciales, y en estado práctico, comportan en los distintos territorios. Asimismo, esta herramienta permitiría diseñar políticas de desarrollo y fortalecimiento en áreas hoy desatendidas: en el caso de Traslasierra y el noroeste cordobés en su conjunto, por ejemplo, la implementación de estrategias de apoyo a la manutención del ganado doméstico durante la estación seca, permitiría evitar procesos cíclicos de pérdida de animales y descapitalización familiar, tal como hemos analizado en otra parte (Quirós 2021).

Iniciativas análogas permitirían promover intervenciones apropiadas (y acaso más urgentes) para otro circuito de valor implicado en la actividad pecuaria familiar: la comercialización de carne criolla –principalmente vacuna y porcina– en mercados de cercanía e inter-conocimiento. En Traslasierra y la provincia de Córdoba en su conjunto, estos mercados tienen una particularidad: la de estar ilegalizados. Y es precisamente por esta condición que traemos este circuito a nuestra discusión.

No obstante escapa a los límites de estas páginas reponer exhaustivamente las condiciones de ese proceso de ilegalización –el cual está anudado, a su vez, a un complejo proceso concentrador de la industria frigorífica en la Argentina en su conjunto (véase, entre otros, Méndez 1988; Quinterno et al 2012)–, cabe precisar aquí que, en la provincia de Córdoba, el mismo data de por lo menos tres décadas, cuando la administración de Eduardo Angeloz (1983-1995) se dispuso a hacer efectiva, en todo el territorio provincial, la implementación de dos normativas nacionales: la Ley Federal de Carnes (la cual data del año 1981) y el Digesto Sanitario Nro. 4238/1968. En la práctica, esta aplicación comportó, a nivel provincial, una vertiginosa clausura de los mataderos municipales y rurales –en los que hasta entonces la faena local era formalmente realizada y registrada–, la inhabilitación de la comercialización –no así del autoconsumo– de todo producto faenado domiciliariamente, y la circunscripción de la faena legal a mataderos-frigoríficos tecnificados, concentrados en las grandes ciudades8.

En las localidades de nuestro territorio etnográfico, aun pueden verse las construcciones de los viejos mataderos municipales, hoy abandonadas o en algunos casos refuncionalizadas como dispensarios de salud, galpones municipales, o canteras. Aquí nos interesa señalar que su clausura –y la ilegalización de cualquier comercialización de productos de faena domiciliaria– comporta, desde hace tres décadas, efectos cotidianos de desposesión y violencia (hoy) normalizada sobre las poblaciones de Traslasierra y el interior cordobés en su conjunto. Me limito a mencionar tres de ellos:

- Efectos de desposesión económica: en tanto producto ilegalizado para la comercialización, la familias pluriactivas de nuestro territorio etnográfico deben vender sus productos cárnicos a precios bastante más bajos que los del mercado legalizado –inclusive a pesar de que, como dijimos, localmente la carne criolla suele ser valorada como un alimento de mejor calidad que la carne del circuito frigorífico.

- Efectos de violencia simbólica: la comercialización de carne criolla está penada y estigmatizada como “faena clandestina”. Es por eso que estos mercados de cercanía son fundamentalmente mercados de inter-conocimiento (entre parientes, vecinos, y en algunos casos carnicerías de confianza). Cualquier ampliación de este circuito comporta, siempre, riesgos o amenazas de penalización. Uno de mis interlocutores de campo sintetiza esta violencia en una frase de denuncia: “Tenemos que andar clandestino con lo que es nuestro”.

- Adicionalmente, la clandestinización que pesa sobre estos mercados locales niega –en un nuevo ejercicio de violencia simbólica– la contribución productiva de la actividad pecuaria familiar: en la práctica, son estos circuitos los que garantizan a las poblaciones el acceso a un producto (como la carne vacuna) que en el mercado legalizado, con permanente alza de precios anudada a la exportación, se ha tornado cada vez más exclusivo y excluyente.

Estamos hablando de una realidad oficiosa de público conocimiento, tanto a nivel local como provincial y nacional. Recientemente la problemática ha pasado a integrar las agendas de ámbitos gubernamentales como la Secretaría de Agricultura Familiar, Campesina e Indígena de la Nación y el SENASA (Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria), con algunas iniciativas de construcción de salas de faena móviles y/o re-habilitación de mataderos locales adaptados a la producción pecuaria familiar9. En nuestro territorio etnográfico, algunas dependencias municipales y provinciales vienen haciéndose eco de estas propuestas; sin embargo, muchxs agentes gubernamentales suelen esgrimir un obstáculo estructural, enunciado en términos de “(in)factibilidad económica”. ¿Qué quiere decir esto? Que los volúmenes semanales o mensuales de faena implicados en la actividad pecuaria de cualquier comuna o pequeño municipio de interiores como Traslasierra, no alcanzarían a costear la inversión requerida para (re)poner en marcha un establecimiento matadero que reúna las exigencias sanitarias establecidas por normativa provincial y nacional.

Este tipo de racionamiento deja al problema en un callejón sin salida. En todo caso, como hemos propuesto en otro análisis (Quirós 2020b, Episodios 8 y 9), la imaginación política necesita considerar que los costos de re-legalización de los mercados locales de carnes –vía edificación de salas de faena o reacondicionamiento de mataderos rurales y municipales–, deben ser entendidos y abordados como equivalentes a los costos implicados en la construcción de una escuela, un dispensario de salud, o un salón de usos múltiples: es decir, una inversión pública ajustada a las necesidades y desarrollo –de la vida y la/s economía/s– de los interiores del interior.

Ganarse la vida rural: pluriactividad, soberanía y ligazón al campo

En apartados anteriores hemos propuesto que, desde una mirada estructural o de economía política, los esquemas pluriactivos pueden entenderse como respuesta creativa de las poblaciones rurales a diversas y variadas condiciones –pasadas y presentes– de precariedad. A la par de ello, social y gubernamentalmente las economías pluriactivas suelen ser percibidas en sí mismas como precarias, en el sentido de inestables, incompletas, y de baja capacidad de acumulación. Si tuviéramos que resumir en pocas palabras cuál es la principal expectativa pública en relación a este tipo de poblaciones rurales, podríamos decirlo así: que logren desarrollarse, o bien a través de un empleo (estable), o bien a través de la especialización, con orientación al mercado, de algunas de sus actividades por cuenta propia –es decir, convertirse en emprendedores. Estos modelos de desarrollo y ascenso social –que animan el espíritu de diversas políticas orientadas a lo que suele llamarse “inclusión” social y productiva–, si bien plausibles, no dejan de presentar desajustes con algunas de las realidades de las poblaciones en cuestión, y en particular con algunas de sus aspiraciones y valores.

Así, por ejemplo, considerar a las soluciones pluriactivas exclusivamente como una condición precaria de la cual sería necesario “salir”, implicaría dejar afuera un valor vital: el hecho de que esas soluciones habilitan y ponen a circular, también, posibilidades de autonomía, o lo que me gusta llamar soberanías sobre las formas de ganarse la vida. Con ello me refiero a la importancia que reviste, para buena parte de lxs trabajadorxs pluriactivxs de nuestro territorio etnográfico, poder decidir sobre modalidades y tiempos de trabajo (cuándo y cuánto se trabaja en cada cosa), como también poder evitar o mitigar experiencias de subordinación y explotación que caracterizan al grueso de las posibilidades de relación salarial realmente existentes para ellxs. Me explico mejor:

Para buena parte de mis interlocutores de campo, trabajar “bajo patrón” representa tanto una posibilidad de “progreso” (en estabilidad y previsión de ingresos) como una renuncia difícil de sostener en el tiempo: “Trabajás para otro, y no para vos”, como saben decir. Los niveles de asimetría y extracción de plusvalor que signa la mayoría de ofertas laborales históricamente disponibles, son parte de las razones que explican que estos trabajadores y trabajadoras busquen asegurarse siempre alguna “puerta de salida” a la dependencia salarial: mantener la labor agropecuaria y los rebusques por cuenta propia, y privilegiar el pluri-empleo parcial, son formas de evitar quedar sujeto a condiciones de dependencia que pueden resultar subjetivamente humillantes o intolerables.

Se entenderá entonces que no es solo una cuestión de autonomía “económica” lo que está en juego: hablamos de soberanía para hacer lugar a una voluntad política en estado práctico, en virtud de la cual estos trabajadores y trabajadoras –y no solo ellos, véase Perissinotti 2019, Quirós y Fernández Álvarez 2021– gestionan cotidianamente medios para garantizar márgenes y capacidades de (auto)gobernar y (auto)conducir sus vidas de trabajo (y fuera del trabajo), y también de aquello que entienden como la (o parte de la) dignidad de esas vidas.

Se entenderá también, y por tanto, que ese ejercicio de auto-gobierno constituye un valor en un sentido antropológico del término, es decir –y sigo aquí la lectura de la teoría del valor de David Graeber, propuesta por Julieta Gaztañaga (2020)–: es parte de las cosas que (para esas poblaciones) importan. Así como las experiencias pluriactivas nos invitaron –tal como lo hicimos en apartados anteriores– al desafío cognoscitivo y político de re-conocer valor económico allí y donde usualmente no se ve tal cosa, esas mismas experiencias nos invitan, también, a ampliar esa acepción de valor, en pos de abrigar otras cosas que los y las trabajadoras pluriactivas producen, movilizan y defienden como importantes.

Si atendemos a ello es porque, desde una perspectiva antropológica de la economía, la pregunta por cómo las personas se “ganan la vida” es bastante más amplia que la pregunta por cómo producen su sustento material. Como lo formulan Susana Narotzky y Nico Besnier (2020; véase también la lectura de Fernández Álvarez 2016, y Fernández Álvarez y Perelman 2020), en cada microcosmos social, ganarse la vida implica desplegar diversificadas energías creativas que atañen a producir las condiciones materiales, afectivas, intersubjetivas y morales de eso que hace a una “vida”; lo que incluye también, producir e imaginar sus horizontes de bienestar y de futuro.

Desde esta perspectiva, las aspiraciones soberanas que impregnan la experiencia y proyección de lxs trabajadorxs pluriactivxs, nos invitan a cerrar este texto volviendo nuevamente sobre el ganado y su valor, ahora también en un sentido ampliado. Ocurre que, además de recurso de aprovisionamiento y de comercialización en mercados de cercanía, en las economías pluriactivas de nuestra área de estudio el ganado cumple también la función de ahorro o capital. Ante condiciones oscilantes de ingresos; ante la caída o término de una relación de empleo; ante la necesidad de efectuar gastos extraordinarios, como ocurre en caso de enfermedad o tratamientos médicos, arreglo o compra de un vehículo, refacción de la casa, evento vital familiar como cumpleaños, casamiento o sepelio; la gente de campo de Traslasierra suele recurrir a la venta (conversión en dinero) de animales –fundamentalmente vacunos, de mayor valor de mercado, y de modo proporcional caprinos, ovinos y porcinos–, faenados o en pie. De modo que, en tanto capital, el ganado es el principal –cuando no único– estabilizador y respaldo monetario del enorme dinamismo que caracteriza a los esquemas pluriactivos. Lo que quiere decir que es, también, la principal garantía para el ejercicio de sus aspiraciones soberanas.

No es casual que, a la par y a pesar-de los procesos de diversificación o especialización laboral y productiva que atraviesan el devenir las economías pluriactivas a lo largo del tiempo, observemos etnográficamente, entre nuestrxs interlocutorxs, una peculiar inclinación por conservar algún tipo o margen de actividad pecuaria familiar. En las estancias agropecuarias de la zona, por ejemplo, he podido ver a trabajadores de tiempo completo interrumpir su vínculo salarial allí y cuando los patrones o empleadores no les permiten criar, en paralelo a su empleo, algunos animales propios. Asimismo, he visto cómo familias, a pesar de volcar, sea circunstancial o definitivamente, sus esquemas de (re)producción hacia ramas no-agrarias de actividad –como el comercio o la construcción, por ejemplo–, buscan la forma de “dejarse una vaca”, o “algunas cabras”, “un par de chanchos”, o tener al menos “un gallinero chico”. De modo análogo, he acompañado casos en que algunxs productores familiares decretan haberse “cansado” de la intensidad –e intensificación– de trabajo que demanda la cría de animales: los ponen a la venta, en su totalidad o mayoría, de modo de reducir drásticamente el tamaño de la majada o el rodeo y, en consecuencia, la fuerza de trabajo requerida por la actividad; al año siguiente o al otro, he encontrado que, como quien no quiere la cosa, han vuelto a recomponer el número de animales del predio.

Esta suerte de pulsión colectiva por “mantener (aunque más no sea) un pie” en la cría de animales descansa en la(s) importancia(s) del ganado, como alimento de calidad, como producto comercializable, como capital, como respaldo a ciertos márgenes de auto-gobierno, y –agrego ahora– como ligazón vital al medio rural. En su dimensión cotidiana y vivida, la cría de animales es una actividad atravesada por aquello que, para otro contexto agropecuario, la antropóloga Romina Cravero (2021) ha llamado el “gusto por la vida rural”. Ese gusto es también un apego a esa vida, y a las relaciones inter-especie que la determinan: en el caso de la actividad pecuaria, un entramado de vínculos y prácticas de (co)producción, interconocimiento, convivencia y afecto entre vidas humanas y no-humanas que, si bien no ha sido objeto de desarrollo en estas páginas, sería difícil dejar de mencionar (véase Quirós 2020b, Episodios 5 y 7).

El valor del ganado, entonces, encierra “todo esto”. De la misma forma que las economías pluriactivas encierran todo un modo de ganarse la vida rural, en el sentido antropológico de la expresión: son un medio para producir condiciones materiales de existencia, y una condición de posibilidad para producir una forma de existencia, subjetiva y colectiva, ligada al medio rural.

Cualquier iniciativa pública por dar solución a los problemas de las poblaciones trabajadoras de interiores del interior como Traslasierra, debería leer –y tornar legibles– las soluciones pluriactivas en estos términos. Lo que equivale a decir: atender a la pluriactividad como realidad existente, y como realidad que puede reivindicar, también, su derecho a existir.

Villa Dolores, Mayo de 2022

Notas

1. Aclaro al lector que encontrará, a lo largo de este texto, usos parciales de distintos lenguajes inclusivos en cuanto al género. Esta estrategia multiforme está orientada a abrigar, en el registro escrito, el carácter dinámico y situacional que dichos lenguajes suelen comportar en los eventos de habla de nuestra vida cotidiana.

2. La ecorregión denominada Chaco Seco se caracteriza por la presencia de cordones montañosos, suelos rocosos y clima árido y semi árido. Su sistema boscoso, conocido como bosque chaqueño, se compone de especies leñosas macizas (como algarrobo, quebracho, chañar y espinillo) y arbustal espinoso, adaptados al déficit hídrico y a una fuerte variación entre estación seca y estación húmeda.

3. Cabe señalar que la expansión que ha alcanzado, en las últimas dos décadas, la zona oeste (departamentos de San Javier y San Alberto) como principal productora de papa de la provincia, constituye una alteración relativamente reciente a este cuadro histórico (véase Sánchez 2013 y https://inta.gob.ar/sites/default/files/script-tmp-inta_mercado_de_papa_en_argentina_nov2011.pdf), producto, a su vez, del avance de la frontera sojera –por sobre la papa y otras producciones– en el cinturón verde de la ciudad de Córdoba.

4. Cabe mencionar que la Ley provincial de OTBN responde, a su vez, en la ley nacional Nro. 26.331 de Presupuestos Mínimos de Protección Ambiental de los Bosques Nativos, sancionada en 2007 y reglamentada en 2009.

5. Ejemplo de este tipo de intervención son los programas de desarrollo rural financiados por organismos internacionales de crédito, como el PISEAR (Proyecto de Inclusión socio-económica en Áreas Rurales) y el PRODECCA (Programa de Desarrollo de la Cadena Caprina), ambos concentrados en los departamentos del noroeste y ejecutados vía Ministerio de Agricultura y Ganadería de la provincia.

6. Como mostramos junto a María Inés Fernández Álvarez (Quirós y Fernández Álvarez 2021), esta condición no es privativa del mundo rural sino que incluye también a diversos sectores de las clases trabajadoras urbanas.

7. En paralelo a esta diversificación, cabe mencionar la caída progresiva de la demanda de mano de obra rural en la región sudeste, por mecanización agropecuaria, como lo señalan Cáceres et al, 2011.

8. Es preciso señalar que las dinámicas locales de este proceso –atravesado por todas las provincias argentinas en el marco de la implementación progresiva de las normativas nacionales antes mencionadas– están prácticamente indocumentadas en la investigación social. Asimismo, cabe señalar que Córdoba constituye una de las dos únicas provincias –junto con Formosa– en las cuales los mataderos rurales y municipales han sido desmantelados en su totalidad, tal como se muestra en el informe IPCV, 2012.

9. Véase, entre otros, http://www.senasa.gob.ar/senasa-comunica/infografias/salas-de-faena-movil-una-solucion-innovadora-para-acercar-alimentos-inocuos-la-comunidad; en los últimos años, iniciativas de este tipo se han concretado en localidades de las provincias de Buenos Aires, Jujuy y Entre Ríos. También ha sido recientemente que algunas localidades del noroeste cordobés han logrado la habilitación de mataderos-frigoríficos caprinos; sin embargo, éstos no están habilitados para otras especies de ganado. En este sentido, una iniciativa pionera en Córdoba parece ser la del departamento de Calamuchita, véase https://elbrote.org/la-economia-popular-de-calamuchita-ya-cuenta-con-una-sala-de-faena-movil/

Agradecimientos

Este artículo plasma resultados de un proceso de investigación-intervención desarrollado en el marco del PICT 04241 “La organización colectiva como valor socio-productivo: análisis antropológico en barrios metropolitanos y localidades rurales de la provincia de Córdoba, Argentina” y del “Proyecto Integral de Investigación, Preservación y Transferencia del Patrimonio” del Instituto de Antropología de Córdoba, Museo de Antropología, CONICET-UNC. Agradezco a lxs evaluadores anónimxs de la revista, por las críticas y sugerencias que me permitieron robustecer el texto en su versión final. A mis almunxs, tesistas y becarixs del núcleo “Antropología de la política vivida en perspectiva comparada”, por la interlocución colectiva que ha nutrido muchos de los argumentos que desarrollo en estas páginas. A Facundo I. Sarry y Marco Reyna, de la Secretaría de Agricultura Familiar, Campesina e Indígena de la Nación y la Unión Campesina de Traslasierra (Movimiento Campesino de Córdoba), por el trabajo territorial en equipo. A Marina Duarte, Gloria Acosta, Gloria Rodríguez, Maribel Mattalia, Marcos Carranza, Edgardo Pereyra, José Luis Pereyra, Germán Pacheco y Matías Pacheco, por la participación entusiasta en la co-producción de conocimiento. A E. Guillermo Quirós (1947-2020), a cuya memoria dedico estas páginas, por su legado y enseñanzas en las relaciones entre antropología, economía y vida.

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