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Multequina

On-line version ISSN 1852-7329

Multequina vol.27 no.2 Mendoza Dec. 2018

 

NOTA

Biodiversidad en América Latina. Un desafío dialógico del patrimonio natural entre los recursos y los bienes

Biodiversity in Latin America: a dialogic challenge on natural patrimony between resources and assets

Eduardo Martínez Carretero1, 2, Yanina Ripoll1, Pablo Atencio1 y Marcela Ontivero1, 2

1 Dpto. Biología, Fac. Cs. Ex. F. y Nat., Univ. Nac. San Juan.

2 Geobotánica y Fitogeografía (IADIZA-CONICET) <mcarrete@mendoza-conicet.gob.ar>


RESUMEN

A partir de la discusión de la relación sociedad-naturaleza se revaloriza el concepto de patrimonio natural, que en América Latina expresa la íntima relación entre la biodiversidad y las diferentes culturas.

Palabras clave: Patrimonio natural; Conservación; Ecología política

ABSTRACT

From the discussion on the relationship of society and nature, the authors reassert the natural patrimony concept, that in Latin America expresses the close relation between biodiversity and the different cultures.

Key words: Natural patrimony; Conservation; Political ecology


Con el presente artículo se busca poner en tensión la relación sociedad-naturaleza, con el fin de revalorizar, sin reduccionismo, el concepto de patrimonio natural, que en América Latina sintetiza la estrecha relación biodiversidad y cultura. Se enfoca desde lo dialógico, en tanto análisis permanente del texto de referencia, como resistencia a un discurso monológico y autoritario sobre la problemática abordada.

La riqueza de la América entre el río Bravo (río Grande) y el estrecho de Magallanes se encuentra en su diversidad biológica y cultural. La simplificación en la apreciación de tal complejidad, a la mirada utilitaria y de acumulación de capital, ha llevado a la sobreexplotación de la naturaleza, marginación social, apropiación de espacios, recursos, paisajes, crisis de identidad, etc. cuya respuesta es la movilización y reacción social de individuos y comunidades excluidas.

Considerar a los elementos de la naturaleza simplemente como recursos al satisfacer una necesidad (quizás tantas como tantos individuos), y en los que el hombre no participó en su génesis, deja de lado las relaciones dinámicas entre esos elementos así como la visión compleja de la naturaleza misma. La relación hombre (sociedad)-naturaleza es recíproca y también dinámica (histórica), y por ende permanente. Esa relación en un espacio físico-temporal determinado constituye una cultura. Es un círculo de retroalimentación positiva donde la naturaleza es resultado de la coevolución entre la naturaleza y las culturas que la han habitado y usufructuado; es pues una naturaleza orgánica distinta de la capitalizada o mercantilizada (Leff, 2003; 2011). En la mirada clásica de la economía un recurso natural con valor agregado constituye un bien y por ende sujeto a las leyes del mercado. En las sociedades de libre mercado los bienes naturales son recursos (actuales o potenciales), es decir entran en la valoración de la economía.

La idea aún vigente de centro/periferia, incluidos/excluidos (Dussel, 1998), capitalizados/ descapitalizados, industrializados/artesanos, capital de trabajo reproductor/ mano de obra (poco o nada calificada), así como el rechazo de los conocimientos adquiridos generacionalmente, encuentran en parte su significado entre luchas de cosmovisiones hegemónicas y no-hegemónicas que pueden vulnerar las delicadas relaciones hombre-naturaleza.

Las propiedades de un recurso son independientes de los seres humanos; sin embargo, son estos los que determinan según sus necesidades que ese elemento y esa/s propiedad/es se constituyan en recurso.

De aquí que la connotación entre recurso natural renovable y no renovable carezca de sentido pues es la tasa de extracción/explotación la que determina el agotamiento de los mismos. Es en definitiva el valor de cambio o de mercado el que prevalece sobre el valor intrínseco o natural.

Bajo este paradigma productivista-capitalista, ingentes regiones de América Latina sufren transformaciones sociales-ecológicas por megaproyectos de extracción o cultivo (intensivo), ignorando conocimientos y prácticas tradicionales (no capitalistas) de relación con el entorno. Para salvar esta ruptura de la relación sociedad-naturaleza surge el desarrollo y posteriormente el desarrollo sustentable: crecimiento económico-bienestar social-cuidado ambiental. Sin embargo, en el concepto de desarrollo elaborado por la UICN se deja en claro que es una forma de modificación de la naturaleza para satisfacer las necesidades humanas, balanceada con los impactos que ello implica. De acuerdo con Worster (1995), son posturas que no protegen la naturaleza sino los recursos que alimentan a la economía. El sustento principal de la idea residió básicamente en una visión occidental, dejando en un segundo plano las percepciones de otras sociedades y particularmente de todo el otro mundo, que también habita en la misma tierra (Pengue y Feinstein, 2013).

Recursos naturales de numerosas comunidades locales han sido transformados o por el Estado o por empresas transnacionales acumulando capital y negando los beneficios a los originarios. De este modo se logra la apropiación de los bienes naturales comunes (colectivos). En este marco el papel del capital es de productor e intercambiador de mercancías, mientras que la fuerza de trabajo se convierte en mercancía que se intercambia por su valor. La acumulación se basa en la privatización de la tierra (bien natural común) y la expulsión de las poblaciones: proceso denominado por Harvey (2004) como de acumulación por desposesión. No hay civilización ecológicamente inocente (Deléage, 1993), pues los vínculos entre la sociedad y la naturaleza son propios del proceso de producción social; por lo tanto, cuando se habla de proceso social de producción basado en la economía de mercado se refiere tanto a la conducta de los productores como de los consumidores.

Los megaproyectos, como los hídricos, mineros o monocultivos extensivos, en general solo reconocen a los afectados directos, a quienes se relocaliza o indemniza, y se desconoce a los indirectos. En ambos casos se “ignora” que al perder la tierra se rompen los lazos comunitarios y se destruye la cultura, llegando al etnocidio cuando se alteran las formas de supervivencia (Latta & Gómez, 2014). Los desalojos y pérdida irreversible de sistemas naturales por el avance de la frontera agropecuaria, minería, o uso y desvío de aguas con fines hidroeléctricos es otra consecuencia.

En este marco, prácticas como los sistemas agroforestales (Taungya en México, Quesungual en El Salvador y Costa Rica), áreas de uso comunitario, cultivos en riberas, etc., que permiten la existencia de innumerables poblaciones, desaparecen generando marginación social, severo deterioro ambiental y pérdida de especies; además de violenta transculturación. De esta manera, mientras los aborígenes mexicanos catalogaban los suelos según su productividad, los colonizadores lo hacían según el valor de mercado (Castro Herrera, 1996). En la misma línea se sitúa la aplicación de tecnologías apropiadas, las que tienen en cuenta la realidad ambiental y la natural, y que suponen algún grado de conocimiento (simple o complejo) de las propiedades de los objetos y de sus interrelaciones. Estas tecnologías, normalmente conservadoras de recursos relevantes como los suelos de vocación agrícola, se desprecian y abandonan por tecnologías de alto impacto y elevado consumo energético. En la Argentina, en la zona más productiva, la denominada Pampa Húmeda, en la década del 70, la actividad rural era extensiva y de rotación: agricultura (trigo, maíz, girasol) y ganadería que aseguraba mantener la productividad de los suelos; además de un conjunto de cultivos menores que aseguraban la sustentabilidad de los productores (medianos y pequeños). A partir de 1980, y definitivamente desde 1990, la introducción del cultivo de soja híbrida inicialmente y transgénica luego se convirtió en monocultivo con casi el 95% para exportación. Las fumigaciones intensas necesarias para fertilización y control de plagas afectaron severamente los ecosistemas de contacto, su biodiversidad proveedora de alimentos y recursos medicinales, y el agua. Esto llevo al surgimiento de movimientos sociales organizados como: Paren de fumigarnos, Paren de fumigar, Movimiento de médicos de pueblos fumigados, entre otros. Es mediante el complejo agroindustrial como el capital se apodera de la agricultura y la ganadería (Guimarâes, 1979).

El capitalismo contiene en sí mismo el desequilibrio y la exclusión: concentra riqueza en personas y territorios basado en el progreso tecnológico, pero excluye laboralmente y se apodera de los recursos naturales de un número creciente de seres humanos.

Los impactos sociales y ambientales, en ocasiones de magnitud importante, llevan a generar preguntas como ¿para qué?, ¿para quiénes?, ¿a cambio de qué?; impactos normalmente asociados a profundas transformaciones del entramado social y desigual (e injusta) distribución de los beneficios producidos. Es en este momento cuando la crisis ambiental o de los recursos se convierte en una crisis social. Desde esa discusión de equidad y bajo un enfoque ecointegrador emergen los conceptos de economía ecológica, ecología profunda, entre otros, que permiten un abordaje holístico del problema ambiental bajo una nueva mirada de la racionalidad ambiental. Según Daly (1968), la economía ecológica es una asignatura que aporta el marco metodológico y los instrumentos teóricos y prácticos que contribuyen a la resolución y revisión sobre las formas de producción, transformación y consumo de los recursos naturales.

Los recursos naturales son aprovechados a través de un sistema de explotación, el cual está determinado por el modo de producción dominante, que es en sí mismo el modo dominante de vincularnos con la naturaleza. El cambio en los modos de apropiación- valoración de la naturaleza en América Latina fue drástico desde el inicio de la colonización, de un modelo de uso múltiple, comunitario, se pasó al extrativista —o neoextrativista en la actualidad (Gudynas, 2011)—; del de inclusión al de exclusión. Dos aspectos o lemas condujeron el cambio: el de ocupar los “espacios vacíos” (Conquista del desierto en Argentina, ocupación del Desierto verde —Amazonía— en Brasil) y el de aprovechar la desaprovechada inagotabilidad de la naturaleza latinoamericana. Este modo de apropiación y de flujo de materias primas (recursos locales) hacia los países ricos o desarrollados generó en el imaginario el concepto de deuda ecológica. Concepto que revela la tremenda desigualdad en el intercambio basado en la sobreexplotación de los recursos naturales, deterioro ambiental y empobrecimiento de las comunidades denominadas subdesarrolladas.

Por otra parte, ocurre la paradoja conceptual de que países ricos en recursos naturales presentan en general menor crecimiento y desarrollo social y económico; a este caso se lo denomina en economía: maldición de los recursos naturales, que ocurre principalmente en países de fuerte dependencia extractiva (Oxfam, 2009). En estos casos algunas pocas empresas se benefician mediante la explotación (poco o nada controlada) mientras las rentas al Estado son mínimas, y las comunidades locales, generalmente afectadas por el modo de extracción, continúan en la pobreza. Resulta ser una bendición maldita (Auty, 2001; Mehlum, 2002) pues, aunque de manera intuitiva, se considera a los recursos naturales como una categoría de capital natural que tendría que aportar significativamente al crecimiento social y económico. Esta paradoja ocurre especialmente en países primario exportadores, especializados en producir commodities de muy bajo valor agregado. En esta línea se encuentra el ecologismo de los pobres (Martínez Alier, 2010; Mc Dermott, 2010), donde las diferentes poblaciones supeditan total o parcialmente su reproducción (tanto simbólica como material) a la sustentabilidad de uno o pocos recursos o de un ecosistema. Relación mediada por las formas/modos de uso (modo orgánico, de acceso y manejo comunal o mercantilizado, de apropiación) y por la significación de los mismos (Soto Fernández et al., 2007).

Este modo de vincularnos con la naturaleza, bajo una visión utilitaria, no solo atañe a la economía y a la extracción de recursos; en materia de conservación también existe un vaciamiento del territorio y una globalización de los elementos de la naturaleza en áreas protegidas, donde las comunidades locales son desplazadas para “proteger los recursos naturales” y son puestas en valor a través del turismo internacional que accede a esos sitios para el disfrute del paisaje. Así el extractivismo y la conservación se constituyen como dos modelos contrapuestos pero con fundamentos comunes (Klier & Folguera, 2017).

Puesto que la denominación de recurso natural o bien natural está sujeta a una visión utilitaria o extractiva dejando de lado las relaciones, modos de apropiación y las tradiciones, esa escisión entre la naturaleza y la sociedad constituye la alienación en la que se funda el capitalismo que permite tomar la naturaleza como mercancía. Se transforma a la naturaleza en objeto y se pierde, deliberadamente, su visión de complejo.

Bajo esa presión económica, política y social es necesaria la redefinición de nuestros enfoques sobre la biodiversidad, por ello pensamos que la más acertada denominación es la de Patrimonio Natural, de orden común, heredable, que vincula a cada sociedad con su entorno natural generando su cultura.

Es en la ecología política, campo multidisciplinario, donde se analiza críticamente la relación sociedad-naturaleza y donde confluyen los conocimientos científicos (en su acepción actual), los tradicionales con sus cosmovisiones, tecnologías apropiadas, conservación, valoración de la diversidad, aspectos de política económica, principalmente. De esta manera conceptos considerados como definitivos como de biodiversidad, especie única dominante, territorio, autogestión, están reconfigurando sus significados como estrategia de reapropiación de la naturaleza. Quizás sea en el marco de la ecología política y del patrimonio natural donde deba darse la discusión de la sustentabilidad, de los modos de consumo, de las tecnologías apropiadas, de la crisis ambiental global, de las otras diversas culturas, donde la naturaleza no sea objetivada y menos mercantilizada o simplificada a un asiento contable en las cuentas del patrimonio natural. La ecología política, como campo teórico-práctico, propone comprender la relación sociedad-naturaleza a lo largo de la historia, dando cuenta de las apropiaciones y significaciones sociales sobre esta relación (Leff, 2006).

Es necesario un cambio de paradigma donde el desarrollo sea de base social y donde la ciencia (conocimiento) y la tecnología se aúnen con las otras formas de conocimiento en una visión más profundad de la complejidad de la relación sociedad-naturaleza. Por ello rescatamos la noción de patrimonio natural, por su heredabilidad y por ser la fuente primaria de subsistencia. Sin una nueva cultura, una nueva ética y una nueva actitud hacia los problemas esenciales de la convivencia humana no será posible alcanzar un óptimo estado ambiental global, para ello se requiere un marco de equitativa distribución de los beneficios a nivel local y global. Los espacios de debate y reflexión, académicos, políticos y culturales en torno al patrimonio natural permiten construir y reforzar estas nuevas ideas que logren plasmar una nueva relación integral hombre-naturaleza.

América Latina continúa, como hace 500 años, bajo la lupa del interés global por su patrimonio natural. Antes fue el oro y la plata que sostuvo el crecimiento de la economía europea, y que casi arrasó con la diversidad cultural del continente latinoamericano. Hoy continúan siendo los recursos naturales: la tierra, el agua y la biodiversidad, y prácticamente bajo el mismo modo de explotación.

La razón al servicio de la explotación hoy nos lleva a pensar de una manera compleja (Morin, 1996) el cuidado de la vida. La sustentabilidad implica ese cuidado vital desde lo social, económico y ecológico, en tanto trayectorias controladas hacia un futuro perdurable de la vida; pero el control de estas variables entran en crisis cuando se piensan a largo plazo, bien porque las incertidumbres de las mismas hace imposible su control. Aquí es en donde la metasustentabilidad (Di Pace & Caride Bartrons, 2012) nos invita a pensar el cuidado de la vida en términos de ensamblajes y probabilidades y no ya en trayectorias controladas como plantea el desarrollo sustentable.

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Recibido: 10/2017

Aceptado: 04/2018

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