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Revista latinoamericana de filosofía

versión On-line ISSN 1852-7353

Rev. latinoam. filos. v.33 n.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires nov. 2007

 

ARTÍCULOS

Liberalismo político y justicia internacional1

Mariano Garreta Leclercq

Centro de Investigaciones Filosóficas – Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas Universidad de Buenos Aires

RESUMEN: El intento de desarrollar una concepción liberal de la justicia aplicable al ámbito internacional es uno de los más interesantes proyectos dentro de la filosofía política contemporánea. La posición predominante, la corriente cosmopolita, sostiene que los rasgos igualitarios de la posición liberal y, especialmente, su compromiso con un esquema de redistribución de la riqueza puede ser aplicado al dominio internacional. Sin embargo, el filósofo liberal contemporáneo más influyente, John Rawls, rechaza esas conclusiones. Rawls critica la idea de que pueda ser defendible una aplicación internacional del principio de diferencia y suscribe una concepción minimalista de los derechos humanos. En este artículo defenderé la idea de que una correcta comprensión de los fundamentos del liberalismo político no conduce a las conclusiones defendidas por Rawls en el campo de los derechos políticos y de los derechos humanos. Afirmaré que es factible defender una concepción de la justicia internacional fuertemente liberal desde la perspectiva del liberalismo político.

PALABRAS CLAVE: Teoría liberal de justicia internacional; Derechos humanos; Liberalismo político; Cosmopolitismo.

ABSTRACT: The attempt to work out a liberal theory of justice for the international sphere is one of the most interesting moves of contemporary political philosophy. The predominant position, the so called 'cosmopolitan', hold that the egalitarian features of liberalism, and specially its commitment with a scheme of wealth redistribution at the domestic level, can be applied to the international domain. However, the most influential liberal philosopher, John Rawls, rejects these conclusions. Rawls criticizes the proposal to apply a Difference Principle beyond domestic borders, and endorses a minimalist conception of human rights. I uphold in this paper that a correct understanding of the political liberalism doesn't lead to the conclusion defended by Rawls in the field of political and human rights. I hold that a more demanding –a more liberal– conception of international justice can be defended for the global level from the point of view of political liberalism.

KEYWORDS: Liberal theory of international justice; Human rights; Political liberalism; Cosmopolitanism

Introducción

Los intentos por extender o aplicar las posiciones características de las teorías liberales al ámbito internacional son, sin duda, uno de los debates más interesantes y complejos que tienen lugar en la filosofía política contemporánea. Según es sabido, a partir de finales de los años ochenta, autores como Charles Beitz y Thomas Pogge intentaron trasladar al terreno internacional los aspectos básicos de la teoría rawlsiana. El enfoque de dichos autores, que suele ser denominado cosmopolita, se caracteriza, al menos en sus lineamientos más básicos, por la idea de que los rasgos igualitarios del liberalismo rawlsiano, en particular su compromiso con un esquema de redistribución de la riqueza, pueden ser trasladados del plano doméstico al internacional. Ahora bien, el enfoque desarrollado por el propio Rawls, posteriormente a los primeros trabajos de los filósofos citados, contradice estas conclusiones. Rawls rechaza la idea de que sea apropiado aplicar el principio de diferencia más allá del ámbito doméstico y suscribe una concepción limitada (mucho más modesta que cualquier variante que podamos identificar como liberal en el ámbito doméstico) de los derechos humanos. Este resultado sería una consecuencia de la metodología rawlsiana, y en particular de su compromiso con el liberalismo político. Como veremos, las razones teóricas fundamentales de Rawls para dar este paso pueden ser reconstruidas apelando a tres conceptos: la concepción liberal de la legitimidad, la idea de autonomía política y la noción de tolerancia. En el presente trabajo me propongo demostrar que una interpretación adecuada de estos conceptos no conduce a las conclusiones que de hecho infiere Rawls. Sostendré que el carácter especialmente exigente de la noción de justificación pública y de legitimidad política asociado al liberalismo político no tiene el tipo de consecuencias en el plano internacional que el enfoque rawlsiano le atribuye. Argumentaré que ello se debe a la ausencia –deseable, por otra parte– en dicho ámbito del sistema unificado de coacción que caracteriza a los Estados. La necesidad de justificar normas políticas dotadas de ese carácter coactivo a individuos que suscriben doctrinas comprehensivas y concepciones del bien sumamente heterogéneas, conduce al liberalismo político a renunciar a muchas de las ideas y metas asociadas al liberalismo comprehensivo. Sin embargo, creo que puede sostenerse que la ausencia en el plano internacional de un esquema unificado de coacción de rasgos similares a los del Estado, deja abierta la posibilidad de defender la corrección de criterios de justicia más exigentes que los propuestos por Rawls, fundamentalmente en el terreno de los derechos humanos y de las libertades civiles y políticas que deben honrar las naciones.

Liberalismo político y legitimidad

Podemos apelar a un experimento mental para trazar un bosquejo de las ideas centrales del liberalismo político. Imaginemos una sociedad democrática en la que se está debatiendo el modo de organizar las instituciones sociales fundamentales. En ella hay tres grupos, los cuales son similares en cuanto al número de miembros que los componen. El grupo A está conformado por entusiastas adherentes a una religión, por ejemplo, una variante conservadora del catolicismo. La meta inicial de este grupo es obtener el control del poder del Estado para promover su modo de vida: sus valores espirituales, el modelo de familia que deriva de su doctrina religiosa, los valores y virtudes personales asociados a su doctrina, etc. El grupo B está compuesto por liberales comprehensivos. Éstos pretenden lograr el control del Estado para promover el ideal de la autonomía y una actitud crítica y reflexiva frente a las tradiciones de la comunidad, por ejemplo, las creencias religiosas del grupo A. Mientras el grupo B aspira a liberalizar la sociedad en su conjunto, el grupo A pretende, por el contrario, crear condiciones sociales que desalienten ese proceso de liberalización, dado que lo consideran perjudicial para el bien de los ciudadanos. Los miembros de ambos grupos creen honestamente que su triunfo redundará, imparcialmente, en el bien de todos los afectados (lo que incluye, por supuesto, a los miembros del grupo opuesto al que pertenecen). El tercer grupo, C, está conformado por ciudadanos que no adhieren a ninguna de las dos doctrinas comprehensivas. Los grupos A y B compiten para ganar, en el proceso democrático, el apoyo del mayor número de miembros del grupo C. Desde una perspectiva perfeccionista este modelo es básicamente aceptable. Podemos definir perfeccionismo, en un sentido amplio, como una concepción de la justificación de la acción del Estado que afirma que ésta debe tener como meta principal "promover concepciones valiosas de la buena vida".2 Por supuesto, las distintas teorías perfeccionistas de la justicia, ya sean liberales, conservadoras o de otra clase, estipularán qué medios son adecuados para satisfacer la meta de promover la buena vida de los ciudadanos. Habrá, por ejemplo, formas extremas o fuertes y formas moderadas. Mientras las primeras considerarán lícito el uso de medidas coercitivas, las segundas tratarán de minimizar o evitar por completo el uso de esas medidas e intentarán crear por medios no coercitivos el entorno social adecuado para que aumenten las chances de que los sujetos suscriban por sí mismos los estilos de vida e ideales que el Estado considera valiosos.3 Por supuesto, las teorías liberales perfeccionistas, en especial en el contexto contemporáneo, tenderán a suscribir variantes moderadas de esta estrategia.
Ahora bien, el liberalismo político asume una posición muy diferente frente al modelo que acabo de describir. Desde esta perspectiva, sea cual sea el resultado final de ese proceso político (es decir, un Estado perfeccionista fuerte o moderado, conservador basado en una doctrina comprehensiva religiosa o liberal basado en una interpretación comprehensiva del ideal de autonomía personal) se tratará de un resultado ilegítimo. Esta afirmación no hace referencia a la idea de legitimidad democrática, que suponemos que ha sido satisfecha en el ejemplo, sino a un ideal normativo mucho más exigente: el principio liberal de la legitimidad. En su formulación rawlsiana, dicho principio estipula que el ejercicio del poder político "es plenamente apropiado cuando es ejercido de acuerdo con una constitución (escrita o no escrita), cuyos aspectos esenciales puedan ser aceptados por todos, como ciudadanos razonables y racionales, a la luz de su común razón humana".4 Las normas políticas del Estado, especialmente cuando atañen a cuestiones fundamentales de justicia y, por lo tanto, tienen una impacto significativo sobre la estructura básica de la sociedad, deben poder ser justificadas frente a todos los ciudadanos en base a razones y evidencias que resulten aceptables para todos. Utilizando el vocabulario de Scanlon que muchas veces emplea Rawls, la idea es que las normas políticas que modelan las instituciones sociales fundamentales, para ser legítimas deben poder ser justificadas en base a principios que nadie pueda rechazar razonablemente. Retomando el modelo imaginario y simplificado de sociedad al que nos referimos, la idea del liberalismo político es que los miembros de los dos grupos enfrentados, A y B, mientras se comporten del modo descrito, fracasan en satisfacer la meta de ofrecer una justificación adecuada, frente a sus oponentes, de las propuestas que defienden. Las perspectivas de los dos grupos son tan diferentes e incompatibles que los miembros de cada grupo simplemente no reconocerán ningún peso a las creencias y formas de razonar de los miembros del otro grupo (al menos en los casos en que la divergencia es más profunda). La posición del liberalismo político es que los miembros de los grupos enfrentados no deberían limitarse a tratar de ganar más adherentes para su doctrina comprehensiva y alcanzar una mayoría democrática. Por el contrario, en lugar de someter a la regla de la mayoría distintos modelos de Estado perfeccionista, los ciudadanos deberían embarcarse en un proceso deliberativo que conduzca a la formulación de una serie de propuestas que satisfagan el requisito de justificación recíproca estipulado por el principio liberal de legitimidad, lo cual supondrá dejar de lado,5 a los fines del debate político, las creencias comprehensivas que inevitablemente resulten inaceptables para los restantes ciudadanos. El paso ulterior, la toma de decisión democrática tendrá lugar entre esas propuestas.6 La hipótesis de Rawls es que el modo de satisfacer el principio liberal de legitimidad consiste en que los ciudadanos construyan concepciones políticas de la justicia. ¿Cuáles son los rasgos definitorios de las concepciones políticas de la justicia? Éstas poseerían tres rasgos definitorios básicos.7 En primer lugar, aunque son concepciones morales, han sido construidas para ser aplicadas a un objeto específico, la estructura básica de una sociedad democrática. En segundo lugar, aceptar una concepción semejante no supone, a su vez, aceptar alguna doctrina comprehensiva religiosa, filosófica o moral particular. En tercer lugar, dichas concepciones están formuladas, hasta donde es posible, solamente en términos de ideas fundamentales pertenecientes a la cultura política compartida de la comunidad y que, por lo tanto, resultan familiares a todos los ciudadanos. Rawls introduce otros tres rasgos adicionales que dan cuenta del carácter específicamente liberal de las concepciones políticas de la justicia: dichas concepciones a) enumeran derechos y libertades básicas del tipo familiar para un régimen constitucional; b) asignan a esos derechos y libertades una prioridad especial, particularmente con respecto a los reclamos basados en la apelación al bien común y los valores perfeccionistas; c) aseguran para todos los bienes primarios necesarios para volver a los ciudadanos capaces de hacer un uso efectivo e inteligente de sus libertades.8
Ahora bien, no puede negarse que satisfacer el principio liberal de la legitimidad representará un costo significativo para los agentes. Tanto los miembros del grupo A como los del B creen que su doctrina comprehensiva es correcta, que una sociedad organizada a partir de ella es la alternativa que promovería en forma más significativa el bienestar de todos lo sujetos afectados. Sin embargo, si la justificación de la acción del Estado debiera quedar restringida a los recursos que ofrece una concepción política de la justicia queda excluida toda posibilidad de transformar en una meta de la acción directa del Estado la promoción ya sea o no coercitiva, de concepciones comprehensivas del bien. El Estado del liberalismo político se abstiene explícitamente de cualquier medida de ese estilo y no toma partido entre las diversas doctrinas comprehensivas que compiten dentro de la sociedad civil. Ello incluye, por supuesto, abstenerse de todo cuestionamiento crítico de este tipo de creencias. El Estado no debe tomar partido, por ejemplo, entre posiciones liberales comprehensivas y otras doctrinas radicalmente diversas de las primeras, como ciertas doctrinas comprehensivas religiosas. Por el contrario, debe garantizar las condiciones que hagan posible el florecimiento de una diversidad de posiciones comprehensivas y estilos de vida, en tanto, como vimos, las concepciones políticas de la justicia se caracterizan por garantizar un amplio esquema de libertades igualitarias, la estricta prioridad de esas libertades individuales sobre las pretensiones perfeccionistas y de maximización del bienestar general y una provisión apropiada de bienes primarios, que pueden ser utilizados como base para perseguir y desarrollar una amplia diversidad de planes de vida. Al margen del costo que pueda tener, desde la perspectiva de los adherentes a diversas doctrinas comprehensivas transformar las concepciones políticas de la justicia en el eje del debate público, al menos en tanto las cuestiones fundamentales estén en juego, representa una ganancia que supera en forma taxativa las supuestas pérdidas, en tanto equivale a un aumento radicalmente significativo del nivel de legitimidad de la acción del Estado.

El liberalismo político rawlsiano en la esfera internacional

Ahora bien, Rawls ha aplicado, como veremos, este mismo modelo en la extensión de su teoría al plano de la justicia internacional. Digamos, para empezar, algunas palabras acerca de la propuesta de Rawls en este nuevo campo. En The Law of Peoples9 el autor intenta probar que tanto los Estados, o para usar su terminología, los "pueblos" liberales como un tipo determinado de pueblos no liberales podrían suscribir los mismos principios de justicia internacional.10 Para defender esta idea Rawls recurre, como en A Theory of Justice, a la aplicación del argumento de la posición original. En este caso, dicho argumento es utilizado en dos etapas. En la primera, los representantes de los pueblos liberales, ubicados tras un velo de ignorancia que garantiza la imparcialidad de la elección, escogen entre diversas formulaciones o interpretaciones de una lista de ocho principios de justicia. En la segunda etapa, la posición original incluye tanto a los representantes de los pueblos liberales como a los representantes de lo que Rawls denomina "pueblos jerárquicos decentes" (en adelante PJDs). El acuerdo de las partes en este caso conduciría a los mismos principios acordados en la primera etapa por los representantes de los pueblos liberales. Los PJDs se caracterizan por tres rasgos: son sociedades pacíficas, su sistema político se organiza en torno a una concepción comprehensiva del bien ampliamente aceptada por los ciudadanos (de modo que es un sistema legítimo a los ojos de sus integrantes) y honran los derechos humanos básicos. Sin embargo, es importante notar que entre los derechos humanos básicos que deben respetar los PJDs no figuran algunos de los derechos definitorios de la perspectiva liberal, como los derechos a la libre expresión, a una igual libertad de conciencia, a la libertad de reunión, o a la igualdad de derechos políticos. También se encuentran ausentes los derechos económicos y sociales consagrados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, como la libre elección de empleo, el derecho a igual salario por un trabajo igual y el derecho a la educación.11
Desde la perspectiva de Rawls los pueblos liberales tienen un deber de tolerancia, especialmente exigente con los PJDs: estos últimos deben ser reconocidos "como miembros participantes iguales de una Sociedad de los Pueblos".12 Este deber de tolerancia equivale entonces al deber de reciprocidad que quedaba plasmado a nivel doméstico en el principio liberal de legitimidad. En el nivel doméstico los ciudadanos deben justificar sus propuestas políticas en base a razones y creencias que resultan aceptables para sus interlocutores. Como consecuencia de ello, según vimos, es necesario que se abstengan de apelar a aquellas ideas que forman parte de su doctrina comprehensiva que saben que no serán de ningún modo aceptables para los adherentes a otras doctrinas opuestas y busquen o construyan en la deliberación pública una base común de justificación. En el nivel doméstico, sabemos que la idea rawlsiana es que la cultura política de la comunidad ofrece la plataforma para realizar esa tarea. Por ejemplo, los liberales comprehensivos que afirmen el valor de la autonomía personal, como dominante y prioritario en todas o un gran número de esferas de interacción humana, deberán contentarse con defender la versión política de ese ideal. Una versión que, según Rawls, restringe la valoración de la autonomía al dominio político y no afirma su validez y prioridad en otras esferas de interacción social. De modo similar, en el plano internacional, los pueblos liberales deberían tomar como guía de su participación en las instituciones globales, y en general, de su política exterior, principios que sean "también razonables desde el punto de vista de un pueblo decente no liberal",13 dado que, como continúa afirmando Rawls, el deseo de lograr satisfacer esa forma de reciprocidad es un rasgo intrínseco y fundamental de la concepción liberal.14 Tal cosa implica renunciar, en el plano internacional, a recurrir a los ideales que, en el plano doméstico, definen el liberalismo: la igualdad política de los individuos, el compromiso con la democracia, el reconocimiento de un amplio esquema de libertades civiles iguales para todos los ciudadanos (como igual libertad de conciencia y expresión), el compromiso con una mejora progresiva de la situación económica de los peor situados, etcétera. Como consecuencia de ello, por ejemplo, la política exterior de los Estados liberales no podrá, lícitamente, intentar promover15 la democratización de otros pueblos, ni podrá ejercer ningún tipo de crítica a la organización política de pueblos decentes que nieguen a algunos de sus individuos el tipo de estatus igualitario que caracteriza a una democracia constitucional.16
Este resultado ha sido el blanco de fuertes objeciones. Muchos consideran, con razón a mi juicio, que se trata de un enfoque insuficientemente liberal. Una de las críticas más fuertes a estos aspectos del planteo rawlsiano es la desarrollada por Kok-Chor Tan en su libro Toleration, Diversity and Global justice. Se trata de una crítica especialmente significativa porque no se limita a objetar la consistencia de la propuesta de Rawls a nivel internacional, sino que pretende utilizar las falencias de dicho planteo como una evidencia en contra del liberalismo político mismo. El liberalismo político padecería de un "problema teórico inherente" que LoP sólo volvería más patente, pero que se encontraría también presente en la teoría aplicada al ámbito doméstico. Según Tan, el compromiso del liberalismo político con la tolerancia frente a los grupos no liberales razonables –la cual exigiría respetar y evitar juzgar críticamente sus creencias– entra en tensión con el compromiso liberal de proteger la libertad y los derechos individuales de los miembros de esos grupos. El autor sostiene que esas tensiones resultan mitigadas por circunstancias sociales fortuitas y contingentes del contexto doméstico. La ausencia de esas circunstancias en el nivel global pondrían en evidencia la debilidad conceptual y normativa del liberalismo político; desprovisto de ellas, éste otorgaría una prioridad total a la tolerancia de los pueblos no liberales decentes y resultaría incapaz de mantener su compromiso con los ideales igualitarios y con el reconocimiento de los derechos y libertades de los individuos que resultan esenciales para la perspectiva liberal. La contrapropuesta de Tan consiste en defender la superioridad, como base para una teoría aplicable a nivel internacional, de una concepción liberal comprehensiva caracterizada por un compromiso fundamental con la autonomía individual.
Un defecto importante de la estrategia crítica de Tan consiste, a mi juicio, en que no es suficientemente radical, ya que concede algo que, como intentaré probar, no debería ser concedido: básicamente, que las premisas fundamentales del liberalismo político realmente conducen a las conclusiones insuficientemente liberales que defiende Rawls en LoP. La idea de que ese supuesto es correcto resulta esencial para el planteo de Tan, su idea de fondo es, como acabamos de ver, que el liberalismo político es una mala teoría desde el punto de vista normativo, esto es, una teoría que ya era insuficientemente liberal y conceptualmente inadecuada en el plano doméstico.
Mi posición es que las razones que pueden respaldar la plausibilidad del concepto de legitimidad política defendido por el liberalismo político en el plano doméstico, es decir, en el interior de una democracia constitucional moderna, pierden peso en el terreno internacional. Las razones que justifican (o, al menos, hacen plausible) la idea de que los ciudadanos de las sociedades democráticas deberían dejar de lado, cuando las cuestiones políticas fundamentales están en juego, la apelación a doctrinas comprehensivas, para restringirse a apelar a concepciones políticas de la justicia, no tienen el mismo peso en el contexto global. Como consecuencia de ello, no habría razones, internas al liberalismo político, para exigir que los pueblos liberales renuncien a algunas de las creencias centrales de su cultura política doméstica a la hora de diseñar y conducir su política exterior.
Para probar la tesis precedente es necesario presentar, al menos en forma esquemática, el tipo de consideraciones que justificarían los puntos de vista del liberalismo político en el plano doméstico. ¿Por qué razón, los ciudadanos de una democracia constitucional moderna deberían dejar de lado sus doctrinas comprehensivas y restringirse a apelar a una concepción política de la justicia? Dar este paso parece muy costoso y en cierta forma paradójico. Tal como fue planteado por el propio Rawls, podemos preguntarnos cómo podría ser razonable para los ciudadanos, cuando las cuestiones políticas básicas están en juego, "apelar sólo a una concepción pública de la justicia y no a toda la verdad global tal y como es entendida por ellos. Seguramente las cuestiones más fundamentales deberían ser establecidas apelando a las verdades más importantes, aunque ellas puedan trascender por mucho la razón pública!"17
Creo que la línea de argumentación dominante dentro del planteo de Rawls para enfrentar esta paradoja se apoya en tres premisas (o conjuntos de premisas) básicas que conducirían a aceptar la concepción liberal de la legitimidad política.
La primera premisa (premisa 1) es la idea de que ser agentes políticamente razonables equivale a reconocer que tenemos el deber básico, en tanto ciudadanos, de justificar nuestras propuestas políticas, relativas a cuestiones fundamentales, por medio de principios o normas que sea razonable esperar que los otros acepten libremente, es decir, que se encuentren también apropiadamente justificados para ellos.18 No cumplir con este requerimiento implica negar a nuestros conciudadanos su estatus de agentes libres e iguales. Las normas políticas fundamentales, que afectan a todos los ciudadanos, estarían en ese caso apropiadamente justificadas sólo para un subgrupo dentro de la sociedad, lo cual comportaría un privilegio incompatible con los ideales igualitarios democráticos.
La segunda premisa (premisa 2) remite al hecho del pluralismo razonable y a la idea de las cargas del juicio (burdens of judgement). Rawls sostiene que la coexistencia de una amplia diversidad de doctrinas comprehensivas religiosas, filosóficas y morales es un rasgo estructural de la cultura de las sociedades democráticas. Esta coexistencia entre doctrinas a veces opuestas e irreconciliables no debería ser vista como un hecho desafortunado, dado que es el resultado del uso de la razón en las condiciones de libertad que ofrecen instituciones de las sociedades democráticas. En parte gracias a que se trata del resultado de la libertad y en parte gracias a la injerencia de las cargas del juicio, deberíamos concluir que este pluralismo de creencias debe ser reconocido como una forma de pluralismo razonable. Las cargas del juicio hacen referencia a una serie de factores que explicarían la persistencia del desacuerdo y su compatibilidad con la razonabilidad de los agentes. Se trata de factores como la dificultad para evaluar evidencias –empíricas y científicas–, en virtud de su carácter conflictivo y complejo; la dificultad para acordar el peso que se le debe otorgar a diversas consideraciones que las distintas partes reconocen como relevantes; la vaguedad de los conceptos morales y políticos; la influencia que tiene sobre el modo en que los agentes delinean los valores morales y políticos; su experiencia vital global, la cual diferirá mucho en sociedades complejas como las democracias contemporáneas, acentuando los desacuerdos; y la existencia de genuinos dilemas morales. Tomar conciencia de las implicaciones de las cargas del juicio debería conducirnos a reconocer que muchos de nuestros juicios más importantes, en particular, cuando involucran la apelación a doctrinas comprehensivas, "son realizados bajo condiciones en las que no es de esperar que permitan que personas conscientes, en pleno uso de sus facultades de razón, ni siquiera tras una discusión libre, lleguen unánimemente a una misma conclusión".19
Veamos cómo se combinan estas premisas. La amplitud, profundidad y complejidad de los temas abordados por las doctrinas comprehensivas religiosas, filosóficas y morales, combinados con el impacto de los obstáculos enumerados por las cargas del juicio para llevar adelante un diálogo en el que las partes puedan argumentar en base a razones cuyo peso sea reconocido por todos, descalifican esas doctrinas "para servir como bases de un acuerdo político razonado y duradero".20 Tomar conciencia de las implicaciones de las cargas del juicio comporta reconocer que el rechazo de nuestra posición por parte de otros agentes no equivale sólo a un fracaso en nuestro intento de persuadirlos, sino también en el de justificar la propuesta que defendemos. Como afirma Rawls, "las personas razonables reconocen que las cargas del juicio establecen límites a lo que puede ser justificado razonablemente frente a los otros".21 Aunque las cargas del juicio no impliquen, según subraya Rawls, argumento alguno en favor de una posición escéptica o relativista, que afirme que las posiciones comprehensivas son dudosas o inciertas,22 conducirían a reconocer que la afirmación de que nuestras creencias comprehensivas son verdaderas es una pretensión que nadie está en condiciones de justificar, en forma general, frente al resto de sus conciudadanos en el marco del debate político.23 Debemos inferir, por lo tanto, que no puede descartarse la posibilidad de que el rechazo de nuestra doctrina comprehensiva por parte de los otros individuos constituya una forma de rechazo razonable. Dado el hecho del pluralismo razonable y las cargas del juicio (segunda premisa) debemos concluir que mientras persistamos en apelar a doctrinas comprehensivas habremos fracasado en cumplir con nuestro deber político básico frente a los otros ciudadanos: el de ofrecer una justificación apropiada de las propuestas que suscribimos. Por lo tanto, deberíamos intentar buscar una base de justificación apropiada recurriendo a –o elaborando– una concepción política de la justicia, aunque esto suponga abstenerse de apelar a algunas de las creencias que consideramos más importantes.
Ahora bien, es muy importante notar que este tipo de argumento, aún cuando aceptáramos las premisas 1 y 2, perdería toda plausibilidad si se pasara por alto el objeto al que se aplica: la estructura básica de una democracia contemporánea en la que existe, por supuesto, una organización estatal. En realidad, si consideramos plausible o, al menos, mínimamente plausible este tipo de argumentación, se debe, creo, a que en forma tácita estamos tomando en cuenta las implicaciones del contexto en el que se aplica el argumento. Como veremos ahora, la tercera premisa del argumento consiste en una interpretación de los rasgos distintivos de ese contexto. El Estado posee diversos rasgos que lo distinguen del resto de las instituciones (asociaciones y comunidades) que se desarrollan en el seno de la sociedad civil, rasgos que constituyen parte esencial de la justificación del tipo de respuesta que representa el liberalismo político frente al hecho del pluralismo razonable.
Para testear esta idea basta con imaginar una situación en la que las premisas 1 y 2 entren en juego en un contexto no político. Imaginemos el caso de una sociedad filosófica. La meta central de dicha sociedad es promover el desarrollo de la filosofía analítica. Con el paso del tiempo, un grupo minoritario de asociados abandona sus puntos de vista filosóficos previos y suscribe posiciones radicalmente distintas y fuertemente críticas respecto de las convicciones de la mayoría. El grupo minoritario demanda que la asociación abandone su compromiso con sus metas originales y cambie de orientación. Parece plausible afirmar que los miembros de ambos bandos deberían reconocer que se encuentran frente a un caso de desacuerdo razonable, sus oponentes no pueden ser reconocidos sino como personas inteligentes y razonables y sus puntos de vista merecen respeto, aun cuando se esté convencido en base a buenas razones de que son erróneos. Podemos suponer también que los miembros de ambos grupos reconocen que deben a sus interlocutores una justificación apropiada de la posición que defienden, dado que los reconocen como pares, es decir, como iguales. Las dos consideraciones previas equivalen, respectivamente, a las premisas 2 y 1 del argumento precedente. Ahora bien, supongamos que los agentes creen que el mejor modo de cumplir con la meta de ofrecer a sus interlocutores una justificación apropiada es, como resultará natural, argumentar apelando a sus posiciones filosóficas. ¿Tendría algún sentido decir en este contexto que las partes deberían dejar de lado los puntos de desacuerdo y buscar una plataforma común, neutral entre las posiciones filosóficas enfrentadas, para decidir cuál debería ser el destino de la asociación? Ello implicaría, por supuesto, renunciar a la pretensión de que la asociación continúe siendo una asociación filosófica analítica. ¿Tiene sentido exigir tal cosa? En absoluto, y el hecho de que los agentes acepten que están frente a una forma de pluralismo razonable y que reconozcan un compromiso básico con la obligación de justificar sus puntos de vista no cambia en nada ese hecho. En este contexto la idea de que los agentes deben ofrecer a sus interlocutores una justificación apropiada de sus puntos de vista no justifica en absoluto la pretensión de que deberían renunciar a parte significativa de sus creencias para hacerlo. En gran medida, ello se debe a que los miembros disidentes de la asociación son libres de retirar su membrecía y formar otras asociaciones filosóficas. Esta opción parece, incluso, filosóficamente superior.
Ahora bien, parece haber buenas razones para pensar que la situación es muy distinta cuando consideramos las consecuencias de las premisas 1 y 2 en el contexto que ofrecen las instituciones políticas de una democracia constitucional. ¿Cuáles son las causas de este contraste? Abordar esta cuestión con el detalle requerido excede las posibilidades de este trabajo, pero señalaré algunos de los puntos fundamentales. En primer lugar, el Estado se caracteriza por poseer el monopolio del uso legítimo de la coerción.24 Ninguna otra asociación –ya sean iglesias, universidades, asociaciones profesionales, etc.– puede tener una autoridad semejante sobre sus miembros, los cuales, además, disponen siempre de la libertad de abandonarlas si no están de acuerdo con el modo en que son administradas. En segundo lugar, el Estado es capaz de ofrecer la gama completa de bienes primarios que constituyen las condiciones necesarias para que las personas dispongan de la posibilidad de desarrollar un plan de vida que consideren valioso. Tales bienes básicos son, entre otros, un esquema de libertades civiles y políticas, oportunidades de acceso igualitario a las diversas funciones sociales y ocupaciones, en el caso de los individuos menos aventajados, la provisión de un monto de recursos económicos suficiente para llevar adelante una vida digna. Ninguna asociación o comunidad parcial tiene el poder y la capacidad de garantizar estos bienes, pues de hecho algunos de ellos, como las libertades políticas y civiles, están por definición, fuera de su alcance. Otros bienes primarios, como la ayuda a los sectores de menores recursos, si bien pueden ser brindados por iglesias y ONGs, tal ayuda será incapaz de alcanzar la escala y continuidad en el tiempo que puede garantizar el Estado. El Estado posee el control del ejército, la policía, la educación pública; tiene la capacidad de controlar medios de comunicación, dictar políticas que afecten el sistema global de propiedad, la lengua, el sistema inmigratorio. Obviamente, dentro de una sociedad democrática ninguna asociación posee recursos sociales y culturales comparables. Ninguna institución tiene un poder comparable y un impacto tan directo sobre la vida de los ciudadanos: puede crear, como ninguna otra institución, las condiciones apropiadas para que todos tengan la chance de vivir una buena vida y puede también, por supuesto, producir daño a una escala devastadora. En tercer lugar, como sostiene Rawls, el poder político en una democracia constitucional es el "poder del público, esto es, de los ciudadanos libres e iguales como un cuerpo colectivo"25 y, consecuentemente, su ejercicio debe estar igualmente justificado frente a todos, al margen del valor de su contribución a la sociedad.26 Por el contrario, muchas de las asociaciones (iglesias, empresas, universidades) regulan la distribución de los bienes que ofrecen a sus miembros y organizan su funcionamiento a través de una estructura jerárquica que normalmente es sensible al valor de la contribución del individuo al logro de las metas perseguidas por la asociación. Por ejemplo, en las universidades en las que los representantes de los alumnos forman parte del gobierno, normalmente poseen una capacidad de influir en la toma de decisiones menor a la de los profesores.
Mi propósito aquí no es determinar si la concepción liberal de la legitimidad es una idea realmente defendible a nivel doméstico.27 Todo lo que quiero puntualizar por el momento es que, sin un Estado como trasfondo, sin tener en cuenta los rasgos especiales de dicha institución que acabo de enumerar, la plausibilidad de la concepción de la legitimidad del liberalismo político se desvanece. La idea de que la esfera política nos impone un deber, peculiarmente exigente, de justificar frente a los otros nuestras creencias y acciones, que no tiene un correlato equivalente en otras esferas de interacción, si es realmente defendible, debe estar relacionada con los rasgos especiales del Estado que acabamos de señalar. El potencial de daño, en ocasiones irreparable, que tiene la coerción sobre el bienestar de las personas y sobre su capacidad para llevar adelante sus metas y proyectos vitales, vuelve necesaria la vigencia de estándares de justificación frente a los potenciales afectados, más exigentes que los que demanda la toma de decisiones en el contexto de formas de interacción en las cuales tal posibilidad no resulta admisible. Consideraciones similares se aplican en relación con la incidencia decisiva del Estado en la disponibilidad de la serie de bienes primarios enumerados. La disponibilidad equitativa de esos "medios para todo propósito" es una condición necesaria para llevar adelante cualquier concepción permisible del bien28 que los ciudadanos suscriban. Dado que ninguna asociación o comunidad parcial es capaz de garantizar la disponibilidad de esos bienes que, además, son indispensables para que ellas puedan existir, resulta plausible inferir que los criterios de distribución de éstos deberán estar sujetos a estándares de justificación frente a los afectados más exigentes que los requeridos en la distribución de los bienes que dichos individuos persiguen en el seno de tales asociaciones y comunidades. Después de todo, dentro de una sociedad democrática todo individuo es libre de abandonar cualquier asociación o comunidad sin perder el acceso a ninguno de los bienes primarios que le permiten realizar otras elecciones, como ingresar a otras asociaciones, modificar sus creencias y su estilo de vida, etc. Sin embargo, frente a la pérdida de los bienes primarios cuya disponibilidad garantiza el Estado, el sujeto pierde toda libertad de acción y queda sin alternativas (con la excepción de la costosa alternativa, que no siempre será realmente una opción factible, de emigrar). Esta asimetría entre la situación de los individuos dentro de asociaciones o comunidades y de su situación frente al Estado, confirma la idea de que los estándares de justificación de las políticas que afectan la estructura básica de la sociedad deben ser justificadas en base a estándares especiales, más exigentes respecto de la necesidad de abolir la posibilidad de daño a los sujetos, puesto que lo que está en juego son las condiciones mínimas de las que depende una vida digna.
Ahora bien, volvamos al terreno internacional. ¿Por qué cree Rawls que la extensión del liberalismo político a este terreno debe acarrear una profundización del proceso que representa en el plano doméstico? Como sabemos, si comparamos una concepción política de la justicia liberal con una doctrina comprehensiva liberal, podrá notarse fácilmente que la primera es más modesta que la segunda, tanto en el tipo de creencias a las que apela para justificar las políticas que promueve, como en la amplitud y profundidad con la que esas políticas afectan la vida social más allá de esfera política. ¿Por qué razón una sociedad gobernada por una concepción liberal y política de la justicia debería profundizar ese proceso, y renunciar, al conducir su política exterior, a parte fundamental de los valores e ideales liberales que la caracterizan?
Ya conocemos el tipo de razones que puede aducir Rawls. Reconocer a otro agente como digno de igual consideración y respeto equivale, en el campo político, a reconocer una obligación de justificar frente a él, sobre la base de razones que sean buenas razones para él, nuestras propuestas. Un acuerdo con pueblos no liberales, que fuera más que un mero modus vivendi, debería fijar los principios de cooperación entre todos los integrantes de la Federación de los Pueblos, sobre la base de razones que puedan ser aceptables para todos. El hecho del pluralismo razonable es más profundo a nivel internacional.29 Tal situación, combinada con el reconocimiento del deber de lograr una justificación a partir de razones aceptables para todos los agentes debería conducir a las naciones democráticas occidentales (o a sus representantes) a concluir que no es posible lograr satisfacer ese deber de justificación recíproca mientras se afirman valores típicamente liberales: las libertades, derechos, y garantías políticas y civiles característicos de los regímenes liberales, el compromiso con una concepción robusta de los derechos humanos, etcétera.
A la luz del análisis de la justificación doméstica del liberalismo político que hemos desarrollado, no es difícil descubrir que la aplicación al campo internacional que acabamos de reseñar, no funciona. El problema no está en las dos premisas involucradas, el deber de ofrecer una justificación apropiada y el hecho del pluralismo, sino en el elemento faltante: una institución con rasgos equivalentes a los que caracterizan un Estado. La cuestión no es simplemente que no existe un Estado mundial, sino que Rawls rechaza explícitamente la idea de que deba haberlo, dado que suscribe la vieja idea kantiana de que un Estado mundial conduciría inexorablemente al despotismo.30
Las implicaciones de los contrastes entre un Estado y las instituciones del orden global (ya sean internacionales, transnacionales o supranacionales) han sido recientemente objeto de análisis. Michael Blake,31 Thomas Nagel32 y Andrea Sangiovanni33 han apelado a distintas concepciones de los rasgos distintivos del Estado con la meta de cuestionar la idea de que sea defendible un principio de redistribución de la riqueza similar al propuesto para el ámbito doméstico por Rawls y otros filósofos liberales. Nagel sostiene que "el Estado hace demandas de naturaleza única a la voluntad de sus miembros –o tales miembros se hacen unos a otros demandas de naturaleza única a través de las instituciones del Estado– y esas demandas excepcionales acarrean consigo obligaciones excepcionales", es decir, las obligaciones de justicia de orden socioeconómico.34 La "naturaleza única" de las demandas del Estado dependería del carácter coercitivo de su acción y del hecho de que la sujeción de los individuos a su autoridad es no voluntaria. En contraste con el Estado, las instituciones de la sociedad civil de una democracia liberal (iglesias, universidades, partidos políticos, etc.) carecen de autoridad para ejercer coerción sobre sus miembros. Además, dado que los sujetos son libres de abandonar cuando lo deseen cualquiera de esas instituciones, la sujeción a las decisiones de sus autoridades puede ser considerada, en última instancia, como voluntaria. Más allá del Estado y sus excepcionales demandas, no resultarían razonables los reclamos de justicia distributiva, como los que encarna el principio de diferencia. Sangiovanni sostiene que la justicia social igualitaria liberal "es un requerimiento de la reciprocidad en la provisión mutua de una clase fundamental de bienes colectivos, esto es, aquellos bienes necesarios para desarrollar y actuar en base a un plan de vida" y su conclusión es que "porque los Estados [...] proveen esos bienes en lugar del orden global, tenemos obligaciones especiales de justicia igualitaria para con nuestros conciudadanos y los residentes, quienes conjuntamente mantienen el Estado, que no tenemos con respecto a no ciudadanos y no residentes".35
En caso de que alguna de las variaciones posibles de esta línea de argumentación sea plausible, esto apoyaría la idea, suscrita por Rawls, de que no puede justificarse en el nivel global un principio de redistribución de la riqueza tan ambicioso como el principio de diferencia. Tal conclusión confirmaría la idea rawlsiana de que una teoría de la justicia internacional debe ser significativamente más modesta que una teoría doméstica en el plano de la justicia socioeconómica. Sin embargo, la situación es completamente distinta en el campo de discusión que ha sido abordado en este trabajo, esto es, la cuestión relativa a qué valores políticos y qué tipo de concepción de los derechos humanos debería guiar la política exterior de una democracia liberal. En ausencia del tipo de contexto institucional que ofrece un Estado, las premisas que conducían en el plano doméstico a la exigente concepción de la legitimidad política del liberalismo político pierden su fuerza, de modo similar a lo que, según vimos, ocurría cuando se consideraban las consecuencias de dichas premisas en el seno de una institución de la sociedad civil (una asociación filosófica, una iglesia, etcétera). Por supuesto, existen diferencias significativas entre esas instituciones domésticas y las instituciones globales; ambas, sin embargo, comparten al menos un rasgo común: carecen de los rasgos del Estado nacional de los que depende la plausibilidad del argumento en favor de la concepción liberal de la legitimidad política. Las instituciones internacionales no proveen ni podrían ser capaces de proveer los bienes y recursos de los que depende la subsistencia y el funcionamiento de los Estados, pues esos recursos (financieros, sociales, administrativos) son aportados o dependen de los ciudadanos de cada Estado. De igual modo, no son las instituciones globales las que proveen a los individuos de los bienes primarios de los que depende que dispongan de chances reales de llevar adelante una vida que puedan considerar valiosa; nuevamente, el Estado es la única institución que puede estar en condiciones de hacerlo. Estas consideraciones son especialmente evidentes cuando los Estados de los que hablamos son sociedades democráticas mínimamente prósperas. Además, mientras los Estados no dependen de las instituciones globales, la situación de dependencia parece existir, pero en sentido inverso. Como señala Sangiovanni, sin la existencia de Estados las instituciones globales serían incapaces de llevar adelante las tareas que caen dentro de su jurisdicción. Ello se debería, fundamentalmente a que "el orden global carece de los medios financieros, legales, administrativos y sociales que permiten proveer y garantizar los bienes y servicios necesarios para mantener y reproducir un mercado y un sistema legal estables, para sostener (por sí sólo) ninguna clase de sociedad".36 Como es sabido, uno de los rasgos metodológicos centrales de la teoría de Rawls es la idea de que diferentes principios deben ser aplicados a diferentes tipos de contexto de interacción, como afirmaba el autor ya en A Theory of Justice, "el principio regulativo para una cosa depende de la naturaleza de esa cosa".37 Ese criterio se aplica también, por razones de coherencia bastante obvias, no sólo a los principios de justicia, sino a los estándares de justificación de dichos principios. En contra de las apariencias superficiales, LoP representa un fracaso en relación con la correcta aplicación de estos criterios metodológicos. Como acabamos de ver, las instituciones internacionales carecen de los rasgos característicos del Estado de los que depende, en gran medida, la plausibilidad de la exigente y peculiar concepción de la legitimidad política defendida por el liberalismo político en el plano doméstico, lo cual parece una razón suficiente como para concluir que dicho principio –o una versión adaptada al nuevo contexto– no constituye un criterio normativo apropiado para ser aplicado a la regulación de ese tipo de instituciones. No hay ningún obstáculo desde la perspectiva del liberalismo político para que los pueblos liberales tomen como guía de su política exterior y de su participación en instituciones internacionales los ideales políticos fundamentales de su cultura política: los ideales democráticos, las libertades y garantías características de las democracias constitucionales modernas y una concepción acorde de los derechos humanos.
Creo que el liberalismo político, liberado de la confusión conceptual que he criticado en las páginas precedentes, puede realizar aportes significativos al terreno de la justicia internacional. Insistir en cambio, como Tan, en la viabilidad de construir una teoría de la justicia internacional sobre la base de una concepción liberal comprehensiva, por moderada que sea, representa para aquellos que creemos en la corrección del principio liberal de legitimidad en el terreno doméstico un fracaso claro en hacer frente en forma adecuada al hecho del pluralismo razonable. Si se trata de un fracaso en el plano doméstico, lo será en forma más contundente en la esfera global, donde ese fenómeno se agudiza. Desarrollar una ampliación consistente del liberalismo político a la esfera global requiere abordar dos cuestiones básicas. En primer lugar, es necesario reflexionar sobre el estatus de las instituciones internacionales, que poseen un estatus diferente tanto de las asociaciones que se desarrollan en el seno de las sociedades domésticas como de los Estados. En segundo lugar, a la luz del resultado del paso anterior, es necesario especificar qué concepto de legitimidad política es apropiado para este nuevo contexto y qué implicaciones normativas conlleva. Por supuesto, se trata de una tarea que excede ampliamente los objetivos de este trabajo.

Notas

1. Este artículo fue elaborado como parte del proyecto de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica, PICT 38.190, "Derechos humanos y democracia deliberativa" y del Proyecto PIP 5137 del CONICET con el mismo título

2. Cf. Chan, J., 2000, p 5.

3. Para una caracterización más compleja y detallada de los distintos tipos perfeccionismo, cf. Chan J., 2000, p. 10-20. Aunque el nivel de uso de fuerza coercitiva es quizá la variable central, existen otras consideraciones importantes a la hora de evaluar cuán fuerte o moderado es un Estado perfeccionista.

4. Rawls, J., 2001, p. 41.

5. La idea no es necesariamente excluirlas por completo del debate. El punto importante es que la justificación de las medidas propuestas no dependa exclusiva o decisivamente de dichas creencias comprehensivas.

6. Hablamos en plural porque Rawls considera, plausiblemente, que dentro de una sociedad democrática coexistirá una pluralidad de concepciones políticas de la justicia, que se caracterizarán por realizar distintas interpretaciones de los ideales fundamentales de la cultura política de la comunidad y cuyo predominio dependerá del proceso democrático (Cf. Rawls, 1993, pp. 251-2).

7. Cf. Rawls, 2001, p. 26-27.

8. Cf. Rawls, 1999a, p. 14

9. En adelante LoP.

10. Se trata de los siguientes principios: 1) los pueblos son libres e independientes, y su libertad e independencia deberá ser respetada por los otros pueblos; 2) los pueblos deben cumplir los tratados y compromisos; 3) los pueblos son iguales y son partes de los acuerdos que los ligan; 4) los pueblos deben observar el deber de no intervención; 5) los pueblos tienen el derecho de autodefensa pero no el derecho de instigar la guerra por otras razones que las de autodefensa; 6) los pueblos deben respetar los derechos humanos; 7) los pueblos deben observar ciertas restricciones estipuladas en la conducción de la guerra; 8) los pueblos tienen un deber de asistir a otros pueblos que viven bajo condiciones desfavorables, las cuales impiden que tengan un régimen político y social justo o decente (Cf., Rawls, 1999a, p. 37).

11. Rawls incluye explícitamente en su planteo sólo los derechos de la Declaración Universal contenidos en los artículos 3 a 18 (cf. Rawls, 1999a, p. 80 n).

12. Rawls, 1999a, p. 59.

13. Rawls, 1999a, p. 58.

14. Idem.

15. Esta prohibición se aplica también a toda política no coercitiva que se oriente a tales fines.

16. Cf. Rawls, 1999a, pp. 84-85.

17. Rawls, 1993, p. 216.

18. Rawls sostiene que los ciudadanos son agentes políticamente razonables en un sentido básico "cuando, entre iguales, digamos, ellos están dispuestos a proponer principios y estándares como términos equitativos de cooperación y a acatarlos voluntariamente, mientras haya garantías de que los otros se comportarán de igual modo. Las personas entienden que aceptar esas normas es razonable para todos y, consecuentemente, que son justificables ante todos; y están dispuestas a discutir los términos equitativos que sean propuestos por otros" (Rawls, 1993, p. 49).

19. Rawls, 1993, p. 58.

20. Idem.

21. Rawls, 1993. p. 61.

22. Idem, p. 63.

23. Cf. Idem, p. 61.

24. Eso no quiere decir que efectivamente, como dice Rawls, el poder político sea "siempre poder coercitivo", lo cual parece claramente erróneo, dado que los Estados frecuentemente implementan políticas que intentan orientar el comportamiento de los individuos a través de incentivos económicos o de otro estilo, sin que se ejerza sanción alguna sobre quienes no toman las decisiones que se pretende promover. Para una crítica de esta posición de Rawls, cf. Kymlicka, W., 1996.

25. Rawls, 1993, p. 216. El autor afirma en forma explícita que el principio liberal de la legitimidad se encuentra conectado con los dos rasgos de la relación política entre ciudadanos de una sociedad democrática que acaban de ser citados (cf. Rawls, J., 1993, p. 216).

26. Cf. Rawls, 1993, p. 42.

27. Para una defensa de dicha idea cf. Garreta Leclercq, 2007, pp. 303-381.

28. Es decir, compatible con los principios de justicia que se acepten como válidos.

29. Rawls afirma que "si un pluralismo razonable de doctrinas comprehensivas es uno de los rasgos básicos de una democracia constitucional con instituciones libres, podemos asumir que existe una mayor diversidad en las doctrinas comprehensivas afirmadas por los miembros de una Sociedad de los Pueblos, dadas sus muchas y diferentes culturas y tradiciones" (Rawls, 1999a, p. 40).

30. Cf. Rawls, 1999a, p. 36.

31. Cf. Blake, 2001.

32. Cf. Nagel, 2005.

33. Cf. Sangiovanni, 2007.

34. Cf. Nagel, 2005, p. 130.

35. Sangiovanni, 2007, p. 4.

36. Sangiovanni, 2007, p. 21.

37. Rawls, J.,1999b, p. 25.

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Recibido el 10/07/2007;
aceptado
el 25/09/2007

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