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Revista latinoamericana de filosofía

On-line version ISSN 1852-7353

Rev. latinoam. filos. vol.41 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Nov. 2015

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

Acerca de la “Barbarie” en la Encyclopédie: Ecos de un debate ilustrado

Barbarity in the Encyclopédie: Thoughts on an Enlightened Debate

 

Nicolás Kwiatkowski
Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas


RESUMEN: A partir de los usos y definiciones de términos como “bárbaro” y “barbarie” en la Encyclopédie, el artículo propone una exploración de las ideas ilustradas al respecto, tanto en Francia como fuera de ella. Por un lado, se rastrean correspondencias y divergencias entre la obra de Diderot y D’Alembert y otros textos precedentes y contemporáneos, lo que hecha luz sobre el origen de algunas de esas ideas. Por el otro, se registran los debates centrales al respecto, que incluyen el tema de la expansión planetaria europea y la crítica ilustrada del colonialismo, con el objetivo de reconstruir la complejidad de las nociones referidas, excesivamente simplificadas por una parte de la historiografía reciente.

PALABRAS CLAVE: Barbarie; Ilustración; Encyclopédie; Imperio.

ABSTRACT: The article focuses on the uses and definitions of terms like “barbarian” and “barbarity” in the Encyclopédie, in order to explore ideas regarding those subjects during the Enlightenment, both inside and outside France. On the one hand, the text traces similarities and divergences between Diderot and D’Alembert’s opus and other writings, thus showing the origins of some of these ideas. On the other hand, the study of some debates on that theme, including the European global expansion and the enlightened criticism of imperialism, shows the complexity of the aforementioned ideas, which have been excessively simplified by part of contemporary historiography.

KEYWORDS: Barbarism; Enlightenment; Encyclopédie; Empire.


 

I

Es obvio que, para un discurso ilustrado que enfatice las posibilidades del progreso y el desarrollo del espíritu humano, la barbarie resuena de inmediato como un posible antagonista principal, al que podrían adscribirse los vicios que las Luces vendrían a corregir. Es por ello que una exploración del campo semántico de la noción de “barbarie” en la Encyclopédie, ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers… resulta de interés.
En las páginas 68 y 69 del segundo volumen, el abate Claude Yvon emprende la tarea de definir a los bárbaros. Comienza por trazar los orígenes helénicos del término: la forma en que los griegos se referían despectivamente a “todas las naciones que no hablaban su idioma”.1 Más aún, se trata de una palabra que destaca “la oposición extrema (…) entre ellos y las otras naciones, que no habían podido despojarse de la rudeza de los primeros siglos, mientras que ellos mismos, más modernos, habían perfeccionado su gusto y contribuido significativamente al progreso del espíritu humano”. Yvon destaca que los romanos también llamaron “bárbaras” a todas las otras naciones (excepción hecha de los griegos, por supuesto), algo que los franceses reproducirían en la época a él contemporánea: griegos, romanos y franceses compartirían el deseo de dominar “más por el espíritu que por la fuerza de las armas”. Incluso los cristianos, continúa nuestro autor, fueron considerados bárbaros por los romanos. En cuanto al argumento de Taciano de Siria, discípulo de San Justino, según el cual los griegos serían imitadores de pueblos bárbaros (de los caldeos en la astronomía, los persas en la magia, los egipcios en la geometría, los fenicios en las letras, etc.), el abate responde que la diferencia reside en que los griegos fueron los primeros que se atrevieron al desafío de la razón. Mientras que para los demás pueblos la filosofía era un conjunto de misterios oraculares o de máximas tradicionales, los griegos merecen ser considerados los primeros philosophes, pues produjeron un pensamiento sutil y sistemático.
El interés de la obra de Diderot y D’Alembert por el asunto no se agota en ese artículo. En la página siguiente, François-Vincent Toussaint destaca la acepción legal del término “bárbaro”: se trata de la jurisprudencia establecida por godos, visigodos, francos, sajones y otros pueblos tras la caída del imperio romano. El autor de Les Moeurs (1748) destaca en esa legislación el papel de las asambleas, que reunían a todos los miembros de la comunidad sin distinciones según su condición, y el hecho de que estaba escrita “en un estilo simple y breve”. Sin embargo, los crímenes listados y las penas dispuestas certifican que se trata del sistema legal propio de “personas brutales”. Mucho más adelante, la Ley del Talión es considerada “bárbara” y “contraria al derecho natural” (IX, 676). Poco nos dice sobre el asunto el artículo que figura a continuación, obra de Denis Diderot, titulado “Barbarie”, pues simplemente describe detalladamente, con especial énfasis en las prácticas comerciales de la zona, la Barbaría, región del norte de África donde habitan los bereberes, que comprende los reinos de “Trípoli, Túnez, Argel, Fez, Marroc, Talifet y el desierto del Sahara”. Algo parecido ocurre con el apartado “Barbarisme”, escrito por Cesar Chesneau Dumarsais, que discute “uno de los principales vicios de la elocución” y vincula el origen del término con “la palabra con la que los griegos y los romanos denominaban a los pueblos bárbaros, esto es, a los extranjeros” (II, 70).
Las entradas que estudian detallada y particularmente a pueblos tradicionalmente considerados bárbaros sí nos ayudan a completar el cuadro. Los vándalos, por ejemplo, son descriptos por un colaborador anónimo como una “nación bárbara que formaba parte de los godos” (XVI, 829). Entre sus características, el autor destaca que se trataba de un grupo “errante” y guerrero que lograba imponer condiciones a los romanos, lo que no es visto con muy buenos ojos: el texto afirma que Genserico “infestó las costas de Sicilia y Grecia” (el énfasis es mío). En cuanto a los godos, Louis de Jaucourt reprodujo en su descripción algunas de las referencias típicas al comportamiento de los bárbaros, pero también destacó que se encontraban entre ellos “las luces de algunos godos esclarecidos que escribieron la historia de su nación” (VII, 748). La elocuencia de Caratacus causa una admiración semejante. En el artículo “Silures” (XV, 199), se cita largamente el pasaje de Tácito que informa sobre el discurso del rey de los catuvellani ante el emperador Claudio. El bárbaro británico reconoce que no conjugó su nobleza y su fortuna con la correspondiente moderación, y atribuye a ese hecho su triste estado actual, que lo deja tan desfigurado como llena de gloria a los romanos. Caratacus se pregunta si el deseo de dominar al mundo entero implica necesariamente que todos deban aceptar esa esclavitud y sostiene que sería un ejemplo de la eterna clemencia del emperador si él fuera tratado bien. Claudio, impresionado, decide perdonar a Caratacus y su familia y permitirles vivir en Roma.2 En lo que hace a los escitas, el propio Diderot se ocupó de reunir sus “costumbres más curiosas” (XIV, 848): destaca el hecho de que valoran más la amistad que el oro o las perlas; informa que “no se ocupaban de la labranza sino de la pastura de sus rebaños e incluso arrancaban los ojos de algunos de sus esclavos (Plutarco) para que no sean capaces de desempeñar otra función que esa”; “no tenían casas (Heródoto, IV) y mantenían a sus mujeres y niños en carros cubiertos de cuero”; “vivían en lugares cambiantes según dónde encontrasen pasturas”; “rara vez andaban a pie y se movían casi siempre a caballo o en sus carros”. Además, “administraban justicia de acuerdo con la razón natural y no seguían ninguna ley escrita, pero castigaban severamente el robo”.
En el apartado “Scythes, Thraces et Getes, philosophie des”, también escrito por Diderot e incluido en el artículo sobre los escitas, se reconoce que “escitas” es un nombre genérico para “todos los países septentrionales”. Nuestro autor insiste en que eran “inocentes y justos” y se pregunta, más en el marco de un “elogio de la naturaleza humana” que en el de una “historia de la filosofía”, si “la ignorancia de los vicios sería preferible al conocimiento de la virtud” y si “los hombres se vuelven acaso malvados y miserables en la medida en que su espíritu se perfecciona y los simulacros de la divinidad se desgranan ante ellos”. En suma, Diderot prefiere “un crimen atroz y momentáneo a una corrupción civil (policée) y permanente”.3 No faltan, por supuesto, referencias elogiosas a Anacarsis, el escita que logró la amistad de Solón y la admiración de los griegos merced a su sagacidad: se trata de un reconocimiento más del bárbaro singular por su sorprendente inteligencia.4 Respecto de los pictos, Jaucourt (XII, 551) los describe como una “nación belicosa”, pero destaca que el rey Kneth de Escocia, tras vencerlos, se comportó “de la manera más inhumana [y] los exterminó de tal modo que no quedó de ellos más que su recuerdo”. Kneth se convirtió de inmediato en “uno de los principales fundadores de su monarquía”: es obvio que podían encontrarse comportamientos más bárbaros que los propios de los bárbaros. En todos los casos, se destaca que se trata de pueblos que se han desplazado largamente por Asia y Europa, y los artículos muestran un gran interés por descifrar sus orígenes.
El artículo referido a los “Sauvages”, también escrito por Jaucourt, nos ayuda a comprender mejor los alcances del concepto de barbarie en la Enciclopedia. En primer lugar, no parece haber una distinción clara y tajante entre ambas nociones. La definición de “salvajes”, en el sentido etnográfico del término, es “pueblos bárbaros que viven sin ley, sin policía, sin religión y que no tienen un lugar fijo de residencia” (XIV, 728-729, el énfasis es mío). El autor aclara que “una gran parte de América está habitada por salvajes, la mayor parte de ellos todavía feroces, que se alimentan de carne humana”, y remite a la voz “Anthropophages” (a cargo de Mallet, donde se sostiene que “percibimos entre las naciones más civilizadas (policées) que existen vestigios de esta barbarie”, I, 498, el énfasis es mío). En cuanto a las diferencias entre pueblos salvajes y bárbaros, Jaucourt sostiene que los primeros “son pequeñas naciones dispersas que no desean reunirse, mientras que los bárbaros se unen a menudo y eligen un jefe”. Sin embargo, no existe una especificidad clara en las formas de la subsistencia: hemos ya visto que los bárbaros se dedican al pastoreo; aquí los salvajes se sostienen gracias a “la caza y la vida pastoral”. Finalmente, la causa de que se encuentren más naciones salvajes en América son “los malos tratos a los que fueron sometidos, y aún lo son, por los españoles”, por lo que se vieron obligados a “retirarse a las selvas y las montañas para mantener su libertad”. Otro aspecto interesante de este artículo es que revela, una vez más, los vínculos entre la Encyclopédie y la Cyclopaedia, de Ephraim Chambers. En efecto, la voz “sauvages” de la obra francesa contiene una traducción literal, sin atribución alguna, de la definición de “savages” en el texto del inglés (Chambers 1728: II, 24), algo que ocurre igualmente con los artículos “bárbaro” y “barbarismo” ya citados y con la atribución de la teoría del caos a fuentes bárbaras (Chambers 1728: I, 82 y 194). Se trata de una confirmación de la hipótesis de Giancarlo Nonnoi, que destaca la omnipresente difusión de la Cyclopaedia en el universo cultural del settecento y su particular ascendencia sobre la Encyclopédie y comparte las conclusiones de Lough y Quintili al respecto, aunque todos ellos se concentran sobre todo en los textos referentes a la matemática, el sistema copernicano y la filosofía newtoniana (Nonnoi 2008; Lough 1980 y Quintili 1996).
Destaquemos otras menciones dispersas, pero significativas, a la barbarie en la Encyclopédie. En el “Discurso preliminar”, los términos “bárbaro” y “barbarie” aparecen frecuentemente asociados con los “tiempos tenebrosos” y la “época oscura” de los que la humanidad europea logró escapar gracias al “renacimiento de las Luces” vinculado con la invención de la imprenta y la protección de las letras. Allí se afirma, por ejemplo, que

El estudio de las lenguas y de la historia, abandonado por necesidad durante los siglos de ignorancia, fue el primero en resurgir. El espíritu humano se encontró al salir de la barbarie en una especie de infancia, ávida por acumular ideas e incapaz, sin embargo, de ordenarlas, debido a una suerte de entumecimiento que había afectado a las facultades del alma durante tanto tiempo (I, XX).

La misma idea aparece en la entrada sobre el Ulster, firmada por Jaucourt (XVII, 375-6), región que habría salido de “la más profunda barbarie” gracias a Jacobo I. Recordemos, de paso que, en “Histoire” (VIII, 220-230), Voltaire sostiene que, “al desmembrarse el imperio romano en Occidente, comienza un nuevo orden de cosas, al que se llama la historia de la Edad Media, historia bárbara de pueblos bárbaros que, una vez convertidos en cristianos, no se volvieron por ello mejores”. También en el sentido epocal, Saint-Lambert afirma que “en tiempos de barbarie el comercio era desconocido […] y no había más riquezas que las provenientes de la tierra” (“Luxe”, IX, 767). Volviendo al “Discurso”, la barbarie aparece allí frecuentemente vinculada con el ridículo y la superstición (I, XXI-XXII), con pensamientos “absurdos y pueriles” (I, XXIII), con el prejuicio y el escolasticismo (I, XXVI; en “Scholastiques”, XIV, 770, Diderot afirma que “la palabra no es tan bárbara como la cosa”). La fórmula “tiempos de ignorancia y de barbarie” (o “ignorancia y barbarie” a secas) aparecerá repetidamente en varios artículos de toda la obra, particularmente en los firmados por Diderot (“Anatomie”, I, 409; para ejemplos de otros autores, véase “Compagnie de Commerce”, Forbonnais, III, 739; “Fêtes des Chrétiens”, Faiguet de Villeneuve, VI, 565). En el mismo sentido, la barbarie aparece ligada al excesivo celo religioso en “Fanatisme” (Deleyre, VI, 393-401). “Superstición bárbara” y “celo bárbaro” son términos repetidos en esta entrada a la hora de discutir el comportamiento de hombres de la antigüedad (Aquiles) o de la época contemporánea (“los estandartes desplegados en nombre de la religión en España contra los moros, en Francia contra los turcos, en Hungría contra los tártaros”), mientras que el análisis de los sacrificios humanos en México lleva a la conclusión de que los “salvajes dieron una lección de humanidad a los cristianos, o más bien a los bárbaros a quienes los verdaderos cristianos desprecian”. Aunque se trata del argumento célebre y repetido de la “barbarie de los europeos”, los sacrificios humanos de los mexicanos son una “costumbre bárbara” (“Mexique”, Jaucourt, X, 480). En un sentido semejante, Jaucourt atribuye a “los inquisidores españoles” la “barbarie más atroz” (“Inquisition”, VIII, 773) y asocia reiteradamente crueldad y barbarie (por ejemplo, “Lemnos”, IX, 383). La asociación entre crueldad, celo religioso y barbarie se repite varias veces en “Victime” (Jaucourt, XVII, 240-243).
Al mismo tiempo, el propio Diderot era bien consciente de algunas características etnocéntricas del término “barbarie”. En la voz “Arabes. Etat de la Philosophie chez les anciens Arabes”, sostiene que los griegos pensaban que los árabes eran “pueblos bárbaros e ignorantes”, pero que este desprecio “prueba solamente el orgullo de los griegos y no la barbarie de los árabes” (I, 567). No es infrecuente en la Enciclopedia el uso de “barbarie” para describir las características principales de pueblos distantes y apenas conocidos (por ejemplo, “Compagnie de Commerce”, III, 739; “Crimée”, IV, 470). De modo similar, la entrada “Cruauté”, a cargo de Jaucourt, se refiere a acciones que pueden calificarse así como “bárbaras” o simplemente como “barbaries” (IV, 517-9). Las atribuye tanto a los poderosos de la antigüedad (Augusto) cuanto a los de la época contemporánea (los españoles en América y los Países Bajos). Por oposición a esta idea, hallamos también varias instancias de celebración de bárbaros filósofos (o filósofos bárbaros). Por ejemplo, en la descripción de la “Astronomie” (Formey y D’Alembert, I, 783), se cita a Platón para sostener que “fue un bárbaro quien observó por primera vez los movimientos celestes” (se trata de una nueva glosa de Chambers 1728: I, 164). No deja de ser significativo que no se pueda conocer el nombre de ese “bárbaro inteligente”. Esta apretada síntesis de los sentidos asignados a “bárbaro” y “barbarie” en la Encyclopédie… nos permite alcanzar algunas conclusiones preliminares. Los términos están, por supuesto, cargados de una diferenciación entre el sí mismo y el otro que proviene de sus orígenes. Eso implica una autovaloración positiva que, al mismo tiempo, es crítica de quienes comparten un conjunto de características asociadas con la barbarie y el salvajismo (ferocidad, excesiva simplicidad, ignorancia, etc.). Sin embargo, en algunos casos excepcionales y, tal vez, relevantes por ese mismo carácter anómalo,5 los autores de la obra reconocen el etnocentrismo del concepto, lo critican y valoran algunas características de la vida bárbara (libertad, igualdad, nuevamente simplicidad, inteligencia en algunos casos), lo que les permite censurar ciertos aspectos del desarrollo histórico europeo hacia un presunto estado civilizado. Encontramos, entonces, algunas resonancias de la idea de Montaigne, en sus Ensayos, según la cual simplemente consideramos bárbaro aquello que nos resulta extraño.6 Pese a ello, observamos en muchos casos una tendencia a transformar las ideas sobre la barbarie de una descripción de diferencias temporales o históricas en una de distinciones geográficas: los bárbaros del pasado vivían en condiciones semejantes a los del presente, y eso permite derivar conclusiones del estudio de unos al conocimiento de los otros.
Frente a este panorama, se imponen dos precauciones. La primera, concierne la necesidad de comprender mejor los alcances y transformaciones del “discurso enciclopédico” sobre la barbarie. De una parte, hemos visto que los sentidos asignados al término en la propia Encyclopédie no son uniformes ni están exentos de contradicciones. Por otro lado, ese discurso no se mantuvo siempre igual a sí mismo. Veinte años después de la publicación de la Encyclopédie, el Dictionnaire de Trévoux (1771), aunque la seguía muy de cerca en muchos sentidos, se empeñó, por ejemplo, en distinguir más claramente entre “bárbaro” y “salvaje”.7 Igualmente, en la primera edición de la Encyclopédie…, el artículo “Sauvages” es breve, mientras que en la Encyclopédie de Yverdon (Encyclopédie ou Dictionnaire universel raisonné des connaisances humaines, mises en ordre par M. de Felice, 1770-6) se vuelve sustancial. Los agregados provienen de la Histoire des deux Indes de Raynal y se centran en un paralelo entre el hombre salvaje y el civilizado en favor del primero, más feliz y más libre.8 Esto me lleva a la segunda precaución necesaria a la hora de analizar las definiciones de barbarie en la Encyclopédie…: resulta imposible comprenderlas cabalmente si no se las vincula con el contexto de las discusiones, transformaciones y debates que, sobre ellas, se produjeron en el contexto ilustrado más amplio. Aunque sería conveniente iniciar un estudio de ese tipo con una genealogía de la idea que se remonte a sus orígenes clásicos, hacerlo demandaría un espacio del que no dispongo.9 Me limitaré entonces a una presentación sintética de las características principales del problema en la época bajo estudio.

II

De acuerdo con algunas interpretaciones usuales, el discurso eurocéntrico, que encuentra su máxima expresión en las formulaciones ilustradas, se caracteriza por una articulación dual (no europeo-europeo, primitivo-civilizado, tradicional-moderno, etc.), un evolucionismo lineal, unidireccional, desde algún estado de naturaleza a la sociedad moderna europea, la naturalización de las diferencias culturales entre grupos humanos y la reubicación temporal de todas esas diferencias, de modo que todo lo no-europeo es percibido como pasado. Según la perspectiva poscolonial de Aníbal Quijano, “todas estas operaciones intelectuales son claramente interdependientes y no habrían podido ser cultivadas y desarrolladas sin la colonialidad del poder” (Quijano 1993: 222). Respecto de la barbarie en particular, el argumento es el siguiente. Barbarie y civilización son conceptos opuestos e interdependientes: la noción de bárbaro opera como el otro constitutivo del civilizado, al que define mediante la identificación de sus límites externos (Boletsi 2007). Durante la Ilustración, Rousseau y Montesquieu, entre otros, produjeron el estereotipo del buen salvaje como una forma de expresar escepticismo hacia la civilización a causa de su decadencia y corrupción. Pero incluso cuando la barbarie y el salvajismo despliegan algún atractivo, como en estos casos, no se trata más que de otra expresión del pensamiento eurocéntrico, pues sostienen la oposición entre lo civilizado y lo bárbaro y reproducen el discurso hegemónico.
En ocasiones, esta descripción adquiere características transhistóricas. Para Roger Bartra, por ejemplo, la definición europea de la “barbarie americana” remite al homo sylvestris y no sería una categoría surgida del contacto colonial, sino un concepto enraizado en la cultura europea occidental, un mito: “el salvaje es un hombre europeo, y la noción de salvajismo fue aplicada a pueblos no europeos como una transposición de un mito perfectamente estructurado cuya naturaleza solo se puede entender como parte de la evolución de la cultura occidental. El mito del hombre salvaje es un ingrediente original y fundamental de la cultura europea” (Bartra 2011: 15). Habría entonces “un hilo mítico que atraviesa milenios y se entreteje con los grandes problemas de la cultura occidental. […] La cultura europea generó una idea del hombre salvaje antes de la expansión colonial y la modeló en forma independiente del contacto con grupos humanos extraños de otros continentes” (Bartra 2000-2001: 88-96). En un sentido semejante, refiriéndose en particular a la Ilustración, John Gray sostiene que “la idea de barbarie es central para el proyecto ilustrado, por cuanto encapsula su rechazo de la pluralidad irreducible de las culturas y su afirmación de que todas las civilizaciones son o serán ejemplos de un modelo único” (Gray 1994: 726). La Ilustración, en consecuencia, es incapaz de reconocer la diversidad cultural, a la que concebiría como una desviación bárbara del ideal civilizado.
Sin embargo, existen algunas evidencias textuales de que deberíamos considerar la posibilidad de hablar de una pluralidad de Ilustraciones, con parecidos notables y desacuerdos que no lo son menos.10 En otras palabras, indaguemos si el contacto de los europeos con otras sociedades y culturas tuvo, en efecto, consecuencias ínfimas sobre paradigmas discursivos que se mantuvieron prácticamente incólumes, de manera tal que Ilustración, eurocentrismo y colonialismo son una misma cosa y la crítica racional del poder arbitrario del imperio no es más que una impostura o, en el mejor de los casos, una expresión bienintencionada de autoengaño.
Por cierto, no son pocas las evidencias de que existió, en la variedad del pensamiento ilustrado, una tendencia importante al eurocentrismo y la unilinealidad. Adam Ferguson defendía, en 1767, que “el arte es natural para el hombre: está destinado desde el primer momento de su ser a inventar y crear” (Ferguson 1966: 6), lo que podría desmentir las ideas de Gray citadas antes. Sin embargo, para Ferguson, los hombres que comprendieron ese principio usaron el conocimiento para controlar la naturaleza y civilizarse, mientras que quienes no llegaron a entenderlo permanecieron en un estado de barbarie o salvajismo. Son ideas compatibles con la famosa frase de Locke, según la cual “al comienzo, todo el mundo era América”. Este locus classicus de la genealogía de la teoría de los estadios implicaba que el estado salvaje de los americanos había sido compartido por todos los pueblos al comienzo de su historia (Locke 1690[1960]: cap. 5, sec. 49, 319). En palabras de Joseph Marie Degerando:

el viajero filósofo que navega hasta los más remotos rincones del globo se desplaza, de hecho, por la ruta del tiempo. Viaja al pasado. Cada paso que da es un siglo. Las islas que alcanza son para él la cuna de la sociedad humana. Los pueblos que nuestra vanidad ignorante desprecia se le revelan como monumentos antiguos y majestuosos de los orígenes del tiempo, monumentos que son mil veces más dignos de nuestra admiración y respeto que las pirámides que se despliegan en las márgenes del Nilo. (Degerando 1800[1978]: 131)11

La historia natural dieciochesca nos provee ejemplos semejantes. Georges- Louis Leclerc, el conde de Buffon, empezó su Histoire naturelle, générale et particulière en 1749 y el último volumen de la obra apareció en 1788. Desde su punto de vista, existía un orden de dignidad de las criaturas terrestres, desde el hombre, ser único y superior, hasta los animales domésticos y salvajes. La diferencia radical entre el primero y estos últimos estaba dada por el lenguaje, la capacidad de reflexión y la inventiva (nuevamente, contra el argumento de Gray). Sin embargo, la distancia infinita entre hombre y animal no es tal, por cuanto el hombre que produce ideas sistemáticas y racionalmente ordenadas es superior al que no lo hace, “el hombre estúpido, el imbécil y el salvaje aparecen como degenerados de su propia especie”, aunque el hombre natural o salvaje contiene en germen al hombre social y civil (Leclerc 1833-1834, IX: 136-154; también IX: 91). En ese marco, para Buffon, todos los americanos eran todavía salvajes: estaba dispuesto a conceder que los mexicanos y los peruanos habían salido de ese estado, pero lo habían hecho tan poco tiempo antes que no podían ser considerados una excepción (Leclerc 1833-1834, IX: 261). El holandés Cornelius de Pauw, en sus Recherches sur les Américains, de 1768, compartía con variaciones mínimas la descripción de Buffon (Duchet 1995: 260 y ss.), violentamente rechazada entre otros por Francisco Javier Clavigero.
La historiografía ilustrada de las etapas o estadios era, en efecto, eurocéntrica, en tanto daba por sentado que el sistema social y político alcanzado por algunos países después del oscuro milenio medieval (tan cristiano cuanto bárbaro) constituía la consolidación de las costumbres más avanzadas a las que la humanidad podía aspirar: el mundo de la razón y las costumbres civilizadas. Eso no significaba, en modo alguno, que el resto del mundo fuera irrelevante para esa narración de la historia humana. Para estos historiadores filósofos, por ejemplo, Rusia se había europeizado y estaba en vías de conquistar el Asia Central, para subordinar finalmente a los pueblos nómades de las estepas que habían invadido el mundo romano, de manera que el sentido del término “bárbaro” se extendía más allá de sus resonancias góticas y germánicas (Pocock 2005: introducción). Tampoco excluía el hecho de la conquista global iniciada por la Europa atlántica, que había extendido las fronteras de los imperios europeos hasta las costas de Asia y América, por no hablar de la esclavización de los pueblos africanos. Es posible que las formulaciones más sistemáticas de este esquema de desarrollo humano fuesen ideadas por historiadores y filósofos escoceses. Cada etapa de la historia de la sociedad podía para ellos distinguirse de acuerdo con su modo de subsistencia, que a su turno determinaba el carácter de las ideas sociales e instituciones (Millar 1771[1960]: 175-180). Una vez que las etapas se ordenaban de manera jerárquica (caza y recolección, pastoreo, agricultura, comercio), todo pueblo pasaría hipotéticamente por cada una de ellas para alcanzar, solo en el último estadio, el florecimiento completo de las artes y las ciencias. Era esa la época en la que se encontraba la sociedad europea del siglo XVIII.
En su Essay on the History of Civil Society, de 1767, Adam Ferguson describía la historia moral de la humanidad en un marco de cuatro etapas: la sociedad de cazadores y recolectores (el estado salvaje), la de los pastores (el estado bárbaro), la de los agricultores y la sociedad comercial. La idea había sido explorada antes, al menos desde que Lord Kames publicó Sketches of the History of Man en 1734, pero resurgía con fuerza por entonces. Como Montesquieu, Ferguson pensaba que el progreso en el curso de esas cuatro etapas implicaba una moderación de las costumbres (Montesquieu 1748: XX, 1). Sin embargo, destacaba también la capacidad física del hombre primitivo e insistía en que esa energía creativa debía ser controlada, pero no destruida, por cuanto hacerlo implicaría el fin del progreso social. Los salvajes de Ferguson eran entonces hombres heroicos, que vivían en zonas templadas y árticas. El salvaje inocente y tropical de Rousseau le interesaba menos. En cualquier caso, hay aquí una distinción evidente entre salvaje y bárbaro. El primero deriva de la tradición medieval del hombre de los bosques, un cazador que no había domesticado animales ni podía dedicarse a la agricultura. Sería también, crecientemente, identificado con el hombre americano, que probablemente descendiera de los pueblos de Siberia y Asia Central (Ferguson 1966: parte II, 81). El salvaje, entonces, es un hombre hábil, pero que vive en una sociedad que aún no ha podido darse una vida social y política completa, aunque está cerca de hacerlo (Ferguson 1966: parte III, 99). Sin embargo, esa capacidad solo se concreta cuando la humanidad “pasa del estado salvaje al que podemos denominar bárbaro”. ¿Quiénes son los bárbaros, entonces? Son bandas organizadas, capaces de reconocer la propiedad y protegerla legalmente en sus sociedades, que se vuelcan al saqueo de las otras: un bandido puede también ser un legislador. La transición del salvajismo a la barbarie era fácil de encontrar en la historia del norte de Europa, pero menos evidente entre los americanos. La explicación de Ferguson era que los salvajes migrantes del Viejo Mundo que se establecieron en el Nuevo habían permanecido en ese estadio sin pasar al siguiente.
De acuerdo con J.G.A. Pocock, en la obra de Adam Smith las cuatro etapas no se manifiestan en un orden fijo: se trata de una sucesión secuencial, acumulativa y progresiva, pero no estrictamente evolutiva (Pocock 2005: vol. II, 309 y ss.). Las sucesivas apariciones de los bárbaros en Europa (griegos primitivos primero; germanos, godos y vándalos luego; hunos, tártaros y mongoles finalmente) representan la etapa pastoril. Smith estudió los textos de jesuitas como Lafitau (Moeurs des sauvages Amériquains, comparées aux moeurs des premiers temps, París, 1724) y Charlevoix (Histoire et description générale de la nouvelle France, avec le journal historique d’un voyage dans l’Amérique septentrionnale, París, 1744), que habían descripto las costumbres de los indios de América del Norte, y concluyó que estaban tremendamente alejados de los bárbaros del Viejo Mundo y permanecían en la etapa de la caza y la recolección: no habían domesticado animales ni aprendido a cultivar el suelo de manera sistemática (Meek, Raphael y Stein, 1982: 107, 459, cit. en Pocock). Para Smith, finalmente, la etapa bárbara de los pastores era un quiebre decisivo con la de los cazadores recolectores y fue gracias a la domesticación de animales y no tanto por la apropiación de tierras cultivables que emergieron por primera vez el gobierno, la propiedad, la guerra, las distinciones sociales y las diferenciaciones de género. La aparición de los bárbaros en Europa era importante porque era la condición necesaria, aunque no suficiente, para su reemplazo ulterior por una sociedad civil y comercial. La imagen del bárbaro europeo cambiaba radicalmente: el nómade destructivo se convertía en el origen de las formas de gobierno de la antigua Grecia y el mundo gótico medieval (Meek, Raphael y Stein, 1982: 287-8, cit. en Pocock). Lo importante para Smith era la transición de pastores a propietarios de tierras y de allí a comerciantes; la historia de los salvajes parecía, a sus ojos, casi irrelevante.
Aunque los philosophes franceses también utilizaron la teoría, prefirieron concentrarse en el desarrollo de las artes y las ciencias como criterio y dejar en un segundo plano la forma de subsistencia. En el Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, de 1756, Voltaire distingue claramente lo bárbaro de lo ilustrado y, sin rechazar el papel de las sociedades no europeas en la historia, lee su desarrollo como parte del surgimiento de la Ilustración, que se desenvuelve del pasado antiguo al presente moderno, de la barbarie y la religión medievales a la filosofía y la perfección de las artes y las costumbres. Ninguna otra sociedad del planeta había caído en la oscuridad, a causa de “los bárbaros y las disputas de religión”, para resurgir ilustrada, y todas ellas habían sido superadas por la evolución europea (Voltaire 1963: I, 303 y II, 412).
Los estadios en Voltaire, es cierto, están expuestos de manera menos sistemática que en algunos de sus contemporáneos. Su explicación es que los pueblos del norte y de Alemania eran originalmente cazadores, mientras que los galos, sometidos por los romanos, eran agricultores y burgueses. El triunfo de aquellos bárbaros sobre estos pueblos romanizados se explicaba por su capacidad militar frente a la de quienes pasaban el año como campesinos y pastores. Los invasores no eran más que hordas de guerreros que no siempre aceptaban someterse a sus jefes (Voltaire 1963: I, 109-11). En cualquier caso, para Voltaire, la verdadera antítesis de las costumbres asociadas a las artes, el gusto y la cortesía no está encarnada plenamente en los bárbaros, si no en “la más infame superstición que haya jamás embrutecido a los hombres”, la religión (Voltaire 1963: I, 109-11: II, 86). Como el conocimiento es la característica definitoria de la civilización, el estado salvaje debe ser necesariamente uno de ignorancia, característica que también era típica de la escolástica (Voltaire 1963: III, 51).
El vínculo con las ideas de D’Alembert en el “Discurso preliminar” de la Encyclopédie, antes citado, parece evidente: el renacimiento de las letras y el estudio de la historia habían aparecido recién tras un período de oscuridad y barbarie. Fontenelle, entre tanto, aplicaría en 1776 una versión particular de la teoría de las etapas para dar cuenta del origen de la fábula, al que explicaba como propio de la época bárbara de la ignorancia, que todas las naciones experimentaban en algún momento (Fontenelle 1724[1776]: III). Con algunas variaciones, podría considerarse que tanto Rousseau como Kant presentan un esbozo semejante de la historia humana. Rousseau admiraba al buen salvaje, consideraba que la barbarie era un “estado de guerra”, un sistema social basado en “el dominio y la esclavitud o la violencia y la rapiña”. Kant, en cambio, pensaba que la condición primitiva es degenerada pero, como Rousseau, asociaba la barbarie con la violencia y la explotación, un “estado de libertad sin ley” que amenaza con desencadenar “un infierno de males”, incluso en sociedades civilizadas.12 En cualquier caso, la diferencia entre la sociedad salvaje o la bárbara y la sociedad civilizada no parece ser cualitativa, sino circunstancial: todos los seres humanos comparten una naturaleza común, África o América se pensaban habitualmente como algo semejante a lo que Europa había sido antes de convertirse en una sociedad civilizada.13 Turgot planteó la idea en términos semejantes en la Encyclopédie: “en el progreso general del espíritu humano, todas las naciones parten del mismo punto, se dirigen al mismo objetivo, siguen la misma ruta, pero llevan un ritmo muy desigual” (“Etymologie”, VI, 98). En su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, Condorcet considera la existencia de nueve etapas de desarrollo humano pasado y notablemente reserva una décima para sus “progresos futuros” (Condorcet 1794). El grueso de las reflexiones en torno a la barbarie no se concentran allí en la segunda y la tercera épocas, donde se describe el desarrollo de la humanidad desde el “estadio pastoral” hasta la “invención de la escritura alfabética”, sino sobre todo en la sexta época, donde se narran las invasiones bárbaras y se propone la idea de una decadencia de las artes y las ciencias posterior a la caída del imperio romano de Occidente. En general, las consideraciones de Condorcet respecto de la barbarie son fuertemente críticas, sobre todo en los textos de la sexta época, pero en los de la tercera hay algún lugar para la valoración de las “virtudes simples y fuertes”, de las “costumbres de tiempos heroicos”, que se vuelven “tan interesantes por una combinación de grandeza y ferocidad, de generosidad y barbarie”, aunque se trata, claro, de pueblos que no han sufrido aún “la desgracia de conquistar ni de ser conquistados” (Condorcet 1794: 56-57).
La teoría ilustrada de las cuatro etapas implica un intento de articular pasado y presente en la larga duración y de asignarle un sentido y una causalidad a esa articulación. Pero las interpretaciones sobre el pasado y el presente no emergen solo del mundo de las ideas y las teorías, sino a partir de observaciones y experiencias concretas. El descubrimiento de una humanidad exótica en América sacudió los fundamentos de la concepción del mundo dominada por la idea de Revelación (Dupront 1946). Respecto del origen de los americanos y el color de los negros, la iglesia buscó de inmediato conciliar el texto de la Escritura con esa realidad exótica: se los consideró hijos de Jafet, hijos de Cham, descendientes de Caín. Para el caso de América en particular, a la hora de explicarse de dónde venían esos pueblos otros que habitaban un continente desconocido y cuyas costumbres eran tenidas por bárbaras, las interpretaciones fueron muy diversas. Diego Durán concibió la idea de que los aztecas habían recibido en el pasado una influencia cristiana o que su origen estaba en una de las tribus perdidas de Israel (Durán 1576-1581: I, 9, y III, 1). José de Acosta, por su parte, pensaba en 1590 que el primer poblamiento del continente se había producido por tierra, gracias a la migración de pueblos de origen asiático (Acosta 1590: Libro I, capítulo XX). Pronto se desató una larga disputa, de la que participaron, entre otros, Hugo Grocio, Isaac de Lapeyrère y Giordano Bruno, respecto de la posibilidad de que los americanos tuvieran un origen preadamita.14
En el marco de esa discusión, Antoine de Jussieu afirmó en 1723 que “las poblaciones de Francia y Alemania, así como las de otros países, salvo por el descubrimiento del hierro, son bastante similares a todos los salvajes actuales” (Hamy 1906: I, 248). El padre Lafitau expuso un razonamiento parecido en su Moeurs des sauvages américains comparées aux moeurs des premiers temps, de 1724.15 El siglo XVIII estaba sistematizando una suerte de etnología comparada de pueblos antiguos y modernos, que se remontaba al menos hasta el momento en que Thomas Harriot comparó a los indios americanos de Virginia con los pictos (Harriot 1588). Por supuesto, aún en el siglo XVIII, las historias universales discutían la posibilidad de una humanidad preadamita en términos de “el gran diseño divino” (Patrides 1972). Así, por ejemplo, cuando Johannes von Müller preparó una serie de lecciones de historia universal en 1778, discutió varias hipótesis sobre la “condición primitiva de la humanidad”, que abarcaban desde la idea de una edad dorada hasta la de una humanidad bárbara; incluso consideró la opinión de Buffon, según la cual la antigüedad de la especie humana podía aproximarse a los ochenta mil años, pero finalmente aceptó como válidas las convenciones bíblicas (Müller 1811[1837]).
El descubrimiento de América, entonces, no solo alteró la concepción de los bárbaros, propios o ajenos, sino incluso el corazón mismo de la comprensión cristiana de la historia de la humanidad. La expansión de los horizontes espaciales de los europeos implicó al mismo tiempo una extensión quizás mayor de los horizontes temporales, de manera que la historia de la vida humana se integraba en la historia natural y se buscaba historizar la transición del estado de naturaleza al estado social (Kelley 2003: 17-36). En 1758, Antoine-Yves Goguet pensaba que la barbarie se encontraba en relación potencial a la distancia recorrida por los hombres, en sus migraciones planetarias, desde el origen de la humanidad: los relatos de viajes, según su criterio, describían la existencia de pueblos tan crueles como feroces que vivían en guerra perpetua y, por supuesto, incurrían en el canibalismo (Goguet 1758: I, 4). Bárbaros y salvajes no eran para él pueblos primitivos ni preadamitas, sino pueblos degenerados que, en sus migraciones, habían olvidado cómo cultivar, cómo comerciar e incluso cómo pensar. Se trataba de pueblos sin ley, sin rey, sin sacerdotes, sin propiedad y su existencia era la prueba de la superioridad de la moral natural basada en el instinto y en la razón.
No todas las ideas sobre pueblos distantes durante el siglo XVIII seguían la línea de Goguet, y el estereotipo del buen salvaje alcanzó entonces una aceptación acaso comparable. Tal vez pueda remontarse esta idea, en su sentido moderno, a los textos de Michel de Montaigne, aunque Michèle Duchet ha propuesto que fueron los misioneros jesuitas en Paraguay y los cuáqueros en Pensilvania quienes terminaron de definir esa noción (Duchet 1995: 10). En el Viejo Mundo, parece que el buen salvaje, en tanto hombre natural que, sin el beneficio de la cristiandad o de la cultura europea, sin conocer la propiedad, había alcanzado una existencia feliz, saludable y virtuosa, era una forma de crítica del absolutismo y la intolerancia religiosa de la Europa cristiana. A comienzos del siglo XVIII, Louis Armand Lom d’Arce, barón de Lahontan, un oficial imperial que vivió en Quebec y estudió a los hurones, los algonquinos y los iroqueses, se convirtió en uno de los más influyentes teóricos de la tradición francesa del buen salvaje (Lahontan 1703: suplemento de sus Voyages y Mémoires de l’Amérique septentrionale). Sus textos, como otros semejantes, presentan una combinación de interpretaciones antropológicas y fuerte crítica social, en este caso a partir de un diálogo con Adario, un indio que ha viajado a Europa y discute los méritos relativos de la sociedad francesa, civil, y la americana, salvaje. La crítica de la frivolidad y el lujo europeos son centrales para este conglomerado de ideas, y está bien documentado el conocimiento que Voltaire y Rousseau tenían del texto de Lahontan.16
Hasta cierto punto, la existencia real de los llamados pueblos salvajes no parece ser de gran relevancia para estos debates, que construyen más bien figuras míticas y estilizadas. Es bien sabido que el hombre virtuoso, noble y natural descripto por Rousseau es más una elucubración teórica que la descripción de una sociedad salvaje realmente existente. En el caso de Raynal y su obra colectiva, por ejemplo, el salvaje, tal como se creía que existía realmente, es objeto de admiración, aunque también de estilización. Así, por ejemplo, la Histoire afirma que los hotentotes, considerados por muchos de sus contemporáneos un claro ejemplo de depravación y salvajismo, son mejores hombres y tienen una existencia más feliz que los civilizados: los supuestos vicios de los hotentotes son en realidad virtudes cuando se los compara con las costumbres de los civilizados.17 Algo semejante ocurre con su descripción de los habitantes aborígenes de la Baja California, cuya infancia completamente libre, que se compara favorablemente con la severidad de la educación europea, es un componente del mito del buen salvaje. Tal vez reconociendo algún exceso, el autor negaba de inmediato preferir el estado salvaje por sobre el civilizado (Raynal 1780: II, 101-2). Es más, al discutir la colonia francesa de Guyana, no dudaba en considerar que los nativos eran brutales, miserables, supersticiosos y violentos (Raynal 1780: III, 358-359). Incluso en el contexto de las expediciones ilustradas españolas, las dos posiciones contrapuestas podían coexistir. Para Malaspina, los indios americanos eran dichosos, porque subsistían en un estado apacible y natural (Malaspina 1885: 445). Para un informante anónimo que en 1792 escribió un diario de viaje de las corbetas Sutil y Mexicana, en cambio, la vida de los salvajes era simplemente miserable (cit. en Cutter 1990: 131).
En cualquier caso, los apologetas del hombre salvaje no podían ignorar que aquel vivía una vida peligrosa y en ocasiones cruel, mientras que los partidarios de la civilización no podían negar que los civilizados mismos eran muchas veces antropófagos. Es así como aparecieron las descripciones de la miseria del hombre civil y la barbarie de los civilizados, junto con reflexiones respecto de la incertidumbre de la vida salvaje y la bondad del hombre natural. La confrontación de los europeos con lo que consideraban evidencias del estado salvaje dio lugar a una visión ambigua de una realidad contradictoria, que refería tanto a salvajes y bárbaros reales cuanto a mitos respecto de ellos, y que concernía crecientemente al hombre civilizado. Es posible que, en palabras de David Brion Davis, la celebración de los llamados primitivos haya “debilitado en parte el arrogante etnocentrismo europeo y contribuido a crear una ambivalencia momentánea sobre los costos humanos de la civilización moderna” (Davis 1996: 54). Sin embargo, siempre existió también un rechazo del mito del buen salvaje y, como veremos pronto, esa posición no era necesariamente celebratoria de la civilización ni acrítica respecto de las relaciones entabladas por los europeos con otros pueblos, sino que podía incluso rebatir cierto exotismo deshumanizante, aunque bien intencionado, que veía a aquellos otros como “puramente naturales”.
Tal vez sea necesario aclarar que el mito del buen salvaje dialogaba continuamente no solo con la visión contrapuesta de los hombres primitivos como crueles y de la vida salvaje como miserable, sino también con la teoría ilustrada del “doux commerce”. De acuerdo con ella, la expansión del comercio, tanto en el sentido de intercambio comercial cuanto en el de interacción social, podría volver a las sociedades más amables, pacíficas y “dulces” (Hirschman 1977: 56-63). Montesquieu, Voltaire, David Hume y tantísimos otros hombres de letras del siglo XVIII eran partidarios de esta idea. El autor de El espíritu de las leyes, por ejemplo, sostenía que “es casi una regla general que dondequiera que las costumbres de los hombres son nobles, hay comercio, y dondequiera que hay comercio las costumbres de los hombres son nobles”, pues aquel “modera y suaviza las costumbres bárbaras” (Montesquieu 1748: libro XX, capítulo I). En las partes de la Histoire de Raynal escritas por Diderot, por ejemplo, los aspectos benéficos del comercio se refieren a esa interacción entendida como comunicación e intercambio, no solo de bienes, sino también de ideas. También los usos antiguos y medievales del término latino commercium presentaban una ambivalencia semejante. Para Diderot, la ambición de las potencias europeas, que buscaban monopolizar los intercambios económicos y hacerse de un poder imperial, era el “verdadero motivo por el cual se alzan en armas y se masacran las unas a las otras: simplemente para decidir quiénes de ustedes conservarán el privilegio exclusivo de la tiranía y el monopolio de la prosperidad” (Raynal 1780: V, 4). Para los ilustrados españoles, la expectativa respecto de la generalización del comercio no estaba exenta de contradicciones. Victorián de Villava pensaba que la influencia del comercio era una forma de ilustración. José Rafael Rodríguez Gallardo, en cambio, creía que podía hacer “más astutos, sagaces y avisados” a los indios y, por ende, convertirlos en mejores adversarios.18

III

El conocimiento directo e indirecto de bárbaros y salvajes, americanos pero también y quizás sobre todo del Asia Central, sumado a las nuevas teorías sobre las etapas de la historia de la humanidad y sus orígenes, impactó de lleno en la concepción del pasado bárbaro europeo. Tomemos como ejemplo la obra de Edward Gibbon, a la que J.G.A. Pocock ha dedicado un estudio excepcional en los últimos años (Pocock 2004 y 2005). De hecho, para el autor, la historia de la decadencia y caída del Imperio Romano es, al mismo tiempo, la del triunfo de la barbarie y la religión. Gibbon pensaba que la Roma del siglo II era el período de la historia durante el cual la condición de la raza humana había sido más feliz y próspera (Womersley 1994: III, 1068). Esta idea no se adaptaba del todo bien a la concepción ilustrada del cambio histórico descripta antes, sino que tendía más bien a una matriz típica de las historias cíclicas, según la cual la historia humana no exhibía un progreso acumulativo sino una serie de ciclos intermitentes de felicidad, prosperidad y decadencia, de los cuales la historia de Roma era uno de los ejemplos más brillantes (Furet 1976: 209-216). Esto no significa que Gibbon pensara que la historia se repetía; por el contrario, los ciclos de civilización eran, desde su punto de vista, distintos, únicos y difícilmente comparables. Del análisis de ese ejemplo particular, el autor extraía una conclusión de gran importancia, que refería a la fragilidad de los procesos civilizatorios. No solo del pasado trataban estas reflexiones. De hecho, el historiador de la decadencia y colapso del Imperio Romano estaba convencido de que, si bien el campo de acción de los bárbaros europeos se había restringido considerablemente, esos pueblos oscuros podían todavía significar un peligro para la “gran república de Europa” (Womersley 1994: II, 449). Era el mundo bárbaro y salvaje, exterior a esa “república”, y no la desintegración desde el interior, lo que Gibbon percibía como una amenaza.
Pero ¿quiénes eran los bárbaros para Gibbon? En principio, se trataba de los invasores godos y germánicos que saquearon Roma y se instalaron en las provincias occidentales, pueblos hostiles cuyas migraciones los habían llevado hasta las fronteras del Imperio y, luego, a traspasarlas. Sin embargo, su obra se extiende hasta considerar también a los pueblos nómades de las estepas en las fronteras de Europa, de modo que incluye una historia de Eurasia, pues las relaciones de China con turcos y mongoles eran cruciales para comprender lo que ocurría en Europa antes y después de la caída del imperio. Según Pocock, Gibbon encontró bárbaros de tres tipos. En primer lugar, estaban los pueblos germánicos, godos y francos, anglos, daneses y suecos, que entraron en la historia europea y la colonizaron; eran bárbaros en el sentido de no estar civilizados. En segundo término, estaban los orientales, árabes, persas, turcos y musulmanes; se trata de bárbaros “civilizados y corruptos”, son los bárbaros originales en el sentido griego del término, aquellos que no hablan griego ni latín y no comparten la organización de la polis o la civis (Pocock 2005b). En tercer lugar, se contaban los bárbaros orientales, hunos, mongoles y turcos de Asia Central. Pese a todo ello, al describir el gobierno de la iglesia que reemplazó con la religión buena parte de la civilidad de Roma, Gibbon llegó a sostener que los godos y germanos causaron una menor destrucción de los edificios de Roma que los papas, y que aquellos habían perdido parte de su barbarismo gracias a sus contactos con el mundo romano y su vínculo con el ejército imperial.19
Los “salvajes” interesaban poco a Gibbon, aunque el uso de ese término como adjetivo es frecuente. Su historia trata de los bárbaros nómades de Europa y Asia Central, que entraron en contacto con ciudades e imperios y los afectaron profundamente, pero no omite el contraste entre los bárbaros como guerreros libres y viriles y los bárbaros como súbditos serviles y afeminados de un déspota oriental. De acuerdo con el análisis de Gibbon, los primeros, toscos y extranjeros para los romanos, adquirieron para los europeos un significado “doméstico”, de modo que los bárbaros eran los europeos mismos, en tanto que la libertad de los bárbaros se reconcilió con la ley romana, y los reinos feudales, con sus tenencias libres reguladas por ley, eran uno de los aspectos centrales de la historia europea posterior a la caída del Imperio. Así, las naciones más civilizadas de la Europa moderna habían nacido de los bosques de la Germania, cuyos habitantes podían ser considerados “indigenae” y vivían en un estado de simpleza e independencia.20 En cualquier caso, hay aquí una vinculación muy intensa entre “bárbaros” y “salvajes”. Los pueblos del norte de Europa, los de la Germania de Tácito, se habían expandido hacia el oeste como parte de un movimiento migratorio más amplio, en el que los hunos empujaron a godos y germanos a cruzar el Danubio. Posiblemente Gibbon considerara, en sentido estricto, a los pueblos que habitaban los bosques como salvajes y a los de las estepas como bárbaros, aunque la distinción no es siempre tan evidente ni tajante.21
Pero no solamente en Europa transcurre nuestra historia. David Weber ha escrito una excelente síntesis de los usos del término “bárbaro” en relación con los indígenas y españoles en el siglo XVIII (Weber 2007). Por un lado, en América Central y América del Sur, españoles y criollos aplicaron a los indios no incorporados a la sociedad colonial, de manera más o menos indistinta, los términos de ”bárbaros”, “salvajes”, “bravos”, “feroces”, “infieles”, “gentiles” o “indómitos”.22 Algunos autores optaron por una clasificación escalonada de diferentes grados de barbarie (Miguel Lastarria dividió a los indios en catorce grados de progreso hacia el “estado adulto de civilización”), en otros casos el uso es menos sistemático y esos términos resultan intercambiables.23 Como sea, un funcionario español que recorrió el recién creado Virreinato del Río de la Plata en 1780 consideró que los indios que pagaban tributo estaban “entre los más civilizados”, pese a lo cual eran incapaces de “escapar a la barbarie” pues mantenían “sus antiguas costumbres, trajes e idioma”.24 Algunos observadores pensaron entonces que la solución a ese estado, tanto para los indios cuanto para la sociedad blanca, no se encontraba en la evangelización, sino en las Luces. El 1° de abril de 1801 comenzó a publicarse en Buenos Aires el Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiográfico del Río de la Plata. El prospecto que circuló en los meses previos a la edición con el título “Análisis” justificaba la necesidad del periódico con una breve historia de la transmisión divina del saber a los pueblos de la antigüedad hasta la llegada de la imprenta a España. Gracias a la publicación “[...] se generalizaron las ideas de los hombres; se asociaron los Genios sutiles; se despertaron de su soporación; y abominando el bárbaro egoísmo, todos los individuos de la sociedad civil, se hicieron útiles, y honraron a la Patria”.25 Aunque los escritores hispanohablantes de entonces tendieron a considerar que los indios americanos se encontraban en un “estado de barbarie lamentable” (Urruela V. de Quezada 1992: 91-108), la situación de los “bárbaros” despertaba, de manera ocasional y minoritaria, cierta admiración. En cualquier caso, como hemos visto, para muchos autores ilustrados, de Malaspina a Francisco Javier Clavigero y de Montesquieu a Adam Ferguson, los indígenas vivían de una forma semejante a los europeos del pasado y, en consecuencia, podían convertirse en una fuente para las nuevas teorías sobre la sociedad.26 Los indígenas interesaban particularmente a Malaspina, quien antes de iniciar su expedición escribió: “El número, las costumbres y las relaciones recíprocas de los nativos se examinarán poco a poco en una indagación filosófica, con el objetivo de que el progreso de la especie humana no parezca ocupar un lugar secundario a nuestros ojos” (Pino Díaz 1982: 402). Desde su perspectiva, la población india de América se dividía en dos categorías: los que se habían sometido a los españoles y los que no. Pero incluso en el caso de estos últimos, sus “arengas, pensamientos y costumbres denotan sus principios civiles”, y podía considerárselos como evidencia de la humanidad en su etapa de desarrollo más temprana (Lucena Giraldo y Pimentel Igea 1991: 158). De acuerdo con Pedro Navarro Floria, Malaspina consideraba como indios salvajes a aquellos que se encontraban más lejos del hombre europeo: los indígenas de Tierra del Fuego, habitantes de un ambiente inhóspito, eran un buen ejemplo de ello. En cambio, las comunidades más cercanas a la frontera, como los patagones y los tehuelches de la Patagonia o los huilliches de Chiloé, podían adaptarse a las pautas culturales occidentales y constituían casos de barbarie (Navarro Floria 1994, passim). Malaspina concluía que estos eran “errantes y no obstante civilizados”, por lo que “todo corrobora que sus costumbres no les hacen acreedores a la más remota denominación de salvajes” (Lucena Giraldo y Pimentel Igea 1991: 151).
Al mismo tiempo, en varias ocasiones se denunciaron actos igualmente bárbaros perpetrados por los europeos en general. En la novena época de su Bosquejo, por ejemplo, Condorcet celebra el que los filósofos ilustrados hayan “denunciado en Europa la avidez que manchó las costas de América, África y Asia con crueldad y crímenes”, de modo que cumplían así con el deber de “los amigos de los negros a quienes sus opresores ignorantes se negaban a contar entre los hombres” (Condorcet 1794: 266). Además, en la décima etapa, la liberación y el desarrollo de las colonias de Asia, África y América a partir del comercio aparece como una condición fundamental para los progresos futuros del espíritu humano (Condorcet 1794: 332 y ss). Para Diderot, entretanto, “el imperio de los españoles sobre el Nuevo Mundo se estableció en un siglo de ignorancia y barbarie” y el continente todo sufrió “la maldición de estos bárbaros conquistadores”. La consecuencia de todo ello es una profunda decadencia y la generalización del desorden y el crimen (Raynal 1780: 315 y 328). Respecto de los hotentotes, sostuvo incluso que las “bestias salvajes” que habitan la selva que rodea a los hotentotes son “menos formidables que los monstruos bajo cuyo imperio están a punto de caer [los holandeses]. El tigre podría llegar a destrozarte en mil pedazos, pero no se llevará consigo tu vida”, anunciaba en su texto, y recomendaba a los hotentotes huir o “no dirigirse a los europeos con representaciones de justicia, que no escucharán, sino hablarles con flechas” (Raynal 1780: 8-18). Un miembro de la expedición de Malaspina afirmó que los patagones que habían encontrado en el sur del continente conocían algo del idioma y las costumbres de los españoles, pero se mostraban tímidos y remisos por cuanto

un capitán inglés de uno de los muchos buques que se emplean en la pesca de la ballena, después de haberlos atraído con promesas a la playa, tuvo la bárbara complacencia de darles una descarga de su artillería a metralla, matando a muchos, que nombran todavía, con sentimiento mezclado de la mayor indignación y asegurando que para ello no dieron menor motivo.27

La idea de la barbarie de los europeos, cuya genealogía podría trazarse hasta los escritos de Bartolomé de las Casas, adquirió gran fuerza durante la Ilustración. No olvidemos que el propio Voltaire citó largamente la traducción de la Brevísima… hecha por Jacques de Migrodde en su Ensayo sobre las costumbres (Duchet 1995: 194). Los propios españoles fueron, en algunos casos, extremadamente críticos de la actitud de sus compatriotas. Benito de Feijoo afirmaba: “Desdichados aquellos que, oprimiendo con sus violencias al Indio, hacen padecer a toda la nación. ¿Quién os parece que arde en más voraces llamas en el infierno, el indio idólatra, ciego, o el español cruel y sanguinario?” (Feijoo 1773: libro IV, discurso X, 289-292). Clavigero creía que los conquistadores eran comparables con godos y vándalos, pues destruyeron los más magníficos edificios de la antigüedad mexicana y establecieron en América un régimen bárbaro que el continente no había podido todavía abandonar (Clavigero 1780: I, 273-4).
Para Alexander von Humboldt, los españoles eran “descendientes o esclavos de los visigodos y, como ellos, se dividieron las tierras y los hombres que habían escapado a sus espadas. Muchas de estas pobres víctimas no sobrevivieron mucho tiempo, condenados a un estado de esclavitud peor que la muerte” (von Humboldt 1822: VIII, 32). En Francia, entre tanto, Sébastien Mercier imaginó, en su novela utópica L’an 2440, que todas las naciones pedirían perdón a la humanidad por su crueldad: los españoles lo harían por “haber cubierto el Nuevo Mundo de treinta y cinco millones de cadáveres… y haber acostumbrado a los animales, menos feroces que ellos, a beber sangre humana” (Mercier 1771: cap. 22, 144). Para Cornelius de Pauw, el exterminio sistemático de los indios en los años posteriores a la conquista hacía a los españoles merecedores del desprecio de todas las naciones civilizadas. Los perpetradores eran, además, idólatras, prejuiciosos, fanáticos religiosos, ignorantes de los principios del comercio, su ferocidad los había alejado de la civilización y los había convertido en bárbaros (Pauw 1774: I, 55-6; III, 161 y 172). Michèle Duchet encontró decenas de ejemplos adicionales en el mismo sentido, tomados de textos de Buffon, Voltaire, Diderot y Raynal (Duchet 1995: 218 y ss.). Para la mayoría de ellos, la barbarie de los ibéricos los había devuelto al tiempo en que el hombre era semisalvaje, como en las épocas de los normandos, los hunos y los godos. “La historia del hombre civilizado –diría Diderot en un pasaje célebre– no es más que la historia de su miseria, pues todas sus páginas están teñidas de sangre” (Raynal 1780: VIII, 275).Todos estos ejemplos entablan un diálogo evidente con el artículo “Cruauté” de la Encyclopédie, citado más arriba.
También encontramos en otros autores ilustrados la misma laxitud en las distinciones entre “salvaje” y “bárbaro” que apreciamos en la Encyclopédie. En el capítulo nueve del primer volumen de Decadencia y caída del Imperio Romano, Gibbon parece seguir de cerca las ideas de Tácito en De Moribus Germanorum. Al hacerlo, describe a los pueblos germánicos que habitaban más allá del Rin y el Elba, evidentemente bárbaros: eran “una nación guerrera, sin ciudades, letras, artes o moneda, que encontraba compensación para este estado salvaje en el disfrute de la libertad”. Si eran “salvajes” por cuanto se sostenían a partir de la caza y el pastoreo, Gibbon también los creía “bárbaros” pues “por una maravillosa diversidad de la naturaleza […] los mismos bárbaros son, alternativamente, los más indolentes y los más activos entre los humanos”. Era la actividad militar la que mejor sentaba a sus temperamentos, pero “en los tediosos intervalos de paz, estos bárbaros eran adictos al juego y la bebida sin moderación alguna, el primero inflamaba sus pasiones, la segunda extinguía su razón” (Womersley 1994: I, 234-8).
Igualmente, los americanos, usualmente concebidos como salvajes por el pensamiento ilustrado, eran muchas veces descriptos como bárbaros. No se trata aquí de una evolución en el estado de los indios que los habría llevado del salvajismo a la barbarie. Por el contrario, buscamos aquí una anomalía en esa estructura, en la que bárbaro y salvaje funcionen como conceptos confusos o intercambiables. Según Donald R. Kelley, desde el inicio del Renacimiento el estudio de los indios americanos hasta entonces desconocidos, como los habitantes de América del Norte, llevó a concebirlos como el equivalente de los bárbaros descriptos por Tácito. Esta idea fue recuperada por Justo Lipsio primero y por Giambattista Vico más tarde (Kelley 1993: 152-167; 2001; 2003: 17-36). Entre los franceses, un ejemplo notable es el de Charlevoix, quien se refirió repetidamente a los indios del Paraguay como “bárbaros”.28 Cuando Raynal lo citaba, copiosamente aunque sin referencias, en la Histoire, la transición súbita de “salvaje” a “bárbaro” se repetía (Raynal 1780: III, 330). Lo interesante es que, al narrar la procesión de los flagelantes de 1539, Charlevoix y Raynal pasan a referirse a la ceremonia europea como “bárbara” y a los indios americanos como “salvajes”.29
Pero si los indios podían ser tanto salvajes cuanto bárbaros, no era solo su inocencia, su vigor y su vida feliz lo que podía celebrarse de ellos. La antigua tradición de reconocer al bárbaro por su singular, y sorprendente, inteligencia no estaba presente solo en la Encyclopédie. Juan Gil descubrió que el paso del tiempo y el trato con el indio desterraron los viejos prejuicios hacia la cultura nativa, sobre todo en la sociedad criolla (Gil Fernández 2012: 15). Permítaseme citar uno de sus ejemplos. Rafael Landívar, un famoso poeta criollo que escribió en latín, elogió la laboriosidad y el ingenio de los indios. En el libro primero de Rusticatio, Landívar celebra las artes desplegadas por los mexicanos en el aprovechamiento de la laguna:

Pero todo lo venció la previsora sagacidad del pueblo. Los ciudadanos, confiados en su ingenio y en el temple de su ánimo, se ciñen para la empresa y, abandonando casas y canales, penetran a porfía en la negrura de las selvas y en lugares alejados para buscar arbustos frondosos en hiniesta capaz de entrelazarse. A cada uno se le reparte su tarea, cada uno tiene su obligación: unos arrancan con facilidad ramos de mimbre flexible, otros cargan las barcas, otros las conducen, remando, una vez cargadas. Hierve el trabajo y agrada soportar el duro esfuerzo.30

Landívar celebra entonces el ingenio y la sagacidad que caracterizan tanto a los mexicas del pasado cuanto a los nahuas del presente. Durante la expedición de Malaspina, Juan Gutierrez de la Concha describió el encuentro de José de la Peña con un grupo de patagones, en el que Necocha, la esposa de un cacique que los españoles usaban como intérprete, descuella por “su talento y su viveza”.31 En muchas otras ocasiones, sin embargo, la celebración de la inteligencia y la sagacidad de algunos indios se hacía a expensas de una denigración del salvajismo, la brutalidad y la ignorancia de todos los demás. Tal es el caso en el análisis de la misión civilizadora de Manco Capac por parte de Jorge Juan y Antonio Ulloa, en el que, por otra parte, una vez más salvajismo y barbarie son términos intercambiables (Juan y Ulloa 1748: tomo II, 218).

IV

No puede completarse una discusión sobre la noción de barbarie en el discurso ilustrado si no se menciona el antiimperialismo de Raynal, y particularmente de Diderot, en la Histoire des deux Indes. La primera edición, publicada en Amsterdam en 1770, fue inmediatamente prohibida por el Parlamento de París, pero reeditada 37 veces en los siguientes 17 años.32 Se trata de un intento de largo aliento que se esforzó por comprender las relaciones entre los imperios ultramarinos europeos y los bárbaros y salvajes que encontraron en su expansión, de modo que necesariamente el análisis se mueve en el marco de una concepción de la historia del mundo desde la experiencia europea, en la larga duración. La primera parte de la historia está dedicada a las “Indias Orientales”, esto es, a la irrupción europea en el Océano Índico, Indonesia y los mares de China, su impacto en las sociedades asiáticas y las consecuencias del comercio en los estados europeos. La segunda parte, y la más extensa, está consagrada al Nuevo Mundo: América del Sur, el Caribe y América del Norte, una historia de salvajes, conquistadores y esclavos (Raynal 1780: II, 3). En ese marco, la historia de los imperios comerciales modernos es la de la expropiación y el monopolio, que amenaza a la sociedad europea con una corrupción irrecuperable. Muchas de las ideas fundamentales de la Histoire tienen evidentes similitudes con lo discutido en el apartado anterior, incluida la visión general que hace de Europa el centro del relato. A eso se suma, en primer lugar, la convicción de que definimos como bárbaro aquello que nos es ajeno. Luego, la atribución de barbarie al comportamiento de los “ingleses, holandeses, franceses, españoles y portugueses más allá del Ecuador. (…) Así es como todos los europeos se han aparecido en los países del Nuevo Mundo. Han asumido un frenesí común” (IX, 1).
Sin embargo, hay en la Histoire algunas notas distintivas. Es cierto que los europeos son los actores fundamentales de la historia allí narrada, que los expone cegados en su ambición e imponiendo su historia en un mundo ajeno a ella, sea el estado salvaje americano o la civilización alternativa de la China. Pero el hecho de que se trate de una historia de todas las sociedades del planeta conectadas por los imperios oceánicos, y no solamente del Nuevo Mundo, singulariza la obra de Raynal y sus colaboradores, por cuanto impone una reevaluación de la historia de Europa, antigua y moderna, a la luz de su expansión. Los europeos, por supuesto, se muestran como bárbaros conquistadores que sumergen a las civilizaciones en la oscuridad, no solamente por lo que hicieron a los pueblos que han encontrado a su paso, sino también por lo que se han hecho a sí mismos (Raynal 1780: I, 6).
La Histoire coincide con la narrativa ilustrada en que el “comercio”, en el sentido amplio propuesto antes, es probablemente la única fuerza capaz de producir felicidad (Raynal 1780: I, 3). Pero su relato impone a los autores la pregunta de si no es igualmente responsable de la creación de infelicidad, esto es, hasta qué punto la indudable transformación de la historia mundial, que tendió a unificarla en una sola tras la expansión europea y el contacto entre salvajes y civilizados, ha sido beneficiosa o perjudicial para la humanidad (Raynal 1780: I, viii). Es aquí donde, según Sankar Muthu, aparece la verdadera particularidad de la Histoire. Raynal y los suyos conocían bien la impugnación rousseauniana de las costumbres, instituciones y desigualdades europeas y, en consecuencia, se abstenían de proponerlas como modelos universales. Pero iban más allá, en tanto se negaban a clasificar a los pueblos salvajes como hombres naturales, carentes de todo artificio. Para Muthu, quien considera el antiimperialismo ilustrado una anomalía, Diderot pensaba que las artes son constitutivas de las creencias e instituciones humanas, son distintas en sociedades diversas y, en muchos sentidos, inconmensurables.33 No se trata de que no puedan juzgarse aspectos de los distintos pueblos del globo como mejores o peores, y ya hemos visto que Raynal y Diderot rechazan el ser partidarios del estado salvaje como superior del civilizado, sino de que las sociedades humanas son tan complejas que difícilmente pueda establecerse una jerarquía de conjunto. “Las artes”, en el vocabulario de los ilustrados, se convierten en “la cultura” en el de Muthu, para quien algunos de aquellos hombres pensaban que el ser humano es una criatura cultural, que por el hecho de ser humana ejerce capacidades racionales, emotivas, estéticas e imaginativas innatas, que a su turno sostienen prácticas e instituciones.
En consecuencia, los pueblos de todo el orbe, incluso los nómades y salvajes, pertenecían a sociedades tan artificiales como las europeas, aunque artificiales de un modo distinto, por lo que no podían ser consideradas superiores o inferiores, y hacerlo evidencia más los “prejuicios” de los conquistadores que las realidades de los conquistados.34 Es más, para Diderot, si el fin último de la moral es la protección de la especie humana, las leyes no deberían ser sino la transcripción de la distinción entre lo justo y lo injusto que los hombres siguen espontáneamente. Michèle Duchet ha demostrado que, en el artículo “Derecho natural” de la Encyclopédie, Diderot consideraba que los principios del derecho escrito vigente entre los pueblos civilizados tenían el mismo valor jurídico que las acciones sociales de los pueblos salvajes y bárbaros (Duchet 1977: 84). El antiimperialismo de la obra colectiva de Raynal no solamente denunciaba las injusticias y crueldades perpetradas por los europeos, directamente cuestionaba su derecho a convertirse en imperio, a colonizar y civilizar al resto del mundo. En este sentido, la exhortación que Diderot lanzaba a Bougainville en el Supplément no sería una crítica del imperialismo mediante la celebración del buen salvaje, sino una reivindicación de la humanidad de todos los pueblos del globo a partir de sus capacidades innatas para el desarrollo de las artes:

Deja las costas de estos tahitianos inocentes y afortunados. Son felices y tú solo puedes destruir su felicidad. […] Este hombre al que consideras un bruto o una planta es un hijo de la naturaleza como tú. ¿Qué derecho tienes sobre él? Déjalo tener sus costumbres, son más decentes y sabias que las tuyas (Diderot 1875: 206).

Más aun, como para Raynal y Diderot el “carácter nacional” es consecuencia de factores constantes (naturales, geográficos) y variables (la historia de los pueblos), se trata simplemente de una máscara, distinta en cada pueblo, que recubre una “voluntad general de humanidad” común a todos. A medida que los portadores de esas máscaras se alejan del lugar del que provienen, la máscara se afloja, hasta el punto de que, en las fronteras del imperio, se cae (Muthu 2003: cap. 3). La conclusión es conocida: el hombre natural no es el salvaje, sino el imperialista, “una nueva generación de salvajes nómades, que visitan tantos países que terminan por no pertenecer a ninguno. Estos anfibios viven en la superficie de las aguas” (Raynal 1780: X, 297). Sus implicancias y sus sentidos son novedosos.
La denuncia posmoderna del proyecto ilustrado tendió a verlo como un ejercicio de control y represión del otro. La Ilustración es, desde este punto de vista, un impulso racionalista y ordenador que clasifica al otro, devenido la contracara oscura de lo civilizado. Sin embargo, han aparecido, en tiempos recientes, algunas impugnaciones sensatas de estas ideas. Las anomalías antes señaladas van en este sentido. Pero además, por ejemplo, los historiadores de la exploración del Pacífico han hallado que los pueblos que allí se encontraron con los europeos tenían una cierta capacidad de acción que les permitía incluso hacer presentes sus voces e imágenes en las representaciones de esos procesos de descubrimiento, de modo que los encuentros entre exploradores y pueblos no europeos han comenzado a ser considerados como un proceso de negociación.35 Hallamos un buen ejemplo de ello, y de las contradicciones flagrantes en las que incurre un europeo ilustrado al entrar en contacto directo con pueblos lejanos, en el diario de Joseph Banks sobre su experiencia en la primera expedición de James Cook, a bordo del Endeavour, en 1768‑1771. El manuscrito incluye un ensayo titulado “On the Manner and Customs of the South Sea Islands”, en el que aquellos hombres y mujeres son, por momentos, “salvajes” casi animales y, en otras ocasiones, “amigos” de una sabiduría y sagacidad insospechada (Banks 1962: 120-150).Tal vez debamos concluir que existe en el pensamiento ilustrado sobre el otro del presente y del pasado, incluso aquel formulado en términos de “barbarie” y “salvajismo”, una riqueza y una complejidad mayores. Esto podría implicar, finalmente, que el conjunto no se limitaba solamente a las oposiciones binarias entre bárbaro/salvaje - civilizado, razón - irracionalidad, etcétera (Umbach 2002: 319-340).

NOTAS

1. Todas las referencias fueron tomadas de la primera edición. Las traducciones son siempre mías. Diderot y d’Alembert 1751.
2. Henry Fuseli inmortalizó ese momento en una pintura (Caratacus at the Tribunal of Claudius at Rome) de la que solo se conservan fragmentos y un grabado de Andrew Birrell 1792 que la reproduce completa.
3. Por supuesto, sabemos desde los estudios de Norbert Elias, Émile Benveniste y Raymond Williams que el término “civilización” no aparece en los idiomas europeos en su sentido moderno hasta entrado el siglo XVIII. Sin embargo, y aun reconociendo las imprecisiones que esto implica, a lo largo de este artículo se utilizarán las palabras españolas modernas “civilización”, “civilizado” e “incivilizado” para traducir los términos civil, uncivil, policer, etcétera. Aclararé ese uso cuando corresponda, pero utilizaré libremente el sustantivo “civilización” como opuesto a “barbarie” cuando las elaboraciones sean mías. Elias 1987, Benveniste 1966: 336-345; Williams 2000.
4. Heródoto, Historias, IV, 76; Diógenes Laercio, Vidas, I, 101-105. Recordemos que el abate Raynal rescribió una historia ficcionalizada de las aventuras de Anacarsis en Grecia: véase Barthélemy 1788.
5. Carlo Ginzburg ha destacado que el caso anómalo es interesante no solo por sí mismo, sino porque también implica la norma, algo que no se verifica a la inversa. Véase Ginzburg 2011: 13.
6. Para Montaigne, “No me parece adecuado que destaquemos el horror bárbaro de tal acción suya, pues antes de juzgar sus faltas debiéramos observar las nuestras. Pienso que hay más barbarie en devorar a un hombre vivo que en comerlo muerto, en destrozar por tormentos y pesares un cuerpo que aun está lleno de sensaciones, en asarlo en pequeñas piezas, en hacerlo comer y herir por perros y cerdos (como nosotros no lo hemos solamente leído, sino visto en escenas aún frescas en nuestra memoria, no entre viejos enemigos, sino entre vecinos y conciudadanos y, lo que es peor, con el pretexto de la piedad y la religión), que en asarlo y comerlo una vez que ha muerto”.“Esos pueblos [los americanos] son salvajes, tal como nosotros denominamos salvajes a los frutos que la naturaleza produce por sí misma”. Sin embargo, también considera que “esas naciones me parecen bárbaras en este sentido (…) pues están todavía muy cerca de su naturaleza original”. Montaigne 1931: I, XXXI, 93-98.
7. La distinción puede remontarse sin dudas a Montesquieu 1748: XVIII, 2. Véase Furet 1976: 209-216.
8. Se trata del tomo XXXVII de la Encycopédie y del libro XVII, c. 4, VIII, 21-27, de la obra de Raynal. Véase Duchet 1995: 406-410, de donde tomé el dato.
9. Para comprender las actitudes griegas y romanas hacia los bárbaros, pueden consultarse Hartog 1980; Goffart 1981; Christ 1959; van Acker 1965, y Diller 1962. Véase también Grafton, Most y Settis 2010: 117-120. Sobre las ideas europeas medievales respecto de la barbarie, Jones 1971: 376-407; Southern 1953: I y Hay 1966: 27. Reinhart Koselleck reflexionó respecto de los pares antagónicos heleno-bárbaro, cristiano-pagano y hombre-no hombre / superhombre-infrahombre en “Sobre la semántica histórico política de los conceptos contrarios asimétricos”, en Koselleck 1993: 205-250. Me ocupé del problema en el contexto de los siglos XVI y XVII en Kwiatkowski 2014.
10. Así lo sugiere J.G.A. Pocock 2004: introducción. Pocock indica, por ejemplo, la existencia de muchas variedades de Ilustración protestante, distintas de la característica de los philosophes parisinos. Gibbon, por ejemplo, se enfrentó con la “société de gens de lettres” de la Encyclopédie en defensa de la antigua république des lettres, pues juzgaba que la crítica de la historia filosófica de D’Alembert a las técnicas de la erudición era tan infundada como peligrosa. De esa forma, Gibbon, a quien sería difícil no definir como un ilustrado, resolvió el problema fundamental de la historiografía del siglo XVIII, mediante la articulación de erudición (o anticuariado), de orígenes renacentistas, y la historia filosófica de la Ilustración. Véase también Momigliano 1955.
11. El propio Kant pensaba que “una de las formas de extender el alcance de la antropología es viajar, o al menos leer relatos de viaje”. Kant 1974: 120.
12. Las citas provienen del Discurso sobre los orígenes de la desigualdad de Rousseau y de Ideas para una historia universal en clave cosmopolita de Kant y fueron tomadas de Neilson 1999: 83-96.
13. Leclerc 1972: 223-234; Meek 1976.
14. Para una interesante síntesis, véase Schnapp 1997.
15. Voltaire 1765: 54-55, cap. VII, “De l’Amérique”. Agradezco la referencia al Prof. Dr. Ricardo Ibarlucía.
16. Pagden 1993: cap. 3. Las referencias obvias son aquí Voltaire 1736, donde la princesa inca se declara completamente inútil para el ejercicio de la mentira, monopolio de los europeos, y Rousseau 1754. De todos modos, es preciso reconocer que Voltaire podía expresar también un antiprimitivismo radical y una admiración militante por el lujo, crítica de la ignorancia salvaje de las posesiones materiales: “Quand la nature était dans son enfance, / Nos bons aïeux vivaient dans l’ignorance, / Ne connaissant ni le tien ni le mien. / Qu’auraient-ils pu connaître? Ils n’avaient rien./ Ils étaient nus: et c’est chose tres claire / Que qui n’a rien n’a nul partage à faire”. Voltaire 1961: 203.
17. Raynal 1780: I, 202-205. Véase Womack 1972: 98-107.
18. Victorián de Villava (1793), “Apuntes para una reforma de España, sin trastorno del gobierno monárquico ni la religión”, en Vida y escritos de Victorián de Villava, ed. Ricardo Levene (Buenos Aires: Instituto de Investigaciones Históricas, 1946: xxxvi-xxxvii). José Rafael Rodríguez Gallardo (1750), Informe sobre Sinaloa y Sonora en 1750 (México: Archivo Histórico de Hacienda, 1975: 41). He tomado las citas de Weber 2007: 228.
19. Sheffield 1814: V: 352-3. Cit. en Pocock 2004: 275.
20. Womersley 1994: I, 233. Cit. en Pocock 2005: 13, 37.
21. Womersley 1994: I, 234.
22. Tomás López de Vargas Machuca (1758), Atlas geográphico de la América septentrional y meridional dedicado a don Fernando VI (Madrid), cit. en Weber 2007: cap. 1.
23. Navarro Floria 1994: 113-140. Para Lastarria, los españoles ocupaban, por supuesto, la posición más alta de la escala, la número quince. Lastarria 1804[1914]: 119-125.
24. Francisco de Paula Sanz Viaje por el virreinato del Río de la Plata: El camino del tabaco, ed. de Daisy Rípodas Ardanaz, Centro de Estudios Interdisciplinarios de Hispanoamérica Colonial (Buenos Aires: Platero, 1977: 81), cit. en Weber 2007: 38.
25. Debo este dato a la tesis de maestría inédita de Matías Maggio Ramírez, presentada en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la ciudad de Buenos Aires en 2013.
26. Grafton 1992: 252. También Weber 2007: 60.
27. Alfredo de Tova y Arredondo, Diario del viaje de Malaspina, Biblioteca Municipal de Santander, ms. 1040, f. 42, cit. en González Montero de Espinosa 1992.
28. Por ejemplo, “Il continua de la traiter avec beaucoup de douceur; il eut même pour elle des égards et une sorte de respect, dont on n’ auroit pu croire un barbare capable” Charlevoix 1757: I, 46-50.
29. Charlevoix 1757: 179-80; Raynal 1780: II, 114. He tomado estas citas de Feugère 1915: 408-452, una fundamental contribución sobre las fuentes y autores de la Histoire, que no se interesa por el análisis de los términos aquí propuesto.
30. Landívar 1782: 6 y ss. Cit. en Gil 2012: 28.
31. Juan Gutiérrez de la Concha, Diario de Juan Gutiérrez de la Concha desde Buenos Aires al Golfo de San Jorge, desde noviembre de 1794 a febrero de 1795, Museo Naval de Madrid, ms. 100, f. 36, cit. En González Montero de Espinosa 1992.
32. Feugère 1913: 343-378, y Duchet 1978. Véase también Santucci 1982: 453-459.
33. Véase Muthu 2003, en particular la p. 8. El autor también incluye al pensamiento de Kant y Herder en esta “anomalía histórica” antiimperialista.
34. En su análisis del reino de Tlaxcala, que según Diderot había conformado una república antes de ser destruido por los españoles, el autor concluye: “Este era el pueblo que los españoles se negaban a considerar parte de su misma especie. (…) Creían que este pueblo no tenía una forma de gobierno porque no lo asignaban a una sola persona, que no tenían civilización* (policé) porque la suya difería de la de Madrid, que carecían de virtudes porque no compartían su persuasión religiosa, que no tenían entendimiento porque no tenían sus mismas opiniones. (…) Este orgullo nacional llevado al exceso podría haberlos llevado a considerar que Atenas merecía el mismo desprecio que Tlaxcala. Habrían tratado a los chinos como brutos y habrían dejado en todas partes rastros de atrocidades, opresión y devastación” Raynal 1780: VI, 9.
35. Véase, por ejemplo, Smith (1992). También Stafford (1984).

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Recibido: 02-2014;
aceptado: 04-2015

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