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Revista latinoamericana de filosofía

versión On-line ISSN 1852-7353

Rev. latinoam. filos. vol.41 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires nov. 2015

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

Verdad, democracia y tolerancia

Truth, Democracy and Tolerance

 

Guillermo Lariguet
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Universidad Nacional de Córdoba


RESUMEN: A partir de la famosa afirmación de Hobbes “auctoritas non veritas facit legem”, en este artículo discuto el problema que existe en torno a la relación entre el concepto de verdad y el de democracia. Explico en qué consiste ese problema y bajo qué tipo de tensión conceptual se manifiesta. Luego de definir una noción de verdad, contrasto la misma con los desafíos del pluralismo y el desacuerdo en temas sustanciales. Recuerdo la idea de razonabilidad en el Liberalismo Político de Rawls, para, posteriormente, reformular la cuestión de la verdad en términos de una discusión objetiva, entendiendo la misma a partir de la exigencia de una discusión racional o basada en buenas razones o argumentos. Asimismo, defiendo que la tolerancia es un concepto que presupone un valor de tipo objetivo con el que se intenta reconciliar el hecho del desacuerdo y el pluralismo valorativo con una convivencia democrática.

PALABRAS CLAVE: Democracia; Verdad; Tolerancia; Pluralismo; Liberalismo.

ABSTRACT: From Hobbes’s famous statement “auctoritas non veritas facit legem”, in this article I discuss the problem that exists around the relationship between the concept of truth and democracy. I try to explain the nature of problem and try to establish, in addition, the following question: under what kind of conceptual tension this problem is manifested. After defining a notion of truth, I contrast it with the challenges of pluralism and disagreement on substantive issues. I remember the idea of reasonableness in Rawl’s Political Liberalism. Then I intent to reformulate the question of truth in terms of an objective discussion, understanding it from the requirement of a rational or based on good reasons or argumentative discussion. Also I argue that tolerance is a concept that presupposes a value of objective type with which attempts to reconcile the fact of disagreement and evaluative pluralism with democratic coexistence.

KEYWORDS: Democracy; Truth; Tolerance; Pluralism; Liberalism.


 

1. Introducción

Cuando, a partir de Hobbes, se admite que “auctoritas non veritas facit legem” (para un análisis de esta famosa afirmación, véase, por ejemplo, Viola 1982: 63-88), se introdujo una cuña entre dos grandes rocallosas: la de las concepciones morales, religiosas y filosóficas que se consideraban, por diferentes razones, verdaderas, y las de la política, el mundo en el que debatimos, deliberamos, desacordamos, peleamos y, si tenemos suerte, arribamos a algunas conclusiones relativamente estables sobre cómo debemos vivir en una sociedad. Esto es así porque, para el filósofo inglés, el lema latino presupone que la autoridad constituye la legalidad. La autoridad es una suerte de Midas performativo. No hay que buscar un “detrás” de esta legalidad, algo sustantivamente perenne en el mundo que la haga verdadera.
En el marco de una reflexión de largo aliento, el liberalismo político añadió importantes capítulos a la novela en cadena iniciada por los hobbesianos. El concepto de verdad debe ser sustituido por el de “razonabilidad” (véase el clásico libro de Rawls 1993; y Heysse 2012: 13-14). Las doctrinas comprehensivas deben privatizarse; debemos pasar por un “peine fino” toda concepción sustantiva (de origen religioso, filosófico, etc.) que quiera plantar bandera en el foro público. Así, si discutimos sobre la personalidad del feto, no sería un buen punto de inicio de un debate hablar del “alma” infundida por un soplo de Dios o afirmar la verdad del creacionismo en contra de la “falsedad” de la teoría darwiniana de la evolución.
La separación entre verdad y razonabilidad no ha sido fácilmente digerida por ciertos sectores de las sociedades que profesan creencias religiosas. Por ejemplo, ciertos católicos podrían pensar que no es tan fácil aplicar el dictum crístico de “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Un católico que, en su carácter de senador, tuviera que votar en un parlamento leyes permisivas del matrimonio igualitario o la fertilización asistida (para solo poner ahora dos ejemplos) podría sentirse en un dilema: si se atiene a las verdades de su fe, debería votar en contra, pero si es un ciudadano liberal, al menos debería usar argumentos no basados en la fe para fundamentar por qué está en contra. Sería en este último caso un liberal algo raro, pues la mayoría de los especímenes de liberales que conozco votarían a favor en ambos casos. Me temo que estoy yendo demasiado deprisa para abordar el tema que quiero recorrer en este trabajo. Pensando en el foro público de la política, mi principal objetivo para este trabajo consiste en mostrar la estructura de la tensión subyacente a dos conceptos: el de verdad por un lado, y el de razonabilidad por el otro. Pido se me disculpe un cierto escolasticismo en la forma de exponer mis ideas, pero primero voy exponer el problema tal como lo veo, y segundo, aprontaré una vía para solucionar o, si se quiere, alivianar la tensión de la que estoy hablando. Para que estas dos tareas sean factibles, en la sección 2 plantearé en qué consiste la tensión entre verdad y razonabilidad tal como yo la veo. Luego, en la sección 3 propondré una forma de alivianar la antes dicha tensión mediante un tipo de concepto de objetividad que juzgo idóneo para el terreno político. A modo de conclusión el trabajo finaliza en la sección 4 con el concepto de tolerancia. Como diré allí, es una llave de auxilio para evitar que los pluralismos existentes en las democracias nos sofoquen.

2. La tensión entre verdad y razonabilidad

El concepto de verdad, como todos sabemos, ha sido objeto de mucha disputa filosófica. Aquí saltaré por encima de esa disputa y aceptaré como condiciones definitorias mínimas de un concepto básico de verdad las siguientes: i) se trata de una propiedad singular de afirmaciones o creencias (singular porque no hay verdades sino una verdad); ii) es estable (algo no es verdadero hoy y falso mañana); iii) es un criterio normativo que gobierna la evaluación de racionalidad de las creencias o afirmaciones (Crispin Wright en la reconstrucción de Heysse 2012: 13-14).
Antes de avanzar por los vericuetos de la tensión entre el concepto de verdad –así delineado– y el de razonabilidad, voy a explicar un poco más las tres condiciones que acabo de mencionar.
i) Cuando se dice que la verdad es una propiedad singular, se está diciendo que la captación del núcleo de este concepto, a despecho de versiones posmodernistas y relativistas, es un concepto unívoco, uniforme. Si algo es verdadero, ello significa que no hay verdades sino una única verdad sobre algo.
ii) Cuando se dice que es una propiedad estable se está queriendo decir que si algo es verdadero permanece así en forma incólume, eternamente, aquí y en la China. Esto no es incompatible con que haya perspectivas diferentes que capten la complejidad de algo; pero estas perspectivas, si son captaciones parciales de la verdad de ese algo, tienen que ser lógica o conceptualmente compatibles. Esto es distinto de decir que hay verdades o, como popularmente se dice, “esta es mi verdad, y esta otra es la tuya”, o cosas por el estilo. Decir que algo es verdadero es decir que siempre lo es: no podemos decir que hoy es verdad que la esclavitud es inmoral pero que ayer era falso. Por supuesto que hay un sentido en que estas formas de hablar nos suenan inteligibles. También solemos decir que la teoría física de Aristóteles se consideró como verdadera hasta bien entrado el Renacimiento pero que merced a la teoría newtoniana se consideró falsa después. Las consideraciones científicas y morales pueden mutar y de hecho mutan. Merced a la aplicación de búsquedas más profundas y de la aplicación de criterios de refutación, por suerte no toda teoría falsa pervive. Pero estos criterios no inventan la verdad sino que la retienen o desechan de nuestro campo, con lo cual, lo que siempre fue falso y que por apariencias considerábamos –erróneamente– verdadero, siempre fue falso. De modo que hablar de estabilidad no está reñido con una actitud falibilista en materia de experiencias morales o científicas. Podemos desde el prisma de esta actitud refutar teorías o creencias. Pero no estaríamos “inventando” la verdad o la falsedad, motivo por el cual estamos aceptando el viejo dicho de que “con hipótesis non fingo”.
iii) Cuando, finalmente, se sostiene que la verdad es una norma que gobierna la evaluación de la racionalidad de las creencias, simplemente se quiere indicar que una condición de racionalidad de las afirmaciones es su verdad. Es una condición, no la única. Porque puede haber otros criterios de racionalidad. Una opinión científica puede estar sustentada en una red de justificaciones procedimentales serias y contar con la honestidad del que la sustenta, lo cual no quita que pueda ser falsa, aun si es racional, en otro sentido de la palabra, por estar apegada a un procedimiento serio y ser producida por un científico honesto.
Al concepto de verdad que acabo de conceptualizar, en teoría política, especialmente de la mano de autores liberales à la Rawls, se le ha opuesto el de razonabilidad. Más aún: la idea es que hay que sustituir verdad por razonabilidad. Aquí voy a entender por “razonabilidad”, más allá o más acá de Rawls, la propiedad de una afirmación, creencia o conducta de una persona (sea una acción, sea una omisión) de poder ser sometida a debate en un foro público interesado en poder aplicar esta afirmación bajo algún esquema normativo de regulación (Rodríguez Zepeda 2008: 167, basándose en Leif Wenar, recuerda los 32 usos del término ‘razonabilidad’ en Liberalismo Político de Rawls). Asumiré que, para que una creencia, afirmación o conducta pueda ser razonable, es preciso que el portador tenga la disposición a: i) buscar términos cooperativos en la discusión y debate; ii) establecer términos conceptuales del debate que cualquier persona pueda aceptar con prescindencia de sus propias y densas concepciones del bien; iii) propender a bases comunes u obtener determinados consensos sobre materias sustantivas.
La intuición preponderante a la dicotomía liberal entre verdad y razonabilidad está cimentada en el “factum de un pluralismo razonable”. Por este hecho entiendo básicamente la existencia de diversas concepciones de vida buena que pueden estar en conflicto e inclusive podrían considerarse, desde cierta atalaya, como potencialmente conflictivas y eventualmente inconmensurables. La preocupación liberal por tornar viable un diseño de justicia y convivencia democrática para una sociedad, empuja hacia la necesidad de reconvertir este dato en una posibilidad y no volver utópicas las teorías políticas.
Ahora pues, la gente que sustenta una concepción del bien, so pena de ser considerada autocontradictoria e irracional, cree que su postura es la “verdadera”. Si Aristóteles tiene una intuición cierta en Segundos Analíticos, entonces, poseer una convicción firme, asumida como verdadera, genera en el agente una contracción de deuda de honor: debe actuar en consonancia con su convicción. Además, y complementando lo dicho sobre la verdad, como esta, de acuerdo con la definición dada más arriba, es singular, se sigue que las otras concepciones del bien en discrepancia con esta, son falsas.
Tal como podría adivinarse, el discurso verdadero-falso en el terreno de las luchas políticas ha tenido un amargo –y muchas veces trágico– vínculo con el fanatismo, la intolerancia, la guerra civil, las guerras religiosas, y un elástico etcétera. Acaso porque no es completamente cierto que “con la verdad no ofendo ni temo” (para una justificación de la mentira en ciertos contextos privados o públicos véase el clásico libro de Sissela Bok 2010). Con la verdad se pueden herir susceptibilidades pero, más lejos todavía, se puede segregar o matar. Es por este motivo principal que si deseamos sostener un cemento social democrático sólido debemos secar el lago de la disputa interminable entre concepciones del bien. Esto no significa amputarlas de la vida de los sujetos: ellos retienen sus concepciones del bien para el foro privado, siempre que, por otra parte, las mismas no provoquen daños a terceros.
Más bien, la idea es que el foro público revierta los términos: debe cobrar prioridad lo “correcto” sobre lo “bueno”. En la palestra de los debates públicos sobre cuestiones sustantivas se aceptarán solo disputas en términos de razonabilidad y no de verdad, guiadas, como sostiene Garreta Leclercq (2010: 288) por un ideal de “reciprocidad” que permita incidir en el diseño de políticas públicas que sean susceptibles de una discusión argumentada (para una crítica a Garreta, véase Venezia 2010: 239-248).
A la aproximación de Garreta Leclercq que acabo de reseñar, cabría añadir aquí un punto que es complejo en términos de la relación entre creencias y acciones. Garreta piensa, si no lo malinterpreto, que la política se orienta por cánones justificatorios de acciones y no de creencias; con lo cual la lógica es de justificación práctica y no epistémica. Esto podría contar como un inicio de argumento contra concepciones epistémicas de la democracia deliberativa como la de Carlos Nino. No estoy seguro, empero, de cuán conducente sea esta dicotomía y si ella puede sostenerse plausiblemente. Por ejemplo, un pragmatista podría ponerla seriamente en duda. Ahora bien, de acuerdo con Garreta, cabría recordar que, de acuerdo con el ideal de reciprocidad, los agentes deberían sumar una disposición relativamente “flexible” para reajustar sus convicciones a la luz del choque de razones con otros participantes de la comunidad. Esta flexibilidad, como la “plomada de Lesbos”, exigiría reajustes a situaciones cambiantes en el propio debate de ideas.
Como decía, los antes mencionados reajustes a situaciones cambiantes no parecen sencillos, especialmente para el caso de las creencias religiosas. Por ejemplo, un católico que cree en la verdad de sus concepciones religiosas podría sentirse tironeado si tuviera que votar (como legislador) o aplicar (como juez) una institución que le parece inmoral de acuerdo con sus convicciones. Por este motivo algunos católicos podrían plantear la objeción de conciencia, por caso, para jueces católicos cuya consciencia está en contra de aplicar ciertas leyes que juzgan inmorales. No voy a discutir este complejo punto aquí. Baste afirmar, por lo pronto, que no todos los católicos son como el antiguo alcalde de New York Mario Cuomo, quien consideraba inmoral el aborto pero no filtró esta postura en el debate público. Cuomo, como mi colega Hugo Seleme, era un católico peculiar: un “católico liberal”. De acuerdo con Seleme (2007: 472-473), el católico liberal, si quiere vivir en un estado liberal, debe tener abstinencia pública respecto de sus propias concepciones. Estas podrían ser verdaderas, aunque el resto de los mortales, sin necesidad de mala fe, esté equivocado y no lo advierta. Un católico liberal y rawlsiano como Seleme acepta que la racionalidad (atención: no la razonabilidad) es compatible con tener creencias falsas. Por ejemplo, creo que Seleme, in foro íntimo, podría pensar que si la mayoría de los laicos pensamos que la homosexualidad o el aborto (al menos en los tres primeros meses desde la concepción) no son inmorales, es porque tenemos creencias falsas. Pero estas no deberían ser tomadas como desacreditadoras de una regulación pública permisiva obtenida en el debate político tras un intercambio razonable de argumentos. No estoy seguro de cuántos católicos, porque no tengo estadísticas a la mano, compartirían esta armonía que Seleme o Cuomo encuentran entre profesar unas creencias privadas que son ab initio incompatibles con razones públicas. Con todo, más allá de mi ignorancia de números estadísticos, creo que se podrían formular algunos interrogantes. En primer lugar: ¿cómo sabe un creyente religioso que su afirmación es “verdadera”? Si fuera un “evidencialista” amplio, esto es, uno que toma en serio evidencias científicas, lógicas, filosóficas, etc., debería someter sus creencias a testeos científicos, como cualquier afirmación que hacemos en la ciencia. El resultado podría ser angustiante: una progresiva disminución de la creencia religiosa, un desencantamiento del propio mundo –como cuando un niño sabe, al final, que Papá Noel son sus padres y abuelos y no un gordo de barba blanca que, para colmo, transpira tras su pesado traje en países de temperaturas caribeñas–. En cualquier caso, este camino evidencialista amplio no me parece tan promisorio para el creyente religioso. Por lo general, las evidencias científicas, para no hablar de las filosóficas, ponen en serio entredicho, cuando no refutan, afirmaciones religiosas tales como “Dios existe”, “la Virgen María obró un milagro en este caso”, “María es la madre divina de Jesucristo”, “existen tres personas distintas pero hay un solo Dios verdadero”, “Dios sabe por qué pasan así las cosas”, “los caminos del Señor son insondables”, “la homosexualidad es un desorden moral intrínseco”, etcétera. Tiendo a pensar que este puñado de ejemplos no se puede sostener por mucho tiempo si pasan por la criba de un evidencialismo amplio. Con lo cual, tiendo a ver las creencias religiosas como cuestiones de “fe” atrincheradas o blindadas frente a argumentos o evidencias adversas del estilo: hay mucho mal en el mundo, la Virgen era tan humana como Carl Sagan, los milagros son peticiones que se ríen de las leyes de la naturaleza, una paloma no es lo mismo que un espíritu santo, los caminos del Señor más que insondables son arbitrarios, y un muy largo etcétera. Lo que le queda entonces en general al religioso es la fe, un dejarse ir, un volverse, por ejemplo, un “renacido dos veces” como decía William James en sus Variedades de la Experiencia Religiosa (James 1994: 76) (sobre esta tipología psicológica véase Viale 2013:72). Por lo tanto, hablar de verdad allí donde el cetro es el de la fe, supone una manera muy problemática de hablar. No menos problemático me parece poner a la par creencias religiosas con creencias filosóficas. Si todo va bien en la filosofía, los filósofos articulamos proposiciones o tesis que discutimos incansablemente, ejercitamos la duda y repelemos el “dogma”, y solemos tener poca fe en nuestras ideas. Algunos como Wittgenstein, inclusive, han sugerido que ni siquiera hay tesis filosóficas: todo lo que hay son escaleras que nos conducen a disolver pseudoproblemas.
Comoquiera que sea, veo a las creencias filosóficas más cerca de la razonabilidad buscada por los liberales, lo cual no quita, desde luego, que no haya filósofos irrazonables que, tras concebir una idea en un sillón, salgan a la calle en estado de epilepsia, como decía alguna vez Cioran. Pero no creo que estos casos de epilepsia retraten la genuina actividad de los filósofos, por lo que la equiparación rawlsiana entre creencias religiosas y filosóficas podría discutirse. Con todo, aquí no llevaré a cabo esta tarea porque la misma traspasa el curso que le debo dar a la argumentación en virtud del objetivo que este trabajo persigue y que anuncié al principio del texto.
Ahora bien, se podría pensar que la tensión entre verdad y razonabilidad que he presentado, no es tal. A esta posible réplica habría que contraatacarla citando el lema con el que empecé este artículo: “auctoritas non veritas facit legem”. A tenor de este postulado, la legitimidad de un sistema democrático requiere de neutralidad en cuestiones sobre los “verdaderos bienes” y exige disposiciones orientadas o gobernadas por la norma de la razonabilidad, no de la verdad. Esto parece, sin embargo, un movimiento en el tablero de las ideas un tanto apresurado. Por lo pronto, despejemos un sentido trivial, pero no carente de importancia, en que una autoridad sí tiene algo que ver con la “veritas”. Una autoridad normativa que quiera regular algún aspecto del mundo, so pena de ser irracional, no puede desdeñar la aspiración de que sus normas sean compatibles con el mundo causal y satisfagan descripciones verdaderas de ese mundo. Por ejemplo, dictar leyes que protejan las condiciones sociales y sanitarias adecuadas para mujeres embarazadas, requiere conocer procesos naturales sobre una gestación. A esto un autor como Joseph Raz (2006: 141-175) lo denominaría regulaciones de una autoridad que funciona como “servicio”: dotándonos de las mejores razones regulativas para actuar.
Con respecto al postulado raziano de la autoridad qua servicio hay un problema que debo mencionar antes de avanzar. Julio Montero me ha planteado que alguien podría objetar que incluso una afirmación completamente irrazonable podría satisfacer esta condición del servicio. De hecho, la mayoría de las posiciones irrazonables suelen ser pasibles de ser aplicadas en el mundo (por ejemplo, “debe matarse a los ateos”). Tal vez esto se deba a que la razonabilidad (o corrección normativa) suele ser independiente de la aplicabilidad/operatividad de las normas. Si entiendo bien, Montero me lanza como problema el posible hiato entre la corrección normativa de ciertos principios y su dimensión pragmático-aplicativa. Aunque ciertamente ambas esferas se pueden distinguir, no creo que una norma irrazonable cuaje con una descripción verdadera del mundo. La norma “debe matarse a los ateos” no puede tener un corrección que no “cuelgue de nada”. Su corrección es parasitaria de aspectos verdaderos del mundo que oficien de “hechos normativos” que habiliten desde el punto de vista conceptual esa inferencia normativa. Ninguna descripción verdadera del mundo habilitaría esta norma; la misma chocaría con múltiples presupuestos conceptuales y normativos que forman parte de nuestro mundo.
Sea como fuere, en un sentido más fuerte, si una autoridad quisiera satisfacer el criterio que Joseph Raz denominó de “servicio” a los súbditos, exige un conocimiento de cuáles serían las mejores razones para regular nuestro comportamiento, de modo tal que nuestras eventuales propias razones para actuar queden desplazadas. Si la autoridad dio en el blanco, seremos mejor servidos guiándonos por las razones que ella ha logrado ver, que por las propias. Así que afirmar como un mantra el lema hobbesiano puede ayudar a lograr una calma mental relativa y limitada, si se consignan en contra las dos enmiendas que acabo de citar.
Digamos algo más: alguien podría pensar que creer en la verdad de x es una razón para actuar en cierto sentido; es decir, es una condición de una acción racional. Supóngase, por ejemplo, que a las doce de la noche, entre algunos bostezos y mientras termino de releer Salambó de Flaubert, siento una poderosa hambre. Si tengo un fuerte deseo de saciar mi hambre, y tengo la creencia verdadera de que el refrigerador está a unos pasos de mi habitación, este juego deseo + creencia verdadera parece contar como una razón a favor de hacer algo: por ejemplo levantarme e ir al refrigerador a procurarme algo que calme este estado fisiológico. A veces las situaciones son más complicadas. Tengo hambre, pero también mucho sueño o “fiaca”, entonces se genera en mí un “balance” de razones a favor o en contra de ir al refrigerador. A veces el panorama también se complica por otros casos más complejos de conflicto entre creencias, como aquellos que surgen de hipótesis de autoengaño, combinadas o no con supuestos de debilidad de la voluntad.
Ahora bien, mutatis mutandis, y dejando de lado el ejemplo anterior restringido a creencias asociadas a deseos básicos, un creyente religioso que estuviera persuadido de la verdad de x –por ejemplo de que la maternidad subrogada es inmoral– debería, según este criterio de racionalidad y de coherencia en sus creencias y su agencia, actuar conforme con esta verdad en el foro público (en contra de esta reconstrucción, véase completo el libro de Seleme 2013). No obstante, razones de orden político desaconsejan vigorosamente esta consideración estrecha de racionalidad. La gente puede equivocarse y ser “racional”. En términos de la ecuación rawlsiana, esto significaría tener “capacidad para el juicio y el razonamiento”. Esto último, naturalmente, tiene su costado intrincado, porque si los creyentes religiosos se refugian en la fe y no en las evidencias, tal como he señalado antes, entonces su capacidad para el juicio y el razonamiento se halla francamente menguada. Sin embargo, dejemos de lado esta cuestión porque podría suponer un desvío del carril en el que deseo permanecer en este trabajo.

3. ¿Cómo entender la noción de objetividad en la filosofía política?

Todo el tramo de análisis recorrido parece sugerir lo siguiente: si queremos permanecer en el ámbito de la política, de la discusión pública y alentar el pluralismo, mas no estancar con el mismo los debates razonables y entorpecer consensos superpuestos, mejor dejar la verdad a un lado. Esta victoria a algunos les puede sonar pírrica. Presume ser mucho lo que sacrificamos dejando la verdad a un lado y nos molestaría tirar la bañadera con el bebé adentro. Quisiéramos que nuestras ideas políticas, y más específicamente las discusiones que tenemos en este ámbito, no sufrieran la esquizofrenia de ser razonables pero falsas. Creo que si el problema tiene algo de genuinamente angustiante, hay una forma de aliviar la angustia o tensión. Voy a asumir, para esto, que tenemos que dejar la noción de verdad que ofrecí antes y abrazar un concepto próximo pero no idéntico: me refiero al concepto de “objetividad”. Por esta expresión, naturalmente, se entienden cosas muy diversas en filosofía y el concepto mismo es remitido a planos de reflexión diferentes: al plano epistémico o de acceso a ciertos inputs o intuiciones, al plano ontológico de hechos, estados de cosas o información que existe con independencia de lo que pensemos o hagamos, etc.
Por objetividad entenderé algo cercano a lo que Brandom (2002) entiende como el “espacio social de articulación de razones”. En efecto, “objetividad”, en mis términos, equivale a disposición a dar los mejores argumentos (empíricos, conceptuales, lógicos, normativos) en un debate. Creo que esta salida es más aceptable, o al menos no tan problemática como aquella que sostiene que hay objetividad en una creencia si hay un estado de cosas, o un hecho del mundo, que la haga objetivamente verdadera. Esta versión correspondentista (que esbocé al comienzo de este trabajo siguiendo a Crispin Wright) vuelve equivalentes el concepto de verdad con el concepto de postular una creencia objetiva.
No voy a alegar aquí en contra de una versión potencialmente verosímil que defienda la existencia de hechos “normativos” más o menos alineados, o en relación lógica de superviniencia o emergencia, con otros hechos naturales que forman el mobiliario físico del mundo. No es mi simpatía o mi antipatía por esta versión realista lo que quiero hacer jugar de momento, ni tampoco abogar por una implacable “ética sin ontología”, como se plantearía en la obra de Hilary Putnam (2013). De hecho, creo que la postulación de unos hechos normativos no es algo descabellado; pero aquí no puedo desarrollar mi visión completa de esta forma de objetividad. En el presente trabajo necesito, antes que nada, sellar una visión de objetividad como compromiso con la argumentación racional. Cuando digo “racional”, tampoco obturo el papel que pueden jugar ciertos sentimientos o emociones bien educadas. Pero, nuevamente, aquí doy por descontado este punto. Una teoría del papel de las emociones y su vínculo con facultades racionales debe aguardar un trabajo independiente.
En cualquier caso, de lo que sí me hallo más convencido es que varias posturas subjetivistas han surgido, en significativas ocasiones, por un rechazo a esta versión. Soy de la opinión de que no es necesario abrazar esta versión de objetividad para caer en la playa del subjetivismo y, eventualmente, del relativismo. En mi versión del asunto, la asunción de una objetividad en los términos de un intercambio entre los mejores argumentos no es tan costosa y deja en suspenso, por ende no elimina en mis términos, una discusión sobre nociones más duras de objetividad como la que exige la postulación de hechos normativos independientes. Nociones como las de democracia, inclusive de valores plurales y en conflicto, presuponen con fuerza una noción de objetividad que no requiere necesariamente –a los fines de reconciliar cierta idea primitiva de verdad con el ideal de discusión pública razonable– de la postulación de algún tipo de metafísica u ontología de hechos independientes de nosotros. Aunque, como acabo de sugerir, mi perspectiva deja en suspenso y no elimina del análisis filosófico la eventual plausibilidad de una versión más dura de objetividad. Asunto este que demanda un esfuerzo filosófico más poderoso que aquí no libraré por razones de (auto)contención metodológica.
Ahora pues, es muy posible, por cierto, que si la trama de razones que debemos darnos unos a otros está bien reforzada, todo lo que esté dentro de la trama “toque la nariz del mundo”. Pero esta intuición puede dejarse a un lado, y desde el punto de vista si se quiere metodológico del análisis, podemos quedarnos con la idea de objetividad qua intercambio de las mejores razones. Más bien, quiero insistir en que este tipo de objetividad se lleva bien con la idea de argumentabilidad racional. Desde este específico punto de vista, no es posible hablar de debates públicos genuinos, de desacuerdos que no sean simplemente “faultless” (Kölbel 2004: 53-73) si fuéramos unos subjetivistas ramplones. En el ámbito de la política, como en otros ámbitos prácticos, defiendo que es una exigencia constitutiva del propio campo, casi un a priori, presuponer la objetividad de las posiciones en términos de exigencia de dar los mejores argumentos o razones. Debo enfatizar en este punto. No se trata de una mera interpretación de la objetividad qua exigencia actitudinal. Como señaló perspicazmente el árbitro de este trabajo, la antes mencionada interpretación podría considerarse conceptualmente necesaria pero no suficiente. Mi afirmación es más fuerte que esto y debo por ello resaltarlo: la presuposición de objetividad, al menos en los términos en que la estoy delineando aquí, es una exigencia conceptual para todo agente que, desde un punto de vista normativo, quiera comportarse como un agente racional, esto es, como un agente que debe dar las mejores razones sobre su posición; mejores razones que presionen a tal punto al agente que este logre despegar las cortezas que inicialmente pudiera tener su posición en términos de meros intereses de poder instrumentales, intereses no susceptibles de universalización mediante ningún mecanismo deliberativo racional disponible.
Es posible esperar que a esta concepción de objetividad que propongo se le achaque todavía cierta imprecisión. Por ejemplo, ¿hasta qué punto lo que estoy diciendo no es otra forma de plantear ideas que Rawls ha defendido mejor? Sin pretensiones de hacer filología con el Rawls “histórico”, no tengo problemas en admitir la cercanía de este trabajo con sus ideas. Sin embargo, creo que habría un punto relativamente independiente de las formulaciones rawlsianas en mi trabajo y este punto descansa en el tipo de objetividad en la que estoy pensando. Veámoslo del siguiente modo. Alguien podría replicarme que Rawls también está rozando una objetividad cuando pide que nuestros juicios sean razonables y se aten a una “cultura política o pública compartida”. Yo podría decir: de acuerdo, pero… Mi intuición es que la noción de objetividad que propongo está conectada solo contingentemente con la denominada “cultura política compartida”. El intercambio de las mejores razones debería admitir, en mi versión, algo así como una suerte de “independencia contextual”, en este caso, de la cultura pública compartida. Es decir, la potencia de las razones no puede reducirse exclusivamente al factum de una cultura pública compartida. Decir lo contrario sería recaer en la idea de “acuerdo mayoritario” como piedra de toque de la corrección o bondad de nuestras leyes o instituciones.
En efecto, creo que mi noción de objetividad demanda algo más fuerte que la subyacente a Liberalismo Político de John Rawls. La noción de objetividad que intento defender exige independencia contextual; independencia que refuerza la eventual necesidad de juicios contrafácticos más severos (véase Ratti 2012: 458 ss.). Además, la independencia contextual antes aludida puede requerir del empleo de experimentos mentales tales como el de espectadores imparciales y benevolentes que fuercen a reflexionar críticamente sobre los aspectos sustentados en una cultura política o pública compartida. Otra forma alternativa y no menos fuerte de decir esto sería la siguiente: la cultura pública compartida es genuinamente normativa cuando nos tomamos en serio sus presupuestos bajo versiones más poderosas que pueden desafiar lecturas superficiales de las razones ofrecidas en dicha cultura. Esto hace de mi idea de objetividad una noción “más filosófica” y “menos política” y, por ende, más cercana a un buen antídoto contra el relativismo al que aludí párrafos más atrás.
En cualquier caso, concedo que es dable admitir que la tarea de dar los mejores argumentos puede fracasar. Es de hecho la versión falibilista y experimentalista dada por pragmatistas como Dewey la que explica adecuadamente las luces y sombras de nuestras batallas por dar con las regulaciones correctas de las cosas que, para parafrasear a Harry Frankfurt, más nos preocupan. Pero experimentalismo y falibilismo no son cheques en blanco para el subjetivismo; todo lo contrario, son parte de la exigencia de objetividad qua argumentabilidad en un espacio social como el que tiene en mente el neohegeliano Robert Brandom (2002).

4. A modo de conclusión: sobre el concepto de tolerancia

Asentado lo anterior, digamos lo siguiente. La llave de auxilio para evitar que el pluralismo de valores desemboque en el fanatismo y la beligerancia es nada menos que la tolerancia. La tolerancia, desde este punto de vista, es el remedio del que disponemos hasta tanto no encontremos la teoría moral final y nos volvamos, si tenemos el deseo, plenamente morales. Este “hasta tanto” podría prolongarse indefinidamente. En cualquier caso, la tolerancia implica, básicamente, una relación triádica entre un sujeto tolerante, la conducta objeto de la tolerancia y un sujeto al que hay que tolerar. Dicha relación presupone que el tolerante se abstiene de interferir, emblemáticamente prohibiendo, la conducta desplegada por el sujeto al que se tolera. Se puede afirmar que esta noción se asemeja a una actitud disposicional, que en términos de un especialista en la cuestión como González de la Vega (2013), impone en los tolerantes el requisito conceptual de ostentar la “virtud”, la disposición estable de ser tolerantes. A esto se podría añadir, en términos de Garzón Valdés (1992), que en la tolerancia se juegan dos sistemas: uno básico al que pertenece la perspectiva valorativa del tolerante (por ejemplo su asco o fobia por la homosexualidad) y un sistema justificatorio, de segundo orden, digamos de moralidad reflexiva, que lo lleva a establecer una condición para frenar la consecuencia que se seguiría del asco o la fobia. El tolerante puede percibir que lo que hace el tolerado ofende sus convicciones relevantes y es en virtud de un balance entre las normas pertinentes del sistema básico y del sistema justificatorio que logra consolidar la tolerancia, si tiene la disposición para hacerlo.
No pretendo aquí presentar un pergamino completo con el problema filosófico de la tolerancia y sus (eventuales) paradojas. Más bien lo que quiero exponer aquí es que la tolerancia, sea considerada un valor, o una virtud, o ambas cosas, presupone, so riesgo de caer en autocontradicción, un plexo de objetividad. La tolerancia es un valor tan objetivo como la democracia o el pluralismo. Su objetividad, en primer lugar, hace inteligible la discusión cordial y razonable sobre temas en los que estamos en desacuerdo; si fuera un simple adorno producto de una cavilación subjetiva no generalizable, entonces su rendimiento práctico, su marco para discutir razonablemente cuestiones sustanciales sobre las que discordamos, no podría existir. No es que la tolerancia sea objetiva solo por estar “ahí”. Estar “ahí” significa que la presuponemos cada vez que queremos dar cuenta inteligiblemente de ciertas prácticas. Es también objetiva en un segundo sentido, a saber: identificar qué convicciones normativas –morales, estéticas, políticas, etc.– son relevantes para jugar el juego de la tolerancia presupone un juego de argumentación. No hay terreno consistente ni promisorio para el subjetivismo en estas materias. Es más, plausiblemente se puede defender que disponemos de criterios argumentables de porqué no cualquier estado de cosas o comportamiento es tolerable o intolerable. Necesitamos entender que la objetividad es un valor objetivo posibilitante de la convivencia democrática, pero también tenemos que presuponer cierta objetividad –en términos al menos de argumentabilidad tal como propongo aquí– de suerte que podamos confiablemente defender cuándo se debe tolerar o no tolerar “x”, sea lo que fuere esta “x” en la ecuación del razonamiento moral y político.
Insisto: todas nuestras discusiones sustantivas exigen presuponer objetividad en el sentido de argumentabilidad que he brindado antes. No nos podemos dar el lujo de tener convicciones normativas sobre el valor de la paz, de la igualdad como inclusión de los desfavorecidos, de democracia en vez de autocracia, si, a la par de defender estas convicciones más allá de nuestra propia piel, somos, metaéticamente hablando, subjetivistas.
La presuposición conceptual de que argumentar es un requisito normativo ineludible ha sido entrevista con insistencia por éticos del discurso como Apel o Habermas (véase, por ejemplo, Crelier 2004). Según los apelianos, por ejemplo, esta presuposición puede probarse mediante un argumento trascendental construido a partir de implícitos de nuestras prácticas sociales y discursivas. Decir que no se debe argumentar, so riesgo de caer en contradicción performativa, requiere, a su vez, de una presuposición trascendental, o bien una de tipo apriorista. Esta presuposición, a su vez, por razones lógicas de coherencia tendría que ser también asumida como objetiva. Esta presuposición es el timón que guía nuestro barco cuando debemos razonar y debatir acerca de preguntas del siguiente estilo: por ejemplo, ¿deberíamos admitir que la tenencia y consumo de estupefacientes para uso personal debe permitirse? Más aún: ¿deberíamos descriminalizar ciertos consumos y favorecer el sistema de salud pública para ayudar a los adictos? O, cambiando la tónica de los problemas, pensemos en estos otros: ¿deberíamos permitir nuevas formas de eugenesia mejorativa, por caso las que posibilitan mejorar notablemente la visión o la audición en ciertas personas? No me estoy refiriendo a intervenciones para paliar deficiencias, por ejemplo a una intervención coclear en hipoacúsicos, sino a intervenciones dirigidas hacia el sujeto que ve y oye perfectamente pero quiere expandir la frontera de sus capacidades, algo así como querer ser un hombre biónico o un cuasi superhéroe. Necesitamos hacer una filosofía para superhéroes y para robots y drones, porque el futuro se está desplomando en nuestro presente y es más urgente que nunca la reflexión filosófica en estos ámbitos. Pero, como quiera que sea, estas cuestiones exigen dar batalla en el plano de los argumentos. Debemos obtener las mejores evidencias empíricas, utilizar los mecanismos de la lógica, del razonamiento informal, etc., y también articular teorías políticas de acceso igualitario a ciertos bienes sanitarios, y de teorías morales sobre cuáles límites, si los hay, deberíamos aplicar a la investigación científica, médica, etc., para terminar en un debate político amplio que conduzca a cierta regulación en esta área o en otras.
De todas maneras, las regulaciones en las mencionadas áreas, sea mediante ciertas prohibiciones, sea mediante ciertas permisiones explícitas, o bien sea ampliando o restringiendo esferas de aplicación de normas ya instaladas, no puede, en mi opinión, satisfacer el postulado fuerte de neutralidad valorativa que defiende el liberalismo clásico. Inclusive liberales como Raz sostendrían que detrás de la supuesta neutralidad del estado liberal, hay un perfeccionismo que conviene explicitar y del que hay que ser conscientes. En ese marco, nos damos cuenta de que más allá de la garantía estatal de que los agentes lleven planes de vida autónomos, sin interferencias arbitrarias, la eliminación de formas perversas de actuar (por ejemplo el castigo a los propagadores y consumidores de pornografía infantil) es una forma no neutral y aceptablemente perfeccionista con que el Estado se inmiscuye en cuestiones vitales sustanciales. Pensemos en un caso diverso. Supongamos que en materia de aborto, son argumentos de tipo laico los que triunfan y se permite la interrupción voluntaria del embarazo dentro de los tres primeros meses de gestación. Aunque el debate público haya sido en términos de concepciones razonables provistas por ciudadanos laicos, ello no termina de negar que algún tipo de concepción del bien y del mal aceptable ha sido inoculada al debate. Si Raz en algo tiene razón, la defensa, por ejemplo, de la prioridad de los derechos reproductivos de la mujer en cuanto ser plenamente autónomo, remiten a una concepción según la cual una vida gobernada por una consciencia autónoma y libre es parte de una versión de la vida buena.
Ahora bien, debo señalar que no creo en la neutralidad, si ello significa que es conceptualmente posible que un Estado se abstenga totalmente de fomentar o permitir cierta concepción del bien. Una crítica que suele hacérsele a la versión liberal de la autonomía, arrastrada de una versión larvada de luteranismo, es que la misma es compatible con actuar inmoralmente; es decir, la autonomía para desarrollar propios planes de vida puede implicar acciones inmorales. Algunos filósofos de la religión (véase Groarke 2006: 257-278), reinterpretando el liberalismo, expurgándolo de su inadecuada lectura del luteranismo, sostienen que la autonomía del agente moral debe ser compatible con su florecimiento, entendido esto último como la capacidad moral de ser un agente “pleno” que sea sensible a los bienes.
A tenor de lo anterior, se podría decir que aun un Estado liberal, que establezca blindajes y condiciones para que los agentes morales actúen en forma autónoma, parece tener, como ha dicho Raz (2001: 131-132), ya un compromiso con un valor moral como el de la autonomía. A partir de esto se ha dicho que ciertos liberales pueden vivir sin problemas en su consciencia si admiten explícitamente que el Estado, sea cual fuere, desarrolle un cierto tipo de “perfeccionismo aceptable”. A la luz de esta clase de réplicas, creo más en la razonabilidad, auxiliada de la objetividad, que en la neutralidad. Aún más: en la discusión filosófica entre religión y laicismo, creo que una postura que se escapa de estos dos extremos, sería aquella según la cual en el ámbito público las únicas religiones admisibles son las religiones que Dworkin (2013) ha llamado “sin Dios”. Unas concepciones que admiten que el universo tiene aspectos misteriosos y maravillosos que percibimos como destellos de una belleza y de una bondad que no necesariamente tenemos que imputar a un ser como Dios. Con todo, la base argumental de esta última afirmación deberá esperar para otro trabajo.1

NOTAS

1. Debo agradecer a Fernando Lizárraga y Santiago Prono por las útiles observaciones que hicieran a una versión previa de este trabajo. Hugo Seleme me ayudó en la discusión de un punto específico sobre la relación entre laicismo liberal y catolicismo. También quiero gratificar a mis colegas Graciela Vidiella, Nicolás Alles y Graciela Barranco que discutieron una versión anterior de este trabajo defendida en el marco de una mesa redonda titulada “Democracia: deliberación, política, moral y verdad” en las XII Jornadas de Comunicación de Investigación en Filosofía, Universidad Nacional del Litoral, Argentina, el 9 de mayo de 2014. Debo agradecer calurosamente a Julio Montero. Sus comentarios, de manera muy especial, fueron al hueso de algunos de mis argumentos y me presionaron para mejorar la presentación de los mismos. También a Luciana Samamé por su trabajo de edición previa del artículo. Last, but not least, deseo dar las gracias al árbitro anónimo por sus útiles sugerencias y preguntas. Este trabajo se enmarca, específicamente, en el proyecto que codirijo junto a la Dra. Vidiella, “Problemas en torno a la legitimidad en la teoría de la democracia”, CAID + D, 2012, Universidad Nacional del Litoral.

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Recibido: 07-2014;
aceptado: 12-2014

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