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Revista latinoamericana de filosofía

versión On-line ISSN 1852-7353

Rev. latinoam. filos. vol.42 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires mayo 2016

 

PRESENTACIÓN

Sobre la neuroética

 

Arleen Salles
Directora Programa de Neuroética
Centro de Investigaciones Filosóficas

 

En las últimas décadas se ha producido un impactante desarrollo del conocimiento neurocientífico, del saber sobre el sistema nervioso en general, y en particular sobre el funcionamiento del cerebro en condición de salud y de enfermedad. Inicialmente, las neurociencias se concentraron en indagar los eventos mentales simples, pero gradualmente fueron adquiriendo la capacidad de investigar procesos cada vez más complejos, llegando incluso, a partir de la década del 90, al análisis de las bases neurológicas de las creencias, las emociones, los juicios y las decisiones morales. Como consecuencia lógica de su carácter interdisciplinario –incluyen a la biología, la neurología, la psicología, la psiquiatría, la física, la sociología, y la etiología, entre otras– las áreas de interés e investigación de las neurociencias son múltiples. Algunos de sus resultados científicos pueden tener aplicaciones clínicas de importancia, por ejemplo para diagnosticar, entender y tratar accidentes cerebro-vasculares, procesos neurodegenerativos y trastornos psiquiátricos. En otros casos, los resultados de los estudios neurocientíficos pueden presentar elementos significativos para llegar a una mejor comprensión de la conciencia humana, de las estructuras involucradas en el proceso de toma de decisiones y de las bases neurales del comportamiento. Más aún, algunos resultados podrían ser utilizados para extender el rango y nivel de las capacidades cognitivas humanas más allá de lo considerado normal. Algunos pensadores argumentan que las neurociencias podrían brindar los medios para hacernos moralmente mejores, sea a través del uso de ciertos medicamentos o del desarrollo de varios métodos de modulación afectiva.1
Considerando el órgano que se trata de investigar y sobre el que se interviene, la atracción que generan en una gran cantidad de personas las ciencias duras (típicamente consideradas objetivas y valorativamente neutrales) y los avances de la neurotecnología que nos ayudarían a “observar” el interior del ser humano,2 no es extraño que exista una legítima preocupación sobre las cuestiones éticas planteadas por las neurociencias. El debate abarca un amplio espectro de cuestiones, desde cómo llevar a cabo la investigación del cerebro de manera moralmente responsable hasta cuál puede ser el impacto que una mayor comprensión del cerebro humano –en tanto responsable de los pensamientos, las emociones y las percepciones– y su potencial manipulación pueden tener sobre las vidas humanas en general y las experiencias individuales de las personas en particular.
Desde su origen en el año 2002, la neuroética se ha dedicado a examinar de manera multidisciplinaria los desafíos éticos más importantes que plantean las neurociencias.3 Inicialmente esta joven disciplina fue caracterizada como la reflexión sobre lo correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo acerca del tratamiento, perfeccionamiento, invasión indeseada y potencial manipulación del cerebro humano.4 Mientras su alcance internacional es cada vez mayor, en términos generales se la entiende como la disciplina que se ocupa de las cuestiones legales, éticas, sociales y filosóficas generadas por el avance de las neurociencias.5

Este número especial de la Revista Latinoamericana de Filosofía contiene artículos realizados por un grupo de filósofos que invitan a la reflexión sobre algunas de estas cuestiones. Antes de introducir los temas que los autores abordan es conveniente hacer una breve presentación de la neuroética en general y, especialmente, indagar los distintos modos en que la ética puede relacionarse con las neurociencias. Para ello es útil tomar como punto de partida la ya clásica distinción entre neuroética aplicada y neuroética teórica.
En el plano de la neuroética aplicada –que Adina Roskies famosamente ha denominado “ética de la neurociencia”6– caben distintos tipos de cuestiones. En primer lugar, aquellas que conciernen de manera muy directa a los investigadores mismos puesto tienen que ver con las aristas éticas en el diseño y realización de los distintos estudios neurocientíficos. Para ilustrar, la tomografía por emisión de positrones (PET) puede revelar en individuos asintomáticos signos incipientes de la enfermedad de Alzheimer. Aunque generalmente no se realiza este tipo de estudio en personas asintomáticas, puede haber casos en los que un científico obtenga esta información “por accidente” en sujetos voluntarios “saludables”. Se trataría de lo que se conoce como “descubrimiento incidental”. Entre las cuestiones que surgen, encontramos, por ejemplo, ¿cómo manejar este tipo de información? Muy posiblemente sea útil para la persona afectada (a efectos de planificar su vida) e incluso a terceros (empresas de seguros médicos y potenciales empleadores, por ejemplo). ¿Se debe revelar, entonces? ¿Cómo y a quién? Cabe notar, sin embargo, que la cuestión sobre qué hacer con la obtención accidental de este tipo de información y cómo utilizarla de manera ética no es diferente de la planteada en relación con otros avances biocientíficos, como los de la genética, que ha sido discutida ya in extenso.
Considérense también las cuestiones de consentimiento informado adecuado, balance entre riesgo y beneficio, diseño y revisión de los protocolos relevantes. El deber de minimizar el daño a los sujetos de investigación, de proteger su privacidad, de asegurar su consentimiento informado, y de manejar adecuadamente los descubrimientos incidentales, así también como la obligación de discutir las normas éticas que siempre deben tenerse en cuenta se encuentran presentes en el diseño y realización de toda investigación con sujetos humanos. Por ello, podemos decir que esta área de la neuroética es bastante afín a lo que conocemos como bioética porque se concentra en cuestiones que, aunque involucran a las neurociencias y a un órgano tan especial como el cerebro, no son fundamentalmente diferentes de aquellas que surgen en otros ámbitos de la investigación y la atención de la salud.
En segundo lugar, la neuroética aplicada se ocupa de cuestiones que exceden los límites de la investigación neurocientífica misma: las posibles consecuencias sociales y políticas de los resultados que obtiene. Este tipo de reflexión involucra tanto a las ciencias que estudian al cerebro como a las disciplinas que analizan el pensamiento y el comportamiento social, moral y político. No se trata solo del potencial mal uso de los resultados neurocientíficos como recursos dentro de la política (neuropolítica) o de los negocios (neuromarketing), temas estos sobre los que se viene trabajando hace unos años. Si se descubriera que gran parte de los comportamientos violentos y agresivos tienen origen en algún tipo de trastorno cerebral, sería razonable suponer que el conocimiento de este hecho afectaría nuestra comprensión del concepto de responsabilidad personal y criminal, así también como nuestra concepción sobre el castigo. Algo similar ocurriría si fuéramos capaces de leer los cerebros y determinar, por medio de neuroimágenes, la veracidad de las afirmaciones de ciertas personas: ¿deberíamos, en tal caso, dejar de juzgar a otros por lo que dicen y hacen y concentrarnos en evaluar las áreas cerebrales involucradas en sus acciones? Otro interrogante es: ¿cómo debe impactar en la discusión sobre las responsabilidades sociales y los derechos humanos la existencia de estudios variados que muestran que la pobreza afecta severamente el desarrollo cognitivo de las personas?7 En la medida en que la ciencia avance en el conocimiento del cerebro, tal conocimiento muy probablemente tendrá consecuencias (buenas o malas) para el diseño de las estructuras sociales e incluso de las prácticas institucionales.
En tercer lugar, podemos incluir dentro de la neuroética aplicada a la reflexión sobre la utilidad clínica de las neurociencias y el imperativo moral de llevar sus resultados a la práctica médica. Durante la última década, algunos neuroeticistas han argumentado que pese a los avances en neurociencias, la utilidad práctica de la disciplina sigue siendo escasa y es directamente desaprovechada en los casos de pacientes categorizados (frecuentemente de manera simplista) como “en coma” o “en estado vegetativo”.8 Los avances en neurología y en metodologías basadas en neuroimágenes pueden dar como resultado un cuadro detallado de diferentes tipos de trastornos en los pacientes neurológicos, permitiendo diferenciar entre los casos de estado vegetativo permanente, donde el cerebro está dañado irreparablemente y cualquier tratamiento resulta inútil, y casos en los que el paciente se encuentra en estado de mínima conciencia, mostrándose inerte pero sin embargo poseyendo la capacidad de recuperar eventualmente algunas funciones, por lo cual es beneficioso seguir tratándolos. En ese sentido, las neurociencias tendrían el potencial de contribuir significativamente en el diagnóstico y cuidado de pacientes severamente enfermos. Por motivos obvios, esta es un área de reflexión neuroética de especial interés para médicos y profesionales de la salud.
En cuarto lugar, la neuroética aplicada se ocupa de las cuestiones relacionadas con el discurso público y la divulgación de la información científica. Pese a que esta es una área menos trabajada, tiene gran relevancia, especialmente cuando se toma en cuenta que la investigación neurocientífica construye ideas, conceptos y creencias que pueden afectar fuertemente la vida de las personas y que crea expectativas frecuentemente desmedidas sobre su capacidad de resolver los problemas que aquejan a los seres humanos. Entre los temas a discutir, se encuentra el de cómo divulgar de manera fiel los descubrimientos neurocientificos, cómo dar a conocer los supuestos sobre los que opera, y cómo controlar las expectativas de los ciudadanos de modo tal de no ahondar aún más la grieta entre lo que la persona corriente piensa sobre el poder de la neurociencia y lo que el neurocientífico sabe que la neurociencia puede efectivamente lograr.9 El objetivo es facilitar un diálogo fructífero entre científicos y público que no perpetúe mitos sobre lo que la ciencia hace o puede hacer.
A diferencia de la neuroética aplicada, en el plano de la neuroética teórica –a la que Roskies denomina “neurociencia de la ética”– se plantean cuestiones filosóficas sustantivas. En gran medida esta área de la neuroética es resultado del entrecruce de la reflexión filosófica, en particular la ética, con la neurociencia social y la neurociencia cognitiva. Examina temas como, por ejemplo, el de las bases y los fundamentos de la capacidad humana de comportarse de acuerdo a normas éticas y deliberar moralmente, en tanto puedan ser abordados desde una perspectiva neurocientífica que se concentra en la activación de las regiones cerebrales relevantes. Esto lleva al debate de cuestiones diversas, por ejemplo, ¿pueden los resultados neurocientíficos llegar a modificar nuestra concepción sobre la legitimidad de algunas teorías éticas? Específicamente, el debate es sobre la relevancia normativa que las neurociencias deberían tener si revelaran que las perspectivas psicológicas que algunas teorías toman como punto de partida son erróneas y carecen de fundamento empírico.10 ¿Qué hacer cuando los datos neurocientíficos resultan incompatibles con concepciones arraigadas sobre nociones éticas o inclusive metafísicas? Asimismo, la neuroética teórica se ocupa de cuestiones típicamente discutidas en filosofía de la mente, tales como la relación entre las propiedades mentales y los procesos cerebrales, y la posibilidad de explicar adecuadamente la experiencia consciente de los sujetos en función de fenómenos neurológicos.
Entre quienes se dedican a la neuroética, existe consenso en que este último plano separa a la neuroética de manera contundente de otras éticas aplicadas, como la bioética, y le brinda personalidad propia. En este último sentido, la neuroética se ocupa en particular de analizar a las neurociencias, tomando como punto de partida la idea de que una ciencia exitosa que toma como objeto de estudio al cerebro puede tener consecuencias impensadas en lo que hace al conocimiento de los seres humanos y su capacidad de actuar moralmente.
Los artículos incluidos en este número especial abordan fundamentalmente tres cuestiones: el reto que las neurociencias plantean a la noción de libre albedrío, el entrecruce de la filosofía y las neurociencias en el tratamiento de las emociones y su regulación, y la potencial utilidad de las neurociencias, sea para debatir cuestiones metafísicas o, de modo más práctico, para fomentar la buena vida en los seres humanos.
Durante varios siglos, los filósofos han debatido sobre la capacidad humana de elegir libremente y actuar de manera acorde. El deseo de reconocer un cierto grado de determinismo sin abandonar la noción de libertad y la práctica de atribución de responsabilidad moral históricamente llevaron a posturas compatibilistas que avalaron una perspectiva psicológica del libre albedrío. La idea fundamental es que lo que se necesita para el libre albedrio es la capacidad de reconocer razones y reaccionar a ellas de manera apropiada. Esto implica que aun si el determinismo causal es verdadero, en la medida en que las personas posean la capacidad de deliberar y reflexionar racionalmente, respondiendo a razones y actualizándolas en comportamientos, poseen libre albedrío.
En la última década en particular, las neurociencias han comenzado a ocuparse de desentrañar aspectos de la personalidad y de la toma de decisiones, y por ello a ofrecer una visión más detallada de los procesos físicos que llevan a ciertos comportamientos. Algunos pensadores consideran que, en ese sentido, presentan un nuevo desafío al compatibilismo: podrían mostrar que los estados mentales sobre la base de los cuales el compatibilista afirma la existencia de libre albedrío son en sí mismos determinados o incluso simplemente reducibles a procesos neurobiológicos. ¿Qué implicancias puede tener esto para la perspectiva compatibilista? ¿Cuán serio es el reto planteado? Y ¿qué consecuencias prácticas tiene? Los artículos de Adela Cortina, Kathinka Evers y Paula Castelli abordan esta cuestión. Reconociendo que las neurociencias están reavivando el debate sobre la cuestión, evalúan el desafío y el impacto que el conocimiento neurocientífico puede y debe tener sobre las perspectivas filosóficas y las creencias de sentido común respecto del libre albedrío.
El segundo tema abordado en este número gira en torno a las emociones. En la actualidad, afirmar que estas juegan un papel significativo en la deliberación, toma de decisiones y acción moral, y que pueden llegar a tener tanto impacto como la reflexión y los principios imparciales es menos controvertido que hace unas décadas. Pero más allá del rol de lo emocional, un área particularmente importante y que está recibiendo atención tanto en la filosofía moral como en las neurociencias es la de la regulación emocional. En su artículo, Mariana Noé y Abel Wajnerman abordan este campo, concentrándose en particular en la relación conceptual entre censura y desarrollo emocional. Tomando elementos del marco conceptual de la regulación emocional y de la concepción platónica de la función sociocultural de la censura, explican cómo esta puede afectar el desarrollo emocional. Sostienen que la censura puede influenciar variables relevantes en la dinámica de procesos emocionales alternativos que pugnan por la dominancia.
Los dos últimos artículos incluidos examinan la cuestión de la potencial contribución de las neurociencias en ámbitos específicos. En su artículo, Axel Cherniavsky toma como punto de partida la lectura y el uso que Antonio Damasio hace de Spinoza, para indagar sobre los modos en que la metafísica y la neurociencia pueden ser puestas en relación. Frente a la postura de Damasio, que argumenta que las neurociencias encontrarían utilidad en el paralelismo spinocista, Cherniavsky se pregunta por los presupuestos particulares de tal paralelismo. Jugando sobre este concepto, se pregunta si a través de los planteos de Bergson, Deleuze y Guattari, no podrían abrirse distintas formas de entender los vínculos entre la tarea de la ciencia y la de la metafísica. Una virtud del artículo es su apuesta al diálogo entre la filosofía y las neurociencias desde una tradición filosófica que habitualmente no se acerca a este campo.
Finalmente, el artículo de Diana Pérez se concentra en la posible contribución de las neurociencias a la buena vida. La autora examina críticamente la postura, hoy de moda, que ve en lo “neuro” una solución a gran parte de los problemas que aquejan a los humanos. Argumenta que el discurso neurocientífico y la divulgación de sus resultados frecuentemente se llevan a cabo sin tomar en cuenta distinciones conceptuales y consideraciones metafísicas, epistemológicas y éticas que son relevantes y por ende no deben ser desestimadas. En particular, la autora llama la atención sobre la distinción entre “vida humana” y “vida biológica”, que considera que suele ser pasada por alto en la difusión pública que se hace de los resultados de la investigación neurocientífica.
Con los temas presentados, este número de la Revista Latinoamericana de Filosofía aporta diversas miradas sobre material que estamos trabajando en nuestro Programa de Estudios de Neuroética CIF, material que en gran medida es novedoso en nuestro país. Sin duda, será muy útil para quienes estén interesados en reflexionar sobre las posibilidades que ofrecen y las controversias que plantean las neurociencias.
Finalmente quisiera terminar destacando el trabajo de edición de Paula Castelli y Abel Wajnerman. Sin su mirada crítica, su atención a detalles y dedicación, este número no hubiera sido posible.

NOTAS

1. Véase Savulescu y Bostrom 2009; Savulescu y Persson 2012.
2. Véase Fins 2011; Racine et al. 2005.
3. Véase Roskies 2002; Racine 2010; Evers 2010; Farah 2010.
4. Véase Safire 2002.
5. Véase Racine 2010, Salles (en prensa).
6. Roskies 2002.
7. Véase Lipina 2014a, Lipina 2014b, Lipina et al. 2013, Farah 2009.
8. Fins 2008.
9. Véase O’Connor et al. 2012.
10. Greene 2008 y 2014.

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