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Revista latinoamericana de filosofía

versión On-line ISSN 1852-7353

Rev. latinoam. filos. vol.42 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires mayo 2016

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

El cráneo y el cerebro. Damasio, Bergson y Deleuze sobre la relación entre ciencia y metafísica

The Skull and the Brain. Damasio, Bergson and Deleuze on the Relation between Science and Metaphysics

 

Axel Cherniavsky
Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas


RESUMEN: En este trabajo indagaremos la relación entre metafísica y ciencia que está supuesta en el uso que Damasio hace del paralelismo spinocista y su relevancia para pensar ciertos desarrollos de la neurobiología actual. Recorreremos distintos modos en que el paralelismo ha sido repensado, los que presuponen a su vez diversas concepciones acerca de la relación entre metafísica y ciencia. Presentaremos el planteo de Bergson, que intenta reemplazar el monismo de la sustancia con el monismo de la vida y el paralelismo mecanicista con un paralelismo organicista. Pero en este movimiento aunque se sustituya una legalidad por otra, se le sigue asignando al todo una misma y única legalidad. Frente a este problema Deleuze y Guattari diseñan un paralelismo en el que las distintas dimensiones de lo real expresan una misma realidad, que se comporta y describe de forma heterogénea.

PALABRAS CLAVE: Mecanicismo; Organicisimo; Maquinismo.

ABSTRACT: In this paper I examine both the relationship between metaphysics and science presupposed by Damasio’s use of Spinoza’s parallelism and its relevance to some current neurobiological developments. In order to do this, I review different ways in which such parallelism has been understood, showing that each presupposes a different view of the relationship between metaphysics and science. First, I present the approach used by Bergson whose view attempts to replace substance monism with life monism and mechanistic parallelism with an organicist parallelism. But while a legality is replaced by another, the whole is conceived under one and the same law. It is to solve this problem that Deleuze and Guattari designed a parallelism in which the different dimensions of the real express the same reality; but now that reality behaves and is described in different ways.

KEYWORDS: Mechanism; Organicism; Machinism.


 

El título del libro de Antonio Damasio del 2003, En busca de Spinoza, se explica por la ignorancia del filósofo holandés en la neurobiología contemporánea. “No tuvo impacto en la ciencia. Un árbol cayó silenciosamente en el bosque y nadie estuvo allí para ser testigo” (Damasio 2003: 217)1, afirma su autor. Sin embargo, el paralelismo de Spinoza, la teoría según la cual el alma y el cuerpo son dos expresiones de la misma realidad, iba a ser determinante para los primeros pasos de la psicofísica del siglo XIX. Concretamente, la teoría paralelista afirma que “el orden y la conexión de las ideas es el mismo que el orden y la conexión de las cosas” (Spinoza E: II, 7). Es, efectivamente, gracias a que los hechos de conciencia –ideas, deseos, sentimientos– pueden considerarse como cuerpos que, en la segunda mitad del siglo XIX, la psicofísica procede a su medición. Nos referimos a los trabajos de Wilhelm Wundt, Joseph Delboeuf, pero sobre todo de su fundador, Gustav Fechner. Su famosa ley, que hace corresponder la intensidad de la sensación con la intensidad del estímulo según una relación de proporcionalidad, se apoya en lo que en sus Elementos de psicofísica llama un “paralelismo psicofísico”. ¿Cómo podríamos, en efecto, asignar una intensidad a las sensaciones, comparar su fuerza, cuantificarlas, si no es considerándolas como cuerpos? Damasio no desconoce lo que, citando a Johannes Müller, llama la “sorprendente semejanza” entre los resultados científicos de Spinoza y los de Wundt. Pero no le impide negar su impacto. Otra prueba de este, además de la medición de las sensaciones, es la localización de las funciones llamadas “superiores” por parte de la fisiología. La localización de la afasia motriz por Paul Broca en 1861, las precisiones ulteriores aportadas por Karl Wernicke y Adolph Kussmaul, y finalmente la clasificación de Charcot en sorderas verbales, cegueras verbales, afasia motriz y agrafía, desataron una inmensa ola de materialismo que creyó poder resolver, por primera vez de modo realmente científico, es decir, observacional y experimental, los misterios de la relación del alma con el cuerpo. Medición y localización son entonces los dos modos en los que la psicofísica y la fisiología decimonónicas reciben el dictum spinozista de tratar a los hechos de conciencia como cuerpos. Es un intercambio justo: la ciencia recibe los fundamentos metafísicos que ella misma no puede darse; la metafísica recibe, a cambio, la comprobación empírica de las tesis a las que llega por especulación.
En una conferencia del 28 de abril de 1912, Henri Bergson imaginaba el diálogo entre el científico y el metafísico:

Que los hombres de ciencia filosofen hoy sobre la relación de lo psíquico con lo físico aliándose a la hipótesis del paralelismo, se comprende fácilmente: los metafísicos no les dieron otra cosa. Que prefieran la doctrina paralelista a todas las que se podrían obtener mediante el mismo método de construcción a priori, también lo admito: encuentran en esta filosofía un aliento para seguir adelante. Pero que venga tal o cual a decirnos que se trata de ciencia, que es la experiencia lo que nos revela un paralelismo riguroso entre la vida cerebral y la vida mental, ¡eso no! Lo frenaremos y le responderemos: podrá sin duda, Ud., hombre de ciencia, sostener esta tesis, como el metafísico la sostiene, pero ya no es el hombre de ciencia quien habla en Ud., sino el metafísico. Ud. simplemente nos está devolviendo lo que le prestamos. La doctrina que nos trae aquí, la conocemos bien: sale de nuestros talleres, somos nosotros, filósofos, los que la inventamos, y es vieja, muy vieja mercadería. (Bergson 1919: 41)

Vieja, muy vieja mercadería. ¿Qué quiere decir Bergson? No que lo que la psicofísica mide no pueda medirse. No que lo que localiza la fisiología no pueda localizarse. Y tampoco que una lesión no implique una afasia. Simplemente dirá que eso que se mide no son las sensaciones; que eso que se localiza no son los recuerdos, y que si bien suprimida una cosa, desaparece la otra, no cabe confundirlas. Sería confundir el vestido con el clavo que lo sostiene.
En cierto sentido, la dependencia que establece Bergson entre el paralelismo y la ciencia podría resultar curiosa dado que podría argumentarse que, en realidad, es la interacción cartesiana entre la res cogitans y la res extensa lo que está funcionando como fundamento y que el paralelismo, al contrario, constituía una vía justamente para arrancar el psiquismo al mecanicismo del cuerpo. Aquí reside, en efecto, uno de los valores de la filosofía spinozista para Damasio. De hecho, cuando Sigmund Freud discute la distinción entre las afasias causadas por la destrucción de los centros y las afasias causadas por la destrucción de las vías que los conectan y la relación topográfica entre los centros individuales del lenguaje, en síntesis, cuando discute las premisas de la psicofísica contemporánea, lo hace sobre un principio enunciado por el neurólogo británico John Hughlings Jackson estrictamente paralelista: “tenemos que estar en guardia contra la falacia de que (…) de una manera u otra una idea produce un movimiento” (Freud 1891: 99). Recordemos una de las consecuencias que Spinoza extrae del paralelismo en la tercera parte de la Ética: “El cuerpo no puede determinar el Espíritu a pensar, ni el Espíritu determinar el cuerpo al movimiento” (Spinoza E: III, 2). El argumento de Freud para pasar de un análisis de los mecanismos a un análisis de las funciones es muy sencillo y reposa en la observación de los múltiples fenómenos afásicos que no conllevan ninguna lesión neural: el olvido de lenguas extranjeras, restricciones extremas del vocabulario y otras agrafías y asimbolias (Freud 1891: 131). ¿La crítica bergsoniana no debería entonces concernir a la interacción cartesiana entre sustancias mucho más que al paralelismo spinozista? Tal es el caso, cien años antes, de la crítica que dirigía Hegel contra la frenología. Representando el espíritu con el cerebro y el cuerpo con el cráneo, Hegel sostiene que no existe ninguna interacción demostrable o, más precisamente, que la idea de una interacción deja demasiadas cosas indeterminadas: ¿el desarrollo espiritual debe agrandar o achicar el órgano, volverlo más pesado o más liviano? Para actuar sobre el cráneo, ¿el cerebro debe dilatarse o contraerse? ¿A fenómenos espirituales más fuertes corresponden órganos más extensos o menos? (Hegel PhG: 197-199). Si la crítica de Bergson conduce, a través de la psicofísica y fisiología, al paralelismo de Spinoza, la de Hegel, a través del fundador de la frenología, Franz Joseph Gall, conduce a la interacción entre sustancias de Descartes e incluso a la teoría platónica de la encarnación en el Timeo. Pero lo cierto es que, en el fondo, poco importa que el objeto de la crítica sea el paralelismo o la interacción entre sustancias desde el momento en que ambas tienen el mismo resultado: extender al alma las leyes que rigen para la materia, someter el espíritu al mecanicismo, considerar, para decirlo con los términos de Hegel, que “el ser del espíritu es un hueso” (Hegel PhG: 206).
Para evitarlo, razona Bergson, es necesaria una nueva metafísica. ¿Pero cuál sería su estatus en relación a la ciencia? Tanto la reflexión de Damasio como la crítica bergsoniana suponen una determinada concepción de la relación entre la metafísica y la ciencia. ¿Cuáles son esas concepciones? ¿Qué ventajas y dificultades presentan? ¿Cómo puede concebirse actualmente esa relación? ¿Hay alguna oportunidad, todavía, para el paralelismo?

Diferencia de naturaleza entre ciencia y metafísica en la filosofía de Bergson

“¿Por qué Spinoza?” pregunta Damasio en la introducción de su libro para participar al lector de los motivos de su investigación (Damasio 2003: 8). Su respuesta es la que sigue: “Spinoza es absolutamente relevante para cualquier discusión sobre la emoción y el sentimiento humanos” (Damasio 2003: 8). El desarrollo del libro lo prueba mostrando las semejanzas entre ciertas reflexiones spinozistas y ciertos desarrollos de la neurobiología actual: entre el paralelismo psicofísico y la relación que la ciencia establece entre una perturbación neural y una modificación mental; entre la conservación de la proporción de movimiento y de reposo y el equilibrio homeostático, entre la composición de los individuos complejos a partir de individuos más simples y lo que Damasio llama el “principio de anidamiento”, entre el conatus y el conjunto de disposiciones que aseguran la supervivencia de un organismo. ¿Cuál es entonces el lugar y la función de Spinoza en el ejercicio historiográfico de Damasio? El señalamiento de semejanzas entre las tesis spinozistas y los desarrollos científicos contemporáneos demuestra menos su relevancia actual que su don profético. Spinoza no se constituye como una voz del presente sino como un precursor del pasado. El interés por su obra, por más genuino que sea, es más de orden museológico o genealógico que científico y la relación que deja establecida entre la ciencia y la metafísica es una relación de anticipación, si la miramos desde el pasado, de inspiración si la miramos desde el presente.
¿Qué concepción de esta relación supone luego la crítica que formula Bergson a lo que entiende que son expresiones del paralelismo spinozista a fines del siglo XVIII? Sin duda, ocasionalmente, Bergson parece concebir la relación entre ciencia y metafísica como una relación de fundamentación, insertándose así en una tradición que se extiende desde la organización del saber aristotélica, que definía a la metafísica como la ciencia dominante o más elevada, hasta la epistemología heideggeriana, que le otorga a la ontología fundamental una preeminencia sobre las ontologías regionales que suponen las ciencias, pasando por la representación cartesiana del saber como un árbol en el que la metafísica constituiría las raíces, la física, el tronco, y las otras ciencias particulares, las ramas. En efecto, refiriéndose a la “Estética trascendental”, Bergson afirma: “Esta doctrina tiene la ventaja de ofrecer a nuestro pensamiento empírico un fundamento sólido, y de asegurarnos que los fenómenos, en tanto fenómenos, son cognoscibles adecuadamente” (Bergson 1889: 175). Sin embargo, al examinar la cuestión con cuidado, observaremos que, tal como puede verse en el pasaje presentado, Bergson se expresa en términos de fundamentación únicamente en los pasajes que conciernen al kantismo. No solo podría entonces tratarse de una categoría perteneciente a la teoría criticada sino que también ella misma podría ser objeto de crítica. La hipótesis se confirma cuando observamos que, cuando Bergson no está conduciendo una crítica sino presentando el punto de vista propio, no concibe la relación entre la ciencia y la metafísica en términos de fundamentación sino en términos de heterogeneidad. ¿Qué significa esta heterogeneidad y a qué concierne específicamente? Para comprender esta relación será necesario remitir brevemente a la ontología de Bergson. Lejos de constituir una presentación exhaustiva y detallada, tomaremos exclusivamente aquellos elementos necesarios para abordar nuestro problema. De aquí que pueda presentar en ocasiones un aspecto arbitrario, pero toda restitución de las tesis sin todos los argumentos que les corresponden lo tiene.
Inicialmente a partir de un estudio de los datos psicológicos tales como las impresiones, sensaciones, sentimientos e ideas, y discutiendo con la psicología de fines del siglo XVIII, Bergson se ve conducido a admitir una dimensión de lo real distinta de lo material. Esta distinción aparece por primera vez en el segundo capítulo del Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia dado que el primero, de corte más crítico, se limitó a argumentar por qué las sensaciones como tales no presentan una intensidad en los términos que la psicología lo entiende. Las lágrimas pueden medirse, pero no la tristeza, y la intensidad de la tristeza no es necesariamente proporcional a la extensión de las lágrimas. Cuando el segundo capítulo presenta esta nueva dimensión de lo real, lo hace sin embargo partiendo de un examen, en principio trascendental, del número. Primero el número es definido, de acuerdo a la tradición –porque de eso se trata también, de hacer la crítica de una tradición– como una síntesis de lo uno y de lo múltiple. En efecto, el número 12 consiste en la unidad de doce partes: sin alguna de ellas, tendríamos un número inferior; sin la unidad, tendríamos doce partes, pero no el número 12. ¿Cuál es la condición del número?, pregunta entonces Bergson, indicando con tal pregunta que el primer paso del examen es efectivamente de corte trascendental. Por un lado, la homogeneidad. No puedo sumar peras y manzanas a menos que las considere a todas como frutas. Pero entonces lo que sumo son frutas, y no peras y manzanas. En segundo lugar, la simultaneidad. En efecto, si para agarrar cada una de ellas debiera soltar la otra, si el advenimiento de cada una de ellas significase el desvanecimiento de la otra, jamás alcanzaría la docena y estaría eternamente condenado a la unidad. En tercer lugar, la divisibilidad. Si el número no fuese divisible en las partes que lo componen, si dos de ellas, por ejemplo, fuesen en realidad la misma, mi número sería uno menos que el que necesito obtener. Es necesario entonces una dimensión homogénea, divisible y simultánea para que pueda tener algo como el número. Tal dimensión es el espacio. Es en el espacio donde puedo tener mis doce unidades idénticas juntas, una al lado de la otra, distintas pero iguales, en simultáneo. Es el espacio lo que es divisible en partes iguales. “Multiplicidad cuantitativa” bautiza Bergson a las multiplicidades de este tipo, y significa que tienen al espacio como condición. La pregunta fundamental que formula el capítulo segundo del Ensayo es: ¿todas las multiplicidades son de este tipo o existen otras síntesis posibles entre la unidad y la multiplicidad? Y la respuesta es que ciertas unidades no se comportan como el número. Para probarlo, Bergson nos remite a los hechos de conciencia. Bien puedo contar doce campanadas. Pero si la operación de contar exige que haga abstracción del tiempo que pasó entre ellas, que ignore el hecho de que cada una ya no estaba allí cuando llegó la otra, que, por ejemplo, simbolice a cada una por un punto en una hoja de papel capaz de mantenerlas juntas a todas, la impresión auditiva correspondiente, al contrario, necesita de ese tiempo para ser lo que es. Bien puedo dividirla, pero no será la misma impresión. En efecto, no es que los fenómenos temporales no puedan dividirse, sino más bien, que no pueden dividirse sin cambiar de naturaleza. Bien puedo decir que la melodía duró 12 segundos. Pero si sus partes no se interpenetrasen, no se continuasen las unas en las otras –y no bajo el modo de la coexistencia en un plano simultáneo– no tendría la impresión. La impresión como tal, al contrario del número, es sucesiva, pues se organiza según el antes y el después; heterogénea, dado que el principio no es idéntico al final; continua, porque si nada la mantuviese unida no sería una impresión. Se sigue definiendo como una síntesis de lo uno y lo múltiple. Solo que es una síntesis de otro tipo. “Multiplicidad cualitativa” la llama Bergson, según un uso similar al hegeliano de la tabla de categorías kantiana; significa que tiene al tiempo como su condición. Simplemente, no se trata del tiempo tal como a juicio de Bergson lo entiende tanto la tradición metafísica, como la ciencia y la vida práctica. No se trata de un tiempo que es divisible en horas y minutos, de un tiempo por lo tanto homogéneo. Se trata de un tiempo que es fundamentalmente cambio y continuidad. Durée (duración) lo bautiza Bergson, justamente para distinguirlo del tiempo homogéneo que utilizamos para operar en la vida cotidiana, medir y prever en la ciencia, especular en la metafísica tradicional.
Establecidas las condiciones del número y de la impresión, debemos cuidarnos de ver en el procedimiento del Ensayo un parcelamiento del universo, una distinción entre entes o fenómenos. La conclusión sería que existen ciertos objetos de orden espacial, como los matemáticos o los físicos, objetos del mundo exterior, y ciertos objetos de orden temporal, como las impresiones o emociones, objetos del mundo interior. El número y la impresión no son fenómenos en la economía argumentativa del Ensayo, sino elementos probatorios. La conciencia, en términos más generales, no es objeto, sino caso. Es aquello que Bergson nos recomienda examinar si queremos obtener una visión más directa de la duración. De hecho, es posible una metafísica del número: es la que aparece en aquel extraño pasaje en el que Bergson afirma que sin admitir una continuidad entre sus partes el número no podría aumentar (véase Bergson 1889: 92). Y de hecho es posible una consideración científica de las sensaciones: la psicología que existe de facto no es otra cosa. Tanto la duración, como el espacio, sin ser dos contenedores de objetos, tampoco son meras condiciones de la experiencia –he aquí el límite al carácter trascendental del examen del número–. La duración y el espacio son dos dimensiones de lo real, irreductibles entre sí. Una se define por la homogeneidad, la divisibilidad y la simultaneidad y, la otra, por la heterogeneidad, la continuidad y la sucesión. Es a Frédéric Worms a quien le debemos la ardua tarea de haber reducido las notas fundamentales del tiempo en la concepción bergsoniana a estas tres (véase Worms 2000: 20). Sin embargo, veremos más adelante que existe una característica del tiempo que no puede asimilarse a ninguna de ellas.
Insuperables dificultades filosóficas –esto es, problemas irresolubles– surgen, nos dice Bergson en el Prólogo al Ensayo, al confundir estas dos dimensiones. El tercer capítulo considerará particularmente el de la libertad y se dedicará a mostrar cómo tanto la teoría del libre arbitrio como el determinismo suponen una representación espacial de la libertad y cómo, de admitir esta representación, no es posible zanjar el problema de si la elección entre dos opciones es libre o está causalmente determinada. Por eso Bergson propone considerar al acto libre desde un punto de vista temporal como el acto que nos expresa a nosotros mismos (véase Bergson 1889: 129), como el acto cargado de todo nuestro pasado, el acto que –a diferencia del acto mecánico, idéntico entre todos los individuos de la misma especie– solo yo podría haber realizado. El problema no se resuelve, sino que se disuelve, y esto por devolverle al espacio lo que ocupa espacio y otorgarle al tiempo lo que toma tiempo.
Ahora bien, un procedimiento como el que se utiliza ante el problema de la libertad o de la intensidad de las sensaciones que son, a nuestros fines, meros ejemplos, requiere de nuevas herramientas, distintas de las de las ciencias, pero también de las que la metafísica le ofreció. No es con las mismas facultades y con los mismos métodos que obtenemos una representación del espacio y una presentación del tiempo. De la misma manera que Hegel realiza la crítica del entendimiento por su incapacidad para comprender la racionalidad de lo real, Bergson lleva a cabo la crítica de la inteligencia dada su incapacidad para comprender el tiempo. Solo que en vez de ser superada por una razón capaz de sostener la identidad de los opuestos, es completada por una intuición capaz de un contacto inmediato con la duración. Sin embargo, “intuición” es también el nombre que Bergson da a un método y no solo a una facultad. El método intuitivo consiste en pensar las cosas sub species durationis, es decir, en pensar temporalmente. Es tal método el que nos permite, por ejemplo, obtener la nueva definición de la libertad y disolver el debate entre deterministas y partidarios del acto libre. Desde este punto de vista, la intuición no se opone a la inteligencia, sino al análisis que, en vez de pensar desde un ámbito distinto, el del tiempo, divide y clasifica lo que pertenece al espacio.
Ciencia y metafísica quedan así distinguidas a partir de sus métodos, de las facultades que movilizan y de sus objetos. La ciencia es según Bergson el conjunto de disciplinas que tienen como objeto al espacio y como método al análisis; metafísica es la disciplina que tiene como objeto al tiempo y como método a la intuición. O, con mayor precisión, científica será la actitud que se proponga analizar un fenómeno que tenga al espacio como su condición; metafísica será la actitud que proponga examinar intuitivamente los fenómenos que tengan al tiempo como su condición. En su “Introducción a la metafísica”, Bergson ofrecerá tres definiciones de la ciencia y de la metafísica. La primera las distingue como el conocimiento relativo y el conocimiento absoluto respectivamente y la segunda, como el conocimiento por símbolos y el conocimiento que pretende prescindir de símbolos (Bergson 1934: 178 y 182 respectivamente). Se refiere a que la ciencia, siempre mediante un sistema simbólico, nos ofrece un punto de vista acerca de un fenómeno: puede ser su peso en kilos, su posición en coordenadas, su voltaje o velocidad. La metafísica, gracias a una intuición, nos depositaría en el interior del fenómeno permitiéndonos así un contacto íntimo con su esencia, no con aquello que lo hace más grande o más pesado que otro fenómeno considerado del mismo modo, sino con aquello que lo hace único. Tales definiciones tienen el inconveniente de sugerir algún tipo de superioridad de la metafísica respecto de la ciencia. Pero, en este sentido, debemos recordar tres cosas. Por un lado, que la crítica bergsoniana concierne a la metafísica también. De hecho, de allí partimos: de una crítica al paralelismo spinozista. Se dirá que Bergson no se está refiriendo a la historia de la metafísica en su totalidad sino a la propia metafísica, a la metafísica que pretende rehabilitar. En tal caso, habrá que precisar en segundo lugar lo que Bergson está comprendiendo por “conocimiento absoluto”, por “esencia” o “interioridad” y recordar los problemas que le trajeron a los ojos del neokantismo estas definiciones algo vulgares de la metafísica. Tanto el conocimiento absoluto como la esencia, paradójicamente, deben remitirse al fenómeno y no a la cosa en sí. Dicho de otro modo, Bergson no está entendiendo las expresiones como Kant o según un dogmatismo precrítico, sino en tanto postkantiano. ¿Qué puede en tal contexto significar un conocimiento absoluto del fenómeno? Significa que, del fenómeno, no solo la forma es cognoscible, sino también la materia. Cuando descartamos la materia de la sensación por ser heterogénea y cambiante, cuando fundamos el conocimiento sobre la forma por ser universal y necesaria, al mismo tiempo, razona Bergson, estamos reduciendo el conocimiento al conocimiento científico. Su tesis no es que sea un error; su tesis es que otro conocimiento es posible también y que ciertos fenómenos (los temporales) requieren de él. El conocimiento que no se funda sobre la forma de la sensibilidad sino que nos zambulle en la materia de la sensación es el conocimiento intuitivo o metafísico. En este sentido y solo en este sentido podemos decir que es un conocimiento absoluto (véase Riquier 2011: 35-61). Finalmente, también debemos tomar al pie de la letra la caracterización de tal conocimiento como uno que “pretende pasarse de símbolos”. De ignorar que se trata de una pretensión, podríamos creer que la intuición consiste en una visión supraintelectual o supralingüística, un contacto místico con lo real. Y ciertos pasajes de Bergson podrían apoyar esta interpretación. Pero lo cierto es que la fórmula afirma que pretende prescindir de símbolos y no que prescinde y que esa misma afirmación es un hecho lingüístico. Con lo cual, lo que distinguiría a la ciencia y a la metafísica sería menos el recurso o no recurso a los símbolos que distintos usos de los sistemas simbólicos. Mientras que la ciencia podría confiarse a ellos, la metafísica debería hallar el modo de, dentro de ellos, distanciarse de ellos pero solo para, con ellos, poder revelar lo que pretende. Afirmar que el tiempo es inefable constituye una afirmación. Simplemente, lo que se afirma, es que su naturaleza no es tal que un nombre, siempre idéntico a sí, diseñado para reconocer lo diferente como lo idéntico, pueda expresarla; al contrario, su naturaleza es cambio y diferencia respecto de sí. Ciencia y metafísica, sin fundamentarse, sin oponerse, sin subordinarse ni superarse, serían simplemente distintas, heterogéneas, dos actitudes diferentes respecto de dos dimensiones irreductibles de lo real. He aquí una de las diferencias capitales con el hegelianismo. Para expresarlo en los términos de Nicolaï Hartmann: “el conflicto no opone nunca A y no A, un término positivo a uno negativo, se trata más bien de lo positivo erigiéndose siempre contra lo positivo” (Hartmann 1931). Parafísica sería de hecho un nombre más apropiado para aquella disciplina que no estudia lo que está más allá de la física sino al lado, en la misma realidad, pero en otra dimensión.

La metafísica como experiencia integral

Estas primeras definiciones de la ciencia y de la metafísica no parecen, en principio, constituir una jerarquía. Sin embargo, la relación entre las disciplinas tal como la concibe Bergson tampoco puede reducirse a la relación de heterogeneidad hasta aquí presentada. En ciertos pasajes –tal vez algo más raros– es también posible al menos vislumbrar una cierta continuidad o complementariedad entre la metafísica y la ciencia. Para examinarla, una vez más, es necesario remitir, de manera sucinta, a la ontología.
En particular, es necesario interrogar si la distinción entre el tiempo y el espacio agota su relación. Entre tiempo y espacio, se estableció una diferencia radical. En un sentido, hasta se los puede considerar opuestos dado que por notas opuestas se definen: homogeneidad, divisibilidad y simultaneidad de un lado; heterogeneidad, indivisibilidad y sucesión del otro. El tiempo es cambio puro, transformación constante respecto de sí, diferencia de naturaleza; el espacio es identidad pura, permanencia y, a lo sumo, diferencias de grado. Esta distinción, en un sentido, es irrevocable. Pero en otro, la pregunta que se plantea es de qué orden es la diferencia entre la diferencia de grado y la diferencia de naturaleza. Es una de las cuestiones más problemáticas del bergsonismo; son pocos los pasajes que ofrecen un tratamiento directo de esta cuestión; su problematicidad consiste en que, de algún modo, la filosofía bergsoniana intenta demostrar una suerte de convertibilidad entre la diferencia de grado y la diferencia de naturaleza, tal como la filosofía hegeliana intenta demostrar la identidad entre la identidad y la diferencia. En efecto, la analogía podría ponernos sobre la pista de la argumentación. Del mismo modo en que el momento de la universalidad, en el sistema hegeliano, para ser universalidad verdadera, debe incluir y superar la particularidad, porque si no se trataría sencillamente de una oposición entre particulares, de la misma manera que el verdadero infinito debe incluir y superar lo finito, puesto que si no se trataría simplemente de la oposición entre dos finitudes, el tiempo, la duración, en el sistema de Bergson, si es verdadera heterogeneidad respecto de sí, en sí, debe incluir lo otro respecto de sí, a saber, el espacio. La diferencia entre los sistemas de Hegel y Bergson es que en el de Bergson, la diferencia no tiene la forma de una negación. Pero del mismo modo que una identidad distinta a la identidad que se toma como punto de partida es necesaria para aceptar la diferencia entre la identidad de partida y la diferencia; un tiempo distinto al tiempo de partida es necesario para comprender la verdadera relación entre el tiempo de partida y el espacio. Dicho de otro modo, se revela que “tiempo” tiene dos acepciones y que solo según una acepción restringida lo definimos a partir de la continuidad, la heterogeneidad y la sucesión y lo oponemos al espacio. Según una segunda acepción, amplia, no se opone al espacio sino que incluye al espacio. Según esta acepción, Bergson afirma que el tiempo es susceptible de grados de mayor o menor dilatación y que el espacio es el tiempo en su grado de mayor contracción.2
Esta argumentación de carácter metafísico se completa por una argumentación de aspecto físico cuando Bergson afirma que el espacio es tiempo a velocidad infinita. ¿A qué se refiere? A que para que la previsión sea posible, para que las fórmulas de la ciencia sean universales y necesarias, se requiere que el futuro sea completamente idéntico al pasado, que pasado, presente y futuro se contraigan en un punto único sin duración. Es necesario que entre el pasado y el futuro no haya tiempo, que sean simultáneos, o bien que el tiempo entre ellos pase a una velocidad tan grande que no requiera tiempo. Esa velocidad no puede presentar un grado, por más alto que sea, sino que debe ser infinita. Debemos poder pasar, gradualmente, de lo que tiene grados a lo que no los tiene, de lo finito a lo infinito. Eso es lo que permite la teoría de los “ritmos de duración” (Bergson 1896: 232). El tiempo, según esta teoría, no sería únicamente lo continuo, heterogéneo y sucesivo. Sería aquello susceptible de ritmos, velocidades. Pero entonces, nuevamente, debemos distinguir dos sentidos. El espacio es el tiempo a velocidad infinita, pero el tiempo en sentido amplio. En sentido estricto, el tiempo se opone al espacio. En sentido amplio, el tiempo es tal que, según su velocidad, será considerado como tiempo o espacio.
La conclusión de las dos argumentaciones es la misma: ya sea por la vía de las imágenes de la dilatación y contracción, ya sea por la vía de la noción de la velocidad, resulta que la diferencia de naturaleza se transforma en diferencia de grado y viceversa. Y del mismo modo que la distinción ontológica entre el espacio y el tiempo tenía su correlato en la distinción epistemológica entre la ciencia y la metafísica, ahora esta especie de continuidad entre las dimensiones de lo real tiene su correlato epistemológico correspondiente, una forma de continuidad entre la ciencia y la metafísica. Aparece, por ejemplo, cuando Bergson considera la historia de las ciencias. “Estimamos que muchos de los grandes descubrimientos, al menos aquellos que transformaron las ciencias positivas o que crearon nuevas, fueron también sondas arrojadas en la duración pura.” (Bergson 1934: 217-218) Aparece, también, cuando Bergson se refiere al porvenir del conocimiento. “Una filosofía verdaderamente intuitiva realizaría la unión tan deseada de la metafísica y la ciencia. (…) Pondría más ciencia en la metafísica y más metafísica en la ciencia” (Bergson 1934: 218-219). Es esta unidad la que conduce a la tercera y última definición de la metafísica en la “Introducción a la metafísica” como experiencia integral. De hecho, mismo la consideración de la Estética trascendental se completa a partir de la nueva concepción del saber. Cuando Bergson nos dice que la crítica kantiana se aplica tanto a la metafísica como a la ciencia, que vale tanto para la metafísica de los antiguos como a la ciencia de los modernos (Bergson 1934: 221), ya no se refiere exclusivamente a que otro conocimiento (el metafísico) sería posible además del conocimiento científico fundado en la forma de la sensibilidad. Se refiere a que tanto la metafísica como la ciencia serían distintas –pero ya no tan diferentes entre sí quizá– de tomar como objeto la materia de la sensación: ambas y, quizá como una sola, tendrían como objeto la realidad misma, la duración pura.
Mediante la distinción de los objetos, métodos y facultades movilizadas, Bergson estableció una diferencia de naturaleza entre la ciencia y la metafísica que no es revocada. Simplemente, esa diferencia, en el marco de una argumentación más amplia, se convierte en una diferencia de grado que admite una continuidad o un cierto pasaje de la ciencia a la metafísica y viceversa. Sin embargo, no puede dejar de observarse que, en el plano ontológico, aquello susceptible de grados o velocidades, aquello que recibe una acepción amplia y una estricta, es el tiempo y no el espacio, y que no es indistinto llamarlo “tiempo” o “espacio”. Paralelamente, en el plano epistemológico, la eventual unificación del saber es considerada en nombre de una metafísica o filosofía y no en nombre de una ciencia. Es por eso que, más allá de las diferencias con una concepción fundacionista del saber, la clasificación bergsoniana de las disciplinas parece todavía presentar ciertos residuos de una jerarquización. Se hace más patente cuando involucramos las actividades artísticas. Según el tópico moderno, para Bergson también la función del artista consiste en hacer visible lo invisible (Bergson 1900: 120). Simplemente, agrega que el artista dilata nuestra percepción en superficie mientras que la metafísica lo hace en profundidad (Bergson 1934: 175). Se refiere a que si el arte nos hace percibir más, la metafísica nos permite intuir. Quizá sea por estos motivos que, cuando Gilles Deleuze y Felix Guattari retoman esta concepción del saber, conservan la heterogeneidad entre las disciplinas pero abandonan toda idea de una unificación o continuidad posible. ¿Implica el movimiento renunciar a la complementariedad o colaboración entre los campos del saber?

Heterogeneidad e interconexión entre la metafísica y la ciencia

Como en el caso de la filosofía bergsoniana, en el caso de la filosofía de Deleuze y Guattari también es necesario remitirse a la concepción de lo real para comprender la organización del saber. (Tomamos la expresión “organización del saber” en un sentido amplio para referir a la relación entre las distintas disciplinas. La aclaración es necesaria porque, como veremos a continuación, en el caso de la filosofía de Deleuze y Guattari, esta relación no se piensa de manera organicista y tampoco es seguro que las disciplinas sean sencillamente formas del saber.) Y como para Bergson, lo real, nuevamente, presenta dos dimensiones. Simplemente, esas dos dimensiones ya no son el tiempo y el espacio, sino lo que los autores designan como lo virtual y lo actual. Se trata de una distinción bastante problemática porque cualquier superposición con distinciones previas tarde o temprano fracasa. Resulta imposible, nuevamente, entrar en el detalle de esta ontología en el marco del presente trabajo. Como para el caso de Bergson, nos limitaremos a restituir los elementos necesarios para comprender la novedosa relación que se establece entre ciencia y filosofía. ¿Cabe identificar lo actual con lo material y lo virtual con una dimensión no material, con lo espiritual? Lo que lo impide es el hecho de que fenómenos de orden espiritual también pueden ser plenamente actuales. ¿Cabe identificar lo virtual con lo trascendental y lo actual con lo empírico?3 El problema es que hay fenómenos virtuales y empíricos: otra cosa no son para Deleuze y Guattari los acontecimientos, por ejemplo (véase Deleuze y Guattari 1991: 36). Lo actual, desde ya, no debe comprenderse, desde un punto de vista temporal, como lo presente, sino desde un punto de vista ontológico como la realidad efectiva. Encontramos tal acepción en el adverbio inglés actually o en el adjetivo, cuando por ejemplo una película anuncia this movie is based on actual facts (esta película está basada en hechos reales). Desde el momento en que Deleuze y Guattari consideran que la realidad no se reduce a su efectividad, a su actualidad, habilitan una segunda dimensión, no menos real, pero tampoco actual: lo virtual. El sentido de un fenómeno, por ejemplo, no forma menos parte de su realidad, aunque no participa de su efectividad, y nada tiene que ver con el hecho de que no pueda ser percibido por los sentidos. Tampoco constituye al fenómeno como su condición trascendental. Una parte constituida de él es sencillamente empírica sin ser actual. “Virtual” bautizan Deleuze y Guattari tal dimensión entonces, aprovechando que la época informática nos acostumbró el oído a juntarlo con lo real, en la frase “realidad virtual”. Nada más lejano del concepto de lo virtual, sin embargo, dado que no se trata de una realidad conformada por imágenes, tampoco de una realidad imaginaria, ni de una segunda realidad en ningún sentido posible. Virtual significa real sin ser actual.
¿Cómo se definen la ciencia y la filosofía a partir de esta concepción de la realidad? La ciencia crea funciones que refieren a un estado de cosas actual; la filosofía crea conceptos que dan una consistencia a lo virtual (Deleuze y Guattari 1991: 112). El elemento de la ciencia es la función. Una ecuación es una función, una fórmula es una función. El elemento de la filosofía es el concepto. La mónada es un concepto, el cogito es un concepto. Las funciones remiten a un estado de cosas, no siempre visible, pero siempre actual. Los conceptos no refieren a nada sino que constituyen, en un sentido trascendental, la dimensión virtual de la experiencia. Si no fuera por los conceptos, lo virtual sería puro caos. Los conceptos lo ordenan, lo configuran, le dan una cierta consistencia. El arte, también de acuerdo con el tópico romántico, exhibe lo virtual en lo actual o actualiza lo virtual por medio de afectos y perceptos, es decir, maneras de percibir y sentir (Deleuze y Guattari 1991: 182). Así, la ciencia y la metafísica se distinguen por sus objetos y sus elementos: una refiere a un estado de cosas por medio de funciones, otra da consistencia a lo virtual por medio de conceptos. Es una operación inteligente en la medida que permite romper con ciertos monopolios: el del conocimiento por parte la ciencia, el de la reflexión por parte de la filosofía, y también el de la creación por parte del arte. No es cierto, efectivamente, que solo los artistas creen. La historia de las ciencias y de la filosofía nos ofrece suficientes ejemplos de creaciones originales en sus campos respectivos. No es cierto, luego, que solo la ciencia conozca. Filosofía y arte son también formas de conocimiento. Y finalmente, tampoco es cierto que solo la filosofía tenga el privilegio de la reflexión. Es más, ¿no son los mismos protagonistas, artistas y hombres de ciencia, quienes mejor capacitados están para comprender la propia actividad? En pocas palabas, el ordenamiento del saber de Deleuze y Guattari podría resumirse en esta fórmula: heterogeneidad de elementos, igualdad de derechos. La singularidad de cada disciplina está dada por sus elementos. La igualdad no implica la pérdida de esta singularidad sino que se aplica únicamente a sus derechos: la reflexión, el conocimiento y la creación. Si esta teoría implica la crítica de las ideas de fundamentación (de la ciencia por la filosofía, por ejemplo), de explicación (del arte por la filosofía, por ejemplo), de síntesis (del arte y la ciencia por medio de la filosofía, por ejemplo), de aplicación (de la filosofía por medio de la ciencia, por ejemplo), de manifestación (de la filosofía por medio del arte, por ejemplo), es porque cada una de estas ideas, de un modo u otro, conllevan el riesgo de establecer una dependencia entre las disciplinas. Sin embargo, poseen una ventaja: permiten una relación entre ellas. ¿El ordenamiento de Deleuze y Guattari implica una total separación?
Al contrario, la teoría implica afirmar que una verdadera relación, una verdadera colaboración, un verdadero encuentro es posible solo si cada disciplina conserva su singularidad. Esta forma de conexión recibe en el libro de 1991 el nombre de “interferencia” (Deleuze y Guattari 1991: 205) y, lógicamente, se prevén seis: las funciones de los conceptos y afectos, los afectos de funciones y conceptos, y los conceptos de funciones y afectos (Deleuze y Guattari 1991: 188). Todo el problema reside en cómo comprender el genitivo. Para ello, la propia obra deleuziana nos ofrece ciertos ejemplos, fundamentalmente ligados a lo que tradicionalmente llamaríamos estética o filosofía del arte. Es, en particular, en ocasión de sus trabajos sobre el cine en donde Deleuze se ve llevado a pensar la propia operación. Entonces comenta que no se trata allí de explicar el cine, de reflexionar sobre el cine, de revelar algo que en el cine estuviese oculto o implícito. Se trata de construir los conceptos relativos a ciertas imágenes o los conceptos de ciertas imágenes (Deleuze 1985: 365-366). Tal cosa no la hace el cine, que no dispone de conceptos, sino solo de imágenes. El concepto es el elemento de la filosofía. Por lo tanto, el concepto de una imagen, es la filosofía quien debe construirlo. No es que sea la forma de un contenido determinado. Es más bien su expresión en una lengua distinta, la conceptual. Quizá sea la respuesta de Michel Foucault, en una entrevista conjunta con Deleuze, sobre el rol del intelectual, lo que ayude a arrojar algo de luz sobre esta idea. El rol del intelectual, razona Foucault, ya no puede consistir en ser el portavoz de los que no tienen una voz, como en la época de Sartre. Todos saben bien lo que necesitan, saben expresarlo y lo hacen mejor que nadie. Lo que sí puede requerirse es expresar el mismo mensaje en otro ámbito, la misma lucha pero en otro terreno, con sus propias reglas, con sus propios métodos (Deleuze 2002: 290)4. Los conceptos del cine no son otra cosa: los elementos del mundo filosófico correspondientes a los elementos del mundo cinematográfico. Paradójicamente, esta concepción de las disciplinas heredera del bergsonismo culmina en una especie de rehabilitación de aquello por donde se iniciaba la concepción bergsoniana: por el paralelismo. Sin embargo, se trata de un paralelismo enmendado a partir de la crítica bergsoniana. Conceptos, funciones y afectos expresan una misma realidad aunque según un orden y conexión distintos.
Al sistema conformado por las tres disciplinas y sus posibles interferencias, Deleuze y Guattari lo llaman cerebro (Deleuze y Guattari 1991: 196). Es de lo más importante realizar algunas observaciones para evitar ciertos contrasentidos. En primer lugar, debemos distinguir al cerebro de cualquier tipo de unificación, aun de una unificación débil como la bergsoniana. Deleuze y Guattari son muy claros al respecto cuando definen al cerebro como la junción (jonction) del arte, la filosofía y la ciencia (Deleuze y Guattari 1991: 196). ¿Por qué recurrir a un término tan rebuscado, disponiendo sobre todo de uno como “conjunción” (conjonction)? Justamente para mostrar que no se trata de una unión en un tronco común sino de un sistema sin principio, centro o fin, de una red. Ninguna disciplina se opone a otra, ninguna es la negación de otra y ninguna supera a otra. Son sencillamente diferentes y más que complementarse pueden conectarse o interferirse. En segundo lugar, el uso del vocabulario de la física y biología no debe confundirnos. En un sentido, la intención que lo justifica es la misma que llevaba a Bergson a emplear la estrategia opuesta. Bergson se esforzaba por distinguir los campos semánticos de la ciencia y la metafísica para asignarle al espíritu la misma realidad que a la materia: cuerpos, fuerzas, movimientos por un lado; almas, tendencias, procesos por el otro. Le ocurría usar la misma palabra para elementos de naturaleza distinta, pero prefería que cada elemento tuviera su término y cada término su campo semántico correspondiente. De hecho, si bautiza durée a lo que él considera el tiempo verdadero es porque así puede distinguirlo del tiempo con el que operan las ciencias. Persiguiendo el mismo objetivo, la estrategia de Deleuze es entonces la opuesta. Para asignarle la misma realidad a lo virtual que a lo actual, se va a utilizar el vocabulario más concreto posible. La red de conexiones para darle un sentido a lo real es denominada “cerebro”, pero el cerebro no es un órgano del cuerpo. La Neurología virtual de Deleuze y Guattari no tiene a las neuronas orgánicas como objeto, sino a moléculas micro o metabiológicas (véase Deleuze y Guattari 1980: 333-351) que, a diferencia de las moléculas biológicas, idénticas entre sí, constituyen la más pequeña diferencia. La nueva neurología es la ciencia del cerebro entendido como el sistema de conexiones posibles entre las diversas formas que los seres humanos tenemos de enfrentar lo real. Lógicamente, admite tres campos y uno de ellos fue desarrollado por Deleuze: la Noología, el estudio de las imágenes del pensamiento conceptual5. El bautismo de los otros dos (el estudio de las imágenes del pensamiento científico y artístico) permanece pendiente, así como el descubrimiento de los demás.

Conclusión

La teoría paralelista es elaborada fundamentalmente para evitar las dificultades a las que conducía la concepción interaccionista entre el alma y el cuerpo. Una idea no puede determinar a un cuerpo al movimiento y tampoco un cuerpo, a una idea. Tal es su punto de partida. Sin embargo, el dualismo que implica –Pensamiento por un lado, Extensión por el otro– se resuelve en un monismo mecanicista: la ley que rige tanto para las ideas como para los cuerpos es la ley de causalidad. Por eso Bergson no considera la teoría paralelista como un progreso radical respecto del interaccionismo. Nos sigue obligando a considerar los fenómenos espirituales como fenómenos materiales. De aquí que, por su parte, Bergson establezca una diferencia total y absoluta, diferencia de naturaleza, entre el Pensamiento y la Extensión. Sobre esta diferencia ontológica se monta la diferencia epistemológica que hace de la ciencia y la metafísica dos disciplinas por completo heterogéneas: la inteligencia de la materia y la intuición del espíritu.
Sin embargo, el dualismo bergsoniano también se resuelve en un monismo, aunque no se trate de un monismo mecanicista, en la medida que materia y espíritu son dos direcciones de la misma tendencia, dos dimensiones del mismo élan. Consecuentemente, ciencia y metafísica serán dos momentos de un mismo saber. En cierto sentido, si Bergson considera que Spinoza extiende al espíritu las leyes de los cuerpos, no sería del todo inexacto afirmar que Bergson extiende a los cuerpos las leyes del espíritu. Después de todo, durée llama Bergson a esa tendencia única, y “metafísica” sigue llamando a ese saber general capaz de incluir la metafísica en sentido estricto y la ciencia positiva en general. El ajuste que introducirán Deleuze y Guattari respecto de la relación entre las disciplinas concierne a este último punto. Ciencia y metafísica se siguen definiendo por la heterogeneidad: diferencia de elementos, de objetos y métodos. Sin embargo, la relación entre ellas no está dada por una continuidad en el seno de un mismo saber, sino por las interconexiones posibles entre los elementos de cada disciplina, por la posibilidad de crear conceptos de funciones o funciones de conceptos. Es un nuevo monismo, pero ni mecanicista ni organicista, sino, según los términos de los autores, maquínico. ¿En qué sentido corresponde a una cierta rehabilitación del paralelismo? En un único sentido, a saber, en el hecho de que la realidad que corresponde a un concepto y una función es la misma, en el hecho de que, la realidad a la que corresponden el acontecimiento que un concepto es y el estado de cosas al que una función refiere, es una y la misma cosa. Se trata de un paralelismo depurado de la causalidad, pero depurado también de cualquier tipo de identidad entre las reglas que rigen una y otra dimensión. Ocurre que en ciertas oportunidades Deleuze y Guattari, luego de Rémy Chauvin, definan esta relación como una “evolución aparalela” (Deleuze y Guattari 1980: 9, 13 y 24). Aparalelo no se opone a paralelo, no significa perpendicular. Aparalelo implica la paradoja de un paralelismo asimétrico. Tal es la relación que en la filosofía de Deleuze y Guattari se da entre las dimensiones de lo real y, consecuentemente, también entre la ciencia y la metafísica.

NOTAS

1. Salvo indicación contraria, todas las traducciones son nuestras.
2. Véase Bergson 1896: 7, 31, 39, 76, 115, 184, 188 y 190; 1907: 339; 1934: 20 y 184.
3. Véase Žižek 2003: 34 y Buydens 1990: 16.
4. Para un comentario de Deleuze respecto de esta concepción de Michel Foucault, véase Deleuze 2003: 259.
5. Véase Deleuze y Guattari 1980: 446 y Deleuze 1969: 169-218.

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Recibido: 09-2015;
aceptado: 12-2015

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