SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.43 número1Foucault et le problème de la vie índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

  • No hay articulos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Revista latinoamericana de filosofía

versión On-line ISSN 1852-7353

Rev. latinoam. filos. vol.43 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires mayo 2017

 

COMENTARIOS BIBLIOGRÁFICOS

Quentin Meillassoux, Después de la finitud: Ensayo sobre la necesidad de la contingencia, Caja Negra Editora, 2015, 208 pp.

 

Quentin Meillassoux, filósofo nacido en Paris en 1967, ha cobrado notoriedad a partir de la aparición de Après la finitude: Essai sur la nécessité de la contingence (Paris, Seuil) en 2006. Aunque pasó más bien desapercibido en el campo filosófico francés, el libro se tradujo rápidamente al inglés y tuvo un fuerte impacto en el mundo anglófono, convirtiéndose en la piedra de toque de un movimiento bautizado Realismo o Materialismo Especulativo.
La editorial Caja Negra, en el marco de su colección Futuros Próximos, es responsable de la primera edición en castellano del libro de Meillassoux, hecho que favorecerá su circulación en el universo filosófico de habla hispana. Conviene reparar en algunas de las ideas vertebradoras de este texto –que, pese a su brevedad, reviste una potencia conceptual notable– con vistas a comprender las razones de su singular ubicación en la escena filosófica actual.
El primer capítulo (“La ancestralidad”) comienza con una propuesta que, según advierte, puede parecer “una sutileza escolástica”: volver a la distinción precrítica entre cualidades primarias y cualidades secundarias que permite considerar como propiedad del objeto en sí todo lo que puede formularse de este en términos matemáticos. Si esto resulta absurdo al filósofo moderno, es porque ha quedado encerrado en el “correlacionismo”, es decir, la creencia de que solo tenemos acceso a la correlación Ser-Pensamiento, nunca a alguno de los términos aisladamente; en otras palabras, no se puede pensar un mundo sin un ente capaz de pensar ese mundo.
Meillassoux argumenta que el correlacionismo no puede resolver el problema de la Ancestralidad, que refiere a la producción de enunciados científicos sobre acontecimientos previos a toda forma humana de relación con el mundo (el origen del Universo se remonta a 13,5 millones de años, el de la Tierra a 4,45…). Este es el objetivo que orienta el libro: plantear, antes que resolver, la ancestralidad como problema filosófico, lo cual implica cuestionar decisiones del pensamiento postkantiano para poder “salir de uno mismo, apoderarse del en sí, conocer lo que es, independientemente de que nosotros seamos o no” (p. 51). Pensar la ancestralidad equivale a pensar un mundo sin pensamiento y a rehabilitar la conexión del pensamiento con lo absoluto, comprendido como lo desligado, lo separado del pensamiento, lo no relativo a nosotros.
Extrañamente, el pensamiento del absoluto, que Meillassoux denomina “especulación”, no es metafísico, como explica en el capítulo 2 (“Metafísica, fideísmo, especulación”). Frente a la metafísica dogmática, que sostiene el “régimen ontológico de la necesidad” que establece que un ente determinado debe necesariamente existir (Idea, acto puro, átomo, Dios, Historia mundial, etc.), Meillassoux defiende una necesidad absoluta que no reconduzca a ningún ente absolutamente necesario.
Por otro lado, en uno de los escasos pasajes que ponen de relieve una dimensión ética del materialismo especulativo, Meillassoux indica que el correlacionismo socava la pretensión de la razón de deslegitimar una creencia por ser irracional. El final de la metafísica comprendido como “desabsolutización del pensamiento” se sostiene en una argumentación fideísta que ataca la pretensión de la razón de acceder a una verdad absoluta capaz de apuntalar o rechazar el valor de la creencia. Los contemporáneos han cedido terreno ante los hombres de fe; si hay una verdad última, queda esperarla de la piedad, no del pensamiento. La tesis del autor es que la modernidad occidental no fue un vasto movimiento de secularización sino que, al mismo tiempo que despojaba al cristianismo de su pretensión de superioridad, se entregó a la “equivalente legitimidad veritativa de todos los cultos” (p. 83). Contra la violencia de los fanáticos, es necesario “volver a encontrar en el pensamiento un poco de absoluto” a fin de contrarrestar las pretensiones de quienes se conciben sus depositarios exclusivos.
El capítulo 3 (“El principio de factualidad”), quizá el más complejo del libro, despliega una argumentación hiperracionalista, por momentos alambicada y engorrosa, que hace justicia a la concepción de la filosofía como “invención de argumentaciones extrañas, por necesidad en el límite de la sofística” (p. 124).
Meillassoux se propone mostrar que lo absoluto no es el correlato, como afirma el correlacionismo, sino la facticidad del correlato o el hecho de que hay un mundo. El desplazamiento consiste en lo siguiente: en lugar de ser la experiencia que el pensamiento hace de su finitud, la facticidad debe ser considerada la experiencia del saber del absoluto. Así, reponemos en la cosa lo que teníamos como una incapacidad del pensamiento: la ausencia de razón inherente a toda cosa no es un límite del pensamiento en busca de la razón última, sino la propiedad última del ente, la propiedad real de toda cosa de ser sin razón y, en consecuencia, “poder sin razón devenir efectivamente otro”, puesto que no hay ninguna ley superior que gobierne el devenir. La “factualidad” designa el hecho de que la facticidad no puede ser pensada como un hecho: solo ella es no fáctica, no contingente. El absoluto con el cual nos topamos al atravesar el círculo correlacional es el Caos o hiperCaos al que nada le es imposible, excepto lo impensable.
El capítulo 4 (“El problema de Hume”) busca refutar a quien juzga absurdo sostener la contingencia de leyes físicas porque, en ese caso, podrían modificarse en todo momento. Esta objeción pone de relieve el “problema de Hume”, que interroga si es posible demostrar que, de las mismas causas, se seguirán en el futuro los mismos efectos, esto es, si las leyes físicas seguirán siendo lo que son en el futuro.
Meillassoux critica la “inferencia necesitarista”, que sostiene que la estabilidad de las leyes presupone la necesidad de las leyes, en tanto se basa en un razonamiento probabilístico en el sentido matemático del término. El razonamiento subyacente es: si las leyes fuesen contingentes, es imposible que no se hubiese manifestado jamás; si pudiesen efectivamente modificarse sin razón, sería infinitamente improbable que no se modificaran frecuentemente. Así, la necesidad queda supuestamente probada por la estabilidad de la durabilidad de las leyes.
Descartada la apelación al azar, Meillassoux encuentra una condición matemática de la estabilidad del Caos en lo transfinito. Su argumento es que el razonamiento probabilístico que sustenta la inferencia necesitarista supone una totalidad numérica, una totalidad de mundos posibles concebibles, pero ésta no puede ser garantizada a priori. Recurriendo a El ser y el acontecimiento de Badiou (referente y mentor de Meillassoux), indaga el alcance ontológico del teorema de Cantor, que apunta a la destotalización del ser-en-tanto-que-ser. La traducción conceptual del transfinito cantoriano es que “el Todo (cuantificable) de lo pensable es impensable” (p. 168).
El quinto y último capítulo (“La revancha de Ptolomeo”) precisa el alcance de la ancestralidad o el archifósil, que involucra, en rigor, todo discurso cuyo sentido incluya un desfasaje temporal entre el pensamiento y el ser: no solo los anteriores a la emergencia del hombre, sino también aquellos que tratan sobre posibles acontecimientos ulteriores a la desaparición de la especie humana. El problema se reformula entonces como referido a las condiciones de sentido de los enunciados dia-crónicos en general. Meillassoux explica que la ciencia moderna permite que estos sean incorporados a un proceso de conocimiento en calidad de hipótesis susceptibles de ser corroboradas o refutadas. Su originalidad radica en la matematización de la naturaleza, su “galileísmo”, el despliegue de un mundo separable del hombre y “esencialmente inalterado por el hecho de ser pensado o no serlo” (p. 185). La revolución galileo-copernicana significó, para la experiencia humana, que el mundo prescinde del hombre.
Ahora bien, la paradoja reside en que la revolución kantiana, conocida como “copernicana”, tiene el sentido contrario a la de Copérnico. Es más bien comparable con una “contrarrevolución ptolemaica”, en la medida en que afirma que el sujeto es central en el proceso de conocimiento. Tras intentar pensar la revolución de la ciencia moderna en el orden del saber, la filosofía moderna renunció a la esencia de su revolución: el modo no correlacional del saber de la ciencia, su carácter especulativo.
Meillassoux se pregunta, indignado, “qué sucedió para que llegáramos hasta aquí”; cómo es posible que la filosofía haya tomado el camino inverso al de la revolución copernicana y se haya vuelto incapaz de dar cuenta del alcance no correlacional de las matemáticas; cómo es posible que la filosofía tome como la cuestión más ociosa lograr que el pensamiento piense lo que puede haber allí cuando no hay pensamiento. Después de la “catástrofe” kantiana, que implicó el renunciamiento a toda forma de absoluto, la tarea de la filosofía es reabsolutizar el alcance de las matemáticas, sin reconducir a una necesidad metafísica.
Con relación a la tarea propuesta, el final del libro puede resultar decepcionante. Sin embargo, Meillassoux argumenta que su propósito no era resolver el problema sino “intentar convencer de que era no solo posible volver a encontrar el alcance absolutorio del pensamiento, sino que esto era urgente” (p. 204). Así como Hume despertó a Kant de su sueño dogmático, el problema de la ancestralidad debería despertarnos de nuestro sueño correlacional y comprometernos “a reconciliar pensamiento y absoluto”.
A la luz de este sobrevuelo a sus tesis fundamentales, es posible comprender por qué el libro ha tenido un impacto significativo: va a contra mano de nuestra episteme filosófica. En primer lugar, no es un comentario sino un ejercicio efectivo de filosofía, una tentativa por hacer filosofía. Su objetivo, además, es indudablemente ambicioso: alcanzar un absoluto no religioso ni dogmático, tarea que reactiva la senda del pensamiento clásico, habitualmente definido por la búsqueda del absoluto. El libro constituye una crítica ácida a la orientación que ha seguido “la tribu” filosófica en las múltiples derivas postcartesianas.
Así planteada, aunque irresuelta, la tarea del materialismo especulativo, le corresponde al lector evaluar si el camino ensayado por Meillassoux es efectivamente novedoso, como anuncian Badiou y Zizek en la contratapa de esta edición, o bien nos retrotrae, bajo el ropaje de la novedad, a una problemática filosófica que creíamos habernos liberado. Se ha dicho que Meillassoux es la estrella ascendente de la filosofía francesa; su obra, actualmente en curso, permitirá juzgar con elementos más sólidos esta caracterización, que encuentra en el libro que reseñamos un ineludible punto de partida.

Marcelo Antonelli
CONICET

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons