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Revista latinoamericana de filosofía

versión On-line ISSN 1852-7353

Rev. latinoam. filos. vol.46 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2020

http://dx.doi.org/10.36446/rlf2020238 

ARTÍCULOS

Razones políticas de la distinción deleuziana entre el devenir y la historia

Political Reasons for the Deleuzian Distinction between Becoming and History

MARCELO ANTONELLI1 

1Instituto de Filosofía “Ezequiel de Olaso” Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Resumen

El concepto de devenir ocupa un lugar relevante en la obra de Deleuze. Tras su aparición en Nietzsche y la filosofía, gana protagonismo en Lógica del sentido y pasa a distinguirse de la historia a partir de Diálogos en el marco de un viraje antihistoricista. Según nuestra hipótesis, en la base de esta separación se hallan razones ontológicas y políticas: las primeras remiten a la concepción del acontecimiento, mientras que las se gundas se explican por la crisis de la izquierda y la aparición de los nuevos filósofos en el campo intelectual francés de mediados de los años 70. Nuestro objetivo es indagar las razones políticas de esta diferenciación conceptual clave que se mantuvo hasta el final de la producción deleuziana.

Palabras clave: izquierda francesa; antitotalitarismo; revolución; acontecimiento; nuevos filósofos

Abstract

The concept of becoming occupies an important place in the work of Deleuze. After his appearance in Nietzsche and Philosophy, he gains prominence in Logic of Sense and becomes distinguished from history in Dialogues in the framework of an antihistoricist turn. According to our hypothesis, on the basis of this separation are ontological and political reasons: the former refer to the conception of the event, while the latter are explained by the crisis of the left and the appearance of the new philosophers in the French intellectual field of the mid-70s. Our objective is to investígate the political reasons for this key conceptual differentiation that was maintained until the end of the Deleuzian production.

Key-words: French left; antitotalitarism; revolution; event; new philosophers

Introducción

En la famosa entrevista con Toni Negri “Control y devenir”, Gilles

Deleuze afirma que se volvió “cada vez más sensible” a la dis tinción entre la historia y el devenir (Deleuze 2003c: 230). Si bien no indica el momento preciso en que la acuñó, es posible constatar que aparece por primera vez en Diálogos, luego ocupa un lugar relevante en “Un manifiesto menos” y en Mil mesetas, así como en la interpretación de Michel Foucault y en ¿Qué es la filosofía? Se trata de una separación conceptual enmarcada en el viraje antihistoricista que tuvo lugar después de El Anti-Edipo. Aunque no abandonó la remisión a procesos históricos y la afición por la historia universal (Deleuze 2003b: 206), tras el primer tomo de Capitalismo y esquizofrenia Deleuze multiplicó las críticas a la historia.

Como observa Mengue (2009: 55), a primera vista resulta extraña una diferenciación entre términos que parecen equivalentes: en El Anti-Edipo, por ejemplo, se afirma que “solo hay un devenir que es el de la realidad” (Deleuze y Guattari 1973: 43).1 De hecho, el recorrido del concepto en la obra deleuziana muestra que no se distinguió de la historia desde su inicio; antes bien, la noción presenta significados diversos, de los cuales solo el último se sitúa en un marco crítico.2 En primer lugar, el devenir es em pleado como sinónimo de la realidad o del todo en variación (no hay otra cosa que devenir, todo está en devenir) especialmente en la interpretación de Nietzsche; en segundo término, el devenir es asociado al simulacro en la lectura de Platón expuesta en Lógica del sentido y Diferencia y repetición; finalmente, la idea de “los devenires” o “devenir-x” (menor, mujer, imper ceptible, revolucionario...) surge como “devenir-animal” en el libro sobre Kafka y se desarrolla profusamente en Diálogos y en Mil mesetas. El segundo sentido puede verse como un puente hacia el tercero; de hecho, la expansión del término coincide con el abandono del de “simulacro” (Deleuze 2003g: 339). En resumen, desde Diálogos el devenir pasó a distinguirse de la historia, dando lugar a una separación conceptual clave en la filosofía de Deleuze.

Esta distinción emergió, como señalamos, en un horizonte de franca hostilidad hacia la historia. Las críticas deleuzianas se dirigen tanto a la his toria en el sentido de los hechos y acontecimientos ocurridos en el pasado, como a la historia en tanto disciplina, investigación o narración de procesos y acontecimientos.3 Esta precisión nos parece pertinente, dado que impacta en el significado del devenir. Con relación al primer punto, Deleuze observa que la historia no es más que el conjunto de condiciones de las que nos desviamos para devenir o crear algo nuevo (Deleuze 2003c: 231); en otras palabras, la historia es diferente de la experimentación, a la que solo provee las condiciones para generar algo que escapa a la historia (Deleuze y Guattari 2005: 106, 133). Desde este ángulo, la historia es el lugar de las recaídas, los fracasos y las decepciones, el “pudrimiento” de los acontecimientos, mientras que el devenir está ligado a la creación y la experimentación. Aunque el devenir necesita de la historia porque de otro modo permanecería indeterminado, lo crucial es que no se reduce a ella y comporta otra temporalidad.

Con relación al segundo tipo de crítica, Deleuze argumenta que la historia capta del acontecimiento solo su efectuación en estados de cosas o en lo vivido, pero su devenir escapa a la historia (Deleuze y Guattari 2005: 106; Deleuze 2003c: 231). A su juicio, en los fenómenos históricos (por ejemplo, la Revolución de 1789 o la de 1917, la Comuna de París, Mayo del 68) existe una parte del acontecimiento irreductible a los determinismos sociales y a las series causales, libre de toda causalidad normal o normativa; “algo en” el acontecimiento implica una bifurcación o una desviación res pecto de las leyes. Ahora bien, Deleuze afirma que “a los historiadores no les gusta este aspecto: ellos restauran las causalidades según el antes y el después” (Deleuze y Guattari 2003: 215). La historia piensa en términos de pasado, presente y futuro -es decir, despliega una sucesión cronológica- mientras que el devenir sigue un principio de coexistencia o simultaneidad que es quiva el presente (Deleuze 2003b: 209; Deleuze 1994: 9 y ss.). Desde este punto de vista, la historia únicamente retiene la parte accidental del aconte cimiento y deja huir el acontecimiento puro en cuanto tal, su devenir exento de causalidades.

Es importante aclarar que no planteamos aquí una oposición o una dicotomía tajante entre la historia y el devenir, pero tampoco acordamos con la tendencia inversa a relativizar en exceso la distinción (como hacen, por ejemplo, Lundy 2012: 184 y Sauvagnargues 2004: 52) pues así se descuida la innovación filosófica deleuziana. Concretamente, nos referiremos a ella en términos de “separación”, “diferenciación” o “heterogeneidad”, sinónimos a nuestro parecer de la “distinción” nombrada por Deleuze.

Razones ontológicas y razones políticas

Según nuestra perspectiva, la heterogeneidad entre la historia y el devenir se sustenta tanto en razones ontológicas como políticas. Las primeras se remontan a la ontología acontecimiental desplegada en Lógica del sentido, con dos salvedades importantes: primero, dicho libro presenta un concepto de devenir que no se opone a la historia, la cual no es abordada en el texto; segundo, la idea de devenir no reviste una significación política como lo hará a partir de Diálogos. Puntualmente, la matriz ontológica de la distinción entre la historia y el devenir consiste en la separación, en el in terior de todo acontecimiento, entre una parte pura o esencial (ideal, virtual, in-efectuable, in-actualizable) y otra accidental (lo efectuado o actualizado en la empiria). El tiempo es desdoblado en Cronos, que remite al plano de las mezclas físicas de los cuerpos, y Aión, que designa el plano de los devenires y los acontecimientos incorporales que esquivan el presente.4

Sobre este esquema se alza la distinción entre el devenir y la historia: el primero se superpone con lo in-efectuable del acontecimiento, mientras que la segunda forma parte del dominio de lo efectuado. Si bien el acon tecimiento puro es inseparable del estado de cosas -por tanto, el devenir lo es de la historia-, la clave es la diferencia entre dos maneras de considerarlo: podemos recorrerlo y registrar su efectuación en la historia, su condiciona miento y su pudrimiento empírico, o bien podemos contra-efectuar lo efec tuado en la historia (Deleuze y Guattari 2005: 106-107). El primer camino nos lleva a considerar un acontecimiento tal como efectivamente sucedió; el segundo nos conduce a extraer de la realización empírica la dimensión virtual, aquello que excede su concreción histórica, el devenir que se hurta al presente, aunque no por ello es eterno (Pardo 2011: 92 n. 1).

Hemos afirmado que la distinción entre la historia y el devenir reúne razones ontológicas y políticas. Venimos de mencionar las primeras, refe ridas a la concepción deleuziana del acontecimiento, que ofrecen la grilla sobre la que se apoya la mentada diferenciación. Ahora bien, el objetivo de este escrito radica en esclarecer las razones políticas que la motivaron. De acuerdo con nuestra hipótesis, la conceptualización deleuziana constituye una respuesta a la situación de la izquierda francesa a mediados de los años 70 y, en particular, a la expandida condena sobre los procesos revolucionarios que caracterizó este momento antitotalitario del campo intelectual francés. La irrupción de los “nuevos filósofos”, que hicieron de la crítica acérrima de la revolución una de sus proclamas fundamentales, suscitó un rechazo explícito en Deleuze, cuya apuesta por el devenir es una de las herramientas conceptuales más relevantes con vistas a desarmar la argumentación de estos autores. Así pues, buscaremos demostrar que los rasgos peculiares de dicha coyuntura histórica desencadenaron la politización del concepto de devenir y su oposición a la historia. Antes de abocarnos a analizar las particularidades del momento histórico, nos detendremos en el marco en que emerge la distinción puesto que refuerza, a nuestro juicio, la hipótesis recién presentada.

Historia de las revoluciones y devenir-revolucionario

El par historia/devenir irrumpe en la segunda página de Diálogos, donde Deleuze objeta la costumbre de “pensar demasiado en términos de historia” y aboga por los devenires, que son orientaciones, direcciones, entradas, salidas. Además de distinguir entre el devenir-mujer y la mujer, el devenir-filósofo y la historia de la filosofía, destaca “un devenir- revolucionario que no es lo mismo que el futuro de la revolución y que no pasa forzosamente por los militantes” (Deleuze y Parnet 1996a: 8). La misma separación entre la revolución y el devenir-revolucionario reaparece en las últimas páginas del libro y en otros trabajos (“Un manifiesto de menos”, Mil mesetas, Abecedario, ¿Qué es la filosofía?). Se trata de una apuesta relevante, como subraya Deleuze cuando le dice a Negri que “la única chance de los hombres reside en devenir revolucionario, la única manera de conjurar la vergüenza o responder a lo intolerable” (Deleuze 2003c: 231). Aunque sería desacertado ceñir la distinción entre la historia y el devenir a la problemática de la revolución, pues la excede, es necesario examinarla, dado que involucra las razones políticas que indagaremos a continuación.5

Deleuze abandona la perspectiva de la revolución como aconteci miento histórico y se inclina por un devenir-revolucionario apoyándose en un juicio de valor negativo sobre la experiencia histórica de las revo luciones: “¿quién ha creído en algún momento que una revolución acaba bien? [...] Todas las revoluciones fracasan, todo el mundo lo sabe” (Deleuze y Parnet 1996b: “G comme Gauche”).6 A sus ojos, la revolución inglesa desembocó en Cromwell, la revolución francesa en Napoleón, la revolución rusa en Stalin, la revolución estadounidense en Reagan. Sin embargo, De- leuze no hace de este fracaso histórico un argumento en contra de toda revolución, pues ello implicaría confundir dos planos heterogéneos: la his toria de la revolución y el devenir revolucionario de la gente, que excede toda concreción histórica, aunque pasa por la historia -pues, como hemos señalado, permanecería indeterminado sin ella-. Así, la revolución como acontecimiento efectuado o efectuable en la historia es reemplazada por un devenir-revolucionario que “no se confunde con el pasado, el presente ni el futuro de las revoluciones” (Deleuze y Guattari 2005: 108). La revolución deja de ser un proyecto posible o actualizable para convertirse en un puro acontecimiento incorporal expresado por un concepto filosófico, una rea lidad “siempre virtual” (Read 2009: 100). El único valor que rescata de las revoluciones es el “entusiasmo” que provocan, “sin que nada en los estados de cosas o en lo vivido pueda atenuarlo”, ni siquiera “las decepciones de la razón” (Deleuze y Guattari 2005: 96-97).

Deleuze no reniega de los procesos revolucionarios, pero adopta un criterio de evaluación inmanente que se atiene a los efectos causados mientras se llevaban a cabo. Dejando a un lado los resultados negativos en que desembocó, invita a sopesar la acción revolucionaria adoptando, como centro de gravedad, aquello que provocó: el “éxito” de una revolución radica en ella misma, “en las vibraciones, los abrazos, las aperturas que ella dio a los hombres en el momento en que se hacía [...] La victoria de una revolución es inmanente, y consiste en los nuevos lazos que instaura entre los hombres, aun cuando estos no duren más que su materia en fusión y rápidamente dejen lugar a la división, a la traición” (Deleuze y Guattari 2005: 167).

La matriz ontológica acontecimiental a la que aludimos previamente cumple en este contexto el propósito de evitar la evaluación meramente ne gativa de ciertos acontecimientos políticos: la parte in-actualizable de todo acontecimiento es una dimensión no histórica, aunque presente en el tiempo, que permite no desesperar ante los fracasos históricos (Mengue 2003: 28). Así, Mayo del 68 fue un proceso que desencadenó un devenir revolucio nario generalizado, aun si no hubo un futuro de la revolución. Esta manera de tratar el acontecimiento implica una potencia liberadora, dado que “así como el acontecimiento puro es encarcelado cada vez en su efectuación, la contra-efectuación lo libera, siempre para otras veces” (Deleuze 1994: 188).

En resumen, Deleuze considera que las revoluciones fracasan y hace una apología del “devenir revolucionario sin futuro de la revolución” (De leuze y Parnet 1996b: “G comme Gauche”). Aun si se ha encontrado en la deriva posterior a Mil mesetas una inquietud mayor por los fenómenos de actualización, consolidación y estratificación que reforzaría la “interdepen dencia” entre la historia y el devenir, especialmente en su interpretación de Foucault (Sauvagnargues 2004: 54, 68 y ss), lo cierto es que, en lo que hace a la problemática de la revolución, la diferencia entre el devenir y la historia es ontológica, política y valorativa, y no deja margen para la reivindicación de los procesos históricos a excepción del entusiasmo suscitado.

Estudiaremos a continuación las características del campo intelectual francés en el momento en que Deleuze elabora la distinción entre la historia y el devenir.

La crisis de la izquierda francesa en los años 70

Deleuze sostiene que los conceptos filosóficos no nacen y mueren arbitrariamente, sino que cumplen determinadas funciones en un campo de pensamiento que varía y que puede volverlos inútiles o inadecuados (Deleuze 2003f: 326). Si aplicamos esta perspectiva a nuestro tema, creemos que el surgimiento de la contraposición entre el devenir y la his toria obedece a ciertas características de la crisis de la izquierda francesa de mediados de la década del 70; en particular, a las controversias a raíz de la Unión de la Izquierda (1972-1977) bajo el mando de Franyois Mitterrand.

En la segunda mitad de la década del 70, a la discusión sobre las formas po líticas del socialismo, el “efecto Solzhenitsyn” y la disidencia venida del Este, se agregaron la aparición de los “nuevos filósofos” y la actividad editorial de Esprit y Le Nouvel Observateur, publicaciones abocadas a denunciar la su puesta ceguera de la izquierda francesa frente a los crímenes del comunismo y a cuestionar la cultura política revolucionaria (Castro 2018: 8-13).

El libro Diálogos, donde se presenta la distinción entre la historia y el devenir, fue publicado en 1977. Ahora bien, ese fue el año de los “nuevos fi lósofos” (particularmente, Bernard-Henri Lévy y André Glucksmann), cuyos libros La barbarie con rostro humano y Los maestros pensadores se volvieron best sellers (vendieron más de 80.000 copias cada uno en un año) y pasaron a ocupar el centro de los debates políticos de los intelectuales franceses (Chris- tofferson 2004: 184). De acuerdo con nuestra hipótesis, la distinción entre la historia y el devenir debe comprenderse a partir de la oposición explícita de Deleuze a los “nuevos filósofos”, tanto en lo que hace a sus modos de hacer filosofía como a sus tesis principales. En otras palabras, la conceptua- lización deleuziana debe interpretarse en función del impacto de algunos de los múltiples debates de ese momento visiblemente agitado del campo intelectual francés.

En la segunda mitad de la década del 70 irrumpió una virulenta crítica del totalitarismo de izquierda en la vida intelectual francesa, pro vocada en parte por la publicación en 1974 de Archipiélago Gulag de Ale- ksandr Solzhenitsyn, aun cuando su impacto real pueda acaso relativizarse, dado que fue más bien el ataque del Partido Comunista Francés contra el texto y el autor lo que le dio especial preeminencia (Christofferson 2004: 90). Tanto en libros y panfletos, como en la prensa y la televisión, los intelec tuales no comunistas denunciaban el marxismo y la política revolucionaria por estar asociados fatalmente al totalitarismo. Así, no solo marginalizaron el pensamiento marxista e inauguraron una cruzada contra el comunismo, sino que además socavaron la legitimidad de la tradición revolucionaria francesa. A ello contribuyó también el revisionismo de Franfois Furet, que en 1978 publicó Pensar la revolución francesa, donde argumentaba que la política revo lucionaria desemboca necesariamente en el totalitarismo como resultado de su dinámica ideológica maniquea. Lo cierto es que los intelectuales franceses habían comenzado a sospechar de la revolución en general, razón por la cual Furet pudo extender las supuestas lecciones del Gulag a la revolución francesa. Foucault expresó esta posición, ciertamente expandida, planteando la cuestión de “si la revolución es o no deseable” (Fernández 2019: 3-4). Además, fue el momento en que toda una generación rechazó su propio pasado, ligado al Mayo del 68 (Dosse 2007: 441-442). Por estas razones, Christofferson (2004: 272 y ss.) afirma que el antitotalitarismo francés fue

más político que intelectual y claramente insular, esto es, motivado por la política doméstica francesa.

Si retomamos la separación entre la historia y el devenir, conviene reparar en algunos indicios que avalan la clave de lectura aquí propuesta. Así, en el mismo párrafo de la entrevista con Negri que comienza con la distinción entre la historia y el devenir, Deleuze dice: “Hoy, la moda es denunciar los horrores de la revolución. No es nada nuevo, todo el ro manticismo inglés está repleto de una reflexión sobre Cromwell análoga a la que se hace hoy sobre Stalin” (Deleuze 2003c: 231). El falso carácter novedoso de las denuncias obedece a que la gran mayoría de los intelec tuales franceses de la izquierda no comunista ya estaban al tanto de las fallas del socialismo soviético y lo habían rechazado como un modelo político antes de junio de 1974, cuando se publicó la traducción francesa de Ar chipiélago Gulag. Por ejemplo, en enero de 1950, Maurice Merleau-Ponty y Jean-Paul Sartre reconocían la extensión de los campos soviéticos. Es cierto, no obstante, que la crítica no era absoluta en la medida en que atri buían a la URSS una fuerza progresista, pues la socialización de los medios de producción representaba para ellos un importante avance contra los regímenes capitalistas (Christofferson 2004: 34).

Contra los “nuevos filósofos”

Las críticas deleuzianas a los “nuevos filósofos”, pero, por extensión, también a la manera en que se planteó el debate entre los intelectuales de izquierda comunistas y no comunistas, en favor y en contra de la unión entre el Partido Socialista y el Partido Comunista Francés en un frente encabezado por Mitterrand, se encuentran de manera paradigmática en el texto “A propósito de los nuevos filósofos y de un problema más general”, que apareció en junio de 1977 y fue distribuido gratuitamente en las librerías.

Vale subrayar que fue el propio Deleuze quien le propuso esta modalidad de intervención a Jerome Lindon, director de Éditions de Minuit, que aceptó hacerlo. La idea fue motivada en buena medida por una breve antología ela borada por dos jóvenes filósofos, Franfois Aubral y Xavier Delcourt, que criticaba la llamada “nueva filosofía”. Cuando Deleuze tomó conocimiento, por medio de Franfois Chatelet, de la inminente publicación de este libro, invitó a los autores a cenar a su casa. Durante la conversación, Deleuze explicitó su voluntad de intervenir en el debate, aunque no estaba seguro acerca de cómo hacerlo, dado que no quería hablar en los medios (Dosse 2007: 443-444).

La intervención deleuziana representó un gesto políticamente fuerte en un momento en que casi no existía oposición a la “nueva filosofía”. Más aún, muchos intelectuales de la izquierda no comunista -como Jean-Marie Domenach, Michel Foucault y Philippe Sollers- abrazaban o bien toleraban la conclusión de que el comunismo, el marxismo y la revolución eran to talitarios en sí mismos. Y quienes no la aceptaban -como Claude Mauriac, Jean Elleinstein y Nicos Poulantzas- habían perdido la capacidad de definir la agenda política intelectual (Christofferson 2004: 20). Fue una “reacción excepcional” ante una situación excepcional, en la cual Deleuze abandonó el principio de no perder tiempo debatiendo (Dosse 2007: 444).

El texto en cuestión tiene una ambición indudablemente polémica: Deleuze comienza declarando que no piensa nada de los “nuevos filósofos”, porque el pensamiento de ellos es nulo (Deleuze 2003e: 127; Deleuze y Parnet 1996a: 173-174). No obstante, presenta una serie de argumentos en los que vale la pena reparar.

En primer lugar, Deleuze critica el uso de universales, de conceptos groseros y globalizantes (LA ley, EL poder, EL amo, EL rebelde) y lo con trapone al trabajo de múltiples autores, en diferentes dominios, que buscan evitar dichas abstracciones y elaborar conceptos diferenciados (por ejemplo, el caso de Foucault y los poderes). De modo correlativo, la debilidad de los contenidos del pensamiento de los “nuevos filósofos” vuelve más importante al sujeto de enunciación: “yo, lúcido y valiente, les digo... nosotros, en tanto que hicimos Mayo del 68, podemos decirles que fue una tontería y que no lo haremos nunca más...”; paradójicamente, apunta Deleuze, solo los esta- linistas pueden dar lecciones de antiestalinismo. Se trata de un retorno a un sujeto vacío “muy vanidoso” y a conceptos estereotipados, que constituye “una penosa fuerza de reacción”. En última instancia, los “nuevos filósofos” son la negación de toda política y de toda experimentación; Deleuze los acusa de hacer un trabajo sucio y degradar la labor propiamente filosófica (Deleuze 2003e: 127-128, 131-133).

Ciertamente, las tesis de Glucksmann, tanto en La cocinera y el decorador de hombres (1972) como en Los maestros pensadores (1977), respondían a este tipo de argumentación denostada por Deleuze. El primer libro sostenía que el Gulag es la culminación de la civilización occidental y el desarrollo de sus concepciones políticas desde Platón. El segundo considera al marxismo como la ideología del Gulag y agrega a Hegel, Fichte y Nietzsche como filósofos de un Estado normalizador y coercitivo. Despliega, además, dicotomías tajantes basadas en universales. Lo mismo ocurría con La barbarie con rostro humano (1977) de Lévy, que rechaza la posibilidad de un cambio político real para mejor, puesto que el poder es omnipresente y no hay alternativas para escapar a él. A su juicio, el marxismo, el socialismo y el progresismo son ideologías pesimistas, el Gulag es “la Ilustración menos la tolerancia” y no hay comunismo sin campos de con centración (Christofferson 2004: 103, 185-188; Fernández 2019: 12).

Deleuze (2003e: 131-132) destaca que, haciendo uso de conceptos totalizantes, los “nuevos filósofos” afirman que “LA revolución debe ser de clarada imposible, de modo uniforme y desde siempre”. Lo que está a la base de un enunciado así es, en rigor, uno de los rasgos que más le molesta de los nuevos filósofos: el hecho de que “viven de cadáveres”, hacen una “martirología”. Deleuze argumenta que no hubiera existido ningún Gulag si las víctimas hubieran tenido el discurso de los que lloran y dan lecciones en su nombre: fue su fuerza vital la que los empujaba, no su amargura (“nunca se encarceló a nadie por su impotencia y pesimismo”); su sobriedad, no su ambición. Sin embargo, daría la impresión, según los nuevos filósofos, de que las víctimas fueron engañadas porque no alcanzaron a comprender lo que los nuevos filósofos comprendieron (Deleuze dice con sarcasmo que, si formase parte de alguna asociación, elevaría una queja contra los nuevos filósofos por menospreciar a las víctimas).

En segundo lugar, Deleuze (2003e: 129-133) sostiene que los “nuevos filósofos” representan “una novedad radical”, que consiste en introducir en Francia el marketing literario o filosófico. Este se caracteriza por el hecho de que es más importante que se hable de un libro que el libro en sí mismo; al límite, el conjunto de artículos periodísticos, entrevistas, emisiones de radio y televisión terminan reemplazando al libro, que podría no existir. Deleuze diagnostica que han cambiado las relaciones de fuerza entre los intelectuales y los periodistas, a tal punto que un libro vale menos que un artículo en un periódico. Esta empresa de marketing, a su parecer, será recomenzada aun cuando los nuevos filósofos se desvanezcan en la medida en que constituye la sumisión de todo pensamiento a los medios de comunicación. Con todo, rechaza la alternativa entre el marketing o la “vieja manera” aduciendo la aparición de nuevas formas de trabajo basadas en encuentros, intersecciones, cruces de líneas y de puntos singulares, que constituyen focos de creación que no pasan por la función-autor.

Efectivamente, la nueva filosofía fue un fenómeno cultural, que llevó a su apogeo el recurso a los medios de comunicación como fuente de con sagración y legitimación intelectuales (Christofferson 2004: 185). Sin em bargo, aunque promovida en los mass media, no hubiera sido exitosa sin el apoyo de intelectuales prominentes que detentaban acceso a la prensa cultural y política, como Foucault, Roland Barthes y Jean-Franyois Revel (Christofferson 2004: 198). El caso de Foucault merece una observación, porque él y Deleuze se posicionaron de maneras muy heterogéneas frente a los “nuevos filósofos”, preludiando su alejamiento definitivo a partir del “caso Klauss Croissant” en 1977. La postura de Foucault le valió la crítica ex plícita de Claude Mauriac, quien le aconsejó tomar precauciones respecto de los “nuevos filósofos”, en lugar de llenarlos de elogios. Foucault permitió no solo que Glucksmann se valiera de su Historia de la locura (1961) para trazar un paralelo entre el Gulag y el encierro durante la época clásica en La co cinera y el decorador de hombres, sino que promocionó fuertemente Los maestros pensadores en una reseña en Le Nouvel Observateur. A juicio de Dosse (2007: 443), la actitud adoptada por Foucault alteró la posición de Deleuze y Gua- ttari, que hasta ese momento veían en los “nuevos filósofos” un fenómeno más ligado al espectáculo que a la especulación filosófica. La apología de Foucault de la obra de Glucksmann implicó la “bendición” de un verdadero filósofo, por lo cual ya no fue posible guardar silencio (Dosse 2007: 443).

Desde cierto ángulo, la actitud de Foucault con relación a Gluc- ksmann resulta extraña, dado que las concepciones del poder y la razón de uno y del otro están por completo alejadas. Glucksmann, por ejemplo, iden tifica el poder con el Estado y postula la existencia de una plebe que escapa a ambos; además, identifica la razón y la ciencia con la dominación. Parte del apoyo de Foucault puede explicarse por el uso de los medios en su estrategia de consagración intelectual; dicho de otro modo, Glucksmann era un aliado útil en la búsqueda de visibilidad y de reconocimiento cultural. Ciertos aná lisis sostienen que el apoyo de Foucault a Glucksmann era sobre todo po lítico, ya que Foucault fue un vehemente anticomunista y, además de apoyar a los “nuevos filósofos” y a Solzhenitsyn, fue crítico de la cultura política del Partido Comunista Francés, del Partido Socialista y del programa político de la Unidad de la Izquierda (Christofferson 2004: 198-199; Eribon 2004: 323). Otras interpretaciones argumentan que existió una convergencia parcial en lo filosófico (Christofferson 2015: 16; Fernández 2019: 24-27) y que estas posiciones no fueron un mero avatar en el trayecto foucaultiano, sino que obedecieron a razones teóricas que conciernen su interés por el liberalismo, la gubernamentalidad y los dispositivos de seguridad (Castro 2018: 14-16).

La Unidad de la Izquierda

Con relación al éxito de los nuevos filósofos, Deleuze menciona una razón que está a la base del momento antitotalitario del campo intelectual francés de los 70: las elecciones y, en particular, la con formación de la Unidad de la Izquierda. Deleuze sostiene que el período electoral es “una grilla deformante” que afecta la manera de comprender y percibir, a la cual son reconducidos todos los acontecimientos y todos los problemas; más aún, afirma que “las condiciones particulares de las elecciones provocan que el umbral habitual de estupidez se eleve” (Deleuze 2003e: 131).

Como hemos dicho, la crítica al totalitarismo en los años 70 no se debió a las revelaciones acerca del Gulag, ni a una supuesta ceguera frente a la represión soviética, sino a la estructura de la política doméstica francesa y sus debates ideológicos. En otras palabras, la crítica del totalitarismo fue la respuesta de los intelectuales de la izquierda no comunista a los peligros que veían en la Unión de la Izquierda. De allí que el Gulag fuese menos una revelación que una metáfora casi mística que representaba el repudio radical del comunismo y de toda política revolucionaria. Dado el consenso existente acerca de que el totalitarismo era un producto inevitable de los discursos y proyectos revolucionarios basados en el Estado, se atribuía a la alianza de comunistas y socialistas la instalación de esta posibilidad en el ho rizonte francés (Christofferson 2004: 90).

Esta coalición se había forjado a partir de un Programa Común de Gobierno acordado entre el Partido Socialista y el Partido Comunista en junio de 1972. No era solamente una alianza electoral, sino que constituía un plan de reformas que proponía la nacionalización de sectores clave de la eco nomía, lo cual abriría el camino al socialismo. Circuló en millones de copias y fue quizás el programa político más ampliamente publicitado en la historia de Francia. Aunque el Partido Socialista prevalecía en la mayoría de los puntos, el Programa hacía concesiones a los comunistas y contenía ambigüedades en lo relativo a los países del bloque soviético. Si bien la Unión de la Izquierda rescataba al Partido Comunista Francés de su aislamiento político, el objetivo de Mitterrand era sumarlo y mantenerlo bajo control a fin de lograr una ma yoría propia. Christofferson (2004: 115-117, 146) argumenta que el antitota litarismo resultaba simplista porque, al concentrarse en la cuestión ideológica, negaba legitimidad a la comprensión que Mitterrand tenía de la dinámica de la unidad en términos de relaciones de fuerza. Con todo, el Programa Común de Gobierno condujo a una división entre una izquierda estatista, cuya figura era Mitterrand, y otra descentralizadora, abierta al libre mercado y a la ini ciativa empresarial, defendida por Michel Rocard, que atrajo a intelectuales como Foucault (Castro 2018: 8; Christofferson 2015: 28).

Las críticas de los “nuevos filósofos” a la Unidad de la Izquierda irrumpieron en mayo del 1977, cuando esta coalición empezó a romperse. Tras el triunfo en las elecciones municipales de ese año, el Partido Comu nista intentó radicalizar el Programa Común, lo cual llevó a la ruptura con los socialistas. Como consecuencia, la derecha ganó las elecciones legislativas en 1978. Ciertamente, las críticas eran hiperbólicas: por ejemplo, Guy Lar- dreau afirmaba que no habría futuro si la izquierda ganaba las elecciones. Cuando Mitterrand asumió el poder en 1981, los intelectuales antitotalitarios volvieron a denunciar las amenazas que representaba para la libertad la presencia de varios ministros comunistas en el nuevo gobierno (Chris- tofferson 2004: 190, 269). En su conjunto, puede decirse que el momento antitotalitario de mediados de la década del 70 anticipó la transición hacia

opciones políticas liberales y republicanas más moderadas en los años 80 (Christofferson 2015: 15).

Conclusiones

Hemos visto que Deleuze coincide con la pretendida revelación de los “nuevos filósofos” acerca de que “las revoluciones fra casan”, pero en un sentido diferente y extrayendo consecuencias disímiles. En primer término, ellas deben ser evaluadas por lo que provocaron cuando se llevaron a cabo, por su “triunfo inmanente”, no por la deriva posterior decepcionante; lo que cuenta son los efectos a los que dieron lugar mientras se realizaban, no las consecuencias que las trascienden (la traición de los hombres, las decepciones de la razón). En este sentido, es posible trazar una analogía con las líneas de fuga y el destino trágico de tantos escritores y artistas: “incluso si toda creación acaba en una abolición que la trabaja desde el principio [...] eso no significa que puedan ser juzgadas ni por su final ni por su supuesto objetivo: lo desbordan por todas partes” (Deleuze y Parnet 1996a: 159). Para Deleuze, “lo interesante no es jamás la manera en que alguien comienza o finaliza. Lo interesante es el medio, es lo que pasa por el medio” (Deleuze y Bene 1997: 95; también Deleuze y Parnet 1996a: 31, 37; Deleuze y Guattari 2006: 34, 490). Así pues, el énfasis de los “nuevos filósofos” en lo que respecta al fracaso de todo proceso revolucionario y su dinámica ligada al totalitarismo resulta neutralizado gracias a este des plazamiento conceptual. El carácter pretendidamente sorprendente de las denuncias acerca del Gulag es también desactivado (“todas las revoluciones fracasan, todo el mundo lo sabe.”) y el diagnóstico negativo, compartido hasta cierto punto, queda situado del lado de la historia pero no invalida el devenir-revolucionario, esto es, el triunfo inmanente de las revoluciones.

En segundo lugar, la aludida caracterización negativa no puede ser un argumento contra las revoluciones hechas ni contra las posibles, pues las personas que devienen revolucionarias, dice Deleuze, lo hacen porque es su “única salida”, es decir, respondiendo a una situación histórica determinada que las constriñe a ello: “creo que la tarea de los seres humanos en las situa ciones de tiranía, de opresión, consiste efectivamente en devenir revolucio nario porque no queda otra cosa que hacer” (Deleuze y Parnet 1996b: “G comme Gauche”). Por esta razón, en lugar de postular un martirologio como los “nuevos filósofos”, en lugar de tratar a los actores de los procesos revo lucionarios como “víctimas” de la ignorancia, debe destacarse su entusiasmo, sus deseos, su fuerza vital. La idea de devenir y su temporalidad específica que esquiva el presente, así como la posibilidad de contra-efectuar los aconteci mientos remontándose a su parte in-efectuable, son el soporte teórico que Deleuze construye a fin de no negar la deriva decepcionante de las revolu ciones y, al mismo tiempo y sin contradicción, extraer la dimensión irreduc tible de toda gesta revolucionaria. Esto le permite tomar distancia tanto de la izquierda comunista, que consideraba a la historia “el tribunal supremo del ser”, como de quienes liberan al comunismo “de todas sus responsabilidades históricas en nombre de su verdad eterna” (Pardo 2011: 92 n.)

En tercer lugar, cabe señalar que Deleuze mantuvo una posición dis tante respecto del debate sobre la Unidad de la Izquierda. Así como nunca estuvo afiliado al Partido Comunista (a diferencia de Foucault y Gluc- ksmann), tampoco lo hizo objeto de ataques virulentos como sí lo hicieron los “nuevos filósofos” y los intelectuales que simpatizaban con ellos. De hecho, el propio Deleuze se autorretrató de la siguiente manera en la ficha biográfica de un número de Le Magazine Littéraire dedicado a su obra: “Señas particulares: viajó poco, jamás adhirió al Partido Comunista, jamás fue feno- menólogo ni heideggeriano, no renunció a Marx, no repudió Mayo del 68.” (AA.VV 1988: 19). Quizá esta toma de distancia política le permitió una visión filosóficamente más crítica que la de muchos de sus contemporáneos, guiados sobre todo por el sentimiento antitotalitario que signó la época.

Finalmente, es necesario aclarar que nuestro trabajo no implica una reflexión sobre la ontología y la política deleuzianas en general, ni se propuso determinar si la ontología deleuziana es inmediatamente política o si su política supone una ontología.7 La perspectiva de la cual partimos sostiene que la matriz ontológica elaborada por Deleuze en los años 60 se politiza a partir de los años 70, puntualmente después de Mayo del 68, que provocó en él “una suerte de pasaje a la política” que condujo a El Anti-Edipo, “un libro enteramente de filosofía política” (Deleuze 2003c: 230). En los años posteriores, Deleuze y Guattari multiplican sus declaraciones sobre esta po litización (“antes del ser, está la política”, “todo es político”) y dicen tener “la impresión de hacer política” incluso cuando hablan “de música, de árboles o de rostros” (Deleuze y Guattari 2006: 249 y 260; Deleuze 2003h: 166). Esta expansión de la política afectó igualmente el concepto de devenir, aunque no alcanza por sí sola para dar cuenta de su oposición a la historia. Fue, según nuestra lectura, la escena intelectual francesa de los años 70 (la divergencia de posturas frente a la Unidad de la Izquierda, el antitotalitarismo extendido, la irrupción de los “nuevos filósofos”) la condición política de la elaboración realizada por Deleuze. La distinción entre la historia y el devenir representó su toma de posición frente a los problemas, temas y desafíos que el singular campo intelectual francés de ese momento planteaba.

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1 Todas las traducciones citadas en este trabajo me pertenecen.

2Estas precisiones acerca del concepto se encuentran ausentes en los principales diccionarios y vocabularios sobre la filosofía deleuziana. Véase Ansay 2015: 114-129; Leclercq y Villani 2003: 101-105; Sotirin 2005: 98-109; Stagoll 2005: 21-22; Zourabichvili 2003: 29-31.

3Hemos analizado las críticas deleuzianas a la historia en Antonelli 2017.

4Hemos desarrollado este tema en Antonelli 2017. Véase también Mengue 2009: 55-67.

5Nos ocupamos del tema en Antonelli 2012.

6Mengue (2009: 83-84) argumenta que las revoluciones son consideradas “fracasos” a causa de la distinción entre lo virtual y lo actual: lo virtual no se asemeja a su actualización, puesto que se actualiza diferenciándose (Deleuze 2008: 269 y ss.). Esta irreductibilidad de lo vir tual a su efectuación espacio-temporal explicaría la inevitable decepción que ocasiona toda revolución, en tanto “traiciona” las potencialidades y virtualidades de los acontecimientos. Según creemos, se trata de una razón demasiado general que no alcanza a explicar la especi ficidad de la posición deleuziana.

7Hemos abordado el problema político en la obra deleuziana en Antonelli 2016 y la cuestión ontológica en Antonelli 2019.

Recibido: 06 de Mayo de 2019; Aprobado: 27 de Agosto de 2019

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