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Revista latinoamericana de filosofía

versión On-line ISSN 1852-7353

Rev. latinoam. filos. vol.48 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2022  Epub 01-Dic-2022

http://dx.doi.org/10.36446/rlf2022324 

Artículos

El biopoder en la era de la pandemia

Biopower in the Pandemic Age

Philippe Mengue1 

1 College International de Philosophie

Resumen

En este artículo retomo el concepto de biopoder (Foucault) y su reformulación como control digital (Deleuze) para reflexionar sobre la actual mutación social por la pandemia de COVID-19. Creo necesario cuestionar los términos del debate en torno a la restricción de las libertades, dado que se asienta en la suposición de que permanecemos en el horizonte de un poder político soberano, ignorando su mutación en poder disciplinario y luego en biopolítico. Sostengo que el control alcanza su apogeo con el poder sani tario y médico, pues en la gestión médica global ha encontrado el modelo tecnológico para ejercer la nueva dominación. En este contexto, sugiero retomar la pre gunta filosófica sobre nuestra concepción de la salud siguiendo a Nietzsche y a Canguilhem.

Palabras clave: Foucault; Deleuze; control; medicalización; resistencia

Abstract

In this article, I take up the concept of biopower (Foucault) and its reformulation as digital control (Deleuze) to reflect on the current social mutation due to the COVID-19 pandemic. I believe it is necessary to question the terms of the debate around the restriction of freedoms, given that it assumes that we remain within the horizon of a sovereign political power, ignoring its mutation into disciplinary and then biopolitical power. I argue that control reaches its apogee with health and medical power, for in global medical management it has found the technological model for exercising the new domination. In this context, I suggest taking up the philosophical question of our conception of health following Nietzsche and Canguilhem.

Keywords: Foucault; Deleuze; control; medicalization; resistance

Se suele afirmar que la situación a la que nos enfrentamos actual mente con la COVID-19 es única en su género y que jamás habríamos conocido una restricción de libertades tan grande. Sin embargo, las pruebas no son tan evidentes. En lo que respecta a la mortalidad, vista con 130 i distancia histórica, la humanidad parece haber conocido epidemias mucho más devastadoras: lepra, peste, cólera, gripe española. Y las libertades no fueron reducidas, sino suprimidas bajo los totalitarismos nazi y soviético y las diversas dictaduras que han surgido en distintos lugares. También es evidente, se nos dice, que esta crisis sanitaria no es independiente de la crisis climática y el calentamiento global provocados por el ser humano. Todo estaría vinculado y estaríamos al borde del abismo.

Tal vez sería una buena idea, para no atenerse fácilmente a estas “obviedades” construidas a partir de diferentes fuentes, cuestionarlas a partir de una problematización de origen deleuziano.

Una posible problematización

No soy médico, ni epidemiólogo, ni experto en temas cli máticos, como la mayoría de la gente que está tan desamparada como yo. ¿En qué sentido estaría autorizado a tomar la palabra en lo que respecta a la pandemia? Intervengo como filósofo, no como epidemiólogo, historiador, sociólogo o especialista en alguna disciplina determinada, sea médica o de otro tipo. Puesto que no dispongo de ningún saber, ¿por qué debería importar mi discurso?

Y en efecto, si pensar y conocer fueran una misma cosa, no tendría nada que decir. Pero pensar no es necesariamente conocer y conocer tampoco es necesariamente “pensar”, al menos si reservamos este término para el pensamiento filosófico. Por tanto, si conocer no es el todo de la filosofía (desde la dialéctica trascendental kantiana y ya, mucho antes, con la inda gación socrática), entonces el pensamiento tiene derecho a ejercerse a pesar de la existencia de la ciencia, de los conocimientos y de los agenciamientos de “saber-poder”. La filosofía no constituye un saber porque se ocupa del pensamiento, y el pensamiento tiene lugar entre los saberes, en sus inters ticios como problematización, interrogación (Foucault), y, añade Deleuze por su parte, formulación de hipótesis con la ayuda de intuiciones originales que trazan un plan de pensamiento sobre el que se elaboran los conceptos.

Por ello, en la medida en que es filosófica, mi investigación se apoyará en el pensamiento de Michel Foucault -que no es un historiador, sino, ante todo, un filósofo- y de Gilles Deleuze, aún “metafísico” el pobre, pensador ingenuamente anticuado que “todavía” construye sistemas cuando la moda es el pluralismo deconstructivo. La relevancia de esta elección, en el momento de la pandemia, se basa en que ambos pensaron la mutación de la sociedad en la que nos encontramos hoy día. No obstante, el aparato tecnocientífico y los poderes de dominación se han multiplicado y reforzado en comparación con la época en que se publicaron sus obras, de modo que surge el interrogante acerca de qué pueden ofrecernos. A mi entender, desarrollaron conceptos que siguen siendo herramientas de análisis extremadamente fértiles después de treinta o cuarenta años: en particular, me refiero al concepto foucaultiano de biopoder y al deleuziano de sociedad de control.

Antes de comenzar, advierto que tomaré como guía la obra de Gilles Deleuze y que el Foucault en el que me apoyaré es el Foucault de Deleuze publicado en 1986. Siendo la filosofía sistemática, el Foucault que Deleuze nos entrega es el sistema de Michel Foucault -que este nunca construyó-, es decir, su pensamiento reformulado y sintetizado. “Busco la lógica de este pensamiento, que me parece una de las más grandes filosofías modernas” (Deleuze 2005: 129). Y consideraremos que este Foucault, metafísico tras haberse pasado a la lógica deleuziana, forma parte de la obra del propio Foucault. Así es, al menos, como los veo hoy: comparten un mismo enfoque a partir del cual elaboran un pensamiento filosófico de nuestra actualidad.

Pues, para ambos, es urgente pensar en nuestro presente: ¿quiénes somos? ¿Quiénes somos nosotros, los que pensamos en este momento de la pandemia mundial? ¿En qué nos convertimos al producirse la global- ización comercial, jurídica, mediática y sanitaria? Insisto en que no se trata tanto de pensar en lo que es la pandemia (su naturaleza o esencia), como en quiénes somos en relación con ella y lo que adviene con ella al pens amiento de nosotros mismos. Esta pregunta se hace eco directo del artículo “¿Qué es la Ilustración?” de Kant, que Foucault celebró como modelo del pensamiento filosófico de la Modernidad. Para ir al meollo de la cuestión, respondemos que somos precisamente los que hemos entrado en la nueva lógica del poder que Foucault denomina biopoder y que Deleuze retoma y reintegra bajo el concepto de sociedad de control. ¿Qué implica esto?

Tal será el tema de este artículo. Pero advierto que no voy a hacer una indagación académica de la historia de estos conceptos, de su formación en las obras de estos filósofos. Los utilizaré con libertad para confrontarlos con lo que me parece que es la situación actual.

Primera observación: la ambigüedad de la democracia y lo sanitario

Nos encontramos en un periodo político extraño y proble mático.

En Francia y en Europa, ya no estamos realmente en democracia, pero tampoco estamos en su opuesto, sea una dictadura, un régimen des pótico o, aún menos, tiránico (un poder sin ley). El Estado de Derecho gobierna con la ley pero la voz del pueblo soberano no es su verdadero fun damento, y sucede como si los conceptos de soberanía y democracia fueran abandonados al polvo de la historia en favor de nuevas formas de libertad y de dominación política. Cuando nos referimos a la República, la democracia se borra subrepticiamente.

Es extraño. Algo se está gestando y organizando, pero no sabemos qué, así como dudamos sobre si es peor o mejor. Los estudios sobre el to talitarismo nazi o soviético, siguiendo a Hannah Arendt y Raymond Aron, nos parecen apropiados para ciertos aspectos de nuestra realidad política, pero, al margen de algunos rasgos llamativos, presentimos que estamos ante algo muy diferente. Y esto, aunque solo sea por la libertad de expresión que disfrutamos en las publicaciones y manifestaciones y que, al tomar distancia y reflexionar críticamente sobre el poder y el sistema global existente, testimonian de la libertad fundamental de expresar públicamente el pen samiento, amputada o amordazada en los regímenes totalitarios o dictato riales. Está claro que el modelo del totalitarismo, salvo para las necesidades de la polémica y la propaganda electoral, es completamente inadecuado para pensar el estado de nuestros regímenes políticos actuales. A primera vista, hemos dejado atrás el enfrentamiento entre el liberalismo demo crático y el colectivismo dictatorial, bajo la modalidad nazi o estalinista, en favor de algo que a todos nos cuesta nombrar y que opera en las demo cracias liberales que salieron aparentemente victoriosas de la confrontación de la Guerra Fría.

Digo “aparentemente” porque, al mismo tiempo, no podemos negar que las democracias representativas occidentales han entrado en una crisis muy profunda y que la lucha contra la actual pandemia de COVID-19 ha conducido gradualmente a reducir o incluso a suprimir elementos tradicio nalmente vinculados a la vida democrática. La restricción de las libertades por el encierro, el pase sanitario, la obligación de llevar barbijos en los espacios públicos, el borramiento cada vez más intenso de la distinción entre la vida privada y la pública, la implementación de medidas de vigilancia y control en vista de la seguridad sanitaria y de la seguridad a secas, están alcanzando un umbral preocupante. Estos fenómenos son bien conocidos e identifi cados como tales, aunque las autoridades que aplican las medidas correspon dientes las justifican alegando que son excepcionales y temporales. “Después todo volverá a ser como antes”, prometen. Es una forma de homenajear a quienes denuncian una grave alteración de la democracia debido al aparato de protección utilizado aparentemente solo contra el virus. El gigantismo, la connivencia de las diferentes potencias en los organismos internacionales, el rechazo a considerar otras herramientas y técnicas de tratamiento médico, el odio hacia quienes proponen otros análisis y perspectivas, abren la pregunta, que parece inevitable, de si la seguridad perseguida no es exclusiva o real mente “sanitaria”, sino políticamente “securitaria”. Surge la sospecha de que el enemigo ya no es solo un virus, sino organizaciones y fuerzas políticas y sociales que los nuevos poderes quieren neutralizar porque es incompatible con su propia lógica. Esto hace pensar que se está estableciendo otro tipo de poder político a través del sistema médico. Por supuesto, no diremos que estamos ante un plan concertado, ante un “complot”, como pueden fantasear algunos medios de comunicación, pero hay un encuentro, una connivencia, una interferencia entre líneas heterogéneas de poder. El poder médico y el poder político han llegado a constituir un bloque de poder original e inédito, hasta el punto de que no sabemos si el poder médico se traiciona a sí mismo y se convierte en un poder de dominación política, o si el poder político se convierte en un poder médico benévolo, preocupado por la salud del cuerpo social y da lugar a esa combinación desconocida que es lo “sanitario”.

Para sintetizar esta situación problemática y ambigua, con sus aspectos múltiples y a menudo contradictorios, para atrapar la diversidad empírica en un único concepto, Gilles Deleuze propone la idea de que hemos entrado en “sociedades de control”. Este concepto es muy cercano al de “biopoder” que Michel Foucault desplegó principalmente a partir de La voluntad de saber y en sus conferencias y cursos en el College de France entre los años 1976 y 1980. El concepto de control tiene la ventaja de tener en cuenta la crisis y la obsolescencia de las instancias democráticas que constatamos en la ac tualidad. Pero, sobre todo, nos hace comprender que la cuestión de los regí menes (democracia, aristocracia, monarquía, y sus formas patológicas como la dictadura, la tiranía y el totalitarismo) se inscribe en una configuración histórica particular del pensamiento y del poder político. La democracia ha formado parte de esta configuración en la que la cuestión de la soberanía legítima constituía el eje de la concepción política. Como sabemos, esta veta multisecular condujo -a través de las concepciones del derecho moderno, que se pretende natural y subjetivo en cuanto unido a la naturaleza del individuo, no reflejo de un orden objetivo y cósmico, y de la problemática central del contrato social y de grandes autores como Hobbes, Spinoza, Locke y Rousseau- al establecimiento de que el único régimen político legítimo era la democracia, cuya herramienta era el derecho. El derecho sub jetivo, pensado como universal -esto es, perteneciente por naturaleza a cada ser humano individual-, culminó en la doctrina de los Derechos Humanos, que señalaba así su inscripción en una configuración epistemológica parti cular, la de la Ilustración, a pesar de su supuesto universalismo.

El hecho de que el término biopoder sea de alrededor de 1976 y el de control, del libro de Deleuze sobre Foucault, de 1986 (véanse también Deleuze 2005: 229-247), no debe hacernos creer que son parte de la batería de viejas ideas izquierdistas posteriores a los años sesenta, de las que nos habríamos liberado con la doctrina europea del Estado de Derecho. Medio siglo no afecta su pertinencia, ya que los procesos estudiados avanzan con lentitud y firmeza desde finales del siglo XVIII, y el enterramiento perio dístico en las sacudidas del presente no garantiza captar su sentido en su vivacidad propia.

Intentaré que estos conceptos funcionen en un análisis modesto, ne cesariamente parcial, del fenómeno global de la pandemia, aunque esto su ponga tomar distancia de la fidelidad académica y tener que asumir riesgos de deformación por el análisis de una situación novedosa.

Segunda observación: sobre la diferencia entre sociedades disciplinarias y de control

Cuáles son las modalidades del poder que llevaron a Deleuze a renovar el concepto de biopoder construido por Foucault?

En primer lugar, Deleuze insiste en el fenómeno de la digitalización, que le ofrece la razón para proponer el concepto de control. Este punto es crucial. Foucault había percibido claramente el rol del número y de la cantidad matemática a través de la herramienta estadística indispensable para el biopoder destinado al bienestar de las poblaciones. En la época de su teorización (La voluntad de saber, 1976; Seguridad, territorio, población, 1978), ya disponíamos de códigos para entrar en los edificios, pero no para acceder a nuestras cuentas bancarias, utilizar nuestras tarjetas de crédito para hacer las compras en línea, sacar dinero y, sobre todo, aún no disponíamos de algo como el pase sanitario.

El código QR no es un número de identificación para individualizar a un sujeto en una masa (como los son, por ejemplo, el derecho a la segu ridad social o una póliza de seguro), ni se reduce a un código de ingreso a un edificio o a barrios de lujo para privilegiados. Es de una naturaleza diferente.

Así pues, Foucault aún no había podido percibir con claridad la im portancia y el futuro de este número, que ya no funciona como un simple código numérico, sino como una cifra, en el sentido en que lo teorizó Deleuze unos años más tarde. ¿Qué diferencia hay entre el número de las sociedades disciplinarias de las que estamos saliendo, y la cifra de las so ciedades de control en las que estamos entrando? Es que uno, el número, sirve para individualizar, al igual que la firma, e indica la posición de este individuo en relación con la masa (Deleuze 2005: 243); nuestro número de seguro social nos integra como socios y nos distingue de la masa de los otros socios. El número es una consigna (“Reembolsen mis cuidados dentales”, le pido a la obra social a la que estoy afiliado), mientras que la cifra es una contraseña que, por ejemplo, da acceso a las cuentas bancarias, al cajero auto mático, al pago de una compra con una tarjeta con o sin contacto, etcétera. La contraseña autoriza y hace posibles acciones instantáneas y por comuni cación inmediata, sin necesidad de rellenar un formulario, y sin expectativas ni autoridad superior. Ello circula, fluye, se conecta dado que en el presente disponemos inmediata y simultáneamente de un cuadro de las múltiples operaciones individuales. La masa está bajo control (cf. Jolain 2021).

La diferencia entre el número y la cifra remite a la que existe entre las sociedades de control y las sociedades disciplinarias que Foucault analizó en Vigilar y castigar. Ya no se trata de que se autorice el acceso a entornos cerrados (lugares de encierro como la escuela, la fábrica, el ejército, la cárcel, pero también organizaciones como las obras sociales, las compañías de se guros, las elecciones políticas, etc.) gracias a códigos y firmas (como un do cumento de identidad, una tarjeta de elector, un número de afiliado o de matrícula), sino, sobre todo, de operar un “control ultrarrápido en un espacio libre o abierto” (Deleuze 2005: 241,246). El control es continuo, incesante, y la comunicación es instantánea. Encerrar a los individuos en un espacio para formarlos o moldearlos (escuela, ejército, fábrica, prisión) durante un largo periodo de tiempo y en lugares separados y discontinuos, se opone a con trolarlos en un espacio abierto de forma ultrarrápida. Esta última operación no tiene nada que ver con el moldeado, con la imposición de una forma a una materia individual o colectiva, sino que refiere a una modulación adap- tativa en un estado metaestable que es el de la población en cuestión. Es más que una identificación instantánea (lugar y tiempo) de un individuo al que se sigue en un espacio de libre circulación donde se lo deja ir y pasar. El individuo, por el conocimiento del que dispone en cada momento, puede diseñar él mismo una variante capaz de responder a la nueva situación en la que se encuentra. De este modo, modifica el conjunto, la masa de la que forma parte. En vez de ser largo y discontinuo, como en las formaciones disciplinarias, el ejercicio del poder en las sociedades de control es breve, ins tantáneo y continuo: podemos rastrear la circulación de un individuo preciso en cada momento, sus desplazamientos fuera de los entornos cerrados y la naturaleza de las operaciones que realiza (compras, peajes, posición en la autopista gracias a los datos del teléfono celular o la tarjeta de crédito, lugares frecuentados, etc.). No se trata de moldear sino de dejar hacer, de poner a circular un elemento que se modula según las circunstancias en flujos de energía en entornos inestables. Se comprende así que, con este tipo de dominación en las sociedades de control, el ideal y la alegría consistan en insertarse en las potencias naturales preexistentes (agua, viento) y aprovechar sus energías para dejarse llevar, como es el caso del surf, deporte que se ha convertido en el emblema del disfrute que nos reservan las sociedades de control (Deleuze 2005: 244).

La pandemia refuerza y transforma la sociedad global en una sociedad de control

No puedo seguir desarrollando el análisis deleuziano de las socie dades de control en este marco, pero sí extraer sus posibles aportes. En primer lugar, cuando nos preguntamos por la cuestión de la libertad en tiempos de COVID-19, cuando analizamos la crisis actual, nos ob nubilamos principalmente por “la restricción de las libertades” y a menudo tenemos derecho a deslegitimar a quienes se oponen a las diversas medidas adoptadas para preservar la salud de la población (en especial, su rechazo del código QR y de la vacunación). Es en este marco extremadamente limitado donde chocan los pros y los contras. Los requisitos de este debate insoluble son, por un lado, la admisión implícita de que permanecemos en el horizonte de un poder político soberano y, por otro, la definición de la humanitas del hombre en términos de la libertad del sujeto y de su responsabilidad. Esto demuestra que el debate es sesgado, ya que ignora su mutación en poder disciplinario y luego en poder biopolítico que, a partir del siglo XIX, tomó como objeto a las poblaciones, su bienestar y su salud (Foucault 1986: 183). Además, olvidamos referirnos al cuadro global en el que aparecen estas cuestiones, que ya no puede ser pensado ni a partir del aparato jurídico y las leyes, ni a partir de la legitimidad del poder cuyo fun damento sería la libertad de cada individuo. Y entonces, una vez encerrados en este marco, llegamos de modo torpe y falso a la cuestión de la naturaleza de la libertad y nos apresuramos a recordar que la verdadera libertad no es la independencia, sino la responsabilidad en la autodeterminación con cebida a la manera kantiana. Pero de este modo nos equivocamos, pues lo que está en cuestión no es la naturaleza de la libertad. No podemos concentrarnos únicamente en la limitación de las libertades, ya sea para absolverla, en nombre de la salud y de la “responsabilidad” individual, tra tando a los recalcitrantes como cuasi “monstruos” o leprosos (como hacen, por otra parte, algunos filósofos liberales), sea para condenarlos desde una concepción estrictamente republicana y liberal. Frente a estas dos actitudes, debemos considerar estas cuestiones desde el punto de vista de la totalidad en la que se producen estos procesos, crisis y medidas, y considerar concretamente la mutación de los poderes de dominación en biopoder y en sociedad de control.

La crisis sanitaria emergió en el seno de las sociedades de control ya existentes en Occidente y así permitió reforzar y potenciar este nuevo poder de dominación, especialmente con la ayuda de la digitalización informática. Este poderoso movimiento de fondo no se mide con las varas de la libertad individual ni de la técnica del discurso médico, aunque sea orientado por la “ciencia”, los comités de expertos, el Alto Consejo Científico de la Salud y otros organismos. Lo que se cuestiona no es en absoluto la “cientificidad” de la ciencia epidemiológica. Es necesario, más bien, abordar el poder-saber, ese bloque de prácticas y saberes propios del poder de control ya instalado antes de la crisis sanitaria y que se apoya en ese conocimiento y lo utiliza para sus propios fines.

Me limitaré a dos observaciones:

1° El control ya se ha ejercido en diversos ámbitos, pero su distinción del poder disciplinario que lo precede no siempre ha sido clara y visible porque han estado entrelazados. Ahora bien, es en el ámbito de la salud donde el control alcanzará su apogeo, o al menos adquirirá tal extensión e intensidad que el fenómeno se vuelva ya evidente para todos. El ámbito de la salud será su espacio preferido, que le permite desplegarse plenamente. ¿Por qué?

2° Según su origen, el biopoder está en la bisagra del cuerpo individual y del cuerpo colectivo, el cuerpo político (cf. Foucault 1986: 184). La medicina como epidemiología se sitúa en esta articulación. En efecto, la pandemia afecta al conjunto de la población y el virus se contagia a través del cuerpo individual.

Consecuencia: el control, en cuanto nueva forma de poder político, acaba de encontrar, con el poder sanitario y médico, la posibilidad de su despliegue máximo, sin límite, y virtualmente ha alcanzado su apogeo. En la gestión médica global de la crisis ha encontrado el modelo tecnológico para ejercer la nueva dominación que encarna. El control se vuelve finalmente un poder global. Por otra parte, como la inmensa mayoría de los ecologistas solicitan este tipo de poder en nombre de la “salud” del planeta, todo está preparado para la instauración de un control total, si no absoluto, ya sea bajo la forma de un estado sanitario mundial, de un nuevo imperio o de cualquier otra que se invente.

El mundo como un inmenso hospital

En Francia, la ampliación del pase sanitario entró en vigor el 9 de agosto de 2021. Con esta medida, el gobierno busca frenar la epidemia de COVID-19 en el país. Pero al mismo tiempo que es una herra mienta de lucha contra la epidemia, también funciona como un dispositivo de seguimiento y control. Por lo tanto, se deduce que la ciberseguridad es indisociable de un aumento del poder que tiene efectos liberticidas.

El mundo se está convirtiendo en un inmenso hospital al aire libre en el que los repetidores de comunicación por satélite a velocidad instantánea permiten una vigilancia casi perfecta, tanto de los individuos particulares como del estado global de la masa.

Si las pasadas sociedades disciplinarias y de encierro tenían como modelo la prisión y el “Panóptico” de Bentham (Foucault 1987) como máquina abstracta de funcionamiento (= diagrama), nosotros somos un hospital, evidentemente “abierto”, que se extiende a la superficie de toda la sociedad y, por tanto, del mundo. Todos somos enfermos, al menos potencialmente. El hospital ha mutado y se ha amoldado a la evolución de la “sociedad abierta”. De hecho, en la gran mayoría de los casos, las personas ya no están encerradas o inmovilizadas en camas y salas. Con la sectorización, los hospitales de día, los cuidados de enfermería y los fisioterapeutas a domicilio (Deleuze 2005: 241), el hospital se ha abierto y deslocalizado. Y, lo que es más importante, ha surgido una nueva me dicina “sin médicos ni pacientes” como resultado del creciente número de epidemias y de su detección. El saber-poder de la epidemiología “libera a los pacientes potenciales y a los sujetos en riesgo” (Deleuze 2005: 247). La potencialidad de la enfermedad se convierte en la realidad y ordena las medidas de vigilancia y de precaución, reforzando así el poder de control, que se expande y fortalece en las sociedades contemporáneas. Tres conse cuencias surgen de ello:

En primer lugar, las pandemias nunca desaparecerán, estamos en una carrera sin fin. En efecto, no cesamos de testear, rastrear el caso más pequeño, localizar y seguir a todos los individuos en detalle. El corte entre lo normal y lo patológico ha estallado. El principio del doctor Knock (en una famosa y popular comedia francesa de Jules Romain) tiene más razón que nunca: todo hombre sano es un enfermo que se ignora a sí mismo. Pero hoy podemos aportar una evidencia científica de ello por la medición de la tasa de con tagios, por el número de casos diarios de enfermos que abarrotan las camas de los hospitales, etc. La prueba reside en las recurrentes olas de contagio que aparecen, una tras otra, en cuadros o mapas coloreados de forma diferente según el alza en los países y regiones. Mientras tanto, se dice que estamos en la quinta o sexta oleada, ya no se sabe, y las vacunas a inyectar a toda la población se suceden, se renuevan por su supuesta eficacia y se multiplican indefinidamente: tercera dosis, cuarta dosis, quinta dosis incluso, se dice, y se anuncia una nueva vacuna contra la variante “Omicron”, presentada como devastadora (aunque la mortalidad es baja por el momento en SudáfTica, donde se supone que se originó).

En segundo lugar, la consecuencia de la “locura” por medicalizar, que no es más que una paranoia necesaria para el funcionamiento de la sociedad de control generalizada: la infantilización de la población. El poder nos somete a las revelaciones del conocimiento que nos dispensa y la población a la que se dirige no puede, a cambio, ni controlar este conocimiento, ni establecer la corrección de las medidas adoptadas, ya que están vinculadas al “poder-saber” vigente, que es propiedad de una élite de técnicos, expertos, “sabios”. La coacción del poder sobre la población permite la existencia del objeto de estudio (la “ola” n° tanto) y el conocimiento de la “ola” actual y de la ola epidémica legitima a su vez las prácticas de contención por el encierro, las restricciones y la vigilancia, las prohibiciones de fiestas y bailes en los locales nocturnos. Nada mejor para controlarnos sin resistencia que el saber-poder de la medicina.

En tercer lugar, la consecuencia más desapercibida pero más peligrosa: el otro, mi vecino, mi amigo, se convierte en un enemigo potencial del que debo desconfiar, resguardándome con medidas de protección, barreras que lo mantienen a distancia a causa del contagio. Nos contagiamos mutuamente, ¡mis hermanos que ya no existen! Atrás queda no solo la fiesta, sino, sobre todo. la verdadera democracia, que no se reduce al ejercicio de los derechos formales. En efecto, ella no es posible sin un ambiente de amistad, un baño de intercambios amistosos y rivales, sin una lucha de pareceres enfrentados, una discusión de opiniones, como expusieron Deleuze y Guattari (2005) en su caracterización de la democracia griega.

Es cierto que ya no necesitamos encontramos físicamente, “en persona”, como decimos para distinguirlo de la presencia virtual, en una imagen audiovisual. Todas las tecnologías de la tele, que hacen de lo lejano algo cercano, lo hacen posible: teléfono, televisión, teletrabajo, teleconfe rencias en audiovisual, etc. Pero, con toda esta telecracia, ¿no nos estamos convirtiendo en sombras de nosotros mismos? ¿Nos encontraremos algún día en las inmediaciones de ágoras inundadas de luz, aunque ello suponga arriesgarse a un encuentro con la peste o más bien con una nueva variante del coronavirus? En la antigua Grecia, los juegos del cuerpo y las compe tencias de la palabra reunían en Olimpia al pueblo griego y celebraban con alegría a los héroes victoriosos; nosotros ya no tenemos juegos, no porque estemos enfermos, sino porque “nuestra enfermedad” es la del control, y esta nunca es más aguda que con la decisión de prohibir las fiestas, las reuniones públicas, los “partidos”, los teatros... ¡Oh Dionisio!

La crisis política

Neleuze comparte con Foucault la idea de que el poder es una relación, una relación de fuerza, y que por tanto nunca es redu- cible a la fuerza pura o a la violencia bruta. Todo poder es coextensivo de una resistencia, una oposición, una revuelta, etc., inherentes a su propio ejercicio. Para Foucault, el poder no es una sustancia, sino una relación, y en esta re lación está siempre incluida la libertad y la resistencia de quien es dominado, su posibilidad de replicar, de desplazar el problema, etcétera.

De esta tesis mayor, enunciada de modo esclarecedor en La voluntad de saber, se desprende que no hay que buscar una oposición al control fuera de él, en otra parte, como por ejemplo entre los marginales, en un prole tariado que sería especialmente víctima, o en los condenados del planeta. Una revuelta extrasistémica sería particularmente inútil ya que los opositores forman parte ellos mismos, como una variante accesoria, del funcionamiento de la sociedad global de control. La única oposición existente solo puede encontrarse dentro de las propias relaciones de poder, en el funcionamiento inmanente del propio biopoder.

En lo que concierne a nuestro tema, la así denominada crisis sanitaria, me limitaré a las siguientes observaciones.

En Francia, como en muchos países, la oposición al pase sanitario ha crecido considerablemente, así como el rechazo a la vacunación obliga toria. También hay focos de resistencia activos y animados en varios países europeos. Los sábados por la tarde se realizan en París manifestaciones “antipase” y “antivacunas”, con mayor o menor éxito según el momento; también ha habido enfrentamientos violentos en los Países Bajos, Austria, etc. ¿Qué es lo que despierta tanta hostilidad cuando la sociedad está curán donos? Por supuesto, como dice Foucault, ningún poder se ejerce nunca sin una forma de resistencia coextensiva, pero ¿cuál es la razón de esta protesta?

Las medidas prácticas adoptadas no son realmente objeto de ningún análisis o cuestionamiento público y abierto, ni de ningún debate entre los ciudadanos para comprender su naturaleza y sus posibles consecuencias. En Francia, la ciudadanía está especialmente preocupada porque las medidas son impuestas desde arriba por el poder ejecutivo casi sin participación del legis lativo, que se ha vuelto indolente o se libra a un asentimiento de principio por el juego de alianzas electorales y la próxima elección presidencial.

Lo que es problemático para la población, como vemos, no es tanto la molestia de tener que presentar el código QR, o la limitación inmediata y directa de las libertades individuales para ir y venir a su antojo. Lo que pre ocupa a la gente de forma muy legítima es el seguimiento digital. Este es el punto visible y comunicable de la protesta, que le proporciona una base de racionalización objetiva. En efecto, en lo que respecta estrictamente al de recho liberal vigente, existe una laguna o un obstáculo: se está construyendo una base de datos a espaldas de los individuos en particular y en su totalidad (omnes et singulatim, título de una conferencia de Foucault 1994: 134-162) sin que estos puedan ejercer ningún contra-control. La información se almacena y se destina posiblemente a cualquier uso futuro que se quiera hacer de ella, sin que se pueda conocerla y ejercer un derecho libre a cambio. Los “datos” se almacenan en un “banco” ajeno a ellos: este es el motivo de preocupación.

La inquietud como resistencia

Podemos decir, sin exagerar, que la gente está inquieta. No por la enfermedad, dado que las tasas anuales de mortalidad en los países no vacunados no son altas, sino por las medidas que los gobiernos están tomando para combatirla. La inquietud es propiamente política, aunque no esté organizada como tal. La gente tiene la vaga sensación de que su sociedad ha cambiado radicalmente, de que la vacunación global y el código QR involucran algo más que una herramienta, algo diferente de la “prevención” y la gestión técnica y puramente médica de las enfermedades. Les preocupa lo que hay detrás de esta “herramienta” porque presienten, detrás o debajo de ella, una suerte de continente inmenso y sombrío, desconocido, y del que no saben si sentirse tranquilos o desconfiar como un terrible peligro que se alza en el horizonte. La gente entiende que el código QR ya no es una simple clave, más sofisticada que la que usa para entrar en su casa o acceder a su cuenta bancaria. Las personas se dan cuenta de que están ante un dispositivo complejo, un agenciamiento colectivo gigante (global) que pone en juego fines e intereses que ya no están a disposición de sus voluntades individuales, y que ellas, sus voluntades y la libertad en las democracias legales en general están pasadas de moda. Formulan su inquietud como “un ataque a las liber tades”, como una restricción de la libertad individual, incluso si eso significa parecer egoísta e irresponsable en relación con la pandemia. Pero lo que expresan, a través de esta irresponsabilidad y hostilidad, es el miedo al inicio de un nuevo totalitarismo astuto y rastrero, del que se sienten “responsables”. El miedo está atravesado por la sensación de una mutación del poder político de la cual se desconoce el tipo de monstruo que puede nacer. La tecnología digital hace posible de ahora en más vigilar y controlar a las personas hasta en el menor detalle, con el poderoso pretexto de la salud de las poblaciones.

Este sentimiento, como cualquier otro, es una realidad objetiva en sí misma, tanto mental como colectiva, expresada en opiniones, posiciones, discursos, saberes, etc., esto es, en manifestaciones que son realidades posi tivas para el historiador y el sociólogo. Esta inquietud constituye un rasgo objetivo de nuestra situación histórica y social, aunque no pueda medirse en igual sentido que la disminución o el aumento del poder adquisitivo. Aun así, integra el nuevo aparato de poder como fuerza de resistencia. Al expresar la angustia social del momento como “restricción de las libertades”, como pérdida de la libertad, no tocamos lo esencial porque la cuestión es diferente y se refiere a la naturaleza del nuevo poder que se está poniendo en marcha. Por eso, culpar a las personas rebeldes, reticentes a las nuevas medidas es en sí misma una actitud estrecha, inútil e improductiva. En estos tiempos posmodernos, el filósofo no aporta nada valioso dando lecciones de moral bajo el pretexto de aclarar “la naturaleza de la libertad” y vincularla con el “principio de responsabilidad”.

Mi pregunta es entonces: si permitimos que esta angustia hable por sí misma -sin hacerla sentir culpable, considerándola tan legítima como la eu foria en las capacidades del derecho europeo racional para resolver nuestras dificultades actuales- ¿no estamos abriendo el espacio necesario para la problematización colectiva de nuestras instituciones? No se trata de abrir los hospitales, sino de un espacio de pensamiento colectivo para cuestionar nuestras prácticas actuales y quiénes somos y quiénes queremos devenir. La angustia social no puede ser tratada ni como una falta moral (angustia por la satisfacción de los pequeños intereses egoístas), ni como una enfermedad, porque es sana y positiva en sí misma, “normal”. Es necesario tomarla como el componente afectivo ineludible de los agenciamientos de poder y sus mu taciones (junto con la duda, el retraimiento, la indiferencia), y también como la posibilidad de acceder a problematizaciones más serias, que no se abren en absoluto cuando nos replegamos sobre las cuestiones jurídicas, la naturaleza de la libertad y un enfoque kantiano disminuido.

¿Qué tipo de salud queremos?

Po voy a reparar aquí en los detalles del funcionamiento de la nueva tecnología de poder según el modelo sanitario, y en par ticular, del “diagrama de contagio” que le sirve de máquina abstracta. Solo he podido esbozar algunos rasgos. Me gustaría concluir con una pregunta que, aunque decisiva, intentamos evitar constantemente: ¿qué tipo de salud queremos?

Los que empezamos a sospechar que la COVID-19 no tiene visos de desaparecer, como ocurre con la gripe y otros muchos virus, tenemos que preguntarnos de una vez no por el sentido de la salud, que es evidente, sino en qué puede resultarnos útil la enfermedad y, en contrapartida, la salud.

Nietzsche sigue siendo el pensador de la gran salud. Declara solemnemente: “Incluso la salud es inútil”. ¿No es chocante, absurdo, mor tífero? Continúa: “Incluso la salud es inútil si no está a la altura de los grandes afectos” (Nietzsche 2008: 774).

Dos preguntas.

Primero, ¿qué tipo de salud queremos? En todo caso, no la salud que se nos propone o sugiere: enmarcada, vigilada, reducida, sin celebración, abrazo o desborde, sin referencia a lo que nos excede y nos devuelve a nuestra finitud. Deberíamos aprender a someternos a la triste sabiduría de los conductores de las poblaciones controladas y ceñirnos a una salud que solo aspira a la temible conservación de una existencia adquirida, no a la vida, sino a la mera supervivencia. Pero ¿quién llamaría a eso “salud”?

Para Nietzsche hay dos tipos de salud: la salud como expresión de la vida en declive y la salud como expresión de la vida en ascenso. Una se encuentra en la protección, la preservación, el encogimiento, sin riesgo, choque ni agresión, o lo menos posible. La otra, la ascendente, se halla en lo que es más posible, sabe arriesgarse y afrontar grandes dolores y enfer medades.

La salud efectiva es la salud que no puede prescindir de la enfermedad en cuanto instrumento de conocimiento (Nietzsche 1999: 114). Se trata de poner la enfermedad o las fuerzas de la desorganización a su servicio en vez de mantener una rígida distancia con ella, de protegerse de ella. Porque la enfermedad y el dolor son instrumentos de conocimiento: el conocimiento es proporcional al dolor experimentado. Esquilo: el pathein es un mathein, el sufrimiento es un proceso de aprendizaje.

En segundo lugar, ¿cuáles son estos grandes afectos? Son los que ve neran la vida, los que nos dicen que “rezar es estar sano”. Es una paradoja in tolerable para nuestros positivistas que no pueden evitar reírse de semejante error, de una tal ilusión de la más rancia de las sacristías. Si rezar es venerar la vida, si es divinizar la Tierra, si es celebrarla, si es transfigurar la realidad para que se llene de dioses, entonces la oración es la gran salud misma, la “voluntad de poder” en el sentido nietzscheano en su máxima expresión. Y qué es para Nietzsche (1999: 4) la filosofía sino “un arte de transfiguración”, según el prólogo de La ciencia jovial. ¡Y es por esta transfiguración que el conocimiento es jovial!

Debemos admitir que nuestros deseos de erradicación total se sus tentan en fantasías idealistas impulsadas por una concepción falsa, en la medida en que es “moral”, de las cosas. Y que, en consecuencia, debemos aprender a vivir con el virus, con los virus, con la lucha incesante de la vida contra sus fuerzas de disolución. Dado que la vida es una lucha continua de todas las fuerzas que resisten a la muerte, no se puede sacrificar el valor de la vida en provecho de medidas que resultarán, al final, siempre más tristes e impotentes.

La salud como invención de nuevas normas y no simple adaptación a las preexistentes

El idealismo moral en el que estamos inmersos hace de la salud una ausencia de enfermedad, supone la dualidad exclusiva del bien y el mal, de lo sano y lo enfermo. El error de la política sanitaria actual no es, evidentemente, luchar contra la enfermedad, como si la única po sición alternativa fuera la pasividad y la aceptación sumisa frente al destino. Su error es que la concepción en que se basa induce una estrategia errónea, orientada por falsas ideas ontológicas y valores morales inadecuados que vienen a reducir y desfigurar la vida auténtica, para preservarse de cualquier riesgo. El supuesto básico de esta visión moral del mundo es que podríamos mantenernos libres de todo sufrimiento y enfermedad. La visión moral sa nitaria, por un lado, como toda “moral”, está implícitamente impulsada por una salud pura y absoluta, a salvo de toda enfermedad, al igual que el bien estaría separado de todo mal (cf. Nietzsche 1998). Por otro lado, intenta negar que la vida es un riesgo perpetuo que hay que asumir en cualquier momento, un riesgo de muerte para no hundirse en una vida degenerada, antesala de otra forma de muerte.

El idealismo moral, por tanto, mantiene separadas la salud y la enfer medad como dos sustancias ontológicamente puras e independientes. Sin embargo, la salud es siempre relativa, es una relación entre el individuo y su entorno, siempre inestable, fluctuante e inventiva. Georges Canguilhem, en Lo normal y lo patológico -que sirvió de punto de referencia para la Historia de la locura de Foucault, al igual que las ideas de Nietzsche que acabo de mencionar nos reconduce a esta verdad de que nada sería más perjudicial que permanecer prisionero de una tradición que determina la salud como un “estado”, ya sea caracterizado por el equilibrio, la adaptación, la armonía, el silencio o incluso el bienestar físico, mental y social (tal como lo hace la OMS). Al contrario, Canguilhem sostiene la idea de que la salud expresa la normatividad del ser vivo, es decir, su capacidad de producir normas y de jugar con ellas en cual quier medio, sea hospitalario u hostil, y de variarlas en función de este. La salud expresa la capacidad de transformar o incluso de instituir este medio, tanto como de sufrirlo: “El hombre es verdaderamente sano solo cuando es capaz de muchas normas, cuando es más que normal” (Canguilhem 1966: 130).

La enfermedad sigue siendo una forma de vida, aunque exprese una disminución de su poder normativo. Es la continuación del esfuerzo de la vida, pero en un “entorno reducido”:

La enfermedad sigue siendo una norma de vida, pero es una norma inferior en el sentido de que no tolera ninguna desviación de las condiciones en las que es válida, incapaz de convertirse en otra norma. El ser vivo en fermo está normalizado en condiciones de existencia definidas y ha perdido la capacidad normativa, la capacidad de instituir otras normas en otras con diciones (Canguilhem 1966: 119-120).

La enfermedad, el estado patológico, no es la pérdida de una norma, sino el ritmo de vida regulado por normas vitalmente inferiores o depre ciadas por el hecho de que le prohíben al viviente la participación cómoda y activa, generadora de confianza y seguridad, en un tipo de vida que antes le era propio y que sigue siéndolo para los demás. (cf. las entradas “Vida” y “Regulación” de la Encyclopxdia Universalis).

Nietzsche expresa así la vida y su secreto: “Yo soy lo que siempre debe superarse a sí mismo” (1997: 176).

Este es el punto esencial. Estamos enfermando de una segunda enfermedad, social y política, ya que, al restringir nuestras libertades, se nos priva de la posibilidad de inventar otras normas de vida.

No hay salud sin enfermedad y, por lo tanto, sin virus que deba supe rarse inventando nuevas normas, nuevas formas de vida, al contrario de lo que estamos haciendo en la actualidad al esforzarnos por conservar las normas vi gentes o restaurarlas cuando se alteran. La salud no se opone a la enfermedad, sino que la incluye de forma positiva transformándola en una oportunidad para experimentar nuevas normas de actuación y formas de vida. Negar cual quier valor a la enfermedad, al sufrimiento, intentar deshacerse de él por completo en una especie de “salud perfecta” en la que el cuerpo estaría com pleta y técnicamente dominado, es un síntoma no de salud sino de vida en declive. La salud está entonces condenada a refugiarse en el silencio: la salud es “la vida en el silencio de los órganos”, como decía Leriche, uniéndose a Descartes que hizo de ella un “valor silencioso”. A esto se opone Bichat, a quien Foucault cita con frecuencia. Investigaciones fisiológicas sobre la vida y la muerte (1800) comienza con la famosa fórmula: “La vida es el conjunto de funciones que resisten a la muerte” (citados en Canguilhem 1966: 180).

La gran salud está por encima de la oposición de la salud y la enfermedad. ¿Qué otra definición de salud podemos proponer que la deleuziana y nietzscheana de ser la capacidad de abrirse al surgimiento de posibilidades? La salud no produce una síntesis, una conciliación de los opuestos, sino que introduce una relación, no dialéctica, sino trágica, paradójica.

Conclusión: ¿cuáles son nuestras posibilidades de vida en la era de la globalización sanitaria?

Erente a las relaciones de poder del Estado y los medios de comu nicación, ¿tenemos alguna capacidad de resistencia, es decir, de inventar nuevas posibilidades de vida y de libertad?

Deleuze nos da razones para creer que sí porque, a su parecer, una sociedad -incluso la nuestra, por muy ligada que esté al derecho, a los medios de comunicación, al conocimiento y al Estado- no puede evitar “huir por todos los extremos”, nunca está completa y herméticamente unificada y to talizada. Constantemente se producen intersticios, brechas, grietas a través de las cuales se da la posibilidad de inventar, de replicar, de introducir resistencia. Por lo tanto, podemos inventar constantemente nuevas posibilidades de vida (Nietzsche) y respuestas creativas a la pandemia.

Ahora bien, decir cuáles y cómo inventarlas es una operación em pírica que no es programable y que involucra a cada uno. El filósofo no tiene nada que recomendar. Excepto, por supuesto, que apele a las ilusiones de la filosofía comunicativa, de inspiración jurídico-kantiana, sobre la capacidad de salvación que tendría el mercado mundial. Se apuesta por la capacidad de la ley, colocada en una posición hegemónica sobre todos los sectores de la vida y el planeta entero, para pacificar el mundo y que prevalezca la justicia. Pero nunca se sospecha que este escandaloso legalismo global forma parte de un peligroso impulso “totalizador” que se volvió parte de la dominación por el control.

A menos que sea demasiado tarde por el colosal deterioro de nuestras condiciones de vida, me parece que se están actualizando nuevos modos de subjetivación, tanto individuales como colectivos. Resisten a la forma do minante del poder-saber sanitario y al nuevo juego de poder en el que ha entrado el derecho en las sociedades de control. A través de ellos se juegan nuevas formas de libertad y de dominación, con sus grandezas y cobardías. La misión del pensamiento ha sido siempre perforar el caparazón que nos encierra en las opiniones dominantes del momento y abrir líneas de fuga hacia el caos infinito; en este se elaboran, de manera virtual, nuevas concre ciones del pensamiento en el cuerno de los dados del azar, que los hombres aprovecharán si es necesario.

Soy consciente de que todo esto sigue siendo abstracto y parece des viarse de nuestro tema, que era la pandemia. Pero esta pandemia, y sus in numerables variantes, ¿no salieron también del caldero de las parcas donde hierve el azar soberano? La verdadera contribución filosófica de Deleuze y Foucault es consolidar esta esperanza ofreciendo razones para creer que no está todo decidido por el lado de la racionalización extrema de nuestras existencias y las nuevas tecnologías del poder.

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Recibido: 03 de Mayo de 2022; Aprobado: 06 de Junio de 2022

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