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Revista latinoamericana de filosofía

versión On-line ISSN 1852-7353

Rev. latinoam. filos. vol.48 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2022  Epub 01-Dic-2022

http://dx.doi.org/10.36446/rlf2022332 

Dossier

Amor, honor y reconocimiento: interpretaciones feministas de la teoría política hegeliana

Love, Honour and Recognition: Feminist interpretations of Hegelian Political Theory

Daniela Losiggio1 

1 Universidad Nacional Arturo Jauretche Instituto de Investigaciones Gino Germani (CONICET)

Resumen

Este trabajo tiene como punto de partida la tesis de que las ideas de Hegel sobre el amor y el honor, así como la noción hegeliana de reconoci miento, resultan hoy un insumo fundamental para la teoría política feminista. Para demostrarlo, recurriremos al método de la “doble mirada”: por un lado, ofrece remos un panorama acerca del lugar de las mujeres en la obra de Hegel; por el otro, procuraremos demostrar la productividad política de muchas de sus ideas en el pensamiento feminista contemporáneo.

Palabras clave: teoría política hegeliana; mujeres; reconocimiento; amor; honor

Abstract

The starting point of this work is the thesis that Hegel’s ideas about love and honor, as well as the Hegelian notion of recognition, are today a fundamental supply for feminist political theory. To demonstrate that idea, we will take the “double look” method: on the one hand, we will offer an overview of the place of women in Hegel’s work; on the other, we will seek to demonstrate the political productivity of many of his ideas in contemporary feminist thought.

Key words Hegelian political theory; women; recognition; love; honor

Introducción

El objetivo de este artículo es el de producir una lectura política acerca del lugar de las mujeres, primero, en la obra de Hegel y, segundo, en parte de la teoría crítica feminista. En dos libros se concentra la mayor parte de las reflexiones de Hegel acerca de la diferencia sexual: Feno

menología del espíritu (1807) y Fundamentos de la filosofía del derecho (1820). El método que aquí adoptaremos para la lectura de estas obras es el de la “doble mirada”; tal la propuesta de Seyla Benhabib (1996) para interpretar a los clá sicos desde un enfoque feminista. Para el caso de Hegel, este método supone, por un lado, observar uno de los más importantes procederes teóricos me diante los cuales se ha excluido de la política a las mujeres en la contempo raneidad. Por el otro, nuestro método nos permite -paralelamente- avanzar más allá de la literalidad de la lectura y reconstruir la importancia de las ideas hegelianas en la teoría crítica feminista.

Comenzaremos por presentar, de modo muy general, los principales lineamientos de Fenomenología del espíritu y Fundamentos de la filosofía del derecho. Nuestro siguiente paso es el de observar el problema de las mujeres en ambas obras, echando mano de la crítica inmanente que se han hecho a estas ocurrencias desde la teoría política feminista. Por último, procuraremos demostrar que, tanto las ideas de Hegel sobre el amor y el honor, así como la noción de reconocimiento, resultan un insumo fundamental para la teoría política contemporánea, en la que el feminismo aporta una enorme impronta.

Fenomenología del espíritu: auto conciencia y reconocimiento

Si lo exclusivamente humano está dado por el lenguaje en la obra de Thomas Hobbes y por la razón en las obras de John Locke e Immanuel Kant, para Hegel, la existencia humana se expresa en la autocon- ciencia y su efecto, a saber, la autonomía.

La autoconciencia presupone el deseo (Begierde),' pero -a la inversa- el deseo no es condición suficiente para la autoconciencia, para una ver dadera autonomía humana (Abellón 2020; 2021). Satisfacer el deseo -en un primer momento- supone destruir, negar o transformar el objeto deseado para la autopreservación. Recién cuando puede apartarse de la inmediatez destructiva, el deseo se vuelve realmente condición de la autonomía y la libertad. Pero esta autonomía no se explica por una máxima contraria a la inclinación que se da el sujeto. Un deseo autónomo es aquel que incorpora y transforma la otredad, pero de un modo diferente, ya no destruyéndola (Abdo Ferez 2022: 78).

Digámoslo de otra forma. El deseo realmente autoconsciente no es sobre las cosas como vienen dadas (Hobbes, Locke), ni del bien subjetivo (Kant). El deseo humano se encuentra inmerso en una multiplicidad de deseos dirigiéndose unos a otros y, por eso, la realidad humana es social. Pero esta multiplicidad tampoco alcanza para comprender lo humano. El deseo verdaderamente humano es deseo de reconocimiento: desear el deseo del otro; desear que el valor que yo represento para mí sea el valor deseado por el otro (Kojeve 1999). O, dicho de otra manera, “la autoconciencia es en y para sí en cuanto es en y para sí para otra autoconciencia; es decir, solo es en cuanto se la reconoce” (Hegel [1807] 2012: 113). Unicamente mediante el reconocimiento se revela el deseo como realidad humana, se objetiva en una relación. Antes de ese reconocimiento, “cada quien está bien cierto de sí mismo” pero esa certeza no se encuentra objetivada, confirmada como verdad (Hegel [1807] 2012: 115).

Elegimos la voz “deseo” en la traducción del término Begierde, a efectos de dar cuenta de una concepción erótica de la formación subjetiva, siguiendo los lineamientos interpretativos de Judith Butler (1997). Existe un debate sobre la univocidad de esa acepción de la Begierde en Hegel (cf. Abellón 2020).

Este deseo humano, entonces, es de muy otra índole respecto de la autopreservación. Sin lugar a duda, importa un riesgo porque, al buscar el reconocimiento, la conciencia se encuentra con un otro que procura exac tamente lo mismo y los dos individuos se enfrentan en una lucha a muerte. Pero se trata de una lucha por el prestigio y no por la mera supervivencia, como lo creía Hobbes. Esta lucha -y no la rapiña- es la primera acción eminentemente humana. Mientras tiene lugar esa lucha a muerte, las dos conciencias “se comprueban por sí mismas y la una a la otra” (Hegel [1807] 2012: 116).

Ahora bien, para que -finalmente- la autoconciencia se realice, es decir, la conciencia alcance una existencia objetiva, es necesario que los dos adversarios queden con vida luego de la lucha y esto solo puede suceder si ambos optan por comportamientos contrarios. Uno de los dos debe clau dicar, temer más a la muerte que a la negación de su existencia objetiva y preferir un objetivo de menor estatura: preservar su vida. En ese caso el otro adversario triunfa en su tesón y obtiene el anhelado reconocimiento. Una de las partes es así suprimida, pero no en un sentido literal; ella se conserva, pero como un mero reflejo de quien triunfa en la lucha. Es su autonomía la que se sustrae, el intento de querer ser reconocido (Butler 2007). Tenemos aquí al Amo y al esclavo.

Resulta, sin embargo, que muy rápidamente el Amo comienza a vivir una cierta desdicha. Es que el esclavo que lo reconoce ya no es un hombre libre y autónomo, ciertamente, sino que se ha cosificado. El esclavo trans forma las cosas de la naturaleza en productos que el Amo consume, destruye, aniquila. Ahora el Amo observa una relación con su deseo que vuelve a ser del orden de la inmediatez. Ya no está seguro de ser para sí como verdad revelada. La verdad con la que ahora cuenta el Amo es la de una existencia cosificada. En una palabra, el Amo “abandona el lado de la independencia de la cosa al siervo, que la transforma” ([1807] 2012: 118). Su goce y su satisfacción vuelven a ser subjetivos.

El esclavo, por su parte, que ya ha atravesado el temor a la muerte, la angustia de la disolución de sí, encuentra ahora un modo de reencontrarse y reafirmarse a través del trabajo. Se ha vuelto Amo de la naturaleza: transformando la naturaleza trasciende lo dado y se transforma a sí mismo. El hombre trabajador se educa, se cultiva, sublima sus instintos al rechazar el consumo y la destrucción inmediata de las cosas. El producto del trabajo es la plasmación de una idea que forma y educa al hombre.

El Amo no puede reconocer al otro; en cambio, el esclavo debe a eso su vida; entonces alcanzará con autosuprimirse en cuanto que esclavo, en cuanto que conciencia servil, negar el modo en que vive (negar la negación) y ganar así autonomía.

La alegoría del Amo y el esclavo remite al pasaje de la conciencia hasta la autoconciencia, en un sentido filogenético; esto es, revela la experiencia humana en la historia universal: la serie de frustraciones que permiten al hombre evolucionar hasta -al fin- conseguir comprenderse a sí mismo. Se trata de una dialéctica en el sentido de que las distintas frustraciones de la conciencia son superadas (aufheben) en nuevos momentos o síntesis que re cogen las enseñanzas anteriores. El fin de la historia tiene lugar cuando el hombre reconoce que este autoconocimiento y el modo en que se plasma es su propia realidad.

Pasada esta abstracción por el tamiz de la historia del espíritu, Hegel presenta tres grandes momentos de la vida social humana: el paganismo, el cristianismo y la contemporaneidad o el mundo napoleónico. El paganismo es el mundo del Amo (universal puro e inmediato, enemigo de lo particular); el cristiano, un mundo de esclavos (particular puro, adorador de un universal perdido); con el imperio napoleónico, se produce una síntesis absoluta de lo universal y lo particular.

La dialéctica del Amo y el esclavo resuelve finalmente en el tipo de vida ético-política que se describe en Filosofía del derecho. En el Estado que Hegel imagina, los individuos no solo se reconocen entre sí como iguales (son para sí), sino que también -de este modo- se autonomizan y se autorrealizan. Siguiendo la interpretación que da a este libro Luciano Nosetto (2022), el orden político hegeliano basa su legitimidad en la garantía de libertad. Ahora bien, a diferencia de cómo consideraban esta libertad au tores como Hobbes y Locke, la libertad absoluta no constituye un derecho de apropiación ilimitada. Tampoco, como en el caso de Kant, la verdadera libertad supone una reflexión solipsista libre de determinaciones externas. La libertad hegeliana es un principio de autorrealización en un mundo ha bitado por otros.

Filosofía del derecho: ética y honor

Para Hobbes y Locke, la libertad suponía tomar del mundo lo que nos apetece. Pero, de esta manera, el vínculo con ese mundo ad quiere un carácter inmediato, individual y natural (Hegel [1820] 2015: 110). Lo que viene dado es sencillamente tomado, tal como lo hacen los animales. Este vínculo con el entorno es sin dudas problemático para una vida en so ciedad, porque los individuos viven amenazados por la muerte violenta o el pillaje. Así, el orden político que busca garantizar la libertad de apropiación, indefectiblemente se instaura como mero coto: su función es estructuralmente negativa, la de poner límites a la afición rapaz.

Para Kant, en cambio, la libertad supone hacer caso omiso de la afición, los instintos, las inclinaciones; en definitiva, los condicionamientos naturales. Implica otorgarle a nuestra acción el principio formal del deber que es -precisamente- el de lo incondicionado (Hegel [1820] 2015: 163). Querer el bien supone, no querer lo que es bueno para mí sino lo que qui siera que se vuelva universal. “El imperativo categórico que solo enuncia en general lo que es obligación reza así: ‘¡obra según una máxima que pueda valer a la vez como ley universal!’” (Kant [1797] 2008: 31-32). El problema de esta concepción de la libertad es que es demasiado formal y abstracta y, por consiguiente, subjetiva. Así, el deber tiene que ser “querido como tal”, en su forma, que es contraria a los apetitos (Hegel [1820] 2015: 164).

Pero entonces, al no tener un contenido ético concreto, sostiene Hegel, “la intención de mi acción y mi convicción de que por sí es buena la convierte en el bien” ([1820] 2015: 178). Digamos que, frente a una situación hipotética, llamémosla X, la acción A puede ser considerada por el sujeto A que la ejecuta como la respuesta más conforme al deber posible, es decir, contraria a los apetitos de este sujeto y entendida por él como universalizable. La misma situación X puede exigir para el sujeto B una acción B, entendida por él también como conforme al deber pero -al mismo tiempo- absolutamente contraria a la acción A. En una situación tal, ambos sujetos consideraron sus acciones conformes al deber, pero su relación social queda dañada, pues juzgan espantosa y ofensiva la respuesta del otro. ¿No debería estar el principio de mi acción fundado en la comunidad? Se pre gunta Hegel. ¿Qué clase de vanidad es esta en la que yo soy Amo y señor del bien y el mal?

La libertad hegeliana es, así, presentada como superadora, tanto de las determinaciones externas (las cosas del mundo que quiero consumir), como internas (el imperativo categórico indeterminado); dicho de otra manera, de la autopreservación y de la moralidad. Esta libertad tiene lugar dentro de una doctrina ética inmanente de la vida en común. En ella, los sujetos reconocen sus deberes como objetivos, es decir, históricamente necesarios; los deducen de “las relaciones existentes, [de las] propias representaciones, principios y pensamientos universales dados, fines, instintos, sensaciones, etc.” ([1820] 2015: 187-188); es decir, del sistema específico e histórico de costumbres del pueblo del que se trate (Sittlichkeit). Pero estos deberes tienen un sentido real porque a través de ellos, los individuos se autorrealizan, se afirman en su particularidad ingresando así en la universalidad.

Ahora bien, sin Estado, ninguna libertad es efectivamente real. El Estado es el garante de la Sittlichkeit y, a su vez, no tiene lugar si antes no existe una sociedad civil y, antes, la familia. Las tres instituciones son des critas en la tercera parte de Filosofía del derecho. En el próximo apartado nos dedicaremos a reflexionar sobre la familia, el universal inmediato. En cuanto a la sociedad civil (particular) y el Estado (Aufhebung de lo universal y lo particular), vale mencionar aquí que la distinción entre ambos términos, introducida por Hegel, no estaba presente en la tradición contractual. En efecto, de esta distinción depende -en gran parte- la crítica que hace Hegel al contractualismo.

La sociedad civil es el “estado de la necesidad” ([1820] 2015: 209). Se integra por personas particulares cuyo fin es, en primera instancia, el propio interés y, en segunda, el honor de ser reconocidos por otros ([1820] 2015: 212). Honor, sostiene Honneth, es “la posición que adopto frente a mí mismo cuando identifico positivamente mis cualidades y mi especificidad” (1997: 35). Ahora bien, esta mirada positiva sobre mí mismo no ocurre en el ámbito social general sino en el ámbito social de mis iguales: mi estamento.

¿Cómo se da el pasaje del autointerés al honor? Hegel advierte que existen desigualdades sociales que no son solo de orden natural y tampoco se pueden cuantificar mediante la variable de la industriosidad (de tipo lockeana). Existen múltiples motivos por los cuales se llega a un estado de desigualdad “de aptitudes, de patrimonio y también de cultura moral e in telectual” ([1820] 2015: 220). En el progreso económico de un solo y muy acotado grupo, la sociedad civil va aumentando también la miseria de otro, muy multitudinario, que se especializa en tareas excesivamente puntuales, pierde la expertise completa de la producción y, con ello, también “el honor de existir por su propia actividad y trabajo” ([1820] 2015: 246). Este último grupo constituye la plebe, una clase que se vuelve dependiente de otra y vive por debajo del nivel mínimo de subsistencia.

Las corporaciones de trabajo ofrecen así un ámbito colectivo, soli dario y reivindicativo del honor menospreciado por el estamento de los pro pietarios. Solo en ellas las personas se demuestran unas a otras que son “algo” ([1820] 2015: 250). Así, los miembros de los gremios “no se incorporan a ellos en vistas de una ganancia singular y casual” sino, antes que nada, porque el gremio garantiza una necesidad previa: el reconocimiento de las virtudes a la vez particulares y colectivas ([1820] 2015: 250).

El trabajo se vuelve así, en el marco de la corporación, “una actividad consciente para un fin común” ([1820] 2015: 251). Las corporaciones se vuelven ahora las encargadas de ingresar en el universal, en una opinión pública oficial, “la asamblea corporativamente retroacoplada” (Habermas [1962] 1981: 152), en una palabra, en poder legislativo.1 Se pasa así de la esfera de la sociedad civil y el honor a la de la eticidad absoluta y la solida ridad, que Axel Honneth describe muy lúcidamente como “una sociedad que encuentra su conexión orgánica en el reconocimiento intersubjetivo de la particularidad de todos los singulares” (1997: 26).

El Estado de tipo corporativista puede entenderse, en esta lectura proveniente de la teoría crítica, como un universal que alberga las distintas reivindicaciones de reconocimiento de grupos sociales particulares.

Quisiéramos detenernos ahora en el problema de las mujeres y la familia en la obra de Hegel para luego estudiar cómo conjuga el concepto de reconocimiento con la teoría feminista contemporánea.

Las mujeres y la ironía en la Fenomenología del espíritu

En la descripción que hace Hegel del mundo pagano en la Fe nomenología, se subraya una contradicción absoluta entre Estado y familia; entre el ciudadano universal y el miembro singular de la familia; entre el hombre y la mujer; entre la voluntad universal y la sangre; entre el hacer y el mero existir (Sein); entre la ley de los hombres (soberana) y la ley divina. En el caso del primero de los términos de cada uno de estos binomios, es posible alcanzar un cierto grado de autoconciencia; de allí que la vida social sea entendida por Hegel como más insigne que la familiar, del mismo modo que la vida masculina es más noble que la femenina.

La tragedia pagana consiste en que los polos de los binomios no se complementan sino que se anulan mutuamente. Sostiene Hegel:

Como la conciencia solo ve el derecho en uno de los lados y el desafuero en el otro, cuando pertenece a la ley divina solo contempla en el otro lado un acto de fuerza humano y contingente y, por su parte, la que corresponde a la ley humana ve en el otro la tozudez y la desobediencia (Hegel [1807] 2012: 274).

No puede alguien declararse miembro del Estado y de la familia sin incurrir en un crimen. Quien se afirma como Amo y guerrero (miembro del Estado) cultiva la muerte. Esta última es contraria al ámbito familiar, re- servorio de la mera vida y la particularidad.

mas 1962. Señalamos este aspecto parcial de la relación de las corporaciones con el universal (Estado) porque nos permite comprender el hegelianismo presente en las teorías políticas contemporáneas de perspectiva feminista.

No obstante, si bien la familia se opone al Estado, al mismo tiempo, ella es su condición. Constituye la “reserva de las fuerzas del Estado”, es decir, aporta a los jóvenes guerreros (Kojeve 1999: 103). Es por las guerras que la comunidad se eleva, es reconocida por otras comunidades. Por medio de la guerra, el Estado cobra singularidad frente a otros Estados, pero -al mismo tiempo- gana un “enemigo interno”: las mujeres (Hegel [1807] 2012: 281) porque ellas son, según la perspicaz interpretación de Luce Irigaray, las en cargadas de “cuidar lo incruento” (1996: 45).

Las mujeres constituyen “la eterna ironía de la comunidad” (Hegel [1807] 2012: 281). Necesarias en cuanto reproductoras, pero enemigas la tentes de la voluntad universal. Ellas no comprenden el valor de la disolución de la particularidad por mor de la comunidad.

Morir como guerrero supone alcanzar un alto valor social porque, en ese arrojarse, se adquiere una autoconciencia de que la vida se está sacri ficando voluntariamente, como acto autoconsciente y deber ciudadano. En cambio, la muerte doméstica no exige una reflexión sobre su sentido. En la muerte doméstica -pasiva y baja por definición- la mediación la hacen las mujeres, encargadas de los ritos funerarios (un derecho púdico que el Estado les otorga para contentarlas). Al enterrar al muerto, las mujeres creen resti tuirlo al ámbito comunitario de la tradición (Kojeve 1999; Irigaray 1996).

En una palabra, el Estado hace un culto de la Muerte, de la guerra y la ley de los hombres; las mujeres realizan el culto a los muertos y, de este modo, hacen ingresar a los fenecidos en el plano de lo divino. La muerte en ambos casos y desde miradas diferentes (la masculina o la femenina) hace ingresar en el universal (Jagentowicz Mills 1996).

El frágil equilibrio pagano se expresa según Hegel en Antígona, la pieza trágica de Sófocles. Aunque en la Fenomenología Hegel mencione a Antígona en una sola oportunidad, es evidente que tiene esta obra presente cuando construye el esquema pagano (Butler 2000a). Como es de recordar, en la obra, Polinices, hijo de Edipo y Yocasta, se había alzado en rebelión contra Tebas y el reinado de su propio hermano, Eteocles. Enfrentados, los dos hermanos mueren en la misma batalla. Por línea de parentesco, es su tío Creonte quien debe hacerse cargo del reinado y, con esta investidura, el nuevo rey castiga al rebelde -ya muerto- del único modo en que esto es posible, prohibiendo su sepulcro. Antígona, hermana de ambos muertos, se rebela contra la decisión del rey y entierra, con sus propias manos, el ca dáver de Polinices. En castigo, Creonte decide encerrarla viva en una tumba, donde Antígona finalmente se suicida (Sófocles 2007).

Como ya dijimos, Hegel observa la incompatibilidad de los perso najes como una metáfora de la contradicción entre el lazo filial y el Estado. Antígona reclama el derecho del hermano a ingresar en la comunidad de los muertos porque esta es la razón de ser femenina. Pero Polinices, en cuanto guerrero, ha puesto en riesgo a la comunidad, no se ha sacrificado por ella, como debía y -de ese modo- pierde el derecho a todo universal.

Ahora bien, el hermano -a diferencia del hijo o del marido- tiene un rol particular en la vida femenina pagana. Siguiendo el apartado “La acción ética, el saber humano y el divino, la culpa y el destino”, nos encontramos con que la única persona que puede reconocer el valor de los actos feme ninos es, precisamente, un hermano. Esto se debe a que, entre hermanos, no existe deseo sexual. Ellos tienen una relación “vinculada al equilibrio de la sangre y [...] exenta de deseo (begierdeloser Beziehung)” (Hegel [1807] 2012: 269; 1998: 352).2 Ahora bien, de pronto, esta relación libre de deseo -que aquí debe ser comprendido estrictamente en un nuevo sentido, como deseo sexual o apetito- se revela en la Fenomenología como un momento originario y fortuito de pasajera igualdad entre los sexos.

En la relación heterosexual libre de parentesco o en el vínculo madre e hijo, el hombre y la mujer se comportan de modo animal. Por su parte, como ya hemos observado, en el deseo de reconocimiento entre iguales libres, hay competencia. No sucede esto entre hermano y hermana.3 Entre ellos existe un reconocimiento, digamos, natural. Al mirarse, el hermano y la hermana se ven a sí mismos reflejados en el otro, y así reconocen el lazo sanguíneo que los reúne. Pero se trata de una fugaz relación ética, inmediata y natural. Luego de la adolescencia, los varones abandonan el ámbito familiar para alcanzar una vida ética activa y consciente de sí misma (la pública o se gunda naturaleza). En cambio las mujeres pasan de una ética familiar a otra, se convierten en esposas y madres. Además, ya no son tratadas como iguales.

Subrayemos aquí: el reconocimiento del hermano no es solo el punto más alto al que puede aspirar una mujer sino que es el pico más alto de la subjetividad femenina en la historia hegeliana de la conciencia y por eso es especialmente interesante (Irigaray 1996). Antígona es aún virgen y muy joven cuando muere Polinices; se encuentra comprometida con Hemón, pero evidentemente desprecia esa relación y hasta la ignora. Hegel nos permite así pensar que Antígona no busca tanto restituirle la ciudadanía al hermano (en el reino de Hades) como rebelarse contra la desposesión del más alto reconocimiento al que había podido aspirar, el del hermano. Así, ella representa no tanto lo particular, tampoco lo opuesto de lo universal o lo enemigo de la comunidad política: más bien Antígona expone el límite de la soberanía pagana, la fragilidad del universal. Sostiene Butler que ella es “la huella de una legalidad humana alternativa que ronda la esfera pública consciente como su escandaloso futuro” (Butler 2000a: 40).

El tema de las mujeres no vuelve a mencionarse en el resto de la Fenomenología. ¿Considera entonces Hegel, como lo sugería Carla Lonzi ya en 1970, que ellas quedaron suprimidas en las siguientes etapas de la his toria concreta de la autoconciencia? Y, si fueron suprimidas en cuanto que enemigo interno, ¿fueron también, en lo históricamente sucesivo, contenidas de algún modo o expulsadas completamente de la comunidad? Ciertamente el rol histórico de las mujeres en la Antigüedad parece transformarse en esencia femenina. En la Filosofía del derecho, la “ley de la mujer” constituye una “ley eterna de la que nadie sabe cuándo apareció, y que se representa en oposición a la ley pública, a la ley del Estado” ([1820] 2015: 198). No se trata ya de que las mujeres representan lo particular, pues lo particular, la familia, se reconcilia en el universal, el Estado. No. Las mujeres son expulsadas de la historia (Irigaray 1996).

La familia y el amor en la Filosofía del derecho

En la Filosofía del derecho, la relación heterosexual que no es “de sangre” es superadora respecto de cómo estaba reputada en el mundo antiguo. Se consolida ahora en el “deber ético” del estado matri monial ([1820] 2015: 194). El matrimonio es el primer aspecto de la familia; y esta última representa, a su vez, la institución fundamental de la eticidad. Si, por un lado, el matrimonio es una unidad natural, es decir, tiene a cargo la “realidad de la especie” ([1820] 2015: 193), también es cierto que en cuanto esta unidad se consolida en institución matrimonial y adquiere una exis tencia externa, una realidad empírica, se vuelve “una unidad espiritual, [...] amor autoconsciente” ([1820] 2015: 193).

Carole Pateman (1995; 1996) señaló hace tiempo cierta incon gruencia en el pensamiento de Hegel acerca del matrimonio: por un lado, él compuso una de las primeras y más importantes críticas a la teoría del con trato; fundamentalmente, la idea de que una comunidad no debe fundarse en la inclinación natural (egoísta, inmediata) de particulares. Por el otro, él mismo sostiene que el punto de partida de la institución familiar es el “libre consentimiento de las personas” ([1820] 2015: 194). Cierto es que, segui damente, Hegel hace un esfuerzo por distinguir el “libre consentimiento” respecto de la “inclinación particular” o del “entendimiento de las partes” ([1820] 2015: 194). Esta distinción tiene por objetivo apartarse de la teoría del contrato, pero el ejercicio es confuso.

Hegel sostiene -decíamos- que una cosa es el acuerdo y otra distinta es la inclinación “infinitamente particularizada” ([1820] 2015: 194). Con el término inclinación, se refiere a la reproducción, por momentos solapada con la pasión erótica. En el matrimonio, esa inclinación puede estar presente pero debe coincidir con el acuerdo bienintencionado de constituir una so ciedad con la otra persona.

De esta manera, Hegel procura escapar de los argumentos de la teoría del contrato: el matrimonio ya no tiene por fundamento “la personalidad independiente en su individualidad” sino salir de ese punto de vista, superarlo y anteponer el fin ético de la comunidad familiar, donde todos sus miembros se vuelven una sola persona ([1820] 2015: 194).

La distinción entre reproducción (o pasión) y amor parece en todo caso moralizar las especulaciones lockeanas sobre el matrimonio. En la obra de Locke, las partes tenían por objetivo común una suerte de empresa de mediano plazo; la de la reproducción, el sustento y la educación de la cría. Pero la individualidad egoísta y persistente de las partes admitía que ese objetivo también pudiese llegar a su fin mediante el divorcio. Locke era algo brutal en este punto: el acuerdo matrimonial instituye un artificio que permite unir el afecto de las dos partes. No sostiene que “las partes se unen por afecto”, sino que el matrimonio existe precisamente para unir el cuidado y el afecto (“to unite their Care and Affection”, Locke [1689] 2016: 40), acaso cuando ya ese cuidado y ese afecto no se tienen “naturalmente”. Así, por fin, la unión artificial prioriza el interés (repro ductivo por sobre el vínculo erótico. Y este último no distingue entre el sexual y el amoroso.

Para Kant, en cambio, el fin del matrimonio -también fundado en un contrato- no tenía por objeto una empresa económica ni la crianza de los hijos sino más bien la moralización del deseo sexual y su perpetuidad obligatoria:

El matrimonio (matrimonium) es [...] la unión de dos personas de distinto sexo con vistas a poseer mutuamente sus capacidades sexuales durante toda su vida. El fin de engendrar hijos y educarlos siempre puede ser un fin de la naturaleza [...] pero para la legitimidad de la unión no se exige que el hombre que se casa tenga que proponerse este fin; porque, en caso contrario, cuando la procreación termina, el matrimonio se disolvería simultáneamente por sí mismo ([1797] 2008: 98; el resaltado es mío).

Se trata de una suerte de acuerdo de prostitución mutua. Aunque Hegel vea espantosa la idea de que el matrimonio pueda fundarse en un contrato (§ 75), sin embargo, lo que parece en definitiva abrumarlo es que el contrato matrimonial tenga como finalidad legitimar la mera posesión sexual y/o la reproducción.

En una ocurrencia bien conocida, también Hegel rechaza el modo en que el amor es representado, en los dramas modernos, como pasión erótica (§ 162). Se solapan en esta oportunidad reproducción y deseo sexual.

Resumiendo, con su concepción del matrimonio, estamos realmente ante una romantización de la unión, entendiendo por romántico el ingreso de la particularidad (erótica, en este caso) en el sentimiento absoluto (el amor), que redime aquello que tiende a caducar.4 La diferencia entre el matrimonio hegeliano y el lockeano pareciera residir en una moralización de los fines del matrimonio, que acerca a Hegel y Kant.5

Sin embargo, Hegel agrega una cuestión más: la determinación na tural (la inclinación, la sexualidad, la inmediatez) no se dejan a un lado, no se pierden, en el matrimonio. Una parte del matrimonio se encuentra enlazada con la vida en común. Cada parte, cada uno de los sexos, tiene una deter minación. El masculino, en lo absoluto: la acción y la vida pública, mediada por la exterioridad objetiva (el patrimonio familiar y el trabajo). El sexo femenino, en cambio, se asienta en la individualidad, en la interioridad subjetiva, en la pasividad, en la sentimentalidad y la vida privada (§ 166).

El hombre logra duplicarse: él sigue perteneciendo a esa familia y no pierde ese sentimiento de amor inmediato, pero a la vez exterioriza a la familia: debe administrar el patrimonio familiar y por eso transforma, a la fa milia, en persona jurídica de la sociedad civil (§ 171). Así, en primer término, los varones ingresan a la sociedad civil reclamando su derecho natural a la apropiación para su persona jurídica. No obstante, se topan prontamente con el conflicto.

La sociedad civil es, como dijimos, el estado de la necesidad y, en ella, los individuos dejan a un lado el sentimiento universal inmediato, se vuelven particulares, se rigen por el autointerés, luchan entre sí y se arrastran a la miseria. La sociedad civil no podría ser nunca el fundamento primero de la eticidad. Es en la familia donde los varones se preparan para participar en el Estado, para tener piedad y sentimientos nobles los unos por los otros, pues se trata de un estado de eticidad natural. En el marco de la familia, las per sonas menores de edad aprenden y los adultos recuerdan permanentemente -sostiene Carole Pateman- “qué significa ser miembro de una pequeña aso ciación basada en el amor y la confianza” (1995: 244).

En la lucha egoísta de estos varones en la sociedad civil, por supuesto, ellos viven amenazados por la estafa de la que pueden ser víctimas. Pero mucho más grave que la lesión del derecho de apropiación (propiedad privada), sostiene Hegel, es el perjuicio al honor; el desprecio, el no-reco nocimiento. Es absolutamente infranqueable que estos individuos atraviesen la fase negativa de la lesión moral para luego reunirse en colectivos particulares, a saber, ámbitos donde estos varones se reconocen unos a otros como portadores de pretensiones legítimas y capacidades específicas. Se trata de las corporaciones, como ya lo hemos mencionado.

¿Por qué Hegel coloca la mediación de la sociedad civil para alcanzar el reconocimiento? Se ha dicho que, en el marco de la familia, no hay lugar para el reconocimiento de cada quien en cuanto portadora/o de virtudes; porque el amor reconoce a todos los seres por igual. Todos son sujetos de necesidades concretas (Kojeve 2016: 231). De allí que se requiera de una síntesis de ambos momentos, familia y sociedad, para una eticidad verdade ramente absoluta.

Se ha dicho también que la ontología existencial hegeliana, sencillamente, confina a las mujeres. La dialéctica entre el Amo y el esclavo es una dialéctica entre varones. Sostiene Carole Pateman:

Las esposas no están, respecto de sus esposos, precisamente como los es clavos respecto de los amos, “al principio”. Los esclavos no son naturalmente esclavos, pero una esposa no puede ser “individuo” o ciudadano capaz de participar en el mundo público (Pateman 1995: 247).

Pateman se refiere a que efectivamente en la historia universal hegeliana, el esclavo debe tender a ser reconocido como igual. La si tuación de las mujeres es distinta porque responde a una “ley eterna” de subordinación. Benhabib es de la misma opinión y lo plantea así: “las mujeres no tienen historia y están condenadas a repetir ciclos de la vida” (1996: 32).

Nos preguntamos ahora si estos pasajes por el problema de las mujeres y la familia en la teoría de Hegel estropean sus apreciaciones sobre la eticidad. Si los vuelven incompatibles con una teoría política feminista. Autoras de la talla de Simone de Beauvoir y Judith Butler se han servido de pequeñas traiciones a la interpretación de la dialéctica del Amo y del esclavo para pensar la existencia en general, la formación subjetiva y la dominación de género. Nuevas infamias son asimismo exigidas sin dudas para pensar un Estado hegeliano con perspectiva de género.

El reconocimiento en la teoría feminista

Hace varios años Heidi Ravven (1996) escribía que, si el feminismo logra abstraer los pasajes misóginos de la obra de Hegel, esta última puede devenir una llave maestra para la crítica antipatriarcal. Sin ir más lejos, quien primero echó mano de Hegel para el feminismo fue Simone de Beauvoir.

En el El segundo sexo (1949), Beauvoir presenta una analogía entre la dialéctica del Amo/esclavo y la asimetría entre los sexos. Se pregunta: “¿cómo es posible, entonces, que esta reciprocidad no se haya planteado entre los sexos, que uno de los términos se haya afirmado como el único esencial, definiendo al Otro como la alteridad pura?” (Beauvoir [1949] 2016: 63). Beauvoir sugiere que las mujeres deben afirmarse en su esencia para salir de esta situación; a saber, que encuentren en sí mismas la capacidad de autodeterminarse.

Más tarde y durante un buen tiempo, el feminismo -fuertemente influenciado por Luce Irigaray y Carla Lonzi- cerró sus puertas al hegelianismo. Las autoras diferencialistas y radicales develaron lo que estudiamos más arriba: en el sistema hegeliano, efectivamente, la subjetividad femenina se encuentra atrapada en una lógica de la mismidad. Ni dominantes ni sub alternas, las mujeres en verdad están por fuera del esquema emancipatorio hegeliano.

Judith Butler fue una de las primeras autoras feministas en desplegar una teoría hegeliana de la subjetividad y otorgar al reconocimiento un es tatus central en su pensamiento. Butler acuerda con Hegel sobre la relevancia del reconocimiento para la existencia humana. Ahora bien, ese reconoci miento no nace en un encuentro intersubjetivo puro sino -como Hegel mismo llegó a observarlo- en un sistema de valores, normas y costumbres. Este sistema determina históricamente aquello que es y no es reconocible como sujeto, haciendo así, de determinados grupos, un conjunto de no sujetos. Masculino, blanco, cis, heterosexual, delgado y/o capacitista cons tituyen atributos fácilmente inteligibles en nuestras sociedades contemporáneas. Todo lo que no se ajusta a estas características entra en una zona de exclusión escalonada (Butler 2007).

La noción de reconocimiento se vuelve central en una serie de es critos y debates de la década de 1990. El feminismo también suspende en esta oportunidad el reproche a las exclusiones de la tradición y hace de la filosofía hegeliana la piedra de toque para toda una renovada teoría crítica y de las llamadas políticas de la diferencia. Las posiciones de Iris M. Young y Nancy Fraser coinciden en que la noción de reconocimiento permite ob servar los trasfondos de nuevas reivindicaciones políticas e identitarias que emergen con fuerza tras la caída de la URSS y la globalización; entre ellas, por supuesto, los nuevos feminismos y el movimiento LGBT+, pero también el indigenismo, el anticapacitismo, los movimientos de liberación nacional.

Ahora bien, lo cierto es que la letra hegeliana es quirúrgicamente diseccionada. En primer lugar, la autoconciencia y el reconocimiento ya no tienen por base el trabajo. Son múltiples las formas que hallan los particulares para reivindicarse a sí mismos; el trabajo es una de ellas, pero están también las nacionalidades, las creencias y -algo realmente notable y original- las laceraciones. La historia de las heridas es también fuente reivindicativa, digamos, del honor (que se traduce en el movimiento LGBTIQ+ como or gullo) y, a veces, de un altivo fracaso.

En segundo lugar, se opera sobre la familia: de la descripción de la familia en la filosofía del derecho se sustraen la cisheterosexualidad, la mo nogamia y el mandato reproductivo. Ya no rige sobre ella una norma de pares cisheterosexuadxs, ya no hay dos partes de la familia -un universal y un particular- y mucho menos está ella “a cargo de la realidad de la especie”. Parir, educar, sanitizar, criar, alimentar -se espera ahora- que se conviertan en asuntos atinentes a la comunidad (Young 1981; Fraser 2000).6 La familia, ahora un adefesio sin nombre pero universal inmediato al fin, sigue vigente en cuanto salvaguarda de lo íntimo y, por qué no, de lo privado.8

En una palabra, Young y Fraser colocan la cuestión del reconoci miento junto a la de la redistribución; es decir, la ética hegeliana junto a una economía política marxista aggiornada (feminista). Ocupémonos ahora de ese problema.

Reconocimiento y redistribución en la teoría política: los aportes feministas

Quien primero se ocupó de establecer la relevancia ético-política, tanto de los bienes materiales como de los no materiales, fue John Rawls. Es cierto que el término “reconocimiento” en la obra rawlsiana tiene otra acepción completamente diferente a la que le otorgaba Hegel (re fiere al reconocimiento de reglas comunes) y una tesis como la que se plantea aquí puede resultar inapropiada a las exégesis del autor, esto es, colocar a John Rawls en una genealogía hegeliana. Sin embargo, tanto Young (2000) como Fraser (2006) reconocen a este autor como principal adversario.

Dos querellas planteadas por Rawls deben ser tenidas en cuenta aquí. En primer lugar, Rawls se opone a la tesis utilitarista de que la autopre- servación y el autointerés son homologables con lo racional y lo justo. El utilitarismo tenía por fundamento que la suma de las expectativas egoístas de las personas podría igualarse naturalmente con la maximización de los beneficios del todo social ([1971] 2006: 157). Rawls acuerda con la idea de que el autointerés mueve a las personas a desarrollar empresas comunes, pero se opone tajantemente a la fe utilitaria en que la suma de las ventajas individuales redunda en el bien mayoritario. Más importante aún: sostiene que la preeminencia del utilitarismo en la teoría política contribuyó enormemente al fomento de instituciones públicas que ignoraron la necesidad de adoptar algún tipo de principio distributivo ([1971] 2006: 60).

La segunda discusión teórica, entonces, refiere a la distribución. Rawls reconoce al marxismo que las desigualdades “no pueden ser justi ficadas apelando a nociones de mérito o demérito” ([1971] 2006: 21). Sin embargo, discrepa del determinismo economicista, es decir, de la idea de que las inequidades materiales engendren la totalidad de las situaciones sociales y políticas desventajosas. Por cierto, uno de los bienes primarios más He elaborado en profundidad la relevancia del ámbito privado en Losiggio 2020. portantes en su teoría de la justicia, no es ningún producto, sino el respeto de sí mismo o la autoestima, cuya precondición es intersubjetiva: el mutuo respeto. La autoestima es definida como “el sentimiento en una persona de su propio valor” ([1971] 2006: 398).

La Teoría de la justicia (1971) orienta sus esfuerzos prácticos a presentar dos conjuntos de principios racionales que encauzan una concepción común -y justa, valga la redundancia- de la justicia en cuanto imparcialidad; a saber, una concepción de justicia que se pueda volver sustantiva y garantice una distribución universal de bienes, tanto materiales como no materiales. A diferencia del imperativo moral kantiano, estos principios no son formales ni subjetivos. Se trata del principio de la libertad y del principio de la igualdad de oportunidades. Sus contenidos son minuciosamente presentados por Rawls.7

Como se observa, el punto de vista rawlsiano augura una serie de teorías políticas que ponen en el centro de la reflexión el problema de una justicia no utilitaria y de un Estado de derecho comprometido con la recreación permanente de oportunidades materiales y simbólicas.8

Las teorías feministas de la democracia han encontrado muy valiosos los aportes de Rawls. Ahora bien, según Iris Young, la lógica de la distribución “tergiversa” el problema de los “bienes no materiales” (2000: 36, 48). Observemos, por caso, la cuestión de la autoestima, por reparar en un bien no material que interesa tanto a Rawls como a Young. La autoestima no es algo que pueda otorgarse, porque, para ejercerse realmente, se requiere antes (o mientras tanto) de una transformación profunda de las dinámicas sociales tra dicionalmente excluyentes. Rawls plantea la cuestión del respeto en cuanto deber natural (moral) y no como el efecto de luchas. Así se reintroduce con Young la Sittlichkeit hegeliana. La baja autoestima también depende, para revertirse, de que -en la vida social- fracasen las prácticas de desprecio que tengan por origen el sexo o el género, el color de piel, las capacidades físicas o mentales, la fisiognomía, etc. Además, el paradigma distributivo supone la idea de que en definitiva puede existir una mirada universal e imparcial, por fuera del juego de las pugnas simbólicas, que distribuya bienes con justicia.

La verdadera justicia debe suponer, para Young, un diálogo en el que el universal no es mentado como una mirada moralmente superior, sino como el efecto histórico de pugnas simbólicas y materiales. En esta propuesta, entonces, aquello que es visto como universal, común o general supone un conjunto de acuerdos y valores históricos y cambiantes que debe dejarse afectar y modificar por lo particular y diferente. Así es como la teoría feminista vuelve a Hegel. El Estado y las instituciones políticas deben constituirse como ámbitos cambiantes del reconocimiento intersubjetivo.

Si bien las conclusiones de Fraser resultan cercanas a las de Young, su perspectiva es muy crítica de la propuesta del relevo del paradigma distributivo por el del reconocimiento. Fraser llama “monistas” a este tipo de estudios que ven indiscernibles lo material y lo no material, o para decirlo en sus términos, lo económico y lo cultural. Es cierto -sostiene-, todo conflicto de clase supone también, en algún grado, una falta de reconocimiento; y las injusticias provenientes de valoraciones culturales tienen efectos nocivos para la existencia material de las personas (2006). A lo largo de la historia, las clases empobrecidas se vieron excluidas de la política; por su parte, basta observar la división sexual o racial del trabajo para comprender que las valoraciones simbólicas sobre determinados grupos tienen efecto en su vida material (2000).

Sin embargo, el problema de la indistinción analítica es que termina por perder de vista tanto las formas de la dominación real como los modos en que las luchas sociales se presentan a sí mismas y observan a los otros movimientos. En efecto, las sociedades contemporáneas nos demuestran todo el tiempo que no existe un solo sistema monolítico de opresiones perfecta mente trabadas entre sí. El enfoque monolítico encubre la complejidad real de distintas formas de opresión, desprecio, exclusión y explotación. Además, plantea Fraser, vuelve imposible la consideración de las eventuales formas de armonización de las luchas (2006: 62).

Así las cosas, el problema de las distintas injusticias sociales, culturales y políticas no puede estudiarse desde un enfoque economicista (que reduce al conflicto de clases las cuestiones tendientes al reconocimiento) ni culturalista (que reduce las injusticias económicas a la falta de reconocimiento). Pero tampoco es posible abordar bien el problema mediante enfoques monistas como los de Young (2000) o Butler (2000b).9

Los conflictos sociales y las exclusiones deben ser tratados desde un enfoque bidimensional. Fraser no considera que cultura y economía sean dos instancias independientes una de otra, pero sí que las diferenciaciones analíticas permiten comprender con mejor claridad las distintas formas de explotación, degradación y exclusión. Propone entonces una categoría política que permite conciliar las reivindicaciones de justicia económica y cultural en una única concepción bidimensional de la justicia: la paridad de participación (2006: 37). Se trata para ella de idear mecanismos institucionales que permitan que “todos los miembros (adultos) de la sociedad interactúen en pie de igualdad” (2006: 42). Para que esta paridad se cumpla, deben darse dos condiciones, una objetiva y una intersubjetiva. La condición objetiva supone una distribución equitativa de los recursos materiales tal que “garantice la independencia y la voz de todos los participantes” (2006: 42). La condición intersubjetiva insta a que “los patrones institucionalizados de valor cultural expresen el mismo respeto a todos los participantes y garanticen la igualdad de oportunidades para conseguir la estima social” (2006: 42).

Fraser confía en el debate público como el mejor remedio contra las exclusiones, degradaciones y falta de reconocimiento. Más específicamente ella cree en la relevancia de la existencia de una o varias esferas públicas como una instancia política intermedia entre la sociedad civil y los po deres públicos (Fraser 1997). Sin embargo, Fraser sí considera que la distri bución de la riqueza la debe realizar un ente específico (condición objetiva) y, además, considera que la relevancia de la particularidad debe encontrarse limitada por el respeto como patrón institucionalizado de valor cultural. Sin decirlo, Fraser parece ser la autora (quizás el singular tenga un sentido) de una teoría feminista del Estado, sin dudas alumbrada por Hegel.

Conclusiones: hacia una teoría del estado feminista

El reconocimiento, pilar de la autonomía según Hegel, supone afirmar la necesidad de la propia existencia, poder observarla, objetivada, en el mundo social.

Lo que nos permite observar positivamente nuestras existencias, aquello que nos coloca por fuera de nosotrxs mismxs y nos muestra va- liosxs, suele ser precisamente algún vértice que nos intersecta con lxs otrxs: el trabajo, decía Hegel, nuestro oficio. Pero no solamente: con las nacionalidades pasa otro tanto, con las artes también.Y los insultos y las degradaciones que sufrimos también nos reúnen, algo que Hegel no llegó a notar. El honor y el sufrimiento semejantes a los nuestros confirman, en algún plano realmente objetivo, que valemos la pena. Son las cosas que hacemos o con las que nos identificamos, nosotrxs y lxs otrxs, las que al final del día nos llenan de honor: enseñar, escribir, cultivar la tierra, pero también -ocasionalmente- ir a lavar los platos, prostituirse, mariconear, gordear.

Hegel nos enseña que la autoafirmación nunca proviene de la capa cidad adquisitiva ni tampoco de una intuición subjetiva. Por un lado, una vida materialmente holgada aliviana las cargas pero no libera; y solo con algo de obstinación limitante se obtienen certezas de las elucubraciones subje tivas. La libertad se obtiene en las relaciones sociales actualmente existentes, donde cada quien puede realmente afirmarse como particular y universal a la vez.

Resulta evidente por qué entonces Hegel opone sociedad civil (vin culada a la lógica egoísta del Mercado) de Estado. La sociedad civil es el ámbito de la particularidad; el Estado es el ámbito de la universalidad. Un ámbito donde se da un juego de reconocimientos intersubjetivos, donde lo universal dialoga con lo particular y se va modificando. Esta oposición debe mantenerse así, como oposición, para que el Estado emerja con toda su potencia política. Lo que no resulta evidente es en qué reside la distinción tajante entre Estado y familia, una vez que la familia deja de ser la amenaza del Estado (Fenomenología) y pasa a ser su condición sine qua non (Filosofía del derecho). En otros términos, ¿cuál es la función de la familia? ¿La de mantener alejadas a las mujeres de la política, como hemos desarrollado largamente aquí? En efecto. Esta es una de sus funciones. ¿Pero no es función de la fa milia también mantener alejadxs del Estado elementos sociales que deben permanecer en el plano de lo prepolítico? ¿Cuáles son esos elementos?

La satisfacción de las necesidades materiales concretas, el cuidado, la provisión de alimentos, el aseo, todas estas cuestiones parecen ser el piso básico de la experiencia política, ¿pero son realmente prepolíticas? Acaso sea una fracción del ámbito tradicionalmente entendido como de “amor y confianza” el que deba preservarse, no ya para la familia, pero sí para la vida privada e íntima. Pero esa fracción es lo que siempre está en discusión política. Sin dudas debe existir un ámbito para las expresiones irreverentes o políticamente incorrectas, para el ejercicio de la sexualidad, para el uso libre del cuerpo. ¿Qué, cómo y cuánto de eso debe apartarse del Estado? ¿Y quién da esa discusión? Fraser propone que ella no sea monopolio de las instituciones públicas, sino que permanezca a salvaguarda de los poderes políticos, los que parecen en su teoría tener a cargo la redistribución más justa de la riqueza.

Reconocimiento y sustentabilidad de la vida nos aparecen ahora como los dos principios fundamentales de la esfera pública democrática y del Estado, respectivamente, desde una teoría política feminista y hegeliana, o -mejor dicho- desde una teoría política.

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1 Esta opinión pública es, en Filosofía del derecho, organizada por el príncipe. No es un tema del que podamos ocuparnos ahora, pero puede encontrarse un análisis de la cuestión en Haber-

2Hegel niega esta afirmación en Filosofía del derecho. Sostiene allí precisamente que el prim er impulso entre hermanos es el incesto y que eso solo se supera mediante el concepto de racionalidad y libertad (§ 168). Existen muchos otros episodios en donde Hegel identifica las determinaciones culturales de los comportamientos atribuidos al sexo. Seyla Benhabib (1996) se ocupa de subrayar esas ocurrencias en las Lecciones sobre historia de la filosofía (1837).

3Desde la interpretación que ofreció Luce Irigaray a este apartado en 1974 en Espéculos de la otra mujer (reproducido en Irigaray 1996), el feminismo ha reprochado el ejemplo de Antígo- na a Hegel. Precisamente no pareciera ser que entre Antígona y Polinices no haya deseo sexual. El incesto es precisamente el sello familiar de estos hermanos (Irigaray 1996). Según esta autora y las derivas de su teoría (especialmente en la obra de Butler), la ley del incesto no debe escindirse de la del padre, es decir, de la patriarcal (Butler 2007; 2018).

4La crítica de Hegel a la Lucinde de su amigo Friedrich Schlegel (§ 164) puede prestar a confusión. La defensa de Schlegel del amor libre representa una perspectiva dentro del ro manticismo que —como es de imaginar— Hegel rechaza, pero formalmente tanto la idea del amor de un autor como de otro responden al movimiento romántico (cf. Benjamín 1991).

5Mary O’Brien ha estudiado la cuestión de la reproducción en Hegel y se ha preguntado, desde un punto de vista marxista, si la alienación de la cría y su crianza (el trabajo repro ductivo) no podrían ser pensadas como un trabajo que permite a las mujeres acceder a la autoconciencia (O’ Brien 1996).

6La discusión sobre el trabajo doméstico y la noción de “reproducción” dentro del marxis mo feminista no puede ser desplegada aquí en toda su complejidad y no está directamente vinculada a la cuestión hegeliana. Para su abordaje pueden leerse trabajos ya clásicos del ma terialismo feminista y socialismo feministas (Delphy, 1970; Ferguson y Folbre 1979; Tabet 2005; Jaggar 1983; Hartmann 1979), estudios sobre género y colonialidad (Guillaumin 2005), estudios postcoloniales (Federici 2013 y 2015), de la sociología de las emociones (Hochschild 2013) y los que, más recientemente, han puesto sobre la mesa el problema más general de la sustentabilidad de la vida (Tronto 1993; Puig de la Bellacasa 2012; Rodríguez Enríquez y Partenio 2020).

7Al respecto, puede consultarse el capítulo “Los principios de la justicia” de la Teoría de la Justicia (Rawls [1971] 2006: 62-119).

8La solución rawlsiana al problema de las injusticias sociales exige la perspectiva de la im parcialidad: impone la ficción de un “velo de ignorancia” que restringe la información con la que cuentan lxs participantes que negocian los principios rectores de la vida en común. Ellxs desconocen toda diferenciación social en cuanto a raza, clase, nacimiento, sexo, concepción del bien. Esta justicia como imparcialidad (formal) tiene por fin informar a la “justicia sus tantiva” (es decir, de las instituciones reales). He trabajado acerca de la crítica feminista a las soluciones procedimentalistas en otra ocasión (Losiggio 2020).

9Las ideas de Axel Honneth y Charles Taylor tienen este mismo punto de partida. Como no representan (al menos especialmente) a la teoría feminista, no son estudiados aquí.

Recibido: 25 de Mayo de 2022; Aprobado: 23 de Julio de 2022

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