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Revista latinoamericana de filosofía

versión On-line ISSN 1852-7353

Rev. latinoam. filos. vol.48 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2022  Epub 01-Dic-2022

http://dx.doi.org/10.36446/rlf2022333 

Dossier

Sujetos sujetados / sujetos sexuados: aportes filosóficos del feminismo materialista francés sobre cuerpo, materialidad y poder

Subjected Subjects / Sexed Subjects: Philosophical Contributions of French Materialist Feminism on Body, Materiality and Power

Luisina Bolla1 

1 Universidad Nacional de La Plata Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Resumen

Este artículo muestra los aportes del feminismo materialista francés para el abordaje de los procesos de sujeción/subjetivación. Se concentra en las categorías de anatomía política y de marca somática formuladas en la década de 1970 por Nicole-Claude Mathieu y Colette Guillaumin, respectivamente, como base de un análisis original que vincula subjetivación, corporalidad y relaciones de producción. Mostramos que la óptica feminista materialista coloca en el centro de la reflexión la dimensión sexogenérica, ausente en las filosofías francesas de la época, para lo cual se presenta un contrapunto con Foucault y Bourdieu. Argumen tamos que el feminismo materialista sienta las bases de un materialismo crítico que evita tanto la somatofobia -muchas veces atribuida a los feminismos postestructu- ralistas- como el biologicismo -muchas veces presente en enfoques feministas marxistas ortodoxos-.

Palabras clave: sujeto; feminismo materialista; anatomía política; marca somática; filosofía francesa; materialismo crítico

Abstract

This article shows the contributions of French materialist feminism to the approach of subjection/subjectivation processes. It focuses on the categories of political anatomy and somatic marking formulated in the 1970s by Nicole-Claude Mathieu and Colette Guillaumin, respectively, as the basis for an original analysis linking subjectivation, corporeality, and relations of production. We show that the materialist feminist perspective considers the sex-gender dimension, absent in the French philosophies of the time, for which a counterpoint with Foucault and Bourdieu is presented. We argue that materialist feminism lays the foundations for a critical mate- rialism that avoids both somatophobia -often attributed to post-structuralist feminisms- and biologicism -often present in orthodox Marxist feminist approaches-.

Key-words: subject; materialist feminism; political anatomy; somatic mark; French philosophy; critical materialism

Introducción

Desde comienzos de la década de 1970, comienzan a desarrollarse en Francia diferentes investigaciones en torno a los llamados procesos de sujeción/subjetivación. Un objetivo común es dilucidar los efectos de un poder -no solo represivo, sino eminentemente productivo- cuyas superficies, proyecciones o conformaciones remiten inevitablemente a los cuerpos de los sujetos “sujetados”. Michel Foucault (1976, 1984), Louis Althusser (1970) y Pierre Bourdieu (1994), entre otros, se interesaron por los vínculos entre el poder, los aparatos ideológicos, la reproducción social y la formación de la subjetividad, con importantes divergencias y matices que van desde las visiones más rígidas de la forma-sujeto (o efecto-sujeto) hasta el saber práctico que se expresa en la agencia.

Menos conocidas que aquellos filósofos, un grupo de investigadoras provenientes de diversas disciplinas de las ciencias sociales (en particular, la sociología y la antropología) desarrollaron por los mismos años una propuesta colectiva que luego denominarían “feminismo materialista”. Situándose en una estela de remisiones interdisciplinarias -el materialismo histórico, la filosofía beauvoiriana, la antropología de Lévi-Strauss, la sociología francesa-, las feministas materialistas reformularon los silencios teóricos de aquellos enfoques sobre la categoría de “sexo” y su ambivalente anclaje naturalista.

Uno de los problemas centrales de la corriente feminista materialista es cómo dar cuenta simultáneamente de la construcción material de los cuerpos y de las relaciones sociales desiguales que atraviesan el campo social y que los dotan de inteligibilidad. Partiendo de la premisa de que el sexo es una categoría política, las materialistas francesas (o francófonas) elaboraron una teoría feminista sobre los mecanismos sociales de poder que coloca en el centro de su reflexión la construcción material y simbólica de las personas sexuadas (Mathieu [1998] 2014) o, como dirá posteriormente Daniele Kergoat, de los sujetos sexuados (Kergoat 2003). Estos análisis se apoyan en la categoría de anatomía política formulada por Nicole-Claude Mathieu y se profundizan con la teoría de las marcas somáticas de Colette Guillaumin, que emerge desde la crítica del racismo.

Si bien los desarrollos feministas materialistas no se concentran parti cularmente en la categoría de “sujeto”, en este artículo proponemos una relectura filosófica que examina las consecuencias de la caracterización feminista materialista para el abordaje de los procesos de subjetivación. Por ende, el objetivo de este artículo es desarrollar la propuesta feminista materialista en diálogo con las investigaciones sociales y filosóficas sobre la sujeción/ subjetivación que tenían lugar en las mismas coordenadas espaciotemporales, es decir, en la Francia de 1970. Examinamos para ello las convergencias y divergencias entre dicha propuesta y las teorías foucaultiana y bourdieuana. En último lugar, argumentamos que la óptica feminista materialista habilita una vía de análisis fecunda que permite abordar ciertos aspectos impensados por la tradición filosófica hegemónica, en especial, la dimensión sexuada (o sexogenerizada) de los mecanismos sociales de producción de subjetividad. Al cabo de este recorrido, mostramos dos aportes centrales del enfoque feminista materialista: su análisis de las vertientes externas e internas del poder (Le Blanc 2006) que anticipa los desarrollos de estas últimas y la propuesta de un materialismo crítico que reviste interés para las filosofías feministas contemporáneas y para las investigaciones sociales en general. Dicho materialismo, como argumentaremos hacia el final del artículo, permite evitar el doble escollo del reduccionismo lingüístico -con la somatofobia concomitante que de allí se deriva- y del biologicismo, dos espectros que reaparecen a lo largo de la historia de las teorías y prácticas feministas.

La anatomía política según Nicole-Claude Mathieu

Desde principios de la década de 1970, un grupo de teóricas radi cadas en Francia desarrollan una alianza original entre marxismo y feminismo que denominarían posteriormente “feminismo materialista”. El escaso conocimiento del feminismo materialista francés o francófono en nuestro medio académico justifica que realicemos una breve presentación.1 En términos epistémico-políticos, el feminismo materialista desarrolla una alianza original entre marxismo y feminismo, los dos grandes campos en cuya intersección emerge. Nucleadas en torno a la revista francesa Questions Féministes, dirigida de modo honorario por Simone de Beauvoir, enlazan una mirada constructivista con un abordaje materialista. Sus principales representantes son Christine Delphy, Colette Guillaumin, Nicole-Claude Mathieu, Paola Tabet, Monique Wittig y Monique Plaza.

La denominación “materialista” marca, simultáneamente, su toma de distancia respecto del análisis marxista clásico y su filiación con el materia lismo histórico qua método o “teoría de la historia, que se escribe en tér minos de dominación de grupos sociales los unos por los otros” (Delphy [1982] 2013: 123, trad. propia). Ello las sitúa en un entrelugar ambivalente, a la vez deudor y crítico del materialismo histórico, que ha conducido a veces 256 i a su homologación con los feminismos marxistas, socialistas o con los mar xismos feministas. Para decirlo rápidamente, una de las principales diferencias es que las feministas materialistas francófonas reconocen la existencia de diferentes relaciones sociales estructurales que atraviesan lo social y que producen contradicciones específicas, aunque imbricadas. Se oponen así a la hegemonía de la explotación capitalista (en su versión clásica), que impide comprender otras formas de opresión y explotación, en particular, el sexismo y el racismo.2

La relectura heterodoxa de las materialistas radicaliza el alcance del materialismo histórico para aplicarlo al análisis de dominios tradicionalmente relegados por el marxismo ortodoxo, en particular, la división sexual del trabajo. Sin embargo, no se trata de una mera reaplicación del método sino de una reelaboración crítica. Consideran que una reorientación del materialismo histórico en dirección a su punto ciego, la división sexual del trabajo, modifica a su vez aquel marco de análisis. Por ende, no proponen una extensión de observaciones generales del marxismo, pretendidamente neutras, para explicar la opresión de las mujeres, sino una interpelación de la teoría marxista a través de los análisis feministas.

En relación con las teorías feministas, también se basan en una ope ración de radicalización; en este caso, de la filosofía beauvoiriana. Sin embargo, se distancian tanto de las relecturas posmodernas de El segundo sexo como de las interpretaciones angloamericanas de la época, por ejemplo, de Kate Millett ([1970] 1995) o de Shulamith Firestone. A diferencia de Fi- restone, que en La dialéctica del sexo ([1970] 1972) entiende a las mujeres como una clase sexual basada en características biológicas, las feministas materialistas francesas argumentan que las mujeres constituyen una clase de sexo social, en sentido antiesencialista. Otra diferencia con el feminismo radical estadounidense es que las bases del sistema patriarcal o viriarcal se vinculan con la división sociosexual de los trabajos (en sentido amplio) antes que con la apropiación de la sexualidad. Así es como el feminismo materia lista francés, que en su origen también se denominaba “feminismo radical”, insiste en visibilizar las bases económicas de la explotación u opresión sexista.

Esta apuesta las lleva a desarrollar un marco de análisis a la vez materialista y constructivista, que desnaturalice formas de dominación sociales sin perder de vista los aspectos materiales de tal dominación. En definitiva, se trata de analizar la materialización de las relaciones sociales de poder, sus efectos sobre los cuerpos, vidas y proyectos de las personas. Si no se nace mujer (herencia de Beauvoir), entonces es necesario caracterizar los complejos procesos materiales que producen sujetos sexuados, sin recaer en reduccionismos naturalistas ni discursivos.

2.1. Sexo social, diferencia y diferenciación

El interés por abordar la materialización de las relaciones sociales de poder se vuelve palpable en dos categorías centrales del aná lisis de Nicole-Claude Mathieu: el concepto de “sexo social” y la categoría de “anatomía política”. Aunque es un hecho poco conocido, Mathieu fue una de las primeras teóricas en desarrollar análisis críticos sobre la cate goría de sexo para desmarcarla de sus connotaciones esencialistas. En 1971, elaboró una crítica epistemológica del discurso de las ciencias sociales de la época donde mostró que la categoría de “sexo” presentaba un estatus de cientificidad dudoso ya que, a diferencia de otras variables, como la “clase socioeconómica”, mantenía un resabio naturalista. Otro tanto ocurría con la “edad”, que pivoteaba entre órdenes “naturales” y sociales. De ese modo, de los tres casilleros que constituían (y aún lo hacen) el encabezado de cualquier encuesta, solo uno de ellos (la “clase”) se definía en términos plenamente sociológicos.

En clave durkheimiana, Mathieu propuso la categoría de “sexo social” para visibilizar su construcción histórica, explicando un hecho social a partir de otro hecho social.3 A diferencia del modelo angloamericano del sexo/ género que, en sus orígenes, opuso un sexo natural a un género social, el “sexo social” permite desarmar aquella dicotomía.

La categoría de “sexo social” también cuestiona la ideología de la di ferencia sexual (Wittig 1980) que parece ser la “evidencia primera” de cual quier cuerpo. La “diferencia sexual” (entre comillas), por el contrario, se va a comprender como el resultado de un proceso de diferenciación sociosexual que crea “personas sexuadas”. Mathieu retoma la categoría de “persona” de Marcel Mauss, para quien la máscara revela la persona (como en el término griego prosopon), aunque otorga un papel central a la sexuación como factor clave de acceso a la inteligibilidad social:

Al mismo tiempo que la persona es elaborada corporal e históricamente (por ejemplo, “ese bebé varón tiene todo de su abuela” o “esa pequeña es la reen carnación de su tío abuelo”), se le reserva todo un conjunto de comporta mientos, de actitudes, de tareas, de funciones, etc. - una sexuación social, una gramática (de allí el término “género”) donde no deberá cometer errores (Mathieu [1998] 2014: 300, trad. propia).

El parentesco cumple así un rol central al anudar dimensiones corporales e históricas, la “sangre” y el legado, en la construcción de la persona sexuada. Desde esta perspectiva, toda anatomía es política, aunque ello resulte poco evidente, mucho menos en los inicios de la década de 1970, donde aún predominaban concepciones biologicistas; particularmente en el horizonte angloamericano, con las tensiones derivadas del fundacionalismo biológico y la escisión entre “sexo” y “género”.

El sexo social comprende entonces lo que hoy llamamos “género”, pero lo desborda. Desde el prisma feminista materialista no existe un grado cero de los cuerpos; estos se encuentran siempre ya significados. Incluso antes del nacimiento de una criatura, cuando se le elige un nombre y se prefiguran ciertas expectativas en el entorno, hay una producción material, simbólica e histórica. Si la persona, como sostenía Mauss, es un artificio que sustenta el orden social, una categoría básica de cualquier comunidad, la persona sexuada permite dar cuenta del papel central del “sexo” como marca de inteligibilidad social y humana.

2.2. Los mecanismos biopsíquicos del poder

Para delimitar los contornos de un análisis plenamente materialista, el análisis de Mathieu toma distancia explícitamente de cualquier especulación sobre los comienzos u orígenes de la opresión sexista.4 Con precaución de antropóloga, Mathieu advierte: en los orígenes se suelen pro yectar las justificaciones del presente. Con precaución feminista, Mathieu afirma: nuestros esfuerzos se orientarán mejor si nos concentramos en el funcionamiento y las bases materiales de la opresión sexista, abandonando cualquier especulación sobre su hipotético “comienzo”.

En suma, en lugar de buscar un punto cero en el espacio-tiempo, resulta más provechoso examinar los mecanismos concretos que, a la fecha, sustentan y producen la diferenciación de lo humano en función del sexo social. Ello conduce a un análisis de los procesos de subjetivación que, como veremos, visibiliza su dimensión sexogenérica. En palabras de Mathieu: “Justamente, nos interesa abordar los mecanismos sociales [...] que constituyen los sexos como clases de sexo. Y esos mecanismos son esencialmente los modos de control masculino sobre el trabajo, la sexualidad y la conciencia de las mujeres” (Mathieu [1994] 2014: 175, trad. propia).

Los análisis sobre lo que Mathieu denominará “anatomía política” se vinculan, de esta forma, con el concepto de sexo social. La producción social del sexo qua clases sociales depende fundamentalmente de una división peculiar del trabajo. Al decir de Kergoat: “los grupos sexuados no son producto de destinos biológicos sino que son, ante todo, constructos sociales; dichos grupos se construyen por tensión, oposición o antagonismo en torno a un reto, el reto del trabajo” (Kergoat 2003: 845). La división sociosexual del trabajo construye dos grupos o clases sociales -varones y mujeres- cuyos intereses son antagónicos, ya que el beneficio de un grupo se obtiene a costa de la explotación del otro. Vale la pena aclarar que, desde esta perspectiva, el trabajo no remunerado o invisible de las mujeres no solo beneficia al capital, sino, ante todo, al grupo social de los varones.

Conforme al prisma materialista, el trabajo aparece entonces como una primera clave para comprender los mecanismos sociales de diferen ciación sexual. Mientras que ciertos cuerpos son asignados a tareas lla madas “reproductivas” (en sentido amplio, reproducción de la especie y de la producción) y a trabajos mal pagos (o impagos) escasamente reco nocidos, otros cuerpos son construidos para cumplir trabajos considerados “productivos” con alta valoración social. Unas serán llamadas mujeres; los otros, varones. Sobre la base de tal división sociosexual del trabajo, se despliegan luego otras modalidades de diferenciación -que podríamos denominar “secundarias”- que refuerzan la distinción. En particular, el acceso diferencial a los alimentos, pero también a las armas y herramientas técnicas (Tabet [1979] 2005); el uso del espacio, la motricidad, la forma de hablar, la vestimenta.

En el caso de la sexualidad, o lo que Mathieu denomina “división sexual del trabajo de reproducción”, también identifican un antagonismo fundamental que produce dos grupos sociales. Serán “mujeres” aquellos su jetos especializados en la función reproductiva, asignados socialmente para cumplir tal función. Desde la óptica feminista materialista, la fertilidad, lejos de pensarse como un proceso meramente fisiológico, es objeto de una serie de regulaciones sociales, sancionadas en un contrato heterosexual implícito, por decirlo con Wittig, que “rentabiliza las posibilidades biológicas de la especie humana” (Mathieu [1994] 2014: 178). Siguiendo las investigaciones de Paola Tabet ([1985] 2018), Mathieu argumenta que la especie humana es relativamente infértil en relación con otras especies mamíferas. Ello explica el interés por maximizar las posibilidades de reproducción, garantizando la exposición al “riesgo de embarazo” (la expresión es de Tabet). Tanto Mathieu como Tabet consideran que la reproducción puede abordarse como un tipo de trabajo, en el sentido marxiano. Como todo trabajo, la reproducción se encuentra organizada socialmente, aunque presenta la peculiaridad de que el instrumento de trabajo no se diferencia del cuerpo de la trabajadora. Así, el tipo de explotación específica que tiene lugar en las relaciones sociales de reproducción se distingue de la explotación capitalista de la fuerza de trabajo, ya que aquí todo el cuerpo es apropiado en su conjunto.

La apropiación física de la sexualidad y del trabajo de aquellas per sonas consideradas “mujeres” tiene, indudablemente, importantes efectos sobre eso que llamamos conciencia. En particular, la autonomía de las mu jeres se ve condicionada u obstaculizada por la existencia de coacciones directas e indirectas, explícitas e implícitas. En sociedades patriarcales, o como las llama Mathieu más precisamente, “homogéneamente viriarcales” ([1985b] 2013) -es decir, patrilineales y patrivirilocales-, la existencia de desigualdades estructurales sexogenéricas incide materialmente sobre los cuerpos en su sentido más amplio, abarcando eso que tiende a llamarse (bastante cartesianamente) “lo interno” y “lo externo”. Ambas dimensiones son inescindibles.

Como recuerda Mathieu, “la menor disponibilidad corporal de las mujeres en relación con los varones se menciona frecuentemente [...] pero parece que no se han tomado en consideración sus implicancias psíquicas. La fatiga continua del cuerpo provoca la [fatiga] del espíritu” (Mathieu [1985b] 2013: 143, trad. propia). El acceso diferencial a los alimentos (menor en ca lidad y en cantidad), la responsabilidad diferencial sobre otras personas, por ejemplo, todos los trabajos de cuidado, tienen consecuencias a la vez físicas y psíquicas, como muestra Mathieu a través de diferentes etnografías que se aproximan significativamente a nuestras sociedades actuales. Actualmente, por ejemplo, se habla del “desgaste por empatía”, como una modalidad del síndrome de burn out.5

Por eso, Mathieu advierte que estos mecanismos sociales son “a la vez materiales e ideales” ([1994] 2014: 175), es decir, económicos y simbólicos. La anatomía política enlaza de este modo la parte ideal de lo real y la parte real de lo ideal. El cuerpo, la fisiología, la psicología, la percepción de sí y de los/as otros/as, en términos generales, la construcción social de la persona, pasa a ser entendida como una política de los sexos donde el cuerpo sí im porta, al decir de Falquet (2018: 185).

La forma en que las feministas materialistas conciben los “sujetos sexuados” se distingue explícitamente de otros dos abordajes en el campo de las teorías feministas. Por un lado, como ya mencionamos, construyen un marco de análisis diferente al modelo anglosajón del sexo/género, basado en el fundacionalismo biológico (Martínez 2012).6 Por otro lado, se separan de las discusiones sobre la “diferencia” que por aquella época desarrollaban varias teóricas francesas vinculadas al psicoanálisis, en particular, algunas facciones dentro del Movimiento de Liberación de las Mujeres (MLF). Basándose en la afirmación de “la diferencia sexual”, estas teóricas retomaban el cuerpo para buscar allí una identidad femenina y reivindicar una palabra otra. Las posiciones diferencialistas son las interlocutoras polémicas del feminismo materialista, que considera en cambio que “la mujer” y “lo femenino” son categorías centrales de la opresión. De hecho, el concepto de “diferenciación sociosexual” busca tomar distancia de “la diferencia” sustantivada, que se reifica y corre el riesgo de ahistorizarse. En definitiva, los cuerpos son resultado de una anatomía política que produce sujetos sexuados.

¿Anatomopolítica o anatomía política?

Si dirigimos la atención más allá del espacio teórico feminista, encontramos resonancias y divergencias con respecto a los desa rrollos del campo filosófico coetáneo. No obstante, los modelos elaborados por los filósofos franceses de la época tendieron a descuidar la dimensión sexogenérica implicada en los procesos de sujeción/subjetivación. Althusser, por ejemplo, analizó el funcionamiento de la ideología a través del funcio namiento general de la categoría de “sujeto” (evidencia asegurada por la interpelación ideológica), siendo esta categoría indiferente en principio al sexogénero. Las críticas de Teresa de Lauretis (1989) a Foucault y Althusser, junto con los señalamientos de Judith Butler (1997), han sido sumamente relevantes para examinar los aspectos impensados de la tradición francesa (Bolla 2017). No obstante, casi no se ha dirigido la atención hacia la coe xistencia sincrónica y espacial entre los análisis filosóficos concentrados en la sujeción de los sujetos (“neutros” en términos sexogenéricos) y los de sarrollos feministas franceses de la época, que precisaron la construcción de sujetos sexuados como resultado de procesos sociales concretos.

En primer término, los trabajos de las feministas materialistas francesas corren en paralelo a los estudios de Michel Foucault, que por la época co menzaba a dedicarse a los estudios sobre la historia de la sexualidad (Foucault | 263 1976). La homofonía entre la “anatomía política” de Mathieu y el célebre concepto de “anatomopolítica” foucaultiano no debe conducir, sin embargo, a su equiparación. De modo general, el énfasis de Foucault está puesto en el sexo entendido históricamente como “dispositivo de sexualidad” y como dominio moral, vinculando los tres ejes saber/poder/sujeto. Así lo aborda en discursos y casos específicos ([1976] 2011: 93-94), por ejemplo, en los campos de saber y en los sistemas de reglas que surgen desde el siglo XVIII (en el volumen 1 de Historia de la sexualidad) y, posteriormente, en la genealogía del “hombre de deseo” desde la Antigüedad clásica hasta los inicios del cristianismo (volúmenes siguientes). La “sexualidad” foucaultiana emerge en la tensión represivo/productiva, por ende, vinculada también al deseo, al uso de los placeres o las formas de subjetivación: “Se trataba, en suma, de ver cómo, en las sociedades occidentales modernas, se había ido conformando una ‘experiencia’ por la que los individuos iban reconociéndose como su jetos de una ‘sexualidad’” (Foucault [1984] 2011: 10) y, según agrega poste riormente, como “sujetos de deseo”.

En suma, si los análisis de Foucault son “estudios de historia” es critos desde un ejercicio que lo aproxima más a la práctica filosófica que al “trabajo de historiador” (Foucault 1984), los desarrollos de Mathieu abrevan de la tradición antropológica y sociológica, próxima a las ideas maussianas de “persona” y de “técnicas corporales”, que reelabora desde una perspectiva netamente feminista. Es decir que el “sexo” (social) nace en la intersección entre el campo de la antropología, en el sentido levi-straussiano del término, y de la sociología. La dimensión histórica está también presente en tanto permite precisar la dialéctica entre los mecanismos sociales generales y las especificidades concretas, aunque el énfasis está puesto en “el estudio de las diferencias de formas, de contenidos o incluso de estructuras” (Mathieu [1985b] 2013: 127, trad. propia).

Mathieu se basa en múltiples etnologías para visualizar los meca nismos generales del “sexo” (diferenciación del trabajo, jerarquización de lo humano, heterosexualidad normativa, etc.) interpelando desde allí el conjunto de las ciencias sociales que naturalizan o esencializan tal categoría. No es tanto la experiencia de la “sexualidad” y sus condiciones históricas, el “hombre de deseo” foucaultiano, sino las relaciones sociales de sexo productoras de una relación estructural, antagónica y dialéctica entre grupos sociales: “varones” y “mujeres”. De allí se sigue la mayor diferencia entre ambos enfoques: mientras que la historia de la sexualidad foucaul- tiana está escrita desde el punto de vista de un “sujeto universal”, abstracto, paradójicamente asexual, al decir de Federici (2011: 31),7 la anatomía po lítica según Nicole-Claude Mathieu coloca en el centro de la cuestión la sexuación de los cuerpos o, en otras palabras, la construcción de los sujetos qua sujetos sexuados. “Sujetos de sexo”, por decirlo en otros términos, antes que “sujetos de deseo”, recordando que el sexo (social) abarca parcialmente la dimensión que en el esquema angloamericano se denominó “género”.

Recordemos que Foucault desarrolla la categoría de anatomopolítica a la par que la biopolítica, como los dos polos del poder sobre la vida: disci plinas del cuerpo (máquina) y regulaciones de la población (cuerpo-especie biológica) respectivamente, y sitúa al sexo en el cruce entre ambas. En el planteo de Mathieu, estas dimensiones se anudan desde el inicio. La anatomía política es, en sí misma, una política sexual que dispone una regulación en gran escala, al ubicar a los individuos en uno u otro grupo social qua varones o mujeres, como personas sexuadas. Ahora bien, este andamiaje conceptual se funda en última instancia en la división sociosexual del trabajo. Por ende, si bien ambas interpretaciones son heterodoxas, las feministas materialistas se aproximan más al marxismo, del que retoman ciertos conceptos generales (clase social, ideología), mientras que Foucault mantiene una mayor ambivalencia (Hora y Tarcus 1993).

Este posicionamiento diferencial en relación con el marco marxista tiene consecuencias sobre la concepción del poder implicada en cada uno de estos enfoques. En el caso de las materialistas, el hecho de reconocer la existencia de diferentes relaciones sociales y abandonar la “tiranía de la con tradicción principal” no implica que sus análisis deriven en un relativismo. Encontramos aquí otra diferencia con respecto al enfoque foucaultiano. Por ejemplo, la metafísica del poder fue un concepto utilizado por algunos filósofos marxistas de la época -juego de palabras mediante- para cuestionar las de rivas de la “microfísica” foucaultiana. Designaban así una “teoría que habla de unos focos de poder diseminados por el cuerpo social sin que ningún mecanismo de conjunto se encuentre en el origen de esta producción” (Le- court 1993: 76).8 Esta crítica no aplicaría al caso de las feministas materialistas, cuyo objetivo es identificar los mecanismos sociales de poder a través del análisis de lo que denominan las “relaciones sociales estructurales” en juego. De hecho, tal como analizamos, la base material de la anatomía política es una división particular del trabajo.

Las relaciones sociales estructurales son tensiones que atraviesan el campo social y que establecen ciertos retos (enjeux) concretos en torno a los que se constituyen grupos sociales en relación dialéctica (Kergoat 2003: 844 ss.). Esta terminología permite evitar la ontologización y el esencialismo. En otras palabras, el “sexo” no es una sustancia ni un dato natural, sino el efecto de determinadas relaciones sociales que organizan el campo social y que configuran grupos sociales posicionados de forma antagónica. Se evita también el solipsismo, ya que no es posible hablar de relaciones sociales de sexo en sí, aisladas, sino que existen diversas relaciones sociales (de clase, de sexo, de edad, geopolíticas) que se entretejen y que impulsan las dinámicas sociales.9

Espectros pascalianos: sexismo, racismo y marcación somática

La socióloga feminista materialista Colette Guillaumin permite profundizar el análisis de los procesos de sexuación o diferen ciación sociosexual que tematiza Mathieu. De modo más general, permite caracterizar el modo en que se internalizan e “incardinan” ciertas relaciones sociales estructurales de “raza” y de “sexo”. Para analizar este proceso, Gui llaumin retoma un modelo filosófico: la dialéctica que Blas Pascal definió por primera vez en el siglo XVII, condensada en el imperativo “arrodíllate y creerás”. Así como en el caso de Mathieu referimos la sincronicidad entre su propuesta y la de Michel Foucault sobre el dispositivo de sexualidad, al leer a Guillaumin también es inevitable encontrar algunas resonancias con lo que plausiblemente sería un clima de época intelectual marcado por la influencia pascaliana (Dukuen 2011). Recordemos que la dialéctica de Pascal es retomada en el mismo período para analizar los procesos de sujeción/ subjetivación desde diferentes perspectivas, por ejemplo, en Louis Althusser (1970) y en la obra de Pierre Bourdieu (1994).10

En el caso de Althusser, diferentes voces dentro del campo feminista cuestionaron la omisión de la dimensión sexogenérica, es decir, la interpe- 266 i lación de los sujetos qua sujetos sexogenerizados, aunque ello no impidió que ciertos aspectos de la teoría althusseriana fueran releídos y reformulados en clave feminista, en particular, su teoría de la ideología. Autoras de la talla de Rubin, Butler, De Lauretis, Spivak, Mitchell, entre otras, desplegaron los análisis de Althusser sobre la ideología en clave feminista. Un caso notable es el de las británicas Barrett y McIntosh, que apelaron a la teoría althusseriana de la ideología para sustentar un materialismo feminista.11

Si la comparamos con el caso de Althusser, la lectura de Bourdieu (1994) desarrolla en mayor profundidad la dimensión sexogenerizada de los procesos de sujeción. Quizás sea por haber permanecido más fiel al in tento pascaliano de elucidar la eficacia propia de los “hábitos”, interés que lo condujo a centrarse en las lógicas prácticas que permiten a los agentes desenvolverse económicamente. Allí el cuerpo cobra centralidad en tanto que hexis corporal, incorporación -en pleno sentido de la palabra- de dis posiciones instrumentales y expresivas que permiten a las personas actuar en ciertos campos. En sus propias palabras, “el sentido práctico orienta ‘op ciones’ que no por no ser deliberadas son menos sistemáticas y que, sin estar ordenadas y organizadas con respecto a un fin, no son menos portadoras de una suerte de finalidad retrospectiva” (Bourdieu [1994] 2007: 107). En clave pascaliana, Bourdieu afirma que la creencia no es una idea mental o estado del alma, sino un estado del cuerpo.

Es mediante el automatismo y el hábito, en el aprendizaje de acti tudes corporales aparentemente inocentes, como se naturaliza lo social, en una “pedagogía implícita” que se aproxima a las disciplinas del cuerpo fou- caultianas. De allí la “astucia” de la razón pedagógica, según Bourdieu: bajo la apariencia de un ajuste a normas y códigos en apariencia insignificantes (vestirse o hablar de cierto modo, comportarse así o asá, etc.) se inculca lo esencial, así como en los gestos mínimos de conducta -en lo más “obvio”- se anudan los compromisos fundamentales del orden político.12

Esta puesta en escena -nótese la semejanza con la idea de performance en Butler- vincula entonces cuerpos y creencias con las normas de juego del respectivo campo en el cual se desarrollan. Es una mimesis identificatoria, un “como si” que se mantiene más próximo al modelo pascaliano de los dado que ya la hemos abordado en Bolla (2022). En nuestro medio, actualmente, los trabajos de Natalia Romé y de su grupo de investigación también continúan y profundizan la senda de un materialismo feminista (Romé 2021, 2022).

En efecto, estas mitologías políticas (la expresión es de Bourdieu) se reproducen paradig máticamente en las normas de cortesía (politesse/politique), que instauran códigos en apariencia formales y superfluos de conducta y de respeto, pero que anudan la “axiomática implícita de un orden político determinado” (Bourdieu [1994] 2007: 113). Comportarse respetuosamente, con cortesía, adecuadamente, supone -siguiendo a Bourdieu- el dominio de las normas tácitas del campo. Incluso una acción “inocente” como escribir una carta -o un correo electrónico- supone la adecuación de las fórmulas al destinatario/a. Es decir, implica reconocer las “oposiciones entre los hombres y las mujeres, entre los más jóvenes y los de más edad, entre lo personal, o lo privado, y lo impersonal -con las cartas administrativas o de negocios- y por último entre los superiores, los iguales y los inferiores” ([1994] 2007: 113). hábitos prácticos que a la mediación representacionalista (donde los sujetos internalizarían singularmente las imágenes de sí que les devuelven las otras personas). Por ende, lo que cobra mayor relevancia es la reiteración, la reproducción, la puesta en acto; es un aprendizaje motriz de prácticas, anónimas y difusas, antes que un modelo discursivo implantado por un agente concreto y singular. Ello no implica que esas prácticas, de modo conjunto, no presenten una coherencia o una “razón”; tal como sucede, por ejemplo, con una serie numérica, lo que se aprehende es el sentido del conjunto antes que la significación aislada de tal o cual elemento.

Resulta interesante que sea en ese punto, en el contexto del análisis de “La creencia y el cuerpo”, cuando Bourdieu se refiera a la división sexual del trabajo y al atravesamiento sexogenérico del sentido práctico, como si una primera clave para comprender la anatomía fuera efectivamente la ca tegoría de “sexo”. Basándose en su trabajo de campo en Argelia, Bourdieu observa que:

La oposición entre lo masculino y lo femenino se realiza en la manera de estar, de llevar el cuerpo, de comportarse bajo la forma de la oposición entre lo recto y lo curvo (o lo curvado), entra la firmeza, la rectitud, la franqueza (quien mira de frente y hace frente y quien lleva su mirada o sus golpes de- 268 | recho al objetivo) y, del otro lado, la discreción, la reserva, la docilidad. [...]

Estas dos relaciones con el cuerpo están preñadas de dos relaciones con los otros, con el tiempo y con el mundo y, por ende, de dos sistemas de valores (Bourdieu [1994] 2007: 113).

Las hexis corporales parecen, también aquí, resultado de una anatomía política, o lo que Bourdieu denomina “mitologías políticas”. “Se podría decir, deformando la frase de Proust, que las piernas, los brazos están llenos de imperativos adormecidos” (Bourdieu [1994] 2007: 112). En efecto, su análisis prosigue detallando minuciosamente los gestos y comportamientos incor porados: “El hombre viril que va directo al objetivo, sin rodeos, es también el que, al excluir las miradas, las palabras, los gestos, los golpes torcidos y retorcidos, hace frente y mira a la cara a aquel a quien quiere recibir o a aquel hacia quien se dirige; siempre alerta” ([1994] 2007: 114). Por el contrario, de una mujer “correcta” se espera que “ande ligeramente encorvada, con los ojos bajos, absteniéndose de todo gesto, de todo movimiento fuera de lugar de su cuerpo, de la cabeza o de los brazos, evitando mirar otra cosa que el sitio en el que posará su pie.” ([1994] 2007: 114). Y concluye:

En una palabra, la virtud propiamente femenina, lah’ia, pudor, discreción, re serva, orienta todo el cuerpo femenino hacia abajo, hacia la tierra, hacia el interior, hacia la casa, mientras que la excelencia masculina, el nif, se afirma en el movimiento hacia arriba, hacia afuera, hacia los otros hombres (Bourdieu [1994] 2007: 114).

Bourdieu afirma que para comprender estas hexis, constituidas a partir de oposiciones sexogenerizadas, es necesario examinar la división del trabajo sexual. Para ello, se concentra en una actividad específica, la co secha de aceitunas. Allí, se encuentra naturalizado que los varones realizan ciertas tareas y las mujeres otras. El brevísimo relato de Bourdieu muestra que ese “hacer” exhibe una lógica práctica donde las mujeres realizan las actividades que exigen agacharse, inclinarse hacia la tierra, principio práctico “inseparablemente lógico y axiológico” en la medida en que codifica opo siciones abajo/arriba, blando/firme, siempre yuxtapuestas al par femenino/ masculino. Menciona rápidamente la retórica de la “vocación” según la cual se hace coincidir la organización fáctica de lo social y los supuestos deseos o instintos de los agentes; esa circularidad donde lo que las personas hacen que es, a su vez, aquello de lo que están hechas:

Todo permite suponer, en particular, que las determinaciones sociales ligadas a una posición determinada en el espacio social tienden a modelar, a través de la relación con el propio cuerpo, las disposiciones constitutivas de la iden tidad sexual (como la marcha, la manera de hablar, etc.) y, sin duda también, las disposiciones sexuales mismas (Bourdieu [1994] 2007: 115).

Por otra parte, es imposible dejar de señalar que -a diferencia de Al- thusser y de Foucault- Pierre Bourdieu sí analizó lo que denominó la “do minación masculina”. Aunque todo ello parecería, a primera vista, aproximar su perspectiva a la de las feministas materialistas, existen diferencias sustan tivas entre ambos enfoques. De hecho, la publicación de La domination mas- culine (1998) motivó una réplica extensa y mordaz de Nicole-Claude Ma- thieu ([1999] 2014), que fue publicada en Les Temps Modernes.12 Uno de los principales argumentos de Mathieu era que el énfasis bourdieuano en la violencia simbólica obturaba la comprensión de la eficacia específica de los mecanismos materiales que constituyen y sustentan la opresión sexista. Según interpreta María Luisa Femenías, desde otro marco hermeneútico: “El habitus solo se sostiene con un andamiaje ideológico, en términos de Young, que incluye el poder económico y sus modos de circulación; es decir, un nivel de materialidad que no puede obviarse” (2008: 34).14

En otras palabras, Mathieu cuestiona un desbalance en el análisis bour- dieuano, que se basa en el uso de una categoría central: la “dominación”. A ojos de Mathieu, la dominación no solo encubre la operatividad material y económica de la división sociosexual, sino que puede utilizarse incluso en sentido eufemístico. El ejemplo que utiliza Mathieu es el siguiente: “¿Acaso no se escucha una gran diferencia entre ‘la montaña domina la llanura’ y ‘la montaña oprime la llanura’?” (cit. en Falquet 2022: 20). Desde su óptica, el término “dominación” constituye una denominación propia de aquellos grupos dominantes que intentan legitimar fenómenos de opresión y presentarlos como naturales. Es por ello que las feministas materialistas prefieren esta última denominación (opresión) en lugar del concepto de dominación.

Con todo, es posible identificar, en la superficie del discurso bourdieuano, las propias tensiones. Como mencionamos, el cuerpo sexuado aparece en El sentido práctico como una clave privilegiada para comprender las hexis corporales y el anudamiento entre lo subjetivo y lo objetivo, entre los comportamientos o gestos individuales y las reglas de juego del campo, especialmente, la división del trabajo: “Dado que los esquemas clasifica- torios a través de los cuales se aprehende y aprecia el cuerpo están siempre doblemente fundados, en la división social y en la división sexual del trabajo, la relación con el cuerpo se especifica según los sexos en función de la po sición ocupada en la división sexual del trabajo” (Bourdieu [1994] 2007: 116).15 (Mathieu [1999] 2014; Falquet, 2018).

Como recuerda María Luisa Femenías (2008), el concepto de dominación masculina ya había sido acuñado muchos años antes por Kate Millett y luego, Iris Young desarrollaría el concepto de violencia simbólica, sin omitir su articulación material/económica. Por su parte, antropólogas francesas como Franfoise Héritier, colega de Bourdieu en el Collége de France, habían analizado precisamente “los mecanismos simbólicos de la ‘valencia diferencial entre los sexos’” (Mathieu [1999] 2014: trad. propia).

Si bien no podemos ahora extendernos sobre este punto, vale la pena llamar la atención sobre ciertos destellos en el texto bourdiano, por ejemplo: “las oposiciones fundamentales del orden social, tanto entre dominantes y dominados como entre dominantes-dominantes y dominados-dominados, están siempre sexualmente sobredeterminadas, como si el lengua-

La común referencia a Pascal, más que inciertas “afinidades electivas”, parece indicar -como se ha sugerido- que somos pensados/as por las ideas en una forma mucho mayor de la que nos solemos percatar. Las comparaciones, no obstante, encuentran sus límites ya que el abordaje guillauminiano -según veremos a continuación- se distingue de los análisis filosóficos de la época por el modo particular en que tematiza el devenir sexogenérico y la racia- lización de los sujetos como aspectos centrales de los mecanismos de poder.

4.1. La tesis de las marcas somáticas

El enfoque guillauminiano se caracteriza por la centralidad que adquieren las categorías de “raza” y “sexo”, es decir, por la apli cación de la “dialéctica defensiva” de Pascal para analizar la construcción material que dota de inteligibilidad a los cuerpos y los posiciona diferencialmente en el campo social: “Esta construcción social se inscribe en el propio cuerpo. El cuerpo se construye [como un] cuerpo sexuado” ([1993] 2016: 114, trad. propia) y, podemos añadir siguiendo a esta autora, también racializado.

Ya mostramos que la teoría de Mathieu permite vincular la diferen ciación sexual con un proceso plenamente social donde se especifican y dividen trabajos y actividades. El análisis de Guillaumin continúa esta senda al precisar algunos aspectos centrales de la anatomía política. Por un lado, identifica el papel de la “costumbre” (en sentido pascaliano) que opera a la base de las creencias sobre el “sexo”, al tiempo que lo produce como “natural”. Su análisis muestra que las normas sociales se incorporan a partir de hábitos concretos, de gestos, de modulaciones de la voz, de motricidades e incluso de atuendos (“prótesis”: tacos altos, polleras, etc.), que producen cuerpos “sexuados”. En el caso de aquellos individuos asignados como “mujeres”, la relación parece tener una valencia diferencial: los hábitos, sostiene Guillaumin, limitan sobre todo la movilidad y la autonomía de esos cuerpos. Por eso, la visibilización del carácter productivo de las relaciones de poder (que producen sujetos qua sujetos sexuados) no omite la denuncia del carácter igualmente represivo del mismo.

En segundo término, vinculado con lo anterior, Guillaumin propone la categoría de “marcas somáticas”, que desarrolla desde su primer trabajo, je corporal de la dominación y de la sumisión sexuales hubiese suministrado al lenguaje corporal y verbal de la dominación y de la sumisión sociales sus principios fundamentales” (Bourdieu 2007: 116).

La ideología racista: génesis y lenguaje actual (su tesis doctoral, escrita entre 1967/1968 y publicada en 1972). Allí explora el modo en que aquellos grupos mayoritarios -en relación con el poder- “marcan” a los grupos mi noritarios. Si bien la práctica de “marcación” ha sido utilizada históricamente para indicar diferentes adscripciones sociales (por caso, de clase), Guillaumin identifica una transformación central en los sistemas de marcas que tiene lugar en el pasaje a la modernidad.

Su hipótesis es que, durante la modernidad, los sistemas de marcas tradicionales se modifican radicalmente al enlazarse con la idea de “grupos naturales”. Los emblemas o insignias que antes eran más o menos externos y removibles, se inscriben en el propio cuerpo y pasan a comprenderse como expresiones intrínsecas de tales “grupos naturales”, es decir, como indica dores también “naturales” de su sumisión. Se produce la ilusión de que las marcas preexisten a las relaciones de opresión cuando, según Guillaumin, ocurre precisamente lo contrario. Por ende, lo que tomamos como causa de la opresión es la marca que los grupos dominantes imponen a los oprimidos, su efecto antes que su origen.

Guillaumin desarrolla esta idea al analizar el surgimiento de la mar cación somática racial y de la ideología racista, que sitúa en el contexto industrial-colonial, en el pasaje del siglo XVIII al XIX. En tal período, ar gumenta Guillaumin, el color de la piel, que hasta entonces había sido una variable más o menos contingente, no más considerada que las formas de alimentación o vestimenta, se convierte en un ready-made capaz de “marcar” la mano de obra esclava. Siguiendo al antillano Eric Williams, Guillaumin invierte la lógica del razonamiento: no se es esclavo porque se es negro, se es negro porque se es esclavo. Lo que equivale a afirmar que el racismo crea la raza, y no a la inversa (Juteau 2015).

La marca somática racial, la ideología racista, no preexisten a las relaciones sociales esclavistas en y por las que surgen. De manera seme jante, tampoco el “sexo” o la marca somática sexual (las marcas genitales, anatómicas, cromosómicas, gonádicas) preexisten ni son independientes de las relaciones sociales que las crean. Ahora bien, ¿de qué relaciones sociales estamos hablando en este último caso? De la “apropiación” que, según Guillaumin, es la relación específica que funda las clases sociales de sexo y, por ende, la clave para entender la opresión de los sujetos sexuados como mujeres.13 La apropiación se distingue de la explotación, relación específica que produce clases socioeconómicas (burgueses/proletarios) al distinguir entre quienes poseen o no los medios de producción -y la capacidad de ponerlos en acto- y quienes solo tienen su fuerza de trabajo para vender. En la relación de apropiación, sostiene Guillaumin, no hay disociación entre el cuerpo productor-soporte y la fuerza de trabajo: todo el cuerpo es apropiado en su conjunto, sin medición alguna. Como vimos anterior mente, la sexualidad (la división sexual del trabajo de reproducción) es una faz de la apropiación, pero también los trabajos domésticos y de cuidados no remunerados.14

Ciertos cuerpos, entonces, serán “marcados” para ocupar ciertas po siciones en la división social del trabajo. La ilusión propia de las marcas somáticas, su habitualidad, producirá la creencia de que las marcas anteceden la opresión, cuando no son más que su efecto. No se trata de un enfoque reduccionista o economicista; de hecho, buena parte de los trabajos de Gui- llaumin muestran que la apropiación se apoya en la construcción de una idea de Naturaleza. Esta retórica de los deberes naturales o de los instintos hace que ciertos grupos (sexualizados, racializados) se consideren fisiológi camente organizados para ocupar ciertos lugares según lo que Guillaumin denomina “prescripción determinista” ([1978] 2016: 53 ss.). Se enlazan así “práctica de poder” e “ideología”, relaciones sociales y discursos -en los tér minos foucaultianos más conocidos, “saber” y “poder”- como dos caras de una misma moneda (Guillaumin [1978] 2016: 16-17).

En definitiva, las marcas pretendidamente naturales cristalizan o esen- cializan relaciones sociales contingentes. Por ende, un desafío vigente en la actualidad es quebrar la ilusión naturalista que suele esgrimirse como justifi cación de opresiones. Podemos preguntar, en el caso de las marcas somáticas de sexo, ¿qué parte de las anatomías “femeninas” explicaría la carga dife rencial sobre los trabajos domésticos no remunerados? ¿Con qué hormona o gónada se vincularía? ¿Y de qué forma operan simultáneamente las lógicas de sexo, de clase y de raza que dan como resultado la afectación diferencial de ciertos grupos (mujeres pobres racializadas o migrantes) a los trabajos peor pagos, menos estables, más precarizados? Resulta relevante poner en palabras estas preguntas que, en su obviedad, incomodan no obstante formas naturalizadas de organizar lo social y, en el plano más micro, de gestionar nuestras existencias y vidas cotidianas.

A modo de cierre: hacia un materialismo crítico

A lo largo de las páginas precedentes, hemos intentado mostrar los aportes filosóficos de una corriente que tematizó de manera es pecífica la dimensión sexogenerizada de los sujetos sujetados o interpelados. Para ello, propusimos un diálogo crítico entre la propuesta del feminismo materialista y otras teorías francesas de la misma época. A través del análisis de los casos de Foucault y de Bourdieu, dos autores que suelen ser referen- ciados como exponentes de reflexiones sobre el dispositivo de sexualidad o sobre la dominación masculina, pudimos trazar un diálogo (o un contra punto) que buscó precisar la originalidad del feminismo materialista y sus contribuciones originales al problema de la sujeción de sujetos sexuados.

Para finalizar, nos interesa destacar ahora dos importantes conse cuencias que se derivan del prisma materialista, según lo analizamos a través de las propuestas de Mathieu y de Guillaumin. Por un lado, una recusación de la escisión entre lo objetivo y lo subjetivo, lo “externo” y lo “interno”, en clave feminista. Por otro lado, y en relación con ello, la postulación de las bases de una filosofía materialista crítica. En relación con el primer eje, la anatomía política (como vimos) supone una construcción simultáneamente física y psíquica, material e ideal. Ello queda de manifiesto cuando analizan, por ejemplo, la autonomía de las mujeres, los efectos de la socialización como un ser-para-otro o como un cuerpo dependiente, donde se cruzan y anudan la motricidad, la fuerza física, la gestualidad, la psicología e incluso la “con ciencia”. De este modo, el enfoque materialista mantiene un interés por los mecanismos objetivos del poder sin que ello derive en una invisibilización o en un descuido por los procesos psíquicos concomitantes (Le Blanc 2006).

Ahora bien, si como señala Le Blanc, el interés central de las que denomina “vertientes internas del poder” es pensar “la adhesión, incluso el consentimiento subjetivo de las relaciones de poder” (Le Blanc 2006: 44), en el caso del feminismo materialista también encontramos una reflexión cuidadosa sobre las posibilidades y alcances de tal “consentimiento”. En primer lugar, porque una precondición para poder tomar decisiones sobre sí mismo/a es tener garantizado el derecho a la propiedad de sí, tan caro a la tradición liberal clásica y tan escatimado cuando pensamos en derechos de las mujeres y disidencias sexogenéricas (pensemos, por caso, en la ilegalidad del aborto en muchísimos países de nuestro continente). Quienes son apropiadas, diría Guillaumin, por definición no se pertenecen a sí mismas. Solo el trabajo colectivo, la concientización y la lucha feminista, pueden transformar relaciones sociales metaestables que, por defecto, tienden a su perpetuación sin cambios.

En segundo lugar, vinculado con lo anterior, Mathieu argumenta que hablar de “consentimiento” presupone un mínimo de autonomía, es decir, una conciencia libre que puede decidir por sí. Por ello Mathieu dis tingue “ceder” de “consentir”. Releyendo críticamente la tesis de La Boétie, Mathieu se pregunta: ¿en qué medida pueden “consentir” voluntariamente las dominadas a su dominación?15 Si la idea del consentimiento remite a la conciencia del sujeto, es necesario -argumenta Mathieu- vincularla con los procesos materiales y concretos en los cuales se forman nuestras ideas, creencias y valores.16 Por ende, el problema del “consentimiento de las personas dominadas a su dominación” es una suerte de pregunta mal formulada en tanto no considera el marco de violencia estructural en que estas relaciones tienen lugar. Como recuerda un fragmento de Shakespeare significativamente referido por Mathieu: “Consiente mi pobreza, pero contra mi voluntad” ([1985b] 2013: 191).

Un análisis “interno” del poder, por ende, no puede prescindir de los condicionantes estructurales. Pero también a la inversa: un análisis “externo” no puede prescindir de la importancia de formas de “agencia” (por tomar una palabra ajena a las materialistas). De allí la importancia que otorgan a la concienciación feminista, es decir, el poder reconocer la existencia de rela ciones de opresión allí donde solo parece haber amor, vocación o instinto. Esas luchas, afirman, deben necesariamente desplegarse en el plano colectivo. No basta con sustraerse de modo individual a tal o cual forma de opresión sexista (por caso, la institución matrimonial, la heterosexualidad, el trabajo doméstico) sino que el desafío es subvertir la apropiación colectiva de los sujetos considerados “mujeres”, que se expresa en el trabajo, en la sexualidad y en la conciencia. Es un feminismo del y para el 99%, recuperando otra metáfora reciente.

Al conjugar de tal modo los aspectos externos e internos del poder, las feministas materialistas construyen un materialismo crítico que anuda objetividad y subjetividad. En otras palabras, imbrican mecanismos sociales concretos (diferenciación sociosexual, apropiación del trabajo y de la sexualidad) con procesos de percepción y captación, tanto de sí mismo/a como de los/ as otros/as. En definitiva, se trata de un proceso dialéctico donde se trans forman tanto las formas de producción como la percepción, esa elusiva for mación que denominamos “conciencia” y, por supuesto, los propios cuerpos. Por ello podemos afirmar, dislocando una afirmación de Kergoat (2003), que este abordaje considera la relación consigo mismo, con los/as otros/as y con la materia. O bien, las relaciones materiales (económicas y simbólicas) que entablamos con nosotros/as mismos/as, con los/as otros/as y con el mundo.

Un segundo rasgo clave de este materialismo es que se basa en una comprensión particular de la materia que no la reifica ni la toma como dato inmediato, sino que la sitúa en la trama de relaciones históricas en las que existe y es percibida. Se diferencian así de lo que denominan “perspectivas materiales” (Guillaumin [1978] 2016). Los enfoques materiales, según Guillaumin, postulan la primacía de una materia que existiría de modo autónomo en tanto que sustancia sustraída a la dialéctica histórica. Un enfoque materialista crítico, por el contrario, anuda los procesos de materialización y de percepción de la materia con las relaciones sociales concretas en que tienen lugar.

Sin embargo, la raza y el sexo se consideran, aún hoy, datos evidentes de la materia, un conjunto de rasgos físicos o anatómicos. En palabras de una gran lectora de Guillaumin, Monique Wittig, “lo que creemos que es una percepción directa y física solo es [...] una ‘formación imaginaria’ que reinterpreta rasgos físicos (en sí, tan indiferentes como cualquier otros, aunque marcados por el sistema social) a través de la red de relaciones en las que son percibidos” (Wittig 1980: 77, destacado y trad. propia).

La expresión “formaciones imaginarias” no debe interpretarse según la definición clásica de “ideología”, como un falso reflejo o una inversión de lo real. Por el contrario, son ficciones eficaces, sostienen la operatividad de discursos y prácticas17 y median tanto las relaciones grupales asimétricas como las relaciones con nosotrxs mismxs (por ejemplo, nuestra autoper- cepción). Por eso, la raza o el sexo, paradójicamente, existen y no existen: existen en términos de que son relaciones que jerarquizan efectivamente lo social, existen como opresiones sufridas y experimentadas; pero no existen en términos necesarios, biológicos ni naturales y son, por ende, potencialmente modificables (Juteau-Lee 2003: 19).

Las marcas son contingentes, históricas, por ende, no son necesarias ni están inscriptas invariablemente en las anatomías. Los cuerpos podrían haberse clasificado de otra manera, en razón de otros rasgos. En definitiva, qué se selecciona como relevante y qué no, es resultado de una trama socio- histórica, tal como vimos con Guillaumin en su análisis del surgimiento del racismo moderno. Se elabora así un materialismo consecuente que se instala en la frágil -y siempre amenazada- dialéctica entre lo biológico y lo social, entre naturaleza y cultura. De este modo, se evitan tanto el reduccionismo lingüístico y el rechazo de la materia -asociada, muchas veces, al cuerpo en los enfoques postestructuralistas- como el reduccionismo biologicista - asociado, por ejemplo, a la idea de que las “mujeres” estarían oprimidas, en última instancia, por su “natural” capacidad de gestar, un abordaje aún fre cuente en ciertos enfoques marxistas ortodoxos-.

Este materialismo crítico tampoco postula un grado cero, donde los cuerpos existirían despojados para, en un momento posterior, ser marcados al estilo tabula rasa.18 La mirada materialista, cuando es consecuente, es dia léctica y recusa la ilusión de un origen sustraído a la praxis histórica. Por tanto, el feminismo materialista francés pone de manifiesto las condiciones de nuestro acceso a la materialidad, los marcos sociohistóricos que la dotan (o no) de inteligibilidad y donde los cuerpos aparecen siempre ya interpre tados. Tampoco son solo efectos del discurso, naturalmente; pensemos que no estamos aquí situándonos en la problemática butleriana sino en un marco de abordaje marxista crítico. De lo que se trata es de comprender cómo se producen efectos de verdad y de “realidad” en el interior de relaciones so ciales concretas como la apropiación y el racismo. O, dicho en otras palabras, de mostrar las razones (históricas, contingentes, pero a la vez eficaces) de aquello que percibimos como natural y aquello que, por el contrario, perci bimos como cultural, construido o fabricado. Se visibilizan así los complejos procesos históricos que, evocando una expresión de Femenías (2008), son la urdimbre de una trama donde se anudan la opresión/explotación física, la marcación somática y la percepción, al cabo de la cual vemos y decimos: “esto es un cuerpo”; “esto es una mujer”; “esto es un grupo natural”; “esto siempre ha sido así”. Lejos del reduccionismo lingüístico, la materialidad se examina en el diálogo permanente entre relaciones de producción y cuerpo, llevando al extremo aquellos análisis pioneros de Engels sobre el pulgar, las herramientas y la mano. Lejos del biologicismo, la materia ingresa en una dialéctica que no nos traiciona, al decir de Wittig, relegando algunos aspectos de la misma al dudoso terreno de la nuda naturaleza.

Actualmente, se renuevan los abordajes sobre la materia y los procesos de materialización. Pero incluso dentro de perspectivas que se autodenominan feministas, también se reactualizan concepciones esencialistas, ya sea aduciendo bases biológicas o culturales del sexo y de la opresión sexista. Por esto consideramos que la mirada que aportan las feministas materialistas francesas mantiene su vigencia y su capacidad para interpelar aquello que aún se presenta como “natural” comprendiéndolo de modo no sustancialista, relacional, dialéctico, no determinista. De este modo, nos invitan a continuar desarrollando un prisma crítico capaz de irracionalizar, deslegitimar y pro- blematizar muchas “evidencias” aún insuficientemente cuestionadas, incluso en el propio campo de los feminismos; pero, sobre todo, nos permiten mirar desde el presente las desigualdades que subsisten para poner de manifiesto los mecanismos que las producen, como un aporte más en dirección a su transformación.

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1 Desde hace algunos años, gracias a los esfuerzos de diversas investigadoras y a la aparición de traducciones de las obras fuente, el feminismo materialista francés o francófono ha cobra do una creciente visibilidad en América Latina y el Caribe. Se destacan los trabajos de Jules Falquet y de Ochy Curiel; en Brasil, los trabajos de Maira Abreu, de Maira Kubík Mano, de Mirla Cisne, entre otras, así como la producción derivada del Grupo de Estudios de Feminis mo Materialista radicado en el Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género de la Universidad Nacional de La Plata.

2Para ampliar sobre este punto, ver Delphy (2017), donde se amplía la definición de explo tación en términos de extorsión de trabajo gratuito, siendo la plusvalía una de sus formas, más no la única. Sobre el mismo tema, pueden consultarse los trabajos de Pasero Brozovich (2017), Falquet (2017) y Bolla y Estermann (2021). Sobre la especificidad del uso de “imbri cación” de las relaciones sociales y sus diferencias con otros modelos, por caso, la intersec- cionalidad, ver Falquet (2022).

3Esta tesis según la cual el sexo constituye una categoría política, que no se deriva de órdenes “naturales” ni puramente biológicos, constituye una premisa común a todas las feministas materialistas francesas o francófonas.

4En esa estela desarrolla minuciosos trabajos destinados a cuestionar los constructos pseu- doantropológicos sobre los “matriarcados originarios”, que desde Bachoffen en adelante, relatan fabulosos —o mitológicos— auges y caídas de pretendidos órdenes ginecocráticos. En el ejemplo de Bachoffen, dicho mito se utiliza para justificar la presunta incapacidad de las mujeres de mantenerse en el poder y la “legítima” instauración de un orden patriarcal. Mu chas de estas perspectivas se reactualizan periódicamente y, en la actualidad, también existen posicionamientos que desde las filas del propio pensamiento feminista defienden la existencia de órdenes matriciales o matriarcales. Para un análisis crítico y agudo de este constructo, ver Mathieu (2007).

5La idea del “desgaste por empatía”, como mencionó Diana Maffía en una conferencia re ciente (disponible en https://youtu.be/Ous91DMol20), parece vincularse fuertemente con la división sexual del trabajo.

6La primera formulación del “sistema de sexo/género” se encuentra en el artículo clásico de Gayle Rubin ([1975] 1986) sobre el tráfico de mujeres. Este artículo estuvo fuertemente influido por las teorías francesas postestructuralistas de la época, como reconoce la propia Rubin; más precisamente, por las lecturas que realizó en el contexto de un curso dictado por el antropólogo Marshall Sahlins en la Universidad de Michigan (Rubin 2003). Es decir, se trató de un artículo que introdujo en el debate estadounidense y anglófono categorías centrales del pensamiento francés. Si bien con el correr de los años Rubin ha ido revisando sus posiciones, las primeras elaboraciones del sistema de sexo/género la aproximan al prisma materialista francés; de hecho, Mathieu traduce el artículo de Rubin al francés y desarrolla nuevos análisis sobre la “economía política del sexo”. No obstante, la idea del sistema de sexo/género fue mayoritariamente releída y reinscripta dentro del binomio naturaleza/cul tura, en buena medida, porque tal era la mirada que habilitaba el modelo angloamericano del sexo/género. Según explica Ariel Martínez: “Rubin define al Sistema de Sexo/Género como ‘el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas trans formadas’ (Rubin [1975] 1986: 97). De este modo, Rubin vertebra su pensamiento sobre la consolidación del binomio sexo/género, que entreteje el fundacionalismo biológico como forma privilegiada para pensar la forma en que los cuerpos adquieren significados sociales. Desde este punto de mira, el cuerpo es entendido como una unidad orgánica autónomamen te integrada. Aspectos como la raza, la sexualidad, el género constituyen atributos del cuerpo delimitado como una superficie pasiva y fija, como un real prediscursivo, determinado bio lógicamente...” (Martínez 2012: 130).

7El análisis de Foucault omite, por ejemplo, acontecimientos biopolíticos de indudable rele vancia tales como la caza de brujas, que permiten comprender dimensiones y motivaciones del pasaje del poder de muerte al biopoder; ver Federici (2011).

8Vale la pena aclarar que la crítica de Dominique Lecourt (1993) se basa en el enfoque mar xista de los aparatos ideológicos de Estado, de cuño althusseriano; desde allí cuestiona la teoría del poder de Foucault.

9Las relaciones sociales, al decir de Kergoat, son consustanciales y coextensivas, es decir, que no se pueden deslindar más que a fines analíticos. Por tanto, se considera que la metáfora de la interseccionalidad no es la más acertada para dar cuenta del anudamiento (imbricación, interlocking) de las relaciones sociales, que funcionan simultáneamente según lógicas de clase, sexo y raza (cuanto menos). Los trabajos de Mara Viveros Vigoya son esclarecedores a este respecto, así como los análisis de Jules Falquet ya mencionados.

10La importancia central de los Pensamientos para estas filosofías reside en el hecho de que Pascal puso de manifiesto, de forma pionera, el poder del “automatismo de la creencia”. En el marco de una reflexión filosófico-teológica (la famosa “apuesta” sobre la existencia de Dios), Pascal mostró la eficacia de la reiteración de prácticas para generar creencias: “Arrodíllate, mueve los labios en oración y creerás” (Pascal [1669] 1984). Según el análisis de Althusser, Pascal fue el primero en formular esta “dialéctica defensiva”, que en lugar de considerar que son las creencias las que determinan las acciones, parte de la materialidad de los actos para explicar las creencias inmateriales (Althusser [1970] 2011: 50). En efecto, la antropología de Pascal distingue entre el autómata y el espíritu: la fuerza mecánica de la repetición y el hábito, y los principios racionales de las creencias, respectivamente; otorgando prioridad al primer aspecto: “la costumbre es nuestra naturaleza” (Pascal [1669] 1984: 157).

11Barrett y McIntosh desarrollan su propuesta de un materialismo feminista en polémica explí cita con el feminismo materialista de Christine Delphy; no desarrollamos aquí esta discusión

12La fuerte (e irónica) crítica de Mathieu a Bourdieu imagina un escenario ficticio: sitúa al “alumno Bourdieu” como un “candidato” que hubiera presentado su libro sobre la domina ción para su evaluación en el examen de DEA (primer año de tesis). Mathieu concluye que el candidato no habría pasado el examen, argumentando, entre otras cuestiones, que no realiza un estado de la cuestión a investigar, que no cita las principales investigaciones en dicha área o que las cita rápida e incorrectamente (lo que ocurre en La dominación masculina con la propia Mathieu), que se basa en posibles notas de segunda mano en lugar de las fuentes, entre otras

13Se distingue de la teoría feminista materialista del modo de producción doméstico pro puesta por Christine Delphy (1970).

14De este modo, Guillaumin amplía el concepto de “trabajo” para incluir allí toda una serie de actividades que, en la época, y en la medida en que se alejaban del modelo clásico de la extracción de plusvalía, no eran consideradas como productivas.

15Lejos de ser un problema meramente filosófico, a pesar de su aparente abstracción, esta cuestión tiene implicancias claras y concretas. No sorprende que, a la fecha, siga lamentable mente vigente lo que observaba Mathieu en 1985: en los juicios por violación, los abogados suelen apelar a la figura del “consentimiento” de la víctima para intentar reducir o incluso impugnar las condenas.

16Mathieu moviliza análisis críticos sobre las relaciones de violencia colonial y su aparente “aceptación” por parte de los pueblos colonizados. Lo que en nuestras latitudes Paulo Freire abordó a través de la idea de la “introyección de la visión del opresor” en el oprimido ([1968] 2014), más compleja y rica que la polémica formulación beauvoiriana sobre la “complicidad” de las víctimas.

17Se aproximan así a las reformulaciones materialistas de la ideología que, por la época, de sarrollaban los grupos althusserianos, aunque por supuesto, estos no lo planteaban en clave feminista.

18Esta es, precisamente, una de las críticas de Butler a Foucault. No obstante, la objeción se disuelve —a la manera wittgensteiniana— cuando abandonamos la problemática butleriana y pensamos este problema desde el marco materialista crítico, que implica, como mostramos, una comprensión eminentemente dialéctica. Para ampliar sobre el problema del cuerpo y la materialidad en Butler, ver Martínez (2015).

Recibido: 27 de Mayo de 2022; Aprobado: 14 de Septiembre de 2022

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