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Población y sociedad

versão On-line ISSN 1852-8562

Poblac. soc. vol.18 no.1 San Miguel de Tucumán jan./jun. 2011

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

Estados alterados. Matrimonio y vida maridable en charcas temprano-colonial1

 

Ana María Presta*

* Investigadora del CONICET, Profesora Titular de Historia de América en la UBA y Coordinadora del PROHAL en el Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, donde conduce un equipo de trabajo en historia andino-colonial. El IEP editó su libro Encomienda, Familia y Negocios en Charcas Colonial. Los encomenderos de La Plata. Ha publicado en Revista Andina, Histórica, Revista de Indias, Colonial Latin American Review, Hispanic American Historical Review, Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Memoria Americana, Andes, Anuario del IEHS y en libros de la especialidad.

RECIBIDO: 29/06/10
ACEPTADO: 28/01/11

 


RESUMEN

La conquista de América constituyó un fenómeno inmigratorio masculino. Inicialmente, a pesar de su situación de casados en la península, los castellanos emigraban solos. Sus mujeres, más allá de las dificultades legales para unírseles, solían envejecer con hijos y sin dinero, mientras aguardaban el retorno del esposo. El imperativo de hacer vida maridable limitó en la letra las ausencias de maridos que se esfumaban tras la ambición de enriquecerse y retornar prósperos a su tierra. Ello dio pie a que muchas esposas reclamaran el retorno de los maridos o sus permisos de pasaje a las Indias. Tras las infructuosas búsquedas del esposo, los matrimonios por palabras y las inconmensurables distancias, que también eran afectivas, se ocultaron y cometieron otros delitos, como la bigamia y el adulterio que se abordan en estas páginas.

Palabras clave: Conquista; Vida maridable; Bigamia; Adulterio; Inquisición

ABSTRACT

The conquest of America was a male migratory enterprise. Despite of their condition of married men, Spaniards emigrated alone. Their wives lived under difficuties while waiting to join them and became elderly waiting while raising children without money to face life. Marriage rules imposed the vida maridable that limited in the letter the absence of husbands who often vanished looking for bettering off and comming back rich to the homeland. The mandatory convivencia offered wives the possibility to placing claims to get their husbands back home or to obtain their passage to the Indies. Behind the unlucky search of the husbands, the unconsumated marriages, and the unmeasurable distances, crimes like bigamy and adultery where hidden and commited, as explained along these pages.

Key words: Conquest; Vida maridable; Bigamy; Adultery; Inquisition


 

Y porque muchos españoles cassados en los rreynos
de España que an hecho obligaciones y dado fianzas de
se yr alla o embiar por sus mugeres y traellas que no lo
an cumplido ni ffecho ni venido sus mugeres dentro
del tiempo que se obligaron a traellas la plata que
esto montare se a de cobrar para Su Majestad.2

La conquista de América, como sostuviera en otras páginas, fue una empresa masculina que, en su faceta inicial, relegó a esposas, concubinas, hermanas y madres a la espera en el hogar (Presta, 2004: 41).
El viaje hacia lo desconocido podía resultar en un futuro promisorio, aunque de largo aliento, puesto que era más que factible que el retorno de un esposo se prologase, y no siempre por cuestiones de servicio o ambiciones económicas insatisfechas. Legalmente, los esposos debían velarse, hacer vida en común, vivir bajo el mismo techo, cohabitar, en suma, hacer vida maridable, base del ejercicio de la sexualidad que tenía por objeto la procreación (Martínez Martínez, 1991; Rahn Phillips, 2003; Gálvez Ruiz, 2004). Tal el sentido del matrimonio: la formación de una familia. Como célula básica de la sociedad, la familia estaba en el centro de la escena social, constituyendo un ámbito en que se desarrollaba la vida privada, fiel reflejo de la pública, en tanto en el interior de cada familia se replicaban los roles, mandatos, estratificaciones e iniquidades sociales.
Si como está comprobado, inicialmente los hombres aventajaban a las mujeres españolas en las Indias en una proporción de 8 a 2 (Boyd-Bowman, 1976), y si muchos de ellos estaban legalmente casados en la península, no es difícil imaginarse que los llamados "casados de ultramar" buscaran acomodar su soledad en la soltería de hecho o, sin mayores prolegómenos, intentaran nuevas uniones. La falta de noticias de la esposa, la factibilidad de crear una vida nueva y, a veces, un primer casamiento derivado del arreglo familiar más que del deseo y consentimiento de los contrayentes, configuraban materia suficiente para adolecer de falta de memoria, olvidar las obligaciones conyugales, o concluir en el supuesto fallecimiento de la esposa lejana y desdibujada para efectuar una nueva unión en América.3
Desde los márgenes de la historia familiar, esta investigación quiso recuperar un problema escasamente atendido por la historiografía, en general, y sin antecedentes para los Andes Meridionales: el de los emigrantes casados y asentados en la colonia sin apuro de retorno, cuyas mujeres peninsulares no cejaron de reclamarlos y demandar ante la ley su rápido regreso al hogar para cumplir con el mandato del matrimonio de hacer vida maridable. Como prolongación y sucedáneo de aquella falta, abordamos la duplicidad del vínculo matrimonial –la actual bigamia– y entonces delito de "casado dos veces". Ambos problemas –la falta de vida maridable y la bigamia– enmarcados en la sexualidad, se ubican, inicialmente, en el universo de la vida privada y las transgresiones al vínculo matrimonial, a los cuales la publicidad convierte en delitos punibles por la justicia ordinaria pero también por el Santo Oficio de la Inquisición. Documentación procedente de los Archivos General de Indias (Sevilla), Histórico Nacional (Madrid) y Nacional de Bolivia (Sucre) se combinó con fuentes editas, tratados y algún trabajo que, previamente, abordó alguno de los casos de estudio que aquí se exponen.
La autoridad de la Iglesia se plasmaba en la vigilancia, disciplinamiento y control de la sexualidad de sus fieles. Más aún, cuando desde la consagración del matrimonio como sacramento en el Concilio de Trento (1543-1563) la unión eclesiástica había resultado en pública, única e indisoluble. La publicidad remitía a que un cura legitimara la unión y testigos conocidos pudiesen dar testimonio del acto, demostrando su validez. De esa manera, la Iglesia inhibía el "casamiento por palabras" tras cuya privacidad se escondía la actividad sexual de quienes, por motivos diversos, no habían pasado por la Iglesia pero se consideraban esposos dentro de una complicidad absolutamente privada, en que el ejercicio del sexo estaba justificado por la promesa del varón de casarse con quien le había entregado su virginidad.
Demás está decir que, no dependiendo de la clase social de los involucrados, la legitimación del vínculo en numerosas ocasiones no se materializaba ni en el corto ni en el largo plazo.4
Hombres y mujeres hicieron lo indecible para escapar de uniones no deseadas, compromisos efectuados por sus familias, matrimonios desgraciados o convivencias legitimadas que, tras las desventuras de la vida en común, dejaban atrás sin confesar el propósito firme de una ausencia que resultaría permanente. Hombres y mujeres justificaron el deseo, el sentimiento de la carne y la consumación sexual de su vínculo apelando a artilugios, a mentiras que sonaban verdaderas y hasta a inconcebibles montajes que ponían a prueba la credibilidad o complicidad de testigos sosteniendo escenas e historias dignas de un drama procedente de la mejor pluma del Siglo de Oro.
A pesar de las prohibiciones de la Iglesia, de la sacramentalización del matrimonio, de la inhibición de las relaciones sexuales fuera del vínculo legal –según reza el Sexto Mandamiento– y de no permitirse sentir el deseo, como lo advertía el Noveno, hombres y mujeres dieron rienda suelta a las necesidades de sus cuerpos, abrasándose en el pecado y disfrutando, aunque con culpa, de su sexo. Así como el Sexto Mandamiento inhibía las prácticas sexuales, el Noveno apuntaba a suprimir la lujuria hasta de pensamiento la cual, según los moralistas, derivaba en caer en las conductas prohibidas de simple fornicación– aunque los involucrados fueran libres y no sujetos a vínculo alguno– adulterio, incesto, estupro o forzamiento de una menor, rapto o secuestro de la mujer, relaciones contra natura -masturbación, sodomía y bestialidad–y el sacrilegio, cometido cuando algún miembro de la pareja estaba sujeto a voto de castidad. Las faltas así cometidas eran pecado mortal y tras su prohibición se buscaba incentivar la práctica sexual sólo dentro del matrimonio (Lavrin, 1991a: 58-61).5 Demás está decir que más allá de la culpa y las inhibiciones, la letra no se cumplía a rajatabla. Pero aún cuando imagináramos prácticas prohibidas y delitos de la carne, desmitificando la férrea moral sexual de la premodernidad, ¿Qué ocurría cuando el marido partía y por años no se sabía dónde estaba, qué hacía, o si vivía? Los casados debían convivir, hacer vida maridable y, en consecuencia, retornar, si estuvieran ausentes, al hogar que los había visto partir. En virtud de esa norma, los casados sólo podían emigrar a las Indias junto a sus esposas. Sin embargo, la inicial situación de descontrol administrativo permitió a muchos casados viajar solos por lo que, posteriormente, se dictaron reglamentaciones que fijaban el tiempo que un casado podía vivir en las colonias de ultramar consensuando, a veces, con su mujer, el período de separación (Ots Capdequí, 1930: 132).6 Las fuentes nos muestran numerosas solicitudes de búsqueda de pasajeros a Indias o, más precisamente, pedidos de prender a los maridos que dilataban el retorno al hogar.
Son de ordinario las mujeres las que reclamaban a las autoridades el regreso de sus hombres. Solas, con hijos, sin dinero ni ocupación debían acomodarse en casa de parientes, afrontar los rigores de la miseria y la ausencia de quien había olvidado su compromiso de ser el sostén del hogar, al tiempo que daban los hijos a algún conocido para que los iniciase en algún oficio o estudio, mientras la espera del marido mataba sueños, diluía el amor, y hasta generaba el odio.
De la falta de vida maridable surgían figuras como el adulterio, el concubinato, la barraganía o el delito más grave, el de bigamia, de parte de alguno o ambos cónyuges. También la estafa y el dolo se manifestaban en estas situaciones de trágico abandono, en las que se negaban paternidades y se desconocían los compromisos más elementales entre quienes habían compartido el lecho y sido pareja.
Justamente cuando comienza la colonización de los Andes Meridionales, la normativa eclesiástica tridentina halla su punto de sanción y es aquí, en la colonia, en que viejas y nuevas prácticas confluyen mientras los actores sociales oscilan entre la legitimidad y la desobediencia, la obligación y la dilación, la firmeza y la evasión, demostrando la existencia de una palmaria transición entre la aplicación de la norma y su expansión junto a una moral sexual que, por su rigidez, invitaba a transgresión. Tal el panorama de la aplicación de códigos y el desarrollo de una férrea supervisión sexual que sobrevendría en el siglo XVII y se consolidará en el XVIII. Como siempre, entre la norma y la práctica existía un gran abismo.
En 1565, una mujer casada, María de Montealegre, vecina del Corral de Almaguer, solicitaba a las autoridades que mandasen regresar a su marido, Hernán Suárez, residente en La Plata, Charcas, quien se había marchado 20 años atrás, dejándola con hijos pequeños y condenándole a pasar enormes necesidades. María decía haberle pedido al marido que regresara a hacer vida con ella e instado a que la llevase a Charcas, pero ninguna de sus súplicas había merecido respuesta del esposo. María debió someterse a interrogatorios para demostrar no solo su identidad, sino que estaba viva, que era la esposa del marido ausente y que la habían visto dormir con él en el mismo lecho, en fin, haciendo vida maridable, mientras imponía testigos de parte que corroboraban su historia de abandono.7 Como colofón, María de Montealegre nombraba procuradores y otorgaba poderes para que el rey y su consejo, vista la información que adjuntaba, proveyeran lo necesario para que su marido viniera a hacer vida maridable con ella desde la ciudad de La Plata, despachando justicias a esa ciudad, y a otras donde pudiera estar, para que volviese, aunque para ello fuera preso.8 Seguramente, Suárez habría tenido otras ocupaciones y urgencias que atender más que los reclamos de quien desposara 20 años atrás y en quien procreara hijos que difícilmente pudiera reconocer.
Por la misma época, el rey mandaba a su procurador en Charcas enviase preso a Miguel Gutiérrez, natural de Alcalá la Real, quien siendo casado y velado legítimamente en esa ciudad con Ana de Carrión, como lo mandaba la Santa Madre Iglesia de Roma, debía dar pruebas de por qué no venia a hacer vida maridable con su mujer, como estaba obligado.9
En 1589, Juana del Castillo, vecina de la ciudad de Toledo, había hecho relación de cómo se había casado y velado, según orden de la Santa Madre Iglesia, con Gaspar Sánchez quien hacía 22 años que habiendo pasado a las Indias residía en la Villa Imperial de Potosí, quejándose de todo lo que había padecido y padecía ella y una hija de ambos por esa ausencia.10 Lastimosamente, los padecimientos de Juana del Castillo no terminarían ni con la presentación judicial ni con la muerte de su marido, ocurrida en Potosí décadas más tarde. En los Autos de Bienes de Difuntos comprendidos entre 1604 y 1641 figuraba el legado de Gaspar Sánchez, natural de Toledo, quien había testado en la Villa Imperial. El evanescente marido de Juana del Castillo, que se había escurrido de la ley a pesar del mandato real fechado en El Pardo el 16 de noviembre de 1594, decía tener muchas obligaciones con una tal Catalina del Castillo, residente en Potosí, quien criaba a una niña, también nombrada Catalina, a quien dejaba 2.000 pesos corrientes. Más tarde, como si la memoria y la verdad sufrieran de estertores episódicos, pleno de culpa y afecto, reconocía a Catalina niña como a su nieta. También decía tener dos hijos habidos en este reino y residentes en Lima, Francisco y Diego Sánchez, a cada uno de los cuales legaba 1.000 pesos corrientes. Finalmente, confesaba estar casado legítimamente en los reinos de España con Juana del Castillo, vecina de la ciudad de Toledo, de quien recibiera en dote 400 y tantos mil maravedíes, de lo cual había otorgado escritura como de las arras que le mandó por lo cual "debía ser su mujer preferida y primeramente pagada". Tal declaración era el reconocimiento del vínculo matrimonial en la península, a la vez que la evidencia palmaria de la falta de vida maridable y de la paternidad librada a la distancia y, quizás, a la elección de "otras preferencias". Asimismo, el casi potosino Gaspar Sánchez reconocía que de su matrimonio tenía una hija legítima llamada Catalina del Castillo, casada con Diego de Villegas en la ciudad de Toledo, lo cual declaraba para descargo de su conciencia. 11 Debió agobiarlo en demasía el recuerdo de su hija Catalina del Castillo, por cuanto a su nieta y a su ama potosinas las nombraba con igual nombre.
En San Lorenzo, el 5 de Octubre de 1594, el rey ordenaba el pronto retorno a un tal Manuel Hernández, residente en los Charcas, para hacer vida con su mujer, Luisa de Pendones, vecina de la villa de Madrid, quien había hecho relación de ser casada y velada con el susodicho, a quien en su desesperación por hallarlo describía como de "mediana estatura y grueso y un poco encorvado." El agraciado Manuel había partido a Indias hacía 14 años, teniéndose noticia de que residía en la Villa Imperial de Potosí, aunque sin propósito de venir a hacer vida maridable con su legítima esposa. En consecuencia, mandaba su majestad que Hernández fuera enviado de regreso, con todos sus bienes y hacienda en los primeros navíos que partiesen para hacer vida maridable con su mujer.12
Entre 1591 y 1594, Luisa de Pendones solicitó a las autoridades su pasaje a las Indias, a fin de encontrarse con el marido ausente, quien había hecho caso omiso del mandato real de retornar a la península. En el permiso de viaje nos enteramos que Luisa de Pendones y Manuel Hernández tenían una hija y un hijo legítimos, quienes viajarían con su madre y una criada a reunirse con el padre. El permiso había sido inicialmente denegado, a pesar de que Luisa ofreciera que el hijo pasaría con armas y que todos darían cuenta de su limpieza de sangre, como se acostumbraba. No estaba permitido que las mujeres y los menores viajaran sin el marido, padre o familiar varón, de manera que resulta absolutamente comprensible que la familia permaneciera, a la espera del padre, en Madrid. Es factible que la súplica o la comprensión de las autoridades fueran vencidas por la tenacidad de Juana, quien finalmente, en 1595, viajó hacia el Perú a reunirse con su marido.13
Pero si de la vida maridable se trata, hay un caso que por su larga duración, detalle de partes y narrativa epistolar lacera y conmueve es el de doña Inés Bernardina de la Barrera Ayala, vecina de Sevilla, y su legítimo esposo y primo, don Alonso Ortiz de Abreu, residente en la ciudad de La Plata. Una exhaustiva investigación en diversos repositorios enlazada con la publicación que hiciera Josep M. Barnadas de las cartas de amor de Ortiz de Abreu a su lejana y desconocida esposa, me permitió reconstruir una tan fascinante como paradigmática saga familiar y matrimonial que ilustra sobre los imperativos de un linaje y las ambiciones personales de dos jóvenes a quienes el azar biológico convocó a un vínculo y enfrentó a la reproducción de un patrimonio.14 A diferencia de mi abordaje e interpretación, Barnadas se detuvo casi exclusivamente en la correspondencia y su valor literario, para concluir en lo que entiende fue una historia de amor al situar las cartas de Ortiz de Abreu en "la cultura epistolar barroca", para luego incursionar, brevemente, en el "drama personal" de los esposos hasta llegar al pleito del final. Por el contrario, tras la ubicación de la copiosa correspondencia de ambos esposos –un género casi inhallable en los archivos que permite aproximarnos a los sentimientos y aspiraciones de los actores sociales coloniales– junto a papeles administrativos, actas, presentaciones judiciales, más el voluminoso juicio por los bienes gananciales de la pareja que encontré en el Archivo General de Indias y confronté con las cartas del novio y las mandas y testamentos del tío de los involucrados sitos en el repositorio mayor boliviano, me focalicé en rearmar las circunstancias familiares que motivaron la unión, el consentimiento de las partes, el casamiento por poderes, el apasionado enamoramiento epistolar, la larga separación, el desengaño, el desencuentro y el desolador final de un matrimonio que no fue. La documentación, en su conjunto, permite eludir el sortilegio epistolar e invita a aproximarse a otros temas y problemas menos personales y bucólicos, tales como la dependencia familiar del matrimonio, la supeditación del consentimiento de los cónyuges a los imperativos del linaje, las varias formas de sortear o ignorar, en este caso, los grados de parentesco que inhibían el vínculo, la fortuna como acicate y motivación de la unión, la invención del amor, la construcción subjetiva del otro y, dentro del tema en que se ubica esta investigación, los avatares de la vida maridable enmarcada en el amor al patrimonio más que al matrimonio (Barnadas, 2000).
Todo había comenzado en 1618 y había sido pergeñado conforme a la voluntad incuestionable –por la autoridad emanada del capital material y simbólico– de un tío de ambos, Diego de la Barrera, escribano de cámara de la Audiencia de Charcas, que casado con doña Mariana de Contreras no había procreado herederos. Diego de la Barrera había testado el 13 de Noviembre de 1618 y añadido una cláusula testamentaria cuatro días después ante Diego Gutiérrez, escribano de la ciudad de La Plata. En ese documento quedaban vinculados en mayorazgo su chacra y molinos del Pilcomayo, con trece piezas de moler, las chacras y viñas de Oroncota, Coromomo y Equico y las estancias de ganado situadas en los altos de Coachaca, todo ello en territorio chuquisaqueño, que Diego de la Barrera había heredado de su madre, Isabel de Alfaro, y de su tío, Tomas de la Barrera. En el legado se incluían las casas, rancherías de indios, aperos, ganado y todo lo perteneciente a esas viñas, tierras y estancias. En vida del testador y su mujer, ambos gozarían de los frutos de esas propiedades. Muriendo de la Barrera, los disfrutaría su mujer y heredera, hasta tanto que los llamados al vínculo llegaran a los 25 años de edad y cumplieran con ciertas cláusulas, de manera que mientras el escribano o su mujer viviesen, ningún heredero pudiera pedir o reclamar los frutos o la sucesión.15
Los herederos del mayorazgo eran los hermanos don Alonso Ortiz de Abreu, entonces de 13 años, y don Jerónimo Ortiz de Abreu, de 12, naturales de San Juan del Puerto, en el Condado de Niebla, cerca de Sevilla, hijos de don Juan Ortiz de Abreu y doña Elvira Galindo, sobrinos del testador, quienes al momento de la redacción del testamento en 1618 hacía un año vivían con sus tíos en la ciudad de La Plata.16 Al alcanzar la edad que disponía el derecho, ambos debían casarse con las hijas de don Rodrigo de la Barrera, también hermano del testador y doña Ana de Encalada, su mujer, vecinos de Sevilla o, a falta de ellas, con hijas de su linaje, ya fuera de padre o madre y a falta de ellas con hijas de personas nobles, "que no sean moros ni judíos ni de los nuevamente convertidos a nuestra santa fe católica", llevando ambos hermanos, y con esa carga, la renta por mitad.
Nueve años más tarde, en la Iglesia de San Nicolás de Sevilla, el miércoles 9 de Julio de 1627, el cura Licenciado Fernando de Labastida, había desposado "por palabras que hicieron verdadero matrimonio a don Alonso Ortiz de Abreu y a doña Inés Bernardina de la Barrera, hija del jurado don Rodrigo de la Barrera", efectuando el matrimonio con el poder que don Alonso Ortiz le había dado a don Rodrigo de la Barrera el 8 de Marzo de 1623, que pasó ante Sebastián González, escribano de su majestad y comprobado por tres escribanos en la ciudad de La Plata al día siguiente, tratándose de Diego Gutiérrez, Andrés González de Cavia y Juan de Herrera.17
El matrimonio despertó en los primos un inicial desborde de pasión que se canalizó en una correspondencia que, luego de trascender los mares, hoy se guarda en los Archivos de Sucre y Sevilla, ciudades en que residían los esposos.18 Promesas, deseos, el proyecto de vivir juntos, como lo santificaba la Iglesia y la institución que habían abrazado cedían espacio, lenta pero significativamente, a los más pedestres reclamos de dinero y a las demandas de venta de los bienes del mayorazgo, a lo que adicionaban las contradicciones y temores de encontrarse y conocerse, junto a las alusiones sobre la comodidad de permanecer en sus lugares de residencia frente al imperativo de hacer vida maridable.
La fortuna del tío al que ambos cónyuges habían heredado, porque la hermana de doña Inés se había negado a casarse con su primo y cuñado –quien al recibir la negativa la hacía enferma y achacosa– parecía haber disminuido considerablemente a los pocos años de haberse efectuado el matrimonio por palabras o, si se es perspicaz, al incrementarse el caudal de quien estaba a cargo de la administración del vínculo, don Alonso. En su afán de vender hasta los bienes vinculados, don Alonso decía que las deudas y pleitos de su tío, que habían montado más de 100.000 pesos, le habían obligado a desprenderse de todo lo que había quedado fuera del mayorazgo, y por no perjudicar a su esposa y heredera había salvado aquellos que por su resguardo legal estaban impedidos de enajenación. No obstante, las quejas de haber recibido tamaña fortuna sin compartirla no cesaban como tampoco las demandas de ayuda a su influyente esposa, que tenía acceso al medio letrado de Sevilla y Madrid, donde se levantaban las inhibiciones y se permitían las ventas de los bienes vinculados. Las cuestiones monetarias no dejaban de merecer largos párrafos en las íntimas cartas o en las presentaciones judiciales que buscaban saltar las reglas a que estaban sujetos los bienes sometidos a mayorazgo.19
Doña Inés y su familia, a la espera de dinero procedente de los bienes heredados, que por cierto eran cuantiosos y valiosísimos, habían consentido en mover sus influencias para que muchos de ellos pudieran sortear la vinculación y venderse. Pero sus cuotas no llegaban ni menos aún el esposo indiano, que debía ir a buscarla para hacer vida maridable. Las excusas vertidas al respecto resultaban pueriles y rayanas en el absurdo: que no había comodidad para poder llevarla desde Sevilla, donde doña Inés se hallaba ciega e impedida, que primero le consiguieran el hábito de Santiago,20 que le refrendaran los poderes concedidos, que don Alonso no podía desamparar lo poco que quedaba del vínculo cuyos bienes y tierras anejas provocaban mucha inversión aunque poco aprovechamiento por estar a la orilla de un río muy caudaloso y de mucha corriente y que en algunas ocasiones, para remediar el daño, era menester trabajar más de 4 meses continuos con excesiva costa. En fin, que lo mejor era venderlo todo, y así lo consentía la Audiencia de Charcas, que otorgaba licencia a don Alonso para vender los molinos y tierras vinculados.
A diez años de casados, el amor al patrimonio se mezclaba con el amor al esposo. Así, doña Inés, que no era ajena a las dilaciones e igualaba a su cónyuge en reclamos y desconfianzas, le escribía:

Yo no sé que es tu pensamiento, que se espantan todos que lo saben cuan mal lo haces conmigo, pues cuando me escribiste ya sé yo que cobraste mucha hacienda y no fuiste para enviarme nada. Veo lo poco que me que quieres. Que todo lo que me dices es cumplimiento. Que no te acuerdas de mí, si no es cuando me escribes. Que mal pagas lo mucho que te quiero. Dios me dé paciencia para poderlo llevar y a ti te de a entender lo mal que lo haces conmigo, pues es la hacienda tan mía como tuya.21

A veinte años de casados, en la ciudad de Sevilla, el 2 de junio de 1647, ante el escribano público y testigos parecía doña Inés, vecina de la colación de San Vicente y residente en casa de su madre, la viuda del Jurado don Rodrigo de la Barrera Ayala, otorgando poderes a los procuradores de los Reales Consejos de la villa de Madrid, para que pidieran a su majestad y a sus reales consejos y a quien con derecho debiera, que hicieran venir a España a don Alonso Ortiz de Abreu, su marido, para hacer vida maridable, en razón de lo cual debían hacerse pedimentos, suplicas y memoriales.22 Dos años después, en Potosí, el hermano de aquel marido otrora fogoso y demandante, que ya no tenía motivos para quejarse ni trámites que solicitar, pues todo había sido hecho conforme a su voluntad y con el consentimiento de su no menos ambiciosa esposa, se presentaba ante escribano público expresando que había dificultades para el viaje, ofreciendo remitir cantidad de reales para que doña Inés pudiera pasar a Charcas. Para ello disponía 4.800 pesos para que doña Inés, cómodamente, pudiera llegar a Portobelo, donde le dejaría otros dos mil y otros tantos en Lima, para que de allí viajase a La Plata, cumpliendo lo que le estaba mandado por su majestad. Nuevamente, ahora él, más apegado al patrimonio que al matrimonio, decía que,

en caso que sea muerta o no quiera embarcarse, que se entregue [ el dinero que enviaba] a don Diego Ortiz de Abreu, su hermano, alguacil mayor de la villa de San Juan del Puerto, jurisdicción de Sevilla.23

El otorgante se obligaba en el año venidero de 1651 a viajar de Charcas a Portobelo, para cuando llegasen los galeones, a fin de acompañar a doña Inés y traerla a La Plata para concretar la vida maridable. Finalmente, doña Inés Bernardina de la Barrera, con su criada, y su madre partía a Charcas para encontrarse, conocer y velarse, a casi 25 años de su matrimonio, con su primo y esposo, don Alonso Ortiz de Abreu.24
La eterna novia no llegó a los brazos de su esposo. Falleció camino de ellos, en Cartagena de Indias, en 1651. En su lugar, el viudo que no fue marido recibió a su suegra, que de inmediato puso demanda y juicio por los bienes del vínculo que su hija nunca llegó a gozar y por la mitad de los bienes gananciales acumulados por don Alonso durante los 24 años de matrimonio, siendo que su muerte acaeció luego de que,

la fue entreteniendo a mi parte todos los años y diciendo de año para otro que iría o enviaría por ella hasta que mi parte negoció una cédula real de vra real persona para que fuese compelido al cumplimiento de la cláusula del vinculo.25

La ambición de los eternos novios había aniquilado el amor y la codicia se había encarnado en la miserable avidez de la suegra por obtener un mendrugo de lo que su hija pudo haber gozado en su juventud y súbitamente perdió, cuando estaba a punto de alcanzarlo en su madurez. La última víctima de esta saga de dinero y falso amor fue la anciana doña Ana de Encalada, que sin dinero ni familia se hallaba en La Plata tratando de rasguñar los restos de la fortuna de su cuñado que a su parte le había sido esquiva, habiendo beneficiado a ese yerno que no fue. La ley de los hombres y la ley de Dios se habían conjugado para que fuera la falta de vida maridable la causa de la negación de la herencia de doña Inés. Como argumentara el procurador de don Alonso Ortiz de Abreu, no había lugar a la demanda de los gananciales porque ella no había traído dote al matrimonio. De igual modo, el vínculo no tenía calidad de dote porque era tan solo una fundación de mayorazgo que llamaba a los convidados a él con tal que se hubieran de casar con hijas de don Rodrigo de la Barrera. Pero por sobre todo, no había gananciales por falta de convivencia, ya que en el matrimonio no consumado no se generan gananciales. Al no consumarse, el matrimonio no había llegado a su última perfección siendo los involucrados esposos, pero nunca marido y mujer. Es más, por años intentó la suegra que no fue recibir, al menos, manutención de su yerno. Ortiz de Abreu, más aferrado que nunca a la ley (y al patrimonio), decía por su procurador que ello no correspondía porque:

nunca fueron marido y mujer porque por ello se ha de entender y entiende en el lenguaje e idioma español, en que está escrita la dicha ley que el marido y la mujer se dicen solo los que han contraído matrimonio según orden de la Santa Madre Iglesia Romana interviniendo copula carnal o traducción de la esposa a la casa del esposo, con que no habiendo habido, ni verificándose estas calidades de copula o traducción ad modum, no se puede decir marido y mujer para el efecto de gananciales, sino esposo y esposa, con que por muerte de uno de los dos, queda excluido el que quedare viudo del derecho de los gananciales por no verificarse en los supuestos la calidad de la ley que es que sean marido y mujer y no esposo y esposa con que esta excluida la dicha doña Inés Bernarda, y por consecuencia, su heredera.26

Más allá de las conmovedoras cartas que alguna vez inflamaron la pluma y los cuerpos de los esposos, entre don Alonso y doña Inés más que el amor primó el interés y el respeto a los mandatos de su linaje cuyo devenir, seguramente, ni en sueños abrigó el poderoso tío fundador del mayorazgo.
Los avatares de los "casados de ultramar" se suceden innumerablemente y, como se observa, no siempre con feliz resolución. Se ha visto que los imputados de abandono del hogar eran hallados e intimados a regresar aunque, en ocasiones, los maridos ausentes presentaban justificativos de índole económica y lograban la extensión de sus estadías. Unos pocos retornaban en busca de sus esposas y, los más, separados por la distancia, rompían un vínculo que la Iglesia consagraba para siempre. Son notables también los secretos y silencios, de los que emana cierto aroma de corrupción y complicidad con las autoridades y hasta entre cónyuges y, tras ellos, suceden los travestismos identitarios bajo los cuales es factible recrear ciertos escándalos resultantes de conductas fraudulentas o francamente delictivas.
Como se ha expuesto, la jurisdicción de Charcas no fue ajena a las hipocresías y los malabares que signaron la vida cotidiana de algunos de sus habitantes más ilustres en temprana época colonial. En un mundo estrecho, en que todos se conocían, y dentro del esquema de obligaciones, deberes y transgresiones, era habitual que los pecados privados fueran de conocimiento público aunque merecían el silencio y hasta la mentida ignorancia de quienes debían hacerse cargo de administrar justicia y llevar a los reos al tribunal del Santo Oficio, que entendía en los casos de bigamia, figura criminal conocida entonces como delito de "casados dos veces" y sujeta a la Inquisición. Se estima eran proclives a la bigamia, delito sacrílego por ofender un sacramento de la ley de Dios, justamente los emigrados, los trotamundos y desarraigados, pero también los hombres y mujeres que buscaban una vida más agradable y estimulante alejados, como se argumentara, de obligaciones no queridas (Gacto, 1990: 130; Alberro, 1982: 242; Alberro, 1993: 180; Figueres Valdés, 2003). Son numerosos los casos detallados en los libros inquisitoriales referidos a la jurisdicción de Charcas, sin embargo tomaremos sólo dos, a los que consideramos paradigmáticos y para los cuales reunimos antecedentes familiares de los actores, sus historias de vida, a la vez que enmarcamos sus prácticas en el contexto de los vínculos primarios y de clase visibles en el primer siglo de vida colonial de la jurisdicción.
Casi al final de su vida, en 1540, el Marqués Francisco Pizarro hacía merced a su paisano extremeño Rodrigo de Orellana –veterano de la conquista, como que había pasado a Santa Marta en 1536, convirtiéndose poco más tarde en encomendero de Quito– del rico repartimiento de Tiquipaya, en el valle bajo de Cochabamba (Presta, 2000: 257-258).27 Como la Villa de Oropesa del Valle de Cochabamba no encontraría fundación hasta 1571, Orellana, como los restantes  encomenderos del valle cochabambino y alrededores, habitaba en La Plata, ciudad cabecera de una vasta jurisdicción. A fines de la década de 1550, Orellana se casó con una prominente paisana, la también extremeña doña Juana de Herrera Sotomayor, que además de proveerle una suculenta dote de 27.000 pesos ensayados, a lo cual él adicionó 5.000 en arras, trajo consigo el prestigio de ser la hermana del cura beneficiado de la Catedral de La Plata, don Francisco de Herrera. Ese matrimonio no procreó herederos, aunque Orellana declaraba en su testamento tener tres hijos naturales; una mujer a quien había dotado y casado en La Plata, y otros dos que convivían en el hogar conyugal. Pero lo que despertaba curiosidad en la última voluntad de Rodrigo de Orellana era la mención de "un hombre" que en España se hacía llamar Francisco de Orellana y que además decía ser su hijo. El testador afirmaba, por descargo de su conciencia, que el susodicho no era su hijo porque cuando se había desposado con su madre, Isabel González, ya eran dos años que aquel había nacido.28 De esta cláusula testamentaria puede colegirse un primer matrimonio de Orellana y también que los cónyuges bien pudieron procrear al tal hijo antes de legalizar su unión eclesiástica y que, si así hubiera sido, la paternidad negada de Rodrigo de Orellana era, a todas luces, real aunque legalmente difícil de probar. Tras la negación del hijo, a quien decía haber nombrado en el pasado como tal "por no lesionar la honra de su madre", podían leerse variadas intenciones y soslayarse algún delito que comprometiera su vida conyugal actual. En toda la documentación que generó en su paso por La Plata antes de contraer nupcias con doña Juana de Herrera, a quien en ocasiones  reiteradas había nombrado heredera de sus bienes, Rodrigo de Orellana nunca se había declarado casado, tampoco viudo, ni mencionado a una esposa peninsular a quien, junto a un hijo, había dejado en Navas del Villar de Pela o en Orellana la Vieja al pasar a las Indias.29 Cual fuera la verdadera relación que unía a Rodrigo con Francisco de Orellana, la Audiencia de Charcas y el Consejo de Indias la habrían de remediar, aunque no de clarificar.
En 1565, el hijo negado, Francisco de Orellana, quien se decía natural de Orellana la Vieja, junto a Trujillo, como el encomendero Rodrigo, su supuesto progenitor, hacía presentación ante el Secretario Ochoa de Luyando, del Consejo del Rey en Madrid, de una solicitud para viajar al Perú para ver a su padre, quien hacía treinta años que estaba ausente.30
Rodrigo de Orellana murió asesinado en 1566 –según escribía amargamente el Licenciado Matienzo, oidor decano de la Audiencia de Charcas– por su propia mujer y heredera, doña Juana de Herrera, quien lo esperó con un desconocido para darle cuchilladas sin recibir castigo alguno, más que una ínfima multa por no comparecer a la citación del alcalde ordinario, el no menos célebre Licenciado Polo Ondegardo. Matienzo, quien se avergonzaba de tamaño escándalo impune, insoportable para quien había servido previamente en la Cancillería de Valladolid, decía estar esperando al hijo de Orellana, que venía de España a reclamar los indios y la hacienda de su padre (Levillier, 1918: 217).
Casi al mismo tiempo y sin prever el final del rico encomendero de Tiquipaya, Francisco de Orellana, quien se nombraba hijo de Rodrigo y de Isabel González, obtenía licencia para pasar al Perú con su esposa, doña María de Mendoza, y sus cinco hijos.31
Entre los múltiples bienes que Rodrigo de Orellana legara a su mujer, había uno de goce finito y sujeto al parentesco legítimo. Solo un descendiente nacido de legítimo matrimonio podía heredar una encomienda. Si no había tal, la esposa del encomendero gozaba en segunda y última vida la preciada merced. ¿Es que acaso doña Juana de Herrera estuviera al corriente de la existencia de un hijo legítimo y quiso hacer justicia de su marido para gozar, aunque por cierto tiempo, de todo lo que consideraba y se le había otorgado como propio? Quizás...
Pero hay más ingredientes que complican la interpretación de este drama familiar y criminal y alargan el suspenso de este verdadero culebrón colonial charqueño.
En Madrid, el 30 de Enero de 1571, el Rey Felipe II, refrendaba una presentación devenida de su Consejo, efectuada inicialmente por quien se nombraba doña Francisca de Quirós, viuda mujer que decía ser de Rodrigo de Orellana, difunto. Doña Francisca había hecho relación de que ella y Rodrigo de Orellana se habían casado hacía unos 36 años, en El Lugar de Don Benito, jurisdicción de la Villa de Medellín, en Extremadura, donde hicieron vida maridable por más de siete años, luego de lo cual Orellana se fue a las Indias, desde donde supo que quien era su marido se había casado con doña Juana de Herrera. En su alegato, la bien informada doña Francisca, decía que a pesar de las censuras y penas impuestas para separar al bígamo y señalarle su delito, la convivencia con doña Juana de Herrera había continuado. En el ínterin pudo saber que Orellana había fallecido y doña Juana se había "apoderado" de un repartimiento de indios y muchos bienes y haciendas que representaban más de 80 mil ducados, lo cual significaba enorme agravio para ella que, como mujer legítima de Rodrigo de Orellana, se declaraba acreedora a la mitad de los gananciales.32
Entonces, ¿Cuántas veces se casó Rodrigo de Orellana? La figura de bigamia, nombrada como "casarse dos veces" luce aquí más frondosa, por cuanto el primer encomendero de Tiquipaya parece haberlo hecho en tres ocasiones. Nada sabemos de la supervivencia de la primera esposa, la madre de Francisco, ni si estaba viva cuando se casó con doña Francisca de Quirós o si primero se desposó con ésta. Lo cierto es que si Rodrigo de Orellana negó a su propio hijo, el desconocimiento apuntaba, inicialmente, a su último y más conocido matrimonio y, definitivamente, a sus lazos con su patria chica, donde ya se había casado dos veces. Por ese delito no sufrió pena ni castigo alguno, salvo las puñaladas que le hizo asestar su tercera mujer que, por esos atajos que ofrece la vida y el abultado patrimonio, volvió a contraer matrimonio con otro extremeño poblador y corregidor de Cochabamba, el general Francisco de Hinojosa con quien, inicialmente y hasta que el juicio con el hijo de su primer marido le resultó desfavorable, gozó de las rentas de los indios y los frutos de las haciendas de Rodrigo de Orellana. Para doña Francisca de Quirós la respuesta a su presentación fue el silencio. No accedió a legado alguno, y parece haber sido la primera damnificada por las sucesivas bigamias de Rodrigo de Orellana, mientras que su matrimonio resultó ignorado e invalidado.
Por su parte, Francisco de Orellana fue reconocido como hijo legítimo de Rodrigo por la Audiencia de Charcas y a partir de 1567 comenzó a gozar de los indios y bienes de su padre, no sin continuar pleiteando y recibiendo reclamos de la última mujer de su padre, doña Juana de Herrera.33 Es evidente que la distancia, el status y la opulencia, conseguidas tras largos años de permanencia en las Indias, permitieron que una personalidad como la de Rodrigo de Orellana soslayara los imperativos de la vida maridable con la o una de las esposas que había dejado en su lejana patria chica.
Hasta aquí los desvíos y desvelos de los casados de ultramar, los cuales se enlazan con el ejercicio de la sexualidad, preocupación que inquietó a los teólogos cristianos hasta el Concilio de Trento, sínodo que permitió encauzar el dilema. La cuestión era, entonces, cómo encarar la sexualidad de los fieles y, peculiarmente, la de aquellos aún no sujetos al matrimonio. Precisamente, la normalización de las relaciones sexuales debía regularse al aplicarse las nuevas leyes de esponsales y del mismo matrimonio, surgidas en Trento. La palabra de matrimonio, sintetizada en las Siete Partidas, constituía, para muchos, el inicio de las relaciones sexuales y el compromiso irrevocable de la unión eclesiástica futura entre dos personas. Claro que las promesas, sin unión carnal, podían revocarse pero mediando el desposorio existía obligación de contraer matrimonio. La proclividad al engaño, la oposición familiar al vínculo y el riesgo de promiscuidad sexual llevó a que los teólogos abogaran por el carácter público del matrimonio. En el marco del Concilio de Trento, el decreto Tametsi, del 11 de noviembre de 1563, estableció el ritual del matrimonio cristiano, el cual debía ser público, nutrido de testigos y celebrado por un sacerdote. La normativa ponía freno a la clandestinidad de las uniones y ofreció a la Iglesia un arma notable para desconocer los vínculos que escapaban a su control (Lavrin, 1991b: 17-19). Así, la Iglesia obtuvo instrumentos legales para condenar la clandestinidad como impedimento canónico válido lo cual, en ocasiones, lesionó la buena fe de uno de los involucrados, casi siempre la mujer, cuya virginidad tomada en la privacidad del casamiento por palabras –aunque apelaba a la vieja usanza– significaba la deshonra y la afrenta a su dignidad y a la de su familia. Tal el sentido de las presentaciones civiles que denotaban la ruptura de la palabra tras las cuales habían surgido los intercambios sexuales.
El deseo masculino se expresaba, en ciertos casos, en la obsesión por conseguir a la mujer soñada y de la combinación de ambos sentimientos, estando ausente la voluntad de casarse pero simulando haberlo hecho, surgía el delito. Estamos a punto de presentar un fraude, que nos enfrenta al montaje de una boda ficticia diseñada por un hombre desesperado, impaciente e infatuado, obnubilado por hacerle el amor al objeto de su deseo. El resultado fue una práctica dolosa y sacrílega en la que incurrió un soltero, que empecinado en consumar su deseo probó no estar tan ciego al elegir el dolo en vez de casarse legítimamente con la mujer amada, que a pesar de su estatus no era la esposa a la que aspiraba su familia ni la que él estimaba apropiada.34
En 1634, don Francisco de Loaysa y Castilla, natural y vecino del Cuzco, caballero de Santiago y encomendero de los chumbivilcas, canas y canches llevaba un par de meses preso en el Colegio de San Ildefonso de su ciudad natal por orden de la Santa Inquisición. De 35 años de edad, estaba casado desde hacía 10 con la chuquisaqueña doña Luisa de Vivar y Zárate, hija legítima de don Diego de Zárate, caballero de Calatrava y primer mayorazgo de Ayopaya, fundado por don Fernando de Zárate, último encomendero de Tapacarí, cerca de Cochabamba en la jurisdicción de Charcas, que entonces gozaba doña Luisa como hija mayor y heredera del vínculo. Ambos esposos procedían de familias de la elite peninsular, que habían incrementado su riqueza y poder en el ámbito virreinal, regional y local. Para probar su condición de cristiano viejo y sortear el rótulo de sacrílego que se había aplicado a su proceder, don Francisco remontaba su linaje a varias, sucesivas y comprobadas generaciones. Entre sus parientes había prominentes religiosos, obispos de Sevilla y Lima e inquisidores generales.35
El presidio había sobrevenido luego de presentaciones judiciales civiles y eclesiásticas al darse a la luz los avatares del supuesto casamiento que don Francisco había celebrado con doña Mariana Centeno Ondegardo, hija de una prestigiosa y antigua familia de La Plata, previo a su matrimonio con doña Luisa de Vivar y Zárate.
La confesión del reo, acusado de burlar la ley de Dios bajo el cargo de "irrisor" (sic) en el sentido de ofensor de los santos sacramentos, escandaloso y sacrílego, por abusar del sacramento del matrimonio, daba cuenta de una historia iniciada en La Plata, en 1622, al conocer a doña Mariana Centeno Ondegardo, mujer de belleza excepcional, a quien visitaba asiduamente en su casa ante la atenta presencia de su madre, doña Mariana de los Ríos. "Enamorado, ciego y loco...y para gozar de ella y llevarla a su casa sin estorbo" fraguó un plan que posibilitara concretar su deseo. Primero alcanzó a doña Mariana y a su madre una licencia falsa firmada por el procurador de la ciudad, en que constaban dispensadas las amonestaciones. Un par de días después, envió un recado a la madre con un sacerdote honrado, pidiéndole a su hija por esposa, con quien "por ciertos inconvenientes" se casaría más tarde. Dada la calidad de don Antonio, doña Mariana de los Ríos respondió aceptando la propuesta. En el ínterin, don Antonio pasó unos dos meses negociando con la madre de la doncella como y donde efectuar el matrimonio, aunque decía tener dificultad en desocupar su propia casa para llevar a vivir a doña Mariana. Pasados dos meses, contrató a un mestizo de nombre Alonso de Ávila, difunto a la hora del juicio, a quien rapó la cabeza y disfrazó de cura franciscano, con quien acudió a la casa de doña Mariana una noche, a horas más que inapropiadas. Lo primero fue decirle a la madre "no me diga que no le cumplo la palabra que le di de casarme con su hija y le encargo el secreto, porque así conviene por el amor de mi madre y mi cuñado" y estando solos los cuatro, el supuesto sacerdote preguntó a la doncella si aceptaba casarse por palabras de presente con don Antonio y si lo aceptaba por esposo, y lo mismo hizo con él, luego de lo cual les tomó las manos, dijo unas palabras y los bendijo.36 De inmediato, don Antonio se llevó a su mujer a su casa y consumó  el matrimonio, quedando los presentes convencidos de que la unión era verdadera y que estaban casados.
Al año de ese evento, crecían las murmuraciones, pues la ceremonia pública no había tenido lugar y el cuento de la privada sonaba a matrimonio fraudulento, siendo la madre y la doncella el hazmerreír de la ciudad. El reo respondió con juramento y convicción que lo que de su casamiento se decía era mentira y falsedad porque doña Mariana era su mujer. De esto último no había ninguna duda. Pero para más sostén de la comedia, prometió que al regresar de Lima, a donde partiría en breve a recibir el hábito de Santiago, se publicaría el matrimonio.
Estando en la capital virreinal en 1624, confesó a una persona docta lo que había hecho, hablándole asimismo de las virtudes de doña Mariana. El interlocutor le aconsejó que se casase y ratificase el matrimonio, a lo cual se excusó don Antonio diciendo que le "parecía que había algunas desigualdad en los linajes", a lo que el interlocutor respondió no tener razón, pues a más de conocerla doncella, doña Mariana era hija y pariente de "personas graves", quedando explícito que don Antonio estaba impedido de efectuar casamiento con otra mujer.37
Sin embargo, vuelto al Cuzco, se casó por poder y públicamente con doña Luisa de Vivar y Zárate, vecina de La Plata, con quien a la fecha del proceso hacía vida maridable. Y es en esta instancia donde el reo tenía dos causas pendientes ante el prelado del Cuzco, ya que a más del juicio impuesto por doña Mariana Centeno Ondegardo, la Iglesia no había declarado aún nulo aquel matrimonio de comedia y pendía de ello la legitimidad del contraído con doña Luisa de Vivar y Zárate.
Tal comportamiento había motivado recibir sentencia de excomunión y demás censuras y penas por derecho establecidas.38
El descargo de don Antonio no es menos folletinesco, invitando a escribir una novela.39 Sin embargo, de lo que aquí se trata es de observar las prácticas sociales de esta elite colonial agarrotada por el peso del linaje e inflamada por la declamación del honor, que a la hora de transgredir ofendía normas cuya alteración recibía penalidades muy severas y sobre las cuales la apelación a los atributos del poder –la calidad, la fortuna y el apellido– podían asegurar la final impunidad aunque sin desmedro de recibir el escarnio público y a un costo económico difícil de sortear.
Decía don Antonio "que la ceguedad que tuvo fue ardor en la carne y marcado amor" aunque de modo alguno se sentía irrisor (sic) del matrimonio o negador de la Fe. Contradijo que el falso cura dijese palabra alguna, pues era su criado y no tenía la menor idea de ellas. Y también desmintió haber consumado el matrimonio con doña Mariana Centeno Ondegardo aquella noche, porque "ya antes de entonces la había conocido carnalmente y piensa que entonces ya estaba preñada." Reconocía la publicidad debida al matrimonio como lo mandaban Trento y la Iglesia y admitía su delito reiterando que fue "llevado por el amor y ardor de la carne y sin saber lo que hacía, más que gozar de doña Mariana libremente," pidiendo por su torpeza y ceguera la misericordia del Santo Oficio. Apurado por la madre y la hija hizo lo que es conocido y negó su promesa de publicar el matrimonio a su regreso de Lima, porque para entonces ya estaba carteándose con don Diego de Zárate para casarse con su hija. Decía desconocer que su proceder constituyera un delito, mientras se confesaba caballero de calidad y, como tal, observante de los sacramentos y la Fe, pidiendo misericordia, solicitando no se pusiera mácula en sus hijos y deudos, apelando para ello a su generación de padre y madre.40
Vista la prueba de testigos y el descargo del reo, el tribunal concluyó que el primer "contrato" no había sido verdadero matrimonio, ya que el capítulo 24 del Concilio de Trento inhabilitaba a quienes contratasen, aunque frente a testigos pero sin párroco, y allí no lo hubo, sino un seglar fingido de cura. Don Antonio había cometido pecado mortal tras dos injurias gravísimas: una contra la honra de una doncella noble, que había procedido de buena fe, y la otra contra el sacramento del matrimonio, al actuar con malicia fraguando un acto tras el cual se burló de un sacramento. El segundo matrimonio fue declarado verdadero, de manera que el caballero quedaba casado con doña Luisa de Vivar y Zárate. La intervención de la Inquisición se fundaba en la ofensa a la Fe y a la religión cristiana, debiéndosele castigar porque de lo contrario "hombres mozos y libres en materia de solicitar a mujeres so color de matrimonio harían de estos engaños tantos en la república para conseguir sus malos fines que fuese una general perturbación de la Iglesia, cuyos daños debe prevenir el Tribunal".41
Quedaba claro, entonces, la esencia tridentina de la sentencia: la invalidez del casamiento clandestino, pero como éste no había sido declarado nulo antes de contraer don Antonio de Loaysa matrimonio con doña Luisa de Vivar y Zárate, el procesado también había incurrido en el delito de los casados dos veces. En 1633, el Tribunal de la Inquisición castigó el hecho en la persona de don Antonio y de aquel que se fingió cura, satisfaciendo con la hacienda del caballero el agravio hecho a la doncella.
Doña Mariana Centeno Ondegardo, también conocida como doña Mariana de la Cuba, recibió 40.000 pesos para su dote incluyendo la manutención para Francisco, el hijo que había tenido con don Antonio de Loaysa. Doña Mariana se casó con don Luis de Aguilera, sobrino del purpurado del Cuzco, con quien al momento de la sentencia final, en 1641, ya había tenido varios hijos.
La cuestión es determinar el porque de la incumbencia de la Inquisición en el delito de bigamia. Obviamente, el Santo Oficio intervenía cuando el crimen tomaba estado público. Sucedía que quien cometía el delito de casarse más de una vez era sospechoso de herejía, porque la reiteración de un vínculo que la Iglesia consideraba único e indisoluble solo era admitida por los anabaptistas, los luteranos o los seguidores de Mahoma, quienes si bien no legitimaban la simultaneidad del matrimonio aceptaban su disolución y reconocían la nueva aptitud nupcial (Boyer, 1995: 15-18; Torres Aguilar, 1997: 76-77). Además, Loaysa había incurrido en otro delito derivado de Trento, la celebración en clandestinidad que, como sostenía la Iglesia, daba lugar a consumar otros vínculos sin impedimento alguno, de allí la publicidad debida al matrimonio, en cuyo acto debía haber un párroco y testigos (Gacto, 1990: 128).
La historia de la bigamia de don Antonio de Loaysa no lo hace ni hereje –por abusar del sacramento– ni luterano, a pesar de que el castigo más notable y simbólico impuesto fuera su abjuración de levi, a lo que se adicionó la suma de 2.000 pesos ensayados destinados a los gastos del tribunal y cuatro años de destierro del Cuzco y 10 leguas a la redonda, los dos primeros en el presidio de el Callao.42
Se trató aquí de un conjunto de actos transgresores efectuados por un joven ebrio de poder e impunidad, que llevado por la pasión que sentía por doña Mariana Centeno Ondegardo se lanzó a seducirla y cuyas consecuencias estuvo lejos de imaginar.

Conclusiones

Los esfuerzos de la Iglesia por sacramentalizar, es decir, legislar sobre el matrimonio cristalizaron en la letra tridentina. No obstante, como toda norma sujeta a las prácticas sociales sufrió creativas interpretaciones individuales y la confrontación con la antigua costumbre de la privacidad y clandestinidad del vínculo mientras, como ley eclesiástica, se sometía a los avatares de un mundo en transición, en que la aventura transatlántica daba un vasto espacio para evadir postulados y sortear la rigidez de las normas. La Iglesia contó con el apoyo irrestricto de las autoridades españolas para interferir en la sexualidad, sostener la formación de una familia y penalizar pecados que también constituían delitos civiles.
La posibilidad de emigrar a América ayudó, a los que eran infelices en sus matrimonios, a intentar la separación de hecho al dejar atrás mujer e hijos, a entablar otra u otras relaciones y hasta a volver a contraer casamiento y formar otra familia. La palabra de matrimonio dada a una doncella podía, por la inmediatez del viaje, transformarse en el inicio de las relaciones sexuales porque el compromiso de casarse era factible de interpretarse como unión consensuada clandestina, tal como antes de Trento podía entenderse el matrimonio y, luego del abandono, como una ofensa al honor de la mujer y su familia.
Es justamente por la supervisión que la Iglesia ejercía sobre la sexualidad de los individuos que las mujeres de los casados de ultramar podrían hacer frente a su posición de género y reclamar el regreso de los maridos, cuando también promover su apresamiento y ulterior deportación.
La preservación del capital material ganado en dos generaciones de indianos más el simbólico y social procedente de una familia cuyos miembros se dedicaban a las leyes con éxito singular había signado una elección en la que los contrayentes no tuvieron participación alguna, tal el caso del casamiento de los primos doña Inés Bernardina de la Barrera y Ayala y don Alonso Ortiz de Abreu. El amor al linaje y al patrimonio había influenciado el consentimiento de dos jóvenes que a pesar de llevar 25 años casados jamás llegaron a conocerse. Claro testimonio de la importancia de hacer vida maridable, esa unión hizo trizas las expectativas de riqueza de una parte de la familia que a la hora de reclamar las acreencias gananciales descubría que la velación era condición necesaria de la legitimación del vínculo, ya que sin intercambio sexual no existía el matrimonio, a pesar de la actitud reverencial frente a los imperativos del linaje y a las concesiones del parentesco.
La bigamia de Rodrigo de Orellana es la practicada por quien procediendo de la lejana Extremadura transgredió para sumar a su señorío en la conquista y colonización el capital simbólico y social de su mejor posicionada esposa, doña Juana de Herrera Sotomayor. Con el bienestar económico de doña Juana y su hermano cura, Orellana redondeaba su joven fortuna, a la vez que se emparentaba con un "don" religioso y adquiría a una "doña" prestigiosa como esposa. El entuerto de su paternidad aún merece varias reflexiones y tal vez otra lectura. Acaso fuera más justo que la Audiencia recompensara a un hijo español, aunque ilegítimo, con la segunda vida de una encomienda y propiedades varias que a una "viuda" asesina sobre la que, en mérito a su estatus y el de su hermano, no había caído ningún castigo.
El fogoso temperamento de don Antonio de Loaysa y Castilla lo acercó a un juego peligroso de disfrute sexual de la mujer que quería, pero también lo puso al borde del suicidio social al develarse la forma en que había mentido a una doncella para inducirla a ser su barragana, porque en ello se convirtió doña Mariana Centeno Ondegardo, aunque las fuentes jamás la mencionen como a tal ni dejen de nombrarla doncella, en mérito al estatus de su familia.
Institución complicada, si la hay, el matrimonio. A pesar de los avatares sorteados por quienes incurrieron en los varios pecados aquí señalados, era incuestionable que el matrimonio aseguraba la descendencia, la herencia y la sucesión. Para una sociedad enferma de honor, aunque salvaguardado en la mentira y el privilegio, el sacramento pudo haber sido soslayado, olvidado, transgredido o escamoteado. En lo que concierne a su rol transmisor del nombre, el estatus y el patrimonio, ni los pícaros, bígamos o "irrisores" de ayer (y de hoy) lograron aún inventar una instancia superadora.

NOTAS

1 Esta investigación fue realizada con fondos procedentes de los proyectos UBACyT F-088, Fundación Carolina CEHI 03/02 y PICT ANPCyT 2002/00165. Una versión preliminar de este artículo se presentó en el IV Congreso de la Asociación de Estudios Bolivianos en Sucre, Junio de 2006.

2 AHP, CR 30 (Archivo Histórico de Potosí, Caja Real) Libro Real de Provisiones del año de 1576, Ordenanzas del Virrey don Francisco de Toledo para los jueces oficiales de la Nueva Toledo, "Los extrahordinarios de hazienda rreal que a Su Magestad pertenezen y podrian pertenesçer", f, 29r. Agradezco a María Carolina Jurado la cesión de la copia del documento.

3 Varias de estas razones se conjugaron en la actitud del poderoso encomendero de Arequipa, Francisco Noguerol de Ulloa, cuyo matrimonio no deseado en la península derivó en su partida al Perú, donde la falsa noticia de la muerte de su esposa lo halló rico y dispuesto a contraer nuevo matrimonio, el cual le acarreó laberínticas peregrinaciones por los estrados judiciales. La historia del conquistador Noguerol de Ulloa fue expuesta magistralmente por Parma Cook y Cook (1991)

4 Una síntesis sobre el ritual matrimonial y las penalidades que sufrían quienes abrazaran el matrimonio clandestino surge de Brundage (1987), Aznar Gil (1989 y 2003), Lizárraga Artola (1991), Twinam (1999).

5 Cf. Mannarelli (1994: 207-225). La autora presenta a la limeña del siglo XVII menos rígida que lo esperado de una sociedad estamental, donde observa ambigüedades y formas singulares de subordinación y de relación, de manera que el control de la Iglesia y las autoridades no garantizaban la existencia y observancia de una moral única, dominante y excluyente.

6 Recopilación de las Leyes de Indias, L. VII, Tít. III y L. IX. Tít. XXVI. Inicialmente, los casados tenían plazo de un año para llevar a sus mujeres a su nueva residencia. Con el tiempo, y frente a los inconvenientes debidos a los espasmódicos viajes y a las enormes distancias, el plazo se extendió a dos años, aunque tras el pago de fianzas, con las que la corona pretendía asegurarse la manutención de las familias en la península. De ese modo, los casados recibían la licencia respectiva para el viaje o aseguraban su permanencia en América.

7 Mannarelli (1994: 209-210) destaca las diferencias que distinguen la presentación de hombres y mujeres en los estrados judiciales, civiles y eclesiásticos. Más allá de a qué grupo social pertenecían, la identidad de los hombres se plasmaba por lugar de nacimiento, origen, vecindad, título u oficio, pormenores que resultaban más o menos abultados según las distancias sociales. De modo alguno el estado conyugal definía la identidad masculina. Las mujeres parecían poseer una identidad común, más allá de su pertenencia de clase. Luego de su nombre figuraba su estado marital o su condición de doncella, soltera o viuda, lo cual apuntaba a su dependencia y condición de género.

8 AGI (Archivo General de Indias) Indiferente 2081, Nº 50, 1. Expediente a favor de María de Montealegre, vecina del Corral de Almaguer, en que se solicita se mande regresar a su marido, Hernán Suárez, residente en la ciudad de La Plata.

9 AGI Charcas 418, L. 1. ff 145v-146r, "Cédula de casados".

10 AGI Charcas 418, L. 2, ff.35-36.

11 AGI Contratación 468. N.3 R. 2 [ 1604-1641] Autos de bienes de difuntos. De Gaspar Sánchez de Toledo natural, al parecer, de esa ciudad, y difunto con testamento en la Villa Imperial de Potosí. 1604-1641; AGI Indiferente 426, L. 28, ff. 196v-197 Real Cedula a las justicias de Indias para que obliguen a Gaspar Sánchez, residente en Potosí, a volver con Juana del Castillo, su mujer.

12 AGI Charcas 418, L. 2, ff. 38r-38v.

13 AGI Indiferente 2104, N. 17. 1598. Expediente de concesión de licencia para pasar a Perú a favor de Luisa de Pendones, para ir a vivir con su marido Manuel Hernández, residente en Potosí, en cia de dos hijos y una criada; Recopilación de las Leyes de Indias, Lib. IX, Tít. XXVI, Leyes 24, 25, 27.

14 Josep María Barnadas recuperó del Archivo Nacional de Bolivia la correspondencia de don Alonso Ortiz de Abreu a su esposa, con cuyo contenido e interpretación elaboró su conferencia de ingreso a la Academia Boliviana de Historia en el año 2000.

15 AGI Charcas 57.

16 AGI Contratación 5353, N. 61. Alonso Ortiz de Abreu Galindo, natural de San Juan del Puerto, soltero, hijo de don Juan Ortiz de Abreu y de doña Elvira Abreu Galindo, a Quito como criado de don Sancho Fernández de Miranda; en AGI Contratación 5353, N. 60 figura que Sancho Fernández de Miranda es corregidor de Cuenca (Quito) y viajó llevando a don Alonso Ortiz de Abreu Galindo y a su hermano don Jerónimo como criados.

17 AGI Charcas 57, cuadernillo separado en que consta el acta de matrimonio.

18 Don Alonso habitaba en La Plata, también nombrada en la colonia como Charcas o Chuquisaca, hoy Sucre, capital del Estado Plurinacional de Bolivia.

19 Para una lectura legal sobre el mayorazgo y su reglamentación y extensión a las Indias véase Clavero (1974). Precisamente, para evaluar la figura de los bienes vinculados y la varonía del mayorazgo como representación de la fortuna y estatus alcanzado por los nuevos linajes de Charcas y la gobernación de Tucumán véase Presta (1999) y Boixadós (1999).

20 AGI Charcas 91 N. 21 Información de oficio y parte: Alonso Ortiz de Abreu, vecino de la Plata. Traslado de una información del mismo año. Parecer de la Audiencia de 1640.

21 AGI, Escribanía 849B, ff. 320-321v Carta de doña Inés Bernarda de la Barrera Ayala fechada el 15 de abril de 1637.

22 AGI Charcas 57.

23 Ibídem., f. 5r. Don Alonso Ortiz de Abreu ante Clemente Rojas, escribano, La Plata, 20 de Diciembre de 1649.

24 AGI Contratación 5539, L. 5, f. 360.

25 AGI Escribanía 849B, f. 1v.

26 AGI Escribanía 849B, f. 317.

27 AGI Contratación, L4, 1, f. 27v.

28 ABNB, EP (Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, Escrituras Públicas) Vol. 7 Lázaro del Águila – La Plata, 5 de Setiembre de 1565, ff. ccii r - ccvii v.

29 Véase nota 6, referida a la expresión de la identidad masculina y el estado civil.

30 AGI Indiferente 2081, N. 59, L 1, f. 1.

31 AGI Contratación 5537, L. 3, f.100.

32 AGI Charcas 418, L. 1, Nº 1, ff. 230-231.

33 ABNB, LAACh (Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, Libros de Acuerdos de la Audiencia de Charcas) 2, Lunes 12 de agosto de 1567, ff. 208 v – 209 y Lunes 23 de octubre de.567, ff. 226 v - 227 v.

34 Twinam (1999) dedica su capítulo 3 a argumentar las actitudes de la élite hacia la sexualidad femenina, mientras juega con el honor, su negociación y las transgresiones, las actitudes de los solteros y de las casadas, el ejercicio de una doble moral sexual donde las inhibiciones no significaban la estigmatización de quienes incurrían en prácticas prohibidas observando que, más allá de su debilidad e incontinencia, las mujeres se beneficiaban de la presunción de inocencia.

35 AHN (Archivo Histórico Nacional, Madrid), Inquisición 1648, Exp.12/1. Agradezco a Fernanda Molina el haberme fotocopiado este expediente. Mención y detalle del caso en Castañeda Delgado y Hernández Aparicio (1989; 352-361).

36 Twinam (1999: 99-101) destaca y clasifica a los solteros y sus modalidades de efectuar promesas clandestinas de matrimonio, fuente de seducción adicional para las mujeres. Más allá de las formas, los resultados eran los hijos ilegítimos cuya suerte también fue dispar.

37 Abuelos de la demandante eran el conquistador Diego Centeno y el Lic. Polo Ondegardo, ambos de conocida participación política, económica y social en Charcas y el virreinato peruano. A pesar de que el montaje que armó don Antonio de Loaysa respondía a la consideración de doña Mariana Centeno como una mujer de su misma condición, cuya honra y virginidad habría de proteger con su promesa de casarse, a la hora de sacramentalizar la unión prefirió a otra más acaudalada, titulada y "pareja", justificándose en las sensibles diferencias de clase existentes entre él y quien había hecho su amante. Cf. Twinam (1999: 39-40).

38 AHN Inquisición 1648, Exp.12/1, ff. 10-14. Cf. Twinam (1999: 37-50).

39 No en vano Boyer (1995: 29) advierte que los procesos de bigamia son parte del "género cómico ficcional" en tanto la corte, actuando en nombre de Dios, alejaba a los pecadores-protagonistas de su religión, familia y comunidad para, tras el drama del juicio, la humillación del castigo y la eficacia de la pena, regresarlos condolidos y reconciliados. Ejemplo cabal de tal drama presentaron Parma Cook y Cook (1991).

40 AHN Inquisición 1648, Exp.12/1, ff. 14-20v y f. 8, primer cuadernillo.

41 Ibid., ff. 2-3, otro cuadernillo.

42 Figueras Vallés (1999) entiende que los bígamos abjuran de levi ante el Santo Oficio porque su pecado se hallaba en los márgenes de la herejía. Tras el proceso, la Inquisición confiscaba los bienes de los reos. La pena dada a un bígamo consistía, por lo general, en la abjuración de levi, 200 azotes y destierro por 5 años.

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