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Población y sociedad

versão On-line ISSN 1852-8562

Poblac. soc. vol.25 no.2 San Miguel de Tucumán dez. 2018

http://dx.doi.org/10.19137/pys-2018-250203 

DOI:http://dx.doi.org/10.19137/pys-2018-250203

 

ARTÍCULOS

 

El latifundio como idea: Argentina, 1850-2010

The idea of the latifundium: Argentina, 1850-2000

 

Roy Hora*

 

Resumen: Este artículo explora de qué modo fueron cambiando las concepciones sobre el problema del latifundio pampeano a lo largo de la historia argentina. Sugiere que las críticas al latifundio pampeano lo concibieron primero como un problema de naturaleza política, más tarde enfatizaron la dimensión social y finalmente pusieron el foco en el plano económico. A la luz de este recorrido, el artículo se propone demostrar que el problema del latifundio constituyó un prisma a través del cual se han refractado algunos de los grandes dilemas del país: primero el problema de la construcción del orden político, luego la lucha por la justicia social, por último la búsqueda del desarrollo económico.

Palabras clave: Argentina; Gran propiedad; Latifundio; Historia; Debate ideas

Abstract: This article explores and explains how the views concerning the problem of the latifundium have changed over time. In the XIXth century, this paper suggests, the latifundium was conceived first and foremost as a political problem. After 1910, critics emphasized its social dimension. Meanwhile, in the mid twentieth century, the focus was placed on its economic aspect. Changes in the way Argentinians viewed large rural property relate to larger debates on the country's most important political issues: the creation of political order, the quest for social justice, the search for economic development.

Keywords: Argentina; Latifundia; Large property; Intellectual history; Public debate

 

Introducción. El problema del latifundio pampeano1

Argentina es, para muchos observadores, sinónimo de campo. Es el país de las grandes estancias y de la que en su momento fue la clase terrateniente más opulenta de América Latina. Estrechamente asociado a su poderosa elite rural, el campo también evoca el mundo de la cultura popular. Nación de eximios jinetes, su mayor mito -el gaucho- celebra a las clases subalternas de la campaña. No sorprende, por tanto, que lo rural ocupe un lugar central en la imagen que, tanto para propios como para extraños, en versión elitista o plebeya, singulariza a este país de extensas praderas y de hombres a caballo.
Hace ya mucho tiempo, sin embargo, que ese mundo rural es más evocado que conocido, más imaginado que experimentado. De hecho, otros aspectos de la experiencia argentina reflejan cuan central ha sido la ciudad en su desarrollo histórico. Para 1900, esta nación austral poseía una de las tasas de urbanización más elevadas del mundo, además de ciudades enormes y vibrantes como Buenos Aires o Rosario. Con el transcurso de los años, el peso de sus grandes metrópolis no hizo sino aumentar, y fue dejando en un segundo plano al país rural. Emblemas de su modernidad y lugar de residencia de los actores que animan su vida cultural y sus luchas políticas -obreros, estudiantes, clases medias y, más recientemente, también desocupados y piqueteros- desde hace más de una centuria que el destino del país se figura y se disputa en las ciudades. De allí que, para la mayor parte de los argentinos de las cuatro o cinco últimas generaciones, la experiencia de lo rural haya sido cada vez más fragmentaria, lejana e indirecta.
Sin embargo, el campo no ha dejado de influir en la querella cívica. En este país donde la herencia colonial y la precolombina inciden en la vida pública nacional menos que en otras naciones latinoamericanas -aún cuando posean considerable relevancia para comprender la política y la cultura de muchas provincias del interior- ello no se debe a que la campaña haya ofrecido inspiración a los nostálgicos de un pasado que el cambio social ha erosionando de manera irremediable. La centralidad de lo rural en la discusión pública tampoco se deriva de la gravitación demográfica, por otra parte, reducida y declinante, de la población rural, ya sea de impronta indígena, campesina o asalariada. La producción agroexportable emergió desde muy temprano como el gran motor económico del país, pero la importancia del campo en el debate cívico a lo largo de la era republicana excede en mucho a este dato capital. Pues, más allá de su gravitación económica, la discusión sobre la naturaleza y características del orden social y productivo pampeano ha constituido un tópico que, una y otra vez a lo largo de más de una centuria, ha servido para figurar una historia de potencialidades tanto como de limitaciones. Y si hay un tema que ha condensado estas cuestiones como ningún otro es el referido al legado y consecuencias de la gran propiedad o, para decirlo con el lenguaje de los actores e intérpretes de ese drama, el problema del latifundio pampeano.
En efecto, las enormes estancias que se extendieron sobre las mejores tierras del país constituyeron, por largo tiempo, el eje en torno al cual orbitó el debate agrario. La historia reconoce la existencia de otras cuestiones agrarias, claro, como el problema campesino en las provincias andinas o el del trabajo forzado en los obrajes y yerbales de Chaco y Misiones, e incluso el de la gran propiedad en la Patagonia.2 Pero estas problemáticas sólo lograron captar la atención de la elite dirigente nacional o del segmento mayoritario de la opinión pública en circunstancias específicas y, más importante, siempre desempeñaron un papel secundario en la reflexión sobre los principales dilemas nacionales. Temas de una agenda de relevancia acotada a una región o a una coyuntura singular, las cuestiones más convocantes de la disputa cívica nunca pudieron articularse desde esas atalayas. En cambio, el problema del latifundio pampeano posee otra envergadura, en primer lugar porque formó parte de una agenda de debate que trascendió al campo, y que se mantuvo vigente a lo largo de la mayor parte de la historia del país independiente. Emblema de un orden rural que irrita la sensibilidad democrática, símbolo de aquello que el país debía desterrar, el latifundio fue denunciado una y otra vez no sólo como un problema rural o regional sino como un obstáculo para la construcción de un país moderno e integrado.
No sorprende, por tanto, que la gran propiedad se erigiera desde muy temprano en uno de los objetos de crítica privilegiados de los descontentos con el orden existente. Tanto es así que el vasto eco que alcanzó la denuncia del latifundio suele concebirse como uno de los triunfos ideológicos más significativos de nuestra izquierda. Desde Juan B. Justo en adelante, este sector de la opinión no sólo alzó la voz contra la concentración del suelo pampeano sino que se preció de haber introducido esta problemática en el centro del debate nacional. En 1939 Nicolás Repetto, entonces la principal figura del Partido Socialista, celebraba que expertos agrícolas de gran prestigio como Pedro Marotta y Hugo Miatello, que a su juicio no tenían simpatía alguna por las ideas “avanzadas”, habían hecho suyas las soluciones al problema de la tierra propuestas por Justo a comienzos del siglo XX y desde entonces defendidas por los herederos políticos del fundador del socialismo.3 Un cuarto de siglo más tarde, en la década de 1960, era el jefe de los comunistas argentinos, Victorio Codovilla, quien afirmaba satisfecho que la prédica antilatifundista de su organización había “penetrado hasta tal punto en el pueblo, que casi todos los partidos políticos -excepto, desde luego, los conservadores- han introducido en sus plataformas electorales un punto concerniente a la reforma agraria” (Codovilla, 1972: 140). Considerando la amplitud de este humor antilatifundista, y la insistencia con que la izquierda se atribuía su paternidad, no extraña que muchos analistas de los problemas del campo coincidieran con este diagnóstico. Esto es lo advertía Hilda Sabato en un ensayo publicado en 1987 en el que señalaba que los argumentos asociados con el pensamiento de la izquierda referidos a “la excesiva concentración de la tierra y el rol retardatario de los terratenientes pampeanos en la historia del país hoy prácticamente son sentido común de una franja muy amplia de los argentinos” (Sabato, 1987: 293). Si la crítica al latifundio tiene un linaje histórico, sugiere esta visión, este se hallaba asociado al pensamiento de izquierda.
La contribución de esta franja del universo político-ideológico a la discusión del problema del latifundio es indudable, y este ensayo se ocupará de ponerla de relieve. Pero estas páginas también pretenden mostrar que, si colocamos las ideas de los abanderados de la causa de la democracia social en el panorama más amplio de la discusión sobre el latifundio, se hace visible todo lo que la izquierda -tanto la que se proclamó reformista como la que se dijo revolucionaria- compartió con otras corrientes de mayor gravitación en nuestra vida cívica. Este punto, propone este ensayo, resulta crucial para entender cómo fue la historia del debate agrario. Pues la denuncia de la gran estancia, más que un tópico propio de un segmento particular de la opinión, constituye un fenómeno ubicuo, de raíces antiguas y profundas en la cultura política nacional.
En un trabajo reciente, Eduardo Míguez ha recordado que, ya en el siglo XIX, las elites liberales se mostraron enemigas de la concentración de tierra en pocas manos y del arcaísmo productivo habitualmente asociado con la gran explotación (Míguez, 2017). Pero figuras como Rivadavia y Sarmiento no fueron las únicas que se propusieron torcer el patrón de desarrollo agrario, promoviendo la expansión de la pequeña explotación familiar. Más a la derecha, el latifundio también tuvo enemigos. “La insatisfacción ante un régimen de tenencia de la tierra dominado por la gran propiedad y la gran explotación es uno de los motivos más tradicionales en el legado ideológico sobre el cual construyó el conservadurismo argentino su credo político”, advirtió Tulio Halperin Donghi hace ya tres décadas (Halperin Donghi, 1987a: 259). Aún si los comunistas preferían no admitirlo, ni siquiera los herederos políticos de Roca y Sáenz Peña se colocaron enteramente al margen de este consenso que alababa las virtudes de la empresa familiar.
Todo ello nos recuerda que, a diferencia de lo sucedido en Gran Bretaña o Alemania, Rusia o el sur de Estados Unidos, Brasil o Chile, en Argentina la gran estancia no tuvo verdadera legitimidad histórica. Quizás porque en el período colonial los distritos pampeanos que luego pasaron a formar el corazón social y productivo del país independiente no contaron con una clase propietaria rural que fuese a la vez una elite dominante, o porque no hubo un campesinado sometido al poder de los grandes estancieros pampeanos, la gran explotación nunca fue concebida como parte del orden natural de las cosas. Desde muy temprano, la gran propiedad perdió la batalla ideológica. Su justificación siempre fue contextual, no sustantiva: desde el siglo XIX, la estancia de gran tamaño fue defendida como un instrumento apropiado para dominar al desierto y subordinar a sus díscolos habitantes, para colocar en producción áreas inexplotadas, o para volcar capitales en la producción. Pero los mismos que sostenían estos puntos de vista reconocían que, conforme estos objetivos fuesen alcanzados, la estancia debía ceder su lugar, más tarde o más temprano, a una estructura de propiedad y un régimen de explotación dominado por la empresa familiar. Estos argumentos nos invitan a tener presente que las distintas ramas de la familia socialista y comunista no estuvieron solas en la impugnación a la concentración de la tierra. Si sus denuncias nunca les permitieron liderar la protesta contra las evidentes desigualdades del orden rural pampeano fue porque la izquierda no fue el único crítico del latifundio, y tampoco su único intérprete.
Este artículo se propone explorar este argumento. Sugiere que, al contemplar el debate sobre el latifundio pampeano con la perspectiva del historiador, se advierte que las disputas entre los principales actores del campo político e ideológico, pese a todo lo intensas y dramáticas que pudieron parecerle a sus protagonistas, tendieron a recortarse sobre un fondo de coincidencias. El punto central de este acuerdo era una visión negativa sobre la gran propiedad y una marcada preferencia por la empresa familiar como base sobre la cual erigir el orden social y productivo rural. La creación de una campaña de agricultores propietarios fue nuestra única utopía agraria, acariciada y promovida tanto desde la izquierda como desde la derecha. No sólo el liberal Sarmiento y el socialista Juan B. Justo la hicieron suya. También el conservador Manuel Fresco y Juan Perón, e incluso voceros autorizados de la Iglesia Católica como Monseñor Franceschi, amén del ya mencionado Codovilla, soñaron con una pampa poblada por familias de agricultores que labraban su propia tierra. Visible ya a fines del siglo XVIII, este ideal fue la estrella polar que inspiró la denuncia del latifundio hasta tiempos muy recientes. El poder seductor de lo que desde la segunda mitad del siglo XIX se llamó la agricultura farmer no sólo le quitó legitimidad a la gran propiedad. También opacó otros proyectos quizás más próximos al ideal de un campo igualitario. Utopías agrarias como las asociadas al nombre de Henry George o al de Karl Marx -la estatización del suelo y su cesión en contratos de muy largo plazo a agricultores arrendatarios, o la propiedad social y la producción cooperativa- siempre fueron la apuesta perdedora de pequeñas minorías militantes.4
Constatar que la Argentina tuvo una sola gran utopía agraria no equivale a decir que la uniformidad fue la marca distintiva en el análisis del problema del latifundio. No hubo una única manera de concebirlo o criticarlo, como no hubo una sola manera de pensar los problemas agrarios.5 Un heterogéneo conjunto de voces provenientes de la izquierda, el centro y la derecha revelan la pluralidad de estilos de abordaje y puntos de vista que, como en tantos otros temas, nutrieron el debate de ideas, otorgándole tonalidades e inflexiones singulares, en general asociadas al lugar desde el que partían esas críticas a la gran propiedad. Con todo, este trabajo argumenta que la diversidad de la inspiración ideológica a lo largo del eje izquierda-derecha no constituye ni la expresión más elocuente de esa multiplicidad de enfoques ni tampoco la más relevante. Sugiere, en cambio, que las diferencias más significativas -tanto por su importancia conceptual como por su peso en la discusión entre los expertos y sus ecos en la opinión pública- se advierten cuando exploramos cómo esas imágenes fueron mutando a lo largo del tiempo.
En efecto, los argumentos esgrimidos para criticar la concentración del suelo fueron cambiando al calor, más que de las alternativas del debate político-ideológico, del horizonte más amplio en el que esas disputas se inscribieron. De allí que, para comprender los hitos verdaderamente decisivos de la reflexión sobre el latifundio, la ubicación de los actores a lo largo del eje derecha-izquierda posee quizás menos relevancia que -evocando libremente una expresión sospechosa y hoy caída en desuso- lo que puede denominarse “el espíritu de una época”. Fueron las grandes preocupaciones de cada momento histórico las que ofrecieron la inspiración y el marco con los que se construyeron las visiones predominantes -esto es, no las únicas, pero sí las más influyentes- sobre el problema agrario. La relevancia del zeitgeist se comprende mejor al reparar en dos rasgos que caracterizan nuestra vida pública: por una parte, la importancia secundaria del eje izquierda-derecha; por la otra, el predominio de visiones del orden social deseable de carácter esencialmente moderado y reformista. Aunque siempre agitada en la superficie, y siempre de fuerte (y con frecuencia negativo, sobre todo en el último medio siglo) impacto sobre las instituciones, nuestra disputa cívica ha reservado un lugar periférico a los actores y los discursos inspirados en ideas revolucionarias o reaccionarias. Al igual que en muchos otros temas, estas coordenadas signaron el modo de concebir los problemas del campo, contribuyendo también a dar forma a sus giros e inflexiones.
Las páginas que siguen despliegan esos argumentos. El artículo comienza con una breve referencia al momento en que el latifundio empezó a ser percibido de manera problemática. A continuación, analiza de qué manera fue cambiando el modo de conceptualizar la naturaleza de este lastre. Enfatizando la importancia de los climas de opinión y los elementos comunes por sobre las diferentes versiones en disputa en distintos momentos históricos, el trabajo sugiere la existencia de tres grandes hitos en ese recorrido. En primer lugar, se refiere al momento en el que la gran propiedad fue imaginada, ante todo, como un problema político. Argumenta que esta manera de concebir al latifundio dominó el debate público desde mediados del siglo XIX hasta el Centenario. A continuación, gira la atención hacia una nueva estación: las visiones que entendían a la concentración del suelo, de manera predominante, como un problema social. Este enfoque prevaleció en las décadas de entreguerras. Finalmente, se refiere a las visiones que, en la era signada por la industrialización por sustitución de importaciones y el sueño del país industrial, concibieron al latifundio, ante todo, como un problema económico y, en particular, como un obstáculo al desarrollo económico. Una última sección se interroga sobre el significado de este recorrido, lo conecta con la manera en que se desplegó el debate ciudadano y se pregunta qué queda hoy de la cuestión agraria que más preocupó a los argentinos.

Tres momentos en la reflexión sobre el latifundio

a. El origen del problema
En el arranque de la experiencia histórica argentina, el campo estuvo identificado con formas de vida tenidas por inferiores, y se lo asoció con el atraso y la ignorancia. Esta imagen negativa del mundo rural tuvo su primera encarnación en la era colonial. Tal como hace ya tiempo señaló José Luis Romero, el programa de conquista y colonización puesto en marcha por los españoles se articuló en torno a la primacía de la ciudad, ya que estos actores concebían a la sociabilidad urbana como el vector a través del cual implantar en todo el territorio americano los valores e ideales de lo que entendían por sociedad civilizada. De acuerdo a la visión de la época, la ciudad constituía el punto desde el cual irradiaba la influencia civilizatoria del estado y las elites sobre el mundo rural circundante. La campaña aparecía como su reverso. Era el hogar de una población ignorante y resistente al cambio, el lugar del primitivismo productivo, el receptor pasivo de novedades que sólo podían provenir de la urbe ilustrada y poderosa (Romero, 1976).
Esta visión peyorativa sobre el mundo rural, presente en toda la América española, adquirió tonos singulares en las tierras bañadas por el Río de la Plata y el Paraná. En esta región, la abundancia de tierra y el patrón de asentamiento disperso, típico de esa pradera con frontera abierta, dieron forma a una sociedad rural que creció sin mayor control del estado, la Iglesia y las elites urbanas. La ausencia de grandes empresas y de poderosos empresarios rurales le dio a la vida social de esa vasta planicie una acusada tonalidad campesina. A ello hay que agregar el peso de la actividad pastoril, otro factor que acentuaba el primitivismo productivo y social de la campaña rioplatense. Si bien la producción agrícola no era inexistente en la región, la gravitación de la ganadería era considerablemente mayor, y contrastaba con lo que sucedía en otras regiones americanas (Garavaglia, 1999).
Así, pues, esa rústica sociedad no era un ámbito propicio para favorecer la emergencia de discursos que enfatizaran las virtudes de la sociedad rural, ya sea de inspiración fisiócrata o democrático-agraria, como los que en el siglo XVIII ganaron predicamento en las colonias británicas en América del Norte o en la propia Europa atlántica. Por el contrario, en el período borbónico floreció una corriente de reflexión que, apoyada sobre la antigua preferencia por la agricultura y la ciudad, enfatizó la necesidad de reformar el orden rural a través de la formación de pueblos y el estímulo al cultivo del suelo, que servirían para formar una sociedad más educada, más laboriosa y más respetuosa del poder y la jerarquía. El economista ilustrado Hipólito Vieytes fue un destacado exponente de esta manera de ver la campaña que, por cierto, estaba muy extendida entre las elites letradas y los agentes estatales rioplatenses (Halperin Donghi, 1987b). Así, por ejemplo, a comienzos del siglo XIX un funcionario real de segundo rango justificaba la conveniencia de fundar colonias de agricultores que atenuaran el peso de la ganadería y transformaran el patrón de asentamiento disperso para que “que no vivan en desiertos las familias […] a fin de que logren los hijos más humana crianza de la que pueden tener en los yermos".6 Poco más tarde, otro administrador, ahora al servicio de las autoridades republicanas, volvía a reproducir estos argumentos: “las más sabias leyes, las medidas más rigurosas de la policía, no obra jamás sobre una población esparcida en campos inmensos, y sobre unas familias que pueden mudar su domicilio con la misma facilidad que los árabes o los pampas".7
En los años posteriores a la ruptura con España, esta concepción de la campaña como un ambiente definido ante todo por sus carencias y sus rasgos negativos sufrió una mutación. Durante el largo ciclo de guerras civiles que se prolongó hasta mediados del siglo XIX, la sociedad rioplatense se vio sacudida por la movilización para la guerra y la emergencia de nuevas formas de liderazgo político que, como el caudillismo, hundían sus raíces en el campo. El deslizamiento semántico que se produjo en este contexto de incorporación de la población rural a la disputa por el poder hizo de la campaña algo más que el lugar natural del primitivismo productivo, la pasividad y la ignorancia. La irrupción en la vida pública de líderes rurales como López y Artigas, Güemes y Ramírez y sus séquitos de gauchos a caballo hizo que, en la imaginación letrada y más en general en la imaginación urbana, la población de la campaña comenzara a ser concebida como una fuerza agresiva y destructora, cuya súbita activación política amenazaba destruir los progresos civilizatorios alcanzados desde la Conquista (Halperin Donghi, 1999b).
La representación del mundo urbano como una civilización acosada por la barbarie rural cobró forma madura en Buenos Aires en 1820, que dejó una honda huella en la memoria colectiva como el año de la Anarquía y la ocupación de la ciudad por las tropas montoneras del Litoral. Este relato se vio confirmado en el conflictivo año 1829, el del levantamiento campesino que doblegó al ejército profesional y puso fin al gobierno de Lavalle, abriendo el camino para el ascenso de Juan Manuel de Rosas al poder. Una década y media más tarde, apareció el Facundo de Sarmiento, que en poco tiempo pasó a ser reconocido como el esfuerzo más logrado por interpretar los conflictos de la era republicana bajo la clave del choque entre dos tipos de sociedad, representados por el campo y la ciudad.

b. El latifundio como problema político
En relación al tema que nos concierne, Sarmiento introdujo una novedad en la visión que concebía a la campaña como pura barbarie. Pues en su esfuerzo por comprender la naturaleza de la dictadura de Rosas, Sarmiento giró su atención hacia la gran estancia, un objeto que hasta entonces había ocupado una posición marginal en los retratos del mundo rural. En el Facundo, Sarmiento proyectó a la estancia al centro del escenario, y la dotó de un significado político crucial. Este ensayo sentó las bases de una línea de reflexión en la que la gran explotación ganadera aparecía como el laboratorio que había forjado la personalidad y el estilo de gobierno del dictador. El rosismo, sostenía Sarmiento, era “un aborto de la estancia”. Se preguntaba el sanjuanino:

¿Dónde, pues, ha estudiado este hombre el plan de innovaciones que introduce en su gobierno, en desprecio del sentido común, de la tradición, de la conciencia y de la práctica inmemorial de los pueblos civilizados? Dios me perdone si me equivoco, pero esta idea me domina hace tiempo: en la estancia de ganados, en que ha pasado toda su vida y en la Inquisición, en cuya tradición ha sido educado.8

De este modo, la estancia ingresaba en el análisis de la ecuación política de la Argentina independiente. Larga vida tendría la idea del rosismo como “dictadura terrateniente” y de la gran propiedad como su principal núcleo de poder (Fradkin, 1996: 72). La importancia que Sarmiento le asignó a la estancia ganadera en la forja del rosismo, equivalente a lo más reprobable del legado español, no puede comprenderse sin tener en cuenta la visibilidad que en esos años había adquirido la gran empresa agraria. Se trataba de un fenómeno reciente; de hecho, un resultado de los cambios productivos aportados por el derrumbe del régimen colonial. Luego de 1810, la apertura de los puertos del Plata al comercio atlántico había dado impulso a la producción y las exportaciones ganaderas y, desde entonces, la campaña experimentó un fuerte crecimiento económico y demográfico. En ese contexto, la sociedad campesina que había cobrado forma a lo largo de dos siglos de ocupación de la pradera fue sometida a intensas presiones. La expansión del mercado para productos rurales consagrada por la apertura comercial hizo que, desde la década de 1820, las empresas rurales de gran escala fueran adquiriendo un peso cada vez mayor en el paisaje social y productivo, en particular en las tierras de frontera. Así, pues, antes que una herencia colonial, la consolidación de la gran propiedad como un rasgo distintivo de los distritos pampeanos coincidió con los años de ascenso y apogeo del rosismo.9
No debería sorprender, por tanto, que recién hacia mediados de siglo, impulsada por estudios como el Facundo y en ese contexto de avance de la gran propiedad, se abriese camino una línea de reflexión que veía a la estancia como el ámbito en el que se había forjado la dictadura rosista y como el principal espacio de reproducción de las relaciones entre gauchos y caudillos. Desde entonces, las referencias al latifundio no dejaron de crecer. Para 1851, la denuncia de la gran explotación ya había cruzado el Atlántico, tal como se observa en un artículo de Alejandro Magariños Cervantes aparecido en una publicación madrileña que presentaba al rosismo desde este punto de vista, enfatizando que el poder del dictador se había construido gracias a la movilización de los peones de sus estancias, armados y disciplinados para servirlo.10
Esta manera de concebir el nexo entre latifundio y poder político alcanzó una nueva cota cuando, tras la caída de Rosas en 1852 y la llegada de los liberales al poder, la construcción de las instituciones de la república liberal-constitucional se convirtió en el principal objetivo de los grupos dirigentes. Expresión de una campaña primitiva y de sus bárbaras formas políticas, el latifundio ganadero fue percibido por la elite liberal como contradictorio con la república democrática. De allí que, según argumentaban, para forjar una sociedad libre y abierta a la participación ciudadana fuese preciso promover la formación de una sociedad de pequeños propietarios.
En esos años se argumentó repetidamente que la agricultura familiar podía promover un crecimiento económico más veloz y generar más riqueza, y distribuirla mejor. La superioridad de la empresa familiar, sin embargo, no se justificaba sólo en este terreno. Era, ante todo, una mejor base social para implantar las instituciones de la república liberal, y para dar forma a una sociedad moderna y participativa, más próspera y educada. Era, decían muchos, un pre-requisito social de la democracia, una condición para el progreso sociocultural. Para asegurar el triunfo de “los intereses democráticos”, aseveraba Bartolomé Mitre en 1857, era necesario poner la tierra “al alcance de todo el mundo, haciendo que todos los que tengan doscientos pesos puedan hacerse propietarios, y que se radiquen al suelo y que sirva de base a la libertad y al orden".11 Unos años más tarde, en su Estudio sobre las Leyes de Tierras Públicas, Nicolás Avellaneda invocaba el ejemplo norteamericano para enfatizar la importancia de estimular el acceso de las mayorías, inmigrantes pero también nativas, a la propiedad del suelo. Una república de “ciudadanos laboriosos, independientes”, afirmaba, debía contener “sobre todo propietarios, para que dependencias serviles no mancillen la dignidad de su carácter".12
Esta visión sobre el latifundio como el enemigo de la construcción de un nuevo orden y como el punto de arraigo de un orden político autoritario tuvo una larga vigencia. Cuando, hacia los años del Centenario, José Ingenieros en su Sociología Argentina describía al período que corre entre 1820 y 1850 como la era del feudalismo argentino e identificaba a la figura del caudillo con la del señor rural, presentaba con lenguaje nuevo una vieja interpretación, cuyos orígenes se remontaban al influyente trabajo de Sarmiento (Ingenieros, 1946).
Pese a que sus ecos se escucharon por muchos años, no hay duda de que el discurso anti-latifundista languideció conforme avanzaba la era dorada del crecimiento exportador. En la década de 1880, el presidente Miguel Juárez Celman seguía pronunciándose en favor del pequeño propietario, al que calificaba como el "nervio de las naciones ricas".13 Sin embargo, ni para él ni para la sociedad de ese tiempo este programa era tan urgente o tan relevante como para Sarmiento o Avellaneda.
Dos factores contribuyeron a este cambio de énfasis. El primero fue la consolidación del estado, que atenuó la importancia del nexo entre estancia y barbarie política. Si esta conexión tenía sentido para interpretar a Rosas o Urquiza, resultaba menos convincente para comprender la política -urbanizada, institucionalizada, privada de participación popular- de la era oligárquica de Roca o Pellegrini. El segundo factor fue la profunda renovación que la propia empresa agraria de gran escala experimentó entre el Ochenta y el Centenario. En ese período, la estancia atravesó la metamorfosis más importante de toda su historia: alambrados, ganado refinado, arboledas, expansión de la agricultura cerealera, incorporación de laboriosos inmigrantes, y hasta grandes mansiones, con sus parques y jardines, cambiaron el rostro de la campaña. En el curso de la vida de una generación esas explotaciones que habían sido concebidas como la cuna del experimento político más aberrante que había conocido el país pasaron a simbolizar la energía creadora que daba vida a una nueva nación.
De paso, esta transformación embelleció a los empresarios que lideraron esta transformación productiva. Así, por ejemplo, los terratenientes modernizadores nucleados en la Sociedad Rural alcanzaron amplio reconocimiento como artífices del progreso agrario. Eran los propios estancieros los que, al igual que los terratenientes británicos de la era del High Farming, estaban civilizando la campaña y poniendo fin al imperio del latifundio bárbaro e improductivo (Hora, 2005). En este marco, la idea de que la erradicación de la gran propiedad era imprescindible para cambiar el perfil de la sociedad rural perdió vigor.
La victoria de la estancia, sin embargo, estuvo lejos de ser absoluta. Pese a todas sus transformaciones y su nuevo refinamiento, pese al orgullo que la elite dirigente sentía por estas estancias modernas y fastuosas (hito obligado en la visita de todo extranjero ilustre), ni siquiera en los años dorados del crecimiento exportador la gran propiedad logró erigirse en la base de una nueva civilización rural. Aún en el momento en el que el prestigio de la estancia se hallaba en su punto más alto, este tipo de empresa no pudo desalojar de ese lugar de privilegio a la empresa familiar. En esos años, además, muchos observadores creyeron entrever que los dueños del futuro no eran el latifundista y el estanciero modernizador sino el chacarero y el farmer. De hecho, en las décadas del cambio de siglo la pequeña empresa familiar experimentó una sostenida expansión, que estuvo en la base del auge agrícola que hizo de la Argentina uno de los mayores exportadores mundiales de cereal.14
Las colonias santafesinas y entrerrianas fueron el ejemplo más acabado de las promesas de una nueva sociedad de pequeños propietarios construida a partir del sometimiento del mundo del atraso que brotaba de la estancia criolla. La formación de esa “pampa gringa”, que narró Ezequiel Gallo, concitó grandes elogios y vastas expectativas (Gallo, 1983). En otras comarcas de más antiguo poblamiento, en particular en la provincia de Buenos Aires, la agricultura familiar también registró importantes avances. Al calor de la expansión de este tipo de empresas, el perfil de la primera provincia del país experimentó grandes cambios: la ocupación del suelo se volvió más densa, la estructura comercial y productiva se diversificó, surgieron pueblos y ciudades y, además, el suelo comenzó a dividirse a mayor velocidad que en el pasado (Cortés Conde, 1979, 1986).
Este vasto proceso de cambio agrario no sólo concitó la atención de los historiadores del siglo XX. Ese campo renovado por el avance de la agricultura, convertido en el motor de la prosperidad de la nación y en promesa de un nuevo orden social, fue repetidamente celebrado en su tiempo en un ciclo que va desde La Región del Trigo (1883) de Estanislao Zeballos a la Oda a los Ganados y a las Mieses (1910) de Leopoldo Lugones. A lo largo de esas tres décadas, numerosas voces festejaron la conformación de una cultura productiva superior, nacida de la colaboración entre los estancieros modernizadores que habían convertido a la ganadería pampeana en una de las más pujantes del mundo y las familias de inmigrantes que estaban convirtiendo pajonales y tierras de pastoreo en trigales y maizales. En este panorama de armonía también se integraban los grupos subalternos criollos. Despojados de los instintos agresivos que habían exhibido en la era del caudillismo, y encuadrados en la disciplina del trabajo capitalista, los nativos aportaban sus destrezas campesinas y se convertían en el principal agente de socialización de los trabajadores extranjeros en las prácticas y valores de la cultura local.
Sin embargo, un pequeño sector de la opinión, identificado con el naciente socialismo, se resistió a compartir este optimismo. De todas sus voces, la más influyente fue la de Juan B. Justo. A comienzos del siglo, el fundador y líder del Partido Socialista dio forma a una interpretación sobre la cuestión agraria que dominó el pensamiento de izquierda por décadas. Para Justo, al igual que para Sarmiento medio siglo antes, la gran propiedad constituía el centro del problema político nacional. Desde su punto de vista, sus dueños, terratenientes rentistas y parasitarios, eran el principal obstáculo para el desarrollo de un nuevo orden social y productivo de impronta más igualitaria. Pero más importante era que allí, gracias al dominio sobre las peonadas ignorantes, se construía el poder político de la clase terrateniente, que luego se proyectaba sobre las instituciones de la república. La forja de una verdadera democracia requería la destrucción del latifundio (Adelman, 1989).
Pesimista respecto a las posibilidades de transformación de la gran propiedad, Justo proponía utilizar al impuesto progresivo para acelerar su eliminación. Su receta, expuesta en El programa socialista del campo de 1901, tenía una inspiración más ricardiana y georgista que marxista o socialista.15 Se trataba de un georgismo moderado, sin duda, ya que la tributación progresiva debía servir para estimular la división de la gran propiedad, no para expropiar o estatizar el suelo. Alejado de toda utopía colectivista, su horizonte seguía siendo, como para casi todos, la agricultura propietaria. Esta opción colocó a Justo y a su partido no por fuera sino en el extremo izquierdo del arco político liberal. El hecho de que unos años más tarde el conservadurismo bonaerense y la administración del presidente Roque Sáenz Peña también propusieran impuestos progresivos a la propiedad del suelo y al mayor valor (si bien más moderados de lo que los socialistas creían necesario), revela que esta alternativa al problema de cómo acelerar la reforma del régimen de tenencia de la tierra era, desde el punto de vista conceptual, más aceptable para la clase política oligárquica de lo que la acerada retórica de Justo parecía sugerir (Hora, 2009: 132-3).
Esta vasta zona de coincidencias fue, en lo que a debates agrarios se refiere, una de las notas distintivas del optimista clima del Centenario. Para entonces, la expansión de la frontera se había detenido y, por ende, sin nueva tierra incorporada al mercado, las grandes fortunas territoriales creadas en el curso del siglo previo comenzaban a fraccionarse. La valorización de la tierra y el cambio tecnológico también empujaban la intensificación del uso y la división del suelo. De allí que, tras medio siglo de hondas transformaciones productivas y sociales, se hizo frecuente afirmar que el latifundio iba camino a su extinción. En un libro publicado en 1911, Alberto Martínez y Maurice Lewandowski se hicieron eco de esta visión. Estos autores estaban lejos de negar la influencia del “defectuoso sistema de propiedad” heredado del siglo XIX, al que calificaban como “el más odioso sistema de latifundia jamás conocido”. Pero este deplorable pasado no parecía comprometer el futuro por cuanto “felizmente no hay necesidad de ser demasiado pesimista sobre este punto, pues ya puede advertirse una tendencia a la subdivisión de la propiedad".16
Muchos otros encararon el problema desde un ángulo similar. Así, por ejemplo, también en 1911 Emilio Lahitte dio a conocer un documentado trabajo en el que concluía que “el número de propietarios aumenta considerablemente, las grandes propiedades rurales se fraccionan, el latifundio se desmenuza aceleradamente".17
Estos argumentos, repetidos una y otra vez, nos revelan que la corriente dominante en el debate público ya no concebía a la gran estancia como un obstáculo a la formación de una nación moderna sino, más bien, como el instrumento que había hecho posible poner en explotación el vasto territorio arrebatado a los indígenas y el desierto en el curso del siglo previo y, por ende, como una estación de una historia más larga de progreso .18 Y esta visión positiva se reafirmaba señalando como la intensificación del uso del suelo que era un resultado directo del desarrollo agrícola y ganadero estaba empujando al latifundio, de manera lenta pero firme e indolora, hacia su desaparición.
Sin embargo, esta concepción del latifundio como un primer escalón en una historia más larga de incorporación de la pampa a la vida civilizada tuvo un período de vigencia más breve que la idea previa que lo identificaba con la barbarie. Antes de que el recuerdo de las celebraciones del Centenario entrara en la historia, volvió a tomar cuerpo la idea de que la gran explotación seguía constituyendo un impedimento para el progreso. Más aún: en el período de entreguerras, amplios sectores de la elite dirigente y de la opinión pública se convencieron de que la disolución gradual del latifundio no sólo era un proyecto incompleto sino, más problemático, un espejismo que escondía la realidad pura y dura de un orden rural tan injusto como incapaz de reformarse.

c. El latifundio como problema social
La disputa entre arrendatarios y terratenientes que estalló en el invierno de 1912 en la localidad de Alcorta, Santa Fe, fue el punto de partida de una profunda reevaluación de la naturaleza del problema del latifundio. La primera huelga agraria de la historia de la agricultura de exportación fue detonada por razones coyunturales pero tenía por trasfondo un cuadro de dificultades más de fondo. El incremento del peso de la renta del suelo en la década previa -un indicador del ingreso de la agricultura exportadora en su etapa de madurez- estrechó los márgenes de utilidad de los arrendatarios, volvió al negocio agrícola menos atractivo y, en definitiva, alteró lo que hasta ese momento había sido un escenario con escasos incentivos para la acción colectiva. De allí que, por primera vez, desde 1912 una organización gremial como la Federación Agraria logró enraizar su presencia entre un universo de cultivadores que hasta ese momento siempre habían preferido apostar a mejorar su condición a través de la negociación individual (Adelman, 1989).
El ciclo de protestas inaugurado en Alcorta tras el fin de la Gran Guerra dejó como legado un amplio conjunto de voces críticas del orden rural y, en particular, de los terratenientes rentistas que una y otra vez fueron denunciados como sus principales beneficiarios. Cambió incluso el humor de los partidarios del status quo, que se tornó más abiertamente defensivo de los logros del pasado. Así, por ejemplo, en su prólogo a un conocido trabajo de Miguel Ángel Cárcano aparecido en 1917, Evolución histórica de la tierra pública, Eleodoro Lobos insistía en que para avanzar hacia una mejor agricultura el ideal de un “fraccionamiento racional” mantenía toda su vigencia. Y reaccionando contra el clima antilatifundista que ganaba espacio en la discusión pública, advertía que no “necesitamos incautar la renta, defendernos de un monopolio imaginario, ni embarcarnos en utopías".19
Si figuras como Lobos se sentían llamadas a alzar la voz fue porque el ascenso de la impugnación a la gran propiedad, nunca antes tan punzante y extendida, se arraigó no sólo en la campaña sino también en la ciudad. En las grandes urbes, la denuncia del latifundio trascendió el universo de las minorías más informadas y politizadas para alcanzar un vasto eco, que la prensa popular contribuyó a expandir en múltiples direcciones. Varios observadores registraron el fenómeno. En 1920, el ingeniero agrónomo Emilio Coni advertía que en los años previos había visto

“nacer, crecer y desarrollarse en Buenos Aires [...] una propaganda colectivista [...] personas, muy bien intencionadas sin duda, no se cansan de combatir la propiedad privada de la tierra en todas sus formas [...] está de moda, aunque se haya pasado de Flores o Belgrano, escribir semanalmente un artículo sobre ‘La cuestión agraria".20

Al año siguiente -cuando la ciudad de Buenos Aires dio la bienvenida a una marcha en la que varios centenares de chacareros de la Federación Agraria reclamaron la sanción de una legislación que regulara los contratos de arrendamiento- un terrateniente y dirigente ruralista como Ezequiel Ramos Mexía reconocía que la voz “latifundio” estaba en boca de todos: se había convertido en una “palabra mágica que tiene la virtud de erizar los pelos de horror hasta en los menos impresionables".21
La democratización, que sacó el problema agrario del ámbito de los expertos y lo proyectó al centro del debate cívico, tuvo un papel fundamental en la expansión de este humor crítico. No sólo la prensa popular amplificó la denuncia del latifundio y del terrateniente rentista. De maneras más elegantes, incluso intelectuales católicos de prestigio como Monseñor Franceschi se sumaron a la crítica de la gran propiedad, que pasó a articularse con el reclamo de justicia social que la Iglesia comenzaba a hacer suyo.22 Por supuesto, el clima internacional obró en el mismo sentido. En todas las naciones europeas donde la gran propiedad había sido por siglos uno de los pilares del orden social, su prestigio se vio erosionado y su poder desafiado. Acosada por el ascenso de los reclamos campesinos, la explotación de gran tamaño retrocedió en todas partes. Cuando terminó la Gran Guerra, ya había perdió toda legitimidad como base sobre la cual organizar la sociedad rural europea (Pan-Montojo, 2015; Vaskela, 1996).
Fue en este nuevo escenario que el problema del latifundio adquirió nuevos significados. Salvo para los socialistas -que siguieron pregonando una visión eminentemente política del fenómeno, e insistían en que el gobierno radical expresaba los intereses terratenientes-, el latifundio comenzó a ser conceptualizado ante todo como un problema de índole social. Para la mayor parte de los observadores de los problemas del campo, sus principales víctimas ya no eran las instituciones de la república o la calidad de la vida cívica sino las familias chacareras y la escuálida sociedad rural crecida a su sombra. La principal novedad de las tres décadas posteriores al Grito de Alcorta fue la emergencia de una literatura centrada en las dificultades y frustraciones del cultivador en tierra ajena, gran víctima del latifundio. Esta corriente de análisis giró en torno a las limitaciones de la agricultura arrendataria para dar forma a una sociedad rural próspera y pujante, capaz de nutrir un denso tejido comunitario (Hora, 2015).
Es cierto que, ya en el siglo XIX, la expansión de la agricultura en tierra alquilada había sido tenida por problemática. Hasta los años del Centenario, sin embargo, las críticas al arrendamiento solían enfocarse en cuestiones de índole más técnica que social. Así, por ejemplo, muchas veces se había argumentado que el énfasis en la escala por sobre el laboreo cuidadoso -la "agricultura de rapiña"- era poco adecuada para promover el cambio tecnológico y la protección de los recursos naturales. Esta línea de crítica a la agricultura arrendataria predomina en los trabajos de expertos agrícolas del cambio de siglo como Carlos Girola (1904) y Eduardo Rañá (1904).23 Todos ellos entendían que la agricultura propietaria era superior. Pero mientras la división del suelo continuó su avance, y muchos cultivadores lograban convertirse en propietarios y otros ascendían por la escalera del progreso social, las objeciones al arrendamiento dejaron en un segundo plano los nexos entre este modo de acceso a la tierra y la cristalización de un orden social desigual. Por otra parte, las impugnaciones de los expertos centradas en las limitaciones técnicas de la agricultura arrendataria fueron poco escuchadas, y por razones comprensibles. En la medida en que a lo largo de esas décadas el volumen de la producción no hizo sino crecer a un ritmo formidable -al punto de hacer a la Argentina uno de los cinco primeros exportadores mundiales de granos- las denuncias contra su primitivismo tecnológico cayeron en saco roto. Los argumentos de esos voceros del pesimismo parecían más apropiados para legitimar la voz de los especialistas que para explicar por qué el país se había convertido, casi de la noche a la mañana, en una potencia agrícola (Hora, 1994).
Tras la Gran Guerra, aún cuando el ritmo de crecimiento se hizo algo más pausado a causa del fin de la incorporación de tierras de frontera, el producto agrícola y las exportaciones siguieron creciendo, ahora impulsadas por la intensificación del uso del suelo. Pero algo importante cambió en el curso de las décadas de 1910 y 1920. En un contexto marcado por el alza de la renta, el dinamismo exportador se mantuvo, en gran medida, a costa de los cultivadores. Por una parte, el encarecimiento del suelo hizo que el arrendamiento dejara de ser concebido como un escalón hacia la propiedad. Además, en distintos momentos la baja de los precios del cereal contrajo el ingreso agrario y, por ende, las ganancias de los agricultores. Todo ello se tradujo en una erosión de las expectativas de progreso y, en años difíciles, en una caída del nivel de vida de la familia arrendataria. De allí que, en el nuevo escenario de mayor rigidez social y contracción del ingreso consagrado tras Alcorta, los relatos de progreso popular tan típicos de las narrativas sobre el campo de las décadas del cambio de siglo se volvieran más infrecuentes y perdieron verosimilitud. Progresivamente, fueron eclipsados por una nueva imagen, cuyo centro estaba ocupado por la figura del latifundista indolente y egoísta, gran explotador de los trabajadores de la tierra. El hecho de que ello sucediera cuando la comunidad de agricultores había alcanzado mayor madurez y articulación interna -que fuese capaz, por ejemplo, de darse una voz gremial y editar un periódico como La Tierra- le dio más volumen a esta crítica.
En síntesis, el angostamiento de las avenidas de progreso económico y social, y la intensificación del conflicto entre terratenientes y arrendatarios que fue su consecuencia directa, hizo que la dimensión social del problema del latifundio pasara al primer plano en el eje del debate sobre el campo. Los escritos de figuras como Pedro Marotta y Roberto Campolieti, ambos agrónomos de prestigio y dilatada carrera, nos ofrecen ejemplos de esta perspectiva, por otra parte dominante entre los analistas del problema agrario de esos años (Lázaro Nemirovsky, Celestino Sienrra, Juan L. Tenembaum, se cuentan entre ellos) en las tres décadas posteriores a Alcorta. Sus argumentos sintonizaron con un clima de época preparado para atender sus razones. La gran propiedad, afirmaban estos expertos, era la responsable de la existencia de una clase de agricultores nómades, sin horizontes de mejora, que carecían de todo incentivo para invertir en las tierras que alquilaban o para nutrir la vida comunitaria local. La ganadería extensiva y la agricultura arrendataria, continuaban, distribuían el ingreso de manera muy desigual y creaban una sociedad con escasa vida asociativa, déficits de vivienda, y pobres servicios educativos, sanitarios y culturales. El costo social del latifundio elevado: agricultores empobrecidos y privados de futuro, un orden rural que había perdido la capacidad de promover el progreso de la comunidad.24
¿La Argentina estaba dispuesta a pagar este precio? La pregunta, formulada una y otra vez desde 1912, se volvió muy acuciante cuando el país sintió el impacto de la Gran Depresión. En esos años, el desprestigio de la gran propiedad alcanzó una nueva cota, y la penuria chacarera del primer tercio de la década de 1930 pasó a representar el ejemplo más clamoroso de las iniquidades del orden social argentino. “El principal problema existente hoy en el país es el de la tierra”, afirmaba en 1937 Bernardino Horne, uno de los principales expertos agrícolas del radicalismo, y muchos seguramente coincidían con este diagnóstico.25Hay que señalar, sin embargo, que ese duro momento no amplió significativamente el conjunto de argumentos con los que se venía enjuiciando a la gran propiedad y a la agricultura arrendataria desde que la armonía se perdió en Alcorta.26 En todo caso, la condena se hizo más maciza y extendida. Aún así, la respuesta al interrogante evocado al comienzo de este párrafo se reveló positiva. El campo requería reformas urgentes, que sin embargo no iban a producirse.
Y es que incluso en esa década en la que el patrón de crecimiento articulado en torno al sector agroexportador exhibió rendimientos decrecientes, un vasto consenso que comprendía desde la Concordancia al Partido Socialista siguió confiando en que ese rumbo constituía la opción más conveniente para impulsar el progreso del país, aún si parte considerable de los habitantes de la campaña quedaban al margen de sus beneficios. Pese a todas las tensiones derivadas de la caída del ingreso agrario y el deterioro de la calidad de vida y de las expectativas de progreso de la población rural, la década de 1930 volvió evidente que los terratenientes eran las figuras más conspicuas de una economía agraria que, con todas sus falencias, y en un mundo que viraba hacia el proteccionismo, seguía constituyendo la principal locomotora de la economía nacional. Y la continuidad de ese proyecto de desarrollo que daba vida a la sociedad y la economía urbanas -donde para entonces ya residían y trabajaban 2 de cada 3 argentinos- justificaba el costo de darle la espalda a las demandas de reforma rural provenientes de lo que, en definitiva, no era sino un sector minoritario de la población, de peso demográfico y político decreciente en la vida nacional.
En efecto, primero con la democratización, y luego con las migraciones internas de la década de 1930, terminó de confirmarse que las grandes urbes se habían convertido en el centro de gravedad de la vida pública y que, por ende, la sociedad rural pampeana ya no podía ofrecer una base política lo suficientemente sólida como para impulsar un proyecto reformista. La denuncia de las iniquidades del orden rural despertaba simpatía e incluso conmovía al público urbano, pero no era capaz de movilizarlo detrás de un programa de reforma consecuente. El hecho de que la reforma agraria suponía costos fiscales que, de manera directa o indirecta, iban a caer sobre la población urbana, que constituía el sector mayoritario del electorado, le restó atractivo a cualquier iniciativa orientada en esa dirección. Una cosa era criticar el latifundio; otra, muy distinta, era pagar impuestos más altos para expropiarlo o verlo desaparecer. Así, pues, en esos años crepusculares del país exportador la denuncia de los males sociales asociados al latifundio se volvió tan extendida como ineficaz. Mientras el campo continuase siendo concebido como, según una conocida expresión de Federico Pinedo, la rueda maestra del engranaje económico argentino, los intereses de un grupo minoritario como el de los arrendatarios no podían torcer el rumbo de la política agraria.
Este modo de concebir la inserción internacional de la Argentina, todavía vigente a fines de la década de 1930, y el lugar que esa inserción le asignaba al sector exportador, no sobrevivieron a las conmociones que provocó la Segunda Guerra Mundial. La guerra puso de relieve que el avance industrial alcanzado en las difíciles circunstancias abiertas por la Depresión no había sido lo suficientemente sólido y comprensivo como para atenuar la dependencia del país respecto de los mercados, el capital y la tecnología provistos por los países del Atlántico Norte. Así, pues, en esos años de aislamiento económico e incertidumbre sobre el futuro del orden internacional terminó de cobrar forma la idea de que había llegado el momento de impulsar un giro drástico en la orientación de la política económica. La elite dirigente, ella misma ampliada y transformada al calor del ascenso de la industria y el ejército, fue ganada por la convicción de que era necesario promover un proceso de crecimiento endógeno, basado en la expansión del mercado interno como fuente de oferta y demanda y en un papel más activo del sector público como promotor de la inversión y el consumo. Según esta visión, la manufactura debía convertirse en el motor del proceso de diversificación de la estructura productiva y en el núcleo a partir del cual forjar una sociedad más justa, moderna e integrada. Al elevar a la industria al lugar de centro de la economía nacional no sólo los problemas de los agricultores sino los del campo en su conjunto comenzaron a verse desde otra perspectiva, lo que abrió el camino para la tercera etapa que nos interesa considerar.

d. El latifundio como problema económico
Perón fue el responsable de este giro en el patrón de desarrollo (así como de popularizar las ideas a él asociado), que ganó apoyos y legitimidad como parte de una promesa más vasta de justicia social. Por un tiempo -y precisamente porque evocaba intensamente un poderoso reclamo de reparación de agravios-, el ideal de la reforma agraria y el de un nuevo país industrial que el peronismo abrazó parecieron avanzar juntos. De hecho, durante la campaña que lo llevó a la presidencia, el coronel Perón promovió la causa antilatifundista con entusiasmo, y se comprometió a hacer verdad lo que hasta entonces muchos otros sólo habían prometido. “El problema argentino está en la tierra”, decía a fines de 1944, y auguraba un futuro en el que “no habrá un solo argentino que no tenga derecho a ser propietario de su propia tierra".27 Un quinquenio más tarde, sin embargo, las amargas protestas de intelectuales agraristas afines al peronismo como Antonio Molinari y Reinaldo Frigerio contra la política de un gobierno que sentían suyo nos revelan que el sueño de la reforma agraria había quedado como una asignatura pendiente.
Dos factores decidieron esta suerte. Por una parte, la política agraria justicialista, pobremente concebida, tuvo un efecto muy negativo sobre la producción de cereal. Al asumir en 1946, Perón puso en marcha un sistema de precios administrados destinado a transferir ingresos desde el agro hacia la industria. La reacción de los agentes de la agricultura exportadora ante la caída de rentabilidad de esta actividad fue una drástica reducción del área cultivada. Agravada por motivos climáticos (en particular, la gran sequía de 1951-2), la contracción de la producción exportable hizo que a comienzos de la década de 1950 el “granero del mundo” por momentos se viera obligado a alimentar a su población con un pan negruzco, de calidad inferior. En palabras del propio Perón, en esos años el país sufrió “el más aplastante déficit de la producción agropecuaria de que se tenga conocimiento en la historia económica argentina".28
Este humillante fracaso de la Nueva Argentina no sólo amenazó algo tan importante como el bienestar de los consumidores. El desplome de la única actividad productiva capaz de generar las divisas con las que importar insumos y bienes de capital también comprometió el núcleo del programa industrializador con el que el peronismo aspiraba a reformular el perfil de la economía nacional. Ese fue el momento de la verdad para la política agraria peronista. Obligado a elegir entre empujar la reforma agraria o asegurarse un mínimo de producto y de divisas con las que, a su vez, sostener su proyecto más ambicioso, Perón no dudó sobre qué intereses debía sacrificar. En su segunda presidencia, elevó las cotizaciones pagadas por los cereales, aumentó el crédito y les aseguró a los empresarios agrarios que sus intereses no volverían a ser ignorados y, sobre esta base, intentó convencerlos de volver a apostar por el cultivo de cereales.29
En junio de 1953, Perón reunió a un público de agrarios en el teatro Colón para prometerles que los desencuentros de años previos habían quedado atrás. Y como parte de su apuesta por la moderación no sólo reafirmó su compromiso con la protección de los derechos de propiedad sino que subrayó la legitimidad de la empresa privada e incluso las virtudes de la gran estancia. Allí nació un segundo Perón, que desplazó el problema agrario del terreno de la equidad al de la eficiencia. Más preocupado por la productividad que por la justicia social, Perón endulzó los oídos de sus interlocutores. “El latifundio no se califica por el número de hectáreas o la extensión de tierra que se hace producir”, afirmó el jefe de estado, sino que se define “por la cantidad de hectáreas, aunque sean pocas, que son improductivas.” De allí que, continuaba el presidente, “si se hacen producir a veinte o cincuenta mil hectáreas y se le saca a la tierra una gran riqueza, ¿cómo la vamos a dividir? Sería lo mismo que tomar una gran industria ... y dividirla en cien pequeños talleres para que fuera antieconómico".30
Esta proclamación de la primacía de la eficiencia por sobre la justicia social, referida a una temática tan cara al ideario del reformismo agrario, suscitó críticas y acusaciones dentro y fuera de la coalición gobernante. Pero también sirvió para cristalizar una nueva retórica en torno al latifundio que, desde entonces, se volvió dominante. Desde entonces, el incremento de la producción pasó a ser la primera -y por momentos la única- prioridad de la política agraria, y no sólo para el peronismo. De hecho, todas las administraciones que se turnaron en el poder después de 1955 (militares, radicales, peronistas) pensaron que el campo debía poner sus ventas externas al servicio del desarrollo industrial, al que concebían como la verdadera sala de máquinas de un país moderno. Las ventajas comparativas de la producción agropecuaria debían promover, por la vía de las transferencias de ingresos, el crecimiento y diversificación del sector manufacturero y el desarrollo urbano. Este credo industrialista se impuso entre los expertos y los representantes de los principales intereses organizados, y primó también en la opinión pública. Los partidarios de la reforma agraria se fueron quedando solos.
Así, pues, a partir de la década de 1950 el debate sobre el latifundio adoptó su última encarnación. La denuncia de la gran propiedad no desapareció, pero dejó de pivotear sobre sus limitaciones sociales y pasó a organizarse en torno a sus dificultades para cumplir con el nuevo papel que le había atribuido una nación que sólo tenía verdadero interés en lo que sucedía en las ciudades y sus periferias industriales. Esta manera de concebir el problema no respondió exclusivamente al cambio estructural en la función asignada al sector rural en la estrategia de desarrollo promovida desde el estado. También se alimentó de una generalizada insatisfacción ante la pobre performance exhibida por el agro a lo largo de gran parte de la segunda mitad del siglo. La abrupta contracción de la producción cerealera que había forzado a Perón a humillarse ante los representantes de los intereses rurales fue detenida, pero sólo para dar lugar a un lento crecimiento del producto agrario y en particular del exportable, que siguió comprometiendo el avance del programa industrializador. Para muchos, el culpable de ese “estancamiento agrario” que cada tanto provocaba cuellos de botella en el sector externo era la gran propiedad.31
Esta insatisfacción mantuvo viva la denuncia contra la gran explotación, acusada de hacer un uso ineficiente de los recursos y de ser menos dinámica que las empresas familiares. Pero mientras el segundo Perón, el eficientista, se había propuesto impulsar la producción vía una mejora de los precios, desde fines de la década de 1950 ganó peso una visión más comprensiva de la cuestión, que veía el problema del estancamiento a la luz del retraso tecnológico del campo. Articulada por primera vez por Arturo Frondizi y los desarrollistas, esta visión insistía en que el incremento del producto agrícola no dependía tanto de la eliminación de los grupos rentistas y la creación de nuevos sujetos productivos o de la mejora de los precios sino de la incorporación de tecnología en las empresas existentes. Es “absurdo creer que la economía agraria mejoraría si se modificara el régimen de tenencia de la tierra”, sentenciaba el influyente Rogelio Frigerio en 1962, y agregaba que “al agro, como a la industria, le faltan capitales suficientes, tecnología, organización empresarial e infraestructura”. La carencia de dinamismo del sector, concluía este cerebro del desarrollismo, “no es un problema de relaciones jurídicas del productor con la tierra ni es un problema de la propiedad de la tierra, sino de la productividad de la explotación agraria".32
Aun cuando el frondizismo fracasó en el plano político, los grandes trazos de la visión desarrollista con la que se había identificado alcanzaron en poco tiempo la condición de una creencia ampliamente compartida, que dominó el debate sobre el campo por varias décadas. La dictadura del general Onganía avanzó en esta línea, tal como se revela en su proyecto de impuesto a la renta potencial, destinado a castigar a las empresas menos eficientes (Sánchez Román, 2014). Incluso los programas de reforma agraria formulados desde la izquierda en la era desarrollista tuvieron un sesgo productivista. El propio Partido Comunista advertía en 1962 que su proyecto de reforma agraria “no se propone el principio de expropiar indiscriminadamente todas las tierras. Al contrario, se establece que aquellos propietarios que explotan en forma racional la agricultura y la ganadería no serán expropiados, siempre que utilicen métodos modernos de cultivo o de cría de animales".33 Para todos, pues, la eliminación de las ineficiencias asociadas al latifundio ya no estaban destinadas a redimir a los chacareros o a los pobres del campo sino a promover la creación de una agricultura más dinámica, con mayor potencial para asistir al desarrollo de la Argentina urbana.

El fin del problema del latifundio

Política, sociedad, economía: estas fueron los dominios que encuadraron, de manera sucesiva, la reflexión sobre nuestra principal cuestión agraria. Visto en perspectiva, si el latifundio pampeano constituyó un problema de relevancia en el debate cívico y en la imagen que la Argentina labró de sí misma fue, precisamente, porque este objeto polisémico evocó los tres grandes desafíos que la nación afrontó a lo largo de su historia. En el siglo XIX el latifundio expresó los dilemas que, tras el derrumbe del imperio y en medio de la dictadura y la guerra civil, enfrentaba la construcción de las instituciones de la república. La gran propiedad fue entonces denunciada por Sarmiento, Mitre y Avellaneda, y luego por Juan B. Justo, como un enemigo del progreso político y de la formación de un nuevo orden social. Cumplió la función de designar aquel ámbito social y productivo donde se generaba relaciones políticas que eran incompatibles con la formación de una ciudadanía responsable y las instituciones de la república democrática y liberal.
La consolidación del orden constitucional fue quitando relevancia a esta manera de concebir el problema rural. En la era dorada de la expansión exportadora, además, el latifundio perdió gravitación en el debate cívico. Su retorno al centro del escenario se produjo tras el conflicto agrario de Alcorta, pero entonces emergió con un nuevo rostro y otros significados. Desde entonces, la impugnación a la concentración del suelo pasó a expresar una inquietud cada vez más extendida por los déficits de justicia social que esa sociedad más madura, políticamente más articulada, a la vez que democratizada por la reforma electoral, estaba poniendo en discusión. Por cuatro décadas, la propiedad terrateniente fue vista ante todo como un obstáculo a la constitución de una sociedad rural más próspera e inclusiva. Esta demanda de igualdad encontró expresión en los principales intérpretes del latifundio de esos años: Campolieti y Marotta, Horne y el primer Perón.
Hacia mediados de siglo, el creador del justicialismo fue el encargado de colocar la discusión sobre la Argentina agraria en un nuevo plano. Perón llevó la crítica al latifundio más lejos que cualquier gobierno anterior. Sin embargo, cuando tuvo que elegir entre impulsar la reforma agraria y atender las demandas de los trabajadores urbanos y del país industrial, no dudó en inclinarse en favor de esta segunda opción, que para esos años no sólo representaba al sector mayoritario de la población sino que encarnaba la idea de modernidad económica y justicia social de manera más amplia e comprensiva. Al mismo tiempo, la pobre performance exportadora de la segunda mitad del siglo dio forma a un nuevo escenario en el que el latifundio fue interrogado con la vista fijada en los obstáculos que trababan el crecimiento del sector manufacturero. El segundo Perón fue el promotor de este giro eficientista, y en su estela avanzaron Frondizi e Illia, y más tarde Onganía. Para entonces, desacreditada la idea de que el latifundio era el ámbito donde se alimentaba el poder propietario, y abandonada toda preocupación por la dimensión social del problema de la tierra pampeana, la gran explotación se había convertido en un problema de naturaleza predominantemente económica.
A lo largo de trayecto que explora este artículo, la denuncia de la gran propiedad se realizó en nombre de las virtudes (políticas, sociales, económicas) de la empresa familiar en tierra propia. La naturalidad con la que este ideal de sociedad rural se impuso en todo el arco ideológico, y su persistencia en el tiempo, merecen destacarse. Pues la casi completa derrota de George y de Marx nos revela algo importante sobre el modo de concebir el latifundio pero también sobre las fuerzas que moldearon nuestra vida pública. Nos ofrecen el espectáculo de una nación en la que, al menos desde el amanecer de la era liberal y hasta los tiempos desarrollistas, las visiones predominantes sobre el orden social deseable y sobre los modos de construirlo han estado marcadas por ideas de impronta reformista y moderada. Es sabido que este amplio consenso de signo progresista no siempre logró atenuar la virulencia del conflicto político, cuya radicalidad adquirió, por momentos, una intensidad considerable. Pero salvo en contextos muy específicos, quienes aspiraron a desafiar los ideales de desarrollo agrario que la mayor parte de los argentinos hicieron suyos no encontraron sino apoyos minoritarios y, por fuera de ellos, indiferencia u hostilidad.
¿Qué sobrevive hoy del problema de la gran propiedad? Las distintas formas de impugnación a la concentración del suelo que hemos visto desplegarse en estas páginas forman parte del paisaje de un país que ya no es el nuestro. En las últimas tres o cuatro décadas, la palabra latifundio, así como los problemas que a lo largo de más de un siglo evocó este término, han perdido vigencia. Incluso durante el conflicto del campo de 2008 -la mayor movilización agraria de nuestra historia-, la crítica a la gran propiedad no sólo ocupó un lugar menor en la disputa de ideas sino también (y más revelador) en el arsenal de diatribas y acusaciones nacidas al calor la lucha política (Hora, 2010b).
¿A qué se debe el ocaso del problema del latifundio pampeano? Por una parte, a que la gran estancia nacida en el siglo XIX ha perdido toda gravitación en la vida económica, lo mismo que los estancieros que en su momento ocuparon la cima de la elite propietaria. Y ello al punto de que el auge contemporáneo del agrobusiness ha erigido un nuevo tipo de capitalista rural que es, más que un terrateniente, un gran arrendatario. Sus exponentes más conocidos son figuras como Oscar Alvarado o Gustavo Grobocopatel, o los administradores de los grandes pools de siembra, que se definen como empresarios más que como propietarios. Estos hombres de negocios se parecen más al dinámico capitalista agrario descripto por Marx que al terrateniente ocioso retratado por Justo, Marotta o el primer Perón. En la era de la siembra directa, la biotecnología y la agricultura de precisión -pero también de la sensibilidad ante el daño medioambiental- estos empresarios son figuras polémicas, pero siempre asociadas con el poder transformador del capital.
Identificada con este tipo de agentes productivos, la moderna empresa agraria de gran tamaño, lejos de constituir un obstáculo al crecimiento de la producción, se ha consagrado como la vanguardia productiva y tecnológica de una agricultura en expansión. Como otra cara de esta misma moneda, la idea de que la empresa familiar es superior a la de gran escala ha perdido vigencia, sobre todo en el plano tecnológico. Y ello al punto de que las grandes empresas agrarias de nuestro tiempo, dinámicas y expansivas, más que explotar el trabajo de los pequeños agricultores, han avanzado sobre sus tierras, en ocasiones hasta convertirlos en meros rentistas. En un marco dominado por el avance de la empresa arrendataria de gran tamaño y el desplazamiento y la pérdida de gravitación de los pequeños productores, la propiedad de la tierra ha dejado de ser la clave en torno a la cual se organizan no sólo las empresas sino también las narrativas sobre la cuestión agraria (Barsky & Dávila, 2008; Bisang, Anlló & Campi, 2008).
Así, pues, tras haber ocupado por más de un siglo un lugar privilegiado en el debate público, el problema del latifundio y de la concentración de la propiedad del suelo en pocas manos parece haber entrado en la historia. La discusión sobre qué lugar le corresponde al sector rural exportador en la forja de la estrategia de desarrollo más apropiada para crecer de manera sostenida, para conjurar las amenazas que penden sobre la estabilidad macroeconómica de un país hace tiempo aquejado por una balanza comercial crónicamente deficitaria y (lo más importante) para distribuir de manera más equitativa su riqueza, no se va a apagar en las próximas décadas, toda vez que esa querella evoca y refleja los dilemas de una nación poco exitosa a la vez que políticamente dividida contra sí misma y que, además, hoy busca su rumbo en un mundo de horizontes cambiantes e inciertos. Con todo, y a la luz de lo que sugiere este trabajo, parece razonable afirmar que el latifundio pampeano ya no desempeñará un papel relevante en el debate sobre el futuro de nuestro país.

Notas

* Roy Hora es Profesor Titular Regular en la Universidad Nacional de Quilmes e investigador independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Integra el Comité Académico del Posgrado en Historia de la Universidad de San Andrés. Es autor, entre otros libros, de The Landowners of the Argentine Pampas. A Social and Political History, 1860-1945 (2001; en castellano 2002),Historia económica de la Argentina en el siglo XIX (Buenos Aires, 2010), Historia del turf argentino (Buenos Aires, 2014), y ¿Cómo pensaron el campo los argentinos? (Buenos Aires, 2018).

1Agradezco los comentarios de los editores y los evaluadores anónimos de la revista. Algunos de los argumentos presentados en este trabajo fueron bosquejados en un breve ensayo publicado con el título de "El problema del latifundio", aparecido en Carlos Altamirano & Adrián Gorelik (editores) (2018), La Argentina como problema. Temas, visiones y pasiones del siglo XX(pp. 173-187). Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI. Para una visión más comprensiva del debate sobre la cuestión agraria puede consultarse mi ¿Cómo pensaron el campo los argentinos?, Buenos Aires, Siglo XXI, 2018.

2 Un panorama de estas cuestiones en Barsky & Gelman (2001), varios de los artículos compilados en Gelman (2006) y Míguez (2008).

3Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, 1939, tomo II, p. 304.

 4Sobre el georgismo, véase Ramos Gorostiza (2001).

5Una valiosa introducción a la literatura sobre los problemas agrarios en Barsky, Posada & Barsky (1992).

6AGN, Sala IX, 30-1-1, citado en Alemano (2016: 320).

7"Informe de P. A. García del 26/11/1811 y fragmentos del 'diario del viaje a Salinas'" (reproducido en Gelman, 1997: 81).

8Domingo F. Sarmiento: Facundo. Civilización y Barbarie. Buenos Aires: Colihue (primera edición de 1845), p. 205 (énfasis en el original).

9Para una visión general de las transformaciones de la economía rural en el siglo XIX pueden consultarse Barsky & Gelman (2001), Míguez (2008) y Hora (2010a).

10Alejandro Magariños Cervantes, “Rosas y su sistema”, en su Estudios históricos, políticos y sociales sobre el Río de la Plata, Paris, Tipografía de Adolfo Blondeau, 1854.

11Bartolomé Mitre, “El arrendamiento y el enfiteusis”, Los Debates, 16 de septiembre de 1857, reproducido en Tulio Halperin Donghi (selección, prólogo y cronología), Proyecto y construcción de una nación (Argentina, 1846-1880), Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980, p. 388-90.

12Nicolás Avellaneda, Estudio sobre las Leyes de Tierras Públicas, Buenos Aires, La Facultad, 1915, p. 174.

13Heraclio Mabragaña (compilador), Los Mensajes. Historia del desenvolvimiento de la Nación Argentina redactada cronológicamente por sus gobernantes. 1810-1910. Buenos Aires: Compañía General de Fósforos, 1910, Vol. 4, p. 288.

14El estudio más detallado sobre la expansión agrícola es Djenderedjian, Bearzotti & Martirén (2010). Visiones generales en Adelman (1994), Barsky & Gelman (2001), Míguez (2008) y Hora (2010a). Las mejores síntesis historiográficas son Míguez (2006, 2017).

15Juan B. Justo, El programa socialista del campo, Buenos Aires, Cooperativa Tipográfica, 1901, pp. 27-28.

16Alberto B. Martinez y Maurice Lewandowski, Argentine in the Twentieth Century, Londres, T. F. Unwin, 1911, pp. 128-130.

17Emilio Lahitte, “La Propiedad Rural”, Boletín del Departamento Nacional del Trabajo, no. 18, 30/9/1911, p. 746.

18Véase, por ejemplo, “La propiedad rural”, Boletín del Museo Social Argentino, I (1912), p. 44.

19Eleodoro Lobos, “Introducción”, a Miguel Angel Cárcano, Evolución histórica del régimen de la tierra pública, Buenos Aires, 1917, p. XXV.

20Emilio Coni, ¿Arrendamiento o propiedad?, La Plata, 1920, p. 5.

21Ezequiel Ramos Mexia, La Colonización Oficial y la Distribución de Tierras Públicas, Buenos Aires, 1921, p. 38.

22Gustavo J. Franceschi, La democracia y la Iglesia, Buenos Aires, Agencia General de Librerías y Publicaciones, 1918.

23Carlos Girola, Investigación Agrícola en la República Argentina, Anales del Ministerio de Agricultura (1904); Eduardo Raña, Investigación agrícola en la República Argentina; provincia de Entre Ríos. Buenos Aires: Biedma, 1904.

24Roberto Campolieti, La Organización de la Agricultura Argentina. Buenos Aires, Aquino, 1929; Pedro Marotta, Tierra y Patria: los Argentinos debemos realizar la segunda expedición al desierto. Buenos Aires: Imprenta Mercatali, 1932.

25Bernardino Horne, Reformas agrarias en América Latina y Europa, Buenos Aires, Claridad, 1938, p. 22.

26Pese a todo su dramatismo, la Gran Depresión no introdujo ninguna inflexión de importancia en la manera de conceptualizar el latifundio. De hecho, las principales obras de interpretación del problema de la tierra aparecidas en el período de entreguerras (Marotta, Campolieti, Nemirovsky, y la más modesta y esquemática La burguesía terrateniente de Oddone, cuyo propósito no era más que confirmar las ideas de Justo) fueron pensadas y escritas antes del inicio de la Depresión. La única excepción de nota se refiere a las propuestas de José Boglich, pero ésta no alcanzó gran eco ni siquiera en el seno de la izquierda. Al respecto, véase José Boglich, La cuestión agraria. Buenos Aires, Claridad, 1937.

27Presidencia de la Nación, Subsecretaría de Informaciones, El campo recuperado por Perón, Buenos Aires, 1952, p. 11.

28Juan D. Perón, “Mensaje presidencial al inaugurar el 87 período legislativo”, Hechos e Ideas XIV:110 (1953), p. 26.

29Para una síntesis de la política agraria peronista, véase Gerchunoff & Llach (1998). La evolución de la agricultura exportadora en el siglo XX es analizada en Barsky & Gelman (2001) y Hora (2012).

30Juan Domingo Perón, “La política agropecuaria del gobierno”, Hechos e Ideas, XIV:111 (1953), pp. 113.

31La literatura sobre el estancamiento agrario es analizada en Barsky (1998).

32Rogelio Frigerio, “La reforma agraria”, Clarín, 14/1/1962. Véase también Arturo Frondizi, El problema agrario argentino, Buenos Aires, Editorial Desarrollo, 1965.

33Codovilla, "La liberación nacional", p. 142 [destacado en el original].

 

Referencias

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Recibido: 07/06/2018
Aceptado: 14/09/2018

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