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Población y sociedad

versão On-line ISSN 1852-8562

Poblac. soc. vol.27 no.1 San Miguel de Tucumán jan. 2020

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.19137/pys-2020-270107 

Reseñas

Perspectivas en diálogo

Flavia Macías5 

5Población & Sociedad

Presentación

En nuestra segunda edición de Perspectivas en Diálogo, Hilda Sabato y Victor Peralta Ruiz dialogan con Robert Karl sobre su libro, Forgotten Peace. Reform, Violence, and the Making of Contemporary Colombia.

Forgotten Peace discute los preceptos más clásicos –y arraigados– que han funcionado como matriz interpretativa para explicar el papel de la violencia en la historia de América Latina. A partir del análisis del proceso de paz que siguió a la transición democrática de los años 1957-1958, la obra explora de modo original la resignificación de la violencia colombiana y el posterior surgimiento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Sabato, Peralta Ruiz y Karl se sumergen en un diálogo apasionante que retoma las principales hipótesis del libro y pone en discusión cuestiones clave: por una parte, las mutuas determinaciones entre la “pacificación” y la reactivación de la violencia; por la otra, la interacción entre el “país nacional”, el “país político” y el “país letrado”(y en el marco de dichas construcciones metafóricas, las acciones concretas de dirigentes, líderes sociales e intelectuales). La pregunta por la relación entre “política” y “violencia” incorpora un giro crucial en el debate. Asimismo, la comparación con otros procesos de paz en la región establece originales contrapuntos que enriquecen y dinamizan el caso colombiano.

Invitamos a nuestros lectores a compartir un intercambio intelectual estimulante que entrecruza originales abordajes e interrogantes sobre la violencia en perspectiva histórica, y que da cuenta de las múltiples aristas de un campo de estudio abierto y sumamente desafiante.

Flavia Macías Población & Sociedad

Debate sobre Forgotten Peace. Reform, Violence, and the Making of Contemporary Colombia. Robert Karl, California University Press, Oakland California, 2017, 344 pp. (traducción al español por Ediciones Lerner, Bogotá, 2018, 444 pp.)

La imagen de América Latina como un continente violento ha permeado por décadas las visiones sobre su historia hasta convertirse en un estereotipo de escasa utilidad a la hora de entender el pasado y el presente de nuestra vasta y heterogénea región del mundo. La historiografía reciente ha puesto esa imagen bajo la lupa no solo para cuestionar la presunta excepcionalidad latinoamericana en esa materia, sino sobre todo para interrogar el concepto mismo de “violencia”, explorar sus sentidos y analizar las formas de su manifestación y ejercicio para integrarlas en procesos sociales más amplios. En ese marco, el libro de Robert A. Karl, Forgotten Peace. Reform, Violence, and the Making of Contemporary Colombia, publicado en 2017, ocupa ya un lugar destacado dentro de esa producción crítica, pues aborda de manera novedosa un hecho considerado emblemático de aquella condición esencial atribuida a la región en su conjunto: “La Violencia” colombiana del período comprendido entre 1945-65.

Se trata, por cierto, de un tema muy transitado de la historia de Colombia, que ha inspirado una extensa bibliografía y ha dado lugar a debates intensos que llegan hasta nuestros días. En ese marco, Robert Karl ofrece una aproximación muy original por su punto de partida, sus hipótesis y su abordaje. El foco del libro está puesto en los esfuerzos que se llevaron adelante hacia fines de los años ‘50 y principios de los ‘60 por lograr la paz en un escenario que se había caracterizado por años de enfrentamientos armados y hechos de violencia en diferentes zonas de ese país. Estos intentos, que involucraron y movilizaron a diferentes actores sociales y políticos tanto a nivel nacional como regional y local, solo lograron resultados parciales, pero marcaron la vida personal y colectiva de quienes participaron de ellos a la vez que constituyen antecedentes importantes para lo que vino después. Esa historia, sostiene Karl, ha quedado relegada en la literatura posterior sobre esas décadas, que ha descartado los esfuerzos de construcción de una “paz criolla” por irrelevantes o inconsecuentes y ha priorizado una imagen del período como un todo subsumido bajo el nombre de “La Violencia.” Este concepto, destinado a imponerse, habría sido acuñado por intelectuales colombianos a partir de mediados de la década de 1960, justo cuando el país entraba en una etapa de menor violencia que la experimentada en los años previos. Esa denominación sintética llegaría a opacar tanto las diferencias entre distintos tipos de violencia, presente y pasada, como los experimentos destinados a buscar formas de pacificación. En ese marco, Forgotten Peace se propone, precisamente, explorar estos esfuerzos a la vez que arrojar luz sobre las construcciones intelectuales que derivaron en su relegamiento.

En función de ello, Karl ensaya una aproximación que combina diferentes escalas geográficas y temporales, a la vez que opera en varios planos de análisis. Hay aquí una interpretación que tiene proyección nacional, pero el foco de la investigación está en la macro-región de Gran Tolima, a la que considera “el teatro decisivo de la política en las décadas de 1950 y 1960” (p. 6). A lo largo del libro se busca articular lo nacional, regional y local en un juego de acercamientos y distanciamientos en el tiempo y el espacio que, aunque con resultados desparejos, permiten al autor profundizar en algunos episodios y coyunturas clave para dar cuenta del entrecruzamiento de actores en juego.

¿Quiénes son los protagonistas de esta historia de enfrentamientos, negociaciones, experimentos de “convivencia” (de ella se hablaba entonces) y ensayos de interpretación? Karl nos propone un abordaje múltiple y, recurriendo a una conceptualización nativa, distingue analíticamente tres conjuntos que a su vez se entrecruzan y superponen: el “país nacional”, el “país político” y el “país letrado”. Recoge así una denominación acuñada por el dirigente liberal José Eliécer Gaitán, quien en los años ‘40 interpretó la dinámica colombiana en función de una oposición entre la nación orgánica y popular, y la clase política recluida en Bogotá y ajena a la Colombia auténtica. En este libro, a las dos categorías iniciales se agrega la de “país letrado”, y las tres se utilizan de manera laxa, casi metafórica. Desprendidas de sus connotaciones valorativas originales, operan como plataformas de observación donde el autor ubica a los diferentes actores específicos de su narración, con nombre y apellido: dirigentes políticos, líderes sociales, intelectuales concretos. Ellos son los protagonistas efectivos que, con sus ideas, propósitos, voluntades y pasiones dan encarnadura a esta historia. Si bien el autor suele mencionar su inserción en instituciones –partidos políticos, la Iglesia, entre otros– o identificarlos como parte de colectivos mayores –agrupaciones sociales, formaciones armadas–, concentra su atención en cada uno de ellos individualmente, para escrutar sus acciones y seguirlos en sus trayectorias.

De esta manera, el primer capítulo lleva el sugestivo título de Mensajero de una nueva Colombia y está dedicado a presentar una figura central de todo el período y de este libro, Alberto Lleras Camargo. A través de ella, Karl sintetiza la situación del país en las décadas previas a la del ascenso de este liberal a la presidencia, para seguirlo en los capítulos siguientes ya como artífice clave del Frente Nacional y de la “paz criolla”, junto con otros dirigentes del “país político” que actuaron a lo largo de todo el período desde distintas posiciones partidarias y de gobierno. Por su parte, en los pueblos de la región de Gran Tolima, en sus montañas y valles remotos, encuentra el “país nacional”, que se hace presente a través de figuras concretas, como Peligro, Santander, Marulanda Vélez/Tiro Fijo, el Charro Negro, y otros personajes que podían tener filiación política diversa –liberales, conservadores, comunistas– pero eran sobre todo líderes locales, que encabezaban los reclamos de sus bases, negociaban con las autoridades, y comandaban las fuerzas guerrilleras. Forgotten Peace sigue las acciones de estos hombres (y tantos otros) que desde arriba y desde abajo fueron forjando una experiencia en que se alternaban, combinaban y superponían formas de violencia y esfuerzos de paz, de reforma, de convivencia y rehabilitación.

Un tercer actor cobra un papel decisivo en esta historia: los letrados, quienes escrutan, describen, interpretan lo que ven y ponen en circulación imágenes y visiones que contribuyen a forjar la realidad colombiana. Desde las primeras páginas del libro, el “país letrado” ocupa un lugar clave, encarnado en figuras particulares, entre las que se destacan Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Gonzalo Sánchez. Como integrante de la Comisión Nacional Investigadora de las Causas y Situaciones Presentes de Violencia en el Territorio Nacional, creada en 1958, el Padre Guzmán se internó en las zonas de conflicto y produjo uno de los primeros relatos sobre la dramática situación de las poblaciones afectadas por los choques armados, los desplazamientos forzosos de campesinos, las matanzas colectivas, la destrucción de bienes, el hambre, los asesinatos, y otros hechos semejantes que parecían no tener fin. Sus informes tuvieron impacto a escala nacional, y la figura de Guzmán siguió teniendo presencia en los años siguientes, cuando sus esfuerzos confluyeron con los de un grupo de sociólogos de inspiración reformista, quienes se sumaron a la búsqueda de soluciones pacíficas para el país. Entre ellos, Fals Borda, junto con el padre Camilo Torres y otros, se propusieron explorar el interior colombiano y aportar su conocimiento a la empresa colectiva. Junto con Guzmán, produjeron en 1962 el primer volumen de La violencia en Colombia, de enorme impacto político, pues ofrecía una interpretación global donde se buscaba articular la “violencia como idea” (en sus dimensiones política, económica, social y cultural) y la “violencia como práctica” (esto es, los hechos violentos en toda su crudeza). Karl otorga decisiva importancia a estas representaciones que, sostiene, modelaron la visión que los colombianos se fueron forjando de la violencia en su país y que culminaron con la consagración de la fórmula destinada a perdurar, la de La Violencia con mayúsculas, que condensa el pasado de violencias en plural en ese singular potente que sin embargo oculta más de lo que revela. Esta fórmula se originó en los años ‘60 pero habría alcanzado su expresión más elaborada veinte años más tarde, en la elocuente interpretación de Gonzalo Sánchez. Según Karl, los letrados de la década del 80 instituyeron La Violencia “como el marco dominante para entender el pasado” y también el presente de Colombia, un país “en guerra permanente y endémica”, y sentaron las bases para la creación de un mito colectivo nacional eficaz, una leyenda negra que, paradójicamente, contribuyó a crear una narrativa unificada para un país con una larga tradición de fragmentación.

Forgotten Peace articula, entonces, a todos estos actores en un relato dinámico, pautado por la cronología, pero donde el tiempo no es uniforme, sino que se desarma en momentos de intensidad diversa. En un escenario complejo y lleno de matices, los esfuerzos por pacificar las regiones más violentas tuvieron resultados modestos, nos dice Karl, pero merecen rescatarse para dar densidad a una historia que no es solamente la de la confrontación violenta. Por parte del estado, se crearon instituciones destinadas a favorecer la “paz criolla”, y sobre todo a paliar las consecuencias del conflicto político endémico; se pusieron en marcha mecanismos de negociación con los actores involucrados, pero también de represión a los resistentes o díscolos. Los protagonistas locales respondieron a esos intentos de maneras diversas, pero mostrando cierta inclinación por aprovechar las oportunidades de recuperar sus formas de vida previas, dejar las armas, retornar a la tierra. La decepción fue también parte de esa historia como lo fue la vuelta a la guerrilla para algunos o la resignación para otros, así como la desconfianza y la disputa entre funcionarios en competencia. Lo cierto es que la violencia no se mantuvo igual a sí misma, y los cambios en las formas de la guerra y de la paz abrieron nuevas etapas en la política colombiana, con el reflujo de las acciones violentas partidarias, el recrudecimiento del bandidaje, y la radicalización de las fuerzas de izquierda. En el epílogo, Karl trasciende los años de su estudio para dar cuenta de las novedades en el frente guerrillero, con la aparición del M-19 y unas FARC renovadas y proyectadas a escala nacional, y del impacto en la memoria colectiva y en las políticas públicas de las interpretaciones formuladas por la generación de Gonzalo Sánchez.

Esta es, como dijimos, una historia compleja de violencias en plural, de ideas y de hechos, y de los esfuerzos por forjar formas de convivencia pacífica donde predominaban otras pulsiones. Parte del atractivo del libro reside en la reticencia del autor a cualquier explicación que se pretenda omnicomprensiva, lo que lo lleva a rechazar explícitamente las versiones estructuralistas en circulación. Al mismo tiempo, evita aventurarse en el terreno de lo político y tematizar –en sintonía con la historiografía latinoamericana reciente que aborda esta problemática– la relación entre política y violencia en el período analizado. Retomo aquí un texto de Gonzalo Sánchez –Guerra y política en la sociedad colombiana, 1991– que se orienta en esa dirección. Lejos de brindar una visión unificada para toda la historia colombiana, allí Sánchez habla de “guerras” en plural y marca, en particular, una clara distinción entre el siglo XIX y lo que vino después. Se pregunta por el lugar de la violencia y el uso de la fuerza en la etapa de formación nacional, que contrasta comparativamente con sus postulados para el siglo XX. De esta manera, pone en primer plano lo que aparece soslayado en Forgotten Peace: los vínculos cambiantes entre política y violencia. Por cierto, en este libro hay una referencia recurrente a guerrillas, enfrentamientos armados, masacres, y otras manifestaciones de fuerza, así como a partidos y agrupaciones políticas, al estado y sus agencias, pero no se explora qué papel tiene la violencia en el sistema político y sus dinámicas. En ese sentido, cabría preguntarse –por ejemplo– por cómo entendían los partidos el uso de la fuerza, cómo lo instrumentaban y cómo vinculaban las acciones en ese registro con el resto de la actividad que desarrollaban tanto local como nacionalmente. O por el grado de aceptación o rechazo de las acciones de fuerza y, por lo tanto, por sus alcances y sus límites dentro de los parámetros políticos vigentes. Estas cuestiones podrían contribuir a explicar tanto los ritmos y las manifestaciones de la violencia de origen partidario como el cambio que parece producirse en la década del ‘60, cuando disminuye ese tipo de acciones y aparecen otras, como las que protagonizan los bandidos. ¿Estamos, quizá, frente a un viraje radical en las formas de hacer política?

En el mismo sentido, sería importante contar con mayor información sobre las organizaciones e instituciones armadas. Así, las guerrillas están presentes como fuerzas “de facto”, que operan en diferentes niveles, pero no sabemos quiénes las integraban, cómo funcionaban, cuál era su lugar en el andamiaje institucional del período. Teniendo en cuenta una larga tradición de ciudadanía armada en las repúblicas de Hispanoamérica, me pregunto si se puede trazar alguna conexión con esa tradición miliciana del siglo XIX o si estamos frente a organizaciones de otro origen y formato. Algo semejante ocurre con el ejército: está presente pero poco se dice sobre esa institución tan fundamental para la política del siglo XX en general y para los intentos de “paz criolla” en particular. Hay algunas referencias a ello cuando se menciona el golpe de Rojas Pinilla y su desenlace, o cuando se describe la represión a los bandidos, pero no se indaga en el carácter político de las fuerzas armadas en esos años, en su rol como corporación estatal o en su grado de autonomía vis-a-vis los partidos y el propio estado. Una reflexión sobre estos temas permitiría dialogar con la historiografía actual referida a otros lugares y otros períodos, así como entender mejor no solo el por qué y cómo de las violencias en la Colombia de mediados del siglo XX, sino también sus cambios en las décadas siguientes, durante y después de los programas reformistas de pacificación tan convincentemente analizados en este libro.

Estos y otros interrogantes me han inspirado las elocuentes páginas de Forgotten Peace, una obra innovadora, muy bien escrita, persuasiva en sus interpretaciones, y que invita a seguir pensando y trabajando sobre la historia de ese período decisivo de la historia de Colombia y de América Latina.

Hilda Sabato Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Ravignani - CONICET - UBA sabatohilda@yahoo.com

He de confesar, para evitar cualquier equívoco que se pueda desprender de mis comentarios, que disfruté la lectura del libro de Robert A. Karl. Considero que se trata de una obra fundamental, innovadora y, sobre todo, irreverente por su deseo expreso de apartarse de un dogma discursivo académico en plena vigencia. En efecto, esta obra se propone revisar una coyuntura, concretamente los años transcurridos entre 1957 y 1964, que los colombianos parecieran haber borrado de su memoria al referirse a ella exclusivamente como una etapa más de La Violencia experimentada en el siglo XX. Karl se propone demostrar que el uso de este concepto como sustantivo es injusto a la hora de dar cuenta de una época en que hubo un entusiasmo compartido entre el país político (los partidos), el país letrado (los intelectuales) y el país nación (la ciudadanía) por allanar un camino hacia la convivencia pacífica.

Bajo el sugerente título La paz olvidada, Karl se propone rescatar y dar relieve a esos momentos de esperanza y optimismo asociados con el proceso de paz omitidos por la historiografía colombiana. El autor no niega durante esos años la importancia de las múltiples aristas de la violencia, a nivel nacional, regional y local. De hecho, buena parte de la obra también se concentra en analizar la violencia que experimentaron los campesinos del Tolima Grande (región conformada por los actuales departamentos de Tolima y Huila) por parte del ejército y, asimismo, por los dos partidos políticos que pugnaron por dominar este escenario. Pero Karl confiesa su obsesión por rescatar ese lado oscurecido vinculado con los esfuerzos por forjar un entendimiento y una convivencia de contenido social. Recurriendo a otros conceptos clave que estuvieron en el vocabulario cotidiano del primer gobierno del Frente Nacional, como “Segunda República” y “rehabilitación”, el autor añade una expresión de su propia cosecha conceptual: la “paz criolla”. Esta es definida como una pacificación casera e improvisada, ya que no se basó en un modelo importado, pero también pactista y esperanzadora, liderada por el presidente Alberto Lleras Camargo y los liberales que sostuvieron su gobierno, pero también por el sociólogo Orlando Fals Borda, los sacerdotes Germán Guzmán y Camilo Torres y, sorprendentemente, hasta por el entonces joven activista social Manuel Marulanda (Tirofijo).

Es sintomático como, en un pasaje de su introducción, Karl confiesa su propósito de retomar en Forgotten Peace el fallido segundo volumen que el sacerdote Germán Guzmán Campos no llegara a redactar para La violencia en Colombia y que se debió titular “cómo se hizo la paz” (p. 2). Sin duda, Karl logra su propósito. Pero este esfuerzo revisionista tendrá en el futuro que lidiar en el asunto de su divulgación con el peso aplastante de un discurso confeccionado por los “violentólogos” y que se refleja en su decisivo dominio en el habla cotidiana y en las redes sociales. Sólo en Google hay 86 millones de entradas para el tema de La Violencia en Colombia y 665 mil para el asunto de La Literatura sobre La Violencia.

Un aspecto que quisiera plantear para la discusión es la posibilidad de hacer comparaciones entre el diagnóstico sobre las causas de la violencia sugerido por la Comisión Nacional Investigadora de las causas actuales de la Violencia colombiana de 1958, cuyo liderazgo fue asumido por el carismático sacerdote Germán Guzmán Campos, y otras realidades latinoamericanas. Karl expresa en un pasaje de su libro que no advierte una continuidad genealógica entre esa comisión y posteriores entidades oficiales de investigación, ya sea colombianas o foráneas. Ciertamente, la historia comparada de las comisiones de investigación latinoamericanas del siglo XX y del XXI debe tomar en cuenta los contextos específicos. Y, como lo destaca Karl, la Comisión del ‘58 se entiende dentro de un orden post autoritario como el colombiano que “era más maleable que el de los casos más famosos del Cono Sur” (p. 62). A ello se suma otro inconveniente: dicha Comisión no elaboró un informe oficial escrito de sus actividades, diagnósticos y recomendaciones. Sin embargo, hechos también esgrimidos por la Comisión como sus propósitos de potenciar la reconciliación de la sociedad con el Estado, de promover un trato con los entrevistados en calidad de ciudadanos con quienes se debe dialogar y, en última instancia, de alentar una receta de rehabilitación, convivencia y perdón entre perpetradores y víctimas, ameritaría una exploración comparativa a nivel latinoamericano. Concuerdo con Karl en que los casos de violencia diagnosticados por las comisiones de la verdad en el Cono Sur, en especial Chile y Argentina, por su ámbito de ocurrencia fundamentalmente urbano, son muy difíciles de compararse con el caso colombiano. Pero creo que son más cercanas las similitudes del caso colombiano con las violencias rurales y campesinas con las que tuvieron que lidiar, por ejemplo, la Comisión para el Esclarecimiento Histórico de 1994 en Guatemala, la comisión presidida por Mario Vargas Llosa sobre lo ocurrido en el poblado andino de Uchuraccay en 1983 o la Comisión para la Verdad y Reconciliación de 2004 en Perú. No se trata de emprender ni exigir en esta discusión dicha comparación, solo la sugiero como una posibilidad para un futuro estudio integral de las comisiones de la verdad.

A mi gusto uno de los personajes más fascinantes de Forgotten Peace es el joven Fals Borda. Karl le dedica varias páginas en sus capítulos quinto y sexto. Le define como “líder intelectual indiscutible” de la influyente sociología colombiana que se convirtió en la columna clave del nuevo discurso del país letrado en la época del Frente Democrático. Sus primeras investigaciones de sociología rural en un poblado de Cundinamarca, su encuentro concertado con el ministro de Educación en 1958, su implicación en la Acción Comunal emprendida para promover los esfuerzos de rehabilitación, su amistad y colaboración intelectual con el sacerdote Camilo Torres y su labor docente en la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia, son ampliamente abordadas en Forgotten Peace. En el capítulo Libros y bandoleros, 1962-1964 Karl analiza la participación de este sociólogo como coautor, junto con Guzmán Campos y Umaña Luna, del emblemático libro de la violentología colombiana, todos “creyendo en el poder transformador de las palabras como era propio de los letrados” (p. 167). Seguramente, los tres pensaban que su diagnóstico no sólo interpretaría objetivamente el fenómeno de la violencia, sino que sentaría las bases para iniciar la transformación social de Colombia. Pero Karl también destaca el amargo desencanto de Fals Borda cuando La violencia en Colombia se reeditó por novena vez en 2005. En efecto el sociólogo, en el prólogo que redactó, recordaba que sus ideas y las de sus dos colegas no habían hecho más que “rasgar velos, tocar áreas prohibidas y desafiar la ira de intereses creados” (La violencia en Colombia, 1986, t. 1, p. 11). A continuación, Fals Borda destaca los esfuerzos literarios y periodísticos para centrar el tema de la violencia al advenir el gobierno del Frente Nacional, materia prima fundamental de Forgotten Peace, pero también de organismos como la Sociedad Colombiana de Psiquiatría con su seminario Radiografía del odio en Colombia, las mesas redondas auspiciadas por el gobierno del departamento de Tolima o las iniciales publicaciones auspiciadas por la facultad de sociología de su universidad. Me habría gustado que Karl se hubiese explayado más en el significado de estas actividades durante la redacción de su trabajo, simplemente como un modo de reforzar su argumentación acerca del apogeo de la literatura de no ficción sobre la violencia y la paz en la Colombia del Frente Nacional.

¿Transmite Forgotten Peace cierta predilección por los políticos y letrados liberales implicados en el proceso de pacificación del Frente Nacional? Seguramente no ha sido intención del autor, pero ello parece traslucirse no tanto cuando se refiere a Lleras Camargo, a sus ministros o a los legisladores liberales, sino más bien cuando trata a los principales protagonistas conservadores de la época del Frente Nacional. Casi ninguno de ellos se salva de la crítica. El líder, Laureano Gómez, es el Monstruo, no porque Karl le haya puesto ese apelativo sino porque así le conoció la prensa de la época. La ira parece ser el único componente innato de su carácter. Del sucesor del presidente Lleras, Guillermo León Valencia, se afirma que es “una criatura típica del país político […], un conservador con una cuestionable comprensión de los problemas nacionales” (p. 121) y que “raramente defraudó las bajas expectativas que rodearon su elección” (p. 137). Por último, los conservadores fueron furibundos enemigos del influjo de la sociología por atacar la “objetividad de la historia”, en realidad la historia que ellos defendían a través del periódico El Siglo del que la familia Gómez era propietaria (p. 164). Ciertamente, Karl demuestra que fueron los conservadores quienes más obstáculos pusieron a la política de pacificación. Pero denostarlos casi exclusivamente es posible que no contribuya a relativizar la complejidad de un escenario donde los liberales también tuvieron su parte de responsabilidad en el fracaso de la “paz criolla”.

Por último, está el caso del origen de las FARC que se aborda en el séptimo capítulo. Karl insiste en el reclamo a la legalidad, apelando incluso a la constitución, por parte de los guerrilleros marxistas de Marquetalia, antecedente inmediato de la legendaria agrupación armada que después liderarían Tirofijo y Jacobo Arenas. Ambos en un principio intentaron formar una “república independiente” del Estado oligárquico que, enfatizaban, representaba la presidencia del conservador León Valencia, pero el experimento fracasó tras el aplastamiento militar de 1965. Es así como los comunistas sobrevivientes, afirma Karl, interiorizaron en adelante que la violencia estatal sólo se podía combatir con la violencia armada popular. En mayo de 1966 en la Segunda Conferencia Guerrillera oficialmente los combatientes que sobrevivieron a la represión del ejército crearon las FARC. Sus líderes, paradójicamente al igual que lo ocurrido con la desmemoria alentada por algunos artífices de la “paz criolla”, también olvidaron la tradición “legal” previa de los grupos armados del Tolima. Probablemente porque su tratamiento escapaba a las coordenadas cronológicas de su obra, Karl corta su reflexión sobre las FARC en el momento de su nacimiento, dejando así al lector con las ganas de conocer de qué modo estos combatientes a través de sus primeras acciones armadas contribuyeron a reforzar el mito de La Violencia.

Las observaciones o interrogantes que he vertido en esta reseña no restan ningún mérito a una obra que aventuro, muy pronto, se convertirá en un clásico de los estudios interpretativos acerca de los esfuerzos por la pacificación y reconciliación emprendidos en América Latina en la época contemporánea. Desde ya, forma parte de las lecturas obligatorias que recomendaré a colegas que se inicien en el asunto de la violencia desde una óptica que considere a la paz como una problemática central de su resolución.

Víctor Peralta Ruiz Consejo Superior de Investigaciones Científicas – Madridvictor.peralta@cchs.csic.es

Con la publicación inicial de Forgotten Peace (2017) y su posterior lanzamiento como La paz olvidada (2018), el proyecto de trabajo que inició su vida como ensayo de segundo semestre de doctorado alcanzó una trayectoria mucho más larga y diversa de lo que yo hubiese imaginado. Con este diálogo, el intercambio de ideas alrededor de mi libro se extiende más allá de los Andes colombianos y –como veremos– del siglo XX. Estoy muy agradecido a Flavia Macías por esta oportunidad, y a Hilda Sábato y Víctor Peralta Ruiz por sus lecturas y críticas tan generosas.

Los comentarios que conforman este foro pueden dividirse en tres grupos: aquellos que refieren a un pasado que fuera ya remoto para los protagonistas de la política colombiana a mediados del siglo XX; aquellos que concentran su atención sobre su presente; y los que se enfocan en torno a un pasado más cercano para nosotros. En el marco del primer grupo se encuentran los comentarios de Hilda Sábato, quien formula una serie de preguntas medulares en torno a los legados del siglo XIX en la vida política –y sobre todo marcial–, entre las décadas de 1840 y 1860. Aunque no he estudiado el siglo XIX con mayor detalle, considero que la tradición miliciana que señala Sábato fue asociada con el federalismo aplastado más tarde por el centralismo plasmado en la constitución de 1886. Los rastros de la tradición miliciana que sobrevivieron lo hicieron no tanto dentro de identidades nacionalistas o regionales sino más bien en el marco de dos partidos, el liberal y el conservador. A su vez, estos legados llegaron a colombianos como Pedro Antonio Marín -nacido en 1930 y futuro fundador de las FARC- a través de las memorias de sus ancestros. El abuelo de Marín, por ejemplo, fue corneta en los ejércitos liberales durante la Guerra de los Mil Días (1899–1902). Según los relatos de Marín registrados por Arturo Alape (Las vidas de Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda Veléz, Tirofijo, 2004), el abuelo “hablaba con dominio de autoridad familiar de historias de la Guerra de los Mil Días”.

La violencia experimentada en dicho pasado no solo se manifestó en las historias contadas sobre la adversidad de la guerra o la lealtad al partido. Los fusiles remanentes de la referida contienda armada –que, según palabras de otro combatiente, en el campo se “conservaban de generación en generación” – proveerían a los guerrilleros liberales del sur del Tolima de su primer armamento, cincuenta años después. Asimismo, y más directamente relacionado a las preguntas de Sábato, para comienzos de los años 60 del siglo XX, algunos cuadros comunistas buscarían inspiración en el “código guerrillero de los Mil Días”.

En definitiva, los referidos interrogantes nos permiten repensar aquellos fragmentos archivísticos en clave de continuidad entre los siglos XIX y XX. Pero también plantean posibles discontinuidades, por ejemplo, respecto de “los vínculos entre política y violencia”. El hecho de que en Forgotten Peace “no se explora qué papel tiene la violencia en el sistema político y sus dinámicas” remite a varios problemas o límites metodológicos. Primero, es bastante difícil acceder el quehacer político de los partidos a nivel regional y local. Una forma de abordar la cuestión podría ser la lectura sistemática de expedientes judiciales en archivos de provincia, ya que incluyen una rica perspectiva sociológica de la política como experiencia vivida. Consulté varios de esos expedientes para Forgotten Peace, pero el análisis que propone Sábato requiere, sin dudas, de toda una tarea investigativa específica.

Un segundo límite metodológico es la escala temporal de mi libro. El mismo constituye un estudio de más o menos diez años que no apunta a una interpretación profunda sobre el sistema político en las claves que señala la historiadora argentina. Una obra reciente que sí toma una perspectiva de más larga duración es El orangután con sacoleva: Cien años de democracia y represión en Colombia (1910–2010) de Francisco Gutiérrez Sanín (2014) –libro que, por cierto, no tuve la oportunidad de conocer antes de la publicación de Forgotten Peace–. El énfasis de Gutiérrez Sanín está puesto más bien en los patrones recurrentes a lo largo del siglo XX. Siguiendo sus argumentos, el Frente Nacional concibió el retorno al constitucionalismo como herramienta clave para el Partido Liberal -como había ocurrido también en 1936 y 1945. Entre 1957 y 1958, los líderes liberales pactaron con sus pares conservadores para lograr consagrar a través de una reforma constitucional la división del poder. Esta división buscaba romper el vínculo entre política y violencia que había existido desde los años 40 y la restauración conservadora. En 1968, después del periodo tratado en Forgotten Peace, el presidente liberal Carlos Lleras Restrepo realizó otra reforma constitucional que modernizó el Estado pero también consolidó ciertas formas de clientelismo legislativo (Marco Palacio, 2003). ¿Se pueden entender estos cambios como un incentivo para que los políticos nacionales y algunos regionales renuncien al uso de la violencia en la política? Quizá sí. De nuevo, sin una investigación concentrada específicamente en la escala local o regional, es difícil precisar la relación entre diferentes dimensiones sub-nacionales, y entender la vida interior de las redes políticas y sociales que constituyen los partidos.

En el marco de la historia más reciente, Víctor Peralta Ruiz llama la atención a “un futuro estudio integral de las comisiones de la verdad”. La historia de la coyuntura 1957-1960 es tan densa que podría ser el sujeto de un estudio más detallado que el mío -que por su parte buscaba narrar trayectorias más largas. Quisiera mencionar algunas fuentes que se podrían usar para realizar una historia más detallada de los procesos durante el Frente Nacional, comparables con lo que ahora se llama el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición. Primero, la Universidad del Valle en Cali encontró en México el famoso archivo perdido de la Germán Guzmán Campos. Se habla de 10.000 páginas de la Comisión Nacional Investigadora de las Causas y Situaciones Presentes de Violencia en el Territorio Nacional (la llamada Comisión de Paz de 1958) –algunas de ellas ya disponibles en forma digitalizada en el Archivo Virtual Germán Guzmán Campos, http://germanguzman.univalle.edu.co/–. Segundo, el tratamiento que da Forgotten Peace al equivalente de la justicia transicional que existía a comienzos del Frente Nacional –los tribunales de gracia– es bastante ligero, dado la escasez de fuentes que pude encontrar. Ahora tengo conocimiento de más, entre ellas, los expedientes judiciales y artículos de prensa. Éstos permitirían reconstruir los destinos de algunos excombatientes perdonados después de la paz criolla.

En cuanto al tema de la verdad y la justicia transicional, es interesante observar cómo el diseño institucional del proceso de paz actual comparte algunos aspectos con la experiencia del Frente Nacional. Los arquitectos del acuerdo de paz de 2016 decidieron poner en marcha el sistema de justicia transicional, la Jurisdicción Especial para la Paz, de forma simultánea –en vez de secuencial- con la Comisión de la Verdad. Así funcionaban también los sistemas análogos a finales de los años 50, aunque de una forma mucho menos formal e institucionalizada. En general, la implementación del acuerdo de paz se desarrolla en un marco constitucional más conducente, hasta que varios elementos del acuerdo son “blindados” por ser parte del orden constitucional. En contraste, muchas de las políticas estatales en pro de la paz en los años 50 y 60 del siglo XX dependieron de los poderes extraordinarios del ejecutivo. Esto implicó que tales programas estuvieran más sujetos a los imperativos políticos, situación que impidió en varias ocasiones su alcance.

Las noticias diarias desde Colombia nos traen nuevos matices para entender las historias de la violencia y la paz. En conversaciones recientes sobre La paz olvidada, varios colegas colombianos me han planteado la pregunta de qué alternativas pueden plantearse a la noción de “la paz criolla”. La más atractiva es “la paz territorial”, un concepto muy de moda en las discusiones alrededor del actual proceso de paz en Colombia. El término no tiene un equivalente directo en inglés. “Peace on the ground” sería la traducción más adecuada pero ésta no capta el juego de escalas, la dinámica entre centro y periferia y, sobre todo, la construcción local de la paz que involucra “la paz territorial”. Si escribiera este libro hoy, no utilizaría de manera tan explícita un concepto tan actual, pero el abordaje del problema a partir de la fórmula “la paz territorial” permitiría interpelar otras perspectivas más sutiles sobre la implementación de la paz y sus límites.

La accidentada implementación del acuerdo de paz con las FARC también ha cambiado mi concepción global de Forgotten Peace. Para resumir aquí otra reflexión reciente: comencé a escribir lo que se convirtió en la versión final de Forgotten Peace justo en el momento en que las FARC y el gobierno colombiano se sentaban a hablar de la paz en la Habana. En ese entonces concebí al libro como una muestra de la posibilidad de la paz en Colombia. En los años subsiguientes a su publicación, la función de esta historia de los años 50 y 60 del siglo XX se ha convertido, más bien, en una advertencia sobre la fragilidad de un proceso de paz. Al comienzo de 2021, con el número de masacres en auge y el asesinato de líderes sociales con una frecuencia casi diaria, el panorama es realmente desolador (Robert Karl, “Colombia’s History with ‘Genocide,’” Journal of Genocide Research 21, 2, 2019).

A diferencia de la “paz criolla” de Forgotten Peace, la comunidad internacional alrededor de la causa de la paz en Colombia supone una fuente de optimismo. Cuando el expresidente uruguayo José “Pepe” Mujica visitó el país en 2018, comentó que “lo que está en juego es la convivencia de una sociedad que puede ser un espejo para América Latina”. Y añadió: "Colombia es un laboratorio de la historia, no lo hagamos fracasar” (Semana, 13 de junio de 2017). Como otro laboratorio de la historia, este foro demuestra que Colombia no es tan excepcional en el escenario regional, como frecuentemente se ha imaginado. Agradezco de nuevo las intervenciones de mis colegas, que muestran las posibilidades de un diálogo sobre pasados que al fin y al cabo, comparten un sinnúmero de elementos.

Robert Karl Minerva Schools at KGI rkarlresearch@gmail.com

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