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Población y sociedad

versión On-line ISSN 1852-8562

Poblac. soc. vol.27 no.2 San Miguel de Tucumán jun. 2020

 

Reseñas

Reseñas

Ignacio Zubizarreta1  ignzubizarreta@gmail.com

1Instituto de Estudios Históricos y Sociales de La Pampa – CONICET

McEvoy, Carmen; Rabinovich, Alejandro M.. Tiempo de guerra. Estado, nación y conflicto armado en el Perú, siglos XVII–XIX. 2018. Instituto de Estudios Peruanos, Lima: 570p.

Tiempo de guerra. Estado, nación y conflicto armado en el Perú, siglos XVII–XIX. McEvoy, Carmen y Alejandro M. Rabinovich (eds.) Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2018, pp. 570.

Historiar la guerra es historiar las relaciones entre los seres humanos a través del tiempo. Más allá de que los grupos sociales tendieron al intercambio y a vías de relación relativamente pacíficas, las disputas bélicas están en el ADN de la humanidad desde el comienzo de la misma. La historia de la guerra, durante gran parte del siglo XX, estuvo vinculada a lo que la Escuela francesa de los Anales denominó despectivamente “histoire événementielle”, es decir, aquella que en vez de detenerse en la causalidad estructural de los hechos, se limitaba a concatenarlos y presentarlos, en el mejor de los casos, a través de una grata narrativa. Pero más allá de eso, resulta pertinente preguntarnos, en momentos en que la guerra –al menos claramente en nuestro país– es un hecho por fortuna tan extraño como extemporáneo, ¿de qué nos puede servir hoy su estudio sistemático y profesional? Aunque en el caso de la obra que aquí reseño el foco geográfico sea otro (el Perú virreinal y republicano), la pregunta no por ello deja de mantener su actualidad, pertinencia y un alcance geográfico más amplio. El poder actual del Estado, en momentos de pandemia y cuarentena, y su capacidad para operar y ser obedecido por la población civil, por solo presentar un ejemplo entre muchos que podrían brindarse, difícilmente se explique sin una comprensión cabal sobre el rol, el surgimiento y la consolidación de las instituciones y el poder de las armas –tan necesarias para lo anterior– que se gestó en los siglos precedentes.

Tiempo de Guerra es una obra compilada por dos reconocidos especialistas, Carmen McEvoy y Alejandro M. Rabinovich, cuyo propósito consistió en reunir de forma coherente y armoniosa una serie de trabajos que surgieron como parte de un coloquio llevado a cabo en Lima en 2012 y que patrocinó –y publicó luego el fruto de su trabajo– el Instituto de Estudios Peruanos. Este esfuerzo colectivo, como todos los de su naturaleza, contiene aportes dispares. Por una cuestión de espacio, nos dedicaremos de aquí en adelante a rendir cuenta del propósito de los autores, manifestado en la introducción a la obra, y de aquellos capítulos que reflejan las contribuciones –siempre a mi criterio– de mayor consideración.

En la introducción los editores nos advierten que por primera vez se compila en un solo volumen un conjunto de estudios que condensan los mayores conflictos militares de la historia peruana, o cuanto menos desde su pasado virreinal hasta la consolidación del Estado moderno a principios del siglo XX. Como se aprecia, el objetivo es ambicioso. Pero no se limita a ello, pues se busca vertebrar a través de todos los aportes una serie de preguntas, entre las que destacan: ¿fueron las guerras el efecto caprichoso de un puñado de caudillos o militares de la elite para ocupar la cima del poder o también reflejaban tensiones sociales más profundas y abarcadoras? ¿Nos es útil la teoría del Estado fiscal–militar para comprender el modelo de consolidación de los estados post–independientes en Hispanoamérica? ¿A qué se debe ese permanente “fracaso” del Estado, todo a lo largo del siglo XIX, para imponer, en términos weberianos, el monopolio legítimo de la violencia? De ese modo, parecen haber constantes que se repiten, no sólo en Perú, sino en muchos otros lugares del continente: la debilidad de los ejércitos de línea, una alta –y parcialmente autónoma– movilización miliciana, y un débil dominio territorial por parte del Estado, comúnmente a cargo de gobiernos muchas veces efímeros y sumidos en conflictos facciosos. De aquí se deduce que los patrones recurrentes en la forma de hacer la guerra favorecen un tipo de construcción estatal particular, y no a la inversa. Esta es, al menos, una de las hipótesis más interesantes que presenta la introducción. El libro está estructurado en tres partes que siguen un orden cronológico. La primera se titula “Las batallas del Perú Virreinal”; la segunda, “Las guerras republicanas” mientras que la tercera y última, “De Castilla a Piérola: El arduo camino hacia la desmovilización”. Contiene, a su vez, 16 capítulos a lo largo de 570 páginas, lo que nos inhabilita para detenernos en cada uno de ellos y hacerles la justicia que merecen.

En la primera parte del libro destaca el capítulo “Hacia una nueva cronología de la guerra de independencia en el Perú”, escrito por Silvia Escanilla Huerta. En este apartado, la autora busca establecer una nueva periodización del proceso independentista y del siglo XIX en general a partir del análisis sobre el origen y la evolución de las guerrillas y montoneras. Con ese sentido, refuerza la idea de que la guerra constituyó un agente de construcción de soberanías, las que inaugurarían en paralelo una nueva forma de hacer política centrada en el uso de la violencia armada. Pero esas soberanías que se irían gestando, lejos de coadyuvar a la consolidación de una unidad nacional, fortalecieron un proceso de fragmentación territorial cuyos múltiples núcleos se concentraron en los pueblos, los que, con las armas en la mano y significativamente empoderados, supieron aprovechar esa coyuntura para negociar y establecer alianzas, formar parte de la vida política nacional e incluso, disputar en algunos casos y competir con otras jurisdicciones para erigirse en autoridad central. Ese poder que emergía de “abajo” hacia “arriba” no sólo mostró su rostro más inestable, sino que además y por muchos años, atentó contra la constancia y regularidad de una autoridad y de una soberanía de un Estado republicano en el Perú.

Durante el siglo XIX existió una tendencia que se aprecia en la mayoría de los capítulos que atraviesan la obra. Las revueltas de caudillos que comenzaban con una declamación pública afirmando que el gobierno había quebrantado la ley, y que el movimiento insurreccional buscaba devolver la legalidad. De ese modo, las facciones se enfrentaban, y el caudillo que vencía solía convocar elecciones que lo entronaban “legalmente” en el poder y lo envalentonaban para reformar o elaborar una nueva Constitución. Este ciclo solía repetirse una y otra vez. Hacia el final de la obra surgen dos capítulos que comienzan a delinear el ocaso de ese largo siglo guerrero en el que destacan los enfrentamientos bélicos no sólo internos y recién esbozados, sino también –y en múltiples casos en paralelo–, los recurrentes conflictos exteriores con los estados de Chile, Ecuador, Bolivia y España. Con ese fin, Nils Jacobsen, en el capítulo titulado “La guerra de la Coalición Nacional, 1894-1895: de las guerras civiles de la etapa caudillista a los movimientos de la sociedad civil”, analiza la última campaña de fuerzas militares irregulares que derrocó un gobierno establecido. Para el autor, se trató del último motín exitoso de la tradición republicana basada en la noción de ciudadanos en armas. A partir de ese entonces, se comenzarían a consolidar otros movimientos sociales en la participación política, más pacíficos y organizados alrededor de entes o grupos sociales y étnicos, mientras que las armas quedarían gradualmente en poder monopólico del ejército profesional (y con una oficialidad cohesionada) obediente a los gobiernos legítimamente constituidos. La revolución de la Coalición Nacional liderada por Nicolás de Piérola se caracterizó por estructurar sus fuerzas con escalafones similares a los ejércitos profesionales, por un uso avezado de los medios de comunicación y por una gran afinidad con sectores muy amplios de la opinión pública cada vez más importante y nutrida por sectores medios urbanos en crecimiento, los que con el aletargamiento del conflicto, terminarían por prestarles masivamente su apoyo. Y de ese modo, paradójicamente, el último levantamiento de montoneras implicó el triunfo y ascenso al poder de Piérola, dando inicio a un largo periodo de gobiernos civiles y de introducción de profundos cambios en políticas sociales, económicas y en relación al rol de las fuerzas militares. Fue, de ese modo, “una revolución para terminar con todas las revoluciones”.

El anteúltimo capítulo de la obra (que bien pudo haber sido el último dado su brillante poder de síntesis acerca del siglo XIX) fue escrito por David Velásquez Silva y titulado “Una mirada de largo plazo: armas, política y guerras en el siglo XIX.” En este escrito, su autor trata de presentar una audaz y dinámica mirada entre las relaciones del Estado y la sociedad decimonónica, desde el ángulo del ejercicio de la coerción. Más precisamente, se centra en las débiles capacidades de los diversos gobiernos peruanos para poder controlar la tenencia, circulación y posesión material del armamento de guerra. Con ese norte, comienza desde un momento virreinal –donde la existencia de dicho material se encontraba limitado y hasta cierto punto, controlado– hasta la multiplicación de las armas de fuego y su descontrolada distribución en amplios sectores de la sociedad al estallar las guerras revolucionarias independentistas y el surgimiento de montoneras y guerrillas (1810–1824). Luego de dicho periodo, los múltiples intentos para ponerle coto a la mencionada situación y lograr que los gobernantes de turno pudieran recuperar el control de las armas a través de distintos mecanismos de incentivos y regulaciones se tornaron infructuosos dada la falta de dominio territorial de los mismos y la competencia activa de grupos facciosos opuestos. Lejos de lograr la exclusividad anhelada, las armas de fuego se propagaron por fuera del poder gubernamental cada vez con mayor intensidad y de las formas más variadas –desde el ingreso desde países vecinos hasta el comercio ilegal portuario, asonadas dentro del ejército o el asalto a destacamentos militares. Hacendados, oficiales en rebeldía, caudillos étnicos, bandoleros rurales, líderes urbanos, las armas se encontraban por doquier y se redistribuían entre redes de leales a las diversas causas. Como también se aprecia en el capítulo de Nils Jacobsen, es recién en los últimos años del siglo XIX que esa situación comienza a revertirse. Una vez triunfante, Piérola inició una política nacional que continuaron sus sucesores con el objetivo de desmovilizar y desarmar a la población civil. Se realizaron sistemáticas requisas de armas en todo el país, mientras se fueron alineando y consolidando nuevas formas de lealtades de viejos caudillos que comenzaron a comprender que los tiempos habían cambiado –muchos de ellos incluso se sometieron a las flamantes instituciones gubernamentales y represivas (como un ejército nacional, profesional y burocrático) de un estado más centralizado y poderoso.

Así se cierra el ciclo guerrero en el Perú. Retomando una de las principales hipótesis de los compiladores de la obra, queda en evidencia –y demostrado con solvencia a través de los múltiples capítulos que la jalonan– que fueron las formas de hacer la guerra, principalmente en el siglo XIX, las que llevaron a la construcción de determinadas configuraciones estatales. O por decirlo de otro modo, la incapacidad recurrente del Estado para ejercer el control monopólico de la violencia solo se comprende en las condiciones culturales y las formas guerreras que se fueron gestando, novedosas en sus respectivos momentos de surgimiento, a partir de las guerras independentistas. Los gobiernos que se sucedieron desde ese momento en adelante, hasta la gestión de Piérola a fines de dicha centuria, no lograron revertir la situación, sino que en muchísimos casos, fueron partícipes de lo que se podría comprender, desde una mirada extemporánea, como un fracaso de la consolidación del Estado–nación en términos de la clásica teoría fiscal–militar. De este modo, la obra es bienvenida no sólo por condensar por vez primera una explicación de conjunto sobre el problema del Estado, la nación y los conflictos armados en el Perú de los siglos XVIII y XIX, sino porque además el enfoque que le dieron sus compiladores permitió vertebrar todos los capítulos en una interpretación homogénea, innovadora y global.

Paz en la República. Colombia, siglo XIX. Carlos Camacho, Margarita Garrido y Daniel Gutiérrez (eds.). Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2018, 334 pp.

El presente texto indaga “por la paz”, un concepto importante en el actual contexto colombiano en el que parece llegar a su fin el largo enfrentamiento de las FARC con la guerrilla. Estamos ante un trabajo concebido con la intención de contribuir a una comprensión desapasionada de esta coyuntura, propósito adelantado con suficiencia por un selecto grupo de historiadores de reconocida trayectoria investigativa, quienes con esta obra allanan el camino para el abordaje de tan eclipsado tópico. En este sentido y en contravía de las representaciones historiográficas de la vida republicana en las que se sobredimensiona el conflicto y se reproduce un imaginario de guerras interminables y de violencia atávica, el objeto puntual de la obra es analizar la forma en que concluyó cada una de las 8 guerras civiles del siglo XIX, dar cuenta de los esfuerzos que permitieron alcanzar la paz y, comprender el porqué del retorno a la guerra. De esta manera, con un novedoso enfoque, los autores asumen el análisis social y político del siglo XIX, tradicionalmente considerado a partir de la serie “elecciones, guerra, constitución”, para introducir la paz como una nueva y fecunda categoría, de amplias interacciones conceptuales.

Paz en la República se estructura en siete capítulos que, abarcan el periodo 1839-1946, correspondiente a la etapa de guerras civiles, que diferencian los autores de La Violencia y el más reciente conflicto armado, reconociendo para cada uno de estos periodos un tipo particular de paz. La obra está dirigida a un público amplio, no necesariamente especializado en la historiografía del siglo XIX. Para facilitar su comprensión, cada capítulo inicia con la presentación de las personalidades y los actores colectivos, y cierra con una síntesis cronológica. El texto termina con un posfacio con el que se anuda la problemática actual sobre los acuerdos de La Habana.

Los diferentes ensayos se interrogan por las formas de negociación adelantadas durante las guerras civiles, por las mediaciones, amnistías e indultos, por el tratamiento dado por el bando triunfador a los rebeldes y por las maneras de hacer la paz. Lo anterior se analiza a partir del presupuesto de la imposibilidad de comprender la naturaleza de los periodos de paz decimonónicos, sin analizar los conflictos precedentes. De allí la marcada diferenciación entre tiempos de guerra y tiempos de posguerra o de paz y el énfasis político y social.

Se inicia la serie de 8 periodos de paz, con La paz conservadora de 1842-1849, periodo en el que, como señala Luis Ervin Prado, se priorizó el fortalecimiento de la autoridad y el orden público, se restringió el voto, se impulsaron políticas educativas tendientes a moralizar la ciudadanía y se fortaleció el poder ejecutivo. El segundo periodo, a la vez capítulo, presentado por Margarita Garrido –La paz de la razón liberal, 1851 –1854– tiene lugar en el contexto de las reformas liberales y con posterioridad al levantamiento conservador de 1851, movimiento que se opuso a la abolición de la esclavitud. Las formas de hacer la paz de éste periodo, muestra la autora, comprendían indultos, amnistías, clemencias. Es sugestivo el análisis sobre los indultos, los que podían tener un carácter disuasivo o de afianzamiento de la paz y la reconciliación. Señala Garrido, que en la rebelión conservadora de 1851 el indulto fue ampliamente utilizado como mecanismo de disuasión, apaciguamiento, negociación y perdón para con los rebeldes vencidos. Añade una interesante discusión sobre las implicancias morales y de afirmación de poder del indulto, incluso como expresión de “una relación de enemigos que intercambian humillación y resentimiento” (p. 85). En esta misma dirección, analiza las tensiones provocadas por la razón liberal y las emociones construidas, poniendo de relieve al desengaño como el sentimiento que dominó a los artesanos durante el periodo de paz de 1851 a 1854, quienes se sintieron traicionados por las políticas liberales librecambistas.

Para el tercer periodo de paz, titulado, Pero no basta vencer (1854-1859), Carlos Camacho Arango muestra el desenlace del golpe de estado de 17 de abril de 1854, liderado por José María Melo, quien contó con el respaldo de militares que controlaban la guardia nacional y los artesanos. Afirma Camacho que en este caso no hubo “diálogos de paz” sino que “un bando, el constitucionalista, aplastó al otro, el de Melo” (p. 148), y las condiciones fueron propicias para que los vencedores impusieran castigos a los vencidos. Sin embargo, pronto la clemencia se impuso y fueron “muchas las horas bonancibles” entre 1854 y 1869, principalmente durante el gobierno conservador de Manuel María Mallarino. El ensayo problematiza fundamentalmente las condiciones de finalización de este periodo de paz, para comprender por qué durante el gobierno de Mariano Ospina Rodríguez (1857-1861) desapareció la paz y regresó la guerra.

El cuarto y quinto periodo de paz se ubican en el periodo del liberalismo radical, después del apabullante triunfo de los revolucionarios liberales en una de las guerras civiles más largas del siglo XIX, (1859-1863) que llevó a la promulgación de la Constitución de Rionegro. Daniel Gutiérrez se interroga por la dificultad para afianzar la tranquilidad en la República, en una etapa en que aparentemente desaparecieron los conflictos nacionales pero se multiplicaron las insurrecciones en los Estados. Una paz plagada de guerras, sugiere la hipótesis de una relación entre la Constitución de Rionegro y la fragmentación de las guerras civiles. Luis Javier Ortíz, por su parte, realiza un sugerente análisis del periodo de paz que sucede a la guerra civil de 1876-1877, y muestra las transformaciones políticas ocurridas de 1876 a 1885, en particular las cambiantes alineaciones que se ubican en lo que el autor denomina De la paz que perdieron los radicales a la paz científica. El periodo concluye con la guerra civil de 1885 que ratifica una “nueva hegemonía política” y el nacimiento de la Constitución de 1886.

“Volver a casa” es la característica que Malcolm Deas destaca para comprender, tanto el periodo de paz posterior a las guerras civiles de 1885 y 1895 como las formas de la paz del siglo XIX. En una república de marcado sesgo antimilitarista, (característica que el autor ha presentado en diferentes trabajos) el afán, señala Deas, era poner fin al conflicto, reducir el ejército, por ello, las amnistías eran amplias, pues la consigna era “todo el mundo a su casa”.

Cierra el ciclo de los periodos de paz, el sugerente capítulo de Brenda Escobar, Tras la guerra de los Mil Días: hacia una paz duradera, que señala cómo después de la larga y sangrienta guerra de los Mil Días y de la frustración por la pérdida de Panamá se construyeron las bases de un aceptable periodo de estabilidad política. En ese marco, resalta la implementación de la reforma electoral que permitió dirimir la disputa entre dirigentes liberales y conservadores en torno a la participación política, adoptando el principio de representación del partido minoritario. Los conflictos continuaron; sin embargo, para los autores del libro, se trató de un tipo de enfrentamientos de diferente carácter al de las contiendas del siglo XIX.

Merecen especial atención las conclusiones presentadas por Malcolm Deas Sobre la paz en el siglo XIX, que permiten una mirada de conjunto en torno a las guerras civiles colombianas y los pactos y acuerdos para su terminación. Para el autor, estos enfrentamientos se realizaron en una República con un gobierno siempre débil, sin una clase nacional hegemónica. Además, la precariedad fiscal y la fuerte inclinación antimilitar de la Nueva Granada, no le permitían mantener un fuerte aparato militar: “En tales circunstancias, retórica aparte, lo que tocaba era negociar, pactar” (p. 242).

Paz en la república es, sin duda, una obra pionera que aborda una temática urgente en el contexto colombiano, contribuyendo con ello a la comprensión del presente y el pasado Republicano, aunque sin mayores pretensiones teóricas. Advierte, además, sobre la complejidad disruptiva del tratamiento de la relación guerra y paz, y especialmente, sobre el significado tanto de la guerra civil como de la paz para el siglo XIX, aspectos que quedan abiertos como sugestivas rutas de análisis.

María Victoria Dotor Ramayo Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia victoriadotor@gmail.com

Ciudadanos armados de ley. A propósito de la violencia en Bolivia, 1839-1875. Marta Irurozqui, IFEA/Plural editores, La Paz, 2018, 324 pp.

Desde la década de 1980, los estudios de historia política han ganado densidad frente a las investigaciones que abordaban el siglo XIX a través de las estructuras económicas y sociales. Las prácticas y las culturas políticas decimonónicas representan, a partir de entonces, un ámbito relevante de discusión en torno a la problemática de la formación de los Estados nacionales o de la construcción de órdenes político–institucionales republicanos en las décadas de la posindependencia. El Estado o la institucionalización de la república han dejado de ser considerados el punto de llegada de un proceso histórico para derivar en su problematización y en la generación de preguntas que dan lugar a nuevas lecturas e investigaciones. En este sentido, el tema de la “ciudadanía armada” ha recibido la atención de prestigiosos historiadores que han dejado de ver en la intervención política y militar de la población una disrupción del orden público y el origen de los problemas institucionales de las nuevas repúblicas para considerarla un recurso legítimo y lícito al cual podía recurrir para defender la soberanía popular.

Desde hace dos décadas, Marta Irurozqui se ha erigido en una de las principales exponentes de esta corriente historiográfica. Sus investigaciones sobre Bolivia en el siglo XIX son un faro para diversos estudiosos que intervienen en la discusión antes referenciada. El libro que reseñamos a continuación no es la excepción. A través del estudio del ejercicio de la “ciudadanía armada” en Bolivia, aborda la violencia política durante el proceso de consolidación de la institucionalidad republicana. Propone un interesante análisis conceptual, sustentado en un riguroso abordaje de los acontecimientos y del proceso histórico a los que estos dieron forma, con la lograda pretensión de problematizar la historia latinoamericana decimonónica. Aspira a generar un debate conceptual más amplio, que excediendo dicho espacio, permita subvertir la idea imperante en la historiografía americanista de que la violencia generó regímenes políticos poscoloniales dominados por el autoritarismo y asociados al caos, el desorden y la ausencia de normas. Posa su mirada sobre la violencia política de naturaleza institucional o que generó institucionalidad en razón de poseer una legitimidad popular. Según sus propias palabras, el propósito del libro es “mostrar la compatibilidad entre la violencia política y la legalidad constitucional implícitas en la figura del ciudadano armado” (p. 39).

Una de las virtudes del libro es la claridad con la cual Irurozqui define su concepción de violencia, repasa el debate historiográfico iberoamericano en el cual se inscribe la obra y explicita su posición y propuesta analítica al respecto. Por un lado, plantea tres supuestos epistemológicos relativos al Estado y a su poder de coerción. Primero, la violencia como una actividad de la sociedad que interviene en el proceso de institucionalización del Estado. Segundo, el Estado como una institución procesual e interactiva que coexiste con otras estructuras asociativas. Y, tercero, la existencia de diversas maneras de concebir la defensa nacional, regional y local. Y, por otro lado, define qué entiende por ciudadanía –cívica y civil– y, sobre todo, por “ciudadanía armada”, la cual es elevada al rango de concepto–argumento para mostrar que existía una sociedad civil politizada que ejercía de pueblo soberano al recurrir de forma legal y legítima al uso de la violencia. Diferencia la “ciudadanía armada pretoriana”, asociada a la acción profesional del Ejército de Línea, de la “popular”, relacionada con la acción de los civiles encuadrados en instituciones firmemente jerarquizadas –como la Guardia Nacional y otras fuerzas milicianas– o de modo autónomo y liderada por personas con prestigio en una comunidad.

El libro aborda la participación ciudadana armada en cuatro secuencias revolucionarias que se produjeron entre 1839 y 1875. Como hipótesis rectora de la obra, sostiene que cada una de estas soluciones armadas, que fueron empleadas desde diversas instancias para resolver los problemas de inestabilidad, no interrumpieron el camino hacia la modernización de la vida política por atentar contra la “civilización” y el “progreso”, sino que favorecieron el proceso de democratización del Estado y de la sociedad. De esta forma, la violencia cívica se erige como una condición más para ello y no como un “resabio arcaico” o “antítesis del progreso” (p. 33).

En el capítulo 1, aborda el período 1839–1842, caracterizado por la derrota de Andrés de Santa Cruz y de la Confederación Perú–boliviana, las luchas internas por la organización del país y el intento anexionista de Perú. En este contexto, analiza la revolución “restauradora” de 1839 y el rol desempeñado en ella por el Congreso, quien tuvo una posición preeminente en el diseño y ejercicio del poder nacional. Esto se observa en medidas de naturaleza legal–normativa, represiva–discursiva y armada que permitieran generar una solución para impedir la emergencia de un presidente autocrático. Finalmente, examina cómo el poder ejecutivo logró supremacía frente al legislativo y los medios a través de los cuales José Ballivián legitimó su presidencia en el contexto de la guerra contra Perú.

En el capítulo 2, trata el bienio 1861-1862 que caracteriza en tres momentos. La primera se corresponde con las “matanzas de Loreto” y la crisis de legitimidad del gobierno provisional. La segunda con el asesinato de Plácido Yáñez, quien había promovido aquellas, y el resultante asentamiento presidencial de José María de Achá. Y la tercera con las consecuencias institucionales de estos eventos. En este contexto, examina las elecciones de 1862 y el intento de reforma constitucional. La acción popular de los artesanos agremiados constituye el eje de la problemática abordada aquí, en donde se preocupa por ver qué implicancia tuvieron estos en relación al abuso de autoridad, a la legitimidad gubernamental, a la política de fusión de Achá y a la capitalización de la violencia promovida desde la “ciudadanía armada popular”.

En el capítulo 3, Irurozqui se concentra en la revolución de 1870 que derrocó al presidente Mariano Melgarejo. Analiza la participación que en ella tuvieron los indígenas aymara del Altiplano, organizados en torno a la “ciudadanía armada popular”. Examina los factores que los llevaron a sumarse al pronunciamiento y los beneficios que les deparó el triunfo de la revolución. La autora sostiene que fueron elevados al rango de actores públicos y políticos de peso en el país, lo que posibilitó nacionalizar sus demandas de autonomía y de restitución de tierras comunales. Además, el nuevo gobierno buscó integrarlos a la nación y “liberarlos” del status colonial, al interesarlos por el “orden público” y la ciudadanía. Finalmente, advierte los límites de esta inserción al mostrar el rol de los indígenas en la Guerra Federal de 1899 y plantear la percepción pública y el juicio social negativo del que fueron objeto como derivación de dicha intervención.

En el capítulo 4, estudia el ciclo revolucionario que se produjo entre 1872 y 1875, que derivó en la derrota de la rebelión cochabambina. Mientras que en la primera y segunda parte se narra el contexto político de las sublevaciones y el entramado de los episodios sediciosos, en la tercera se aboca a analizar los medios judiciales y legislativos a través de los cuales el gobierno pretendió desmontar la práctica de la “ciudadanía armada pretoriana” y “popular” para favorecer la consolidación de una “democracia pacífica” basada en las elecciones, la asociación y la opinión pública. Muestra que se había llegado a un consenso sobre la necesidad de desmilitarizar la vida política y desarmar a la población, con lo cual pone de relieve el cambio de concepción sobre la “ciudadanía armada” y el carácter del “pueblo”.

Ciudadanos armados de ley tiene el valor de problematizar un período de la historia boliviana, en particular, y latinoamericana, en general, diferenciándose de las lecturas que han considerado a la militarización de la política y de la sociedad, al caudillismo y a la violencia como factores que retardaron la monopolización de la fuerza pública en manos del Estado nacional. En lugar de recurrir a las teorías más clásicas que ven de forma negativa la dilación en alcanzar tal atribución y, como consecuencia, la consolidación misma del aparato estatal, propone una mirada alternativa en la cual el uso de la fuerza fue potestad constitucional de un variado grupo de actores (individuales y colectivos) que promovieron, lideraron y organizaron diversas revoluciones. De esta forma, la violencia legítima se pudo expresar a través del Ejército, de las autoridades gubernamentales y del pueblo en armas con diversos propósitos. Sostiene que, en lugar de representar un obstáculo que habría retardado la consolidación institucional de la república, la “ciudadanía armada popular” reguló los excesos del Ejército y de los militares contra el orden constitucional, propició el fortalecimiento de la sociedad civil y reconfiguró el ejercicio popular de la soberanía. Por lo tanto, al historizar la posindependencia latinoamericana en su contexto, a través de un abordaje riguroso de las problemáticas que cruzaron la formación de los Estados, se aleja de las lecturas negativas construidas desde el siglo XX. Sobre todo, nos permite acercarnos a realidades más complejas, donde el resultado final del proceso histórico no incida en la explicación del comportamiento, de las lógicas y de las contrariedades de los actores que intervinieron en él.

Finalmente, la propia dinámica del texto nos permite plantear una serie de interrogantes que surgen de su lectura. Irurozqui logra captar la participación de diversos sectores sociales, transformados en actores políticos a través de la “ciudadanía armada”, en las diversas secuencias revolucionarias que estudia. Este es el caso de los artesanos agremiados, los indígenas aymara del Altiplano y los trabajadores urbanos, para los cuales identifica una serie de factores que habrían motivado su intervención en cada proceso revolucionario. Ahora bien, más allá de su adscripción a instituciones de carácter miliciano que encarnaban la “ciudadanía armada popular”, ¿a través de qué mecanismos se movilizó a la población? ¿Se trató de la activación del deber republicano ante la imperiosa necesidad de defender la institucionalidad perdida o amenazada y de la afectación de los intereses del grupo o de la nación por parte de un tirano o se implementaron estrategias y recursos materiales e inmateriales que favorecieron e hicieron posible la movilización ciudadana? ¿Fue suficiente aliciente para ello la causa que se defendía o fue necesario recurrir a mecanismos de reclutamiento negociados y/o coactivos? ¿Qué rol tuvieron al respecto los jefes políticos intermedios y los comandantes más cercanos al “pueblo en armas”? Además compartir los propósitos de la revolución, ¿se puede advertir también la existencia de obligaciones o vínculos de lealtad con los jefes de proximidad que promovieron los levantamientos o se sublevaron al formar parte de una red política?

Leonardo Canciani CESAL – UNCPBA – CIC leonardo_canciani@hotmail.com

La rosca política. El oficio de los armadores delante y detrás de escena (o el discreto encanto del toma y daca). Mariana Gené, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2019, 272 pp.

La rosca política es el primer libro que tiene como autora principal a la doctora en Ciencias Sociales Mariana Gené; se trata de la investigación de su tesis doctoral, marco en el que presenta un trabajo minucioso que desentrama la vida política del Ministerio del Interior del gabinete nacional del gobierno argentino y sus personajes a lo largo de veinticuatro años.

El libro nos presenta la historia, en clave sociológica, de la cartera conocida como “el ministerio político”, el de la “rosca” –título provocador muy bien elegido–. La investigación nos permite introducirnos en lo que se describe como “la política en minúsculas” ya que presenta en detalle tanto en qué consiste el trabajo político cotidiano como la importancia que reviste tal actividad para aspectos tan centrales como la gobernabilidad. La obra analiza el funcionamiento del ministerio que se ocupa de una de las facetas de la actividad política que no cuenta con una buena prensa –todo lo contrario, está asociado instancias vedadas al ojo público y vinculadas al detrás de escena de las grandes decisiones políticas. De esta forma, la apuesta de la autora indaga coordenadas esenciales para la comprensión de la política como profesión en el país. Con este objetivo recorre la historia de la cartera desde el regreso democrático hasta el final del mandato de Néstor Kirchner (1983-2007) –un período de veinticuatro años reconstruido a partir de un arduo y destacado trabajo de investigación, teniendo en cuenta “la cultura del secreto” que reviste la actividad política en tales márgenes. Este trabajo se vuelve de gran importancia al momento de estudiar la profesión política reposicionando sus contextos y situaciones de producción, enfatizando en cada capítulo el carácter social y multideterminado de la profesión. Para ello se centra en el ministerio y sus elencos jerárquicos, donde la práctica política se dirime entre las relaciones de confianza para la construcción de acuerdos, la negociación y llegada a distintos actores, así como también a partir de la interpretación de los escenarios y climas sociopolíticos basados en vínculos de autoridad y confianza.

El libro se estructura en seis capítulos organizados en dos partes. Inicialmente la introducción presenta los elementos para “meterse” en la temática, comprender no solo los objetivos que se plantea la obra sino la caracterización del Ministerio en tanto escenario político. La división de la obra en dos partes plantea un recorrido desde los agentes a las gestiones; encadena las grandes reflexiones sobre los políticos y sus atributos hasta las características particulares de las gestiones en sus momentos históricos para comprender la política en movimiento.

La primera parte está compuesta por dos capítulos que se preguntan por las formas en que se constituye el oficio de armador político. Los ejes centrales son las vías de acceso, los procesos de aprendizaje y las trayectorias que siguieron los ministros. En el primer capítulo –ante la ausencia de un camino claro en la carrera política– la autora desglosa las múltiples instancias de socialización política que van marcando su entrada a ese mundo. Es así que la lectora y el lector recorren los distintos ciclos de politización en las biografías de los actores, donde se distinguen las vías de acceso tempranas, ya sea a través de la pertenencia a familias políticas, la militancia juvenil en agrupaciones estudiantiles y la vinculación a partir de hitos históricos como los golpes de Estado, la proscripción del peronismo y el Cordobazo, entre otros.

El rastreo que se realiza al interior de las trayectorias de los ministros es exhaustivo. Mariana Gené define la preminencia de perfiles altamente profesionalizados –carreras políticas largas y experimentadas en distintos niveles del gobierno–, que termina dado cuenta de un escenario completamente masculino y sin outsiders para este ministerio. Estos trayectos ayudan a evitar “la incertidumbre constitutiva de la carrera”, dado que “venir de la política” garantiza a los armadores el conocimiento del “funcionamiento del Estado y el manejo de las instituciones, pero también una cercanía con los actores políticos… ser reconocido como alguien de ese mundo.” (p. 74)

El Capítulo dos se ocupa de los atributos y destrezas que hacen a un buen armador, tarea que significó para la autora analizar la profesión política en movimiento. De esta forma, nos guía en las preguntas por la especificidad del rol en el Ministerio del Interior y nos adentramos en las prácticas habituales y recursos valorados en los distintos ministros. Se resalta el trabajo desarrollado por Gené para marcar los matices de los veinticuatro años analizados; en ese marco temporal se detiene y distingue ciertas características de los primeros mandatarios y la dinámica de sus gabinetes. Así, da cuenta de los entretelones de las gestiones de gobierno, que lejos de ser rumores de pasillos ayudan a comprender los contextos y personajes y a dotarlos de vida para reconocer los requisitos que se demandan a los armadores.

En este capítulo cobra centralidad el contraste entre las figuras de Carlos Corach y Gustavo Beliz. A través de la distinción de sus trayectorias, personalidades y el estilo de sus gestiones se delimitan especialmente los atributos valorados entre pares. Independientemente de los clivajes partidarios, la autora reconoce estándares de evaluación que operan al momento del reconocimiento de los armadores políticos, cimentando las reglas del juego que son compartidas y aseguran el funcionamiento del ministerio a lo largo del período democrático. Autoridad, astucia y confianza son los elementos fundamentales que sirven para distinguir simbólicamente a los políticos de los amateurs.

La segunda parte del libro se centra en el seguimiento cronológico de las gestiones que ocuparon el ministerio desde la vuelta de la democracia. Si en la primera parte, los esfuerzos se dirigían a postular ciertos parámetros generales en los perfiles y trayectorias, en la segunda el foco está puesto en los detalles y entretelones de cada gestión ministerial. El relato es atrapante y está organizado alrededor de tres ejes: 1) las trayectorias soportes y destrezas; 2) las principales pruebas que atravesaron y 3) las estrategias y estilos de cada uno.

El Capítulo tres se detiene en los armadores políticos de la restauración democrática. A través del análisis de las gestiones de Antonio Tróccoli y Enrique Nosiglia el libro recorre los agitados años del alfonsinismo. Los diferentes estilos y trayectorias de los ministros ayudaron a contrastar los momentos del período: por un lado, durante la primera etapa, la tarea de negociación que demandó el conflictivo pasaje de las promesas del entusiasmo democrático a la tensa realidad de la diversidad de actores con quienes acordar; por otro, durante los últimos años del gobierno la difícil relación con el Congreso en la negociación de las leyes que aseguraran los acuerdos de gobernabilidad.

El capítulo ilustra sin desperdicio las situaciones concretas de intervención de los armadores constituidas en escenarios donde se conjugaron los distintos elementos en la práctica política –no solo las habilidades, destrezas y personalidad de los actores que realimentan constantemente la pertenencia al campo político, sino también los aspectos del contexto, en el caso de la transición uno de gran fragilidad institucional.

En el cuarto capítulo asistimos al período de las dos presidencias de Carlos Menem presentándose como desafío de esta etapa el giro que atravesó el peronismo en la adopción de la política neoliberal, donde las figuras de los armadores fueron centrales. En ese marco, se caracterizan las negociaciones para construir el apoyo de los sectores más tradicionales al interior de la fuerza y los acuerdos necesarios para asegurar el proyecto de gobierno, al igual que se enfatiza en la reconfiguración de algunos capitales para poder mantenerse en la carrera política, adaptarse al cambio y ser más flexibles en relación con la doctrina.

Los cinco ministros que pasaron por la década menemista dejaron al descubierto la singularidad de la profesión política donde intervinieron factores no únicamente vinculados a la personalidad de cada individuo, sino también aquellos que develan una larga trayectoria en el campo, el conocimiento de reglas del espacio político, la importancia de pertenecer al círculo cercano y de mucha confianza del presidente. Se destaca también la importancia que cobran la coyuntura y los momentos políticos que fueron habilitando determinadas estrategias y acciones. Este aspecto queda muy bien retratado en la salida de José Luis Manzano, tras los escándalos de corrupción, y la llegada de Gustavo Beliz al frente de la cartera. A través del análisis de la década menemista la autora muestra el delicado equilibrio entre los aspectos que intervienen en el perfil de un buen armador político, armonía que queda traslucida en la figura del “ministro modelo”, Carlos Corach, quien fue “hombre de extrema confianza del presidente, armador eficaz […] supo negociar voluntades y administrar premios y castigos del proyecto neoliberal que reconfiguró el estado y su relación con la sociedad” (p. 181); marcó a fuego al ministerio y la práctica política en él.

La analogía del paso de armadores a “equilibristas” que marca la autora en el Capítulo 5 ilustra claramente el gran desafío que representó para tales figuras el período político de la Alianza. Si bien De La Rúa contó con dos ministros que presentaban perfiles de largas trayectorias y experiencia en el campo, los obstáculos estuvieron vinculados a factores como el armado político del gobierno de coalición. El texto se concentra en caracterizar un escenario minado de sospechas y disputas internas que debieron enfrentar los armadores, donde la importancia de ciertos atributos como “venir de la política” no fue suficiente para afrontar todos los frentes abiertos.

La virtud de este capítulo radica en mostrar el efecto de las singularidades de un momento político sobre la dinámica de funcionamiento de la cartera, donde elementos como la trayectoria política de los armadores, su reconocimiento partidario o la llegada a los actores eran inútiles si no se contaba con la confianza presidencial.

Finalmente, en el Capítulo 6 se reconstruye la etapa posterior a la crisis de 2001 donde se presenta la sucesión de los ministros y el entramado político complejo que demandaba la gobernabilidad de un país estallado. Los cortocircuitos internos y especulaciones hicieron pasar a tres presidentes hasta la llegada de Eduardo Duhalde. El relato para la inauguración del período kirchnerista vuelve sobre la figura del nuevo presidente y centra la mirada en la construcción de su estilo para marcar los rasgos de la relación con su gabinete. Nuevamente la autora, a través del contraste entre dos figuras, Aníbal Fernández y Alberto Fernández, describe los elementos que vuelven a distribuirse en roles y funciones que se tramitan a través de la impronta del armador y la confianza que el presidente.

Antes del cierre de la obra, la autora nos ofrece un breve Epílogo referido a los armadores políticos del período de Cambiemos. Se pregunta por las continuidades o rupturas del nuevo gobierno, sin centrarse únicamente en la cartera sino también en las figuras que revisten este rol. Asimismo, nos proporciona algunos elementos para comprender el “eclecticismo” del armado ministerial y las estrategias para lograr la gobernabilidad en un escenario de minoría.

Mariana Gené, a través del recorrido de los múltiples estilos de los armadores políticos del período democrático, logra poner al descubierto los rasgos singulares que cobra la profesión política en un país como Argentina. Es de valorar los recaudos que se toma con relación al trabajo de campo, el recorte histórico, sus anotaciones y las escenas que presenta, que ayudan a complementar una mirada general del proceso de investigación, al que la lectora y el lector se suman de manera muy natural.

Sin duda, el periodo de tiempo analizado sirve a la autora para contrastar las gestiones de gobierno, utilizar los momentos históricos como reveladores de las dinámicas funcionamiento específicas de la cartera y, al mismo tiempo, le ayuda a alejarse de las grandes generalizaciones. El cuidadoso trabajo de investigación le permite matizar las situaciones poniéndolas en contexto. El gran aporte del trabajo es que revela, a lo largo del libro, la profesión política definida “en contextos históricos específicos, en relaciones de poder y dinámicas políticas situadas”. Rescata detalladamente esa “política en minúscula”, en sus minucias cotidianas, donde las destrezas, estrategias y apuestas se construyen para sostener el proyecto de gobierno.

Marina Campusano Instituto Investigaciones Geohistóricas - CONICET – UNNE marinacampusa@gmail.com

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